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El deseo de penalización

Philippe Muray

De este legislar galopante, de esta peste justiciera que a toda marcha pone sitio a la época, ¿cómo es que
nadie se espanta? ¿Cómo es que a nadie inquieta este deseo de ley que crece sin cesar? ¡Ah, la Ley! ¡La
marcha implacable de nuestras sociedades al paso de la Ley! Ningún viviente de este fin de siglo está
excusado por ignorarla. Nada de lo que es legislativo debe sernos ajeno. “¡Hay un vacío jurídico!” Éste
no es sólo un grito en el desierto. De la papilla de todos los debates no emerge sino una voz, un clamor:
“¡Hay que llenar el vacío jurídico!” Sesenta millones de hipnotizados caen todas las noches en éxtasis.
La naturaleza humana contemporánea tiene horror al vacío jurídico, es decir a las zonas de vaguedad
donde se arriesgaría a infiltrarse todavía un poco de vida, es decir de inorganización. ¡Una vuelta más de
tuerca cada día! ¡Proyectos! ¡Comisiones! ¡Estudios! ¡Propuestas! ¡Decisiones! ¡Elaboración de decretos
en los gabinetes! ¡Hay que llenar el vacío jurídico! Todo aquello con que Francia cuenta en asociaciones
de familias aplaude con sus pinzas de cangrejo. ¡Llenemos! ¡Llenemos! ¡Llenemos aún! ¡Tomemos
medidas! ¡Legislemos!

¡Santas Leyes, rezad por nosotros! ¡Enseñadnos el saludable terror al vacío jurídico y el deseo perpetuo
de llenarlo! ¡Sujetadnos, amarradnos al borde del precipicio de lo desconocido! El menor espacio que no
controléis en nombre de la neo-libertad judicialmente garantizada se convierte para nosotros en un
agujero negro invivible. ¡Nuestro mundo está a merced de una laguna en el Código! Nuestros más
acallados pensamientos, nuestros menores gestos están en peligro de no haber sido previstos en alguna
parte, en algún aparte, protegidos por un apéndice, observados por una jurisprudencia. “¡Hay que llenar
el vacío jurídico!” Éste es el nuevo grito de guerra del viejo mundo rejuvenecido por la transmisión
integral de sus elementos a través del cubo de basura mediática definitivo.

Han hecho falta esfuerzos y tiempo, han hecho falta tenacidad, habilidad, buenos sentimientos y causas
filantrópicas para incrustar bien hondo, en todos los espíritus, el clavo del despotismo legalitario. Pero
ahora ya está, se ha hecho, todo el mundo lo quiere espontáneamente. La actualidad cotidiana ha
devenido, en buena parte, la novela verídica de las conquistas de la Ley y los entusiasmos que suscita.
Nuevos capítulos de la historia de la Servidumbre voluntaria se acumulan. La orgía procesalista no
reconoce ya ningún límite. Si no evoco aquí los casos de magistrados vengadores, los escándalos por
facturas falsas, la sombra “sublevada” de los jueces enloquecidos, es porque todo el mundo habla de ello
en todas partes. Prefiero ir a buscar mis anécdotas en rincones menos visitados. No hay ilustraciones
pequeñas. En Suecia, muy recientemente, un tipo llegó al máximo de la indignación con una película de
Bergman que pasaban en la tele: ¡había visto a un padre dando un bofetón a su hijo! ¿En una película?
Sí, sí. Una película. En la tele. No de veras. Lo que no impide que este gesto sea inmoral.
Profundamente chocante, para empezar, y luego sobre todo en infracción con respecto a las leyes de su
país. Con lo que va, sin más, a presentar una denuncia. A hacer perseguir por la justicia. ¿Quién no
aprobaría a este hombre sensible? El cine, por otra parte, regurgita actos de violencia, crímenes,
violaciones, robos, tráficos y brutalidades de los que es urgente purgarlo. Se atacará a continuación a la
literatura.

¡Dura lex, sed tex! Hay veladas en que la tele, para quien la mira con la debida repugnancia, parece una
suerte de foro de leyes. Es la marcha de los reglamentos. Un lex-shop a cielo abierto. Cada uno se
descuelga con su borrador de decreto. Hacer un debate sobre lo que sea es descubrir un vacío jurídico.
La conclusión es hallada de antemano. “¡Hay un vacío jurídico!” Podéis cerrar vuestro correo. El sueño
consiste claramente en acabar por prohibir poco a poco, y suavemente, todo aquello que no esté aún
absolutamente muerto. “¡Hay que llenar el vacío jurídico!” Ahora, la obsesión penalista ataca de nuevo
frontalmente al placer. ¡Ah, esto da comezón a todo el mundo, recriminalizar la sexualidad! En América,
se empieza a enviar a clínicas especializadas a aquellos a quienes se ha tenido éxito en hacer creer que
eran adictos, enfermos, fanáticos enganchados al sexo. Aquí, en Francia, tenemos ahora una ley que
permitirá castigar la seducción bajo sus nuevos hábitos de “acoso”. ¡Un vacío lleno más! De paso,
depuramos el Minitel. Y después como broche de oro el Bois de Boulogne. Todo lo que se muestra hay
que rodearlo, esposarlo con impuestos y decretos. En Bruselas, siniestros desconocidos preparan la
Europa de los reglamentos. Todas las represiones son recomendables, desde la prohibición de fumar en
lugares públicos hasta el pedido de restablecimiento de la pena de muerte, pasando por la supresión de
ciertos placeres calificados de prehistóricos como la corrida, los quesos de leche cruda o la caza de
palomas torcazas. Será llamada prehistórica no importa qué ocupación que no retenga o no envíe al
viviente, de una manera u otra, frente a su pantalla de televisión: el Espectáculo ha organizado una
cantidad suficiente, y bastante costosa, de distracciones como para que éstas, de ahora en más, puedan
ser declaradas obligatorias sin que el decreto resulte escandaloso. Todo otro género de diversión es un
irredentismo a borrar, una pérdida de tiempo y de Audimat*.

Todas las delaciones devienen heroicas. En los Estados Unidos, país de abogados delirantes, los
homosexuales de punta inventaron el outing, forma original de chivatazo que consiste en pegar carteles
con fotos de tipos conocidos por su homosexualidad “vergonzante” bajo el epígrafe “absolute queer”
(completamente marica). Se los hace salir de su secreto porque ese secreto causa perjuicio, dicen, al
conjunto del grupo. Se los confiesa a pesar suyo. A más vida privada, pues más hipocresía.
¡Transparencia! La palabra más desagradable que circula en nuestros días. Pero he aquí que este
movimiento de outing comienza a ganar amplitud. ¡Los calvos a su turno se ponen también ellos a pegar
afiches con fotos de celebridades a las que acusan de llevar pelucas (perdón, “complementos capilares”)!
¡Se desenmascarará a los empelucados que no se confiesen! ¿Y por qué no, a continuación, a quienes
llevan dientes postizos, a las buenas mujeres con lifting, a los cardíacos con marcapasos? El enemigo
hereditario está en todas partes desde que no se lo puede situar en ninguna, masivamente, ni al este ni
al oeste.
“La mayor desgracia de los hombres es tener leyes y un gobierno”, escribió Chautebriand. Yo no creo
que se pueda todavía hablar de desgracia. Los juegos de circo justiciero son nuestro erotismo sustituto.
La nueva policía patrulla aclamada, legitimando sus ingerencias bajo la cobertura de palabras como
“solidaridad”, “justicia”, “redistribución”. Todas las propagandas virtuosas coinciden en recrear un tipo
de ciudadano bien devoto, bien embrutecido por el orden establecido, bien alelado de admiración por la
sociedad tal como ésta se impone, bien decidido a jamás perseguir otros goces que aquellos que se le
indiquen. Helo ahí, el héroe positivo del totalitarismo de hoy en día, el maniquí ideal de la nueva tiranía,
el monstruo de Frankenstein de los sabios locos de la Benefactura, el buenhombre prefabricado que no
folla sino con su preservativo, que respeta a todas las minorías, que reprueba el trabajo en negro, la
doble vida, la evasión fiscal, las disyunciones saludables, que encuentra la pornografía menos excitante
que la ternura, que no puede juzgar un libro o un film más que por lo que no es por definición, o sea un
manifiesto, que considera a Céline un canalla pero que no tolerará que se cuestione, por poco que sea, a
Sartre y a Beauvoir, los célebres Thenardier** de las Letras, que se espanta en fin como un vampiro ante
un crucifijo cuando percibe un anillo de humo de cigarrillo en el horizonte.

Es la era del vacío, pero jurídico, la bacanal de los agujeros sin fondo. A toda velocidad, este pseudo-
mundo que se pierde se halla en vías de recrear de cualquier modo un principio de militantismo
generalizado que sirva para todas las situaciones. No hay una nueva inquisición, es un movimiento
mucho más sutil, una creciente que brota por todas partes, y sería inútil seguir relamiéndose con el
recuerdo de los antiguos procesos de que fueron víctimas Flaubert o Baudelaire: su persecución
revelaba al menos una no solidaridad esencial entre el Código y el escritor, un abismo entre la moral
pública y la literatura. Es este abismo el que se llena cada día y nadie tiene derecho a no ser voluntario
en los grandes trabajos de nivelación de tierras. ¿Quién narrará está comedia? ¿Qué Racine osará,
mañana, componer los Neo-Litigantes? ¿Qué escritor escapará del zoológico legalitario para describir
sus infamias?

Nota agregada en abril de 1997


De más está decir que el fenómeno aquí estudiado ha conocido en todos los dominios, desde 1992, una
extensión prodigiosa que no parece que vaya pronto a interrumpirse. De más está decir también que los
ejemplos que había elegido, en aquél entonces, valían por muchos otros que era preferible (que es
todavía, que es más que nunca preferible) callar. Sólo cuenta, en definitiva, y como siempre, el hecho de
haber visto la cuestión mientras no estaba más que en los pródromos de su siniestro desarrollo.

1992 – en Exorcismos espirituales I, Les Belles Lettres, 1997


* Audimat era en su origen el nombre del primer sistema utilizado en Francia para medir el nivel de
audiencia de televisión. Luego fue remplazado por el Mediamat, pero el término audimat sigue
designando los resultados del nivel de audiencia para los diferentes canales.

** Thenardier: Monsieur y Madame Thenardier, personajes de Los miserables de Victor Hugo. Se


caracterizan por su egoísmo, su afán de lucro a toda costa y su falta de solidaridad absoluta hacia la
clase trabajadora de la que provienen.
Retrato del vanguardista
por Philippe Muray

Uno entre muchos méritos del ensayo de Benoît Duteurtre Requiem por una vanguardia reside en el
clamor reactivo con que ha sido recibido. ¡Qué grito unánime! ¡Qué ola de indignación! ¡Qué ladridos de
temor se han lanzado contra este libro! Una nueva figura se ha revelado, allí en la fiebre y en el
escándalo. Un nuevo protagonista de la comedia de la sociedad ha aparecido. Una especie de “carácter”,
del género de los de La Bruyère, ha hecho pública su voz, y es él, esta bella alma ofendida, de quien me
gustaría intentar hacer el retrato, rápidamente, por el placer de prolongar, si no de parafrasear, el libro
de Duteurtre.
Pero ¿cómo llamar a este individuo al que un simple balance concerniendo la modernidad artística de la
segunda mitad del siglo XX, una obra de tono sereno, por lo tanto documentado, ni siquiera insultante,
y consagrada en gran parte a la historia del movimiento musical contemporáneo, ha llegado a poner
fuera de sí de semejante manera? ¿Cómo bautizar a este personaje? ¿A este Anarquista coronado que se
aferra a su corona? ¿A este Pensionado de la sociedad? ¿A este Transgresor condecorado? ¿A este
Inconformista subvencionado que exige seguir siéndolo? ¿A este Vanguardista reclutado? ¿A este
Innovador perpetuo subsidiado a perpetuidad por el Estado? ¿A este héroe de la aventura moderna en
vías de deshacerse? Qué importa su nombre, a decir verdad. Dejémoslo en la imprecisión, eso quizás le
dé placer, a él que tanto le gusta lo “abierto”, lo “aleatorio”, lo “inacabado”, lo “flotante”. Captémoslo en
plena acción, mejor dicho, en pleno arrebato de adrenalina y reflejos de supervivencia. Allí está, con sus
gesticulaciones virtuosas, sus arranques de ofendido, que se manifiestan como su último rostro: el de
alguien que ha jugado, desde hace tiempo, todos los triunfos modernistas, que ha tomado el hábito de
considerar lo “nuevo” como una renta correspondiente a su posición, y a quien se ve de pronto
enfurecido porque un joven escritor, detallando tranquilamente sus hazañas, buscando comprenderlo a
través de sus pompas, sus obras, sus declaraciones, ha osado finalmente problematizarlo.

Nada más peligroso que el Vanguardista acorralado en su trinchera dorada. No son valores lo que
defiende, sino intereses. Por muy poco se olvida hasta de ser educado. Atacado, se lo verá crisparse
acusando a sus adversarios de crispación. Eminente como es raro serlo entre los artistas, trata a los
otros de eminencias. Creador oficial, protegido, sobreviviendo en una tibia seguridad, continúa
reivindicando para sí la llama, la novedad, el atrevimiento de la búsqueda, el frescor de la inexperiencia
estrepitosa, la audacia, el encanto, la espontaneidad pimpante y vivaz. Cubierto de garantías, debe
absolutamente pasar por maldito. Su fuerza inagotable es su insolencia. Desde luego, nadie sino él se
imagina todavía que transgrede alguna cosa “haciendo hablar” al cuerpo, “deconstruyendo” la lengua o
“provocando” al mercado del arte con sus exhibiciones: pero no se lo digáis, que le causaréis mucha
pena. ¡Le dura, después de tanto tiempo, la cómoda certeza de que la lucha de la innovación contra la
tradición es la condición del principio de desarrollo de la sociedad y de que se liquida automáticamente
con la derrota ridícula de la tradición! Es todo lo que le queda del marxismo desvanecido, esta creencia
enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, el futuro es para él y el viento de la Historia sopla en sus
velas. De pronto, si se da la impresión de atacarlo, es un sacrilegio, una afrenta incalificable. Un crimen
que va mucho más lejos que la vanguardia misma: nada más criticarlo, es toda la humanidad la que
arriesga verse privada de sus razones para tener esperanzas.

Por otra parte, y por principio, el Vanguardista coronado no debería siquiera tener que defenderse: el
Dios de lo Nuevo garantiza su calidad. Se quiera artista, literato, músico, plástico o poeta, el
Vanguardista deposita su confianza en un maniqueísmo espontáneo: esta guerra de lo Nuevo contra lo
Antiguo, por la que explica el mundo y legitima su existencia, es Ormuz contra Arimán. Lo Nuevo
triunfa sistemáticamente sobre lo Maléfico. Es por eso que, si se lo pone en duda, se pone siempre de
muy mal humor. No son sus obras lo que se amenaza, es su imagen, su renombre bien establecido de
campeón de la superación. Su reputación de franqueador de fronteras. A pesar de la extraordinaria
cantidad de empresas desestabilizadoras, una más brillante que la otra, a través de las cuales se ha
ilustrado, conserva al menos la fe en una coherencia: la de la Historia en consideración hacia él. Ésta no
sería capaz de tratarlo inmoralmente, eso sería el mundo al revés. La necesidad de responder a sus
detractores no es para él, entonces, más que tiempo perdido. Para él, el juego ha terminado. La partida
está ganada. Estos ataques de la retaguardia lo fatigan de antemano.

Caballero de lo negativo, profesional de la perversión, funcionario de lo ambiguo y de la subversión, sus


medios como sus fines siempre han sido moralmente irreprochables: la igualdad de oportunidades, la
justicia social, los derechos del hombre, él los ha impuesto hasta en las artes. Con una radicalidad que
da gusto ver. Una austeridad que fuerza al respeto. Donde haya elegido lucirse, en cualquier disciplina
que haya hecho propia, se jacta en principio de no halagar los sentidos. La complacencia no es su fuerte.
Ni la diversión, esa enemiga de lo serio, o sea, de lo doloroso. Como novelista, se lo ha visto expulsar de
las ficciones al personaje de novela, depurarlas de ese pretexto burgués, de esa prótesis superada, en
provecho del movimiento de la frase hecha trizas o del desplazamiento de los sujetos en la narración
suspendida. Como pintor, se ha podido aplaudir la exposición de sus desperdicios más o menos
reciclados, metáforas mordaces de la fecalidad, o sea del mercado del arte (veamos al “desolador Cy
Twombly”, como escribe Duteurtre, lanzando “unas cuantas feas manchas mientras invoca a Poussin”).
Como músico, en fin, su nombre es Boulez o Stockhausen, en su cruzada infatigable, durante los años
50, contra el sistema tonal, sus jerarquías, sus selecciones básicamente desigualitarias, su monarquismo
estético. Ésa fue la gloriosa noche del 4 de agosto de la música, la abolición de las escalas sonoras como
privilegios de otra era, de viejos escudos de armas pintados sobre las carrozas.

Nada ha resistido nunca al Vanguardista radical. Después de haber soñado, un poco bovarísticamente,
desde el fondo de su provincia y de su condición modesta, con las grandes rupturas heroicas de los
primeros cincuenta años del siglo, le ha sido dado, llegado el tiempo, regocijarse con ellas como farsa
triste, pero aceptada. La realidad mediocre de sus orígenes lo había enfurecido, como Yonville l’Abbaye
enfurecía a aquella pobre Emma. Rimbaud, Picasso, Duchamp, Artaud o Schönberg le parecieron los
señores de un mundo superior. Se prometió que un día sería parte de ese mundo. En otros períodos,
esta voluntad de incluir su sueño en la realidad habría encontrado quizás ciertas resistencias. Pero
nuestra época es aquélla en que la realidad ha cedido, como se hunde un suelo. Él se ha beneficiado. Por
primera vez, el sueño ha triunfado en la realidad misma. Se instala en todas partes. El deseo no ha sido
siquiera tomado por realidad, como lo exigía el catecismo del 68; ha tomado el lugar de la realidad caída
al baldío.

Es en este mismo impulso, en la misma época, que se extirpa a París su corazón latiente, Les Halles, y
que Boulez, a dos pasos de allí, es propuesto para dirigir el departamento musical del futuro Centro
Beaubourg. La era de la gran nada eufórica estaba por comenzar. No hubo que esperar más que hasta el
81, la victoria de la izquierda, la llegada de Jack Lang, para que todo se pusiera en marcha. Fue así cómo
el Vanguardista se encontró coronado. Y un poco asombrado por tanta velocidad. Esta vanguardia,
después de todo, a la que decía pertenecer, se encontraba en los márgenes, incluso en los subterráneos
de la sociedad. Era en estas galerías de caras indecisas donde se elaboraba, a una luz de catacumbas, el
trastocamiento encanecido de las viejas estructuras. Venido de muy abajo, el Vanguardista ha llegado
tan rápido a lo más alto que todavía no entiende muy bien, hoy en día, cómo lo ha hecho. Ni porqué el
horizonte cerrado de las artes le ha reservado tan jugosas aperturas.

“Rara vez un movimiento artístico”, escribe Benoît Duteurtre, “habrá estado tan adherido a la evolución
social”. Collage es la palabra justa, y esta cola tiene un nombre: se llama Cultura. Es una sustancia
pegajosa a la vez que elocuente destinada a adherir unos a otros un máximo de objetos hasta entonces
disociados. Acabada la pegatina, se debería obtener, en principio, una humanidad reconciliada, lista
para el largo periplo embrutecido de las festividades de después de la Historia. “El espíritu de nuestro
tiempo es el de una sociedad cuyo menor suspiro se quiere ya cultura”, constata aun Duteurtre. Llegada
a los puestos de mando, Madame Bovary es ministro de Cultura, Vida y Felicidad reunidas. Partiendo de
las utopías de ruptura integral, el Vanguardista termina su carrera en la adhesión integral sin haber
tenido que renegar en lo más mínimo de sus ideales “subversivos”, que concuerdan tan
armoniosamente, de ahora en más, con la “rehabilitación” de Francia y las aspiraciones de las nuevas
clases medias, tan preocupadas por su bienestar como por su standing cultural. La recuperación estatal
de las formas más devastadas, su exhibición como valores positivos, son el pan cotidiano del Innovador
promovido. Nada expresa mejor, en nuestros días, los sentimientos mayoritarios y consensuales que el
elogio de la “modernidad”, casada en segundas nupcias con la propaganda publicitaria y los negocios,
mientras conserva a través de los decenios una pequeña coloración “crítica” para dar mejor efecto. “La
vanguardia dogmatizada y la lógica mercantil se dan la mano”, señala también Duteurtre. “La estética
visionaria del fin del arte ha acompañado la ley destructiva de la renovación del mundo.”

Para evolucionar con todo como un pez en el agua, el Vanguardista se ha dado prisa en olvidar que las
vanguardias estéticas nunca ha existido más que en la perspectiva de toma de poder de la vanguardia
proletaria. Ha tenido siempre un poco de vergüenza, como de una baja extracción, de esta solidaridad
ahora pasada de moda entre la lucha de clases y la guerra de los lenguajes o de las formas. De allí una
cierta susceptibilidad que se le adivina, una ligera crispación. Esa obsesiva necesidad de respetabilidad.
Esa dignidad a flor de piel. Esa carrera hacia las legitimaciones. Esas retahílas de “compromisos” píos,
destinados a autentificar su aventura. A darle una pátina. Un sentido reluciente. Una suerte de santidad.
Una luz de aureola y de martirio sin riesgo. El vanguardista es el único sacerdote que no estará jamás,
en toda su vida, tentado de colgar los hábitos. Sólo ha cambiado de iglesia (¿De L’Humanité a lo
humanitario?). Y proseguido sin aflojar su “misión espiritual” de esclarecedor del pueblo. La exposición
de arte contemporáneo en la que muestra su “trabajo”, la sala de conciertos donde exhibe su tecnología,
la novela-confesión de ciento cincuenta páginas en que detalla su agonía, son los templos a los que se
acude, en menudos grupos fervientes, para escucharlo predicar. Nadie se ríe. Estamos muy lejos de las
multitudes de otro tiempo tronchándose ante la Olimpia de Manet. ¿Qué multitudes, por otra parte?
¿Dónde las encontraremos, desde que todos los hombres son artistas, como lo ha decretado Beuys en
una fórmula que no es quizás, en el fondo, sino un silogismo inacabado y revelador? Cualquier cosa del
género “todo hombre es artista” o “el arte es mortal”, y la Cultura ha tomado el poder.
La característica esencial del vanguardista coronado, recordémoslo aún una vez más, es no haberse
cruzado nunca, en su camino, con ninguna realidad. Ha podido ser maoísta, trotskista, letrista furtivo,
postdadaísta, metasituacionista, criptovegetariano castrista o comunista muy crítico sin haber tenido
que verificar lo que fuera de estas adhesiones virtuales, a diferencia de su antepasado, el vanguardista
lúdico y concreto de entreguerras. Como lo muestra Duteurtre, la riqueza y la fuerza de las vanguardias
de la primera mitad del siglo provenía de su choque con el academicismo: este enfrentamiento, al
menos, todavía era una especie de realidad. La prueba de que subsistía una alteridad. Un enemigo a
matar. Su sucesor autodeclarado, el Vanguardista condecorado, el Innovador contemporáneo a
perpetuidad, nació sin enemigo como se nace rubio o moreno, ése es su destino. Prospera sin otro. Sin
antagonista. Con total libertad. Ni bien se lo identifica, se ve acomodado con subsidios estatales y
encargos oficiales. Luego, se aferra a sus perfusiones. Mientras lanza regularmente, contra las amenazas
de regreso del academicismo, grandes gritos de alarma destinados por el contrario a darle un aire de
seriedad y necesidad. Habiendo casi desaparecido el artista “pompier” o el pensador “reaccionario”, el
Vanguardista consumado está sin cesar obligado a reinventarlos, aunque sea para justificar su propio
lugar bajo el sol. Una buena parte de su tiempo se le va en denunciar la reaparición de “neoclásicos”, el
clima de “nostalgia” que deviene malsano, la atmósfera de “pusilanimidad” inquietante, de “populismo”
o de “restauración” que nos cuelga delante de la nariz: otros tantos peligros fantasmas que legitiman su
presencia en las almenas del Progreso estético. En este dominio, como en muchos otros, la moral es el
brazo armado del poder, el instrumento ideal del control y de la preservación de los intereses.

De ahí una divertida paradoja: a fuerza de considerar que el período de “cambios”, el período en que el
cambio se ha convertido en ley, en que lo “nuevo” se impone como un derecho adquirido, representando
el final y la meta de la historia del arte, es el cambio mismo el que se ha convertido en lo que no debe
nunca cambiar, y el vanguardista mismo quien se transforma en “pompier” de fin de siglo. Guardián de
un templo ridículo superpoblado de oficiantes dispersos a la vez que vigilantes, su inmobilismo se
traiciona de ahora en más en la menor de sus expresiones. “Desde que Duchamp lo ha recusado”, dirá
por ejemplo, “lo Bello en sí ya no existe. Después de Nietszche, sabemos que no hay más verdades
eternas. No se puede entender nada de la música de hoy si no se tienen en cuenta el serialismo y el
atonalismo. Después del Nouveau Roman, no se puede escribir inocentemente. Después de Jean-Luc
Godard, no se puede filmar como Marcel Carné. Después del dadaísmo, el arte ya no se puede separar
de la vida.” Duchamp, Godard, el Nouveau Roman o las conquistas schönbergianas son para el
Transgresor contemporáneo lo que la estatuaria para los pintores oficiales de antes del 1900: un capital
del que picotear a la menor alerta, una batería de referencias indiscutibles, un rico arsenal de
intimidaciones destinadas a cerrar el pico a los malos espíritus. Desde que se cree amenazado, el
Vanguardista se ha puesto a gritar como los viejos Premios de Roma chillones del siglo pasado. La
violencia de un Boulez, sus insultos asombrosos y sus silbidos de rabia, son los escupitajos de Gérôme.
Es la vehemencia desesperada de Gérôme tratando a los impresionistas de “asquerosos”, o de “deshonor
del Arte francés”, y amenazando a Bellas Artes con presentar su dimisión si el legado Caillebotte entraba
al Museo.

En el fondo, la cuestión planteada por este Requiem es muy stendhaliana. Stendhal se acordaba de los
grandes señores encantadores que había conocido en su infancia, antes del 89. ¿Por qué, quince años
más tarde, se habían vuelto “viejos ultras malignos”? Porque en ese tiempo los sucesos revolucionarios,
si no habían podido destruir a la nobleza, la habían hecho pasar de la inconsciencia a la conciencia. Al
volverla visible, la habían vuelto también arbitraria, artificial y frágil. El noble de después de 1815 estaba
obligado sin cesar a defenderla, aferrarse a ella y justificarla. De allí su “malignidad”. Entre el
Vanguardista de hoy, triunfante pero huraño, y su “antepasado” de entreguerras, no es una revolución
la que lo ha cambiado todo. Es mucho peor. Es el reconocimiento global del Estado. La protección del
Estado, como una sombra mortal (el cine francés sabe algo de esto). “Lo que el Estado estimula
desmejora, lo que protege se muere”, dijo Paul-Louis Courier. El Estado destruye todo lo que aprueba;
incluso le ha bastado, recientemente, con crear un Museo de graffittis para que estos desaparezcan casi
enseguida del paisaje urbano. ¿Quién podría desear de verdad cualquier cosa que el Estado desee? A
fuerza de bendiciones ministeriales (pero sin interrumpir su chantaje rutinario en nombre de Webern,
Rimbaud, Manet, Varese y toda la sagrada cohorte de los “incomprendidos” de ayer), el Vanguardista
subvencionado, el Hombre-con-lo-Nuevo-entre-los-dientes, el Transgresor disciplinario, no intimida ya
a mucha gente. Salvo en la Villa Medicis y en algunas universidades americanas. Se lo quiera o no, nos
regocije o no, son el rap y el raï los que innovan, no los “investigadores” del Ircam. Siempre habrá más
sensibilidad en tres frases de Prévert que en la obra entera de René Char, cacógrafo oficial. Marcel Aymé
permanece legible, no Claude Simon o Duras. Y todo el resto por el estilo. Lo “nuevo” mismo es un viejo
hábito que comienza a perderse.
Commentaire, número 73, primavera de 1996 – Reproducido en Exorcismos Espirituales I – Les Belles
Lettres, 1997

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