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Cuando el Marqués de Ruckley sale de su casa en la Plaza Berkeley,

una parte de la mampostería se desprende y está a punto de matarlo.


En el Club White, Sir Algernon Gibbon, gran autoridad en genealogía,
hace una jugosa apuesta basada en que él puede distinguir a una
persona que no sea de sangre azul, por bien adiestrada que esté para
aparecer como tal. Al registrar la apuesta en el famoso vuelo de
Apuestas del Club, el marqués advierte que su primo y heredero ha
apostado que podrá ostentar el título antes que termine el año.
Cómo el marqués decide casarse; cómo atropella con su faetón a una
hermosa gitana; cómo le salva ella la vida dos veces y cómo por
primera vez en su vida el marqués se enamora, es relatado en esta
apasionante novela.
Barbara Cartland

Corazón embrujado
Bantam - 16

ePub r1.1
jala 11.04.16
Título original: Bewitched
Barbara Cartland, 1975
Traducción: Paloma Amor
Ilustraciones: Francis Marshall

Editor digital: jala


ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2
Capítulo 1

1818

—D
ebo confesarte, Fabius —comentó el Capitán Charles Collington
—, que éste es el mejor Oporto que me has ofrecido en tu vida.
—Me alegra mucho que te guste —contestó el Marqués de Ruckley.
Con la luz de los dos candeleros de plata que había sobre la bien pulida
mesa iluminando su rostro, era imposible imaginar a un caballero más apuesto
o más distinguido que el marqués.
Su alta corbata anudada con la elegancia que era la envidia de los jóvenes
aristócratas londinenses. Las puntas de su elevado cuello llegaban hasta la
aguda línea de su barbilla firme, casi agresiva.
—Mi padre fue lo bastante sabio como para guardar una pequeña barrica
de este vino en particular —continuó diciendo el marqués—, y en mi opinión,
está en el punto de su añejamiento.
El Capitán Charles Collington se echó a reír.
—En una época —dijo—, habríamos pensado que cualquier vino era
delicioso, después de esos líquidos horribles que tuvimos que beber cuando
estuvimos en Portugal con el ejército.
—Nos alegrábamos de encontrar una botella de cualquier cosa —contestó
el marqués con sequedad—. Yo siempre me sentí convencido de que los
campesinos escondían sus mejores vinos.
—Por supuesto que lo hacían. ¿No lo habrías hecho tú si un ejército
extranjero se hubiera estado bebiendo todo el vino de tu país?
—De cualquier modo, Charles, con frecuencia lamento que ya no estemos
en la guerra.
—¡Santo cielo, qué tonterías dices! —exclamó Charles Collington—.
Después de ocho años en el ejército, no me avergüenza confesar que no quiero
saber más de él.
—¿Vas a comprar tu baja? —preguntó el marqués.
—Tal vez lo haga —contestó el Capitán Collington con precaución—,
pero, por otra parte, carezco del suficiente dinero como para darme el lujo de
no hacer nada.
—No hay nada más costoso que el ocio —observó el marqués.
—Eso es lo que pienso —reconoció Charles Collington.
—Yo también, no porque no pueda darme ese lujo, sino porque eso es muy
aburrido.
—Vamos, Fabius, no exageres —protestó su amigo—. Tienes propiedades
enormes, caballos de carreras de primera categoría, eres el orgullo del club de
Conductores de Carruajes y se te reconoce como el mejor tirador de
Inglaterra. ¿Qué más quieres?
Se hizo el silencio y entonces el marqués agregó:
—No sé qué me falta, pero lo que tengo no es suficiente.
—¿Estás enamorado? —preguntó el Capitán Collington.
—¡Cielos, no! —exclamó el marqués—. Eso que tú llamas «amor» es la
menor de mis preocupaciones.
—Sí, eso me parecía bastante improbable —contestó su amigo, echándose
a reír—. Eres demasiado bien parecido para tener problemas de amor. Eso es
lo malo en ti, Fabius. No tienes más que sonreír a una mujer y ella se siente
dispuesta a arrojarse en tus brazos, o a llevarte al altar.
El marques no contestó.
Tenía el ceño fruncido, mientras miraba con aire reflexivo su copa de
Oporto.
Como era uno de los solteros más codiciados del Beau Monde, no era de
sorprender que un número considerable de mujeres estuvieran, como lo había
dicho el Capitán Collington, «dispuestas para arrojarse en sus brazos», con
solo mirarlas.
El marqués, sin embargo, era un hombre en extremo exigente.
Desde que terminara la guerra, pasaba gran parte de su tiempo en Londres.
Por lo tanto, se había involucrado en varias aventuras amorosas. Éstas habían
motivado una serie de chismes en los altos círculos sociales en que se
desenvolvía.
Pero nunca salió a la publicidad ningún escándalo, porque el marqués era
excepcionalmente discreto o porque las damas en cuestión estaban ya casadas,
con maridos complacientes.
Como era la moda, el marqués tenía una amante instalada en una casa que
él le había proporcionado. Además, en los centros de diversión nocturna era
una figura familiar.
En su actitud había siempre algo reservado, tal vez arrogante, que hacía
que las mujeres, sin importar cuál fuera su escala social, lo sintieran, de algún
modo, inaccesible para ellas.
Al mirarlo a través de la mesa, el Capitán Collington pensó que era verdad
que el marqués estaba, mientras sirvió en el ejército, mucho más feliz y más
libre de cuidados de lo que parecía en esos momentos.
—¿Sabes lo que te sucede, Fabius? —dijo de pronto—. ¡Necesitas
casarte!
—¡Casarme! —exclamó el marqués, asombrado.
—Tienes veintisiete años —dijo el Capitán Collington—. Somos de la
misma edad y ya no somos unos chiquillos que digamos.
El marqués sonrió. La sonrisa daba a su rostro una apariencia
despreocupada y encantadora.
—¡Así que tú consideras que el matrimonio es el remedio para todos mis
males!
—Yo no he dicho tal cosa. Simplemente lo sugerí como una alternativa
para tu aburrimiento.
El marqués echó la cabeza hacia atrás, para reír.
—¡Creo que en este caso el remedio sería peor que la enfermedad! ¿Te
imaginas lo que significaría estar atado a una mujer para siempre?
—De cualquier modo, Fabius, tendrás que procrear un heredero.
El marqués, mostró seriedad.
—¿Estás pensando en Jethro?
—¡Claro que estoy pensando en él! Tal vez sepas que durante la guerra
contrajo fuertes deudas porque estaba seguro de no volver a verte.
—Sí, me di cuenta de ello —repuso el marqués—. Si había algo que me
hacía tan arrojado para defenderme de los soldados de Napoleón, era imaginar
a Jethro instalado en Ruckley como el sexto marqués.
—Estoy de acuerdo contigo con que la idea es intolerable.
Charles Collington terminó su copa de Oporto antes de añadir:
—No podemos pasarnos la noche aquí, pensando en tu desagradable
primo, o preguntándonos cómo resolver el problema de tu aburrimiento.
El marqués miró hacia el reloj que había en la repisa de la chimenea.
—Pensé que podríamos ir a la ópera y cuando haya terminado la función,
invitaré a cenar a una pelirroja bastante atractiva que hay en la compañía…
—Sé a quién te refieres dijo Charles Collington. —Es austríaca y muy
bella. Creo que es el tipo de muchacha que necesitas para quitarte las
telarañas de esta noche.
—Sí, es posible que lo haga más tarde —convino el marqués—. Es el
aburrimiento de tener que hablar con esas lindas palomas, sobre todo las
extranjeras, lo que hace que las horas se hagan eternas. Será mejor que vengas
conmigo, Charles. ¿No hay ninguna chica entre las bailarinas que te llame la
atención, para que formemos un cuarteto?
—Parece que ya he agotado a todas las más atractivas que hay en el cuerpo
de ballet —confesó Charles Collington.
—¿Sabes cuál es él problema contigo, Charles? —comentó el marqués
sonriendo—. ¡Te estás convirtiendo en un verdadero donjuán! ¿Y eres tú quien
me sugiere que siente cabeza? ¿Qué me dices de ti mismo? Tienes suficiente
dinero para fundar una familia, o lo tendrás, de cualquier modo, cuando tu
padre muera.
—Él es un hombre muy fuerte para sus sesenta y cinco años —contestó
Charles Collington—, y no tengo intenciones de echarme encima la carga de
una esposa y varios hijos, cuando todavía no está al alcance de mi bolsillo
poder hacerlo. Mi caso es muy diferente al tuyo.
—No es cuestión solo de sostenerlas, es cuestión de soportarlas. ¡Y eso es
muy distinto, Charles!
Empujó hacia atrás su silla y se puso de pie.
—Vamos, entonces. Esperemos que el resto de la noche nos haga olvidar
la deprimente idea de que nos estamos volviendo demasiado viejos para gozar
de las frivolillas del cuerpo de ballet.
—Aunque no quieras aceptarlo, somos dos soldados decrépitos, veteranos
de una guerra que la mayor parte de la gente está tratando ya de olvidar —
declaró Charles Collington con solemnidad—. Antes que vayamos a la ópera,
pasemos por Withe’s para ver si no hay otros veteranos del ejército de
Wellington, que se estén sintiendo como nosotros.
—No es mala idea —reconoció el marqués.
En el vestíbulo de la casa del marqués ubicada en la Plaza Berkeley, había
un mayordomo y cuatro lacayos en servicio.
Uno de ellos entregó al marqués su sombrero de copa alta y no aceptó la
capa que otro le ofrecía. Después de colocarse el sombrero con gesto firme, el
marqués se adelantó al Capitán Collington.
Ya afuera, un carruaje estaba esperando y cuando apareció el marqués un
lacayo se apresuró a abrir la puerta.
Una alfombra roja había sido extendida sobre la acera, pero cuando el
marqués salió a ella, recordó de pronto que no había dicho al mayordomo que
lo despertara temprano al día siguiente.
Pensaba asistir a una pelea que iba a tener lugar en Wimbledon, y, para
llegar a tiempo, necesitaba salir de Londres a más tardar a las ocho y media.
Se dio vuelta.
—Quiero que me despierten a las siete… —empezó.
Al decir eso se escuchó un estrépito resonante detrás de él.
Una parte de la mampostería se desprendió de la parte superior de la casa,
produciendo un ruido ensordecedor y en medio de una nube de polvo que se
formó en el punto mismo donde el marqués había estado un segundo antes.
Pequeños trozos de piedra fueron a estrellarse contra sus piernas y el
polvo manchó su inmaculado traje de etiqueta.
—¿Qué diablos fue eso? —exclamó Charles Collington.
Todos los lacayos habían saltado. El mayordomo, con una nota de profunda
preocupación en la voz, preguntó:
—¿No está usted lastimado, milord?
—No, de ninguna manera —contestó el marqués con toda calma—.
Aunque si no me hubiera vuelto para hablar con usted, Burton, habría recibido
todo el impacto de esa piedra que se desprendió del techo, o lo que haya sido.
—No puedo entenderlo, milord —contestó el mayordomo—. Por órdenes
de su señoría, el aplanado fue reconstruido hace apenas un mes. Sin duda, si
hubieran visto alguna parte floja en él, la habrían asegurado o advertido sobre
el peligro de un desprendimiento.
—Por supuesto —asintió el marqués.
Bajó la mirada hacia la pesada piedra que se encontraba hecha trizas, pero
todavía peligrosamente amenazadora, sobre la alfombra roja.
El ruido había asustado a los caballos y el palafrenero estaba teniendo
problemas para controlarlos.
El lacayo dispuesto para abrir la puerta del carruaje, contemplaba la
escena anonadado.
Charles Collington dio unos pasos para colocarse junto al marques.
—Si esa piedra se hubiera estrellado sobre tu cabeza, Fabius, sin duda
alguna te habría matado.
—Eso es lo que estaba pensando —dijo el marqués.
Permaneció de pie, con expresión tranquila, mientras un lacayo le sacudía
el polvo de la ropa. Entonces saltó sobre los despojos del desprendimiento y
se dirigió hacia el carruaje.
Se instaló con comodidad en su interior y extendió las piernas para
apoyarlas en el asiento de enfrente.
En verdad escapaste, por verdadera suerte. Fabius —observó Charles
Collington con aire preocupado, cuando el carruaje se puso en marcha.
Había una distancia muy corta al Club White, de la calle de St. James, y el
marqués y el capitán entraron por una puerta cercana a la famosa ventana
saliente.
La ventana había sido convertida por Beau Brummel en el santuario en el
que mostraba al mundo su famosa elegancia.
El año anterior, sin embargo, Beau Brummel había tenido una
desafortunada y ruinosa riña con su protector y amigo, el Príncipe Regente.
Socialmente eso no lo perjudicó, ya que el regente tenía muchos enemigos
entre la alta sociedad, y a pesar de que Beau Brummel ya no volvió a ser
invitado a la Casa Carlton, el resto de la aristocracia continuó admirándolo.
Sin embargo, desde el punto de vista financiero, estaba en la penuria más
espantosa y sin un penique, había tenido que huir en la madrugada de cierto día
para irse a refugiar a Francia, perseguido de cerca por sus acreedores.
Era inevitable que el marqués y Charles Collington, al entrar en el club,
pensaran en Beau Brummel.
Muchos de sus amigos más íntimos estaban allí y parecía que su fantasma,
elegante, audaz e ingenioso, se moviera entre ellos.
El marqués notó a Lord Alvanley, al Príncipe Esterhazy y a Lord
Worcester, que escuchaban la voz un tanto pontificia de Sir Algernon Gibbon.
Cuando Sir Algernon vio al marqués, su rostro se iluminó.
—Venga a apoyarme, Ruckley —dijo—. Estoy teniendo una discusión y
estoy seguro de que usted apoyará mi causa.
—¿Por qué se siente tan seguro de eso? —preguntó el marqués,
acercándose al grupo reunido alrededor de la chimenea.
Era del dominio público que Sir Algernon Gibbon, pretendía ocupar el
lugar de Beau Brummel, mostrándose como arbitro de la moda y del
comportamiento.
En realidad, era idóneo para el puesto, ya que tenía un gusto excelente,
tanto para vestir como para la decoración de su casa. Desde la caída de Beau
Brummel, se había vuelto el hombre de confianza y amigo íntimo del Regente.
Sin embargo, no tenía la aguda percepción, ni esa impertinente confianza
en sí mismo que habían hecho de Beau Brummel un hombre excepcional.
Aunque con tendencias dogmáticas, tenía profundos conocimientos de los
temas que trataba; sus contemporáneos solían más reírse de él que aceptar sus
dictados.
—Lo que estoy diciendo —dijo ahora al marqués—, es que es imposible
para una persona de origen humilde disfrazar esta desventaja con la que nació.
—Y yo estoy diciendo —intervino Lord Alvanley—, que si, sobre todo
tratándose de una mujer, una persona está bien educada e instruida podría, con
facilidad, pasar por una aristócrata.
—A mí no me engañaría —afirmó Sir Algernon con obstinación.
Todo esto se ha iniciado —explicó Lord Worcester al marqués—, porque
estábamos hablando de una linda cortesana que jura que es una aristócrata
refugiada y perseguida durante la Revolución. Asegura ser de sangre más azul
que el propio cielo.
—¡Ésa es una mentira… la muchacha es una farsante! —exclamó el
Príncipe Esterhazy.
—¡Claro que lo es! —reconoció Sir Algernon—, y cualquier persona con
sensibilidad y buen gusto puede distinguir entre lo falso y lo legítimo.
—¿Qué piensa usted, Ruckley? —preguntó Lord Alvanley.
—Estoy de acuerdo con usted —contestó el marqués—. Creo que si la
dama en cuestión fuera lo bastante astuta podría fácilmente convencer al
hombre común de que es quien pretende ser. ¡Solo se necesita que sea buena
actriz!
—Yo puedo asegurarles una cosa —insistió Sir Algernon acalorado—,
ningún hombre, ni ninguna mujer consiguen engañarme. ¡Puedo oler a un
farsante a un kilómetro de distancia!
—¿Estaría dispuesto a apostar sobre ello? —preguntó Lord Alvanley.
—Por supuesto —contestó Sir Algernon.
—¿Por qué no? —dijo Lord Worcester—. Todos podemos lanzarnos a la
tarea de tratar de engañar a Gibbon y hacerle tragar sus palabras. ¡Se está
volviendo demasiado presuntuoso!
Todos rieron y Sir Algernon tomó la crítica con sentido del humor.
—Está bien —dijo—. Aceptaré sus apuestas. De hecho… iré más allá,
para hacer que sus esfuerzos valgan la pena. Les apuesto mil guineas contra
cien de ustedes a que no encontrarán un hombre ni una mujer que pueda
convencerme de que es de sangre azul, cuando no lo es.
Hubo un estallido de risas entre los caballeros que lo rodeaban.
—¡Bien por usted, Gibbon! —exclamó Lord Worcester—. Me gustan los
hombres que están dispuestos a apoyar sus apuestas con dinero en efectivo.
—¿Están los extranjeros incluidos en la apuesta? —preguntó el Príncipe
Esterhazy.
—¡Todos están incluidos… no pongo límites, ni barreras! —declaró Sir
Algernon—. Pero si no logran engañarme, caballeros, les costará cincuenta
guineas cada intento fallido. Les aseguro que voy a ganar buen dinero en los
próximos meses.
—Creo que no va a ser fácil ganarle —murmuró el Capitán Collington al
marqués.
Ambos sabían que Sir Algernon era un hombre muy astuto. Su árbol
genealógico, que se remontaba hasta la época de los Tudor, era un buen
ejemplo de como los miembros de las grandes familias inglesas se casaban
siempre entre ellos.
—Según esto solo te dan ocho meses… —señaló Charles Collington.
—¿Realmente piensas?… No vas a creer que… —empezó el marqués.
—No seas tonto, Fabius. Es evidente. Ya te dije que Jethro ha estado
rezando para que te mueras y estoy seguro de que esta noche estaba haciendo
algo más que rezar.
—Creo que tienes razón —reconoció el marqués.
—¿Qué vas a hacer al respecto?
El marqués encogió, los hombros…
—¿Qué puedo hacer? No puedo acusar a Jethro de arrojarme piedras de la
mampostería de mi casa, a menos que tenga pruebas.
—¡Pero, cielos, Fabius, no puedes quedarte sentado, sin hacer nada! Tarde
o temprano, va a lograr su propósito.
—Ése es un desafío para mí, ¿no?
—No seas tan ciego respecto a esto —protestó Charles Collington—.
Detesto a tu primo, lo sabes bien. Siempre lo he catalogado como un pillo
redomado capaz de todo y no me sorprende que planee matarte. Lo único que
pasa es que… no soporto la idea de que pudiera lograrlo.
—¡A mí tampoco me gusta mucho tal posibilidad! —aceptó el marqués con
sequedad.
—Entonces haz algo al respecto —insistió Charles Collington con voz
apremiante.
—¿Qué sugieres?
—¡Debe haber algo!
—Lo hay —repuso el marqués con lentitud, pero no aclaró a que se
refería, no obstante la insistencia y la curiosidad de su amigo.

***

A la tarde siguiente, Lady Walden, que se encontraba en su casa cerca de


St. Albans, en Hertfordshire, se sorprendió de recibir al marqués.
—¡Fabius! —exclamó sorprendida cuando el marqués fue anunciado—. Yo
pensé que nunca venías al campo durante la temporada social de Londres.
—Necesitaba verte —contestó el marqués.
—Me halagas —sonrió Lady Walden—. Pero resulta que salgo mañana
para Londres, porque no intento perderme el baile de la Duquesa de
Devonshire, que tendrá lugar el próximo jueves.
—Estaba seguro de que asistirías —repuso el marqués.
—Y a pesar de eso decidiste a venir hasta aquí para verme hoy, Fabius.
Casi no puedo creerlo.
Cuando lo miró, había sincero asombro en sus hermosos ojos.
Eurydice Walden había sido una de las muchachas más bellas y populares
entre la aristocracia inglesa, desde que saliera del salón de clases, seis años
antes.
Era hermosa en el estilo que estaba de moda en ese tiempo: tenía el
cabello rubio, los ojos azules y una figura de curvas exquisitas que no dejaba
la menor duda respecto a su femineidad.
Se había casado a los diecisiete años con el alocado, atractivo e
inmensamente rico Sir Beaugrave Walden.
Éste murió en el frente de guerra un mes antes que se estableciera la paz,
dejando una inmensa fortuna a su viuda quien, un año más tarde, a la muerte de
su padre, heredó asimismo, junto con otros muchos bienes, diez mil acres de
tierra que colindaban con la finca del marqués.
Eurydice y el marqués se conocían desde niños y entre sus padres existió
siempre el acuerdo de que debían casarse, para que las dos fincas quedaran
unidas.
Sin embargo, el marqués se encontraba en el extranjero con su regimiento,
cuando Eurydice se casó y aunque su padre lamentó mucho esto, a él no le
afectó en modo alguno.
Ahora se sentó en un elegante sofá, en el salón de Eurydice, y la miró con
ojos penetrantes y escrutadores, que la desconcertaron.
—¿Qué sucede, Fabius? Pareces preocupado.
—La verdad es que no sé cómo explicarle la razón de mi visita.
—Nunca he sabido que a ti te resulte difícil expresarte —comentó
Eurydice en tono de broma.
—Lo que he venido a pedirte —continuó diciendo el marqués con voz
grave—, es que deberíamos complacer los deseos de nuestros padres respecto
a nosotros.
—¿A cuáles te refieres? —preguntó ella con un dejo de asombro en su voz.
Casi no podía creer las palabras que el marqués tenía a flor de labio…
—¡Creo que deberíamos casarnos!
—¿Hablas en serio? —preguntó Eurydice.
—Muy en serio —contestó él—. Sabes tan bien como yo que fue lo que
nuestros padres planearon desde el momento en que naciste. Eran amigos
íntimos y ambos añoraban el día en que nuestras posesiones se fusionaran en
una al desposarte conmigo.
—Pero eso fue hace años —protestó Eurydice—. Y ahora ambos están
muertos.
—Pero nosotros estamos vivos y debo reconocer que fue un plan
eminentemente sensato.
—Sensato tal vez, pero nada romántico.
—Siento mucho no haberme expresado de la forma debida —observó el
marqués esbozando una sonrisa que la mayoría de las mujeres encontraba
irresistible—. Estoy muy encariñado contigo, Eurydice, como debes haberte
dado cuenta desde hace mucho tiempo.
—¡No digas sandeces! —replicó Eurydice con brusquedad—. De niño me
detestabas a muerte, y de grande nunca te has mostrado en modo alguno
interesado por mí.
—¿Acaso he tenido oportunidad de hacerlo? —preguntó el marqués—. Tú
te casaste cuando yo estaba en Portugal.
—Cuando volvimos a vernos, no me diste la impresión de que eso te
hubiera preocupado mucho.
—Yo solo te vi una o dos veces después de que te casaste. Además,
Beaugrave era mi amigo. No podías esperar que te cortejara en sus narices.
—Tú nunca quisiste pretenderme —replicó Eurydice—. Nunca lo has
deseado, así que, ¿por que ahora quieres casarte conmigo?
—Por una parte, creo que es tiempo de que me case —repuso el marqués
—. Por otra, creo que tú y yo nos llevaríamos bien. Yo cuidaría de ti. ¡No
puedes seguirte exponiendo por más tiempo a los decires de la gente,
Eurydice!
—¿A cuáles te refieres? ¿Quién se ha atrevido a decir algo de mí?
—Vamos, Eurydice —exclamó el marqués, con un ligero acento de ironía
en la voz—. Tú sabes muy bien que has causado escándalo tras escándalo
desde que enviudaste. Y, como si no lo supieras, todo Londres habla de ti y de
Severn.
Hubo una pausa. Entonces, bajando los ojos, Eurydice aceptó:
—¡Tal vez en eso tengan razón!
—¡Santo cielo! —exclamó el marqués—. ¿Quieres decirme que el duque
te ha propuesto matrimonio?
—No voy a contestarte esa pregunta —exclamó Eurydice con dignidad.
—Entonces no lo ha hecho… —dijo el marqués con astucia.
—No tienes ningún derecho a venir aquí a interrogarme.
El marqués se puso de pie:
—Ahora me doy cuenta de lo que sucede —musitó—. Ya me parecía
extraño que te hubieras venido al campo en plena temporada social. Esperabas
que el duque te siguiera. Bien, ¿lo hizo?
—¡Ya te he dicho, Fabius, que eso no es asunto tuyo! Vete de aquí y déjame
en paz.
—Solo vine a preguntarte si querías casarte conmigo —respondió el
marqués con firmeza—. No me has dado tu respuesta.
—Necesito tiempo para pensarlo.
Él la miró con expresión fría y especulativa.
—En otras palabras —señaló él con lentitud—, quieres esperar a que
Severn te haga un mejor ofrecimiento. Si él te propone matrimonio, lo
aceptarás; si no, un marqués es buen sustituto.
—Hay decenas de hombres ansiosos de casarse conmigo —declaró
Eurydice con brusquedad, como una niña que desea ser agresiva.
—¡Lo sé muy bien! —aceptó el marqués—. Pero dudo mucho que, a
excepción de Severn y de mí, estés dispuesta a aceptar a esos jovencitos que
te escriben poemas y cartas de amor, ya que no pueden darse el lujo de hacer
nada más.
Habló en tono sarcástico. Eurydice se puso de pie y dio una patada en el
suelo.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, Fabius? ¡Siempre has sido detestable y
te odio! ¿Me entiendes? ¡Te odio!
—De cualquier modo, en caso necesario, te casarás conmigo —comentó el
marqués con cinismo—. Bien, no discutamos más. Lo único que te suplico es
que me hagas saber tu respuesta en dos o tres días. El asunto es muy urgente.
—¿Por qué tienes tanta urgencia por casarte? —preguntó Eurydice con
curiosidad. Lo miró con fijeza y entonces lanzó una exclamación—. ¡Ah, ya
entiendo! Es a causa de Jethro, ¿verdad, Fabius?
—Ahora me corresponde a mí, no contestar a tus preguntas —repuso el
marqués.
—Yo contestaré por ti. El mundo entero y su propia mujer saben muy bien
que Jethro está ansioso de ocupar tu lugar. Está dependiendo de ello. Estaba
seguro de que te matarían en la guerra como al pobre de Beaugrave. Como no
sucedió así, ha estado jactándose cuando está pasado de copas, que es la
mayor parte del tiempo, que se librará de ti de, algún modo.
Se detuvo.
—Ésa es la verdad, ¿no es cierto?
—Quizá —reconoció el marqués.
—Así que quieres una esposa y un heredero —dijo Eurydice con voz baja.
Esperó un momento antes de agregar—, supongo que si te digo que no,
encontrarás alguien más con quién casarte. Cualquier mujer, estoy segura, es
preferible, antes que dejar a Jethro.
—Te expresas de forma por demás elocuente —intervino el marqués—.
Pero espero tu respuesta, Eurydice.
—No te la daré en este momento.
—Así que tendremos que esperar a que Severn se decida.
—Tal… vez. No voy a decirte nada más por ahora, Fabius, excepto que
pensaré en tu ofrecimiento de matrimonio. ¡Es una oferta muy halagadora
desde luego!
Ella habló en tono sarcástico y, de pronto, el marqués sonrió.
—No era así como intentaba abordarte.
—¿No?
—Intentaba envolver la proposición en rosas y cintas azules. Lo que pasa
es que no soy muy experto en eso.
—Conozco historias muy diferentes de las damas a las que has hecho
objeto de tus favores. Lo que pasa es que te resulta imposible pensar en el
amor y en el matrimonio al mismo tiempo, ¿no es eso?
—No imposible —reconoció el marqués—, pero sí muy poco práctico. Tú
sabes tan bien como yo, Eurydice, que la vida no es una novelita romántica.
—¡Yo amé a Beaugrave! ¡Lo amaba con locura!
—Ésa es, tal vez, la excepción que confirma la regla. Pero ¿tú crees que tu
amor, tu enamoramiento, o lo que haya sido, habría perdurado? Los dos
sabemos cómo era Beaugrave.
Eurydice guardó silencio. Pensó en el joven alocado y calavera con el que
se había casado. Ambos eran poco más que niños y su vida juntos fue una
travesura tras otra.
Entonces, debido a que él ansiaba más emociones de las que ella podía
proporcionarle, Beaugrave Walden había conseguido enlistarse en un elegante
Regimiento de Caballería, y había muerto en combate seis meses más tarde.
—Como ves —dijo el marqués con suavidad, siguiendo el curso de sus
pensamientos—, un matrimonio sensato podría darte seguridad a más de un
marido que cuidará de ti y te protegerá. Yo haré eso, Eurydice.
—Creo que lo harías —contestó ella mostrándose de pronto ya muy seria
—. Al mismo tiempo, ¿nunca has amado lo suficiente a una mujer, Fabius,
como para desear casarte con ella?
—La respuesta es no.
—Pero has vivido muchos idilios.
—No tantos como los que me atribuyen —contestó el marqués—. Pero los
suficientes, Eurydice, para saber que lo que la gente llama «amor» es una
experiencia por demás efímera.
—¿Es verdad eso? —preguntó ella con tristeza.
Se alejó de él, para mirar por la ventana hacia el jardín. Se le veía muy
hermosa con su silueta recortada contra la ventana. El marqués era lo bastante
perceptivo para comprender que Eurydice jamás se sentiría satisfecha con la
simple aunque importante posición social que él podía ofrecerle.
Como todas las mujeres, quería amor, un amor que era más que pasión,
más que deseo, un amor que él sabía que era incapaz de darle.
Eurydice se volvió de la ventana.
—Tienes razón, Fabius —convino ella—. Yo necesito seguridad y espero
a escuchar lo que el duque va a decirme esta noche.
—¿Esta noche? —preguntó el marqués.
—Viene a cenar conmigo.
—En ese caso puedo muy bien esperar hasta mañana.
—Tal vez no pueda darte una respuesta ni siquiera entonces —respondió
Eurydice—. El problema es, Fabius, que no quiero casarme contigo. Si no
puedo ser una duquesa, cuando menos quiero casarme enamorada.
—Estás pidiendo la luna y las estrellas.
—¡Cómo me gustaría demostrarte que estás equivocado! ¡Eres tan seguro
de ti mismo que resultas insufrible.
El marqués se echó a reír.
—Creo que ha llegado el momento de irme —dijo—. Además, me imagino
que querrás ponerte especialmente bella para esta noche.
Había algo casi burlón en sus palabras. Moviendo la cabeza de un lado a
otro, Eurydice se dirigió hacia la puerta.
—No voy a insistir en que te quedes —dijo—. Tal vez cuando me visites
la próxima vez, aquí o en Londres, estarás de mejor humor.
—O en un estado de ánimo más romántico —declaró el marqués—.
¿Quieres que te dé un beso de despedida, Eurydice?
—No puedo desear nada menos que eso en estos momentos —contestó con
brusquedad y abrió la puerta antes que él pudiera hacerlo—. Adiós, Fabius.
Me molestas mucho. Siempre me has molestado. Ojalá algún día encuentres a
alguien que te haga sufrir todas las torturas del infierno. Eso te haría mucho
bien.
—¡Tu solicitud es abrumadora! —replicó el marqués.
Salió de la suntuosa mansión de Eurydice, en la que su padre había gastado
exorbitantes sumas de dinero, y subió a su faetón.
Al ponerse en marcha, el marqués sintió un deseo intenso de llegar a
Ruckley lo más rápido que fuera posible.
De pronto se sentía impresionado por lo sucedido.
Por primera vez en su vida había propuesto matrimonio a una mujer y ella
había confesado que él le era desagradable.
Hasta ese momento, le había parecido una cosa muy sensata pedir a
Eurydice que fuera su esposa. Pero ahora se sentía horrorizado de lo que había
hecho.
La vida con Eurydice sería intolerable. Ella se burlaría de él o lo
presionaría a cada paso, exigiendo un tipo de cariño que jamás iba a darle. En
venganza, ella aprovecharía cuanta oportunidad tuviera para molestarlo e
irritarlo.
El marqués era experto en conocer a las mujeres y de cómo eran capaces
de convertir en un infierno la vida de un hombre, cuando éste no correspondía
a sus exigencias.
Muchos de sus idilios habían terminado de forma desagradable solo
porque el enamoramiento había sido mucho más intenso en ellas que en él.
«Uno no puede enamorarse a voluntad» pensó el marqués casi con
desesperación.
Entonces comprendió cuan ingenuo fue al no darse cuenta de que Eurydice
percibiría en el acto que él pretendía utilizarla.
Sin embargo, no podía presumir de que la amaba y tuvo la desagradable
impresión de que su primera proposición de matrimonio resultó un verdadero
fiasco.
Como se enfureció al comprender que no solo había hecho el papel de
tonto, sino que si el duque no proponía matrimonio a Eurydice había muchas
posibilidades de que ella aceptara su ofrecimiento, azuzó a los caballos.
Era un magnífico caballista, tanto como jinete, como conduciendo
carruajes, y se sabía que era capaz de controlar al animal más salvaje o más
difícil.
Ahora, motivado por su ira, hizo correr a su tiro de cuatro caballos por el
camino que había entre las dos fincas, a tal prisa que habría hecho que el jefe
de sus caballerizas lo viera con sorpresa.
Los caballos franquearon la entrada a Ruckley y avanzaron por la avenida
bordeada de robles de forma que el frágil faetón parecía volar por los aires.
Ascendieron por una pequeña ladera, más adelante había un profundo
declive que bajaba al fondo del valle en cuyo centro se erguía la Casa
Ruckley. Cuando el marqués llegó a lo alto de la pendiente, descubrió, de
pronto, a una solitaria figura frente a él.
Era una mujer que estaba de espaldas.
Debido a que el faetón era guiado a toda velocidad, solo podría intentarse,
en el último instante, hacer girar a los caballos, para desviarlos hacia la
orilla…
Tiró con fuerza de las riendas y gritó a la mujer para que se apartara de su
camino.
Los caballos estaban ya casi sobre ella cuando volvió el rostro
sorprendida.
Entonces, en el momento mismo en que el marqués, con un soberbio
esfuerzo desviaba los caballos para que no arrollaran a la mujer, ésta resbaló
al tratar de apartarse y una rueda del vehículo la alcanzó arrojándola hacia un
lado.
El marqués tiró con fuerza para detener a los caballos, volvió la mirada
hacia atrás y vio el cuerpo inmóvil de la mujer, tirado en el suelo.
—¡Oh, cielos! —exclamó—. ¡Debo haberla matado!
Capítulo 2

E
l palafrenero que acompañaba al marqués en el faetón corrió para
atender a los agitados caballos, mientras su amo bajaba de un salto y
corría hacia donde la mujer yacía inmóvil.
Cuando llegó ante ella vio que era muy joven. Tenía sangre en la frente y la
blusa blanca que llevaba puesta, desgarrada sobre el hombro izquierdo,
permitía ver una herida que sangraba profusamente.
El marqués se inclinó y sacó al mismo tiempo un pañuelo del bolsillo de
su chaqueta. Entonces, al darse cuenta de que estaba inconsciente, miró a su
alrededor, primero hacia su faetón y después, a lo lejos, su casa. Decidió
llevarla en brazos.
Vagamente recordaba haber oído que era peligroso que alguien con heridas
internas fuera sacudido, o movido siquiera, pero no podía dejarla tirada a
mitad del camino.
Era pequeña y delgada. Seguramente la lastimaría mucho menos si la
llevaba en brazos y caminaba hasta su casa… que si intentaba subirla al
faetón.
Con mucha solicitud, levantó en brazos a la figura inmóvil. Era muy ligera.
—Lleva el faetón a casa, Jim —ordenó al palafrenero, que observaba
desde el vehículo—. Diles que ha habido un accidente.
—Muy bien, milord —contestó el palafrenero y lanzó los caballos en
dirección de la casa.
Moviéndose con lentitud, el marqués lo siguió.
Mientras caminaba, bajó la mirada hacia su delicada carga y comprendió
que, no tomando en cuenta la herida que tenía en la frente, era una muchacha
muy bella, aunque de una belleza un poco extraña.
Tenía cabello negro y tan largo que posiblemente le llegaría más abajo de
la cintura. Sus ojos cerrados eran perfectas medias lunas con largas pestañas
que sombreaban su piel de marfil.
No parecía inglesa. Entonces, al mirar su ropa, el marqués comprendió.
¡La muchacha a la que había arrollado era una gitana!
Llevaba una amplia falda roja, que él estaba convencido cubría numerosas
enaguas; un chaleco de terciopelo negro atado al frente, una banda roja
alrededor de su pequeña cintura y una blusa bordada, de bajo escote y mangas
cortas.
Él siempre había supuesto que los gitanos eran sucios; pero la muchacha
que llevaba en sus brazos estaba inmaculadamente limpia y de su cabellera se
desprendía una leve fragancia oriental.
El marqués vio que alrededor del cuello llevaba un collar de monedas de
oro unidas con lo que parecían ser pequeños trozos de cristal rojo. Recordó
haber escuchado alguna vez que a las gitanas les gustaban mucho las joyas.
Algunas de las monedas que la muchacha llevaba parecían ser muy
antiguas y de procedencia extranjera. Entonces se reconvino a sí mismo por
preocuparse de nada que no fuera su víctima, que tal vez estaba malherida.
Desde luego, solo había perdido los sentidos y eso era un consuelo.
Respiraba con regularidad y su aparente palidez quizá era su color habitual.
No le llevó mucho tiempo llegar al patio que había frente a una escalinata
que conducía a la entrada principal.
Al acercarse, varios sirvientes corrieron a su encuentro.
Bush, el mayordomo, fue el primero en llegar a su lado. Cuando lo hizo,
exclamó:
—Supimos que hubo un accidente, milord. ¿Quién es la señorita? —Se
acercó y al verla agregó—: ¡Vaya, es una de las gitanas, milord!
—¿Qué gitanas?
—En esta época del año, siempre hay grupos de gitanos que acampan en el
bosque, milord.
El marqués subió la escalinata.
Había un número considerable de sirvientes en el vestíbulo de mármol al
que entró; pero él, sin decir nada, subió por la escalera hasta el primer
descanso, donde encontró a la señora Meedham, el ama de llaves, que al
verlo, procedió a hacerle una reverencia.
—¿Qué dormitorio está listo? —preguntó el marqués.
—Todos, milord.
En seguida, al mirar a la figura inconsciente en los brazos del marqués, la
mujer exclamó:
—¡Pero, si es una gitana! Una habitación en la sección de la servidumbre
será suficiente para ella, milord.
El marqués caminó por el corredor.
—Abra la puerta —ordenó con firmeza.
Después de un momento de asombro, la señora Meedham obedeció y el
marqués entró en uno de los bien dispuestos dormitorios que había en el
primer piso. La señora Meedham entró detrás de él, protestando aún, pero una
mirada del marqués la obligó a callar.
La mujer se apresuró a quitar del lecho la colcha de seda bordada, la
destendió para dejar las sábanas al descubierto, mientras murmuraba entre
dientes:
—¡Las sábanas pueden lavarse, cuando menos, milord!
Con mucho esmero, el marqués depositó a la muchacha sobre la sabana
bordada con el escudo de armas de los Ruckley.
La cabeza de la muchacha descansó sobre la almohada y la blancura de
ésta resaltó la negrura de su cabello.
—Mande llamar a Hobley —ordenó el marqués.
—Aquí estoy, milord.
Un hombre de edad madura acababa de entrar y se acercaba con prontitud
hacia el lecho.
Hobley había estado en la Casa Ruckley desde que el marqués podía
recordar. Oficialmente era su valet, pero de forma no oficial era el médico de
la casa, por su habilidad como curandero.
Era más eficiente que cualquier médico de la localidad y todos en la casa
y en la finca lo consultaban cuantas veces enfermaban o se lastimaban.
Hobley se acercó a la cama, examinó la herida en la frente de la muchacha,
que yacía inconsciente, así como las magulladuras que tenía en el brazo.
Después notó que escurría sangre por debajo de sus enaguas y las levantó
ligeramente para descubrir una profunda cortada en un tobillo.
Al hacerlo, el marqués vio que la muchacha llevaba las piernas desnudas y
que calzaba zapatillas rojas, adornadas con hebillas de plata.
—Necesito agua caliente y vendas, por favor —dijo Hobley. La señora
Meedham y varias doncellas que se habían congregado cerca de la puerta se
apresuraron a ir en busca de lo que pedía.
—¿Tendrá algún hueso roto? —preguntó él marqués.
—No lo sé todavía, milord. ¿Le pasó la rueda encima?
—No estoy seguro. Todo sucedió tan rápidamente… —Se detuvo antes de
agregar con aire contrito—: fue mi culpa, Hobley. Iba yo conduciendo
demasiado aprisa.
—Tengo idea de que la muchacha está menos malherida de lo que parece
observó Hobley con aire consolador.
—Pero está inconsciente.
—Eso es debido a la herida que tiene en la cabeza —contestó Hobley—.
Déjela en mis manos, milord. Voy a revisarla para ver con exactitud qué tiene
y yo avisaré a su señoría si es necesario llamar al médico o no.
—Gracias, Hobley —dijo el marqués, con una nota de alivio en la voz.
Abandonó la habitación y se dirigió hacia la biblioteca, situada en la
planta baja. La biblioteca era una de las habitaciones más lujosas de la casa.
En tiempos de su padre, había sido renovada por completo, pues se le
agregaron dos mil o tres mil volúmenes más a los que ya tenía su abuelo.
Sentado frente a un escritorio, en el centro mismo de la biblioteca se
encontraba un anciano de cabello blanco.
Levantó la cabeza con indiferencia cuando el marqués abrió la puerta; pero
al ver de quién se trataba, se levantó con una exclamación de sorpresa y
placer.
—No lo esperaba yo, milord. ¿Por qué no me avisaron que iba a venir
usted?
—Vine de forma repentina —contestó el marqués—. Fue apenas anoche
cuando decidí venir al campo.
Estaba hablando con el hombre que había sido su preceptor, amigo y
compañero por muchos años…
El Reverendo Horace Redditch fue contratado por el difunto marqués, para
preceptor de Fabius, antes que éste fuera a Eton.
Se había adaptado tan bien y fue tan estimado por la familia, que en el
curso del tiempo se convirtió en el capellán personal del marqués, así como en
bibliotecario y encargado de las obras de arte de la finca.
Era conocido por todos como «el reverendo» y disfrutaba de la
familiaridad que hacía de ese título en términos de afectuosa consideración.
Había acompañado al actual marqués, cuando era muy joven, en muchos
viajes a través del país.
—Me alegra mucho verlo, señor —añadió el marqués con una nota de
cariño en su voz que pocas personas recibían de él.
—¿Está usted disfrutando de su estancia en Londres? —preguntó el
reverendo.
—No mucho —confesó el marqués—. Por cierto, acabo de tener un
accidente. A mi llegada a Ruckley atropellé a una muchacha gitana. Está arriba
y Hobley la atiende ahora mismo.
—¿Una gitana? No es de sorprender. Ésta es la época del año en que los
gitanos nos visitan.
—Dígame lo que sabe de ellos, por favor.
—Fue la abuela de usted, creo, quien les dio autorización para acampar en
los terrenos de la finca. Era una mujer muy piadosa, que se compadecía de las
personas sin hogar. Creo que le interesaban mucho los gitanos, que vagan por
el mundo sin quedarse jamás en ninguna parte.
—Yo no sé casi nada acerca de ellos.
—Llegaron de la India, según se cree, milord. Eso, tal vez, explique el
color oscuro de su cabello y de su piel.
—¿Han sido siempre nómadas?
—Se cuentan, por supuesto, numerosas leyendas y explicaciones del
porqué no pueden permanecer en ningún sitio.
—¿Hay muchos gitanos en Inglaterra?
—Un número considerable, creo. Pero los gitanos se encuentran en todos
los países. Si le interesa, puedo ver si tenemos algún libro sobre ellos.
El marqués encogió los hombros.
—Me parece recordar que a los guardabosques no les simpatizan los
gitanos porque sin permiso matan a los faisanes.
—En esta finca ha sido una tradición que no se les moleste, ni se les
expulse, milord. Yo creo que son personajes pintorescos e inofensivos. Espero
que usted no les negará la hospitalidad que han encontrado en Ruckley por casi
un siglo.
—¡Por supuesto que no lo haré! —exclamó el marqués—. Después de
todo, me siento responsable de la chica a la que acabo de lastimar. ¿Cree usted
que debo ponerme en contacto con su tribu, o como se llamen sus grupos?
—Tal vez no esté muy malherida, milord. Será conveniente esperar a que
Hobley vea cuál es su estado.
—Sí, tiene usted razón, señor.
El marqués se dirigió hacia el salón y tenía unos cuantos minutos allí,
cuando llegó Hobley a buscarlo.
—¿Cómo está la muchacha? —preguntó el marqués.
No hay huesos rotos, milord, pero el golpe que recibió en la cabeza parece
haberle causado conmoción. No me sorprendería que esta noche tuviera fiebre.
—Pero ¿no es nada grave?
—No, milord. Las heridas y golpes son del todo superficiales. Cuando la
gitana recobre el conocimiento podremos determinar cuanto la afectó el golpe.
—Entonces debe permanecer aquí hasta que esté mejor —dijo el marqués.
—La señora Meedham está ansiosa por pasarla a otra parte de la casa,
milord. Ella siente que no es correcto que una gitana ocupe uno de los
dormitorios de la familia.
—Correcto o incorrecto, ella se quedará donde está —replicó el marqués
con voz aguda—. Es culpa mía que la muchacha haya resultado herida y debe
ser tratada con toda la consideración posible. Toda la servidumbre debe ser
enterada de eso, Hobley.
—Muy bien, milord. Yo me encargaré de eso; pero su señoría debe
comprender que la gente tiene miedo a los gitanos.
—¿Por qué?
—Temen que les hagan «mal de ojo», que les roben a sus niños y que
hagan caer maldiciones sobre ellos.
El marqués rio de buena gana.
—Razón de más para que sean amables con nuestra huéspeda, aunque ella
no me parece el tipo de criatura que pueda maldecir a nadie. Bien, Hobley, si
no hay nada más por hacer, creo que regresare a Londres.
—Imaginamos que eso iba usted a desear, milord. Los caballos han sido
cambiados y están listos para el momento en que lo ordene su señoría.
—Entonces haz que los traigan a la puerta —indicó el marqués. Y cuando
nuestra invitada esté en condiciones para irse, procura que la recompensen por
el daño que le causé.
—¿Cuánto se le debe dar, milord? —preguntó Hobley en tono respetuoso.
—Creo que cinco libras serían lo adecuado, Hobley. Pide al señor
Graystone el dinero.
—Así lo haré, milord. ¿Cuándo volveremos a ver a su señoría?
—No tengo idea —contestó el marqués—. La temporada está en pleno
apogeo, Hobley, y supongo que no querrás que me pierda ninguna de las
extravagantes y agotadoras diversiones que tienen lugar noche a noche.
El marqués habló con sarcasmo y entonces sonrió, casi con aire de
disculpa, al viejo y fiel sirviente que lo amaba desde niño.
—¿Sucede algo, señorito Fabius? —preguntó Hobley.
Era la misma pregunta que el marqués había oído muchas veces a través de
los años. Era Hobley el que intuía siempre si las cosas andaban mal o si algo
lo inquietaba.
—No, Hobley, no sucede nada, en realidad. Lo que pasa es que el Capitán
Collington y yo estábamos diciendo apenas anoche que nos estamos volviendo
viejos. Las cosas ya no resultan tan divertidas como cuando éramos jóvenes.
—Usted aún es lo bastante joven como para gozar de la vida, milord —
comentó Hobley con un brillo alegre en los ojos—. Y si su señoría sigue mi
consejo, no desperdicie un solo momento de goce que la vida le ofrezca.
—¿Lamentas no haber disfrutado lo suficiente de tu propia juventud?
—No, milord. No tengo nada por qué lamentarme y eso pido a Dios que
suceda a su señoría. De acuerdo con mi experiencia, hay siempre algo
emocionante por esperar y surgen aventuras donde menos las espera uno.
—Me renuevas los ánimos, Hobley.
El marqués iba sonriendo cuando a través del vestíbulo, caminó hacia la
puerta.
Una semana más tarde, el marqués volvió a hacer el mismo recorrido
desde Londres, para ir a visitar a Eurydice.
Esperaba verla en el baile de la Duquesa de Devonshire, o en cualquiera
de las fiestas importantes que tuvieron lugar en los días siguientes, pero no la
vio en ninguna parte.
Mientras conducía su faetón hacia la casa de Eurydice, se reprochó a sí
mismo haberle pedido que fuera su esposa, en su afán de frustrar los planes
asesinos de su primo Jethro.
Si era sincero consigo mismo, el marqués sabía muy bien que no deseaba
casarse con ella. En teoría, le había parecido una buena idea. En la práctica,
se daba cuenta de que no tendrían la menor posibilidad de ser felices juntos y
muy poca esperanza de llevarse siquiera medianamente bien.
Estaba seguro de que Eurydice lo había hecho llamar porque Severn no le
propuso matrimonio, como ella esperaba y, por lo tanto, estaba dispuesta a ser
la Marquesa de Ruckley.
Deprimido y temeroso, detuvo su faetón ante el pórtico de columnas de la
casa de Eurydice, bajó y lo condujeron con la debida ceremonia al salón
donde ella lo aguardaba.
No pudo menos que reconocer que estaba extraordinariamente hermosa. La
luz del sol formaba una aureola en torno a su cabello rubio, cuando se volvió
de la ventana y se dirigió hacia él con una sonrisa que nunca le había parecido
tan radiante como en ese momento.
—¡Por fin llegaste, Fabius! ¡Me alegro muchísimo de verte!
El marqués se llevó la mano de ella a los labios.
—Me honra tan cordial bienvenida —la saludó él con su profunda voz.
—Debes perdonarme por hacerte venir de Londres por segunda vez —dijo
Eurydice—; pero lo que tengo que decirte es de suma importancia.
El marqués contuvo el aliento y esperó a que cayera el golpe sobre él.
—¿No quieres que nos sentemos? —sugirió Eurydice.
Con la mano indicó un sillón y cuando el marqués se hubo sentado en él,
ella lo hizo en el sofá.
—Tengo tantas cosas que contarte, Fabius; pero creo que empezaré por
algo que es muy importante para ti y para mí. Quiero preguntarte si estarías
dispuesto a hacerte cargo de mi finca y manejarla al mismo tiempo que la tuya.
—Pues, por supuesto. Eso se sobreentiende —dijo el marqués—. Sería un
desperdicio de tiempo y de dinero ocupar gerentes y administradores por
separado. Todo es cuestión de decidir quiénes de nuestros empleados son
dignos de quedarse en el puesto que ocupan, pero ya cubriendo las dos
propiedades.
Eurydice sonrió.
—Lo que te estoy diciendo en realidad, aunque tal vez no lo hago con
mucha claridad, es que posteriormente tal vez te venda mi propiedad. Por el
momento, lo que prefiero es que me la administres. Si lo prefieres así, puedes
rentármela.
El marqués la miró, desconcertado.
—No comprendo.
—¡Claro que no! ¿Cómo podrías hacerlo? —preguntó Eurydice y lanzó un
leve suspiro. Había en ella una expresión satisfecha y feliz que nunca había
mostrado antes—. Me voy del país, Fabius, y no puedo dejar mi propiedad sin
nadie que se responsabilice de ella. Me parecería una traición a mi propia
casa.
—¿Quieres decir que has aceptado la propuesta de Severn?
—No, rechacé la propuesta de matrimonio que me hizo.
El marqués se quedó inmóvil.
—Entonces…
—Voy a casarme —aclaró Eurydice con voz suave—, pero no con el
duque, ni contigo.
—¿Vas a casarte con alguien más? —preguntó el marqués, incrédulo—.
Pero ¿con quién?
—Con alguien de quien jamás has oído hablar siquiera. Se llama Silas
Wingdale.
El marqués enarcó las cejas.
—¿Silas Wingdale? —repitió—. ¿Y quién diablos es él?
Eurydice se puso de pie de un salto y empezó a reír.
—Me imaginé que ibas a asombrarte. Él es norteamericano. ¡Vive en
Virginia y lo amo! ¡Sí, lo amo! Y voy a casarme con él, Fabius. No me
importan nada la corona ducal, ni los diamantes de los Ruckley, ni la posición
social, ni nada de las cosas que tú pensabas que eran trascendentales para mí.
Estoy enamorada como nunca en mi vida lo había estado. Ni siquiera cuando
conocí al pobre de Beaugrave. ¡Esto es muy diferente! Silas es mayor y me
ama de una manera distinta, mucho más profunda. De hecho, estar con él es
para mí como alcanzar el mismo cielo.
El marqués se llevó la mano a la frente.
—¿Estás segura de que esto no es una broma? ¿Lo dices en serio,
Eurydice?
—Nunca en mi vida he hablado más en serio —repuso ella—. Silas y yo
nos casaremos, en una ceremonia discreta mañana. Después nos embarcaremos
en Plymouth, con destino a los Estados Unidos y solo Dios sabe si algún día
volveré a este país.
—¿Sabes siquiera a lo que te estás lanzando o en qué tipo de lugar vas a
vivir? —preguntó el marqués.
—He visto dibujos de la casa de Silas y es muy hermosa. Parece una gran
casa solariega de Londres. Pero no me importaría si fuéramos a vivir en una
casucha. ¡Lo amo, Fabius, y él me ama a mí! Eso es más importante que
cualquier otra cosa… ¡aunque yo apenas acabo de comprenderlo!
Una hora más tarde el marqués, todavía desconcertado por lo que había
escuchado, se dirigió a su propia casa.
Casi no podía creer que alguien, mucho menos Eurydice, sería capaz de
olvidarse de todo lo que antes le parecía tan importante, y lanzarse a través
del mar con un hombre al que apenas conocía, a pesar de ponderar su amor
con todas las virtudes imaginables.
El marqués había discutido con ella y le había pedido que pospusiera su
matrimonio cuando menos el tiempo suficiente para que sus amigos tuvieran
oportunidad de conocer a Silas Wingdale.
—Carecería de importancia lo que ustedes opinaran de él. Así que, ¿por
qué voy a posponer mi boda? —preguntó Eurydice, con un leve asomo de su
antigua agresividad. No estoy pidiéndote que te cases con él, Fabius, así que tu
criterio al respecto no me interesa.
Entonces extendió la mano para tocar la mejilla del marqués.
—Cuando te enamores, como sin duda alguna lo harás un día —dijo con
suavidad—, comprenderás por qué no hay argumento capaz de hacerme
cambiar de opinión ni nada que pudiera influir en mí. Es Silas al que quiero y
al que anhelo tener.
Eurydice habló con tanta pasión, que el marqués comprendió que ahora era
una persona muy diferente a la fría y ambiciosa jovencita en la que se
convirtió después de la muerte de su marido.
Era asombroso que se transformara de la noche a la mañana, de una mujer
decidida y ambiciosa, en una criatura gentil y femenina cuyos ojos se
encendían de felicidad cada vez que mencionaba al ser amado.
«¡Caramba!» pensó el marqués, mientras conducía su faetón hacia la Casa
Ruckley. «¿Por qué no puedo sentir yo así?».
Entonces se echó a reír de sí mismo por imaginar que tal cosa podría
suceder.
Los sirvientes se mostraron sorprendidos de verlo.
—Es un placer tenerlo con nosotros, milord —dijo el mayordomo, que
salió a toda prisa al vestíbulo.
—¿En dónde está Hobley? —preguntó el marqués.
—Enviaré a buscarlo, milord. El reverendo está en la biblioteca.
—Entonces iré a hablar con él.
El marqués abrió la puerta de la biblioteca y vio que su preceptor no
estaba, como él esperaba, sentado en el gran escritorio que había en el centro
de la habitación. En cambio, de pie junto a uno de los anaqueles de libros se
encontraba una esbelta figura que él conocía.
Ella se dio vuelta para quedar frente a él y lo primero que observó el
marqués fueron sus ojos, demasiado grandes para su rostro.
Bordeados por las oscuras pestañas que él había notado antes, eran ojos
poco comunes, pero solo cuando se acercó un poco más se dio cuenta de que
aunque las pupilas le habían parecido demasiado grandes, el color de los ojos
de la gitana no era negro, como era de esperarse, sino verde oscuro.
Ella no dijo nada, sino que se quedó esperando, mientras el marqués
caminaba hacia ella. Cuando llegó a su lado, el marqués le tendió la mano.
—Soy el Marqués de Ruckley —se presentó—, y le debo a usted una
disculpa.
Casi contra su voluntad, supuso él, la muchacha extendió su mano.
Sus dedos estaban fríos y cuando él los rodeó, sintió que una inexplicable
y extraña vibración emanaba de ellos.
—¿Está usted mejor? —le preguntó.
—Ya me he recuperado, gracias.
La voz era suave y musical, con un leve acento extranjero.
El marqués miró hacia la frente de la joven. La herida que le había
producido la rueda del faetón se veía todavía roja y la piel que la rodeaba
estaba descolorida, con partes amoratadas.
Vestía el mismo y atractivo traje de gitana con que la vio por primera vez,
aunque advirtió que la blusa no era la misma que se había rasgado a la altura
del hombro. En un brazo traía aún un vendaje.
—No necesito decirle cuánto siento haberla lastimado —dijo Fabius.
—La culpa fue mía —contestó la gitana—. Estaba contemplando su casa y
me olvidé de todo lo demás, embelesada como estaba por su belleza.
—Me alegra que le guste. Supongo que alguien le habrá dicho ya que se
construyó en tiempo de la Reina Isabel y que no hay muchas casas de la época
de los Tudor, en todo el país, semejantes a ésta.
Había una nota de orgullo en su voz, porque Ruckley significaba
demasiado para él.
—No pensé que las casas inglesas pudieran ser tan bellas.
—Habla usted como si no hubiera estado en Inglaterra mucho tiempo.
—No, ésta es la primera vez que vengo.
—¿Cómo se llama usted?
—Saviya.
—Es un nombre muy poco usual.
—Así puede parecerle a usted, pero es común en mi tribu.
—¿A qué tribu pertenece usted?
—A los kalderash. Mi tribu es la de los artífices del metal, los herradores,
los curanderos, los músicos y los magos.
—¿Los magos? —exclamó el marqués y entonces añadió—: Oh, se refiere
a los que adivinan la suerte y ese tipo de cosas. Creo que los gitanos son muy
buenos para eso.
Saviya le dirigió una leve sonrisa con cierta insinuación de burla, antes de
decir con voz baja:
—Debo darle las gracias, milord, por haber dado órdenes para que me
trataran tan bien en su casa y me devolvieran la salud. Ha sido una experiencia
muy interesante para mí.
—¡Me lo imagino! —comentó el marqués—. Tal vez no había dormido
nunca bajo techo antes.
Una vez más la gitana le dirigió esa extraña sonrisa que hacía comprender
al marqués que había dicho algo ridículo. Pero se dijo que quizá era un truco
habitual en ella.
—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó él—. Quiero decir, ¿de qué país?
Ella titubeó, pero antes que pudiera contestar, la puerta se abrió y entró el
reverendo.
—¡Ah, allí está usted, milord! —exclamó—. Me enteré de que había
llegado. Es un placer tenerlo de nuevo entre nosotros. Y veo que ya ha
conocido a mi joven alumna.
El marqués estrechó la mano del reverendo y preguntó sorprendido:
—¿Su joven alumna?
—Saviya tiene el cerebro más brillante y la memoria más notable que he
encontrado en mi vida —explicó el reverendo con entusiasmo—. No lo va
usted a creer, milord, pero asimila cuanto le enseño, de un modo que yo
considero fenomenal.
Saviya escuchaba y al marqués le dio la impresión de que lo hacía con esa
misma leve sonrisa en los labios.
—Tenía yo la idea —empezó a decir el marqués con lentitud—, tal vez
equivocada, de que los gitanos no sabían leer ni escribir.
—Es verdad —reconoció Saviya—, y no les interesa aprender. Memorizan
todo lo que oyen y hay narradores que trasmiten nuestras leyendas, en forma de
poemas y canciones, de generación en generación. Además, los gitanos que
andamos de un lado a otro no tenemos espacio para llevar libros.
—Y, sin embargo —insistió el marqués—, usted sabe leer.
—Yo soy la excepción —entonces, sonriendo en su peculiar forma, añadió
—. Pero ¿sabe? Yo soy bruja.
—¿Bruja? —repitió el marqués con asombro.
—Por supuesto —contestó ella—. De otra manera, no hubiera yo
alcanzado ese halagador informe que el reverendo acaba de hacerle acerca de
mí.
El marqués se sintió intrigado.
—Ambos tendrán que explicarme mucho mejor todo esto —dijo—. Ante
todo, quiero saber de dónde viene Saviya y por qué su tribu visita Ruckley por
primera vez.
—Yo he sabido, no por Saviya, sino por otras personas —contestó el
reverendo—, que los gitanos tienen ciertos lugares que visitan por rotación, y
Ruckley es uno de ellos.
—Lo asombroso es que no solo vengan gitanos ingleses, sino extranjeros
también —comentó el marqués.
—Todos los gitanos somos extranjeros —intervino Saviya—. No tenemos
un lugar al que podamos llamar nuestro.
—¿Y por qué es así?
—Estamos condenados a vagar por la tierra —contestó—, tal vez para
expiar pasadas culpas, o porque para nosotros ésa es la felicidad.
El marqués se sentó en la orilla del escritorio.
—Pero aún no contesta mi pregunta sobre el lugar del cual vienen ustedes.
—De Alemania.
—¿Y antes?
—Estuvimos en Polonia y en Rusia.
—Alguien me dijo que los rusos tratan a sus gitanos de manera muy
diferente a como son tratados en otros países. ¿Es cierto?
—Todos los países, en una época o en otra, han perseguido a los gitanos
contestó Saviya, —a excepción de los rusos. Allí ocupamos un lugar muy
diferente en la sociedad.
—¿Por qué? —preguntó el marqués.
—Debido a nuestra música y a que los rusos aprecian mucho nuestros
bailes.
El marqués contempló la esbelta figura de la doncella y comprendió que
aun como estaba, de pie e inmóvil, era dueña de una gracia nunca advertida
por él, en ninguna otra mujer.
—¿Es usted bailarina? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Me enseñó mi madre, que era hija de una de las más grandes bailarinas
gitanas que Rusia haya visto. Príncipes y archiduques pugnaban entre ellos
para lograr el privilegio de que apareciera en sus teatros privados. En varias
ocasiones bailó ante el zar.
—Es fascinante, ¿verdad? —exclamó el reverendo—. Éstas eran las cosas
que yo siempre había deseado escuchar, pero nunca, hasta ahora, había tenido
oportunidad de saber nada sobre los gitanos.
—Cuéntenos más —invitó el marqués a Saviya.
—¿Para que se pueda usted reír de nosotros? —preguntó.
—Usted sabe que jamás haría eso —contestó él muy serio—. Estoy tan
interesado como el reverendo, porque ambos comprendemos hasta dónde
ignoramos todo respecto a la raza de ustedes.
—Los gitanos preferimos que la gente no sepa nada de nuestras vidas. Así,
al marcharnos, casi pasamos inadvertidos.
Un lacayo entró en la habitación para informar al reverendo que alguien
deseaba verlo.
—No se vaya antes que yo vuelva, milord —suplicó.
—No tengo prisa —contestó el marqués.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, el marqués se volvió hacia Saviya.
—Venga, sentémonos a conversar.
Se sentaron en unos sillones que había cerca de la ventana que daba al
jardín. Saviya miró hacia éste y el marqués pudo contemplar su exquisito
perfil.
«¡Es muy hermosa!» pensó él, de pronto. Sin embargo, su belleza no era
clásica, ni pertenecía a ningún determinado período artístico.
Era única, con los ojos verdes un poco rasgados, el rostro ovalado que
terminaba en una barbilla puntiaguda, y los labios, que al sonreír, se curvaban
de esa forma ligeramente burlona.
Su cabello caía recto, lacio y brillante hasta abajo de la cintura y ahora
llevaba zarcillos hechos de monedas antiguas que hacían juego con las de su
collar y cuando movía la cabeza, brillaban a la luz del sol.
—¿Le entregó Hobley el dinero que le ordené? —preguntó el marqués.
—Yo no lo acepté —contestó ella.
El marqués supuso que las monedas que llevaba en el cuello y en las
orejas debían costar un centenar más que las cinco libras que le dieran como
compensación a sus heridas.
Tuvo también la inquietante sospecha de que las piedras rojas que él había
catalogado como simples vidrios de colores eran en realidad rubíes.
Se preguntó lleno de asombro cómo era posible que los gitanos poseyeran
cosas de tanto valor.
—Cuénteme más sobre su tribu, los kalderash —suplicó.
—Ya le he dicho que somos los artífices del metal.
—¿Y qué metales usan?
—Cobre, plata y oro. El metal que sea necesario para el trabajo que
tenemos que hacer.
—¿Dice que usan oro?
—Los nobles de Hungría usan copas de oro para beber el vino y vasijas de
muy variados tipos para adornar sus mesas. Somos los kalderash los que
hacemos todo eso.
—Me gustaría mucho conocer al resto de su tribu. ¿Podría ir a su
campamento?
—¡No!
La negativa fue rotunda.
—¿Por qué no?
—Porque si lo ven a usted, no podré volver aquí.
El marqués se mostró sorprendido.
—¿Por qué?
—Usted no comprendería.
—¿Qué no comprendería?
Saviya titubeó antes de decir:
—Mi padre, que es el Voivode, o sea, el jefe de los kalderash, me permitió
venir a leer sus libros, porque no estaba usted en su casa. Si sabe que ha
vuelto, no podré venir más.
—Pero ¿qué tiene su padre contra mí? —preguntó el marqués.
—¡Usted es un hombre!
—¿Qué quiere decir con eso?
—Tal vez se lo explique otra vez —dijo Saviya, poniéndose de pie—. Se
está haciendo tarde y debo irme o vendrán a buscarme.
—¿Adonde va?
—Adonde está mi campamento, en el bosque de usted.
—Yo pensé que estaba viviendo aquí.
—Solo estuve los primeros dos días, porque estaba inconsciente. Pero
como el señor Hobley fue tan bondadoso al tratar mis heridas, me permitieron
volver para que me las siguiera curando. Así, después de suplicarle por horas
a mi padre, él me permitió venir a leer algunos de sus libros. No debe haber
otra razón para visitar su casa.
—Pero ¿vendrá mañana? —preguntó el marqués.
—Creo que me permitirán hacerlo.
—Entonces, no le diga a su padre que estoy aquí.
Ella lo miró por un momento a través de sus largas pestañas.
—Por favor, vuelva mañana —suplicó el marqués—. Hay tantas cosas que
quiero saber sobre usted. Por qué es una bruja, por ejemplo, y qué clase de
extraños encantamientos puede realizar.
Saviya sonrió, pero no contestó.
Se alejó del marqués y mientras cruzaba la biblioteca, él pensó que jamás
había visto a una mujer moverse con tanta gracia como ella. Parecía flotar en
el aire, no caminar.
Cuando llegó a la puerta, se volvió hacia él.
—¿Vendrá usted mañana? —insistió el marqués.
—Si es posible —contestó ella.
Entonces se marchó.
El marqués se quedó de pie, inmóvil, mirando por un momento la puerta
que la gitana había cerrado.
—¡Una bruja! —exclamó en voz alta—. ¡Ése es ciertamente un ser que
nunca había esperado encontrar!
Capítulo 3

E
l marqués se levantó a hora temprana a la siguiente mañana, ya que
debía ir a la casa de Eurydice a fin de hacer los arreglos necesarios
para hacerse cargo de la administración de su finca.
Mientras Hobley lo ayudaba a ponerse su ropa de montar, el marqués
comentó.
—Hiciste un buen trabajo en nuestra gitana, Hobley.
—La herida cicatrizó con rapidez porque es una muchacha rebosante de
salud contestó Hobley. —Y a decir verdad, milord, fue un placer.
El marqués enarcó las cejas y preguntó:
—¿El resto de la casa se sobrepuso a los temores de que ella pudiera
ocasionarles algún daño?
—Sí, milord. Antes de irse de aquí había cautivado a todos. Hasta la
señora Meedham habla bien de la jovencita.
—El reverendo parece tener una elevada opinión de su inteligencia.
—Y el reverendo es un buen juez del carácter humano, milord —observó
Hobley con decisión.
El marqués iba pensando en Saviya cuando cabalgó a través del parque y
empezó a cruzar el bosque hacia la casa de Eurydice.
Los árboles cubrían muchos acres de tierra en esa parte de Hertfordshire y
mientras el marqués avanzaba comprendió que sería muy fácil no para un
grupo de gitanos, sino para una decena de tribus, ocultarse allí.
Pensó en todo lo que Saviya le había dicho y se preguntó si la muchacha
estaría diciendo la verdad.
Él siempre había creído que las gitanas eran mujeres fáciles, muy
liberales, que concedían sus favores sin límites a quienes los deseaban.
Si era así, pensó el marqués con una ligera sonrisa, se portaban como los
miembros más aristócratas de su sexo en el Beau Monde.
No había la menor duda de que la moralidad sexual de la alta sociedad
dejaba mucho que desear.
La libertina sociedad que se centraba alrededor de la Casa Carlton, la
residencia del Príncipe Regente, había puesto, desde principios de siglo, un
ejemplo que era en verdad lamentable. Y Londres mismo, como el marqués
bien sabía, era ahora un extenso centro de vicios.
A pesar de las ideas preconcebidas que tenía sobre la moralidad de las
gitanas, a las que hasta entonces no había considerado mejores que las rameras
que proliferaban por las calles londinenses, hubiera podido apostar una fuerte
cantidad de dinero a que la joven gitana a la que arrolló con su faetón era
intrínsecamente pura.
Al pensar eso, empezó a reír.
«Realmente, debo estar loco para imaginar que tal cosa pueda ser posible»
se dijo.
Después de todo, según Saviya misma había reconocido, estuvo en Rusia,
Hungría y Alemania. Para llegar a esos países, debió pasar antes por muchos
otros. ¿Era posible que en todos esos viajes su extraña belleza no hubiera
llamado la atención? ¿Y qué decir de los hombres de su propia tribu? ¡Debían
tener ojos en la cara y sangre caliente en las venas!
El marqués salió del bosque y vio frente a él la casa de Eurydice. Apartó
de su mente los pensamientos de Saviya y de todas las mujeres que había
conocido, para concentrarse en la tarea de hacerse cargo de la finca de
Eurydice.
Estaba seguro de que eso iba a exigir no poco esfuerzo de su parte. Y no se
equivocó.
Cuando volvió a su casa, ya cerca de la hora del almuerzo, comprendió
que no podría regresar a Londres cuando menos en una semana.
Le impresionó el desorden en que Eurydice había dejado su propiedad.
Sus instrucciones eran muy claras: la finca debía ser entregada a él, para
su administración, y tanto las futuras órdenes, como el pago de los empleados
procederían de Ruckley.
Cualquier otro hombre, pensó el marqués, habría resentido que le dejaran
encima un problema tan complejo y costoso como ése, casi sin previo aviso;
pero supuso que Eurydice sabía que su decisión era, en cierta forma, el triunfo
para él.
El padre del marqués siempre había deseado adquirir las tierras de su
vecino y anexarlas a su propiedad. ¡Ahora, para todos los efectos prácticos,
tal cosa era un hecho!
El marqués se entrevistó con los diversos administradores de la finca y se
formó una idea general de los problemas por resolver.
De regreso a su casa, el marqués se dijo a sí mismo que era esencial que
concediera a las nuevas tierras su atención inmediata y personal, para
rectificar las pérdidas que estaba registrando y que debían transformarse en
ganancias.
Faltaba un cuarto de hora para el almuerzo cuando llegó y después de
entregar su sombrero y su fuete a un lacayo, se dirigió de forma automática a
la biblioteca.
Como era de suponerse, el reverendo estaba allí, en unión de Saviya.
Aparecían tan interesados en lo que leían, que el marqués se encontraba ya
a media biblioteca antes que notaran su presencia.
Entonces se volvieron y no había la menor duda de que la expresión de los
ojos de ambos, al verlo, era de alegría.
—¡Ah, ya ha llegado usted, milord! —exclamó el reverendo.
—Buenos días, señor —saludó el marqués—. Buenos días, Saviya.
Ella sonrió y él pensó en lo hermosa que era, con su cabello muy negro y
el movimiento gracioso de sus manos.
—Buenos días, milord —contestó ella y entonces, con el entusiasmo de
una niña que ha encontrado algo excitante que mostrar, agregó—: el reverendo
ha encontrado un libro que sin duda va a interesarle.
—¿Qué libro es? —preguntó el marqués.
—Es un libro sobre los gitanos, que escribió un señor llamado John
Hoyland —repuso el reverendo extendiendo el libro al marqués—. Fue
publicado apenas hace dos años, en mil ochocientos dieciséis. Relata todo lo
que usted quería saber, sobre el origen de los gitanos.
El marqués abrió el libro, dio vuelta a las páginas y comentó:
—Veo que hay una lista comparativa del vocabulario gitano y el indostano.
—Es verdad —asintió Saviya—. Por ejemplo, un hombre muy importante,
un príncipe, se llama rajah en indostano y rajá en romano, el idioma de los
gitanos.
—Voy a leer este libro con mucho cuidado —dijo el marqués—. Por el
momento, tengo hambre y sed. ¿Tomaría un vaso de vino conmigo, reverendo?
—Encantado, milord.
—Y espero, Saviya —añadió el marqués—, que me hará el honor de
almorzar conmigo.
Ella titubeó solo un momento antes de aceptar:
—Con mucho gusto.
—Creo que es inútil que lo invite a usted, reverendo, ¿verdad? —preguntó
el marqués.
—Usted sabe lo mal que está mi digestión, milord —contestó el anciano,
moviendo la cabeza con tristeza—. Solo me permite hacer una comida al día.
—Sí, no lo he olvidado.
Se dirigieron al salón y después de que el reverendo tomó con el marqués
una copita de Madeira, volvió a la biblioteca.
Saviya bajó la mirada hacia las botas de montar del marqués.
—Por lo que veo ha estado usted cabalgando —comentó—. Admiré los
magníficos caballos que tiene usted.
—¿Sabe montar, Saviya?
—Es lo que más me gusta hacer en el mundo, después de bailar —contestó
la gitana con una sonrisa.
—Espero tener el gusto de verla montar y bailar.
Se sentaron a la mesa y el marqués se preguntó cómo se conduciría Saviya
en el almuerzo. Sin duda alguna una gitana desconocía las buenas maneras de
comportarse en una mesa elegante. Pero habría sido imposible, comprendió,
que ella hiciera algo que no fuera gracioso o elegante. Notó que no usaba
ningún cuchillo, cuchara o tenedor, hasta que no veía cómo era utilizado por
él.
Pero, después de un momento, el marqués dejó de reparar en los posibles
errores que pudiera cometer la hermosa gitana. Estaba demasiado interesado
en lo que ella decía, para distraer su atención en otra cosa.
No le costó mucho trabajo convencerla de hablar de sus viajes.
Ella le habló de cómo los gitanos iban de un país a otro, a veces
soportando la cruel persecución de las autoridades. Sin embargo, la gente
común los recibía siempre muy bien porque apreciaban los objetos que
fabricaban, les gustaba que les adivinaran la suerte y sabían que eran muy
eficientes en la compra y venta de caballos.
—Mi padre es una gran autoridad en cuestión de caballos comentó. —Con
frecuencia le han dado la comisión de comprarlos en un país, para llevarlos a
otro.
—¿Es muy grande su tribu? —preguntó el marqués.
—Cuando salimos de Hungría, para Rusia, éramos doscientos —contestó
Saviya, pero el grupo que vino a Inglaterra es de menos de cincuenta.
—¿Duermen en tiendas de campaña?
—Solíamos hacerlo, pero ahora tenemos carretas. Las carretas han sido
siempre usadas por la gente del circo, pero nos parecieron tan cómodas y
atractivas para viajar, que ahora todos los gitanos que tienen dinero para
comprar carretas las utilizan para vivir y viajar.
Cuando terminaron de almorzar, el marqués y Saviya, se dirigieron a las
caballerizas y él se dio cuenta de que, como era de esperarse, ella parecía
tener un efecto tranquilizador sobre los caballos.
—¿Qué magia emplean ustedes para dominar a los caballos? —le
preguntó, cuando salieron de ver a un potro todavía indómito, que tenía muy
asustados a los palafreneros.
—Es un secreto que pertenece solo a los gitanos —contestó Saviya—. Y,
por supuesto, jamás se le debe confiar a un gorgio.
—Eso es lo que yo soy, supongo.
—Cualquiera que no sea románico, o sea, gitano, es gorgio o gadje.
Cuando terminaron de inspeccionar las caballerizas, el marqués se llevó a
Saviya a la parte más antigua de la casa y le mostró los compartimentos
secretos donde los sacerdotes católicos se habían ocultado de los soldados de
la Reina Isabel, que los hubieran quemado en la hoguera, de haberlos
encontrado.
Mientras recorrían la casa, el marqués relató a Saviya historias familiares
y leyendas que había escuchado de niño.
Le gustó la especial atención que ella prestaba a todo lo que él decía; la
luz que iluminaba sus ojos; la forma en que sus labios se curvaban, de forma
muy diferente de la misteriosa sonrisa burlona que le dirigiera el día anterior.
Por fin llegaron al final de la larga galería de cuadros, donde le mostró los
retratos de sus ancestros, y se detuvieron junto a una ventana que daba al
jardín.
—Usted es un hombre muy afortunado —comentó Saviya con voz baja—.
No siempre lo ha pensado así, pero un día comprenderá lo importante que es
para su felicidad esta finca y todo lo que contiene.
—Creo que me doy cuenta ahora —dijo el marqués—. ¿Me está
adivinando la suerte, Saviya?
—No, no lo estoy haciendo. A la vez, hay algo que no me gusta.
Al marqués le pareció que su voz había cambiado.
Se volvió a mirarlo y él tuvo la extraña impresión de que no lo estaba
viendo en realidad a él, sino a través de él y más allá de él.
—Sí, hay peligro —afirmó Saviya en tono bajo—. ¡Debe usted tener
cuidado! Hay un enemigo al acecho. Es un hombre que trata de hacerle daño.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el marqués con voz aguda—. ¿Ha estado
hablando Hobley acerca de eso con usted?
—Lo sé, porque está allí. Lo puedo ver con claridad. Es moreno, de nariz
larga, y con un apellido similar al suyo. ¡Debe usted estar alerta… debe tener
mucho cuidado por lo que a él se refiere!
—Lo que me acaba de decir es cierto —declaró el marqués después de un
momento de silencio—. Pero no entiendo cómo puede haberse enterado de
algo que pertenece a mi vida privada.
—Ya le he dicho que soy bruja.
—Pensé que lo decía de broma.
—La magia no es una broma para los kalderash. Es parte de nosotros y de
nuestro destino. No podemos escapar de ella.
Lo que no me ha dicho todavía es si mi enemigo triunfará en sus propósitos
de hacerme daño.
Se hizo el silencio. Entonces Saviya, todavía con la mirada más allá del
marqués, expresó:
—Le he advertido del peligro. Eso es suficiente. Un hombre preparado
está alerta.
—¡Espero que tenga usted razón!
Ella lo miró de pronto y suplicó con voz angustiada:
—¡Tenga cuidado! ¡Por favor, tenga mucho cuidado!
Sus ojos se encontraron y por un momento pareció como si algo sucediera
entre ellos que les impidió moverse.
Casi sin darse cuenta, el marqués levantó los brazos y rodeó con ellos a
Saviya.
Fue un gesto instintivo, algo que había repetido muchas veces en su vida
cuando era atraído por una mujer hermosa. Lo hizo de manera tan espontánea
que no pensó siquiera en cuál sería su reacción.
Simplemente siguió su propio impulso.
Y, cuando sus manos la tocaron, y se disponía ya a oprimirla contra su
pecho e inclinar sus labios hacia los de ella, Saviya retorció un poco su
cuerpo.
Se había liberado de él con gran agilidad y el marqués vio con
incredulidad que tenía en la mano una daga larga y brillante, un puñal de hoja
aguda similar al que usaban los italianos.
Lo sostuvo en la mano con firmeza, entre sus senos, con la aguda punta
dirigida hacia el pecho de él.
Con lentitud, el marqués bajó los brazos.
—Usted es un gorgio. No debe tocarme. Está prohibido —dijo Saviya
después de un momento de silencio.
—¿Por qué?
—Ningún románico se puede relacionar con un gorgio. Si lo hace, es
expulsado de la tribu.
—¿De veras? —preguntó el marqués con sincera sorpresa—. Hábleme
sobre sus costumbres, Saviya. Y guarde esa arma peligrosa. Le prometo que no
la tocaré sin su autorización.
Ella lo miró con ojos penetrantes. Entonces, con una increíble rapidez,
hizo que el puñal desapareciera dentro de su talle, y un instante después, fue a
sentarse bajo la ventana.
—Yo soy muy ignorante respecto a sus reglas —le explicó el marqués—.
Así que debe perdonarme, por favor, si la ofendí.
Habló en tono tan contrito y encantador, que Saviya bajó los ojos.
—Si hubiera estado aquí con una… dama de su propia raza —preguntó la
joven, titubeante—, ¿la habría usted… besado?
—Tengo la impresión de que ella se habría sentido muy desilusionada si
no hubiera yo intentado hacerlo.
Sonrió al decir eso, pero Saviya estaba muy seria al preguntar.
—Si hubiera sido una muchacha soltera, ¿no se habría sentido obligado a
casarse con ella?
—Si fuera soltera, no la dejarían nunca sola conmigo. Y si fuera casada,
creo que en la mayoría de los casos, la dama en cuestión habría esperado que
yo demostrara así mi admiración por sus encantos.
—Si hubiera sido gitana, su esposo la habría azotado por portarse de ese
modo —señaló Saviya con severidad—. En Francia, le habrían afeitado la
cabeza, para hacerla sentir avergonzada. Y en algunas tribus se aplican todavía
castigos más rígidos. Sin embargo, eso sucede muy pocas veces. Los
matrimonios gitanos son muy felices y duran toda la vida.
—¿Aunque no se lleven bien? —preguntó el marqués.
—Nosotros somos un pueblo feliz. La vida familiar es sagrada y una
persona que falta a sus deberes, que atenta contra la santidad del matrimonio,
merece el castigo que le den.
Saviya habló en tono resuelto, con profunda convicción.
—¿Con quién se casará usted, Saviya? —preguntó el marqués.
—No lo sé, hasta que un hombre se acerque a mi padre y éste lo acepte.
—¿Usted no puede elegir?
—Entre los kalderash el matrimonio es siempre arreglado entre los padres
de los novios. Una muchacha no tiene derecho a visitar o a hablar siquiera con
su prometido, hasta que se case con él.
—¿No la asusta la idea de casarse con un hombre al que nunca ha visto, al
que no conoce y que tal vez no le simpatice siquiera?
Saviya volvió la mirada hacia otro lado y el marqués tuvo la impresión de
que había tocado un secreto temor de ella, que quizá había mantenido oculto
hasta de sí misma.
La joven no contestó por unos instantes. En seguida, titubeante, murmuró:
—Sí… la idea… me asusta.
—¿No considera que el amor es más importante que todo lo demás? ¿No
hay lugar para el amor entre los gitanos?
—Una mujer debe amar a su esposo —contestó Saviya.
—¿Y si le resulta imposible hacerlo? —insistió el marqués—. Si, por
ejemplo, se enamora de otro hombre antes de casarse, ¿no sería eso más
importante para ella que las leyes y reglas tribales?
—Lo ignoro —contestó—, a mí nunca me ha sucedido.
—Y, sin embargo, usted ha pensado en eso. Tal vez, Saviya, ha soñado en
un hombre al que podría amar, un hombre capaz de robar su corazón y hacerlo
suyo.
Su voz era muy profunda y ahora, cuando ella volvió sus ojos para mirarlo,
el marqués pareció encontrar en ellos la expresión de un animalito asustado.
—Las leyes de los kalderash son justas y mi pueblo confía en ellas —
declaró Saviya después de un momento.
—Pero usted… usted es diferente —contestó el marqués—. Es una bruja y
por ello, tal vez, más sensitiva y capaz de albergar sentimientos más profundos
que los demás.
—¿Por qué me dice estas cosas?
—Porque es usted muy bella —contestó el marqués—. Y no solo es usted
increíblemente hermosa, sino que tiene un cerebro brillante. La gente
inteligente es la que sufre más, Saviya.
Ella guardó silencio, pero él advirtió que era presa de una leve agitación.
Después de unos momentos comentó:
—Lo mejor es no pensar… en el amor.
—Pero usted piensa en él y no es posible mitigar el deseo de encontrarlo
algún día.
Las últimas palabras parecieron vibrar entre ellos. Entonces, mientras él
esperaba su respuesta, se escuchó el sonido de pisadas en el extremo opuesto
de la galería y una voz familiar exclamó:
—¡Ah, allí estás, Fabius! Me dijeron que andabas recorriendo la casa.
El marqués volvió la cabeza y vio que Charles Collington avanzaba hacia
él.
—Recibí tu nota —dijo el capitán mientras caminaba—. Pensé que algo
extraordinario debía haber ocurrido para que te decidieras a quedarte en el
campo. Así que he venido a tu rescate, si es posible.
—Yo solo te mandé decir que no podría cenar contigo esta noche.
El capitán había llegado hasta ellos y estaba mirando con expresión
sorprendida a Saviya.
—Permítanme presentarlos —dijo el marqués—. El Capitán Charles
Collington… Saviya, una gitana muy hermosa a la que atropellé con mi faetón.
—¡Ésa sí que fue una forma original de conocerla! —extendió la mano
hacia Saviya y agregó—: encantado de conocerla, señorita Saviya.
Ella le estrechó la mano y enseguida le hizo una breve reverencia.
—Debo irme ya —dijo al marqués.
—No, por favor, no nos deje todavía —suplicó él—. Él es mi mejor amigo
y yo sé, cuando le cuente todo sobre usted, que no me creerá una palabra, a
menos que esté aquí usted para avalar lo que digo.
—Yo siempre he sido un gran admirador de los gitanos —comentó Charles
Collington—. Cuando luchábamos en Portugal, los ciganos, como eran
llamados los gitanos en ese país, nos fueron muy útiles y podían ir de un
ejército a otro, sin mostrar temor alguno.
—Ahora que lo recuerdas, creo que tienes razón —observó el marqués—.
La verdad es que yo nunca presté mucha atención a los gitanos portugueses.
—A los gitanos no les gusta llamar la atención —intervino Saviya con una
sonrisa—. Nada les gustaría más que ser invisibles… ir y venir sin que nadie
se fijara en ellos.
—Bueno, yo me alegro mucho de que usted no sea invisible —señaló
Charles Collington, con una mirada de franca admiración en los ojos—. Con
razón su señoría no parece tener prisa por volver a Londres. Después de verla
a usted, considero que tiene mucha razón en preferir el campo.
—Me imagino que estarás sediento, después del viaje —apuntó el marqués
—. Será mejor que vayamos al salón a que tomes una copa.
En el salón encontraron que ya estaba servido el té, y saborearon algunos
de los emparedados y golosinas por las que el chef de la Casa Ruckley se
había hecho ya famoso.
Mientras comían, Charles Collington les describió con gran detalle un
baile al que había asistido la noche anterior.
—¡Por cierto, Sir Algernon estaba presente, jactándose de que ninguno de
nosotros había intentado siquiera ganar su apuesta de mil guineas!
—¡Una apuesta de mil guineas… me parece increíble! —exclamó Saviya.
—Cómo me gustaría hacer que Sir Algernon se tragara sus propias
palabras. Está tan seguro de ser infalible, que me irrita.
Se detuvo un momento antes de continuar con lentitud:
—¿Crees tú que Gibbon pensaría que la señorita Saviya era una gitana?
—Yo mismo jamás lo habría creído, si no hubiera estado vestida como tal
—confesó el marqués.
—Si estuviera vestida como una dama aristócrata —exclamó Charles
Collington—, estoy seguro de que Gibbon jamás sospecharía que no era eso.
—Es ciertamente una idea —contestó el marqués.
—¿De qué están hablando? —preguntó Saviya desconcertada.
Le explicaron en detalle la apuesta de Sir Algernon y ella rio divertida.
—¡Debe estar muy seguro de que no tienen posibilidad de ganarle, para
haber apostado una suma así!
—Está demasiado seguro —asintió el Capitán Collington—. ¡Por eso
debemos demostrarle que solo es un pomposo snob! Sus pretensiones son
ridículas, si me lo preguntan. ¡La sangre de todos es roja, cuando uno los
pincha!
—O cuando los arrolla con un faetón —señaló el marqués, mirando la
herida de Saviya, aún visible en su frente.
—De veras, hablando en serio, Fabius —continuó diciendo Charles
Collington—. Hemos encontrado a la persona ideal para confundir a Gibbon y
hacerle tragar sus palabras.
—Sí, creo que lo conseguiríamos —convino el marqués—, pero una de las
dificultades que preveo es cómo persuadir a Gibbon de venir hasta aquí y
conocer a Saviya. Tengo la impresión de que a ella no la dejarían ir con
nosotros a Londres.
—Estoy segura de que mi padre diría que no —reconoció Saviya.
—En ese caso tenemos que atraer a Sir Algernon de algún modo a
Ruckley, sin despertar sus sospechas —opinó el marqués.
—Ése es el verdadero problema —aseveró Charles Collington con aire
reflexivo—. ¿Cuáles son sus intereses?
—La cacería es uno de ellos —comentó Fabius—. Ha venido aquí en otras
épocas, pero no es la propicia para cazar faisanes ni perdices.
—No, por supuesto —reconoció Charles—. ¿Qué más?
—¡Ya lo tengo! —exclamó el marqués. Y agregó—: lo que más aprecia Sir
Algernon en la vida, después de su árbol genealógico, es su colección de
monedas antiguas.
—Una cosa que a mí siempre me ha parecido muy aburrida, por cierto —
dijo Charles Collington—. ¿Y eso en qué nos ayuda?
El marqués miró hacia el collar de monedas que colgaba del cuello de
Saviya.
—Dígame, Saviya —empezó el marqués—, ¿tiene su tribu algunas
monedas sueltas como las de su collar, que nos pudiera facilitar por un día?
Veo que algunas de las que lleva en el cuello son romanas. ¿Tiene algunas más,
sueltas?
—Una buena cantidad —contestó Saviya.
—Podríamos decir a Sir Algernon que encontramos media docena de
monedas muy antiguas en uno de mis sembradíos —sugirió el marqués—, y
que deseamos que nos aconseje sobre si deberemos buscar más, o no. Estoy
seguro de que eso le intrigaría sobremanera.
—¡Es una idea genial! —exclamó Charles Collington con entusiasmo—.
Disponte a escribirle una carta ahora mismo y me la llevaré conmigo a
Londres.
—No, la enviaremos con un sirviente objetó el marqués. —Podría
sospechar algo si tú eres mi mensajero.
—Tienes razón —reconoció Charles Collington—. Mientras tanto, hay que
encontrar un vestido adecuado para Saviya, decidir con qué título la vamos a
presentar y de dónde se supone que viene.
—Necesitamos preparar todo como si fuera una obra teatral —declaró el
marqués—. Pero, ante todo, solicitemos el consentimiento de Saviya para
participar en esta farsa.
—Temo fallarles —contestó Saviya con voz muy suave—. Soy una gitana y
no creo probable que alguien me confundiera con una aristócrata inglesa.
—¿Quién dijo que la presentaríamos como una dama inglesa? —exclamó
el marqués—. Eso sería absurdo.
—¿Quiere decir que no pronuncio bien el inglés? —preguntó ella con una
vocecita llena de tristeza.
—Lo pronuncia de forma excelente, pero con un encantador acento
extranjero. Es uno de sus muchos atractivos, Saviya —declaró el marqués
sonriendo.
—Entonces, debe ser extranjera —concluyó Charles Collington—. Le
daremos un nombre y un título muy impresionantes. De hecho, eso hará más
difícil que Sir Algernon sospeche que ella no es quien pretende ser.
—¿De qué país le gustaría ser, Saviya? —preguntó el marqués.
Ella se quedó pensativa un momento.
—Mi madre era rusa y yo he vivido en San Petersburgo y en Moscú por
casi diez años. Es lógico que debo aparentar ser rusa.
—¡Tiene mucha razón! —exclamó Charles Collington—. ¡Y parece tan
misteriosa y excitante como una princesa rusa, con ese cabello negro y esa piel
de marfil!
Había una nota de evidente admiración en la voz de Charles Collington,
que no pasó inadvertida al marqués.
—Creo que debe irse ahora, Saviya —dijo—. No me gustaría que su padre
se enfadara porque llega tarde. Y ahora es muy importante que no le prohíban
volver a la casa. ¿Preguntará si pueden prestarnos las monedas?
—Las traeré mañana mismo —contestó Saviya.
Hizo una profunda reverencia al marqués y una muy breve a Charles
Collington. Luego se alejó de ellos por la galería y ambos siguieron con la
mirada su graciosa figura hasta que desapareció por la puerta del extremo más
lejano.
Charles Collington lanzó una exclamación.
—¡Cielos, Fabius! ¡Eres un hombre de suerte! ¿Cómo pudiste encontrar a
una criatura tan fascinante, tan hermosa?
Capítulo 4

E
l marqués, que se vestía para la cena, pensó con satisfacción, que hasta
el momento, todo iba saliendo a pedir de boca.
Sir Algernon Gibbon llegó al atardecer. El marqués y Charles Collington
lo condujeron a un campo recién arado, para mostrarle dónde habían sido
encontradas siete monedas romanas.
Él se mostró muy emocionado, diciendo que no solo eran de gran
antigüedad, sino, en su opinión, muy valiosas. Aconsejó al marqués que
hiciera excavar en los alrededores del hallazgo, por si faltaban otros tesoros
por descubrir.
Se enfrascó en una larga disertación sobre la forma en que los romanos
construían sus anfiteatros y sus villas y señaló, acertadamente, que había
muchas ruinas romanas en la cercana población de St. Albans.
El marqués había escuchado con halagadora atención, de forma
deliberada, porque había notado lo aburrido e inquieto que estaba Charles
Collington.
Sin duda la mente de su amigo se hallaba ocupada en los planes
programados para esa noche. El marqués decidió que nadie podía haber
dispuesto con más cuidado que ellos la campaña para engañar a Sir Algernon.
Se dijo, también, que nunca había estado más entretenido que en esos
últimos días dedicados a entrenar a Saviya en su papel.
Como Fabius esperaba, Saviya resultó una alumna inteligente y muy
receptiva.
Solo tenían que explicarle cada cosa una vez. Nunca se olvidaba de nada y
seguía las instrucciones a la perfección.
Lo que más satisfacía al marqués era que, aunque Charles Collington tomó
el papel de productor, era hacia él a quien Saviya se volvía siempre buscando
confirmación a lo que decía, o buscando su aprobación cuando hacía algo que
le indicaban.
Descubrió que esperaba con ansiedad la expresión medio tímida de la
joven y la mirada llena de confianza que ella le dirigía.
Era como si comprendiera que él tenía mayor autoridad que Charles
Collington y, aún más, que apreciaba su opinión más que la de nadie.
La admiración de Charles Collington por ella crecía día con día.
—¡Es fantástica! —comentaba una y otra vez—. Nadie podría creer que es
una gitana, que no nació en el seno de una importante familia aristócrata. Es un
ejemplo viviente de lo que nosotros decimos: que no es la sangre azul la que
hace a una dama, sino la educación.
—Y la sensibilidad —añadió el marqués.
—Por supuesto. Saviya es exquisitamente sensitiva y receptiva a todo lo
que uno dice y hace.
—Es usted una actriz nata —le había dicho en una ocasión el marqués.
—Creo que la buena actuación depende de que uno viva el papel que está
representando, emocional como mentalmente. Una bailarina tiene que sentir de
manera profunda todo lo que interpreta, así que tal vez no sea tan difícil para
mí como lo sería para otras personas.
Fue este comentario el que había dado al marqués una idea sobre otra
forma en que podrían confundir a Sir Algernon Gibbon. Pero esto era algo que
involucraba más a Saviya y a él que a Charles Collington.
Lo que hacía todo mucho más fácil, les comentó Saviya con una nota de
sorpresa en la voz, fue que su padre había cedido en su prohibición de que
visitara la casa, aun estando el marqués.
Además, autorizaba el plan para que Saviya hiciera el papel de una noble
rusa.
—¿Por qué cambió su padre de opinión respecto a mí? —preguntó el
marqués.
—Lo desconozco —repuso Saviya—. Yo pensé que se iba a enfadar y a
prohibirme que participara en la farsa, pero el asunto lo divirtió mucho y solo
me recomendó que actuara yo muy bien para que ustedes pudieran ganar su
apuesta. Tal vez él considera que es algo muy similar a cuando actuaba yo en
teatros privados de Moscú y San Petersburgo.
—¿Ha hecho usted eso? —preguntó el marqués.
—Solo en pequeña escala. Entre los gitanos que viven en ambas ciudades
existen bailarinas y cantantes muy famosas. Gracias a mi madre, alguna
ocasión me permitían tomar parte; era en recuerdo de ella, no por mis propios
méritos.
Ahora Hobley terminó de atar la corbata blanca del marqués y mientras
retrocedía para observarla, dijo:
—Creo que debo decirle, milord, que el señor Jethro ha sido visto en el
pueblo.
—¿Cuándo? —preguntó el marqués con voz aguda.
—Estuvo allí el día de ayer, milord. Uno de los lacayos, que fue a la
oficina postal dijo que su carruaje estaba frente a «El hombre verde».
—¿Qué puede estar haciendo en el pueblo, Hobley? —preguntó el
marques.
—No lo sé, milord. Pensé que si el señor Jethro andaba por estos lugares
vendría a visitar a su señoría. Pero, según supe, solo anda haciendo
averiguaciones.
—¿Sobre qué? —preguntó el marqués.
—Sobre por qué se ha quedado su señoría en el campo y también sobre la
señorita Saviya.
—¿Por qué iba a interesarle eso a él? —preguntó el marqués casi para sí y
entonces se volvió a Hobley para agregar—: ¿Cómo supiste todo eso?
—Henry, el tercer lacayo, milord, estaba en «El hombre verde» cuando
entró el señor Jethro. Iba con dos hombres de aspecto rudo. El señor Jethro
estuvo interrogando al mesonero sobre su señoría. Esta mañana, otro de los
sirvientes de la casa lo sorprendió conversando con Bob.
—¿Y quién es Bob?
—El nuevo ayudante de la despensa. El señor Bush no había podido
encontrar un muchacho chico y contrató a éste que decía venir de St. Albans.
He discutido el asunto con el señor Bush, milord, y pensamos que, en tales
circunstancias, sería preferible despedirlo.
—¿Tú crees que le deba estar pasando información al señor Jethro?
—No me sorprendería, milord. Vieron al señor Jethro dándole dinero.
—Entonces despídanlo ahora mismo —ordenó el marqués con voz aguda.
—Es posible que Bob haya sido puesto aquí por el señor Jethro —agregó
Hobley—. El señor Bush me dijo que la referencia que Bob mostró era de
Lord Portgate, que como su señoría bien sabe es amigo íntimo del señor
Jethro.
El marqués recordó a un joven miembro del Parlamento, borracho y
disoluto, a quien se le veía con frecuencia en compañía de su primo.
—¡Despidan sin tardanza a ese muchacho! —insistió el marqués, mientras
se colocaba su chaqueta de etiqueta.
Después bajó al salón.
Solo cenarían con él esa noche, Sir Algernon Gibbon y Charles Collington.
El chef les sirvió una cena espléndida y los vinos que la acompañaron
fueron dignos de ésta. Los tres hombres se dirigieron al salón al terminar de
cenar.
Tenían poco tiempo allí cuando Bush entró para decir con voz baja al
marqués, aunque no tan débil a fin de que los otros dos hombres escucharan
todo:
—Parece que hubo un ligero accidente en el camino y el carruaje de una
dama, resultó averiado, milord. En apariencia, el caballo principal rompió la
rienda y los palafreneros dicen que tardarán cuando menos media hora en
arreglarla. Pensé que su señoría debía saber que la señora está esperando
afuera de su carruaje.
—Entonces, por supuesto, no debemos dejarla allí —dijo el marqués—.
Invítela a pasar, Bush.
—Muy bien, milord.
—Parece que tenemos compañía. Me gustaría saber si es alguien a quien
conocemos —comentó Charles Collington.
Antes que nadie pudiera contestar, se abrió la puerta y el mayordomo
anunció en tono impresionante:
—Su Alteza, la Princesa Kotovski, milord.
Los tres caballeros se volvieron para mirar cómo hacía su entrada en el
salón una figura muy elegante.
Era evidente que la dama se había quitado el abrigo para entrar. Llevaba
un espléndido traje de noche, verde esmeralda, adornado con tul y recogido
con lazos de raso. Su cintura era muy pequeña y su figura, exquisita.
Pero el rostro era aún más encantador. Tenía cabello muy negro, con luces
azulosas, y lo peinaba hacia arriba, en un estilo muy moderno. Sus ojos
destacaban en su pequeña cara ovalada.
Llevaba un collar de esmeraldas, de la colección Ruckley, y zarcillos de
las mismas piedras. Un brazalete de esmeraldas también rodeaba uno de sus
largos guantes de cabritilla.
El marqués se adelantó a recibirla.
—Permítame darle la bienvenida, Alteza. Soy el Marqués de Ruckley y
lamento mucho el accidente que tuvo su carruaje.
—Fue una verdadera suerte para mí que haya sucedido cuando pasaba
frente a la entrada de su casa —dijo la recién llegada, con una voz musical de
fascinante acento extranjero—. Sus palafreneros han sido muy amables,
milord, y yo le estoy en extremo agradecida.
—Encantado de que podamos servirle —contestó el marqués—. Su
gratísima estancia aquí, Alteza, aligera la monotonía de una reunión de
hombres solteros. Permítame presentarla a mis amigos: Sir Algernon Gibbon y
el Capitán Charles Collington.
La dama hizo dos reverencias con fina gracia y después de sentarse en un
sofá de damasco, frente al fuego, aceptó un vaso de vino.
El marqués se ofreció a que le sirvieran de cenar, pero ella declaró que
había cenado antes de dejar el Palacio Brochet donde había estado hospedada.
—¿Su Alteza se dirige a Londres? —preguntó Sir Algernon.
La princesa le sonrió.
—Mi esposo acaba de ser designado para ocupar un puesto en la
Embajada de nuestro país en Londres —contestó—. Será mi primera visita a
su famosa capital y estoy ansiosa, en verdad, por llegar a ella.
—Nosotros procuraremos que Su Alteza disfrute de su estancia en Londres
—ofreció el Capitán Collington—. Y estoy seguro de que así será, porque las
fiestas que ofrece la Embajada Rusa son de las más alegres y divertidas dentro
del ambiente diplomático.
—Así es —reconoció Sir Algernon—, pero lo cierto es que ningún país
del mundo ofrece fiestas más espléndidas que las celebradas en su país,
señora. Recuerdo que cuando estuve en Rusia, me impresionó la esplendidez
de su hospitalidad.
—¿Ha estado en Rusia? —preguntó el marqués—. No tenía idea de ello.
—Fue hace mucho tiempo —contestó Sir Algernon—. Era el último año
del siglo pasado. Yo tenía veinte años e hice un recorrido por todos los países
de Europa que no estaban en guerra.
—¿Y le gustó mi país? —preguntó la princesa.
—Jamás olvidaré su belleza, el encanto de su gente y, desde luego, sus
incomparables bailarines.
—Me supongo que se refiere usted al Ballet Imperial, Sir Algernon —
supuso ella.
—No solo el Ballet Imperial me pareció un deleite más allá de las
palabras —contestó Sir Algernon—, sino que también me fascinaron sus
bailarinas gitanas. De hecho, mi anfitrión, el Príncipe Paul Borokowski, con
quien me hospedé mientras estuve en Rusia, se casó algunos años más tarde
con una bailarina de raza gitana.
—Pero ¿no es eso muy fuera de lo común? —preguntó el marqués,
recordando lo que Saviya le había dicho respecto a que una gitana no podía
casarse con un gorgio.
—No precisamente en Rusia —explicó Sir Algernon—. Allá las cantantes
y bailarinas gitanas ocupan una posición muy especial, diferente a la que
tienen en otros lugares del mundo. ¿No es así, Alteza?
—Sí, lo que ha dicho usted es muy cierto —admitió Saviya. Dirigió a Sir
Algernon la mejor de sus sonrisas al añadir—: le agradezco mucho sus
conceptos y alabanzas sobre mi país, Sir.
—Todo lo que encontré en Rusia fue tan excepcional, tan inolvidable así,
que tal vez el haberla visitado cambió mi vida —declaró Sir Algernon en tono
casi dramático—. Desde entonces he cultivado el gusto por las artes y he
procurado rodearme de cosas bellas; aunque nunca podrán sobrepasar o
igualarse siquiera con los espléndidos tesoros que encontré en los palacios de
ustedes, Alteza.
—Me hace sentir envidioso, Gibbon —comentó el marqués.
—Lo comprendo —admitió Sir Algernon. De inmediato y como era su
costumbre inició una larga disertación sobre los cuadros que había visto en
Moscú y las maravillosas colecciones de objetos de arte que se encontraban
en los palacios de San Petersburgo.
Cuando se volvió hacia Saviya para que confirmara lo que estaba
diciendo, se sintió muy halagado de que Su Alteza expresara admiración por
su capacidad para apreciar la belleza y por sus profundos conocimientos en
cuestiones de arte.
Cuando Bush entró por fin para decir que la rienda había sido reparada y
el carruaje estaba dispuesto para conducir a Su Alteza a Londres, la princesa
se puso de pie, con un leve dejo de tristeza.
—¡Han sido ustedes tan bondadosos! —agradeció, dirigiéndose al
marqués—. ¡Lo que en el primer momento me pareció un desastre, se convirtió
en un verdadero placer para mí!
—Espero que me permitirá tener el honor de visitarla cuando yo vuelva a
Londres —suplicó el marqués.
—Mi esposo y yo nos sentiremos encantados de recibirlo —repuso ella—.
Yo sé que él deseará unir su agradecimiento al mío, por su gentil hospitalidad.
—Nos encontraremos en un futuro muy cercano —ofreció Sir Algernon al
despedirse de ella—. El Embajador de Rusia y su esposa, la Princesa Lieven,
son grandes amigos míos. Usted se servirá permitirme ofrecer una cena en su
honor, tan pronto como haya tenido tiempo para instalarse en Londres.
—Es usted muy gentil y acepto con mucho gusto el ofrecimiento —
agradeció Su Alteza con voz suave, antes de proceder a despedirse del
Capitán Collington.
El marqués la acompañó primero hasta la puerta y después salió con ella
al vestíbulo.
—¡Estuvo magnífica! —murmuró con voz baja en cuanto la puerta se cerró
detrás de ella—. ¿Cuánto tiempo necesita antes que lleve yo a Sir Algernon a
la terraza?
—Un cuarto de hora —murmuró ella.
El marqués la dejó y volvió al salón.
—¡Qué mujer tan hermosa! —exclamaba Sir Algernon en ese momento—.
Desde luego, las rusas son increíblemente bellas de jóvenes. Deben reconocer
que digo la verdad cuando afirmo que no hay mujeres más bellas en el mundo
que las de sangre azul.
Durante los siguientes minutos, Sir Algernon siguió hablando de Rusia. El
marqués procuró que las copas de sus invitados estuvieran siempre llenas.
—Como es una noche tan tibia para esta época del año, me gustaría que
saliéramos un rato a la terraza —sugirió el marqués en cierto momento—.
Tengo algo que mostrarle, Gibbon, creo le resultará muy interesante.
—Mi visita aquí ha resultado plena de sorpresas —comentó Sir Algernon
—. Por lo tanto, me preparo para la próxima.
Los caballeros salieron por los largos ventanales estilo francés, que daban
acceso a una terraza cubierta de baldosas. En el centro de ella estaba una
pequeña escalinata que descendía al jardín.
En lo alto de ella había tres sillones.
El marqués invitó a Sir Algernon a apoltronarse en el del centro, mientras
él y Charles Collington ocupaban los sillones de cada lado.
El jardín estaba tranquilo y misterioso, bajo un cielo tachonado de
estrellas y con una luna llena, cuyo resplandor iluminaba la tibieza del
ambiente.
Frente a ellos se expandía un prado verde que bajaba hasta un pequeño
templo griego traído a Inglaterra por el abuelo del marqués, a principios del
Siglo XVIII, que se antojaba como una perla gigantesca bajo la luz de la luna,
rodeado por la sombra de árboles y arbustos.
Llevaban pocos minutos allí, cuando se escuchó, proveniente del templo,
el débil y dulce sonido de unos violines.
Aunque al principio parecían simples sombras imprecisas, los músicos
fueron acercándose a ellos hasta que pudieron distinguirse con claridad. Eran
varios músicos que interpretaban una bella y rítmica melodía a cuyo compás
latía con más fuerza el corazón.
El conjunto no solo lo integraban violines, sino también címbalos y cítaras.
Se fueron aproximando hasta quedar en la orilla misma del prado.
Entonces se dividieron, dejando como fondo la clara perfección del templo
griego.
La música se hizo más sonora y de pronto apareció una bailarina. Parecía
como si hubiera surgido de las musicales notas y formara parte de ellas.
El marqués esperaba que Saviya fuera una bailarina notable; mas era
imposible encontrar las palabras exactas para describir la celestial belleza de
sus movimientos.
Vestía ropa gitana, pero no las que usaba normalmente. Él comprendió de
manera instintiva que era su vestuario teatral. Sobre un fondo blanco lucían
bordados de gran colorido, tanto en la falda como en el talle. Las mangas de su
blusa de muselina se extendían como alas de mariposa.
Una amplia falda colgaba de su frágil cintura y el marqués sabía que
llevaba un total de siete faldas, una sobre la otra, que se agitaban con cada
acompasado movimiento que ella hacía.
Había joyas alrededor de su cuello, que brillaban a la luz de la luna, y
sobre su cabeza llevaba una guirnalda de flores de la cual se desprendían
numerosas cintas multicolores.
Sus pies casi no rozaban el suelo, mientras ella volaba con la agilidad de
una mariposa sobre el prado verde.
De pronto aparecieron detrás de los músicos hombres y mujeres que
portaban antorchas iluminando el jardín con una luz misteriosa, casi pagana.
La música cambió de ritmo. Ya no era suave y excitante, sino alocada y
dulce a la vez; violenta, pero tierna. Mientras Saviya aceleraba la rapidez de
sus movimientos, los gitanos con las antorchas encendidas empezaron a cantar.
Había una rara belleza en la melodía de sus voces y un sutil encanto en sus
palabras, aunque quienes las escuchaban no pudieran traducirlas.
El sonido se elevó, el ritmo se hizo más y más rápido. Saviya parecía
volar por los aires, girar y elevarse hasta que casi no parecía ya un ser
humano, sino una garza que emprendía el vuelo.
Y, sin embargo, todo lo hacía con tal donaire, con tanta lindura, que
personificaba la fantasía misma de un sueño.
Y, cuando parecía que ningún ser humano podría soportar ya tanta
intensidad, la sonoridad de la música fue reduciéndose poco a poco, hasta ser
sustituida por una suave melodía, como las aguas de un mar tranquilo, después
de una tormenta.
Primero las antorchas encendidas regresaron rumbo al templo, después las
siguieron los músicos y, por fin, Saviya, que continuaba bailando mientras
desaparecía entre las sombras de los músicos que se alejaban. La música se
perdió en la distancia y ella se quedó un momento de pie, perfilada contra las
columnas del templo, con su esbelta figura demasiado graciosa para ser
humana, antes de borrarse por completo.
Por unos minutos se hizo un silencio absoluto. Entonces Sir Algernon se
incorporó de un salto, gritando y aplaudiendo.
—¡Bravo! ¡Increíble! ¡Es exquisita… sensacional! —exclamó.
Como si despertara de un sueño, el marqués se levantó también para
aplaudir, aunque la emoción le oprimía la garganta y en ese instante no hubiera
podido hablar. Había sido, aunque casi no se atrevía a reconocerlo ni siquiera
ante sí mismo, una experiencia emocional nunca vivida antes.
Debido a que era difícil encontrar las palabras exactas para expresar su
sentir los tres hombres, en silencio, volvieron al salón.
Un poco más tarde entró Saviya.
Todavía llevaba puesto el hermoso vestido al estilo ruso, con el que había
bailado. Cuando entró en el salón, el marqués avanzó hacia ella y tomándole la
mano, se la llevó a los labios.
—Yo esperaba que fuera usted una excelente bailarina —confesó con voz
suave, pero no encuentro palabras que expresen lo extraordinaria que estuvo
esta noche, en todos los aspectos.
Ella le sonrió, sin contestar, y agradeció las felicitaciones de Sir Algernon
y Charles Collington.
—Como comprenderá ahora —dijo éste a Sir Algernon—, nos debe usted
mil guineas.
—Es un precio que pagaré gustoso por haber visto a esta fascinante
bailarina —contestó Sir Algernon—. ¿Podrían decirme cómo se llama?
—Es Saviya —contestó el marqués—, y como ya habrá usted inferido, es
gitana. Pero su madre es rusa y fue bailarina.
—Esta noche me hizo usted recuperar mi juventud perdida —comentó Sir
Algernon a Saviya. Se volvió hacia el marqués para añadir—: ahora
comprenderá por qué hablaba yo con tanto entusiasmo de las bailarinas y
cantantes rusas.
Con una nota de curiosidad en la voz, agregó:
—Tiene que explicarme, Ruckley, ¿en dónde encontró usted a esta
deslumbrante criatura? ¿Cómo es que se encuentra aquí, en Inglaterra?
El marqués contó lo sucedido y Sir Algernon se volvió preocupado hacia
Saviya:
—¿El accidente no tuvo consecuencias? Pudo haberse fracturado una
pierna y eso habría sido una tragedia irreparable.
—Por fortuna no fue nada grave —contestó Saviya—. Solo queda una
pequeña cicatriz en mi frente y unos cuantos moretones en mi brazo.
—Yo veo aquí las huellas de un fuerte golpe… está muy morado —dijo
Charles Collington, que se había acercado a ella y ahora se inclinaba sobre su
brazo.
Ella se echó a reír.
—Éste es el brazo derecho.
—Pero aquí tiene un fuerte golpe —insistió él.
—No —contestó ella—. Ésta es una marca de nacimiento y es una señal
que en mi tribu es muy respetada. Como pueden ver, es la cabeza de un halcón.
Un halcón tiene ojos muy penetrantes y esto indica que yo soy clarividente.
—Sí, tiene razón —asintió Charles Collington—, la señal semeja la
cabeza de un halcón. ¿Puedes verla, Fabius?
La señal era del tamaño aproximado de un florín y Sir Algernon se
apresuró a verla. Sin embargo, el marqués fue a traer a Saviya un vaso de vino
de una mesita lateral.
—Debe sentirse sedienta y cansada después de esa increíble actuación —y
solícito le entregó el vaso.
—Nunca me siento cansada después de bailar contestó ella. —Lo que me
agotó fue el esfuerzo para representar el papel de una aristócrata.
—Que logró de una forma extraordinaria, ¿no es cierto, Gibbon? —dijo
Charles Collington.
—¡Así es! Fue impecable —contestó Sir Algernon—. Lo único que
lamento es no poder ofrecerle en Londres la cena que le tenía yo prometida.
—Debo declarar, Gibbon, que está usted tomando con la calma de un
verdadero deportista la pérdida de mil guineas —exclamó Charles Collington
—. La verdad es que casi me siento avergonzado por haberle ganado ese
dinero.
Todos se echaron a reír al oír esto. Entonces el marqués, alzando su copa
invitó:
—¡Brindemos por Saviya, cuyo talento es tan gigantesco como su
modestia!
—Lo que no comprendo —intervino Sir Algernon—, es por qué no se
quedó usted en San Petersburgo, donde su genialidad para bailar sería mucho
mejor apreciada que aquí.
—Mi padre, como buen gitano, no resiste pasar demasiado tiempo en un
solo lugar. Fue asombroso que nos quedáramos tantos años en Rusia: pero de
pronto le entró el anhelo de volver a Inglaterra.
—¿Él ya había estado aquí? —preguntó el marqués.
—Sí, hace muchos años —contestó Saviya—, antes que yo naciera, o
cuando era una nenita. No lo recuerdo.
Hablaron unos minutos más y entonces Saviya agregó.
—Creo que debo irme. Mi padre se preguntará qué me sucedió, puesto que
el resto de la tribu debe estar ya en el campamento.
En ese momento se abrió la puerta y entró un lacayo en el salón. Llevaba
algo en las manos y se acercó al marqués, esperando a que éste le dirigiera la
palabra.
—¿Qué sucede? —preguntó el marqués.
—Esto fue entregado en la puerta del frente, milord. Un hombre me lo dio
y me dijo que debía entregarlo a su señoría cuando se retirara a descansar. Sin
embargo, como usted aún esta aquí, pensé que sería mejor entregárselo. El
hombre dijo que era un regalo de los gitanos.
El marqués miró a Saviya.
—Parece que su padre se está mostrando muy generoso conmigo.
El lacayo puso el paquete en sus manos y Saviya vio que era una cesta
redonda de mimbre, no muy grande, con la tapa detenida a cada lado con una
clavija de madera.
—Es extraño… —murmuró Saviya, moviendo la cabeza de un lado a otro
—. Mi padre no le habría enviado nada sin decírmelo.
—Un regalo de los gitanos —repitió el marqués—, sin duda debe ser algo
poco común, Saviya.
Quitó las dos pequeñas clavijas de madera al decir eso.
Entonces, cuando estaba a punto de levantar la tapa, Saviya arrebató la
cesta de sus manos y con extraordinaria rapidez corrió hacia un extremo de la
habitación, puso la cesta en el suelo y se alejó de ella.
La cesta resbaló por el piso de madera muy pulida, donde no había ya
tapetes, y fue a detenerse casi frente a la puerta.
—¿Qué está usted haciendo? —preguntó el marqués asombrado.
Al decir él eso, vio que la tapa de la cesta resbalaba hacia un lado. A
través de la hendidura apareció primero una lengua larga, bifurcada, después
la cabeza y por último el cuerpo de una serpiente.
Se movió con tanta rapidez que no hubo tiempo de que nadie dijera nada
antes que el animal llegara al suelo, se incorporara y su cabeza se expandiera
para revelar que se trataba de una cobra.
—¡Santo cielo! —exclamó el marqués.
—¡Una pistola! —gritó Charles Collington—. ¿En dónde tienes una
pistola, Fabius?
La cobra volvió la cabeza primero hacia la derecha y después a la
izquierda. Estaba siseando, con su larga lengua entrando y saliendo de su
boca, evidentemente molesta de tanto traqueteo.
Charles Collington empezó a moverse con precaución por un lado de la
habitación, tratando de alcanzar la puerta por detrás de la serpiente. Con un
leve movimiento de la mano, Saviya lo detuvo.
—¡Quédense quietos! —ordenó con voz muy baja—. No se muevan, ni
hablen.
Había una indiscutible autoridad en su tono de voz y el marqués contuvo
las palabras de furia que habían acudido a sus labios.
Saviya se acercó un poco más al enfurecido reptil, y empezó a emitir un
extraño sonido por la boca. No era precisamente un canto, sino más bien un
sonido agudo semejante al de la flauta de carrizo que utilizan los encantadores
de serpientes en la India. Al principio, surgió de su boca con tanta suavidad,
que los tres hombres presentes no lo percibieron.
Pero la cobra sí lo había escuchado. Dejó de sacar la lengua y volvió la
cabeza, llena de curiosidad, hacia un lado y otro. Por fin sus ojos amarillentos
se clavaron en Saviya.
Continuaba lista para el ataque, con la cabeza levantada al aire.
Con lentitud, produciendo aún ese raro sonido que parecía compuesto de
solo tres notas repetidas una y otra vez, Saviya fue aproximándose un poco
más.
Primero se puso de rodillas a corta distancia de la cobra, con los ojos
fijos en ésta y el cuerpo muy rígido. Había un silencio sepulcral en la
habitación y los tres hombres contemplaban la escena casi petrificados.
Después, con mucha lentitud, casi de modo imperceptible, Saviya empezó
a moverse, impulsando los hombros un poco a la izquierda, después a la
derecha. Se balanceaba rítmicamente, con los ojos clavados todo el tiempo en
la cobra.
Ésta empezó a moverse también, balanceándose como ella lo hacía, con su
cabeza amarillenta, salpicada de negro y blanco, inclinada primero a la
derecha, después a la izquierda, otra vez a la derecha y a la izquierda.
Saviya fue intensificando sus movimientos y el tono de la melodía. La
cobra fue desinflando su cabeza y la bajó poco a poco, hasta que por fin quedó
plana en el suelo, como si la serpiente estuviera sometida a la voluntad de
Saviya.
Entonces la melodía entonada por ésta cambió y casi como si hubiera
añadido una nota de mando, el sonido se tornó brusco, aunque todavía
melodioso.
De manera increíble para los hombres que contemplaban la escena, la
cobra obedeció. Se deslizó con lentitud y volvió a meterse a la cesta de la que
había salido. Su largo cuerpo oscuro siguió a la cabeza hasta que por fin
desapareció la punta de la cola.

Aún sin dejar de cantar, Saviya se movió lentamente hasta que pudo
colocar la tapa en la cesta y asegurarla, poniendo en su lugar, las clavijas de
madera.
Tan pronto como la cesta quedó cerrada, la joven dejó de cantar y por un
momento pareció como si fuera a desplomarse.
El marqués corrió a su lado y, rodeándola con un brazo, la ayudó a ponerse
de pie.
—¿Está usted bien? —preguntó.
—Es… estoy bien… gracias.
Sin embargo, él vio que estaba pálida y a punto de desmayarse. La ayudó a
cruzar la estancia, para después sentarla en un sillón.
—¡No hable! —ordenó él y le sirvió una copa.
Ella tomó dos o tres tragos y se la devolvió.
—Es suficiente, gracias —dijo.
—¿Cómo pudo encantar a esa serpiente? —preguntó Sir Algernon—.
Había oído hablar sobre ese tipo de hazañas, pero nunca creí que alguien
pudiera hacerlo, si no después de un prolongado entrenamiento. ¡Y nunca había
sabido que una mujer fuese capaz de hacerlo!
—Lo he visto hacer muchas veces —contestó Saviya—. Pero es la primera
vez que lo hago yo misma.
—En ese caso fue aún más milagroso —comentó el marqués—. ¡No sé
cómo darle las gracias, Saviya! Usted me salvó la vida.
Saviya lanzó un profundo suspiro.
—Cuando observé la cesta vi que no era como la usada por los gitanos,
sino por la gente del circo. Por un momento me fue difícil recordar dónde
antes había visto ese tipo exacto. Fue cuando recordé que eran las cestas
usadas por los encantadores de serpientes que hemos encontrado en nuestros
viajes —se detuvo un momento y después, mirando al marqués, agregó—:
ellos sacan el veneno que las cobras traen en una bolsita, antes de emplearlas
en sus espectáculos; pero ésta era una cobra muy joven que todavía no había
sido tratada. Si lo hubiera mordido, habría sido mortal. Su veneno actúa en el
acto en el sistema nervioso.
—Pero… ¿quién puede desear su muerte, Ruckley? —preguntó Sir
Algernon.
—La respuesta a eso es sencilla… —empezó Charles Collington, pero la
intervención del marqués lo hizo callar.
—No tiene objeto discutirlo, Charles. Una vez más, no tenemos pruebas.
—¿Qué es lo que sucede? Deben contármelo —preguntó Sir Algernon con
curiosidad.
—Creo que es hora ya de que Saviya se vaya a la cama —sugirió el
marqués.
—Sí, debo irme —reconoció ella, con docilidad.
Hizo una reverencia a Sir Algernon, otra a Charles Collington, y salió,
acompañada por el marqués, hacia el vestíbulo y de éste a la puerta principal.
Se volvió para despedirse del marqués, pero éste movió la cabeza de un
lado a otro.
—Iré con usted al bosque —dijo—. No me gusta la idea de que vaya sola.
—Yo no corro ningún peligro —contestó ella—. Es usted el que me
preocupa. ¿Quién es el hombre que desea matarlo? Si no me lo dice, me
pasaré la noche procurando adivinar de quién se trata. Solo sé que lleva su
mismo apellido.
—Sí, Saviya, tiene razón. Es mi primo Jethro Ruckley. Si yo muero, él
heredará mi título y mis propiedades.
—Entonces, no es la primera vez que intenta matarlo, ¿verdad? —preguntó
Saviya, mientras cruzaban el patio.
El marqués le relató brevemente lo sucedido en su casa de Londres cuando
cayó una parte de la mampostería.
—Esta noche, si hubiera abierto la cesta en mi dormitorio, mi muerte
habría sido inevitable.
Saviya se estremeció.
—¡Es un hombre peligroso! ¡Muy peligroso! —exclamó Saviya—.
Necesita tener mucho cuidado.
El marqués sonrió.
—Es lo que dice Charles. No soy clarividente como usted para pronosticar
qué nuevas formas de exterminio en mi contra se le ocurrirán a Jethro. Por
cierto, supongo que tendré que matar a esa cobra que me envió.
—He oído que hay un circo en St. Albans —dijo Saviya—. Allí es donde
su primo debió obtener la serpiente. Envíeles la cobra de regreso, con su
agradecimiento. Creo que comprenderán y no cometerán el error, otra vez, de
vender animales peligrosos a un desconocido.
—Sí, eso haré —convino el marqués—. Aunque quisiera mejor
devolvérsela al propio Jethro. El problema —agregó riendo—, es que si él
muere, nadie creería que la idea original fue suya.
—Debe estar usted siempre en guardia.
—Tengo la impresión de que mientras usted esté a mi lado, no corro
ningún peligro.
Habían llegado a la orilla del bosque y Saviya se detuvo.
—No hay razón para que siga usted adelante.
—Hay todas las razones del mundo para que desee protegerla. ¡Tengo tanto
qué agradecerle!… Ante todo, por los momentos de increíble belleza que me
brindó esta noche. Después, por haberme salvado la vida.
Extendió la mano derecha hacia ella, al decir eso, y Saviya puso su mano
izquierda en la de él. Sus palmas se tocaron. Entonces, una repentina sensación
de éxtasis, desconocida para él, sacudió su cuerpo. Descubrió, al bajar la
mirada hacia los ojos de Saviya, que ella sentía lo mismo.
Por un momento ninguno de los dos pudo moverse; sin embargo, era casi
como si estuvieran abrazados, fundidos uno en el otro.
—¡Saviya! Sabes lo que siento por ti, ¿verdad! —declaró el marqués con
voz ronca—. ¡Te quiero! Te deseo más de lo que he deseado nunca nada en mi
vida. ¡Vente conmigo, Saviya! Yo te daré cuanto puedas desear en tu vida y
juntos podremos ser muy felices.
Ella no contestó por un momento, hasta que al fin preguntó con voz apenas
perceptible.
—¿Me estás pidiendo que me convierta en… tu amante?
—¿Necesitamos palabras para algo que es tan maravilloso, tan sublime?
—musitó él—. Nosotros fuimos hechos el uno para el otro, Saviya. Lo he
sentido en estos últimos días. Tú lo sientes también, cuando estamos juntos. Lo
he visto en tus ojos.
Ella volvió la cabeza hacia otro lado y él continuó diciendo:
—Es demasiado tarde para fingir, mi amor. Creo que tú también me
quieres un poco y yo puedo hacer que me ames con toda la vehemencia de tu
cuerpo exquisito y de tu razón. ¡Ven conmigo, Saviya! Encontraremos una
felicidad solo reservada a unos cuantos.
Ella levantó la cabeza.
—¡Yo… no puedo! Tú sabes bien que… ¡no puedo!
—¿Por qué?
—Porque estaría… mal.
—¿Quién decide eso? Olvida todo, tu tribu y sus leyes. Recuerda solo que
somos un hombre y una mujer que se pertenecen uno al otro.
Sus dedos oprimieron los de ella al decir:
—Yo cuidaré de ti y no te faltará nada por el resto de tu vida. ¡Te lo juro!
Pero, no destrocemos nuestro amor, no desperdiciemos esta maravillosa
oportunidad de alcanzar esa dicha plena que ambos sentimos cuando estamos
juntos.
Ella no contestó, pero él comprendió, sin necesidad de palabras, que no
estaba convencida.
—¡Mírame, Saviya!
Ella titubeó, pero entonces, como si se viera obligada a obedecerlo, echó
la cabeza hacia atrás. Sus ojos preocupados parecían muy grandes en su rostro
pequeño.
—¡Tú me amas! —exclama el marqués—. ¡Sé que me amas y me
emocionas de una forma que jamás me había emocionado! ¡Me duele el cuerpo
de tanto desearte! Pero hay mucho más que deseo en lo que siento por ti. Ansío
estar contigo; saber que estás conmigo. Quiero escuchar tu voz y observar el
movimiento de tus labios; quiero contemplar esa extraña expresión en tus ojos,
que me grita tu amor.
Saviya contuvo la respiración. Sus labios estaban entreabiertos, sus ojos
eran pozos de misterio y el marqués advirtió que estaba temblando.
—¡Dios mío, cómo te quiero!
Algo pareció romperse dentro de él, al decir eso. La tomó en sus brazos y
la oprimió fuertemente contra su pecho.
Sus labios bajaron hacia los de ella. Entonces, con la cabeza de Saviya
apoyada en su hombro, empezó a besarla. Sus primeros besos fueron exigentes
y posesivos; pero cuando se dio cuenta de lo suave, pequeña y dócil que era
ella, la besó con exquisita dulzura.
Fue un momento de magia que él jamás hubiera podido imaginar. Era como
si el mundo entero se hubiera detenido y estuvieran solos en una eternidad a la
que solo ellos pertenecían.
—¡Te amo! —Y recordó, que esas dos palabras, jamás se las había dicho
antes a mujer alguna.
—Me hamava tut —murmuró ella y él comprendió que Saviya le estaba
declarando su amor en su propio idioma.
—¡Te amo! ¡Te amo! —repitió él, besándole los ojos, las mejillas, el
cuello y, de nuevo, los labios.
—¡Vuelve conmigo, ahora mismo! —suplicó él—. ¿Para qué esperar?
Con mucha lentitud, ella se retiró de él.
Su rostro, bañado por la luz de la luna, aparecía radiante. Pero Fabius vio
que su expresión cambiaba.
—¡No! —dijo ella—. ¡No! ¡No! Sería algo terrible no solo para mí, sino
para ti también. ¡Te amo demasiado para… lastimarte!
—¿Por qué habrías de lastimarme?
Ella se quedó de pie, mirándolo, y él fue presa nuevamente de la extraña
idea de que no lo estaba mirando a él, sino a través de él, más allá.
—Eres tú… quien importa —dijo con suavidad.
Y, antes que pudiera detenerla y volver a tomarla en sus brazos, ella se
había alejado y desaparecido entre los árboles.
—¡Saviya! —gritó con desesperación—. ¡Saviya!
Pero no recibió respuesta de la oscuridad. Estaba solo.
Capítulo 5

E
l marqués volvió con lentitud a la casa y después de mantener una breve
conversación con Sir Algernon y Charles Collington, se retiró a su
alcoba.
Antes de hacerlo dio órdenes a Bush, como Saviya sugiriera, de devolver
la peligrosa serpiente al circo que había en St. Albans.
Cuando Hobley lo dejó arreglado para irse a la cama, el marqués se sentó
en un sillón a meditar en lo sucedido.
Comprendió, al ver bailar a Saviya esa noche, que todo su ser respondía a
ella, haciéndolo sentir lo que ninguna otra mujer había logrado nunca.
Al tocarla, se dio cuenta de una emoción y un éxtasis que lo hicieron darse
cuenta de que estaba enamorado.
Habían existido muchas mujeres en su vida que lo habían divertido y que
por momentos le habían parecido irresistibles. ¡Pero, por encantadoras que
fueran, nunca pudieron darle lo que él deseaba realmente de una mujer!
Ahora, por primera vez en su existencia, había encontrado en la gitana la
vivencia de todos los ideales que habían estado latentes en lo más recóndito
de su ser.
Comprendió mejor que nunca por qué Eurydice se había mostrado
dispuesta a sacrificar todo lo que era familiar para ella, y cruzar la mitad del
mundo para estar al lado del hombre que amaba.
Le advirtió que alguna vez se sentiría como ella, pero aun al recordar sus
palabras, sabía que era imposible para él ofrecer matrimonio a Saviya.
Era lo que él hubiera querido hacer. Pero habría sido un tonto si no se
hubiera dado cuenta de las dificultades y la infelicidad que el matrimonio
habría entrañado para la propia Saviya.
Por hermosa, competente y encantadora que fuera, aunque él la considerara
ideal para ser ama y señora de su casa, sabía demasiado bien las burlas y los
insultos que sus amistades volcarían sobre la joven.
Y no solo sus amigos, sino aun sus servidores la menospreciarían.
Saviya pudo haber encantado a los sirvientes mientras permaneció en la
casa, pero ¿la aceptarían como su ama?
¿Y qué decir de los arrendatarios de su finca, sus empleados, granjeros y
hasta de los vecinos del pueblo cercano?
El odio y el temor a los gitanos, aunque del todo infundado, estaba muy
arraigado en el carácter inglés.
Y, sin embargo, había gitanas como Saviya, más inteligentes que cualquiera
de las mujeres aristócratas que él conocía y mucho más cultas que la mayor
parte de sus amigos.
Era cierto que era en parte rusa y, de acuerdo con Sir Algernon, los gitanos
rusos son diferentes de los del resto de Europa. Pero aun así, socialmente
estaría siempre en posición de inferioridad.
No. ¡El matrimonio era imposible! Por lo tanto, decidió el marqués, no le
quedaba otro remedio que tratar de convencerla para que se convirtiera en su
amante.
Sabía que ella había sido educada con la estricta moralidad de los gitanos
y que iría contra todos sus instintos aceptar una posición así; pero ¿qué otra
cosa podía hacer? Se preguntó una y otra vez. Y, como no encontrara
respuesta, se fue a la cama.
Le fue imposible conciliar el sueño y se levantó muy temprano.
Tenía la impresión de que era urgente para él ver a Saviya tan pronto como
fuera posible. La notó vacilante e indecisa después que la tomó en brazos y la
había besado. Necesitaba saber qué pensaba ella de lo sucedido.
Él estaba seguro, de manera irrefutable, que aquél era el primer beso en
los labios que ella había recibido.
La sintió vibrar y había despertado en ella un éxtasis similar al suyo. Aun
sin la posesión física, Fabius sabía que ambos eran ya uno solo en cuerpo,
mente y alma.
«¡La amo!» se dijo el marqués y comprendió que era la expresión del
sentimiento más profundo de toda su vida.
Tenía que atender esa mañana asuntos urgentes de la propiedad de
Eurydice, pero confiaba que al volver, encontraría a Saviya en la biblioteca,
con el reverendo, y que cuanto más pronto se fuera, más pronto regresaría a
hablar con ella.
Hobley le informó que Sir Algernon había ordenado su carruaje para las
once de la mañana, así que mientras lo ayudaba a vestirse, le preguntó
respetuoso si debía decir algo a sus huéspedes sobre su retorno.
—Sí, por favor, diles que volveré cuando estén terminando de desayunar.
He descubierto un camino rápido para ir a las nuevas tierras, Hobley —dijo
con satisfacción, mientras éste le ayudaba a ponerse su chaqueta de montar—.
Lo recorrí toda la semana pasada y el camino lo hago en menos de veinte
minutos.
—En uno de sus magníficos caballos, milord, lo creo posible —contestó
Hobley con una sonrisa.
Frente a la puerta principal, dos palafreneros hacían lo imposible por
dominar un potro que el marqués había comprado apenas un mes antes.
Era un brioso caballo, con algo de sangre árabe, y cuando el marqués lo
montó, le agradó saber que su cabalgata de esa mañana no sería fácil. Tendría
que imponer su dominio sobre un animal que todavía no se sometía al impulso
de sus riendas.
El potro reparó varias veces para demostrar su independencia y el
marqués tuvo que tirar de las riendas para evitar que se lanzara al galope. Por
fin, el animal se contentó con eludir varios objetos imaginarios, antes que el
marqués lo dejara trotar por el parque, en dirección del bosque.
Mientras cabalgaba, el marqués recordó cómo había caminado la noche
anterior por allí, con Saviya, a la luz de la luna.
Era imposible para él apartarla de sus pensamientos, no recordar su
belleza ni el amor que sentía por ella.
El potro lo distrajo de sus pensamientos, porque lo había asustado la
presencia de un ciervo que, temeroso a su vez por su presencia, había corrido
a refugiarse entre los árboles.
Habían llegado al bosque situado en el lado norte de la casa; cuando la
gran mansión de ladrillos rojos fue construida, se planeó que sirviera de fondo
a ésta y como protección contra el viento.
Más allá de la parte frondosa del bosque, había un sendero ya muy poco
usado, que había sido hecho por los leñadores y los carpinteros, que llevaban
en carretas la madera hacia la casa en construcción.
Ahora era un camino recto a través de los árboles, que simulaba un atajo
hacia la propiedad de Eurydice. En cuanto entró en él, el marqués lanzó su
caballo a galope, a la vez que ponía su sombrero con más firmeza sobre su
cabeza.
Grandes árboles, muchos de ellos con varios siglos de antigüedad, se
elevaban a los lados del camino. Era todavía muy temprano y la luz del sol
aún no lograba penetrar a través de las ramas para secar las gotas de rocío que
cubrían el césped como pequeños diamantes.
El aire olía a pino y abedul, y entre las ramas se percibía de vez en cuando
el azul intenso de las caléndulas.
Mientras el potro aumentaba la velocidad de su paso, el marqués, que
gozaba en esos momentos una gran satisfacción y una sensación de bienestar
enorme, vio algo de manera repentina e inesperada que se movía frente a él.
En el momento mismo en que llegaba a ese punto, algo se levantó del suelo
con un rápido movimiento.
¡Era una cuerda! A la altura de la rodilla de un hombre, se encontraba
puesta en tensión frente a su caballo.
No hubo tiempo siquiera para que el marqués frenara las riendas antes que
su caballo galopara directamente hacia ella. Se oyó a sí mismo gritar y
comprendió, mientras caía, que nada hubiera podido hacer para evitarlo.
Estuvo consciente del violento impacto de su cabeza contra el suelo. Oyó
como si un hueso se hubiera quebrado.
Alguien hablaba con mucha suavidad. Una mano le tocaba la frente y el
tacto era muy tranquilizante, casi hipnótico.
—¡Duerme! —decía la voz suave—. Estás soñando. ¡Duerme!
Los frescos dedos eran sedantes. Como en sueños el marqués recordó que
alguien había gritado… todo era oscuridad y dolor…
Pero no podía soslayar el hipnótico movimiento de la mano suave sobre su
frente y de pronto se quedó dormido.
***

V olvió con lentitud a la consciencia… Pensó por un momento que estaba


con su madre. Se hallaba en los brazos de alguien y tenía apoyada la frente
sobre la tibieza de un pecho femenino. Entonces percibió cierta fragancia.
Estaba muy cómodo. Se sentía seguro y le producía una extraña felicidad
el saberse amado.
De nuevo pensó en su madre, pero la fragancia incitaba otros recuerdos
inquietantes.
Recordó ahora que había percibido ese aroma en el cabello de una gitana
que había arrollado con su faetón.
Se sentía muy débil. Le costaba mucho trabajo abrir los ojos. Entonces
sintió que quien lo tenía en sus brazos se movía. Él hubiera querido protestar
porque su mejilla no descansaba ya sobre el pecho acogedor.
Ahora su cabeza estaba en una almohada y él sintió como si lo hubieran
privado de algo inefable.
—¿Cómo está, señorita?
El marqués creyó reconocer la voz familiar de Hobley, aunque se percibía
como un murmullo en ese momento.
—Pasó una noche más tranquila, pero todavía no recupera el
conocimiento.
Era Saviya quien hablaba. Solo ella tenía esa voz suave y melodiosa, con
un leve matiz de acento extranjero.
Con esfuerzo, sintiendo como si sus párpados estuvieran cargados de
plomo, el marqués abrió los ojos.
Ella debía haberlo estado observando, porque con un leve grito de alegría,
Saviya se arrodilló junto a él y sintió su mano en la mejilla.
—¿Estás despierto?
El marqués la miró. Su rostro estaba muy cerca del suyo y pudo ver la
preocupación y, al mismo tiempo, un cierto brillo de excitación en los ojos de
la gitana.
—¿Qué… sucedió? —preguntó él.
Mientras hablaba recordó la cuerda tendida en medio del camino. ¡Se
había caído del caballo!
—No creo que debas hablar.
—Quiero… saber… qué sucedió —repitió el marqués y su voz fue ahora
más fuerte.
Se dio cuenta de que estaba tendido en una cama muy baja, casi pegada al
piso y el techo era bajo y curvo. Por un momento supuso que se hallaba en una
cueva.
El lugar era tan reducido que apenas si había espacio para él, para Saviya
que estaba arrodillada junto a él y para Hobley que asomaba la cabeza por lo
que parecía ser una puerta abierta.
—¿En dónde… estoy? —preguntó el marqués.
—Está usted vivo, milord, y eso es gracias a la señorita Saviya —contestó
Hobley—. No sabe usted lo preocupados que nos ha tenido.
Con un gran esfuerzo, el marqués volvió la cabeza un poco. Notó que tenía
el hombro vendado y recordó que había escuchado con claridad cómo al caer
se le fracturaba la clavícula.
—Me caí del caballo, pero no fue culpa de éste. ¿Está bien él?
—Volvió a casa —respondió Saviya—. Había una cuerda tendida entre
dos árboles. Los hombres la levantaron en el momento en que tú pasabas.
—¿Qué hombres? —preguntó el marqués, aunque comprendió que era una
pregunta innecesaria.
—Los hombres del señor Jethro, milord —contestó Hobley con amargura
—, y fueron ellos los que rindieron falso testimonio ante los magistrados,
contra la señorita Saviya.
El marqués se sintió de pronto más despierto. Trató de incorporarse y al
instante sintió un agudo dolor en la espalda.
—¡No te muevas! —exclamó Saviya con rapidez—. ¡Te apuñalaron!
—Lo habrían matado a usted, milord, si la señorita Saviya no aparece tan
oportunamente —agregó Hobley.
—Necesito saber todo lo que sucedió —insistió el marqués, con cierto
tono de su vieja autoridad en la voz—. Empiecen por el principio.
Saviya miró a Hobley, como pidiéndole que la orientara respecto a lo que
debía hacer.
—Me temo que su señoría se inquietará demasiado —le dijo Hobley—, si
no le contamos todo.
—¡Por supuesto que me inquietaré! —afirmó el marqués—. Todo lo que
recuerdo es que caí del caballo, aunque me di cuenta de la cuerda tendida para
estorbar nuestro paso…
—Es un viejo truco, milord, pero muy astuto —explicó Hobley—. Esos
hombres deben haberse dado cuenta de que su señoría hacía ese recorrido
todas las mañanas y lo estaban acechando.
—Yo tuve la intuición de que algo andaba mal —intervino Saviya—.
Estábamos empacando para marcharnos de aquí…
—¿Pensabas irte? —La interrumpió el marqués.
Él la miró y ella bajó los ojos.
—Tenía que… hacerlo —murmuró y un rubor intenso subió por sus
mejillas.
—¡Pero te quedaste!
—Yo presentí que corrías peligro y opté por averiguar si era solo mi
imaginación. Pedí a uno de los gitanos que me trajera un caballo y que me
acompañara montando en otro.
Lanzó un leve suspiro.
—Pensé que era demasiado temprano para que tú hubieras salido ya de la
casa. Mi única intención era verte cruzar el parque, entrar en el viejo sendero
y salir del otro lado.
—¿Me habías observado antes hacer eso? —preguntó el marqués.
De nuevo el color tiñó las mejillas de Saviya.
—Casi… todas las mañanas —contestó ella.
—Fue una gran suerte, milord —intervino Hobley—, que la señorita
Saviya lo hubiera visto caer en el camino. Si no lo hubiera hecho, no estaría
usted aquí ahora.
—¿Qué sucedió? —preguntó el marqués.
Al decir eso cubrió la mano de Saviya con la suya y sintió los dedos de
ella temblar bajo los suyos.
—Al llegar al sendero —explicó Saviya—, vi cómo tu caballo tropezaba
con la cuerda tendida y tú salías disparado por encima de su cabeza. Entonces,
cuando te encontrabas ya en el suelo, dos hombres surgieron de entre los
árboles. Uno de ellos tenía un cuchillo largo, como una daga, en la mano.
Antes que yo pudiera acercarme más o gritar, te la clavó en la espalda.
El marqués comprendió que ésa era la causa del dolor que había sentido
un momento antes, cuando trató de incorporarse.
—El hombre sacó el cuchillo y te lo hubiera vuelto a clavar —continuó
diciendo Saviya—, si no hubiera lanzado mi caballo hacia donde se
encontraba, gritando a todo pulmón. El gitano que iba conmigo hizo lo mismo.
El ruido asustó a los dos hombres y huyeron corriendo por el bosque.
Saviya contuvo unos segundos la respiración antes de decir:
—Cuando llegué a tu lado pensé por un momento que estabas muerto.
—Fue una verdadera suerte, milord —intervino Hobley—. Uno o dos
centímetros más abajo, y esos demonios asesinos hubieran logrado su
propósito.
—¿Qué hiciste? —preguntó el marqués, sosteniendo la mano de Saviya
con más fuerza.
—Yerko, el gitano que iba conmigo, y yo, te ocultamos entre los árboles,
por si volvían los asesinos.
—Cómo lograron eso, no me lo explico. Soy muy alto y pesado.
—Yerko es fuerte y yo deseaba salvarte —contestó Saviya con sencillez.
—Cuando un gitano vino a la casa a decirme que la señorita Saviya me
necesitaba con urgencia en el bosque, sospeché que algo así había ocurrido —
dijo Hobley—. Estaba seguro, milord, de que el señor Jethro se traía algo
entre manos, cuando fue visto en «El hombre verde».
—¿Hay alguna prueba de que fue el señor Jethro quien trató de matarme?
—preguntó el marqués.
Saviya miró a Hobley y ninguno de los dos dijo nada. El marqués
comprendió que se estaban preguntando si debían o no decirle la verdad.
—¡Maldita sea! —exclamó—. No soy un niño. Díganme la verdad.
Saviya puso su mano en la frente de él.
—Has tenido una fiebre muy alta durante algunas horas —dijo ella—, y no
queremos que te agites.
—Me agitará mucho más saber que me están ocultando algo —replicó el
marqués.
—Muy bien, milord, será mejor que sepa usted lo peor —dijo Hobley—.
Hay una orden de arresto contra la señorita Saviya, como presunta responsable
de haberlo asesinado. El cuchillo que usaron los asesinos está en poder de la
autoridad y el señor Jethro se ha instalado ya en la casa.
—¡Maldición! —exclamó el marqués. Intentó moverse de nuevo, mas no
pudo hacerlo por un agudo dolor en la espalda, que perló de sudor su frente.
—Esto es demasiado para ti —observó Saviya—. Debiste haber esperado.
No hay prisa para que sepas cosas desagradables.
—¿No hay prisa? —preguntó el marqués—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Poco más de una semana —contestó Saviya.
—¡Más de una semana! —repitió el marqués con incredulidad.
—Tiempo suficiente, milord, para que el señor Jethro haya declarado ante
las autoridades que usted fue asesinado por la señorita Saviya, que los gitanos
enterraron su cuerpo en el bosque y, por lo tanto, él tiene derecho a tomar
posesión del título y de sus propiedades.
El marqués guardó silencio, tratando de asimilar la enormidad de lo que
Hobley acababa de decir.
—¿Por qué no me llevaron a casa? —preguntó.
—En el estado en que estabas —respondió Saviya—, estoy segura de que
tu primo habría encontrado la forma de deshacerse definitivamente de ti.
—Además —intervino Hobley—, la señorita Saviya habría sido llevada a
prisión.
—¿En dónde estoy oculto? —preguntó el marqués.
—En mi carreta, en las profundidades del bosque —contestó Saviya—.
Parece un lugar oscuro, porque los gitanos la cubrieron con ramas y
enredaderas, de modo que es casi imposible verla.
—¿Y tu gente… está bien?
—Sí, se cambiaron a un lugar donde es más difícil dar con ellos. De
cualquier modo, como te podrás imaginar, tu primo no está haciendo ningún
esfuerzo por encontrarnos. Lo último que desea es que alguien declare que sus
cómplices no están diciendo la verdad.
—¡No voy a permitir que ocupe mi lugar! —exclamó el marqués, con lo
que él intentaba que fuera un tono furioso y decidido.
Pero aun a sus propios oídos su voz sonó muy débil y antes de poder decir
más, se quedó dormido.
Hasta dos días más tarde el marqués pudo por fin absorber todos los
detalles del drama que Jethro preparó y llevó a cabo de forma tan astuta. Si
Saviya no hubiera estado observándolo, comprendió, lo habrían asesinado en
el camino, con un cuchillo gitano clavado en la espalda.
—El cuchillo tenía caracteres gitanos —explicó Saviya—. Una
descripción de él apareció en los periódicos. Mi padre piensa que se trata de
una daga española, semejante a la que usan los gitanos en sus reyertas.
—Buena evidencia circunstancial —comentó el marqués.
Fue Hobley quien le relató lo arrogante y dictatorial que se estaba
mostrando su primo en la Casa Ruckley.
—Sir Algernon volvió a Londres, milord, después de que el señor Jethro
llegó a la casa diciendo que había oído una extraña historia en el pueblo, en el
sentido de que dos hombres lo habían visto caer en una emboscada y que una
mujer gitana lo había apuñalado.
La voz de Hobley estaba llena de desprecio cuando continuó diciendo:
—Los hombres mostraron la cuerda como evidencia y dijeron que andaban
por el viejo sendero, buscando trabajo en las granjas de los alrededores.
Tenían una hábil coartada.
—Jethro se encargó de entrenarlos, sin duda alguna —murmuró el
marqués.
—Su primo es muy astuto, milord, de eso no le quepa duda. El señor
Jethro parecía tan satisfecho al relatar su historia, que Sir Algernon, aunque
expresó una profunda pena por la desaparición de su señoría, dijo que
consideraba que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Por lo que
había visto de la señorita Saviya, podía asegurar que era incapaz de matar a
nadie y mucho menos a usted.
—Pero no quiso involucrarse en el asunto, ¿no es así? —dijo el marqués
con una sonrisa.
—Eso es evidente, milord. Sin embargo, el Capitán Collington discutió
con el señor Jethro acaloradamente.
—¡Me lo imagino! —comentó el marqués.
—Él se quedó una noche más, diciendo que trataría de encontrarlo. De
hecho, vino al bosque y lo buscó, hasta que el señor Jethro le ordenó que
saliera de la propiedad.
—¿Se atrevió a hacer eso? —exclamó el marqués.
—Sí, milord. Dijo que en su personalidad de nuevo Marqués de Ruckley,
no toleraría las impertinencias del capitán y tampoco deseaba ofrecerle por
más tiempo la hospitalidad de la casa.
El marqués habría descargado su furia, si Saviya no interviene:
—Prometiste no enfadarte. Te hace daño. Si no escuchas tranquilo, no te
diremos más. Lo importante es que te acabes de recuperar.
La expresión furiosa del marqués fue sustituida por una sonrisa contrita.
—Una vez más tengo que agradecerte que me hayas salvado la vida —
murmuró el marqués.
—Fue la señorita Saviya, milord —continuó Hobley—, la que pensó que
no debía quedarme aquí con usted, como yo hubiera querido, sino que debía ir
y venir de la casa.
—Pensé que cuando estuvieras mejor, Hobley podría mantenerte
informado así de lo que estaba sucediendo en la casa. Por otra parte —explicó
Saviya—, yo no habría podido acomodarte la clavícula como lo hizo él, y
debo reconocer que las hierbas y el bálsamo que utilizó para curar tu herida
son más efectivos que los usados por gitanos durante siglos.
—Las mías también son medicinas tradicionales y naturales, como las de
los gitanos —señaló Hobley.
—Ahora ya estoy lo bastante bien como para enfrentarme a mi primo y
echarle en cara todas sus mentiras —declaró el marqués.
Tanto Saviya como Hobley lanzaron exclamaciones de protesta.
—Tú no te moverás de aquí hasta que tengamos la seguridad de que te has
recuperado lo suficiente —ordenó Saviya—. Recuerda que él no va a ceder
con facilidad. Intentará matarte de nuevo.
Había tanta angustia en su voz que el marqués contestó:
—Seré sensato. No intentaré nada arriesgado, te lo prometo.
—No sabes cómo hemos sufrido por ti —murmuró la joven en voz baja y
el marqués vio en sus ojos, asomarse el brillo repentino de las lágrimas.
—No haré nada precipitado —le ofreció—, pero una vez que esté yo lo
bastante fuerte, daré a mi primo una lección que no olvidará. Y tengo que dejar
tu nombre libre de culpa, Saviya.
—Eso no es lo importante —murmuró ella—, que se me considere una
asesina es lo común para una gitana.
—Nadie en la casa cree eso de usted, señorita Saviya —le aseguró
Hobley.
Ella le ofreció una sonrisa.
—Gracias.
—¿El señor Jethro no está haciendo cambios en la casa? —preguntó el
marqués con voz aguda.
—Todavía no, milord —contestó Hobley—, aunque amenaza con hacerlo.
Sin embargo, los albaceas le han informado que aún no pueden declarar
muerto a su señoría. Creo que es el Capitán Collington quien los ha
convencido de que hay probabilidades de que esté usted vivo.
—El Capitán Collington jamás pensaría que la señorita Saviya sería capaz
de matarme. Y conoce muy bien los detalles sobre los otros dos atentados
contra mi vida que ha planeado Jethro.
—Creo que ha informado de eso a los albaceas, milord.
Al decir eso, Hobley sacó el reloj de su bolsillo.
—Será mejor que me vaya, milord. Debo tener mucho cuidado de que el
señor Jethro no sospeche nada, ni me haga seguir. Eso me obliga a tomar
distintos caminos y dar largas vueltas para llegar aquí.
—¡Estoy seguro de que el ejercicio te hará bien! —exclamó el marqués
con una sonrisa.
—Yo estaría dispuesto a subir montañas, milord, con tal de verlo
restablecido. Lo echamos mucho de menos en la casa.
—Gracias, Hobley. Muy pronto estaré allí —repuso el marqués sonriendo.
Cada vez que llegaba, Hobley llevaba con él cuanto podía transportar en
una cesta. Comida, botellas del vino favorito del marqués, sábanas limpias,
lociones para la espalda del enfermo y, desde luego, todos los artículos de
tocador que su señoría tenía por costumbre usar.
Los cepillos de oro del marqués, con su monograma en diamantes, se veían
fuera de lugar en la carreta de Saviya. Sin embargo, él nunca había imaginado
lo acogedor que podía ser un lugar tan reducido como ése.
Debido a su elevada estatura su cama ocupaba todo un lado de la carreta,
pero había ganchos, repisas y pequeños anaqueles en todas las paredes de
ésta, y las cosas se guardaban allí de forma tan ingeniosa que no dejaba de
asombrarse.
Los costados estaban pintados con habilidad, en alegres tonalidades,
decorados con flores, pájaros y mariposas. El estilo era definitivamente ruso,
no inglés, y Saviya le comentó que el exterior de la carreta estaba decorado de
forma similar.
Había dos ventanas a través de las cuales casi no penetraba luz debido al
follaje con que los gitanos habían cubierto la carreta.
Pero el sol se infiltraba a través de la puerta y de igual manera, Fabius
podía ver la luz de la luna, al caer la noche.
Desde que había vuelto en sí, Saviya no permanecía a su lado por las
noches, sino que desaparecía. Posiblemente, pensaba él, iba a dormirse con
los suyos.
Después de darle de cenar y de charlar un rato, ella solía decir con
suavidad:
—Es ya hora de que te duermas.
Él le besaba la mano y entonces la gitana se marchaba, dejándolo solo con
sus pensamientos. Al principio estaba tan débil y fatigado que un profundo
sopor hacía presa de él, en cuanto ella se iba y volvía a despertar cuando
Saviya le traía el desayuno, a la mañana siguiente.
Hobley lo lavaba, lo afeitaba y lo atendía, dos o tres veces diariamente.
Algunas veces, si el señor Jethro no estaba en la mansión, permanecía muchas
horas cerca del enfermo; en otras ocasiones, pasaba una hora en la mañana,
otra a la hora del almuerzo y una vez más por la noche.
Para el marqués era una vida extraña, poco común, y, sin embargo, nunca
se había sentido más dichoso.
No se sentía inquieto, ni aburrido.
Algunas veces se mantenía inmóvil por largo tiempo, sin hablar,
observando el rostro de Saviya, que se sentaba en la puerta de la carreta. Para
él su belleza era como una flor exótica y exquisita que todos los días abría
nuevos pétalos, que obligaban a apreciarla cada vez más.
El marqués tenía aproximadamente dos semanas en la carreta cuando una
tarde, después de que Hobley había vuelto a la casa, dijo a Saviya:
—Pronto estaré lo bastante fuerte como para enfrentarme con Jethro y
entonces no podrás detenerme.
—Estás mucho mejor ahora —comentó Saviya con una sonrisa.
—Antes que deje yo esta idílica existencia —dijo el marqués—, tenemos
que hablar de nosotros, Saviya.
Ella se puso rígida y la expresión de su rostro cambió.
—No me has dicho todavía por qué, la mañana en que me salvaste la vida,
te preparabas para marcharte.
Ella titubeó y miró hacia otro lado.
—No habría sido correcto que me quedara contigo —contestó.
—¿Correcto para quién? —preguntó el marqués, casi enfadado—. Pensé
que habías comprendido que no puedo vivir sin ti, Saviya. Lo sabía entonces,
pero ahora ya no existe en mi mente la menor duda de que tú y yo somos parte
uno del otro. ¿Cómo puedes negar algo que es tan perfecto, tan maravilloso?
Ella no contestó y él se dio cuenta de que temblaba.
—¡Ven aquí, Saviya! —le ordenó—. Te quiero cerca de mí.
Él pensó que iba a negarse, pero casi como un niño que obedece la voz de
la autoridad, abandonó su asiento junto a la puerta para irse a arrodillar junto
a la cama de él.
—¡Mírame, Saviya!
Ella levantó la vista hacia él y el marqués vio que sus ojos eran muy
grandes y parecían un poco temerosos.
—¡Te amo! —exclamó—. ¿No te das cuenta, mi amor, de cuánto te amo?
—¡Yo te amo también! —contestó Saviya—, pero como eres tan
importante… de tan alta alcurnia en el… mundo social… tu unión con una
gitana provocaría el escándalo y tal vez distanciaría a tus amigos.
—Si se alejaran no son mis amigos —consideró el marqués—. ¿Y acaso
importa algo que no seamos nosotros mismos? Ni tú ni yo queremos la vida
alegre de Londres. Podemos vivir en Ruckley o irnos al extranjero parte del
año. Tengo un yate que nos puede llevar por la costa de Francia, adonde tú
quieras ir. Para mí no importa el lugar en que nos encontremos, mientras
estemos juntos.
Ella lanzó un hondo suspiro y él comprendió que estaba profundamente
conmovida.
Saviya clamó con una repentina nota de desesperación:
—¡Tú no comprendes!
—¿Qué es lo que no comprendo? —preguntó él con gentileza.
—Que no puedes olvidarte de los prejuicios, las creencias, los odios de
siglos enteros. Nosotros somos, como tú dices, dos personas que se aman,
pero hay un gran abismo entre los dos, y nada que digas o hagas puede
salvarlo.
—¡Eso es ridículo! —protestó el marqués con voz aguda—. Hay algo que
puede salvarlo, Saviya, algo más fuerte que cualquiera de tus argumentos.
—¿Qué es? —preguntó, desconcertada.
—¡El amor! —contestó él.
Al decir eso, el marqués extendió los brazos y la atrajo hacia él.
Estaba sentado, apoyado contra las almohadas y la gitana no lo rechazó.
Su cabeza descansó sobre el hombro de él y ahora se hallaba
semirrecostada en la cama.
—¿Puede algo en el mundo ser más importante que esto? —preguntó él y
sus labios buscaron los de ella.
La besó con frenesí, con una pasión que había estado débil, aunque latente,
durante las dos últimas semanas. Pero él comprendió, cuando su boca se
apoderó de la de su amada, que su deseo era como una llama devoradora que
ardía en todo su cuerpo.
Al mismo tiempo, adoraba, con fervor, la gentileza y la dulzura de la
muchacha.
—¡Te amo! Debes creerme, Saviya, cuando te digo que no hay nada más en
mi vida, excepto mi amor por ti.
La besó de nuevo, hasta que tembló en sus brazos y entonces el marqués
murmuró:
—¿No quieres que nos vayamos juntos ahora, lejos de aquí, y olvidemos
que nada he tenido, excepto mi amor por ti? Dejemos que Jethro sea el
Marqués de Ruckley y se quede con todos mis bienes. Nada de eso me
importa. Lo único que ansío tener en la vida es tu amor.
Saviya le echó los brazos al cuello y ahora él sintió cómo sus besos
correspondían a los suyos, y cómo su corazón latía con igual fuerza que el
suyo.
Entonces, cuando parecía haber alcanzado la cumbre misma del éxtasis,
Saviya se retiró con suavidad de sus brazos.
—Te amo —murmuró—, pero ahora debes descansar.
El marqués protestó y ella colocó las puntas de sus dedos contra los labios
de él.
—Reposa —dijo—. Estás cansado y éste no es el momento adecuado para
tomar decisiones.
—Dime una cosa, Saviya… dime que me amas como yo te amo a ti.
Necesito escucharlo, para saber que es verdad.
—¡Te amo! —murmuró ella.
Y, sin embargo, había una nota de tristeza en su voz.
Capítulo 6

—M
e voy, milord, si no necesita algo más su señoría —dijo Hobley.
El marqués miró a su valet, desde donde estaba sentado, ya
fuera de la carreta, a la sombra de los árboles.
—Nada, gracias, Hobley. Pero no te olvides de asegurarte de que el
Coronel Spencer y el alguacil del condado, estén en casa mañana.
—Yo me encargaré de eso, milord.
—Haz todo sin despertar sospechas —le advirtió el marqués—. No quiero
que nadie sepa que estoy vivo, hasta que me enfrente con Jethro.
—Puede confiar en mí, su señoría.
—Bien, Hobley, y gracias.
—Buenos días, milord.
Levantando la cesta vacía en que trasladaba los alimentos desde la casa,
Hobley se deslizó entre los árboles y casi en el acto se perdió de vista.
El lugar, en medio de una espesa arboleda, era un escondite perfecto. La
carreta estaba de tal modo cubierta por ramas, hierbas y lianas, que resultaba,
como Saviya le había dicho, casi invisible.
Habían pasado tres semanas desde que fue arrojado del caballo y
apuñalado por los hombres de Jethro.
La herida producida por el puñal aparecía cicatrizada y la clavícula había
soldado. Fabius, como él mismo decía, estaba ya en perfectas condiciones de
salud.
Al mismo tiempo, recordaba, avergonzado, lo ridículas que sonaban sus
valerosas palabras de una semana antes, cuando alardeaba que al abandonar el
lecho estaría listo para enfrentarse con Jethro.
La triste realidad fue que se levantó débil como un niño y tembloroso
como un anciano, y que le tomó varios días recobrar las fuerzas.
La paz del lugar en que se hallaba representó un remanso para que su
recuperación fuera más rápida, además, el tiempo que pasaba con Saviya le
parecía muy corto y los días pasaron casi sin que él se diera cuenta.
—Tú me haces muy feliz —confesó una noche, con voz profunda.
—¿Es verdad? —le preguntó Saviya.
—Nunca, hasta ahora, había conocido la verdadera felicidad —le aseguró
el marqués.
Llevó las manos de la joven a sus labios y percibió cuando tocaron aquella
tersa piel que ella se estremecía de placer.
—Pensé que lo único que pedía a la vida eran diversiones —continuó
diciendo él—, que solo me interesaba reír, participar en conversaciones
ingeniosas, asistir a fiestas organizadas por mis amigos. Pero ahora mi mayor
anhelo es estar a solas contigo.
—Tal vez si estuviéramos juntos por mucho tiempo, tú te… aburrirías —
sugirió ella con cierta angustia en la voz.
—¡Sabes que eso no es verdad! —protestó el marqués—. Antes, siempre
que estaba con una mujer, me sentía insatisfecho, inquieto.
—¿Y ahora?
—Siento como si un nuevo mundo se abriera ante mí… un mundo insólito,
no solo de gente, lugares y cosas, sino de mí mismo y de ti.
Saviya volvió un poco la cabeza para apoyarla en el hombro de él.
—Tú eres mi mundo —murmuró.
Entonces el marqués la rodeó con sus brazos y la acercó a su pecho.
Sentado frente a la carreta, advirtió que Saviya estaba preocupada. Ya la
conocía lo suficiente como para saber lo que sentía, aunque ella no se lo
dijera. Y esto era así, sobre todo, cuando aparecía confusa.
Era indudable que la inquietaba lo que sucedería cuando él se enfrentara
con Jethro y lo arrojara de la casa.
El marqués, por su parte, estaba lleno de excitación. Sabía que algo feroz y
primitivo dentro de sí pugnaba por salir a luchar contra su primo y castigarlo
por los atentados que había hecho contra su vida.
—¿Por qué estás tan preocupada, mi amor? —preguntó a Saviya.
Ella se movió del banquillo en el que se hallaba sentada, se acercó al
marqués y se arrodilló junto a su silla.
—No puedo evitarlo —contestó.
—¿Estás siendo clarividente o solo sientes preocupación?
Ella sonrió con un dejo de tristeza.
—Tú sabes que como te amo de manera tan intensa, no puedo ver el futuro
en lo que a ti se refiere. Sin embargo, percibo que estás en… peligro. Por lo
demás, mi gran amor me ciega y ya no soy una bruja, sino… ¡una mujer!
El marqués rio de buena gana.
—No lo digas en tono tan trágico —suplicó él—. Eso es lo que yo quiero
que seas… ¡una mujer! ¡Mi mujer! ¡Ahora y siempre!
Él se levantó de la silla al decir eso y puso a Saviya de pie, para
estrecharla entre sus brazos. Le hizo la cabeza hacia atrás para mirar sus ojos,
oscuros y preocupados.
—Confía en mí —dijo él—. Yo sé lo que es mejor para ambos.
Entonces la besó y no pudieron pensar en nada que no fuera el éxtasis que
a ambos consumía y los transportaba a un mundo donde no había traiciones, ni
temores, solo amor.

***

C uando el marqués se levantó al día siguiente, despertó de un profundo


sueño, e invadido de una sensación de felicidad, vio que Saviya ya había
encendido el fuego. Hobley llegó unos minutos más tarde, con huevos frescos,
pan recién horneado y un buen trozo de mantequilla dorada hecha en el establo
de su señoría.
Ayudó al marqués a vestirse, mientras Saviya preparaba los huevos y el
café.
Cuando el marqués bajó de la carreta, vio que había un leve rubor en sus
mejillas, producido por el calor del fuego. Con su atractiva ropa de gitana,
parecía la heroína de un melodrama teatral y demasiado hermosa para ser una
mujer práctica.
Sin embargo, los huevos estaban aderezados a la perfección con cuantas
hierbas especiales utilizaban los gitanos. El marqués opinó que el platillo
superaba a cualquiera que le hubiese preparado su famoso y costoso cocinero.
—Cuéntame, Hobley —dijo, cuando la muchacha le sirvió la segunda taza
de café—, ¿conoces los planes del señor Jethro para esta mañana?
—Tengo idea, milord, de que se va a levantar muy tarde contestó Hobley
con firmeza.
—¿Estuvo bebiendo anoche? —preguntó el marqués.
—En exceso, milord. Dos de sus amigos se marcharon después de la
medianoche y un tercero se iba para Londres cuando yo salía de la casa.
—Eso quiere decir que el señor Jethro estará solo, ¿no es así?
—Así es, milord.
—Eso es lo que quería saber —dijo el marqués—. ¿Ordenaste los
caballos?
—Me siguieron hasta cerca de aquí —repuso Hobley—. Los dejé a
cincuenta metros de distancia, milord, porque consideré que era mejor que los
palafreneros no vieran la carreta.
—Muy bien hecho —aprobó el marqués—. Y ahora, Hobley… será mejor
que te vayas. Ve a buscar al alguacil y llévalo a casa. Nos encontraremos allí
en una hora. ¿Te dará suficiente tiempo?
—Más que suficiente, milord.
Hobley se dio vuelta para retirarse y dijo:
—¡Buena suerte, milord! Será un placer para todos tenerlo de regreso en el
marquesado.
—Gracias, Hobley.
El valet desapareció y Fabius continuó desayunando tranquilo, aunque
estaba tratando de ejercer un férreo dominio sobre sus emociones.
—¿Tendrás cuidado? —preguntó Saviya de pronto.
—Tendré mucho cuidado, por ti —contestó el marqués—. Pero, después
de todo, ¿qué puede hacer Jethro? Ya anunció al mundo que estoy muerto y qué
tú eres mi asesina. Cuando vuelva vivo y contigo a mi lado, le será muy difícil
evitar que sus mentiras sean recibidas por todos con verdadero desprecio.
—De cualquier modo, él es como un reptil, o como una rata. No creo que
se considere vencido con tanta facilidad. Me habría gustado que siguieras mi
consejo de llamar al Capitán Collington.
—No me siento nada orgulloso de la forma en que mi primo se ha
comportado —contestó el marqués—. En mi familia casi nunca hubo
escándalos. Mi padre y mi abuelo fueron hombres muy respetados, tanto en el
condado, como en la Cámara de los Lores. Cuando yo muera, espero que la
gente hablará bien de mí.
Cuando terminó de hablar, el marqués advirtió la expresión del rostro de
Saviya e interpretó su pensamiento, vinculado a la idea de que su asociación
con ella no aumentaría en modo alguno su prestigio. La tomó de la mano.
—No te pongas así, mi amor —dijo—. Mi vida privada es muy mía y
ningún hombre interferirá en ella. En público seremos muy circunspectos.
Pero a pesar de sí mismo, comprendía lo difícil que sería tener a Saviya
viviendo en la Casa Ruckley sin que la gente descubriera su relación.
Sabía también, que nunca la ofendería teniéndola, como había tenido a sus
anteriores amantes, en una pequeña casita situada en un barrio más o menos
elegante de Londres, donde podría visitarla a su conveniencia.
Aún quedaban muchos obstáculos por vencer; pero, por el momento, pensó
que lo mejor era ir salvándolos uno por uno.
Cuando se hubiera librado de Jethro, él y Saviya viajarían al extranjero y a
su regreso, harían frente a los problemas que su relación pudiera ir
provocando.
Los caballos que Hobley trajo para ellos eran de los mejores que tenía el
marqués y cuando levantó a la joven hacia la silla de uno de ellos, murmuró
con voz baja:
—Siempre he deseado verte montar.
Comprendió, por la luz repentina de sus ojos, que ella también se sentía
excitada por la magnificencia de los caballos y por el hecho de que ahora tenía
unas riendas en las manos.
Los dos palafreneros que habían traído a los caballos se mostraron
asombrados de ver con vida al marqués y cuando él los saludó, se dio cuenta
de que mostraban sincera satisfacción de que no estuviera muerto como les
habían hecho creer hasta ahora.
Los palafreneros traían sus propios caballos y cuando el marqués se puso
en marcha, lo siguieron.
Era, pensó Saviya, una pequeña caravana la que partió del bosque para
salir, por fin, al parque de la Casa Ruckley. Ésta se veía espléndida, bañada
por la luz del sol, con sus ladrillos rojos contrastando con el resplandor de las
ventanas de cristal en forma de diamantes y las retorcidas chimeneas
recortadas contra el cielo azul.
Cuando Saviya levantó los ojos, vio que el estandarte de los Ruckley
ondeaba con el viento. Solo cuando el dueño de la casa estaba allí, se izaba el
estandarte. El que Jethro hubiera ordenado que se izara, era un claro indicio
de que se creía ya el nuevo Marqués de Ruckley.
Cruzaron el parque, obligando a huir a los ciervos que pastaban bajo los
árboles, y se dirigieron con tranquilidad hacia el patio que había frente a la
entrada principal.
«Nunca me había parecido mi casa más hermosa que ahora» pensó el
marqués. «Vale la pena luchar por ella».
Lucharía hasta el último aliento, para evitar que Jethro y sus amigos,
borrachos y disolutos como él, arruinaran la digna serenidad de la Casa
Ruckley.
Saviya lo miró por encima del hombro, cuando detuvieron los caballos
frente a la puerta principal.
—No hay señales de Hobley —dijo—. Creo que debemos esperarlo.
—No voy a esperar a nadie —contestó el marqués y había una nota en su
voz que mostró lo furioso que estaba.
Era como si haber visto su casa nuevamente le hubiera hecho ver con toda
claridad lo que estaba a punto de perder. Ahora, su calma de las primeras
horas del día había cambiado, para transformarse en una profunda ira.
Desmontó y depositó a Saviya en el suelo.
Ella hubiera querido suplicarle que esperara un poco más, la llegada del
alguacil. Pero como sabía que nada lo haría cambiar de opinión en ese
momento, lo siguió en silencio. El marqués subió a toda prisa la escalinata, en
dirección de la puerta del frente.
Ésta fue abierta inmediatamente y mientras los lacayos en servicio lo
miraban asombrados, Bush lanzó una exclamación de alegría.
—¡Su señoría! ¡Está usted vivo!
—¡Muy vivo! —contestó el marqués.
—Todos estábamos seguros, muy seguros, milord, de que no podía usted
haber muerto como decían; pero el que no hubiera vuelto nos tenía alarmados.
—Pues ahora estoy a aquí —replicó el marqués—. ¿En dónde está el
señor Jethro?
—En el salón, milord. Acaba de desayunar.
El marqués cruzó el vestíbulo, siempre seguido por Saviya.
Un lacayo se adelantó a toda prisa, para abrirles la puerta.
Jethro estaba de pie en el extremo opuesto del salón, frente a la chimenea,
y la expresión de su rostro hizo estremecer a Saviya.
El hombre era tal como ella lo había visto por primera vez que leyó la
suerte al marqués, y comprendió que estaba en peligro.
Moreno, con una larga nariz, Jethro Ruckley podía haber sido apuesto, si
no hubiera sido porque su vida desordenada le daba un aspecto disoluto. La
expresión de su rostro era tan perversa, tan siniestra, que hacía que la gente lo
rehuyera de forma instintiva.
Sus ojos, bajo espesas cejas, estaban demasiado juntos; pero era su boca,
retorcida y cínica, en un perpetuo gesto de menosprecio, lo que lo hacía verse
intolerable.
—¡Así que has vuelto! —exclamó con voz áspera, antes que el marqués
pudiera hablar—. Te vi al cruzar el parque, así que estoy listo para darte la
bienvenida, mi querido primo.
El marqués avanzó hacia él.
—¿Cómo te atreves a comportarte de la forma en que lo has hecho? —
preguntó el marqués con lentitud; tenía ya a su voz bajo estricto dominio—.
Tres veces has tratado de matarme, Jethro, y tres veces has fracasado. ¡He
tenido ya suficiente!
—Eres un hombre con suerte —repuso Jethro, pero el tono de su voz hacía
que sus palabras parecieran un insulto—. Cualquier otro hombre hubiera
muerto a causa de los accidentes que programé para ti. Así que ahora supones
que vas a impedirme que herede, ¿no es eso? Pero todavía no estoy derrotado,
primo Fabius… ¡todavía no!
—Me temo que tus planes, por ingeniosos que hayan sido declaró el
marqués en tono lleno de desprecio, —se han vuelto insoportables para mí. No
voy a tolerarlos más. Por lo tanto, Jethro, he venido a darte un ultimátum.
Su primo se echó a reír y el sonido de su risa fue desagradable.
—¿Y qué sugieres? —preguntó—. ¿Vas a colgarme de un árbol o a
encerrarme en un calabozo?
—Ninguna de las dos cosas —contestó el marqués—. Tú decidirás si
quieres que te someta a juicio por intento de asesinato y perjurio o si por tu
propia voluntad te exilias al extranjero. Te daré una pensión generosa, Jethro,
en tanto que no pongas un pie en Inglaterra.
De nuevo Jethro Ruckley lanzó una carcajada.
—¡Bien pensado, Fabius! Típico de un caballero como tú. Y esperas que
seleccione la segunda alternativa para evitar un escándalo en la familia.
—Por primera vez estamos de acuerdo con algo.
—¿Y realmente piensas —preguntó Jethro con una voz sedosa, pero
siniestra—, que intento irme al extranjero y dejar que disfrutes de esta casa
con tu amante gitana?
El marqués perdió el color.
—No metas a Saviya en esta discusión, Jethro —replicó en tono agudo—.
Ya la has difamado suficiente.
—¿Crees, realmente, que yo, un Ruckley, podría difamar a una gitana?
—¡Basta, Jethro! Limitémonos a discutir lo que vas a hacer tú.
Saviya había estado observando a Jethro Ruckley y advirtió que estaba
erguido en actitud altiva frente al marqués, con las manos a la espalda. Tenía
un cierto tipo de valor que era parte de su herencia. Aunque era un hombre vil
y perverso, Jethro tenía buena sangre en las venas y, sin importarle lo que
sucediera, no se conduciría como un cobarde.
—Quiero tu respuesta —insistió el marqués.
—Te la daré ahora mismo —contestó Jethro Ruckley—, y con toda
claridad, primo Fabius, para que no haya error posible. Tú siempre me has
despreciado, siempre me has considerado de poca importancia, pero ahora,
por fin, tengo yo la sartén por el mango.
El marqués se limitó a enarcar las cejas, para demostrar que no
comprendía lo que su primo estaba diciendo. Jethro continuó:
—Vas a morir, Fabius, como he intentado todo el tiempo que lo hagas. Es
mejor que sea en este momento, porque parecerá, al menos a los ojos del
mundo, una muerte honorable, de acuerdo con la tradición de la familia.
—No sé de qué estás hablando —observó el marqués—. Deja de decir
tonterías y responde a mi pregunta: ¿quieres ser sometido a juicio o irte al
extranjero?
—¡No haré ninguna de las dos cosas! Me quedaré aquí a disfrutar de la
vida como el sexto Marqués de Ruckley.
Al hablar, retiró las manos de la espalda y Saviya lanzó un leve grito de
horror.
Jethro Ruckley sostenía dos pistolas y ambas apuntaban al pecho del
marqués.
—Si me matas —le advirtió el marqués con desprecio—, te colgarán por
asesino.
—Por el contrario —contestó Jethro—. Te habré matado en defensa propia
—lanzó una leve risilla—. Has venido a caer directo en mis manos, mi
querido Fabius. Los sirvientes te vieron llegar y tendrán que aclarar que
venías dispuesto a la venganza. Nos habrán oído discutir, ¿y habría algo más
comprensible que suponer que, ante mi impertinencia, perdiste los estribos y
me disparaste con tu propia pistola de duelo?
Había tanto veneno en su voz, que Saviya se quedó petrificada, pensando
en lo ingenuos que habían sido en llegar como lo hicieron.
—Debes estar pensando —dijo Jethro Ruckley con menosprecio—, que tu
ramera gitana rendirá testimonio contra mí. ¡No seas ciego, Fabius! Nadie
tomará en cuenta la palabra de una gitana contra la del sexto Marqués de
Ruckley.
Había una nota de triunfo en su voz antes que continuara diciendo:
—Me has estado amenazando, Fabius. Nadie puede negar eso.
Desafortunadamente para ti, no te has proporcionado los medios para hacer
efectiva tu amenaza. Mi plan, en cambio, es muy inteligente.
Sonrió con la satisfacción del hombre que tiene todos los ases en la mano.
—Diré a los magistrados que me amenazaste, Fabius, y que como yo no
acepté tus absurdas sugerencias, trataste de matarme. Esta pistola, que ya ha
sido disparada, será encontrada en tu mano. Para protegerme yo disparé a mi
vez y siendo, desde luego, mejor tirador que tú, resulté victorioso.
Había algo horrible en la forma de hablar de Jethro Ruckley. Entonces, en
el momento mismo en que empezaba a levantar la pistola que tenía en la mano
derecha, para apuntarla mejor hacia el marqués, hubo un movimiento
repentino.
Antes que su dedo oprimiera el gatillo, un rayo de acero cruzó los aires y
penetró en su garganta.
Fue tan rápido que el marqués no se dio cuenta en el primer momento qué
había sucedido.
Jethro Ruckley tambaleante, cayó hacia atrás. En el momento de hacerlo,
su dedo se crispó en el gatillo y hubo un disparo ensordecedor. La bala de su
pistola perforó el techo, por encima de sus cabezas.
Por un momento, el marqués se quedó paralizado. Antes que pudiera
reponerse de la impresión, escuchó una voz a sus espaldas y pisadas que
cruzaban la habitación.
El marqués volvió la cabeza.
—¡Coronel Spencer! —exclamó.
El alguacil del condado era un hombre anciano, pero distinguido. Su
expresión era muy seria.
—¿Oyó usted lo que se dijo aquí? —preguntó el marqués.
—Sí, y en los últimos minutos no supe qué hacer —contestó el Coronel
Spencer—. Tenía la impresión de que si entraba en la habitación de forma
intempestiva, Jethro podría haber terminado contigo antes de lo que intentaba.
—Yo arrojé la daga que lo mató —dijo el marqués, poniendo la mano con
rapidez en la de Saviya, para impedirle que lo contradijera.
—Fue un acto de defensa propia —observó el alguacil, como si
comprendiera—, y no tiene ninguna importancia quién haya arrojado el arma.
—Gracias, coronel —respondió el marqués, agradecido—. No querría
que… mi futura esposa se viera mezclada en cosas desagradables.
Al decir eso sintió que los dedos de Saviya se ponían rígidos bajo los
suyos.
—Te felicitaría, Fabius, en circunstancias más agradables —dijo el
alguacil—. Por el momento, tengo que cumplir mi deber.
El alguacil se dirigió hacia el cuerpo de Jethro Ruckley, que yacía sin vida
en el suelo. La sangre manaba de la herida y había también un hilillo que
brotaba de sus labios delgados.
Al mirar hacia la daga, el marqués comprendió que Saviya lanzó el arma
con excelente puntería. Había perforado el cuello de Jethro exactamente en el
punto más vulnerable y con una fuerza increíble que procedía de la
flexibilidad de los músculos de su muñeca.
—Siento mucho que la vida de tu primo haya terminado de este modo —
comentó el alguacil con voz baja—. Los conozco a ambos desde niños.
Mientras crecían, me dio la impresión de que se llevaban bien.
—Así era —contestó el marqués—. Pero cuando nos convertimos en
hombres, Jethro se dejó dominar por los celos y la envidia. Ansiaba, con
desesperación, ocupar mi lugar.
—Hobley me explicó ya sobre los otros atentados que hizo en tu contra.
—Coronel, usted fue amigo íntimo de mi padre —dijo el marqués con voz
baja. ¿Podría usted arreglar las cosas para que hubiera el menor escándalo
posible?
—Haré lo que pueda —prometió el coronel—, como yo estaba presente en
la muerte de Jethro, mi declaración será suficiente para los magistrados. Fue
un duelo de honor y habrá pocas formalidades legales que llenar.
—En un duelo de honor se acostumbra que el sobreviviente se vaya unos
meses al extranjero y eso es lo que yo pretendo hacer —contestó el marqués.
—Eso me parece muy sabio de tu parte —aprobó el coronel—. Deja todo
en mis manos. Como amigo de tu familia que soy, desde hace años, la verdad
de lo que sucedió entre Jethro y tú nunca saldrá de estas cuatro paredes,
Fabius.
—Gracias, coronel —dijo el marqués—. Yo sabía que podía confiar en
que usted, como nadie, comprendería.
Extendió la mano y al estrechársela, el alguacil declaró:
—Quiero, por sobre todas las cosas, Fabius, verte ocupar el lugar que tu
padre tenía en el condado. Yo sé que un hombre joven, que ha estado en los
horrores de la guerra, necesita el descanso y la diversión que solo Londres
puede proporcionar. Pero aquí hay mucho por hacer. Con las nuevas tierras
que yo sé que han puesto en tus manos, espero que te veamos con mucha más
frecuencia.
El marqués intuyó que lo que el alguacil le estaba diciendo tenía un
significado mucho más profundo de lo que parecía.
Sin mencionar a Saviya, se daba bien cuenta de que ella estaba en los
pensamientos del coronel.
El marqués había reconocido, en el momento mismo en que Jethro se
tambaleaba y moría del impacto de la daga, que había solo un lugar en su vida
para Saviya y era como su esposa.
No solo le había salvado la vida por tercera vez, sino que había matado a
un hombre para defenderlo.
Al pensar en ella notó que no se encontraba a su lado. Miró a su alrededor
y pensó que tal vez, para evitar ver el cadáver de Jethro se había ido a buscar
al reverendo.
El alguacil se dirigió hacia la puerta y el marqués lo siguió. Ya en el
vestíbulo, el marqués dio instrucciones a Bush para que retiraran el cuerpo de
Jethro Ruckley.
El marqués se dirigió entonces hacia la biblioteca. Y, al pasar junto a un
lacayo preguntó:
—¿En dónde está la señorita Saviya?
—Salió de la casa, milord.
El marqués miró al hombre con asombro. Cruzó a toda prisa el vestíbulo y
bajó la escalinata.
El carruaje del alguacil estaba afuera y Hobley conversaba con el cochero.
Al ver salir al marqués, Hobley se acercó a él.
—¿En dónde está la señorita Saviya? —le preguntó el marqués.
—Salió hace unos minutos, milord. Montó el caballo en el que yo había
vuelto con el Coronel Spencer, y se dirigió hacia el bosque.
—Que me traigan un caballo inmediatamente —ordenó con voz aguda el
marqués, a un lacayo.
El hombre se marchó corriendo y Hobley, al levantar la vista hacia su amo,
no se atrevió a hacer las preguntas que temblaban en sus labios.
Sabía que algo había perturbado de manera grave al marqués. Con
expresión ansiosa, se dirigió hacia la casa, para averiguar él mismo lo que
había sucedido.
Pasaron solo unos cuantos minutos antes que apareciera un palafrenero,
conduciendo el potro negro favorito del marqués.
Desmontó y casi antes que tocara el suelo, el marqués había ocupado ya su
lugar en la silla.
Sin una sola palabra, se lanzó al galope a través del parque, en dirección
del bosque.
Lo impulsaba el temor que era casi como una daga que oprimiera con
fuerza su corazón.
Capítulo 7

E
l marqués espoleó su caballo hasta que llegó al bosque, mientras se
preguntaba cómo podría encontrar a la tribu de Saviya.
Recordaba que ella le comentó que habían cambiado de lugar, cuando
Jethro empezó a buscarla.
Aunque el marqués comprendía que era imposible ocultar a cincuenta
personas por mucho tiempo, los bosques de su propiedad eran lo bastante
grandes como para que necesitara pasar varios días buscándolos, a menos que
lo ayudara un golpe de suerte.
Tenía la impresión de que Saviya había pensado siempre en dejarlo, en
cuanto se recuperara.
Sabía que ella estaba muy consciente de las diferencias sociales que había
entre ellos y era lo bastante inteligente como para comprender, como él
mismo, las inevitables consecuencias si él establecía una relación permanente
con una gitana. Y el matrimonio implicaría, aún, mayores dificultades no solo
desde su punto de vista, sino también del de ella.
Saviya no hablaba en vano cuando le dijo que lo más terrible que podía
pasar a un gitano era ser exiliado de su tribu. Debido a lo estrecho y unido de
su sociedad, que se mantenía apartada del resto de la gente, el exilio era para
ellos tan malo, o peor, que la excomunión para un católico.
El matrimonio entre una gitana y un hombre de diferente raza era criticado
de forma unánime por todas las tribus gitanas. Un gitano, o una gitana, que se
casara con una persona extranjera, dejaba de tener el derecho de llamarse
gitano.
—A veces —le había explicado ella—, el ostracismo se aplica hasta a la
familia misma del culpable.
—¡Eso me parece injusto… cruel! —había exclamado el marqués.
—¡Es peor que la muerte! —murmuró Saviya con suavidad.
Al recordar esa conversación, el marqués temió que el hecho de decir al
alguacil que Saviya iba a ser su esposa la había impulsado a huir.
Recordó otra ocasión, cuando él aún continuaba enfermo y Saviya
permanecía sentada en la puerta de la carreta, que le había preguntado:
—¿Qué es el amor, Saviya? Porque yo nunca antes de ahora, lo había
sentido.
—Creo que el amor —había respondido ella después de meditar un
momento—, es que alguien le importe a uno tanto, que nos haga olvidarnos de
sí mismos. Cuando uno deja de existir, porque solo palpita en la otra persona.
Había vuelto la cabeza hacia el marqués y él vio que sus ojos brillaban
como estrellas al concluir diciendo:
—Cuando se ama, se vive para el ser amado… y se muere por él.
—¿Así es como tú sientes respecto a mí? —preguntó el marqués.
Ella se había levantado para irse a arrodillar a su lado y decir:
—Tú sabes que sí. Lo único que deseo en el mundo es que seas feliz.
—Yo soy feliz, mientras tú estés conmigo.
La había abrazado en aquel momento y, sin embargo, con una extraña
percepción, él había comprendido que ella no era del todo suya.
«¿Cómo puedo convencerla» se preguntó, «de que nada es importante,
excepto nuestro amor, excepto la necesidad que tenemos uno del otro?».
Tenía que encontrarla, pero sabía que el tiempo estaba en su contra. Si,
como sospechaba, los gitanos se preparaban ya para marcharse, una vez que se
alejaran de los alrededores, ¿cómo podría encontrarla nunca?
Cabalgando a toda prisa, se dirigió hacia el lugar del bosque donde él
mismo había estado oculto tres semanas.
Con el corazón oprimido por la angustia, se dio cuenta de que la carreta de
Saviya no se encontraba ya en el lugar.
Sus ojos buscaron huellas que la carreta debió dejar al ser retirada de allí;
pero seguirla no era fácil. Había partes cubiertas de musgo, sobre las cuales el
paso de una carreta no dejaba huella alguna, al igual que porciones cubiertas
de hojas secas y maleza donde tampoco resultaba visible el paso de una
carreta.
Dando vueltas, aguzando la vista para buscar rastros de ruedas en las
partes de terreno en que se grababan éstas, el marqués cabalgó media hora más
antes de llegar, por fin, a un espacio abierto.
Se dio cuenta, en el acto de que allí era donde había estado el campamento
de los gitanos, antes que Jethro tratara de matarlo y cuando Saviya le había
salvado la vida por segunda vez. Quedaban restos de varias fogatas, pero solo
había ya cenizas.
Sin embargo, el marqués encontró huellas mucho más claras de ruedas de
carretas. Advirtió que conducían hacia la parte sur de la propiedad, donde el
bosque era más espeso, así que resultaba en ocasiones, casi impenetrable.
«Allí es donde deben estar escondidos los gitanos» se dijo.
Encontró lo que parecía un viejo sendero angosto, aunque lo bastante
ancho, para hacer posible el paso de una carreta. Empezó a seguirlo, sin dejar
de pensar en que si no encontraba pronto el escondite de los gitanos, Saviya
escaparía de él para siempre.
«¡Te amo!» le dijo desde el fondo de su corazón. «¡Oh, vida mía! ¿No te
das cuenta de lo mucho que te amo? ¿Cómo es posible que me hagas esto?».
Continuó avanzando, aunque por momentos lo invadía la desesperación. Se
encontraba con partes tan similares a las que ya había pasado, que a veces
temió estar dando vueltas en círculo.
De pronto y de forma tan repentina como increíble, ¡los encontró!
Había ocho carretas, la mayoría de ellas más grandes y más elaboradas
que la de Saviya, y era evidente que estaban a punto de partir.
Los caballos habían sido ya colocados entre los ejes de las carretas y
algunos de los gitanos tenían ya las riendas en las manos. Otros doblaban
tiendas de campaña y guardaban objetos dentro y abajo de las carretas.
Cuando el marqués llegó hablaban entre ellos, en su propio idioma, pero
en cuanto lo vieron, se produjo un repentino y profundo silencio.
Él detuvo su caballo y varios rostros de piel oscura y ojos negros lo
miraron llenos de desconfianza y se clavaron interrogantes en su figura.
Era un grupo de gente muy bien parecida, reconoció el marqués. De
pómulos altos, ojos negros y cabello oscuro. Tenían más aspecto ruso que
cualquier otro grupo de gitanos que él hubiera visto alguna vez.
Había niños con pequeños rostros ovalados y grandes ojos de gacela, así
como mujeres mayores con pañoletas rojas en la cabeza y grandes arracadas
de oro.
El marqués adelantó un poco el caballo.
—Quiero hablar con su voivode —dijo.
El hombre al que se había dirigido no contestó, sino que señaló con la
mano hacia el extremo más lejano del claro en el que se encontraba el
campamento.
Cuando el marqués cabalgó en la dirección indicada, vio una carreta más
elaborada que todas las demás y frente a ella, a un hombre alto que hablaba
con Saviya.
El hombre fue el primero que lo vio y Saviya volvió la cabeza. El marqués
descubrió una repentina expresión de radiante alegría en el rostro de ella. En
seguida desapareció, como si una nube hubiera ocultado el sol de forma
repentina.
El marqués llegó hasta donde ellos estaban y desmontó.
Notó que el voivode era casi tan alto como él mismo y cualquiera hubiera
comprendido, por su porte y su vestuario, que se trataba del jefe de la tribu.
Su chaqueta era azul y calzaba botas muy altas. En el chaleco corto tenía
pegados numerosos botones de oro y lucía una pesada cadena de oro, de la que
colgaban diversos amuletos, alrededor de su cuello.
Su cayado, que era un símbolo similar al cetro de un rey, estaba hecho de
plata y el puño, de forma octagonal, estaba adornado con una borla roja.
El marqués extendió la mano hacia él.
—Soy el Marqués de Ruckley y usted es, creo, el padre de Saviya.
—Lo he estado esperando —contestó el voivode.
—Y, sin embargo, parece que se marchan ya —observó el marqués con
voz aguda.
Él miró a la gitana al decir eso y vio en sus ojos, clavados en él, una
súplica muda, como si le implorara que comprendiera el porqué había tenido
que huir.
—¿Qué quiere usted con nosotros? —preguntó el voivode—. Le estamos
muy agradecidos por la hospitalidad que hemos tenido en sus bosques; ahora
ha llegado el momento de irnos.
—He venido —empezó a decir el marqués con voz tranquila—, a pedir su
autorización para tomar como esposa a su hija.
—¿Está usted dispuesto a casarse con ella?
No había sorpresa en la voz del voivode. Se limitó a mirarlo con ojos
penetrantes, como si quisiera ver, en lo más profundo de él, la honradez de sus
intenciones.
Había una dignidad en él que hacía que aquella mirada no resultara
impertinente.
—¡No! —exclamó Saviya antes que su padre pudiera hablar—. ¡No… no
es posible!
Su voz era vehemente y apasionada.
Entonces, con voz firme, y no exenta de autoridad, el voivode le habló en
románico.
El marqués no entendió las palabras, pero el sentido de ellas era claro.
Estaba reprendiéndola, diciéndole que no le correspondía a ella decir nada.
Saviya inclinó la cabeza.
—Perdóname, padre —dijo en inglés.
—Discutiremos esto —le contestó el voivode al marqués—, y, tú, Saviya,
quiero que escuches también lo que tengo que decir.
Pasó frente al marqués y se dirigió a la tribu. Sin duda debió decirles que
no se marchaban todavía, porque los hombres que habían estado observando
con curiosidad al marqués y al voivode, se dieron ahora vuelta para
desenganchar los caballos.
Las mujeres empezaron a reavivar el fuego que había en el centro del claro
y que casi estaba por extinguirse.
El voivode llevó al marqués y a Saviya junto a su carreta y ella sacó un
asiento que colocó junto a la escalerilla… El voivode se sentó en ésta e indicó
el asiento al marqués. La joven se dejó caer sobre el pasto, a los pies de su
padre, todavía con los ojos bajos.
Saviya estaba muy hermosa, pero inmensamente triste, y Fabius anheló
poder rodearla con sus brazos y oprimirla contra su pecho.
A una seña del voivode, un gitano trajo al marqués una copa de vino, que
él aceptó. Era vino tinto, de excelente calidad. Quizá los gitanos lo habían
traído consigo en sus viajes a través de Europa.
Una vez que los demás gitanos se alejaron de donde ellos estaban y el
voivode estuvo seguro de que nadie podría escucharlos, preguntó con voz
grave, dirigiéndose al marqués:
—¿Desea usted casarse con Saviya?
—Sí, deseo convertirla en mi esposa —contestó el marqués.
—Yo sabía que ése era el destino de mi hija —aclaró el voivode con
lentitud.
El marqués lo miró con considerable sorpresa. Una respuesta así no la
esperaba.
El voivode era un hombre apuesto, de unos cincuenta años. Su rostro era
muy delgado y sus pómulos prominentes, pero debió ser, pensó el marqués,
muy atractivo en su juventud.
—Saviya le habrá explicado —continuó el voivode—, que los kalderash
no solo somos orfebres, sino que también tenemos ciertos conocimientos de
magia. Fue este conocimiento el que me guio hacia aquí.
—¿Quiere usted decirme —preguntó el marqués—, que supo usted, por
clarividencia, que Saviya habría de conocerme y que nos íbamos a enamorar?
—Ésa es una forma simple de decirlo —reconoció el voivode.
Aunque su inglés era bueno, hablaba con acento extranjero muy
pronunciado.
—Entonces, ¿me da usted su autorización? —insistió el marqués.
—Hay algo que tengo que decirle primero —contestó el voivode—, algo
que también intentaba decir a Saviya cuando quisiera casarse.
La muchacha levantó la cabeza y el marqués vio que había una expresión
de sorpresa en su rostro.
—Usted no sabe nada sobre nuestra raza —continuó el voivode,
dirigiéndose aún al marqués—, pero debe haberse enterado por Saviya, que a
ninguna muchacha gitana se le habría permitido, en circunstancias ordinarias,
comportarse como ella lo estuvo haciendo las últimas semanas. Fue a su casa
a leer sus libros y después tuvo la compañía de usted de forma constante.
—Yo misma me sentí asombrada de que lo permitieras, padre —intervino
la joven.
—Se te permitió ese comportamiento —explicó el voivode porque yo
sabía que era tu única oportunidad de encontrar esposo… de otra manera, te
habrías quedado sin casar.
Saviya lo miró desconcertada.
—Pero ¿por qué?
—Porque no hubiera podido permitir tu matrimonio con ningún miembro
de nuestra tribu, ni con ningún otro románico —contestó el voivode.
Saviya parecía estupefacta. El marqués escuchaba con asombrosa atención
y con los ojos fijos en el voivode.
—Tengo una historia que contarles —dijo el voivode.
Era evidente, cuando empezó a hablar, que tenía un dominio de las
palabras que el marqués no hubiera esperado nunca de un gitano, ni siquiera
de un jefe de tribu.
Tal vez era su sangre húngara la que lo hacía no solo elocuente, sino capaz
de hablar con la cultura de un hombre que ha vivido de forma muy diferente a
la mayor parte de los gitanos.
Era cierto, también, que era casi mágica la forma en que hizo que esa
historia se mostrara ante sus ojos, como si ellos mismos la hubieran vivido.
Zindelo era hijo del voivode de los kalderash en Hungría, y su tribu en
particular estaba bajo la protección de uno de los grandes nobles húngaros. Su
música les daba un prestigio especial y eran muy respetados.
Eran ricos, se les aceptaba como parte de la comunidad y Zindelo era
considerado como uno de los jóvenes más apuestos que había en el país.
Cuando él tenía veintiún años, el Zar de Rusia envió al noble húngaro, un
grupo de bailarinas y cantantes gitanos, muy famosos en Rusia, para su teatro
privado.
Entre ellos iba una joven bailarina llamada Tekia, de la que el joven
Zindelo se enamoró a primera vista. No tardó en darse cuenta de que su amor
era correspondido.
Se casaron y ella no volvió a San Petersburgo. La tribu recorrió Hungría,
Rumania y Austria, porque Zindelo estaba ansioso de mostrar a su flamante
esposa las bellezas del mundo. Para entonces, Zindelo se había convertido ya
en el voivode de su tribu.
Mientras se encontraban en Alemania, donde sufrieron algunos pequeños
intentos de persecución, Zindelo decidió que debían visitar Inglaterra.
Se dirigieron a la costa y encontraron un barco que se dirigía a Aberdeen,
en Escocia.
Unos treinta miembros de la tribu, en su mayor parte jóvenes y aventureros
como el propio Zindelo, decidieron que les gustaría visitar Escocia, después
ir bajando por las Islas Británicas, para más adelante volver al Continente.
Parecía una gran aventura, pero desafortunadamente les tocó un mar muy
picado.
Para entonces Zindelo y Tekia tenían ya tres años de casados y una niña de
quince meses, nacida en Hungría.
Los niños gitanos son proverbialmente fuertes, pero tanto la pequeña
Saviya, como su madre, enfermaron durante el viaje.
El barco estuvo a punto de naufragar, y aunque a Zindelo lo llenó de
emoción la impresionante tormenta, su joven esposa, que jamás había estado
antes en el mar, se asustó mucho. Además del mareo que sufría, la angustiaba
su hijita.
Cuando llegaron a Aberdeen, Tekia estaba al borde del colapso.
Tenía cierta tendencia a la depresión y a la melancolía, y ya en suelo
escocés, Zindelo la vio tan abatida, que temió que perdiera la razón.
La nenita se había negado a comer y a beber durante todo el viaje y
aparecía muy débil, delgada y triste.
Tekia, durante la travesía estuvo al borde de la histeria y en el colmo de la
angustia, empezó a sufrir de altas fiebres.
Acamparon cerca del mar. Hacía frío, pero era un frío tonificante y pronto
los otros miembros de la tribu empezaron a recuperarse y a interesarse en el
ambiente.
La caza era abundante en los páramos, y los estofados calientes que
preparaban todos los días en sus hogueras, pronto los hicieron volver a reír y
a cantar.
Pero Tekia empeoró y la nena continuó debilitándose.
—Una noche estaba yo sentado junto a mi tienda, desesperado —relató el
voivode—, cuando uno de los hombres de la tribu vino a decirme que una
mujer quería hablar conmigo.
»Estaba de pie bajo la oscuridad de los árboles. Cuando llegué a su lado,
vi que era vieja y de facciones fuertes.
»Pensé que quería que le dijera la suerte, porque es la razón más frecuente
por la que una mujer se acerca a un campamento gitano.
»Tengo muchos años de conocer a los gitanos», dijo la mujer. «A pesar de
todos sus defectos, son bondadosos con sus hijos y siempre son buenos padres.
Yo quiero que usted acepte a una niña que traigo aquí y que la críe como si
fuera suya».
«Yo había tenido muchas solicitudes extrañas, pero ninguna como ésa».
«Lo siento», le contesté, «nosotros somos románicos. No queremos con
nosotros a los niños de otras razas y jamás los robamos, a pesar de las
historias que se cuentan sobre nosotros».
«Si usted no acepta a esta niña» dijo la mujer escocesa, «¡morirá!».
«¿Por qué? ¿Qué le sucede?» pregunté.
«Hay alguien que va a matarla».
—La miré con incredulidad.
«Es la verdad» insistió ella al comprender que yo no la creía. «Esta niña
es hija de un noble, pero la madre de la pobrecilla murió al nacer ella y su
padre se ha vuelto a casar.
—Hablaba con tanta sinceridad —explicó el voivode—, que comprendí
que me estaba diciendo la verdad.
«¿Y quién quiere matar a la criatura?», pregunté.
«La nueva esposa del amo. Es una mala mujer, que decidió conquistarlo,
casi antes que mi pobre señora se hubiera enfriado por completo», explicó la
mujer con amargura. «Ahora, ella misma ha tenido una niña, prematura por
cierto, y dicen que no podrá tener más».
«¿Es eso una tragedia?», pregunté casi de buen humor. «El mundo está
lleno de mujeres, de cualquier modo.
»Es que en Escocia», me contestó ella, «cuando no hay hijo varón, la
primogénita hereda el título y las propiedades».
—Empecé a comprender lo que la mujer estaba tratando de decirme.
«¿Me quiere usted decir», pregunté todavía con incredulidad, «que la
nueva esposa de su amo intenta matar a esta niña para que la suya sea la
heredera?».
«La matará, de eso no le quepa a usted la menor duda», contestó la
escocesa. «Esta noche la encontré en el cuarto de la criatura, con una
almohada en las manos. Si no hubiera llegado en ese momento, sé que habría
asfixiado a la pobre nenita en su propia cuna».
«Es triste… muy triste», dije conmovido, «pero me temo que no podré
hacer nada. Si yo aceptara a la criatura de un gorgio, la gente diría que me la
había robado. ¿Se imagina el escándalo que eso provocaría?».
«Por favor», suplicó la mujer, «por piedad, salve la vida de esta pobre
criatura. Yo no se la habría traído si alguien no me hubiera dicho apenas ayer
que tiene el cabello lo bastante oscuro como para ser una gitana. Llévesela con
usted. ¿Quién notará a una criatura más en su campamento?».
—Al decir eso, retiró el chal con que cubría el rostro de la niña. Vi que
era una niña muy pequeña con el cabello oscuro y mucho más grueso de lo que
es común en una criatura de esa edad. La miré sintiendo compasión de su caso,
aunque sabía que no podía hacer nada.
»En esos momentos oí un grito repentino procedente de mi tienda.
«Corrí hacia allá, porque era la voz de mi esposa, que me llamaba.
»Estaba sentada en la cama, delirando por la fiebre. La tomé en mis
brazos.
«¿Qué te sucede?» le pregunté.
«Soñé… soñé» gritó ella, «¡que Saviya estaba… muerta! ¡Muerta!».
«Estaba desesperada. Yo la abracé y después le di una poción de hierbas
tranquilizantes que una de las mujeres le había preparado. La bebió y pareció
calmarse».
«Fue solo un sueño tonto, Tekia», le dije. «Duérmete tranquila».
«¿Tú cuidarás de Saviya?», me suplicó.
«Yo cuidaré de ella» le prometí. «Está dormida muy tranquila, ni siquiera
tus gritos la despertaron».
«Recosté a mi esposa sobre las almohadas, vi que sus ojos se cerraban, y
entonces fui a ver la cesta que había del otro lado de la tienda, donde dormía
la niña. ¡La niña estaba muerta!».
El marqués vio que Saviya había permanecido inmóvil, petrificada,
mientras el voivode hablaba. Tenía los ojos fijos en el rostro de él y el
marqués notó que él mismo estaba casi tan tenso como ella; los dos, temerosos
de perderse una sola palabra de lo que estaban oyendo.
El voivode continuó relatando cómo había tomado a su hijita muerta,
embargado de una pena terrible y preguntándose cómo podría enterar a su
esposa de la tragedia. Ella parecía ya mentalmente alterada por los peligros
del viaje y la preocupación por la niña.
—Comprendí entonces —continuó el voivode—, que el destino me había
dado la solución de mi problema. Volví adonde estaba la mujer escocesa.
—¿Y cambiaron a las niñas? —preguntó el marqués.
—La mujer les cambió la ropa —continuó el voivode—, y mientras lo
hacía no dejaba de repetir la poca diferencia que había entre ambas. Las dos
eran pequeñas, de frágil constitución y con el cabello oscuro.
«Yo le decía que mi chiquita parecía una gitana», dijo, cuando me vio con
la criatura viva en mis brazos, mientras ella tenía a mi niña muerta en los
suyos.
—¿Su esposa no notó la diferencia? —preguntó el marqués.
—Estuvo muy enferma durante varias semanas —contestó el voivode—.
Yo pensé que lo mejor era alejarnos de allí y partimos al otro día hacia el sur.
Días después habíamos salido de Escocia. Saviya, la nueva Saviya, iba
siempre en mis brazos, de modo que nadie en la tribu sospechó que no era la
misma criatura que había cruzado el mar con nosotros.
«Cuando regresamos a Europa, ya casi me había olvidado de que había
existido otra niña, que murió por mi insensatez de llevar a mi tribu a Escocia,
en lugar de quedarme en Europa».
—¡Entonces… yo no soy… tu hija! —murmuró Saviya y un leve sollozo
pareció estallar en su voz.
—No de mi sangre —contestó el voivode—, pero tú sabes que siempre has
sido parte de mi corazón.
El rostro de la joven estaba muy pálido.
—¡No puedo… creerlo! —gritó—. No puedo aceptar el hecho de no ser…
románica.
—Ahora comprendes —le dijo el voivode—, por qué no podía yo permitir
que te casaras con algún hombre de nuestra tribu. Nuestra sangre debe
permanecer pura, y aunque para salvar la razón de mi esposa, te adopté, habría
ido contra todos mis instintos permitir que tú, siendo una gorgio, te desposaras
con uno de los nuestros.
—¿Sigues pensando igual… acerca de mí… después de todos estos…
años que he estado… contigo? —preguntó Saviya.
—Tú sabes que es la ley de acuerdo con la cual vivimos —repuso el
voivode con sencillez.
El marqués permaneció en silencio. Hubiera querido tranquilizar a Saviya,
consolarla, pero a la vez, comprendía la impresión que esa verdad debió
causar en ella y, en ese momento, él estaba al margen del problema.
Ella debía enfrentarlo sola, era algo que la afectaba directamente a ella,
porque involucraba su vida misma.
Ahora el voivode, en un tono diferente de voz, como si de un golpe hubiera
olvidado todo, dijo:
—Usted desea casarse con Saviya… como no puedo ofender a mi tribu
haciéndole saber que la he engañado durante estos años, voy a pedirle que la
despose bajo el rito gitano. Y para hacer eso posible le ruego, si está usted de
acuerdo, que se convierta en mi hermano mediante un intercambio de sangre.
—He oído hablar de ceremonias similares y acepto —contestó el marqués.
—No se realiza con frecuencia ni todas las tribus la aceptan —aclaró el
voivode—. Pero en esta ocasión, como no quiero perder el respeto ni la
autoridad que me corresponden por derecho, lo presentaré así ante mi gente.
Después, se podrán casar.
Miró a la joven con una leve sonrisa en los labios antes de añadir:
—Antes de una boda, hay, por supuesto, preparativos que hacer. Váyase
ahora, milord, y vuelva más tarde.
—Yo sé que es tradicional —dijo el marqués con lentitud—, que el novio
no solo haga un regalo de dinero a los padres de la novia, sino que contribuya
también a la fiesta que sigue a la ceremonia. Confío en que usted me permitirá
hacer ambas cosas.
—¡Concedido! —aceptó el voivode con una leve inclinación de cabeza.
—Entonces, me gustaría sugerir que dos o tres de los hombres de su tribu
esperen en la orilla del bosque. Así mis sirvientes podrán encontrarlos para
entregarles comida y bebida. Y también me gustaría que uno de ellos me
esperara allí a mi regreso, porque me costó mucho trabajo dar con ustedes.
—Así se hará —reconoció el voivode—. Y ahora, mientras yo hablo con
mi tribu, puede hablar dos o tres minutos con la novia. No más, porque va
contra nuestras costumbres.
Se alejó, al decir eso, y Saviya se puso de pie.
—No puedo… creer lo que… mi padre nos dijo —murmuró en tono
desventurado—. ¡Yo soy gitana! ¡Siempre he sido gitana!
—Creo que ambos sabemos que dijo lo exacto —afirmó el marqués con
voz profunda. Bajó la mirada hacia el rostro pálido y desencajado de ella y
dijo con mucha gentileza—: no tengas miedo, mi amor. Todo saldrá bien. Lo
único que importa es que nos amamos.
—¿Todavía… me… quieres? —preguntó ella con voz temblorosa.
—¿Necesitas preguntarlo? —contestó el marqués. Ella lo miró a los ojos,
aún titubeante—. ¡Te amo! Recuerda que nada más importa, excepto que te
amo y que esta noche serás mi esposa.
Se llevó la mano de ella a los labios, y caminó hacia donde un muchacho
gitano estaba deteniendo el caballo.

***

E ran casi las seis de la tarde cuando el marqués cruzó el parque en su


faetón. Los gitanos le habían mostrado un camino muy corto que conducía del
final del parque hacia el angosto sendero que llegaba a su campamento.
Fabius vestía tan elegante como si fuera a asistir a una recepción de la
Casa Carlton.
Su corbata, anudada en un estilo complicado por las diestras manos de
Hobley, era inmaculadamente blanca, y le llegaba hasta la barbilla. Una
leontina incrustada de piedras preciosas pendía de los bolsillos de su chaleco,
sobre pantalones de color champaña.
Desde que saliera del campamento gitano esa mañana, había estado muy
ocupado escribiendo numerosas notas que envió ese mismo día a Londres con
mensajeros. Una de ellas para Charles Collington, avisándole que él estaba
vivo y Jethro, muerto.
Después fue a la biblioteca a buscar al reverendo, con quien sostuvo una
larga conversación.
También envió al campamento gitano una enorme cantidad de comida y
varias cajas de champaña, aunque no pudo menos que pensar que los gitanos
debían preferir el rico vino tinto al que estaban acostumbrados.
Presa de una sensación de felicidad indescriptible, el marqués guio los
caballos hacia el bosque.
Al llegar a la orilla de éste, vio que dos jóvenes gitanos lo esperaban ya.
El marqués detuvo los caballos y bajó del faetón. Entregó las riendas al
palafrenero que lo acompañaba y le ordenó que volviera con el carruaje a la
casa, porque él se quedaría.
Luego, escoltado por dos gitanos, el marqués caminó entre los árboles,
rumbo a campamento…
Había una enorme fogata encendida en el centro de él y las carretas habían
sido colocadas en círculo, en torno a ella, exceptuando la de Saviya, que
aparecía a un lado. El marqués notó que la habían decorado con flores y
follaje.
Los gitanos rodeaban al voivode. Éste estaba más imponente que nunca,
con una chaqueta adornada con botones de oro y un collar incrustado con
piedras preciosas. Sostenía su cayado en la mano y junto a él, Saviya, ataviada
con un vestido muy similar al que usara para bailar la noche de la cena a la
que asistiera Sir Algernon. Sin embargo, ahora su tocado parecía casi una
corona. Estaba hecho de oro, tachonado de piedras preciosas.
Lucía piedras preciosas también alrededor del cuello, en las muñecas y en
las orejas. Su falda estaba ricamente bordada. A los lados de su rostro caían
cintas de colores, casi como si fueran un velo.
Con lentitud, el marqués avanzó hacia el voivode, mientras la novia
continuaba con los ojos clavados en el suelo y la cabeza inclinada.
Unas horas antes el marqués había enviado, como sabía que era lo
correcto, un cofrecito lleno de monedas de oro, que ahora se encontraba sobre
una mesa, detrás del voivode.
Cuando el marqués llegó ante él, el voivode dijo con voz muy alta, para
que todos lo escucharan:
—Usted ha pedido casarse con mi hija, que es miembro de mi tribu y es de
raza románica.
—He pedido a usted autorización para hacerlo —contestó el marqués, que
sabía que era la respuesta apropiada.
—No puedo entregar a mi única hija a un gorgio —continuó el voivode—,
pero ¿está usted dispuesto a convertirse en uno de los nuestros, a volverse mi
hermano porque mi sangre es su sangre y la sangre de usted es la mía?
—Será un honor para mí —contestó el marqués.
El voivode repitió en románico, para su tribu, lo que habían dicho.
Entonces, tomando la mano del marqués en la suya, le hizo una pequeña
incisión en la muñeca con un cuchillo enjoyado.
Cuando aparecieron unas gotas de sangre, se cortó su propia muñeca y la
presionó contra la del marqués, a fin de mezclarlas.
Al hacerlo, el voivode proclamó el nuevo parentesco entre ellos, diciendo
que el marqués se comprometía a vivir desde entonces de acuerdo con la ley
gitana.
Cuando terminó, Saviya se acercó y ahora ella y el marqués quedaron
frente al voivode: el marqués del lado derecho, Saviya del izquierdo, tomados
de la mano.
El voivode pronunció algunas palabras en románico y un miembro de la
tribu se adelantó para entregarle un puñado de ramas.
—Estas ramas —dijo el voivode al marqués—, vienen de siete diferentes
tipos de árboles.
Hablando de nuevo en románico, pronunció otras palabras sobre las
ramas, después rompió éstas, una por una, y las arrojó al viento.
—Esto simboliza la unión del matrimonio —explicó al marqués y a Saviya
—. Nunca deben faltar al compromiso que han contraído mutuamente, hasta
que uno de los dos muera. Como marido y mujer, tendrán que dar y compartir.
Ve, Saviya, a traer pan, sal y agua.
Saviya se retiró del lado del marqués y trajo de su carreta una cesta
conteniendo una hogaza de pan, una bolsita de sal y una jarra de barro llena de
agua.
Colocó el pan y la sal en la mesa que había junto al voivode y levantando
la jarra de barro, invitó al marqués a beber.
Él bebió un poco, después ella bebió también, el voivode tomó la jarra de
sus manos y la rompió a sus pies.
—En tantas piezas como se haya roto esta jarra —dijo— serán los años de
felicidad que disfrutarán juntos. Guarden un pedazo cada uno. Guárdenlo con
sumo cuidado. Si lo pierden, la desdicha y la soledad caerán sobre ustedes.
—Nunca perderé el mío, mi amor prometió el marqués a Saviya, con voz
baja. Ella lo miró y él se dio cuenta de que había una expresión de verdadero
éxtasis en su rostro.
El voivode agarró de nuevo su cuchillo enjoyado y tomó la mano derecha
del marqués. Saviya extendió la izquierda. Hizo pequeñas cortadas en ambos,
suficientes para que salieran unas cuantas gotas de sangre. Enseguida unió las
dos muñecas para que su sangre se mezclara y las enlazó con un cordón de
seda en el que hizo tres nudos.
—Un nudo representa la constancia —declaró—, el segundo la fertilidad y
el tercero una larga vida.
En seguida el voivode cortó dos trozos de pan de la hogaza, los espolvoreó
con un poco de sal y se los entregó al marqués y a Saviya.
Ellos los comieron y cuando terminaron de hacerlo, el voivode desató el
cordón de seda con el que había unido sus muñecas.
—Conserven este cordón —dijo—, símbolo de que están atados para toda
la vida y jamás podrán separarse.
Cuando terminó de hablar, los gitanos, que los habían estado rodeando en
silencio, lanzaron un grito de satisfacción. Un segundo después empezó la
música… música alegre, salvaje, procedente de los violines y los otros
instrumentos musicales que el marqués oyera tocar cuando Saviya había
bailado.
El voivode condujo a la pareja hacia la fogata frente a la cual habían
colocado cojines y asientos cubiertos con tapetes.
Todos los hombres se sentaron, mientras las mujeres se ocupaban de servir
la cena. Al marqués le pareció delicioso cuanto le sirvieron. La champaña que
él había enviado fue servida en unos copones que el contempló con asombro.
—Nosotros mismos los hicimos —comentó el voivode, al entregar al
marqués su copa de oro incrustada con piedras semipreciosas: amatistas,
turquesas y cornelias.
Había otras copas adornadas con cuarzo rosa y cristal de roca, procedente
de Rusia y de los países de los Balcanes.
Comieron y bebieron, con el fondo de la música y las canciones que iban
interpretando diversos grupos de la tribu.
^Por último, las mujeres empezaron a bailar.
No eran tan graciosas ni tan etéreas como Saviya, pero, de cualquier
modo, bailaban muy bien. El marqués se dio cuenta de que sus bailes, en su
mayoría, eran rusos. Algunas veces eran lentos y sensuales, tan hermosos que
semejaban cisnes que se movían sobre las aguas plateadas de un lago.
En otras, eran bailes apasionados, excitantes y una vez más, el marqués
sintió que el corazón le palpitaba con más fuerza y que lo invadía una
vehemencia extraña, que lo hacía sentir como si él mismo estuviera bailando.
La música se tornó más intensa, las voces parecieron subir de tono y aun
los violines parecieron convertirse en parte de la noche misma.
Entonces el voivode se puso de pie.
—Pueden irse ahora —dijo al marqués.
Saviya extendió los brazos hacia el voivode.
—¿Volveré a verte alguna vez? —la oyó preguntar el marqués, casi en un
susurro.
—Es muy poco probable —contestó el voivode en inglés—, pero estarás
siempre en mis pensamientos y en mi corazón, como lo has estado hasta ahora.
Abrazó a Saviya por un momento. Luego la soltó, se desprendió de los
brazos con que ella le había rodeado el cuello y depositó la mano de la joven
en la del marqués.
—Ahora es suya —dijo—. Cuídela mucho.
—Puedo asegurarle que siempre lo haré —contestó el marqués.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Saviya condujo al marqués hacia
su carreta.
Había dos caballos blancos para tirar de ella. El marqués subió y se sentó
junto a su flamante esposa en el asiento del frente. Pero no había riendas. Los
gitanos conducían los caballos.
Los hombres que tocaban los violines iban adelante de ellos, seguidos por
las mujeres, que cargaban bultos y cestas.
El marqués se volvió a mirar al voivode, que permanecía de pie junto a la
hoguera, en el campamento ahora casi desierto.
Su mano descansaba en su cayado y se le veía distinguido, pero al mismo
tiempo, muy solitario. Era un rey de una pequeña comunidad, pero era solo
eso… ¡un rey!
La procesión avanzó un buen rato en la oscuridad, hasta que por fin se
detuvo.
Los caballos fueron desenganchados de la carreta. El marqués y Saviya,
que continuaban sentados en la carreta, vieron cómo las mujeres encendían una
pequeña hoguera. Las que llevaban bultos, los extendieron apareciendo tapetes
y mantas que iban extendiendo en el suelo, a un lado de la hoguera, para
recibir el calor de ésta, pero cuidando que el fuego no llegara hasta ellos.
Después cubrieron el lecho improvisado de ese modo, con los pétalos de
flores multicolores, que llevaban en las cestas.
Entonces las gitanas empezaron a bailar alrededor del fuego, primero con
lentitud y después con sus movimientos que aumentaban en pasión y en
intensidad.
A la luz de las llamas, sus figuras tenían una rara y primitiva belleza y por
fin, al compás de la música de los violines, empezaron a alejarse hacia el
bosque.
Los músicos las siguieron y no tardaron también en perderse entre los
árboles.
Saviya bajó de la carreta, para ponerse de pie junto a la hoguera y
seguirlos con la mirada, hasta perderlos de vista.
El marqués la imitó y se reunió con ella.
Las últimas notas de los violines parecieron temblar en el aire y después
se hizo el silencio.
—¿Te diste cuenta? —preguntó Saviya, con voz muy baja y muy triste—.
Ni siquiera… me miraron. ¡Ya jamás… volverán a hablarme!
Había tanta desventura en su voz que el marqués la rodeó con sus brazos.
Ya no llevaba puesta la corona de joyas que usara para casarse. Ahora su
cabello cayó sobre el hombro de él. El marqués levantó la mano y con mucho
amor le acarició la cabeza.
—¡Ya no soy… nadie! —murmuró—. ¡Ya no soy siquiera una… bruja!
—Eres mi esposa —dijo el marqués con voz profunda—, y me tienes
embrujado, Saviya, desde el momento mismo en que te vi, Estoy apresado en
tu embrujo del que no podré escapar nunca.
La oyó lanzar un profundo suspiro. Levantó el rostro hacia el marqués. Sus
ojos se veían muy oscuros y misteriosos a la luz de la luna.
—¿Estás seguro de que eso es… suficiente? —preguntó ella—. Tengo tan
poco que darte. ¡Ahora no sé ya siquiera quién soy!
—Pero yo sí lo sé —contestó el marqués—. Sé que representas todo lo
que yo he deseado siempre en una mujer; todo lo que ambiciono de mi esposa.
Todo lo que amaré, adoraré y veneraré por el resto de mi vida.
Sus palabras la hicieron estremecer. Con mucha gentileza, con la suavidad
con que había empezado la música, como gotas de lluvia que cayeran sobre la
tranquila superficie de un estanque, él empezó a besarla, oprimiéndola contra
su corazón.
Entonces, al sentir cómo surgía una llama repentina en ella, que incitaba al
delirio el fuego que había encendido en él, los labios del marqués se tornaron
más apasionados y más exigentes.
Con emoción indescriptible, empezó a besarla hasta que los sentidos de
uno, solo tenían cabida en los del otro.
Así, mientras la luna ascendía por encima de los árboles y el fuego de la
hoguera se extinguía, compartieron juntos el lecho de flores, arrullados por el
sutil murmullo del amor.
Capítulo 8

E
l marqués se levantó con mucho cuidado, para no despertar a Saviya.
Dormida parecía una niña y vio que la expresión de su rostro era de
intensa felicidad.
La contempló y pensaba que nadie podía verse más hermosa que ella. Sus
ojos eran oscuras medias lunas, contra el marfil de su cutis, y su cabello negro,
de luces azulosas, caía sobre la almohada y sobre sus hombros desnudos.
Se habían metido en la carreta poco antes del amanecer, porque una suave
brisa se llevó el último rastro de calor y la noche empezó a enfriar.
La noche había representado un embrujo de amor que el marqués jamás
había soñado siquiera que podría existir.
Fabius se puso la larga bata que Hobley le había llevado a la carreta,
cuando estuvo enfermo, salió por la puerta abierta y bajó la escalerilla.
El sol iluminaba el pequeño claro en el que se hallaban y él recordó que
era una parte del bosque que no había visitado desde que era niño.
Más allá del lugar donde estaba la carreta aparecía un estanque rodeado
de árboles. Eran sauces cuyas ramas colgaban sobre el agua tranquila. Muchas
flores silvestres crecían en sus orillas y el lugar se veía tan hermoso a la luz
del sol, como se había visto misterioso e irreal a la luz de la luna.
El marqués vio que Hobley ya había encendido el fuego que muriera
durante la noche. Más allá de la hoguera se veía el lecho cubierto de flores
que las gitanas prepararan para ellos.
Sobre él estaban los collares de piedras preciosas que quitara del cuello
de Saviya durante la noche, para arrojarlos de forma negligente sobre los
pétalos.
Él soltó su cabello, perfumado y terso como la seda, para besarlo…
después ella se había estremecido al contacto de sus manos sobre su piel.
El marqués se dijo que jamás había concebido que pudiera existir tanta
dicha como la que él disfrutaba ahora.
—Buenos días, Hobley —saludó con voz alta.
—Buenos días, milord.
—¿Tuviste mucho problema para encontrarnos? —preguntó el marqués con
una sonrisa.
—Me tomó algún tiempo, milord, pero traje a su señoría el vino para el
almuerzo. Se está enfriando en el estanque.
—¿Está el agua muy fría? —preguntó el marqués.
—Solo está fresca, milord.
—Entonces, creo que la probaré.
Fue hacia el estanque, al decir eso. Se quitó la bata y se lanzó al agua que
estaba, como había dicho Hobley, fresca y vigorizante, pero no helada.
Una vez que Fabius terminó de nadar, Hobley lo afeitó y cuando el valet
comprendió que su amo ya no lo necesitaba, volvió a la casa.
El marqués subió a la carreta y se sentó en la orilla de la cama, para
contemplar a su amada, que continuaba dormida. Sin embargo, un momento
más tarde, abrió los ojos.
Una dicha inefable iluminó su rostro al ver al marqués. Éste se inclinó
hacia ella y Saviya le echó los brazos al cuello.
—¡Es… cierto! —murmuró somnolienta—. ¡Temí que lo de anoche
hubiera sido solo un… sueño maravilloso!
—¿Tú crees eso en verdad… que fue maravilloso, mi amor?
—Fue tan increíble mi felicidad, que nunca imaginé siquiera que el amor
pudiera ser así de perfecto.
Los labios de él apresaron los de ella. Entonces, al sentir la suavidad con
que Saviya se entregaba a él, los besos del marqués se volvieron más y más
apasionados, hasta que todo quedó olvidado, excepto la ineludible necesidad
que tenían uno del otro…
Fue mucho tiempo más tarde que Saviya bajó corriendo la escalinata de la
carreta, para dirigirse a la hoguera todavía encendida.
—Debes tener mucha hambre —dijo—. Solo una mala esposa permite que
su marido pase tanto tiempo sin alimento.
—¡Estaba yo hambriento de algo menos material! —contestó el marqués y
sonrió al ver que Saviya se ruborizaba.
Ella se ocupó de preparar los huevos que Hobley había traído y los cocinó
con esmero sobre la fogata.
Todo el tiempo sintió la mirada de Fabius y se dijo que su vestimenta no
debía ser muy púdica, con solo una bata de seda encima, y la cabellera suelta
cayendo a los lados.
—Me haces sentir avergonzada —protestó ella.
—Te adoro cuando te sientes así.
Ella le sirvió y él terminó con todo. Cuando Saviya se disponía a recoger
las cosas, el marqués le dijo:
—Deja eso a Hobley, Saviya, y ven aquí conmigo.
Ella le sonrió de forma provocativa.
—¿Me lo estás ordenando?
—¡Por supuesto! ¡Y no te atrevas a desobedecerme!
—¿Qué harías si lo hiciera?
—Te encerraría en los calabozos de mi castillo y te torturaría hasta que te
rindieras completamente a mí. Te amo con locura, mi cielo; pero voy a ser
siempre tu amo. Ven acá, preciosa mía.
Y Saviya corrió a sus brazos, como un niño que buscara refugio en el
regazo de su madre.
Las horas trascurrieron con rapidez. Los dos se tendieron bajo los rayos
del sol, a hablar de ellos mismos y de su amor. Más tarde, cuando aumentó el
calor, el marqués convenció a Saviya de nadar en el estanque. Y él pensó, al
admirarla, que no podía haber en el mundo nada más bello que la perfección
de su cuerpo blanquísimo, deslizándose entre las aguas plateadas.
Iba a morir la tarde, cuando el marqués sugirió.
—Creo que ya debemos irnos, mi amor.
—¿Irnos? ¿Adonde?
—A casa. Hoy vamos a casarnos.
—Pero… ¡si ya estamos casados!
—Lo estamos, de acuerdo, y hemos quedado unidos de manera indisoluble.
Pero, también quiero casarme contigo, Saviya, de acuerdo con las leyes de
Inglaterra y recibir la bendición de mi Iglesia, que espero algún día será
también la tuya.
—La ceremonia de ayer es para mí sagrada y me ha unido a ti de tal
manera, que ya te pertenezco y no podría pertenecer nunca a nadie más. Pero
supongo que para ti es diferente, ¿verdad?
—No, no hay ninguna diferencia —contestó el marqués con firmeza.
—La hay. Para ti las leyes gitanas no son tan importantes como lo son para
mí, aunque ya no sea gitana. Debido a la posición que ocupas, a la importancia
que tienes en la sociedad, es mejor que quedes en libertad de casarte con una
mujer de tu clase, si un día deseas hacerlo.
—¡Tú eres de mi clase! Yo lo supe siempre, aun antes que el voivode nos
dijera que eras hija de un noble.
—Sigo siendo una mujer sin nombre… una doña nadie —contestó Saviya
con amargura—. Déjame estar contigo, porque soy tuya, pero será mejor que
no me convierta en tu esposa de acuerdo con las leyes inglesas, para no
exponerme al desprecio de tus amigos. Nunca olvidaré la forma en que tu
primo se refirió a mí. Él solo expresó con voz alta lo que tus amigos y
conocidos estarán pensando, aunque no tengan el valor de decírtelo en tu cara.
—Ya te he dicho antes, y te lo repito —dijo el marqués—, que no me
interesa lo que digan a mis espaldas. Tú representas el prototipo exacto de la
que soñé como esposa.
Vio la expresión preocupada en los ojos de Saviya y agregó:
—No estoy dispuesto a discutir sobre esto, linda. Tú siempre obedeciste
al voivode y ahora me obedecerás a mí. Eres mía y yo soy quien tomará las
decisiones que afecten a nuestra vida.
Los ojos de ella se clavaron en los suyos y el marqués sintió que se
alegraba de que él hiciera sentir su autoridad.
—Yo haré… lo que tú me pidas —dijo con dulzura después de un
momento.
Tan pronto como se vistieron, caminaron tomados de la mano, hacia las
orillas del bosque, donde el marqués había ordenado que le esperaran con su
faetón. Ayudó a Saviya a subir a él y después recibió las riendas del
palafrenero que lo había llevado hasta allí, y éste saltó a la parte de atrás.
La Casa Ruckley se veía exquisita a la luz del crepúsculo.
Las sombras empezaban ya a alargarse en los prados y las flores formaban
grandes manchones coloridos sobre ellos. La casa misma aparecía
resplandeciente y acogedora.
El estandarte ondeaba por encima del techo y Saviya lo miró con una leve
sonrisa.
—¡Tu estandarte! —exclamó, recordando lo furioso que se había puesto
cuando Jethro ordenó izarlo en su ausencia.
—¡Nuestro estandarte! —corrigió él—, ¡que ondea sobre nuestra casa, mi
amor!
—¿Puedo realmente poseer una parte de algo tan hermoso así?
—Cuanto yo tengo te pertenece, mi amor —contestó el marqués.
—Creo que siempre he anhelado tener una casa —le confesó Saviya—.
Tal vez era algún instinto olvidado o una parte de mi sangre.
Se echó a reír y después suspiró, diciendo:
Tal vez nunca fui gitana de corazón. Solo pensé que lo era. Empiezo a
interpretar ahora muchas cosas sobre mí misma, que antes me desconcertaban.
El marqués detuvo el faetón ante la entrada principal. Bajó de él y ayudó a
Saviya a hacerlo también. Tomados de la mano, subieron la escalinata hacia la
puerta.
Ella llevaba puesto el elaborado vestido de gitana, bordado con
exquisitez, que había usado en la boda y el marqués le ayudó a ponerse los
collares de piedras preciosas en el cuello y los pendientes en las pequeñas
orejas.
Solo le faltaba la corona con la que se había casado, que formaba parte de
los tesoros de los kalderash y que éstos usaban en todas las bodas que tenían
lugar dentro de la tribu.
—Hay tres caballeros esperando a su señoría informó Bush, en cuanto
entraron en el vestíbulo. —Están en el salón.
—¿Son visitantes? —preguntó el marqués con voz aguda.
El capitán Collington los trajo, milord. Llegaron poco después del
almuerzo y yo les dije que su señoría llegaría en las últimas horas de la tarde.
El marqués sonrió.
—¡Charles está aquí! —dijo a Saviya—. Le escribí ayer para decirle que
estaba vivo. Me imagino que no pudo resistir la tentación de venirse a
cerciorar de la verdad.
Todavía con Saviya de la mano, el marqués se dirigió hacia el salón. Un
lacayo les abrió la puerta y entraron.
Había tres hombres en el extremo más lejano de la habitación. Cuando
vieron entrar al marqués y a Saviya, se pusieron de pie.
—¡Fabius, nunca en mi vida sentí tanto alborozo, como al recibir tu nota!
—exclamó Charles Collington.
Cruzó la habitación en dirección del marqués, mientras hablaba, con las
manos extendidas.
—¿Estás bien? —preguntó, estrechando la mano de su amigo.
—Me he recuperado del todo, gracias a Saviya —contestó el marqués—.
Pero vi la muerte muy de cerca.
—Su señoría me escribió diciéndome lo maravillosa que ha sido para con
él —dijo el Capitán Collington dirigiéndose a Saviya. Ella le sonrió y él le
tomó la mano para besarla—. Yo y todos los amigos de Fabius tenemos una
gran deuda de gratitud hacia usted —añadió con evidente sinceridad.
Mientras él hablaba, el marqués se había acercado a los otros dos
caballeros, que esperaban de pie frente a la chimenea.
Uno de ellos era Sir Algernon Gibbon; el otro era un hombre al que el
marqués no había visto nunca.
—¡Me he enterado de la milagrosa historia de su salvación! —comentó Sir
Algernon—. Cuando su primo me dijo que había caído en una emboscada y
había sido asesinado por Saviya, jamás le creí. Pero no había manera de que
refutara cuanto él decía.
—Todo está bien cuando termina bien señaló el marqués, que evitaba
comentar lo sucedido.
Miró con expresión interrogante al desconocido que se encontraba junto a
Sir Algernon.
—Permítame presentarle —dijo Sir Algernon de manera pomposa—, al
Conde de Glencairn, a quien he traído aquí por un motivo muy especial.
El marqués extendió la mano, pero para su sorpresa, el hombre al que
acababa de ser presentado no lo miraba a él, sino a Saviya, quien en ese
momento se aproximaba hacia ellos, conversando animadamente con Charles
Collington.
La estaba mirando de una forma tan extraña, que no atendió al saludo del
marqués, dejando a éste con la mano tendida…
Entonces, como si todos comprendieran que algo extraño estaba
sucediendo, se produjo un profundo silencio, hasta que el Conde de Glencairn
exclamó con voz ahogada:
—¡Es increíble!
En seguida, dirigiéndose a Saviya, agregó:
—¡Eres la viva imagen de tu madre!
Saviya lo miró con ojos muy abiertos, hasta que Sir Algernon pareció
comprender que a él le correspondía dar las explicaciones del caso.
—Saviya —dijo—, el Conde de Glencairn desea ver esa marca de
nacimiento que tiene usted… la cabeza del halcón, que me mostró cuando
estuvimos aquí semanas antes.
—Ya no hay razón para que me la muestre —le interrumpió el Conde de
Glencairn antes que Saviya pudiera contestar—. Ella es mi hija… la hija que
supuse muerta y de cuya venturosa existencia me enteré hace apenas seis años,
cuando murió mi segunda esposa.
—¿Yo… yo soy… su hija? —preguntó Saviya, con una vocecita casi
inaudible.
—Eres mi hija —insistió el Conde de Glencairn con firmeza.
—Entonces… ¿tengo un… nombre?
—¡Claro que lo tienes! —contestó él—. Eres Lady María Concepción
McCairn. Eres mi María, mi hija mayor… de quien me dijeron que había
muerto, cuando contaba solo quince meses de nacida. Cuando supe que te
habían regalado a los gitanos, pensé que no te recuperaría jamás.
Saviya estaba muy pálida. Como si temiera admitir lo que escuchaba, puso
su mano en el brazo del marqués. Éste cubrió sus dedos con los suyos, en un
gesto de cariñosa comprensión.
—Como es usted el padre de Saviya, milord, creo que debo informarle que
nos hemos casado ya en una ceremonia gitana. Ahora tengo el honor de pedirle
su consentimiento para casarme con ella de acuerdo con las leyes de nuestro
país.
—¿Debo perder a mi hija, cuando recién acabo de encontrarla? —preguntó
el conde, pero sonrió al decirlo.
—¿Cómo fue que logró encontrarme? —preguntó Saviya.
—A mí se me debe tal mérito —intervino Sir Algernon Gibbon con orgullo
—. Cuando el marqués y Charles Collington pensaron que me habían ganado
mil guineas porque habían hecho pasar a una gitana por una dama de alcurnia,
yo estuve dispuesto a reconocer que había perdido y a pagar mi deuda.
—Yo sentí que ponía de manifiesto un gran espíritu deportivo —observó
Charles Collington.
—Me alegro que lo haya sentido así —contestó Sir Algernon—, aunque yo
tenía la certeza de que Saviya era de sangre azul.
—¿Cómo pudo saberlo? —preguntó el marqués.
—Porque del fondo de mis recuerdos —contestó Sir Algernon—, surgió la
idea, cuando se mencionó el asunto de la marca de nacimiento, de que había
una familia noble cuyos miembros llevaban la marca del halcón.
—¡Pensé qué eso probaba que yo era… bruja! —murmuró Saviya.
—No —declaró Sir Algernon—, después de meditarlo un poco, llegué a la
conclusión de que era usted una McCairn.
—Es verdad —intervino el conde—. Esa marca de nacimiento ha sido
característica de los míos desde hace muchas generaciones. No todos en la
familia la tienen, pero aparece con más frecuencia entre las mujeres que entre
los hombres. De cualquier modo, aparece, y nuestro escudo de armas contiene
la cabeza del halcón.
—Debemos sentirnos muy agradecidos —dijo el marqués—, de sus
asombrosos conocimientos de genealogía, Gibbon.
—En cuanto recordé a qué familia pertenecía esa señal —informó Sir
Algernon—, escribí al conde pidiéndole una entrevista. Él me contestó que a
su venida a Londres me visitaría. Mientras tanto, su primo Jethro proclamaba
su muerte y existía ya una orden de arresto contra Saviya.
—Yo hubiera querido encontrarla de cualquier manera —observó el
conde.
—Por fortuna, Charles Collington recibió ayer la carta del marqués, y
pude darle noticias afortunadas sobre su hija.
—No pueden ser mejores, por cierto —exclamó el conde y, volviéndose
hacia Saviya, agregó—: ¡Si solo supieras lo que he sufrido por ti estos últimos
seis años!
—¿Usted nunca sospechó que la niñita que habían sepultado no era la
suya? —preguntó el marqués.
—¡No, en lo absoluto! —contestó el conde—. Yo no estaba en casa cuando
esto ocurrió. Volví al día siguiente de los funerales, que habían sido dispuestos
por mi esposa, la madrastra de María.
—Me imagino que fue la vieja niñera la que le informó lo sucedido —
intervino el marqués—. Nosotros hemos oído la historia de labios del jefe de
la tribu gitana, que crió a Saviya como si fuera su propia hija. Pero antes que
usted nos cuente su versión, hay algo que me gustaría saber: ¿por qué es
morena Saviya? No se parece en nada a usted.
—No, por supuesto —contestó el conde.
Aunque su cabello era ya casi blanco, sin duda de joven debió ser de tono
rubio rojizo, peculiar de los escoceses.
—La explicación es muy simple: mi esposa era española —contestó.
—¡Española! —exclamó Sir Algernon—. ¡Por supuesto! ¿Cómo no se me
había ocurrido?
—Mi familia siempre tuvo una inmensa propiedad en España —continuó
el conde—. Está cerca de Segovia. Cuando estuve allá, siendo joven, me
enamoré de una preciosa condesa, vecina nuestra. Me casé con ella y me la
llevé a Escocia, pero murió al dar a luz a nuestra hija.
Se detuvo y volviéndose a Saviya dijo con una voz ronca por la emoción:
—Cuando te vi cruzar el salón hace unos instantes creí ver nuevamente a tu
madre. El parecido es sorprendente.
—Ahora relaten toda la historia —pidió Charles Collington—, desde el
principio.
El marqués contó en breves palabras lo que el voivode les había revelado
a Saviya y a él, apenas el día anterior. Y el conde confirmó que coincidía con
lo que la vieja niñera le había contado.
Sonrió a Saviya al decir:
—Solo hay una cosa que debo agregar y que espero, querida mía, que no te
desilusiones demasiado: no eres la heredera de mi título. Me casé por tercera
vez y hace dos años mi esposa, que es mucho más joven que yo, dio a luz dos
varoncitos gemelos. Por lo tanto, ya hay un McCairn del sexo masculino para
heredar el condado.
—Eso me alegra mucho —comentó el marqués—. No quiero que mi
esposa se ocupe de ninguna propiedad que no sea la mía.
Cuando terminó, miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea y
se puso de pie.
—El reverendo estará listo para casarnos, en mi capilla privada, dentro de
media hora exacta. Considero, milord, que a usted le gustaría entregarme a su
hija ante el altar. ¿Y qué puede ser más deseable que mi padrino de bodas, sea
mi mejor amigo y como testigo de la ceremonia, firme Lord Algernon, cuya
sabiduría logró el encuentro de mi futura esposa con su padre?
El marqués tomó a Saviya del brazo y la condujo hacia la puerta.
—Arriba, mi amor —dijo con voz baja—, encontrarás un vestido blanco
que ordené ayer de Londres, junto con alguna ropa más que espero te guste.
Proceden de la misma casa de modas que nos proporcionó el vestido verde
con el que tratamos de engañar a Sir Algernon.
—¡Todavía no puedo creer que todo esto sea verdad! —dijo Saviya—.
Ahoya ya no tengo por qué avergonzarme de ser tu esposa.
—Nunca hubo razón alguna para que te sintieras avergonzada —protestó el
marqués—. Pero si saber que perteneces a una noble familia escocesa te hace
feliz, también me hace feliz a mí.
Se llevó las manos de ella a los labios y besó sus dedos, uno por uno. Ella
lo miró a los ojos y por un segundo ambos se quedaron inmóviles.
—¡Te amo! —pronunció el marqués con voz baja—. Y quiero estar solo
contigo.
—¡Yo… también! —murmuró Saviya.
—Realizando un gran esfuerzo, retiró sus manos de las del marqués y
subió por la escalera.

***

E ra ya cerca de la medianoche, cuando el marques despidió a Hobley.


Fue muy larga la sobremesa de esa noche, porque Saviya y su padre habían
tenido que contarse muchas cosas y los demás los habían escuchado con
profundo interés.
La boda había sido muy hermosa. Fueron entonados bellísimos trozos de
música en el órgano de la capilla, en lugar de música gitana, y reinó una
atmósfera de fe y recogimiento distinta a la de la noche anterior.
Saviya estaba muy hermosa, y muy convencional, con un velo de encaje
que tenía siglos de pertenecer a la familia Ruckley, con la tiara de brillantes
de las antepasadas de su prometido sobre su oscuro cabello y con un ramo de
azucenas blancas en las manos.
La noche anterior el marqués no le había dado un anillo; pero esta noche le
había colocado en el dedo anular de la mano izquierda un anillo que había
pertenecido a su madre, y él sentía que ese anillo los ataba todavía más.
Al terminar la ceremonia, él había levantado el velo de Saviya y la había
besado con fervor en los labios.
Advirtió que ella estaba tan conmovida como él.
—¡Te amo! —murmuró el marqués, cuando salieron de la capilla y
caminaron por un pasillo que conducía a la parte más familiar de la casa.
—¡Ahora sí soy tu esposa por todas las leyes! —exclamó ella—. ¿Sabes?
Quisiera proclamar al mundo entero que soy tuya y que soy quien soy.
—Lo harás cuando aparezca el anuncio de nuestra boda en The Gazette
pasado mañana —repuso el marqués con una sonrisa—. Y ya no quedará duda
en la mente de nadie respecto a con quién me casé.
—Tú sabes que no estoy pensando en mí, sino en ti.
Lo sé, pero me alegro por los dos, corazón mío. Ahora tienes ya nombre,
raíces, una numerosa familia y una estirpe.
—¡Estás tratando de asustarme! —dijo ella en tono acusador, pero sus ojos
sonreían.
—Solo te estoy recordando que has adquirido fuertes responsabilidades.
¡Se acabó eso de trotar despreocupada por el mundo, en una carreta!
—¡Si hablas así, creo que voy a escaparme! —lo amenazó ella, aunque él
comprendió que estaba bromeando.
—Nunca me dejarás —contestó él muy serio—, porque sabes muy bien
que no podría vivir sin ti. Estarás siempre conmigo, Saviya. Y como hemos
estado a punto de perdernos mutuamente, jamás permitiré que desaparezcas de
mi vista.
Después de la boda, fue servida una cena de gala, que resultó muy
diferente a la fiesta gitana de la noche anterior.
Los numerosos platillos fueron servidos por lacayos de peluca empolvada,
en fuentes de plata. Se bebió champaña, pero en copas de cristal y no en
fabulosos copones incrustados de piedras preciosas.
La conversación fue larga, pero muy amena. Sin embargo, el marqués no
solo quería estar a solas con su esposa, sino que tenía en mente que al clarear
el nuevo día iniciarían su viaje de luna de miel.
—Es extraño, pero yo pensé desde un principio que fuéramos a gozar de
nuestra luna de miel a España —dijo el marqués dirigiéndose al conde.
—Deben visitar a los familiares de María —opinó el conde—. Yo les daré
cartas de presentación para ellos. Si usted no ha estado antes de ahora en
España, muy pronto se dará cuenta de lo hermosas que son las españolas.
—Solo tengo que mirar a mi esposa para darme cuenta de ello —contestó
el marqués.
Había sido un día inolvidable, se dijo a sí mismo cuando por fin dio unos
golpecitos en la puerta de comunicación entre su dormitorio y el de Saviya.
Sin aguardar respuesta, entró.
La habitación estaba en la oscuridad, excepto por la luz procedente del
fuego encendido en la chimenea.
Era de esperarse, pensó el marqués, que Saviya hubiera hecho encender el
fuego. Era casi un símbolo de la vida de gitana que había llevado hasta
entonces.
Sin embargo, el calor del día había pasado y esta noche afuera soplaba un
viento helado, que hacía necesario el fuego.
Cruzó la habitación y en la oscuridad, los postes de la cama le hicieron
recordar los troncos de los árboles que los habían rodeado la noche anterior.
Saviya estaba sentada en un tapete hecho con la piel de un oso blanco,
frente a la chimenea.
El marqués notó que había bajado los cojines de las sillas, para rodearse
con ellos. Pero estaba sentada muy erguida, con su largo cabello oscuro
cayéndole más abajo de la cintura.
Había aroma de flores, pero éste procedía de los ramos que adornaban las
mesas laterales. Se percibía también la fragancia exótica del cabello de
Saviya, ese perfume extraño, inolvidable, que el marqués notara esa primera
vez que la llevó en brazos, después de haberla arrollado con el faetón.
Se quedó de pie, contemplándola, muy alto y apuesto.
Cuando ella levantó el rostro, había una sonrisa en sus labios y una
expresión en sus ojos que hizo que el corazón del marqués diera un vuelco en
su pecho.
—Estás muy hermosa, vida mía.
—Quiero que tú… me veas así.
—¿Es que acaso podría verte de otra manera?
La luz del fuego iluminaba el rostro de ella y el marqués se preguntó si
alguna otra mujer podría estar tan atractiva, tan misteriosa y al mismo tiempo
tan deseable como ella.
El viento sacudió las ventanas y produjo un extraño silbido en la
chimenea.
—Sopla un viento muy frío esta noche —comentó el marqués en tono
distraído—. Me alegro que vayamos a dormir en una cama.
—¿Estás seguro de… eso? —preguntó Saviya.
Él se dio cuenta de que había ahora esa sonrisa levemente burlona en los
labios de su amada que tanto le había fascinado cuando se conocieron.
Él se inclinó para ayudarla a levantarse, pero al hacerlo, los brazos de ella
le rodearon el cuello, obligándolo a descender hasta quedar recostado a su
lado.
—¡Saviya! —exclamó él con voz ronca.
Entonces sintió cómo los labios de Saviya buscaban los suyos con frenesí
y cuando sus bocas se unieron, él sintió que el corazón de la joven palpitaba
aceleradamente contra el suyo.
—¡Te amo! —Hubiera querido decirle.
Pero fue arrastrado por una magia indescriptible… un hechizo tan
poderoso que ambos se perdieron en un éxtasis en el cual no eran necesarias
las palabras.

FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crio en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su esposa
Mary (Polly). Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su abuelo,
James Cartland, se suicidó.
Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra
Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a Barbara
y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en 1940,
durante la Segunda Guerra Mundial.
Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una
institución educativa de Hampshire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica. Era
toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera
novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.
Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su mansión
del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de cartón y al
pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.

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