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El ojo que llora, Lika Mutal (Holanda, 1939 –

Perú, 2016)
Publicado: noviembre 16, 2016 en Uncategorized
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ICARO
El ojo que llora
Esta roca de granito con resonancias precolombinas ha sido mancillada no sé cuántas
veces, la intolerancia acecha en un país [individualista hasta la patología, llegaron a
decir los energúmenos que era un monumento a los terroristas] que se jacta que crece
económicamente como la espuma de la cerveza (es el capitalismo
golondrino y fondos buitres, refunfuñaba un profesor de la U). A este ojo pétreo
incrustado y que llora le han robado varias piedras donde aparecen pintados los nombres
de las personas muertas y desaparecidas en la violencia que sumergió al país en los
ochenta [la tumba de Edith Lagos ha sido profanada cuatro veces, no habrá paz sobre
esas tumbas]. Esos profanadores no hacen ninguna diferencia, todos en el mismo saco,
son terrucos, ¿te acuerdas de Cayara? Los soldados desquiciados, y con mucha sed de
venganza, mataron inocentes: fusilaron, asesinaron a bayonetazos a campesinos y los
tiraron a una fosa común. Esa guerra nos deshumanizó más, nos volvimos bestias
egoístas, afloró el resentimiento (racismo) emponzoñado. Este lugar sagrado de la
memoria está casi al costado de la casa de Mariátegui, un pensador peruano y marxista.
En el Campo de Marte ese día un grupo de personas al aire libre recibían unas clases de
Tai-chi y en uno de los lados se festejaba una exposición de perros, dueños y mascotas
entregados al concurso. Caminé un trecho, la tierra estaba húmeda y me topé con un
anuncio que decía Memorial El ojo que llora. Era una escultura de una artista holandesa
Lika Mutal, afincada desde hace 39 años en Perú. Son piedras ordenadas en forma de
espiral con el nombre de los 27.000 desaparecidos registrados en ese período de
despiadada violencia del país. Para entrar pedí y persuadí a un guachimán que me dejara
pasar, él llevaba una radio en la mano y cada minuto hablaba con su colega contándose
chistes. Puso cara larga y de pocos amigos cuando llegué y me negó entrar al recinto
desde el primer momento. No, que no. Le comenté una mentira piadosa, que venía del
extranjero y sonrió. Me miró de abajo para arriba y volvió a repasarme como si me
escaneara la ropa y los calzoncillos. Hesitaba que fuera extranjero y puso atención a la
cámara fotográfica que llevaba, es una seña de venir de fuera. La orden es no dejar
entrar a nadie pero hay excepciones, una propina pes, ingeniero. Le dije, para tu gaseosa
y le dí un billete de veinte soles con la cara de Raúl Porras Barrenechea [él que fuera
pariente del ministro de Relaciones Exteriores en la época de las matanzas del
Putumayo; recuerdo mirando el rostro de este historiador-ministro que en la isla no hay
ningún monumento a la memoria de lo que pasó en los bosques de caucho, golea el
olvido]. El muchacho ya más relajado y en confianza me contó, son más los extranjeros
que quieren tomar fotos. El alcalde ha ordenado que nadie ingrese a este perímetro, me
recitó solemnemente la prohibición y el número de la ordenanza de marras [el alcalde
era de dudosa reputación con el uso de los fondos públicos, corrupto hasta las cejas
según las versiones periodísticas]. Maestro, no te pongas mosca, es solo unos diez
minutos, nada más. Bacán, diez minutos y no se pase del tiempo si no a mi me riñen los
jefes. Pierde cuidado, lo haré rápido. Tomé fotos y mi corazón se hizo un puño.
Recuerdo que entre la ruma de piedras VICENTE CALVANCANTE, RICARDO
CAVERO, MARIA CAYLLAHUA, JULIANA CAYSAHUANA… había uno de esos
pedruscos, un poco borroso por la polución, que resaltaba el nombre: JUAN GUERRA
AMASIFUEN,

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