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En toda la Edad Media era un pasatiempo popular saltar de altas torres con alas caseras atadas
a los brazos. Según los cálculos de Borelli, el ser humano necesitaría unos pectorales veinte
veces más fuertes de lo normal para ser capaz de levantarse del suelo utilizando unas alas de
un tamaño razonable. Borelli llegaba a la conclusión de que la única esperanza era aligerar el
cuerpo de tal manera que la persona pudiera flotar en el aire «de la misma manera que una tira
de plomo puede flotar en el agua si se le adhiere cierta cantidad de corcho».
Montgolfier, Etienne y Joseph, se convirtieron en los primeros que hicieron volar un globo lleno
de aire caliente.
La visión de Borelli de unos cuerpos flotando en el aire se hizo real en 1783, cuando los
hermanos
Por ejemplo, en 1742, el marqués de Bacqueville se colocó cuatro alas de tela almidonada en
pies y manos. Conforme pasaban las décadas e iba aumentando la cuenta mortal de estos
presuntos aviadores, el optimismo humano cayó en picado. «Las máquinas de volar más
pesadas que el aire son imposibles», declaró William Thomson, uno de los físicos británicos más
famosos. Si la historia había enseñado a los ciudadanos del siglo XIX a ser escépticos en
cuanto a los esfuerzos científicos para abandonar el suelo, también les había enseñado a ser
escépticos en cuanto a los esfuerzos científicos para predecir el futuro.
Eso no quiere decir que en el siglo XIX todos hubieran abandonado por completo aquella
ensoñación de Leibniz. También en la aviación se abrieron nuevas esperanzas cuando George
Cayley, un joven barón británico que de chico se había maravillado con las hazañas de los
hermanos Montgolfier, diseñó una máquina voladora que para ascender no dependía del
movimiento de las alas. El avión, pues así lo llamó, de Cayley tenía un fuselaje cuya forma
aerodinámica estaba conformada a semejanza del cuerpo hidrodinámico de una trucha. No era
muy agraciado pero fue el predecesor del avión moderno de la actualidad.
Era la primera vez que un avión autopropulsado, controlado por un ser humano, había volado
durante un tiempo significativo. Después de tantos siglos, la historia demostraba que los que lo
negaban estaban equivocados. Porque sin comprender todavía cómo podía volar un avión
estábamos sin embargo lejos de conquistar los cielos. A pesar de los hermanos Wright éramos
bien parecidos a aquellos primeros homínidos que habían utilizado el fuego originado por los
rayos sin saber cómo prenderlo por sí mismos.
Sin embargo, en 1871, los científicos ya habían empezado a construir túneles de viento para
estudiar la aerodinámica de las alas. Al ser conductos de poco diámetro con un chorro de aire
que circulaba a gran velocidad, los túneles de viento recordaban a los conductos de Bernoulli de
agua a gran velocidad. Una de esos ingenieros era un ruso llamado Nikolái Zhukovski. Al igual
que Bernoulli, el joven Zhukovski amaba las matemáticas y el estudio de los objetos sólidos que
se movían a través de fluidos, siendo uno de sus casos preferidos el de las cometas que
luchaban contra el viento.
También fue casualidad que Zhukovski se apuntara a una escuela cercana a la famosa
Academia de San Petersburgo aunque lo dejó al poco tiempo porque «las clases no eran nada
buenas» y el áspero clima era todavía peor. En el curso de sus estudios posteriores en la
Universidad de Moscú, Zhukovski supo de los numerosísimos logros y de las múltiples hazañas
de la famosa familia Bernoulli. Descubrió que su tempestuosa historia era tan cautivadora como
el asunto de las cometas.
Leyendo todo aquello, Zhukovski había sentido una afinidad superficial con Daniel
Bernoulli, resultado de haber estudiado ambos en San Petersburgo y de haber dedicado su vida
al estudio de los fluidos. También había contribuido a que Zhukovski se diera cuenta de cuánto
habían cambiado las cosas en cien años. Después de terminar su formación, Zhukovski fue
nombrado profesor de la Universidad de Moscú, después de lo cual se aplicó a la tarea de
responder esas cuestiones trascendentales. Después de años de súplicas, en 1891 había
conseguido incluso convencer a la universidad de que le construyeran un pequeño túnel de
viento.
Zhukovski se había dado cuenta de que la corriente superior de aire era ligeramente más
estrecha que la inferior. Según la Ley de la Continuidad de Leonardo da Vinci, razonó
Zhukovski, la corriente superior de aire circulaba más deprisa que la corriente inferior de
aire. Según la ecuación de flujo de fluidos de Bernoulli, Zhukovski había llegado a la conclusión
de que la corriente inferior de aire ejercía más presión que la corriente superior . Es decir, la
presión del aire que empujaba el ala hacia arriba era mayor que la presión del aire que la
empujaba hacia abajo. En último extremo, el reconocimiento pertenece a Daniel Bernoulli, cuya
obra seminal en la
hidrodinámica permitió que Zhukovski y otros hicieran que la especie humana despegara del
suelo.
EPILOGO RESUMEN DE LAS PAG 25 A LA 30
de llamar a la famosa ecuación de flujo de fluidos lisa y llana pero ambiguamente, principio de
Bernoulli.
Como si cualquiera pudiera dudar seriamente de que fue Daniel Bernoulli el primero en
descubrir
la ecuación. O más bien, como si padre e hijo estuvieran destinados a disputársela quedando el