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Moda y Cosmética siglo XIX

Alrededor de 1800 el estilo de vestido que estaba en boga en Europa era el denominado estilo imperio
muy identificado con el periodo de la Regencia inglés

El diseño era sencillo, con la cintura muy alta, anudada bajo el pecho, sin marcar la figura, con un largo
hasta los tobillos dejando ver los pies. Las mangas cortas tipo farol o largas ajustadas. Bajo el vestido,
elaborado con telas muy finas como la muselina, se usaban ligeras enaguas de algodón y una especie
de sostén llamado zona para sostener el pecho.

Para protegerse del frío las damas utilizaban abrigos de lana fina; uno de los modelos más utilizados
era una chaquetilla corta del tipo torera, habitualmente con mangas abullonadas y doble botonadura. En
otras ocasiones los vestidos se cubrían con chales

Los mobcaps o cofias de algodón blanco tan populares en el siglo XVIII y los primeros años del XIX
utilizados para cubrir la cabeza en el interior del hogar y posteriormente utilizados por el servicio, fueron
paulatinamente evolucionando hacia los bonnets, un sombrero de ala ancha que se ataba con una
lazada bajo la barbilla. El bonnet se confeccionaba en varios estilos : el cottage bonnet un bonete tipo
campesino, hecho de paja y adornado con sencillez, el sun bonnet, más ancho para proteger la cara de
los rayos solares, el drawn bonnet, un gorro más elegante y elaborado, típico de las damas victorianas
de ciudad, el poke bonnet, o bonete con un velo muy fino que cubría el rostro y el elaborado y recargado
tall-crowned bonnet, con la parte posterior más alta y muy ornamentado con flores, lazos y telas. Los
materiales utilizados para confeccionarlos eran terciopelo, satén, algodón, gasa y paja.

A medida que avanzaban los tiempos y la sociedad industrial adquiría un mayor nivel adquisitivo, los
trajes fueron haciéndose más recargados, con vistosos bordados, telas llamativas y caras como el
terciopelo y la seda de colores, mientras que lazos y azabaches dotaban de un espectacular acabado a
trajes como los flounced dresses, vestidos de faldas de capas o volantes. Estos vestidos,
contrariamente a los empire gowns, eran muy ajustados al cuerpo, de mangas largas marcando la
cintura con chaquetas estrechas y ceñidas a la cintura. El amplio vuelo de las faldas se conseguía con
enaguas de aros o crinolinas. Su longitud era larga, sin dejar ver los pies de las damas.

Fueron también muy populares en esta época los vestido de princesa,largos, de una sola pieza con un
cuerpo ajustado y una falda con crinolina. Una característica distintiva del vestido era su botonadura que
iba desde la parte superior hasta los pies.

Hacia la segunda mitad del siglo, sobre 1870 un nuevo estilo de vestido se hizo muy popular: el
hourglass dress vestido reloj de arena.

Su forma de reloj de arena con un cuerpo muy ceñido, destacando el busto y la cintura para hacerse
más ancha en las caderas la proporcionaba no sólo el vestido sino también los corsés que tan de moda
se pusieron – y tantos problemas de salud le causaron a las mujeres.

Para acentuar aún más la estrechez de la cintura, el vestido se ancheaba en las caderas y a la altura
del trasero con la ayuda de un polisón. El vestido era largo y se estrechaba a la altura de los tobillos, lo
que hacía difícil caminar. Para complicar aún más las cosas hacia 1880 el vestido se hizo más largo, y
el polisón y la falda incrementaron su tamaño, pero con el corsé lo más apretado posible para contrastar
pecho, cintura y cadera, creando una figura casi imposible.

La similitud de la figura de la mujer con un reloj de arena hizo que a este tipo de vestido se le llamara
hourglass figure dress.

Los materiales utilizados eran sedas, satén y bordados para las ocasiones formales y lana, algodón y
terciopelo para los paseos. Los sombreros eran pequeños, de ala corta pero muy recargados en sus
adornos, con plumas, guirnaldas e incluso pájaros. Por esta época y como complemento de la ropa de
fiesta se pusieron de moda los turbantes de seda, adornados con joyas, plumas y flores, influenciados
por la cultura hindú.

En la última década del siglo, la mujer comenzó a liberarse poco a poco de las incomodidades de los
polisones y las crinolinas, sustituyéndolas por simples enaguas y pantaloncitos o pololos más
adecuados para usar trajes más cómodos y prácticos. La mujer comenzaba a incorporarse
paulatinamente al mundo laboral administrativo y necesitaba libertad de movimientos. Las vistosas
exageraciones de mitad de siglo dieron paso a trajes con falda circular, ceñidas con un cinturón y
acampanadas en la parte inferior, ligeramente más cortas que sus antecesoras, dejando ver sus
botines. Completaba el vestuario de esta nueva mujer una blusa de cuello alto y mangas abullonadas y
una chaqueta corta y ajustada. La cabeza se cubría con un sencillo sombrero pequeño y poco adornado
o por un simpático sombrerete de paja al estilo marinero denominado straw sailor hat, únicamente
engalanado con un lazo o una pluma pequeña.

Los complementos más utilizados por las mujeres victorianas eran los parasoles y los pequeños bolsos,
tipo bombonera, adornados con azabaches y hechos de satén y terciopelo, con elaborados bordados,
abanicos y mutones.

Durante el Romanticismo, las mejillas sonrosadas naturales o fruto del maquillaje dieron paso a una
moda donde una enfermiza palidez se convirtió en un extaño sinónimo de belleza juvenil.

Si una joven no era lo suficientemente afortunada para mostrar en su cara los síntomas de haber sufrido
por amor, lo cual se consideraba un aspecto glamuroso, estaba dispuesta a hacer cual cosa para
conseguirlo, desde beber vinagre para procurarse una palidez sepulcral, a pasar las noches en vela
sollozando con poemas de amor. Además podía conseguir una mirada ligeramente ausente poniendo
unas gotas de belladona en sus ojos. Esta planta recibía su nombre por su capacidad de proporcionar
una imagen bella de la mujer, dilatando sus pupilas, limpiando la mirada y dotándola de un aire poético
y romántico.

Los efectos secundarios de la belladona eran devastadores, causando ceguera y parálisis. Otras
sustancias utilizadas para la piel y los labios , como el óxido de zinc, el mercurio, el antimonio y el
sulfuro de plomo eran utilizadas en productos de belleza , provocando graves problemas de salud a
largo plazo.
Desgraciadamente, el aire ausente y supuestamente romántico que les proporcionaba a las jóvenes
llegó a estar tan de moda, que cualquier riesgo era pequeño comparado con el glamour de un aspecto
enfermizo y de deliberada tristeza.

Jane Austen, siempre adelantada a su tiempo, marcó un antes y un después en la nueva imagen de la
mujer con la descripción admirativa que Mr Darcy hacía de Lizzie Bennet, donde destacaba su
naturalidad, su frescura y su aspecto saludable después de su caminata de casi tres millas en Orgullo y
Prejuicio, sugiriendo que no había nada mejor para el aspecto de una mujer que el aire libre y el
ejercicio.

Esta mujer tenía una tez sonrosada, un aspecto natural y una expresión risueña, incluso un poco
infantil. Una belleza saludable muy alejada de la palidez enfermiza. Según los nuevos manuales de
belleza, una mujer bonita debía mostrarse tal y como era, ya que las pinturas y ungüentos sólo servían
para estropear sus rasgos naturales; una mujer bella no necesitaba en absoluto del maquillaje para
agradar.

Pronto, como en todas las modas, apareció un icono de belleza que era un compendio de todas esas
virtudes: Miss Maria Foote, una actriz más reconocida por su aspecto y su apariencia que por sus
méritos artísticos.

La rígida moral victoriana comenzó a asociar el maquillaje como un signo de vulgaridad propio de
cortesanas y prostitutas, y por ese motivo, ninguna mujer que se considerase elegante y decente debía
utilizarlos.

Para tratar de disimular sus imperfecciones y mostrar un rostro fresco, de piel de porcelana y mejillas
rosadas, las mujeres comenzaron a acudir a los remedios y productos naturales. Los kitchen gardens, o
huertas caseras, proporcionaban todo lo que una joven necesitaba: lavandas, rosas y lirios para obtener
agua de perfume, almendras para extraer su aceite, cera para amalgamar los preparados y conseguir
nutritivas cremas, limones mezclados con clara de huevo o crema de leche y azúcar como exfoliantes y
purés de pepino para obtener mascarillas.

Y de nuevo, esta nueva corriente de belleza natural estaba representada por un nuevo modelo al que
imitar, Eliza Rosanna Gilbert, actriz y bailarina irlandesa, famosa por sus actuaciones como bailarina
española con el nombre artístico de Lola Montez. La artista, más conocida por sus escándalos en las
cortes europeas que por su calidad interpretativa, poseía 26 de las 27 características consideradas
esenciales por los manuales de belleza de la época, para tener una belleza perfecta, las llamadas three
times nine.

Pero la misma sociedad victoriana que animaba a las mujeres a dejar su cara limpia de maquillaje,
convirtió la fabricación y venta de cosméticos en un floreciente negocio que proporcionaba un sinfín de
beneficios a empresas y particulares, que se anunciaban en prestigiosos periódicos y revistas.

Ninguna mujer decente reconocería su uso, pero el ansia por estar atractivas las llevó a usar pociones y
pomadas que les proporcionaban discretamente sus médicos o boticarios, con formulaciones propias, o
bien adquirían a compañías británicas o extranjeras cuyos productos eran enviados por correo.
Mujeres de todas las edades no dudaban en probar todo tipo de cremas, sin garantía médica y que los
avariciosos fabricantes comercializaban sin ningún tipo de prueba previa. Sustancias como el arsénico,
el mercurio o el bismuto pasaron a ser ingredientes destacados de todo tipo de lociones de belleza, y, a
pesar de que muchos médicos avisaban de los peligros de parálisis facial, amarilleo y acartonamiento
de la piel, pocas eran las que abandonaban su uso. Cualquier riesgo era mínimo ante el objetivo de
estar atractivas en todo momento.

A mediados del siglo XIX, la cruzada pública – que no privada – contra el maquillaje era más intensa
que nunca. Se defendía una imagen femenina sin rastro de crema o pintura y un aspecto saludable, casi
rollizo. La imagen fresca y aniñada fue sustituída por una más modesta y fácil de ser copiada: la de una
dama no tan joven, que irradiaba salud y la felicidad que le proporcionaba el cumplimiento de sus
deberes conyugales y familiares.

Al más puro estilo de la Reina Victoria, paradigma de la auténtica dama y modelo a seguir por los
victorianos, las mujeres como Madame Montessier representaban perfectamente esta idea.

Esta prohibición moral del uso de la cosmética y el deseo de obtener la belleza que la genética no había
proporcionado fuera cual fuera el precio a pagar, hizo que embacaudores y charlatanes se
aprovecharan de las damas cuyo máximo deseo en la vida era estar radiante para lograr un matimonio
ventajoso, o en todo caso, un marido.

Una de las consejeras de belleza más famosas de la época fue Madame Sarah Rachel Leverson, más
conocida como Madame Rachel. Su salón estaba en el número 47 de New Bond Street y por ella
pasaban las damas más destacadas de la sociedad londinense. Su método de venta directa, sin
intermediarios, proporcionaba a las damas productos supuestamente milagrosos, elaborados según
formulaciones propias, además de consultas personalizadas para aconsejar a las damas sobre cuáles
eran los tratamientos más adecuados para cada necesidad.

A su salón llegaban acaudaladas damas, en lujosos carruajes y cubietas con tupidos velos para no ser
reconocidas – no olvidemos que una dama bella por naturaleza no necesitaba artificios para brillar y que
además la cosmética era cosa de mujeres mundanas.

Se decía que entre sus más destacadas clientas de estaban la Reina Victoria y la Empreratriz Eugenia
de Montijo ,Reina de Francia. Fuera cierto o no, Madame Rachel alentaba los rumores para dar más
popularidad a su negocio y poder cobrar precios desorbitados por productos con nombres exóticos, que
no pasaban de ser agua perfumada o cremas inocuas, en el mejor de los casos, o productos altamente
tóxicos en otros.

Pero el verdadero negocio de esta mujer no estaba en la venta de cosmética: sibilinamente se


aprovechaba de la ingenuidad de sus preocupadas clientas para que les contara secretos íntimos,
chismes de la sociedad y cualquier hecho del que ella pudiera sacar provecho mediante un posterior
chantaje.
Ninguna de las damas acudía a la policía por miedo a que su secreto fuera revelado y a ser víctima de
la burla pública por acudir a una consejera de belleza. Todas cedían al chantaje de la mujer que les
había prometido que con su ayuda serían Beautiful For Ever, como rezaba el eslogan de su negocio.

Fue finalmente la viuda de un oficial del ejército indio, a quien Madame Rachel había enredado para que
se carteara con un aristócrata inglés, presuntamente enamorado de ella, quien la denunció, al descubrir
el engaño, verse expuesta al escarnio público y privada de la herencia que le correspondía.

El reinado del fraude de los productos de belleza supuestamente exóticos y carísimos, que prometían
milagros de belleza en pocas semanas, terminaba con un escándalo de chantajes y mentiras, cuya
cabeza visible fue Madame Rachel y su negocio.

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