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Cuando nací mis papás eran muy jóvenes y compartían un departamento de dos

ambientes con mi tía y su pareja en la calle Malabia. Era un primer piso oscuro con un
patio interno ínfimo. Al poco tiempo de que me trajeran a casa, mis tíos se mudaron para
darle más espacio a esta nueva mini familia, en este viejo mini departamento. Yo no sé
hasta qué edad vivimos ahí. Pero me acuerdo que cuando nos mudamos ya estaba en
edad suficiente de pasarme desde mi cama a la cama de mis padres todas las noches.
Cuando mis padres se separaron y nos mudamos de ahí, empezó para mi mamá y para mí
una sucesión de mudanzas espaciadas por el lapso de lo que dura un contrato de alquiler.
Dos años en un departamento, dos años en otro, y así…
Fueron tantas las casas en las que viví durante mi niñez que me es imposible recordar
alguna de manera completa. Solo me quedan fragmentos de cada una: está la que tenía
paredes y alfombras rosas (yo le decía la casa de las barbies), la del balcón enrejado, la
que daba al jardín de un geriátrico, etc… A veces pienso que sería divertido recrear un
espacio habitable usando todos los fragmentos de mis anteriores casas a ver qué sale,
como un cadáver exquisito urbano. 
 
Cuando entré en la preadolescencia mi mamá pudo comprar nuestro primer hogar. La
odisea departamentística había terminado y pudimos asentarnos en un mismo lugar
durante varios años. 
Este nuevo departamento significó un cambio sustancial en la manera de relacionarnos
con nuestra casa. Por primera vez las paredes eran nuestras paredes y podíamos hacer las
modificaciones que quisiéramos porque total, no tendríamos que abandonarlas al cabo de
un par de años. A medida que pasaba el tiempo y se juntaba algo de plata, ocurrían
renovaciones acordes al gusto estético de mi mamá.
Yo solo podía tocar sobre la superficie: un cuadrito colocado acá, una planta allá… Ah,
pero el color de la pintura de mi cuarto sí lo elegí yo, un amarillo maíz que en la teoría
estaba bueno, al ser un color claro abría las dimensiones del espacio, pero en la práctica te
hacía sentir como que siempre era verano y  junto con la cantidad de decoraciones y
chirimbolos que juntaba, daba la sensación de que estabas metido en un licuado de
durazno tibio.
 
Algo que no cambió nunca, ya sea viviendo en lugares alquilados o en una casa propia, fue
la relación de mi madre con el orden. Nunca conocí persona más organizada y pulcra. Mi
mamá podía estar 9 horas trabajando en la oficina y al llegar de trabajar y encontrarse con
el caos que había dejado yo, se ponía a acomodar todo con paciencia oriental. Era casi
terapéutico verla así. Y sin embargo nunca pude ser como ella, más bien todo lo contrario.
Mi pareja dice que se puede trazar un mapa de todas las actividades que hice en el día
simplemente viendo como quedó la casa al llegar la noche.
Pero es que no le doy tanta importancia al orden externo de las cosas y puedo vivir en un
ambiente caótico por bastante tiempo, hasta que de golpe la situación se desmadra y una
alarma que quien sabe de dónde salió y como se activó, suena adentro mío indicando que
es EL momento de reacomodar.
Pero aun así mi orden es desordenado, puedo estar lavando los platos, pero los platos
son muchos y ya me aburrí de lavarlos uno por uno, así que mejor sigo barriendo el piso, y
mientras barría el piso encontré la pelota de la gata que había quedado abajo del sillón,
entonces me pongo a jugar con la gata.
Realmente me es difícil y requiere para mí una concentración enorme llegar a acomodar
mi casa por completo. Yo creo que funciono mejor bajo la presión de la visita de amigos o
algún familiar para arrancar el motor y ponerme a ordenar y limpiar hasta terminar.
La verdad es que me hubiese gustado seguir los pasos de mi mamá en ese sentido, pero
tampoco es que reniego de mi forma de relacionarme con mi casa ahora que me
independicé. En verdad hace ya tres años que me fui de la casa de mi madre, de la
estabilidad de la casa propia, para repetir el ciclo de los alquileres hasta quien sabe
cuándo.
No me preocupa volver al ruedo porque en esas condiciones nací y después de tantos
años ya estoy acostumbrada. Escuché decir que mudarse tantas veces durante la infancia
genera ciertos traumas. Desde mi perspectiva, cambiar de casa siempre fue una nueva
aventura. Era un nuevo espacio para conocer y transformar. Creo que eso me dio las
herramientas para convertir cualquier lugar en un pequeño hogar transitorio, y así
llevarme a mi casa a donde quiera que vaya, con el caos y todo.
 
 
 

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