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Se podría decir que esta es una historia optimista, aunque sólo sea porque acaba bien. El
protagonista tiene 87 años, pero se conserva entero; unos ojos claros y una mirada limpia, lo
que no es moco de pavo cuando ha pasado por lo que ha pasado; tiene el pelo blanco, tupido
en los flancos, como para marcar el territorio de una calva bien aireada. Eduardo Rincón es
músico, compositor de eso que ya empieza a desaparecer de nuestra cultura mediática, porque
ha ido perdiendo hasta el nombre. Compone música clásica, lo que en puridad resulta una
cursilada de expresión, pero es la única forma de entender que no hace rock, ni jazz, ni
country, ni sardanas, ni habaneras, ni fondos para los anuncios publicitarios. Compone música
de cámara y sinfonías y muchas otras cosas que por supuesto están fuera de la clasificación
habitual de los “modelnos” de nuestra crítica musical.
Eduardo Rincón es un músico antiguo que vive en una casa antigua de un pueblo del Empordà
antiguo. Torroella de Montgrí. A mí me gusta la música de Eduardo Rincón, y encuentro en ella
ecos del maestro Heitor Villa-lobos y un toque del estudioso que es de la obra de Henze, al que
dedicó una docena de programas radiofónicos para la Clásica de Radio Nacional, que casi
nadie escuchó. Pero Rincón es uno de esos personajes que han hecho historia y por lo tanto
que la han sufrido, pero que nadie osa meterlos en ella. Acaba de publicar sus memorias –
Cuando los pasos se alejan (Ediciones La Bahía)– que no son otra cosa que el relato de su
histórica osadía. Al tiempo, su música empieza a escucharse en las salas de conciertos.
Aunque sólo fuera por eso, ya se podría decir que estoy escribiendo una historia que acaba
bien. Utilizamos cookies para el correcto funcionamiento de la página web y analíticas para estadísticas.
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¿Y cómo se cuenta el principio? Y lo demás. Eduardo Rincón entró en la cárcel a hostias y con
riesgo de su vida en septiembre de 1939, exactamente el día que empezaba la II Guerra
mundial. Tenía 15 años. Una familia asentada, de Santander, republicanos, padre pequeño
empresario que tuvo el honor y la dignidad de ser el representante del gremio de eso que ahora
llaman “emprendedores”. ¿No se dan cuenta que “emprendedores” somos todos los que nos
levantamos de buena mañana, dispuestos a comernos el mundo, y que llegamos a la noche
hechos unos zorros, con pocas ganas de escuchar las mentiras del último telediario? A
Eduardo Rincón le detuvieron en Santander en el mismo grupo doloridamente famoso en el
que andaba metido José Hierro, el poeta, dos años mayor que él. Uno 15 y el otro 17. Y por si
fuera poco, los ciegos. Siete ciegos que sumaron a la redada. Rojos y ciegos. Los fusilaron a
todos, según el principio de que estar ciego no atenúa el delito de ser republicano. Ninguno de
los que estuvo allí, en Santander, a finales de 1939, olvidará aquello.
Hay que joderse, Eduardo Rincón, aquel chaval que paseaba sus 15 años por cárceles y
penales, quería ser comunista y músico. Dos cosas imposibles, porque ni el PC admitía
adolescentes en aquellos años del cólera, ni estaba el horno para solfeo, armonía y
contrapunto. Las páginas de esas memorias – Cuando los pasos se alejan– dedicadas a aquel
tiempo feroz dejan huella. Pero lo consiguió, comunista y músico, al menos aprendiz de ambas
cosas. Cuando salió de la cárcel sintió que tenía una responsabilidad, la de hacer que aquella
gente que se quedaba en prisión pudiera liberarse. Y además componer música. Marchó a
París, y allí, en el ambiente de los franceses, otra galaxia, avanzó en los estudios de
composición. Pero le animaron a volver, esta vez de clandestino, y además a Asturias. Tocaban
finales de los 50 y le pillaron en Gijón, en el 61, vísperas de las grandes huelgas mineras. Le
dieron tantas hostias que se cansó de contarlas. El que dirigía la tortura se llamaba “C. R.”; así
figura en las memorias de Rincón por consejo del abogado de la editorial, no vaya a ser que
algún heredero,
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meta una
querella por su honor afectado. La gente “modelna”
Estoy de acuerdo noLeer
entiende
más lo que tiene de humillación ese
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subterfugio. Se llamaba Claudio Ramos, comisario de la policía política en Asturias. La hez del
pasado que aún condiciona la historia del presente.
Primero la cárcel de Oviedo, luego Burgos ¿Qué tal escuela es un penal para ejercitarse de
músico? Cuenta Eduardo Rincón que logró un trío notable, aunque un tanto irregular: saxo,
tuba y clarinete. Tocaban, asegura, con cierto garbo la “marcha de las águilas” de Wagner, o
“Perdona a tu pueblo, perdónalo, Señor”, y pasodobles y, en ocasiones, acompañaban en la
misa, obligatoria. El saxo era un preso común que había matado a su suegro y troceado a su
mujer. El del clarinete, ¿o era la tuba?, un asesino que al enterarse de que su sobrina se había
quedado embarazada de él, le propuso suicidarse juntos, y primero la mató a ella y luego él se
tomó una pastilla de jabón, el muy jeta; como instrumentista era mediocre; uno no puede ser
excesivo en todo. Los políticos del penal de Burgos tenían pocas habilidades musicales; sólo el
catalán Jordi Conill tocaba el piano, pero eso, fuera del armonio de la capilla, no servía.
Los presos políticos del franquismo en la primera mitad de los sesenta agradecieron la
intercesión del Espíritu Santo, que consintió el fallecimiento del Papa, un Concilio festejable y
los XXV años de Paz. En total un puñado de indultos cicateros que aliviaron penas. Cuando
Eduardo Rincón salió de la cárcel, bien avanzados los sesenta, ya estaba curtido en la
composición, sólo le faltaba aire, aire libre. Pero le volvieron a detener por una delación en
Asturias, el fantasma de Claudio Ramos, el torturador de Asturias, reaparecía. Consiguió a
duras penas salir del asunto con la ayuda de santanderinos influyentes, Pancho Pérez y Jesús
Polanco, entonces Taurus y Santillana y muchas cosas más, y medio traduciendo y
sobreviviendo, recuperó la capacidad para volver a hacer música.
Ahora vive en Torroella de Montgrí en una casa hermosa, con una mujer tranquila e inteligente,
veterana del teatro y los títeres, que tiene probablemente el nombre más bonito que existe en
catalán –Dolça–. Y él compone en esa soledad imposible del que ha escogido los caminos
tortuosos de nuestra historia, haciendo verdad los versos demoledores que escribió a la
manera quevedesca, Pepe Hierro, y que tituló Vida, como si fueran el lema de una generación
derrotada y humillada: “Qué más da que la nada fuera nada, después de tanto todo para nada”.
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España Social
Otros artículos de Gregorio Morán, de La Vanguardia o del 05/11/2011.
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