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Jean D'ATBUBERT. Discours préIiminairc a l' Encyclopédie (17 5l)
La obla que iniciamos (y que deseamos concluir) tiene dos propósitos: como E,núclopedia, debe
exponer en lo posible el orden y la correlaciín de los conocimientos humanos; como Dicdonario
tazonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y sobre cada
atte,ya sealiberal,yamecánica, los principios genetales en que se basaylos detalles más esenciales
que constituyen el cuerpo y la sustancia de la misma. Estos dos puntos de vista, de Enciclopedia y de
Dicdonario tazonado, determinarán, pues, el plan y la división de nuestro Discurso pre/iminar. Vamos a
considerados, a seguirlos uno ffas otro, y dar cuenta de los medios por los cuales hemos tratado de
cumplir este doble objeto. A poco que se haya reflexionado sobre la relación que los
descubrimientos tienen entre ellos, es fáct advertit que las ciencias y las artes se prestan
mutuamente ayuda, y que hay por consiguiente una cadena que las une. Pero si suele ser difícil
reducir a un corto número de reglas o de nociones generales cada ciencia o cada atte en particular,
no lo es menos encerrar en un sistema unitario las tamas infinitamente variadas de la ciencia
humana. El primer paso que tenemos que dar en este intento, es examinat, petmítasenos la palabta,
la genealo g" y Ia lüactín de nuestros conocimientos, las causas que han debido dades origen y los
caracteres que los distinguen; en una palabra, remontamos al origen y a la generación de nuestras
ideas. Independientemente de las ayudas que obtendremos de este examen para Ia enumeración
enciclopédica de las ciencias y de las artes, no podrían faltat al ftente de un Dicúonario raqonado de lo¡
co n o dm i e nto¡ hum anr¡s.
Se pueden dividir todos nuestros conocimientos en directos y reflexivos. Los directos son los que
recibimos inmediatamente sin ningun^ oper^ción de nuestra voluntat, que, encontrando abiertas,
por decirlo así, todas las partes de nuestra alma, entran en ella sin resistencia y sin esfuerzo. Los
conocimientos reflexivos son los que el entendimiento adquiere operando sobre los directos,
uniéndolos combinándolos. Todos nuestros conocimientos ditectos se reducen a ios que
y
recibimos por los sentidos de donde se deduce que todas nuestras ideas las debemos a nuestras
sensaciones. Este principio de los primeros filósofos ha sido dutante mucho tiempo considetado
como un axioma por los escolásticos; para que le dndieran este honor, bastaba con que fuera
antiguo, y hubieran defendido con parejo calor las fotmas sustanciales o las cualidades ocultas. En
consecuencia, esta verdad fue tatada, en el renacimiento de la filosofía, como las opiniones
absurdas, de las cuales se la habría debido distinguir; fue proscrita con estas opiniones, porque no
hay nada tan peligroso para lo verdadero y que tanto lo exponga ser desconocido como Ia ahanza
^
o la vecindad con el error. El sistema de las ideas innatas, seductor en varios aspectos, y más
impresionanteacaso porque era menos conocido, sucedió alaxtoma de los escolásticosi I, después
de reinar mucho tiempo, conserva aún algunos adeptos; tanto le cuesta a la verdad recuperar su
puesto cuando Ia han arojado de él los prejuicios o el sof,sma. En fin, desde hace bastante poco
tiempo, se reconoce casi generalmente que los antiguos tenían raz6n, y no es este el único punto en
el que comenzamos a acercarnos a ellos. Nada más indiscutible que la existencia de nuestras
sensaciones; así, pues, para probar que son el principio de todos nuestros conocimientos, basta con
demostrar que pueden sedo; pues, en buena filosofía, toda deducción basada en hechos o verdades
reconocidas es prefedble a la que se apoya sólo en hipótesis, aunque ingeniosas. ¿Pot qué suponer
que tengamos de antemano nociones puramente intelectuales, si, pan fotmailas, no rlecesitamos
más que teflexionar sobte nuesttas sensaciones?
Lo pdmero que nuestras sensaciones nos enseñan, y que ni siquieta se distingue de las mismas, es
nuestra existencia; de donde se deduce que nuesttas primeras ideas teflexivas deben recaet sobre
nosotros, es decir, sobre este pr{ncipio pensante que constituye nuestta naixaleza, y que no es
diferente de nosotros mismos. El segundo conocirniento que debemos a nuestras sensaciones es la
existencia de los objetos exteriores, entre los cuales debe set incluido nuestro propio cuerpo, puesto
que nos es, por decido así, exterior incluso antes de que hayamos discernido la natunleza del
principio que piensa en nosotros. Estos objetos innumerables producen en nosottos un efecto tan
poderoso, tan continuo y que nos une de tal modo a ellos, que, pasado un primer instante en el que
nuestras ideas reflexivas nos llaman a nosotros mismos, nos vemos obligados a salir de nosoffos
por las sensaciones que nos asedian desde todas partes y que nos arrancan de la soledad en que
permanecedamos sin ellas. La multiplicidad en estas sensaciones, el acuerdo que advertimos en su
testimonio, los matices que en ellas observamos, los afectos involuntati.os que nos hacen sentir,
comparados con la determinactón voluntaria que pteside nuesttas ideas teflexivas, I Que no opera
sino sobre nuestras sensaciones mismas; todo esto produce en nosotros una inclinaci6n insupetable
a asegurar la exi.stencia de los objetos a los que referimos esas sensaciones, y que nos parecen ser ia
causa de las mismas; inclinación que muchos filósofos han considerado obra de un Sersaperiory el
argumento más conveniente de la existencia de esos objetos. En efecto, no habiendo ninguna
relación entre cada sensaci6ny el objeto que la ocasiona,o aI menos al cual la referimos, no parece
que se pueda encontrar, mediante eI razonamiento, paso posible de una a otto; no hay más que una
especie de instinto, más seguro que la nzón misma, que pueda obligarnos a franquear t^n gnn
intervalo, y este instinto es tan vivo en nosotros, que, aunque supusiéramos por un momento que
subsistiría mientras los objetos extedores dejaran de existir, estos mismos objetos resucitados de
pronto no poddan aumentar la fuerza de aquel instinto. Juzguemos, pues, sin vacilar, que nuestras
sensaciones tienen, en efecto , fueta de nosotros, la causa que les suponemos, puesto que el efecto
que puede resultar de la existencia real de esta causa no podría diferir en modo alguno del que
experimentamos, y no imitemos a esos filósofos de que habla Montaigne, que, intetrrogados sobre
el principio de las acciones humanas, inquieren todavía si existen hombres. Lejos de pretender
proyectar nieblas sobre una verdad reconocida hasta pot los escépticos cuando no disputan,
dejemos a los metafísicos preclaros el cuidado de desarrollat el pdncipio; a ellos incumbe
determinar, si ello es posible, qué gradación observa nuestra akna en este primer paso que da fuera
de sí misma, impulsada, pot decfulo así, y a la vez retenida por innumerables percepciones que por
una parte la llevan hacia los objetos exteriores y que por otra parte, que no pertenece ptopiamente
más que a ella, parecen circunscribide un espacio estrecho del que no le petmiten salir.

Jean D'ArnuBERT. Discours préIiminairc a L' Encyclopédie (17 5l)


Algunos tenían un interés real en oponerse al de la filosofia. Falsamente persuadidos de que
^v^nce
las creencias de los pueblos son mucho más seguras si se ejercen sobre objetos diferentes, rlo se
contentaban con exigr para nuestros misterios la sumisión que merecen, sino que trataban de erigr
en dogmas sus opiniones particulares; y eran estas opiniones mismas, más que los dogmas, las que
querían poner a seguro. Con ello habúan dado a la religión el golpe más terible, si ésta fuera obra
de los hombres, porque eta de temer que, una vez feconocidas como falsas sus opiniones, el
pueblo, que no discierne nada, tratase de la misma m nerl- las verdades con las que habían tratado
de mezcladas. Otros teólogos de menor fe, pero también peligrosos, se sumaban a los primeros por
otros motivos. Aunque la religión esté únicamente destinada a regular nuestras costumbtes y
nuestra fe, Ia cteían hecha para explicarnos también el sistema del mundo, es decir, lo que el
Todopoderoso ha dejado expresamente a nuestra discusión. No se hacían la reflexión de que los
libros sagtados y las obras de los Santos Padres, hechos para mos:rar al pueblo y a los filósofos 1o
que hay que practic^t y creer, no debían hablar otra lengua que la del pueblo sobre cuestiones
indiferentes. Sin embargo, venció el despotismo teológico o el prejuicio. Un tribunal que llegó a ser
poderoso en el sur de Europa, en las Indias, en el Nuevo Mundo, y en el que la fe no otdena creer,
ni Ia caridad aprobado, y que más bien la religión teprueba, aunque esté formado pot ministtos
suyos, y cuyo nombre no ha podido Fnncta acostumbtarse a pronunciar sin tetror, condenó a un
célebre astrónomo por haber sostenido el movimiento de la Tierca y 1o declarí hercje; casi lo
mismo que, var{os siglos antes, la condenaciín por el Papa Zacanas de un obispo por no haber
pensado como San Agustín sobre los Antípodas, y por haber adivinado su existencia seiscientos
años antes de que Cristóbal Colón los descubrien. Así, el abuso de la autoridad espiritual , unrda a la
temporal, obligaba al silencio a Ia taz6n, y poco falt6 para que se ptohibiera pensar al géneto
humano.
Mientras que adversarios poco instruidos o mal intencionados hacían abiertamente Ia guena a Ia
fi-losofía, ésta se refugiaba, por así decirlo, en las obras de algunos grandes hombres que, sin tenet la
peligrosa ambicíón de arcancar la venda de los ojos a sus contemporáneos, preparaban de lejos, en
la sombra y en el silencio, Ia\uz que debía alumbrar al mundo poco a poco y por grados insensibles.

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