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No hay cosa que me guste más que revisar los altillos, llenos de polvo,

cosas y ese olor característico que grita recuerdos. Desde pequeña, cuando

venía a visitar a mis abuelos en su casa de la playa, me gustaba escabullirme

cuando mi abuela no me veía, ya que estaba distraída cocinando, y subir esas

largas escaleras color madera y jugar con todo lo que estaba guardado ahí.

Hace años que no pisaba la casa de mis abuelos, hace años que no iba a

ese pueblito con esa playa que, aunque es chiquita, es de las playas más

hermosas que hay. El tiempo pasa y las personas crecen; haberme alejado fue

la segunda peor decisión que tomé en mi vida, y digo segunda porque la

primera fue haber vuelto a esa casa de verano y haber subido de vuelta a ese

altillo.

Este verano decidí volver a la casa de mis abuelos porque mi mamá me

pidió ayuda para limpiar las cosas para poner en venta la casa. Ir de vuelta fue

una montaña rusa de sentimientos: pasar por la cocina y recordar el olorcito

de las medialunas caseras de mi abuela, ver el sillón verde esmeralda y la

televisión vieja, y recordar el programa que tanto me gustaba ver con mi

abuelo. Mi mamá me pidió que vaya a buscar un trapo húmedo al baño; yendo

para allá, me topé con la puerta que da a las escaleras color madera del altillo,

llena de curiosidad y acordándome de mi yo de chiquita, decidí abrirla. Esta

vez me pareció que los escalones eran más pequeños y que la puerta era

menos pesada de lo común. Cada escalón era un recuerdo y un sentimiento de

nostalgia que atormentaba mi cuerpo.


Al llegar al piso del altillo, vi todas las cosas con las que me gustaba

jugar, las herramientas viejas de mi abuelo, las muñecas y la ropa de mi

abuela que tanto me gustaba probarme y modelar. Y por último, vi los estantes

con los libros de aventuras y misterios de mi bisabuela Lela. Esos libros que

tanto me encantaba leer y en los que pasaba horas. Mi abuela me hablaba

mucho de su mamá y de las cosas que hacían juntas; siempre decía que yo la

hacía recordar mucho a ella. Cuando me acerqué al estante, busqué entre los

libros mi libro favorito, "La reencarnación de las vidas pasadas". Amaba ese

libro; lo agarré y al abrirlo, un papel se deslizó por la hoja y se cayó al piso.

Lo levanté y, al darle la vuelta para verlo, quedé demasiado asustada: una

chica idéntica a mí se veía reflejada en la foto, solo que su vestimenta era

antigua y estaba sentada frente a un piano. Me asusté por el gran parecido y,

caminando hacia atrás, me resbalé y me golpeé la cabeza. Me desmayé, no sé

bien por cuánto tiempo.

Cuando abrí los ojos, el altillo estaba limpio y ordenado; las paredes

estaban pintadas de diferente color y había una cama y un escritorio que antes

no estaban. Era una habitación ahora, era todo menos un altillo. Confundida y

tropezandome con las cosas, bajé las escaleras. Cuando vi a mi alrededor, todo

estaba cambiado también. Pensé que era un mal sueño, una pesadilla de la que

pronto despertaría , hasta que una señora totalmente desconocida para mí me

preguntó si estaba bien y si quería merendar algo. Lo más extraño fue que no

me dijo mi nombre, sino que me dijo Lela.


Y ahora estoy escribiendo esto por una máquina de escribir antigua,

deseando algún día volver a mi vida normal, a mi cuerpo y poder dejar de

llamarme Lela Roman, dejar de ser mi bisabuela.

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