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de san Blas
14 May 2023
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EMILIO LARA
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Juan Eslava Galán
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Nos alejamos de esta plaza que es ni fu ni fa, y lo hacemos en
dirección a la plaza Mayor, que son palabras mayores. A ambos
nos gusta pasear por el barrio de la Latina y pararnos delante de
los escaparates de las tiendas antiguas, vendan lo que vendan,
porque los comercios atrapados en el tiempo nos atraen sin
remisión, como una vamp. De la misma manera que los años no le
merman a Juan Eslava su aspecto profesoral, éstos acentúan la
listeza de sus orígenes familiares agrarios, algo que se resume en
la capacidad para calar a las personas como si fuesen melones y
en desenfundar la inteligencia práctica a las primeras de cambio.
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—El sentido del humor, al igual que el amor al cine, son dos
de las marcas reconocibles de tu literatura. Digo esto porque
en la obra está muy presente el tipo de humor que Berlanga
proyecta en su película El verdugo.
—El verdugo es mi película favorita de Berlanga. Expresa muy
bien el ambiente del garrote vil en el Ministerio de Justicia y en
las prisiones donde se aplicaba, aunque el entrañable verdugo
encarnado por José Isbert no se corresponde con los personajes
siniestros que fueron los ejecutores de la promoción de 1948.
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Hace varios años, en Formas de leer un libro relaté en Zenda mis
propensiones y manías al abordar la lectura. Pues bien, en A
garrote vil comencé repasando los santos, es decir, las
ilustraciones. La mayoría de ellas las desconocía, por inéditas, y
desempolvarlas telemáticamente debió de ser para la pareja de
autores una labor de chinos (por cierto, pueblo de refinado
sadismo en el tema que nos ocupa). Soy un fan irredento de
Tarantino, que reconoce que las pelis gore tienen su punto, pero
confieso que pasé de puntillas por algunas de las fotos por su
crueldad, al ser dignas de los cromos que coleccionarían los
compañeros de celda de Hannibal Lecter en El silencio de los
corderos. Después leí de un tirón el libro sin hacer caso de las
notas a pie de página, agrupadas al final de la obra, las cuales leí
por último con delectación malsana, por las panzadas de reír que
me daba. Dichas notas a pie de página constituyen un paratexto
con manguerazos de sentido del humor, necesarios para
desengrasar de tanta ruindad y violencia como chorrea una
historia de la pena de muerte.
Llegamos a la plaza Mayor. Después de la de Salamanca, la de
Madrid es mi preferida de España; y de toda Europa, la plaza del
Comercio de Lisboa, sin duda.
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—En su tiempo, para documentarte, hiciste una tournée por
las audiencias provinciales de España que tenían un garrote
en sus almacenes. ¿Cómo conseguiste los permisos?
—El ministro de Justicia, don Enrique Múgica Herzog, me facilitó
los permisos.
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Miro unos segundos la estatua ecuestre de Felipe III, un monarca
apocado emparedado históricamente entre la omnipotencia de su
padre, Felipe II, y la melancólica personalidad de su hijo, Felipe
IV, el Rey Planeta. El ambiente populoso de la plaza me encantó
desde la primera vez que me trajeron de niño. Me gustan los
camareros con chaquetilla que mantienen o bien una seriedad
austrohúngara o una gracia castiza, heredera del imaginario de
las películas de los años sesenta; aunque me repatea la mala
costumbre de algunos camareros —adquirida en otros países
turísticos— de atosigar a los viandantes para que entren en sus
respectivos locales. Es curioso, una plaza tan icónica y tan
desaprovechada por nuestros cineastas contemporáneos. No lo
entiendo. O sí.
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Hace casi cuarenta años, cuando Juan Eslava saltó a la fama
gracias al Planeta, no sólo entró en el canon de la novela histórica
española, sino que cambió sin pretenderlo los moldes narrativos
de dicho género literario. Lógico, su creatividad se cimentaba en
un monumental conocimiento de los clásicos españoles y
anglosajones tanto en literatura como en historia, algo desusado
por aquel entonces en nuestra geografía. A su faceta literaria
sumó la viajera (en su juventud se pateó Europa y el norte de
África) y la cinematográfica, incorporando la estructura y
narrativa del séptimo arte a la novela. Él siempre fue un
integrado y no un apocalíptico, según la definición académica de
Umberto Eco. Y además Juan Eslava, al simultanear la escritura
novelística con la ensayística, no sólo consiguió el doblete del
éxito, sino que, como en la crecida del Nilo, sus libros de historia
se vivificaron con el limo de su narrativa, lo que explica que todos
sus libros copen las listas de los más vendidos. Ése el el secreto de
su fórmula magistral.
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Juan me hace un gesto pausado con la mano. Se levanta para
preparar un plato de queso manchego con rosquillas que
comemos tras brindar con vino (no entendemos eso de la
cerveza). El libro lo terminó el 3 de febrero, san Blas, abogado de
los males de garganta. En la Edad Moderna, la difteria era
conocida popularmente como «garrotillo», porque los síntomas
atenazaban la garganta de los niños impidiéndoles respirar,
muriendo muchos de ellos asfixiados a consecuencia de dicha
enfermedad infecciosa. Antes del descubrimiento de las vacunas,
la medicina religiosa popular atribuía a las rosquillas bendecidas
el día de san Blas la facultad de proteger la garganta de las
enfermedades, por lo que en las alacenas de las casas se
guardaban durante tiempo rosquillas benditas que se comían
para prevenir el garrotillo y otros males. En nuestra tierra
olivarera gustamos de acompañar el queso y el jamón con
rosquillas, así que sonreímos conforme tomamos el aperitivo.
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—Que san Blas nos guarde de los males de garganta —digo,
acordándome del garrotillo y del abrazo fatal de su hermano
de hierro, el garrote.
—Dios aprieta pero no ahoga.
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Volvemos a brindar, celebrando la amistad, la literatura y el mero
hecho de estar vivos y poder contarlo.