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Verdugos, garrotes y rosquillas

de san Blas
14 May 2023
/
EMILIO LARA
/
Juan Eslava Galán

La churrería de la madrileña calle de Santa Ana, fundada a


finales del siglo XIX, no parece haber cambiado mucho desde la
época galdosiana. Es apenas un tabuco que atufa a fritanga, pero
hace unos churros sabrosos, sustanciosos. Juan Eslava Galán,
que me suele traer a desayunar aquí cuando nos vemos temprano
en Madrid, compra churros y chocolate para dos. Al no ser
tiquismiquis ninguno de nosotros nos los comemos en la calle,
apoyando los vasos de plástico en una papelera. Y mientras
mojamos el churro, hablamos de su último libro, A garrote vil,
una sobrecogedora historia de la pena de muerte en las diferentes
civilizaciones. Como soy hambrón y los tallos —como les decían
mis mayores— están exquisitos, la primera pregunta viene sola:
—Llama la atención las comilonas que se pegaban los reos la
noche antes de ser apiolados. Es como si la muerte llamase a
voces a la vida.
—La llamada “comida del verdugo” fue una de esas instituciones
españolas que nos da que pensar. Había una cofradía piadosa
supuestamente dedicada a consolar al condenado a muerte y
acompañarlo en sus últimos momentos, en lo que yo veo más
morbo hipócrita que piedad. Esa cofradía se apiadaba del reo y le
ofrecía una comida de despedida con los manjares que pidiera. El
reo, por lo general un pobre diablo de humilde extracción,
aprovechaba para pedir las gollerías a las que nunca había tenido
acceso.

La churrería no es tan finolis como para repartir servilletas, así


que, para limpiarnos los dedos, rasgamos el borde de la bolsa de
papel de los churros para quitarnos con él la pringue, y como de
repente me acuerdo de que llevo en el bolsillo un paquete de
pañuelos, nos limpiamos las manos como Dios manda, sin riesgo
de dejar lamparones en la ropa.

—Y ahora, vayamos tranquilamente hasta la plaza de la Cebada


—dice Juan.

Caminamos sin prisa, charlando de nuestras cosas. Me gusta la


palabra «garrote», pero no su acepción letal, sino la de «palo
grueso usado como bastón»; aunque prefiero feminizarlo y
llamarlo «garrota», e incluso «gancha». Y también me gusta
emplear el verbo «agarrotado» cuando tenemos los músculos
rígidos como consecuencia del frío o de la inactividad
prolongada. De la misma manera, en lugar de decir
«pasamontañas», prefiero denominar a dicha prenda «verdugo»,
como se decía cuando era niño y me lo encasquetaban antes de
salir a la calle, para que no se me enfriara la cabeza. Qué curioso,
todas esas variantes léxicas me las ha despertado la lectura del
libro.

El escritor planetario gasta tirantes, anda con cierto


bamboleo y nos detenemos cada dos por tres para recalcar
algún aspecto de la conversación o reírnos sin rebozo. Juan
Eslava es tan zumbón que la risa se le sube a borbotones a la boca
en mitad de una anécdota, y cuando quiere remarcar la extrema
importancia de algo, unas señales lo delatan sin que se percate de
ello: achina los ojos, habla más despacio y baja el tono de voz,
como un buda que imparte magisterio sin proponérselo.
Llegamos a la anodina plaza de la Cebada. Siempre me ha
parecido un lugar insulso, desvirtuado por los vaivenes del
tiempo, si bien las fotos y grabados antiguos ya muestran el
aspecto desaliñado del que nunca consiguió deshacerse.
Parecemos dos cineastas buscando localizaciones macabras, pero
para eso hemos venido a este rincón. En este escenario urbano
le daban matarile en el siglo XIX a los reos. Al general Riego lo
arrastraron por las calles de Madrid metido en un serón hasta la
plaza de la Cebada, y el que fuera un militar y político echado
para adelante, al verse ante la horca, cantó la gallina. En 1823, al
frente de un ejército liberal, Riego perdió su última batalla contra
los Cien Mil Hijos de San Luis y los voluntarios realistas. El
combate tuvo lugar en la ciudad de Jaén, en la Senda de los
Huertos. Riego huyó a la desesperada hacia Granada, pero fue
apresado en un cortijo jiennense, desde donde los trasladaron a la
villa y corte para darle matarile. Como Juan y yo somos del
terruño jaenero, evocamos la escena con pesadumbre. Tras
ahorcarlo, el cuerpo de Riego fue troceado y los pedazos
diseminados por Madrid, en una siniestra charcutería muy del
gusto de la época.
—Hace algo más de treinta años escribiste Verdugos y
torturadores, pero A garrote vil no es una mera revisión de
dicho libro, sino una reescritura.
—Aquel libro se limitaba a España. Desde entonces he abierto el
objetivo, coleccionado nuevas noticias, investigado en algunos
archivos y visitado cuantos museos de la tortura topaba en mis
visitas al extranjero. Era uno de esos proyectos que a cierta edad
parece que nunca abordarás, pero mi mujer insistió en que lo
hiciera y me ayudó con la documentación y con las espeluznantes
ilustraciones que acompañan al texto, como esa de una muchacha
china y su bebé decapitados de un solo sablazo por un oficial
japonés en 1935.

—Este libro lo escribes al alimón con Isabel, tu mujer. ¿Qué


tal funciona el tándem literario?
—Ha sido una experiencia muy satisfactoria, porque permite
contrastar opiniones según se va avanzando e ir introduciendo
retoques y aclaraciones que uno solo, con las correspondientes
anteojeras, no percibiría.

******
Nos alejamos de esta plaza que es ni fu ni fa, y lo hacemos en
dirección a la plaza Mayor, que son palabras mayores. A ambos
nos gusta pasear por el barrio de la Latina y pararnos delante de
los escaparates de las tiendas antiguas, vendan lo que vendan,
porque los comercios atrapados en el tiempo nos atraen sin
remisión, como una vamp. De la misma manera que los años no le
merman a Juan Eslava su aspecto profesoral, éstos acentúan la
listeza de sus orígenes familiares agrarios, algo que se resume en
la capacidad para calar a las personas como si fuesen melones y
en desenfundar la inteligencia práctica a las primeras de cambio.
******
—El sentido del humor, al igual que el amor al cine, son dos
de las marcas reconocibles de tu literatura. Digo esto porque
en la obra está muy presente el tipo de humor que Berlanga
proyecta en su película El verdugo.
—El verdugo es mi película favorita de Berlanga. Expresa muy
bien el ambiente del garrote vil en el Ministerio de Justicia y en
las prisiones donde se aplicaba, aunque el entrañable verdugo
encarnado por José Isbert no se corresponde con los personajes
siniestros que fueron los ejecutores de la promoción de 1948.
*****
Hace varios años, en Formas de leer un libro relaté en Zenda mis
propensiones y manías al abordar la lectura. Pues bien, en A
garrote vil comencé repasando los santos, es decir, las
ilustraciones. La mayoría de ellas las desconocía, por inéditas, y
desempolvarlas telemáticamente debió de ser para la pareja de
autores una labor de chinos (por cierto, pueblo de refinado
sadismo en el tema que nos ocupa). Soy un fan irredento de
Tarantino, que reconoce que las pelis gore tienen su punto, pero
confieso que pasé de puntillas por algunas de las fotos por su
crueldad, al ser dignas de los cromos que coleccionarían los
compañeros de celda de Hannibal Lecter en El silencio de los
corderos. Después leí de un tirón el libro sin hacer caso de las
notas a pie de página, agrupadas al final de la obra, las cuales leí
por último con delectación malsana, por las panzadas de reír que
me daba. Dichas notas a pie de página constituyen un paratexto
con manguerazos de sentido del humor, necesarios para
desengrasar de tanta ruindad y violencia como chorrea una
historia de la pena de muerte.
Llegamos a la plaza Mayor. Después de la de Salamanca, la de
Madrid es mi preferida de España; y de toda Europa, la plaza del
Comercio de Lisboa, sin duda.

*****
—En su tiempo, para documentarte, hiciste una tournée por
las audiencias provinciales de España que tenían un garrote
en sus almacenes. ¿Cómo conseguiste los permisos?
—El ministro de Justicia, don Enrique Múgica Herzog, me facilitó
los permisos.

—¿Sabrías utilizar con maña un garrote?


—He armado y desarmado varios, de distintos modelos, para
comprender su funcionamiento y para fotografiarlos (algunas
fotos están en el libro). Es un aparato muy simple, cualquiera
podría manejarlo.

*****
Miro unos segundos la estatua ecuestre de Felipe III, un monarca
apocado emparedado históricamente entre la omnipotencia de su
padre, Felipe II, y la melancólica personalidad de su hijo, Felipe
IV, el Rey Planeta. El ambiente populoso de la plaza me encantó
desde la primera vez que me trajeron de niño. Me gustan los
camareros con chaquetilla que mantienen o bien una seriedad
austrohúngara o una gracia castiza, heredera del imaginario de
las películas de los años sesenta; aunque me repatea la mala
costumbre de algunos camareros —adquirida en otros países
turísticos— de atosigar a los viandantes para que entren en sus
respectivos locales. Es curioso, una plaza tan icónica y tan
desaprovechada por nuestros cineastas contemporáneos. No lo
entiendo. O sí.

En esta plaza porticada que mantiene incólume la esencia del


Siglo de Oro lo mismo se celebraban autos de fe que corridas
de toros, espectáculos ante los cuales el respetable aplaudía y
vociferaba movido por los prejuicios, el odio, el valor y las
emociones. Y también se organizaban procesiones, fiestas de
máscaras, fuegos artificiales, obras de teatro y los botellones de la
época cuando había que celebrar alguna sonada victoria de los
tercios españoles.
El duque de Lerma, el valido supercorrupto de Felipe III, tenía a
su vez un lugarteniente, Rodrigo Calderón, que tras la caída en
desgracia de su protector, fue juzgado, sentenciado a muerte y
ejecutado en esta misma plaza. Los madrileños acuñaron el
refrán «Más orgulloso que Don Rodrigo en la horca», pues
aunque, en calidad de gran señor, no fue colgado —sino degollado
—, el hombre se comportó con entereza en los postreros
momentos y no se riló las patas abajo, como solían hacer muchos
condenados.
*****
—Aunque no sea políticamente correcto admitirlo, las
ejecuciones públicas, la contemplación de la muerte, todo eso
genera morbo entre el respetable. ¿Estás de acuerdo?
—Se calcula que un niño de diez años ha presenciado unas cien
mil muertes en la tele, en el cine o en sus juegos. Seguimos siendo
aquel público romano que acudía a ver los cruentos espectáculos
del circo.

*****
Hace casi cuarenta años, cuando Juan Eslava saltó a la fama
gracias al Planeta, no sólo entró en el canon de la novela histórica
española, sino que cambió sin pretenderlo los moldes narrativos
de dicho género literario. Lógico, su creatividad se cimentaba en
un monumental conocimiento de los clásicos españoles y
anglosajones tanto en literatura como en historia, algo desusado
por aquel entonces en nuestra geografía. A su faceta literaria
sumó la viajera (en su juventud se pateó Europa y el norte de
África) y la cinematográfica, incorporando la estructura y
narrativa del séptimo arte a la novela. Él siempre fue un
integrado y no un apocalíptico, según la definición académica de
Umberto Eco. Y además Juan Eslava, al simultanear la escritura
novelística con la ensayística, no sólo consiguió el doblete del
éxito, sino que, como en la crecida del Nilo, sus libros de historia
se vivificaron con el limo de su narrativa, lo que explica que todos
sus libros copen las listas de los más vendidos. Ése el el secreto de
su fórmula magistral.

Como él vive cerca nos vamos de la plaza Mayor a paso


de flâneur y atravesamos el hormiguero humano de la Puerta del
Sol. Es inevitable pasar por ahí sin que yo mire sonriendo el reloj
de la Casa de Correos. Embocamos la calle Mayor, entramos en el
estrecho portal de un edificio antiguo, entramos en un angosto y
viejo ascensor cuyos herrajes chirrían al cerrar la puerta y
entramos en su casa, cuya amplia y soleada sala de estar, de
techos altísimos, está presidida por una gran mesa de madera
donde trabajaban los joyeros del taller de joyería que antes era
dicho inmueble. Nos sentamos junto a los ventanales. Yo, en un
sofá, bajo unos cuadros de mucho valor sentimental para el
escritor planetario; Juan, en su sillón habitual de escritura, de
una ergonomía tal que parece el asiento de un astronauta.
*****
—Es sorprendente el ingenio humano para el mal, para
causar dolor en las torturas. De las civilizaciones estudiadas,
¿cuál te ha parecido más refinada o cruel para aplicar la pena
de muerte?
—En la antigüedad se inventaron métodos horripilantes:
empalamiento lento, crucifixión (cuyos fundamentos fisiológicos
explico en este libro) o soterrar al reo desnudo envuelto en una
piel fresca de animal, dejando la cabeza fuera para que lo
devoren vivo los gusanos.

—Velázquez, al retratar a los bufones de la corte de Felipe IV,


los dotó de dignidad. ¿Cómo harías tú el retrato literario de
los verdugos españoles del siglo XX? Es que, para mí, son
carne literaria del tremendismo de Cela.
—He conocido indirectamente a tres y directamente a uno de
ellos. Los retrato en mi libro. Ninguno estaba dotado de dignidad.
Eran simples delincuentes que se acogían al oficio por la paga.

—Desde luego, tras leer el libro, la sensación que deja es la de


un alegato contra la pena capital.
—Muchos probos ciudadanos son partidarios de la pena de
muerte, que no olvidemos sigue vigente en tres cuartos de la
humanidad. Me parece un recurso a la barbarie. Está
estadísticamente demostrado que no disuade a nadie.

*****
Juan me hace un gesto pausado con la mano. Se levanta para
preparar un plato de queso manchego con rosquillas que
comemos tras brindar con vino (no entendemos eso de la
cerveza). El libro lo terminó el 3 de febrero, san Blas, abogado de
los males de garganta. En la Edad Moderna, la difteria era
conocida popularmente como «garrotillo», porque los síntomas
atenazaban la garganta de los niños impidiéndoles respirar,
muriendo muchos de ellos asfixiados a consecuencia de dicha
enfermedad infecciosa. Antes del descubrimiento de las vacunas,
la medicina religiosa popular atribuía a las rosquillas bendecidas
el día de san Blas la facultad de proteger la garganta de las
enfermedades, por lo que en las alacenas de las casas se
guardaban durante tiempo rosquillas benditas que se comían
para prevenir el garrotillo y otros males. En nuestra tierra
olivarera gustamos de acompañar el queso y el jamón con
rosquillas, así que sonreímos conforme tomamos el aperitivo.

*****
—Que san Blas nos guarde de los males de garganta —digo,
acordándome del garrotillo y del abrazo fatal de su hermano
de hierro, el garrote.
—Dios aprieta pero no ahoga.

*****
Volvemos a brindar, celebrando la amistad, la literatura y el mero
hecho de estar vivos y poder contarlo.

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