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UNIDAD 2

DERECHO A COMPRENDER. EL ROL DE LA ÉTICA


PROFESIONAL

Palabras preliminares

En la unidad anterior, entre otras cosas, abordamos las nociones de interpretación y de


fuentes del ordenamiento jurídico de acuerdo a las disposiciones del CCyCN.
En esta unidad, pondremos el foco especialmente en una de las fuentes: la ley, y la
necesidad de que sus términos aporten la mayor claridad posible en relación con sus
destinatarios: tanto los operadores jurídicos como la ciudadanía toda.
Es así que recuperaremos la idea de que uno de los derechos que fue ganando
protagonismo en las últimas décadas -y que sitúa a las personas en el centro de la
comunicación- es el derecho a comprender. A continuación lo analizaremos a la luz
del principio de inexcusabilidad del conocimiento de la ley.

Como se ha destacado, que la información esté disponible no significa que esta


información sea cognitivamente accesible y efectivamente conocida. ¿Cuántas
personas son capaces de leer una ley y comprenderla? ¿Pueden conocerse todas las
leyes? ¿Cuántas personas descifran un contrato o una sentencia? ¿Quién puede
quejarse o reclamar algo, si los criterios o las vías para hacerlo no están claros?
Indefectiblemente, garantizar el derecho a conocer y comprender las leyes será una de
las llaves para afianzar la justicia. Trabajar para que esta realidad sea posible es una
misión que deben asumir los profesionales del derecho. Constituye una responsabilidad
que debe abordarse desde la ética, que es parte del siempre continuo proceso de
formación profesional.

1
EL LENGUAJE JUDICIAL Y EL DERECHO A COMPRENDER
Apa, J. M. El lenguaje judicial y el derecho a comprender. Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
Revista Pensar en Derecho Nº 18, Eudeba Editorial Universitaria de Buenos Aires. Sociedad de
Economía Mixta, 2021. Pág. 150-177. Adaptado con fines pedagógicos.

Retomemos algunas ideas ya desarrolladas, y avancemos: el derecho a ser informado,


entendido como derecho a comprender, nos conduce inevitablemente al lenguaje que
utilizamos en ese proceso de comunicación. Podemos decir que existe un sujeto
obligado a informar –el Estado en todas sus expresiones– y otro que tiene derecho a
ser informado –todos los ciudadanos–, y que debe primar entre ellos un código común
de entendimiento que facilite y asegure el éxito de la comunicación. Allí es donde
aparece el lenguaje como nexo entre emisor y receptor del mensaje. De ahí su
necesidad de precisión y claridad como herramientas fundamentales para lograr su fin
comunicacional.
Como bien afirma Pardo (1996), la mayoría de nosotros no somos conscientes de que
la lengua es, en sí, un derecho, sino que lo vemos como algo dado.1 Al observar
cualquier institución del Estado a lo largo de la historia, nos encontramos con sistemas
llenos de burocracia, cerrados, colmados de términos y frases complejas, que no hacen
más que complicar a sus usuarios, atentando contra ese derecho al lenguaje claro, a
entender la información que se da.
Resulta ilustrativa la siguiente frase de Fernando Lázaro Carreter: “Hay en la
Administración de Justicia un ceremonial, un rito, una escenografía y un lenguaje de
reliquia tan feo y tan rancio, tan absurdo y desusado, que ya no basta con decir que es
barroco, sino que es absolutamente arcaico, a veces anterior al siglo XIV. El ciudadano
tiembla cuando recibe del juzgado comunicaciones dirigidas a él que no es capaz de
entender. Quien lee una comunicación judicial no sabe si le llevan a la cárcel o si ha
heredado”.2

Si bien se ha hecho un avance con el juicio oral y público y, más recientemente, con la
implementación de plataformas web que aseguran un fácil y rápido acceso a las
sentencias y legislación, ello no garantiza su accesibilidad por parte de los ciudadanos.

1
Pardo, M. L. (1996). Derecho y Lingüística. Cómo se juzga con palabras. 2ª edición. Buenos Aires:
Ediciones Nueva Visión. P. 170.
2
Lázaro Carreter, F. (1997). El mismo - la misma. En El dardo de la palabra (p.311). Barcelona.

2
Esto debido a que su lenguaje sigue siendo tan oscuro y cerrado que requiere de alguien
que lo explique.

El derecho como ciencia cuenta con


términos propios ajenos al vocabulario
común, aunque ello no justifica su difícil
comprensión. Podemos decir lo mismo
con palabras más simples. Así, por
ejemplo, es evidente que el lenguaje
utilizado en los procesos judiciales se
encuentra alejado de la sociedad;
quien percibe las resoluciones judiciales como poco claras y de redacción confusa,
recurre muchas veces a un abogado para su “traducción”. No nos referimos a rebajar o
convertir en vago el lenguaje judicial, sino simplemente a hacerlo más entendible para
el común de la gente, olvidándonos de los tecnicismos y prosas ambiguas.

Quizá sea la importancia de las cuestiones que se transmiten en esos textos lo que, de
alguna manera, lleve a los operadores a componerlos con un lenguaje culto,
extraordinario o más prestigioso del que usa la gente común. Ahora bien, como todo
instituto social, el lenguaje evoluciona según el contexto donde se utiliza, lo que explica
por qué en la actualidad no entendemos por culto aquel que utiliza términos complejos
o tecnicismos especializados, sino el que ostenta la capacidad para hacerse entender
en todos los casos, aún por interlocutores muy distantes en cuanto a situación,
formación y puntos de vista.

El sistema lingüístico válido de cada época será aquel que incluya las formas que
efectivamente se encuentren en uso. El habla más culta será también la más
actualizada. De esa manera, el querer reflotar el uso olvidado de diferentes términos
(por ejemplo, de los latinismos) no es otra cosa que infringir las normas en vigor del
sistema lingüístico.
Toda lengua cambia y se adapta a las nuevas realidades y necesidades de la comunidad
que la utiliza, expresando aquello que la sociedad valora, urge comunicar y expresar en
un momento determinado de su desarrollo. En la actualidad, donde la información es
uno de los bienes más preciados, más que nunca toda institución que se jacte de ser
republicana y democrática debe poner su foco en la información, haciéndola accesible
para toda la sociedad, dejando de lado todo oscurantismo o pretensión dominante al
utilizar sus textos como instrumentos de control social.

3
De esa manera permitiríamos a la sociedad la oportunidad de llevar a cabo de propia
mano un control de los actos de gobierno de los jueces, sin necesidad de traductores
(abogados). En palabras de Beccaria, “si es un mal la interpretación de leyes, es otro
evidentemente la oscuridad que arrastra consigo necesariamente la interpretación, aún
lo será mayor cuando las leyes estén escritas en una lengua extraña para el pueblo, que
lo ponga en dependencia de algunos pocos, no pudiendo juzgar por sí mismo cuál será
el éxito de su libertad o de sus miembros en una lengua que forma de un libro público y
solemne uno casi privado y doméstico…”.3

Abandonemos la idea de que los términos “claridad” y “calidad” resultan opuestos,


cuando en realidad se complementan. La precisión en el hablar no se pierde al cambiar
palabras técnicas por términos utilizados cotidianamente. Garantizar la comunicabilidad
resulta, entonces, el principal objetivo del discurso normativo y judicial. En ella se
resumen las condiciones de concisión, precisión y claridad. Lograrla o no lograrla
produce inevitablemente consecuencias jurídicas y sociales.
Ahora bien, todos aquellos errores de redacción mencionados anteriormente son
únicamente la punta del iceberg del problema que enfrentamos toda vez que lo que nos
preocupa no es únicamente el escribir bien. Lo que está por debajo no es otra cosa que
la garantía de debido proceso y tutela judicial efectiva consagrada en nuestra Carta
Magna y replicada en tantos instrumentos internacionales de jerarquía constitucional.

En palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos,


el debido proceso consiste en la garantía de “las personas de
estar en condiciones de defender adecuadamente sus derechos
ante cualquier tipo de acto del Estado que pueda afectarlos” en
el caso “Barbani Duarte y otros Vs. Uruguay”.4
Por su parte, nuestra Constitución Nacional en su artículo 18, al
consagrar el debido proceso, dispone la inviolabilidad de la defensa en juicio de la
persona y de los derechos. No se trata de una cuestión simplemente gramatical propia
del lenguaje judicial, sino del derecho a comprender de los ciudadanos como parte de
la garantía del debido proceso.

3
Beccaria, C. (1993). Tratado de los Delitos y de las Penas. Brasil: Heliasta SRL. P. 67.
4
CIDH, sentencia del 13 de octubre de 2011, Barbani Duarte y Otros Vs. Uruguay, serie C No. 234, párr.
120.

4
El acceso a la justicia comprende sin duda el derecho a la información en lenguaje claro,
ya que no alcanza con que esté al alcance del usuario, sino que también debe ser
comprensible para aquel.
Hablar de defensa en juicio o debido proceso si aquel a quien la justicia se dirige no
logra comprender con claridad las circunstancias o motivos de su convocatoria resulta
contradictorio. No se garantiza la defensa en juicio simplemente con la existencia de un
abogado que le traduzca a su cliente, ya que la justicia no puede hacer depender de
otro el efectivo goce de una garantía; debe ser ella quien se encargue directamente de
que el sujeto tenga conocimiento pleno acerca de su situación en el proceso.

Resulta absurdo que el organismo público encargado de administrar justicia no brinde a


sus usuarios información clara y precisa. Justamente una manera importante de medir
la legitimidad de los jueces es por la calidad y la claridad con que se expresan. Es decir,
para obtener una legitimación democrática, respetando todas las garantías, no alcanza
con que sus decisiones sean debidamente fundadas, sino que deben asegurar su
comprensión por parte de los destinatarios y ciudadanía en general. Para ello los jueces
deberán utilizar un lenguaje accesible para los litigantes y la sociedad. Recién ahí
podremos decir que el juez en su sentencia resguarda el debido proceso y la tutela
judicial efectiva.5

Un Estado de derecho constitucional obliga a replantear los márgenes y alcances de


viejas garantías. El debido proceso y la tutela judicial efectiva ya no pueden conformarse
con asegurar estándares mínimos de legalidad, sino que deben amoldarse al nuevo
escenario, garantizando el pleno goce del derecho a la jurisdicción. Las leyes, decretos
y resoluciones redactadas en lenguaje claro apuntan a que los ciudadanos conozcan
sus derechos y obligaciones.

En el caso de la justicia, lo que se pretende es que los fallos tengan un lenguaje de fácil
entendimiento. El ciudadano tiene derecho a entender los documentos que rigen su vida
cívica y que ello profundiza el acceso a la información pública. Además, el acceso a la
información en la esfera del Estado estimula la participación ciudadana en los
contenidos públicos, facilita la deliberación y la formulación de políticas, consiente el
control de la gestión estatal y es un obstáculo importante para los actos de corrupción.

5
Degano, G. A. (s.f.). El ‘Derecho a comprender’ las decisiones judiciales. En Temas de Derecho Procesal
(Vol. 2017-10.). Buenos Aires: Erreius.

5
LA PRESUNCIÓN DE DERECHO: “A NADIE LE ESTÁ PERMITIDO
IGNORAR LA LEY”

Torres, H. G., Colcha Ramos, L. A. y Jiménez Montenegro J. M. (2021). La presunción de derecho


Nemini Licet Ignorare Jus dentro de la legislación penal ecuatoriana. Revista Universidad y
Sociedad. (Vol. 13, n° 2, pp. 340-346). Adaptado con fines pedagógicos

a) Introducción
Es conocido que uno de los más firmes sostenes de las sociedades civilizadas viene
siendo, desde hace más de dos mil años, la presunción de que a nadie le está permitido
ignorar la ley. Este artificio legal nos hace creer que por el solo hecho de estar
normativizado bajo una presunción de derecho inexcusable, indefectiblemente se
cumplirá. Esto cae por su propio peso al revisar la imposibilidad pragmática de su lógica
argumentativa.

La reiteración del principio en los momentos actuales ha reclamado su


justificación. Y así se ha dicho, con débil basamento, que las leyes, por
tener que imperar, deben ser conocidas por todos y nadie puede
ignorarlas, razón por la cual se publican. Este argumento decae con
solamente contrastar una realidad: ni los técnicos en derecho, ni tan siquiera los jueces
pueden conocer de forma acabada la ley. Con esta variante se advierte claramente la
ausencia de fundamento real en la presunción del conocimiento de la ley, y que lo normal
es su desconocimiento por la generalidad de los ciudadanos, quienes, en el laberinto de
la proliferación legislativa, no pueden conocer siquiera las leyes que más puedan
afectarlos.

Es cierto, la realidad descubre la falsedad del sistema así fundamentado. ¿Cómo exigir
ese conocimiento? Realmente, la razón de ser, la inexcusabilidad del conocimiento
deriva simplemente de que las normas, en cuanto conducta exigible, tienen que ser
aplicadas, y no puede dejarse esa eficacia al arbitrio individual. Del mismo modo que,
frente al deber general de “conocimiento”, se impone otro más preciso a quienes, por su
función, están encargados de aplicar las normas (jueces, tribunales, funcionarios en
general). Luego no se trata de una regla uniforme, sino un principio que hay que analizar
en circunstancias adecuadas.

6
En ese sentido, el paradigma constitucionalista se explica por su oportunidad a las
nuevas circunstancias jurídicas, históricas y sociopolíticas, las cuales, en el caso
concreto, deben tener en cuenta situaciones de injusticia y desproporcionalidad.

b) Desarrollo

Esta famosa presunción, base de todo nuestro sistema legal, parte del supuesto de una
separación entre la voluntad que estatuye el derecho y la voluntad que ha de ejecutarlo:
implica dos personas absoluta y formalmente ajenas la una a la otra. La autoridad que
legisla o decreta y el ciudadano que ha de obedecer y cumplir. El puente de
comunicación entre ellas es el conocimiento -por parte de una-, de lo dispuesto o
legislado -por otra-.
El abismo que parece dividir fatalmente y para siempre al legislado de la ley tal vez no
esté en la naturaleza de las cosas, sino en el modo en que los hombres las hemos visto
e interpretado: acaso el problema no fue bien planteado en sus orígenes, y en vez de
decir que “el pueblo está obligado a conocer y cumplir todas las leyes” deban invertirse
los términos diciendo que “no son verdaderamente leyes sino aquellas que el pueblo
conoce... y refrenda cumpliéndolas, traduciéndolas en sus hechos” (Hierro, 2014).
A nadie le está permitido ignorar la ley: Nemini licet ignorare ius.
En consecuencia, se presume que todo el mundo la conoce; por
lo cual, aunque resulte que uno la ignorara, le obliga lo mismo
que si la hubiese conocido. Esta presunción se mantiene a
sabiendas de que es contraria a la realidad de las cosas; a
sabiendas de que es una ficción, de que es una falsedad.

Como hemos visto, el principio de ignorancia, en su formulación legislativa, aparece


como un principio muy general en su alcance y muy estricto en sus consecuencias. Su
justificación clásica parece estar asociada a una obligación general subjetiva de conocer
las leyes; su justificación ilustrada parece trasladarse a una necesidad colectiva de
aplicar las leyes establecidas previa garantía de que los destinatarios puedan haberlas
conocido. Sin embargo, tanto el análisis histórico como el análisis actual muestran que
el alcance del principio y la rigidez de sus consecuencias han sido continuamente objeto
de minoración (Grijalva y Fernández, 2017).
Supuesta la efectividad de la norma, con independencia de su conocimiento por parte
de los llamados a cumplirla, pueden, no obstante, existir situaciones en las que el error
puede ser alegado como excepción. No se trata de alegar la ignorancia de la ley, sino

7
de acreditar que el error o ignorancia es elemento de un estado de hecho productor de
una imposibilidad jurídica (en lo imposible, no hay obligación, dice un viejo aforismo de
derecho). Ante tal situación es evidente que las circunstancias particulares son las que
pueden determinar el error de derecho o su desconocimiento. Esto no empece que la
excepción deba tomarse con las debidas cautelas (Luna, 2015; Urruela, 2019).

En la producción de su vida social los hombres realizan cotidianamente una enorme


cantidad de actos con sentido y efectos jurídicos, buena parte de los cuales no son
percibidos como tales. Esto es, dichos actos no son comprendidos en sus alcances
como tales.
Son actos a través de los cuales se modifican los patrimonios, se alteran relaciones
familiares, se adquieren o se pierden derechos materiales o inmateriales, se contraen
obligaciones, etc. Los ejemplos pueden tornarse cada vez más complejos: desde
comprar cigarrillos, viajar en autobús, no pagar el servicio de luz, llegar tarde a una
audiencia, un divorcio, ejercicio del sufragio, control de actos de gobierno, el derecho a
reclamar las garantías constitucionales, entre otros; se abrirá una brecha profunda entre
la organización y funcionamiento institucionales y la efectiva comprensión que los
individuos poseen de esa organización y de tal funcionamiento, que en tan gran medida
los influye y determina (Gutiérrez, 1993).
Existe, pues, una opacidad de lo jurídico. El derecho que actúa como una lógica de la
vida social, como un libreto, como una partitura, paradójicamente, no es conocido o no
es comprendido por los actores en escena. Ellos cumplen ciertos rituales, imitan algunas
conductas, reproducen ciertos gestos, con escasa o nula percepción de sus significados
y alcances.

Sin embargo, no es frecuente que juristas dogmáticos o teóricos le presten especial


atención. Por el contrario, el derecho de las sociedades modernas se presume conocido
por todos. Son inexcusables el error o la ignorancia. Los hombres son libres e iguales
ante la ley y, subsiguientemente, están parejamente capacitados para la celebración de
cualquier acto jurídico (Urrego, et al., 2016; Carreres, et al., 2020).
El desconocimiento del derecho que afecta a la sociedad en su conjunto tiene efectos
tanto más graves cuanto mayor sea el grado de vulnerabilidad social, cultural, laboral,
etc. del grupo que lo padece que cuanto más abstracto y formalizado resulte el
fenómeno, más sencillo será conformarse con el argumento de su inevitabilidad; pero
que, sin embargo, será necesario recordar que lo que no se siembra en moneda de
equidad, social y políticamente hablando, se recoge en moneda de rebelión y violencia.A

8
esto debe sumarse la diversidad cultural reconocida constitucionalmente como
patrimonio y como deber primordial del Estado.

En estas circunstancias es racionalmente imposible exigir al encargado de estudiar


técnicamente la ley y peor aún al ciudadano común y corriente un conocimiento de la
ley. Resulta muy difícil afirmar que la labor legislativa puesta de manifiesto al público
mediante la promulgación de la ley en los diarios oficiales es suficiente para que ella sea
conocida “por todos”; la necesidad de esta publicación oficial pretende evitar que se
alegue el desconocimiento de la ley, lo cual genera muchas injusticias.
La presunción de derecho no puede llevar a asumir a los poderes públicos una postura
inerte en la que los ciudadanos demanden el conocimiento de la ley a sabiendas de que
el Estado es el legatario del poder, de la iniciativa legislativa y del orden jurídico y social.
Por ende, el ámbito normativo no puede desconocer hechos que orienten al
conocimiento de realidades sociales necesarias para la eficacia de la norma.

Adicionalmente, dicha presunción acarrea un efecto negativo que recae sobre la


presunción de responsabilidad del actor del hecho, el cual, en principio, no tiene
posibilidad de argumentar su desconocimiento como causal atenuante mucho menos
eximente. La necesidad de establecer presunciones va en lógica con la seguridad
jurídica. Normalmente se establece que la persona que alega algo en un juicio debe
probarlo, pero también se establecen presunciones específicas que derivan
directamente de la ley.

c) Conclusiones
Una presunción legal de esta índole no resistiría el requisito de
racionalidad de las leyes. Es evidente y está generalmente admitido
que ningún jurista, por erudito que sea, conoce la totalidad de las
disposiciones vigentes en su país; menos se puede imaginar ese
conocimiento en quienes no han pisado las aulas de las Facultades
de Derecho. Como dijo Federico de Castro, no se puede achacar al legislador la
atribución a cada individuo de "una sabiduría inasequible hasta a los mejores juristas”.
La responsabilidad por comportamientos ignorantes de la ley sería un supuesto
particular de la responsabilidad por culpa. Esta tesis implica atribuir a todo ciudadano
de un país la obligación de ocuparse en conocer las leyes una vez promulgadas; y es
imputar negligencia si omite el cumplimiento de esa obligación.

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IMPERIO DE LA LEY E IGNORANCIA DE LA LEY (SOBRE EL MODESTO
PRINCIPIO DE QUE LA IGNORANCIA DE LA LEY NO EXCUSA DE SU
CUMPLIMIENTO)

Hierro, Liborio L. (2015) Imperio de la ley e ignorancia de la ley (sobre el modesto principio de
que la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento). Teoría & Derecho. Revista de
pensamiento jurídico (n° 18, p. 53-63). Texto adaptado con fines pedagógicos.

El principio de que la ignorancia de ley no excusa de su


cumplimiento, es un principio que los estudiantes de Derecho
aprenden en los primeros días de sus estudios pero que la
mayoría de la gente desconoce. Es muy antiguo y muy simple.
Este principio tan familiar a los juristas se remonta, como es
sabido, al derecho romano.
No fue recogido, sin embargo, como precepto, en el Código
Civil francés aunque sí en algunos otros, como en el de Prusia, o en el de Austria.
En su sentido literal, este precepto, que parece tan claro, resulta ininteligible. Si las leyes
son normas o, al menos, contienen normas, resulta contrario al sentido común afirmar
que alguien es destinatario de una norma y está obligado a cumplirla aunque no la
conozca.
Parece, sin embargo, que la primera justificación plausible de semejante principio estriba
precisamente en que exista una norma que obliga a conocer las leyes, de forma tal que
el que incumple una ley porque la desconoce está, en realidad, incumpliendo aquella
norma que obliga a conocer las leyes. Esta explicación —aunque no es la única
posible— parece ser, en efecto, la que se encuentra en los orígenes históricos de la
norma.

Aristóteles, en un lugar clásico para la filosofía moral, su Ética a Nicómaco, había


señalado que “es quizá necesario para los que reflexionan sobre la virtud definir lo
voluntario y lo involuntario, y es también útil para los legisladores, con vistas a
recompensas y castigos” (1109b, 30) y, a tal efecto, introdujo una distinción de enormes
consecuencias: no es lo mismo obrar por ignorancia que obrar “con” ignorancia: “Todo
malvado desconoce lo que debe hacer y aquello de lo que debe apartarse, y por tal falta
son injustos y en general malos, y el término “involuntario” pide emplearse no cuando
alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de lo
involuntario sino de la maldad; ni tampoco lo es la ignorancia general” (ibíd.). En
consecuencia, resulta comprensible que los legisladores —concluye Aristóteles—
castiguen a los que cometen malas acciones por una ignorancia de la que ellos mismos

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son responsables (como los que se embriagan) o “a los que desconocen algo de las
leyes que deben saberse y no es difícil” (ibíd., 1113b, 30).

La evolución del principio que aquí referimos ha sido bastante más pacífica. En el
derecho antiguo y medieval se reproduce una y otra vez, en ocasiones quedando
explícito el fundamento, esto es, la obligación de conocimiento del derecho. Las Partidas
(1265) continúan la tradición romana y establecen que el conocimiento del derecho es
exigible a todos, con excepción de los caballeros en campaña, los menores de
veinticinco años, los aldeanos y los pastores que vivan en despoblado, las mujeres y los
locos. Idéntica regulación se mantiene en la Nueva Recopilación (1567) y en la Novísima
Recopilación (1805).

Si alguna diferencia cabe observar en la evolución de este principio es, ciertamente, la


que se produce en el derecho canónico. El Decreto de Graciano (h. 1140) parte más
bien de un principio favorable al efecto excusador de la ignorancia para matizar el viejo
principio romano: no toda ignorancia excusa y hay que distinguir, en primer lugar, entre
la ignorancia de hecho y la ignorancia del derecho; dentro de la ignorancia de hecho hay
que distinguir, a su vez, la ignorancia de lo que debe saberse y la ignorancia de lo que
no es obligatorio saber; y dentro de la ignorancia del derecho hay que distinguir, una
vez más, la ignorancia del derecho natural, que no es excusable para ningún adulto, y
la ignorancia del derecho civil, que permite a unos ignorarlo y a otros no. La casuística
del error, a partir de estas distinciones, generó abundantes discusiones en los siglos
siguientes, destacadamente en la escolástica española, pero el punto de partida siguió
siendo que la ignorancia del derecho, en principio, no excusa de su cumplimiento.

El iusnaturalismo protestante no modificó esta


persistente convicción y los ilustrados la heredaron,
aunque preocupados por la adecuada publicidad de las
leyes; como dijo Bentham:
“Para conformarse con la ley es preciso conocerla, y
para hacerla conocer es menester promulgarla”
(Bentham, [1821] 1981, p. 575).
Creo que fue su discípulo John Austin el primero que se planteó una justificación distinta
para la inexcusabilidad de la aplicación de la ley, es decir, una explicación no basada
en el deber de conocer las leyes. Mientras que la ignorancia o el error de hecho es causa
de justificación en la medida en que produce una ausencia de intención ilícita, y por eso
señala Austin que “(…) la ignorancia o error inevitable respecto a una cuestión de hecho,

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está considerada, en todos los sistemas, como fundamento de exención (…)” (Austin,
[1861] 1970, p. 170), y que, cuando hablamos de la ignorancia o error de Derecho, “(…)
las normas de los diferentes sistemas parecen diferir considerablemente; aunque todos
ellos coinciden en asumir generalmente que no debe constituir fundamento de una
exención. Y añade Austin a renglón seguido: “No tengo duda de que esta regla es
conveniente o, todavía más, es absolutamente necesaria. Pero las razones aducidas a
favor de la regla, con las que he podido encontrarme, no son satisfactorias” (ibíd.).
Austin establece que para que una obligación pueda ser efectiva, en el sentido de que
su sanción pueda operar como motivo del cumplimiento, han de darse dos condiciones:
la primera, que el sujeto pueda conocer la ley que impone la obligación y a la que se
añade la sanción; la segunda, que el sujeto pueda conocer que un determinado acto,
sea acción u omisión, constituya una violación de la ley o una ruptura de la obligación.
“A menos que concurran estas condiciones, es imposible que la sanción pueda operar
sobre sus deseos” (ibíd. p. 169).

Para Austin, la única razón plausible a favor de la supuesta obligación de conocer las
leyes que fundamenta (o es igual a) la inexcusabilidad de la ignorancia del derecho es
una razón utilitarista o, si se prefiere, consecuencialista. Si se admitiera la ignorancia
del derecho como causa de exención, “los Tribunales se verían envueltos en cuestiones
que difícilmente sería posible resolver y que harían impracticable la administración de
justicia” (ibíd.). El razonamiento es el siguiente:
 La ignorancia del derecho, si excusara, se alegaría siempre.
 El tribunal tendría que averiguar, como cuestión de hecho, si la parte que lo
alegara efectivamente desconocía la ley en el momento de la infracción.
 Si se comprobase que la ignoraba, el tribunal tendría que averiguar si la
ignorancia en aquel momento era o no era inevitable.
Cualquiera de las dos últimas cuestiones —afirma Austin— es prácticamente insoluble.

Por ello, la auténtica razón para la regla de la inexcusabilidad es bien distinta: “Sucede
no infrecuentemente que la parte ignora la ley y que su ignorancia de la ley es inevitable.
Pero si la ignorancia de la ley fuese causa de exención, la administración de justicia
quedaría detenida” (ibíd. p. 172). Por ello, concluye Austin, la presunción es justa y,
además, es cierta en una gran mayoría de las ocasiones cuando las leyes se han
promulgado y son claras, pero, en todo caso, la razón última es la necesidad de que las
leyes sean efectivamente aplicadas por los tribunales.

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Joaquín Costa dedicó al “problema de la ignorancia del derecho” su discurso de ingreso
en la Academia. Su tesis principal se enuncia en las primeras palabras: “Es sabido que
uno de los más firmes sostenes de las sociedades civilizadas viene siendo, desde hace
más de dos mil años, una presunción juris et de jure que constituye un verdadero
escarnio y la más grande tiranía que se haya ejercido jamás en la historia: esa base,
ese cimiento de las sociedades humanas es el que se encierra en estos dos conocidos
aforismos, heredados de los antiguos romanistas: A nadie le es permitido ignorar las
leyes.

En consecuencia, se presume que todo el mundo las conoce; por lo cual, aunque resulte
que uno las ignoraba, le obligan lo mismo que si las hubiese conocido. Esta presunción
se mantiene a sabiendas de que es contraria a la realidad de las cosas; a sabiendas de
que es una ficción, a sabiendas de que es una falsedad (…)” (Costa, 1901, p.5).
Dado que es imposible que todo el mundo conozca todas las leyes, el reconocimiento
de esta norma se reduce, pues, a que los tribunales superiores y los inferiores y/o la
comunidad de los juristas y/o la mayoría de la población acepten, en efecto, que la
ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento aun siendo todos ellos
perfectamente conscientes de que el presunto deber de conocer las leyes es
sencillamente imposible de cumplir. Esta contradicción pragmática (que todos
consideremos obligatorio algo imposible de cumplir) sólo puede resolverse bien
negando la regla y proponiendo su desaparición, como hizo Costa, bien admitiendo la
regla y buscándole otra explicación en la que no esté implícita la obligación de conocer
las leyes, como hizo Austin.

Para concluir, podemos decir que, el principio de ignorancia, en


su formulación legislativa, aparece como un principio muy
general en su alcance y muy estricto en sus consecuencias. Su
justificación clásica parece estar asociada a una obligación
general subjetiva de conocer las leyes; su justificación ilustrada
parece trasladarse a una necesidad colectiva de aplicar las
leyes establecidas previa garantía de que los destinatarios puedan haberlas conocido.
Sin embargo, tanto el análisis histórico como el análisis actual muestran que el alcance
del principio y la rigidez de sus consecuencias han sido continuamente objeto de
minoración.

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ARTÍCULO N° 8. ANÁLISIS

Marisa Herrera, Gustavo Caramelo, Sebastián Picasso 1 Código Civil y Comercial de la Nación
Comentado [CCyC]. Tomo I, Título Preliminar y Libro Primero. Texto adaptado con fines
pedagógicos.

a) Introducción
El CCyC mantiene la preocupación por el error de derecho, es decir, la ignorancia acerca
de la existencia de una ley —en sentido amplio— como fundamento para exceptuar que
una persona que incurra en un ilícito civil sea pasible de una sanción o se le aplique una
consecuencia negativa por acción u omisión.
Así, la ignorancia sobre las leyes no puede ser una excusa para cumplir una obligación.
De allí que el título del articulado en comentario sea Principio de inexcusabilidad.

Las modificaciones que incorpora el CCyC a la regulación del error de derecho son
mínimas.

b) Interpretación
El principio de inexcusabilidad se deriva de otro principio que el CCyC —como el CC—
receptan de manera implícita y se resume en el adagio “La ley se presume conocida por
todos”.
Justamente, el art. 5° dispone de manera precisa que las leyes entran en vigencia
transcurridos un plazo determinado a correr desde un momento preciso: su publicación
oficial, si es que no se establece otro momento —también preciso— para su vigencia.
Si bien publicidad no es sinónimo de conocimiento, lo cierto es que la legislación civil y
comercial —como lo hacía su par anterior— presume que publicidad y conocimiento se
relacionan y que una lleva como consecuencia la otra. Ello, a los fines de evitar “el caos
y la inseguridad jurídica” que se derivaría de tener que demostrar en cada conflicto que
la persona efectivamente conocía la existencia de la ley y la obligación —permisión o
prohibición— que ella disponía. En definitiva, como se sostuvo en un precedente: “Una
vez publicada y vencidos los plazos respectivos (art. 2° CC), la ley se reputa conocida
por todos, sin que los particulares puedan invocar su ignorancia para eludir la aplicación
de ella (art. 20 CC). Este principio constituye la base de todo el orden social, pues si se
pudiese invocar la ignorancia de las leyes, recordemos que el art. 20 CC disponía: “La
ignorancia de las leyes no sirve de excusa, si la excepción no está expresamente
autorizada por la ley”.

14
Desde el análisis comparativo, se puede concluir que, en términos generales, tanto el
artículo en comentario como el derogado son muy similares y receptan la misma
solución: la ignorancia de leyes no es excusa para incumplir una obligación.
El texto actual presenta tres diferencias: 1) aclara que la excusa se refiere, en sentido
amplio, al cumplimiento de una obligación; 2) se quita el término “expresamente” porque
se entiende que es redundante, ya que si algo es autorizado por la ley es evidente que
ello así debe estar expresado —es decir, estar debidamente consignado en el texto de
la ley—; y 3) se cambia el término “ley” por “ordenamiento jurídico” en la última parte del
articulado cuando se refiere a la excepción.
Con relación a la primera modificación o diferencia puntualizada, cabe destacar que el
CC refería, en otro articulado, cuál era la finalidad de la inexcusabilidad del error de
derecho. Así, el art. 923 CC decía: “La ignorancia de las leyes, o el error de derecho en
ningún caso impedirá los efectos legales de los actos lícitos ni excusará la
responsabilidad por los actos ilícitos”.

En el CCyC, esta observación es concentrada en el articulado en análisis, que se dedica,


precisamente, a regular el principio de inexcusabilidad por error de derecho como
principio general y no en la Parte Especial, dedicada al error como vicio de la voluntad
de los “Hechos y actos jurídicos”. En consonancia con ello, el CCyC, al regular el vicio
de error, dedica todo el Capítulo 2 del Título IV del Libro Primero al error de hecho,
siendo que el error de derecho no puede ser alegado como causa fuente que vicie la
voluntad y, por lo tanto, se lo quita o no se lo menciona en el referido Capítulo 2.
Siguiendo esta línea argumental, se afirma que el entonces Anteproyecto —ahora
CCyC— “mantiene el principio básico del sistema que consiste en que la ley se presume
conocida”.

Es un Código que se interesa de manera especial y precisa por la persona y, dentro de


este vasto campo, en las de mayor vulnerabilidad o debilidad fundada en “su situación
social, económica o cultural”. Es por ello que en materia de inexcusabilidad del error de
derecho o ignorancia de las leyes, se afirma que “muchas veces, resulta justificable
eximirlos del conocimiento presuntivo de la ley supletoria. Sin embargo, la Comisión
considera que una regla general de este tipo en el Título Preliminar podría tener una
expansión muy amplia en su aplicación con serio deterioro del presupuesto básico. Por
otra parte, no se advierten casos que no puedan ser solucionados por medio de las
diversas normas que existen en el sistema para la tutela de los vulnerables”.

15
ÉTICA DEL ABOGADO
Ramírez García, H. S. (2015) La ética en la formación de los abogados. En Ética Jurídica (Segundas
Jornadas). Javier Saldaña Serrano (Coord.). Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (Serie:
Doctrina Jurídica, n° 728, pp. 77-84). México: Editorial Flores.

Habiendo planteado el principio de inexcusabilidad del conocimiento de la ley como una


preocupación que nos invita a replantearnos el rol del Estado, la técnica legislativa
utilizada, la consideración de los destinatarios y la utilización de lenguaje claro, podemos
preguntarnos qué responsabilidad les cabe a los operadores del derecho y si su
formación debe contemplar una dimensión ética desde la cual resignificar la profesión
como servicio.

a) Introducción
El profesor Luis Recaséns Siches comenzó el artículo titulado
“¿Oficio noble o diabólico?: las antinomias de la profesión
jurídica” con las palabras siguientes:
Desde tiempos remotos circulan por el mundo dos ideas
contradictorias sobre la profesión jurídica. Por un lado, la idea
de que la profesión de abogado y la del juez constituyen el
ejercicio de una nobilísima actividad. Por otra parte, abunda un
juicio irónico, de acre sátira, contra los juristas.6
Aquel investigador de esta Universidad ponderó un tema
fundamental en la vida de todo profesional del derecho:
considerar, en algunos casos, como “héroes” a esos paladines
que luchan por la justicia desde las respectivas trincheras,
desde el juzgado, la agencia del Ministerio Público, en el litigio,
en la investigación o desde las aulas; pero, por otro lado,
hacerlos objeto de chistes cotidianos, señalamientos en los que
se desdeña esa actividad. ¿Cuántos de nosotros hemos
escuchado frases o dichos en los que el abogado siempre representa lo malo? Lo
anterior, justamente, porque se acusa al licenciado en derecho de haber olvidado su
ética. Esta reflexión nos lleva a otro análisis: ¿cuál es la ética del abogado? Ese es justo
el tema a desarrollar, no solo su existencia, sino su contenido.

6
Recaséns Siches, L. (1995) ¿Oficio noble o diabólico?: las antinomias de la profesión jurídica. Revista de
la Facultad de Derecho (n° 17-18, p-59). Enero-junio 1955. México.

16
b) Desarrollo del tema
Antes de entrar en materia, considero relevante conceptualizar nuestro objeto de
estudio. Es así que partiré por entender a la ética7 como aquella rama de la filosofía,
consistente en un conjunto de normas morales que, mediante valores específicos o
determinados, se encarga de regular la conducta del sujeto en cualquier ámbito en el
que se desenvuelva dentro de la sociedad.
Como se desprende de lo anterior, la importancia y función de los valores en la ética es
muy relevante, toda vez que son los elementos por los que se vale para regular la
conducta del individuo. Lo antes expuesto, nos permite comprender a la ética jurídica
como un protocolo de actuación para el ejercicio de la abogacía en las distintas materias
o ramas del derecho, ya que los principios éticos varían o se priorizan dependiendo del
área legal de especialidad.
Al hablar concretamente de la ética del abogado debe partirse del hecho de que no solo
los estudiosos del derecho confían en ella, ya que “en todas las profesiones existen
valores éticos que nos permiten afirmar buenas conductas, tanto en el plano interno
relacionado con la rectitud de conciencia, así como en el plano externo”8. El apegarse o
no a esos estándares representa el elemento rector del comportamiento ético.
Al aterrizar lo anterior en la labor que hace algún tiempo decidí ejercer, debo decir que
“la abogacía es una de las más bellas y nobles profesiones, porque nos acerca al
sentimiento de servicio en favor de nuestros semejantes y por ningún motivo debemos
permitir que esta esencia sea desvirtuada con intereses individualistas”.9
El derecho es tradicionalmente definido como el conjunto de normas que regulan la
conducta del hombre en sociedad. Partiendo de esto, sus profesionales deben
enfocarse en que este objeto se cumpla. Siendo el abogado, en primer término, un
servidor del derecho, tiene un compromiso directo con la sociedad y el Estado de
derecho. Ya que ninguna sociedad puede funcionar sin el derecho, toda vez que este
comprende la razón que suple la violencia para la resolución de conflictos, además que
define las reglas para lograr una convivencia en armonía.
Para efectos de ejemplificar lo comentado, voy a describir breve, pero consistentemente,
deberes a respetar por cualquier profesional del derecho, entendiendo que la ley
representa el mínimo ético que puede exigirse a un abogado. Este es el motivo por el
que los deberes a mencionar se encuentran protegidos y salvaguardados por la
normatividad vigente y aplicable en nuestro país.

7
Ferrater Mora, J. (2004) Diccionario de Filosofía (pp. 1141-1148). Barcelona, Colombia.
8
Osorio y Gallardo, Á. (2005). El alma de la toga (2a. ed., p.19). México: Porrúa.
9
Carmona Sánchez, B. (2010). La ética en la práctica del abogado. Revista de la Facultad de Derecho de
México (t. 10, p. 175). México.

17
1) Secreto profesional. Uno de los principales deberes del abogado es guardar secreto
de todo lo manifestado por su defendido en cualquier asunto. Es deber de todo estudioso
del derecho escuchar a su cliente, quien le confía hasta el mínimo detalle respecto del
caso correspondiente, donde el profesional expondrá lo necesario para su defensa. Es
tal la importancia que existe en la relación entre defensor y defendido, que ningún
supuesto normativo permite vulnerar esa comunicación, tal como se aprecia en el
artículo constitucional citado. En este contexto se presenta una interrogante: ¿cuál sería
la actitud que ustedes como abogados tomarían si su cliente les confesará haber
cometido un delito? Las respuestas pueden ser muchas y muy diversas, y es justo ahí
donde funciona la ética del abogado; decidir lo que debe hacer a favor de la sociedad.

2) Lealtad al cliente. Para cumplir con este deber, sería necesario contar con valores
como honradez, honestidad y justicia.10 Dar cumplimiento a este deber implica que el
abogado se exprese de forma sincera con su defendido, explicándole claramente la
situación en la que se encuentra, las posibilidades de éxito, sin alentarlo infundadamente
o asustarlo innecesariamente. En ese sentido, se presenta una nueva pregunta: ¿cuál
sería la actitud que ustedes como abogados tomarían, a sabiendas que el caso que
llevan se va a perder y la contraparte les ofreciere mayor remuneración para asistirle
legalmente?

3) Ejercicio debido de la práctica. Este deber es sin duda alguna el más cotidiano en
el que los profesionales del derecho, principalmente los litigantes, ponen en práctica y
a prueba la ética jurídica, ya que para su cumplimiento se deben atender valores como
seguridad jurídica, lealtad, justicia, honestidad, verdad.11 Lo anterior responde a que los
abogados dominan el curso y manejo de los procedimientos legales, motivo por el que
podrían entorpecer, dilatar o distorsionar la verdad en dichos procesos, abusando de las
formalidades y recursos innecesarios. A esto se le conoce comúnmente como mala
praxis.
Este asunto en particular hace presente el siguiente interrogante: ¿cuál sería la actitud
que ustedes como abogados tomarían si para obtener mayores ganancias deben
patrocinar causas injustas o para declarar absolución de su cliente deben hacer uso de
pruebas inexistentes?

10
Pérez Fernández del Castillo, B.(2012). Deontología Jurídica. Ética del abogado y del servidor público.
(19a. ed, México, pp. 83-85). Porrúa.
11
Ibidem, pp. 86-87.

18
Como podemos percibir, el conocimiento técnico jurídico es un instrumento que debe
encaminarse siempre para descubrir la verdad y así poder concluir con resoluciones
justas. Conforme lo manifestado, estamos en posibilidad de conformar o determinar los
valores que el abogado en ejercicio de su profesión debe tener o buscar adquirir:
— Verdad.12 Este valor es fundamental para el ejercicio del abogado, ya que el derecho
mismo busca la verdad de los hechos controvertidos o en litis. Contrario a ello
encontramos a la mentira, la cual impide el libre intercambio de ideas y el claro
entendimiento entre todas las partes.
— Probidad. Este define la forma recta en la que se conduce el profesional del derecho
para con todas las personas con las que tiene contacto, así como la integridad con que
defiende a sus clientes.
— Honradez. Por este valor debe entenderse que el abogado buscase el pago justo por
sus servicios y no hacerse valer de otro tipo de conductas, como las que ya han sido
descritas, para obtener más beneficios económicos de sus clientes o de la contraparte.
— Bien común.13 Con él se busca combinar o equilibrar los beneficios sociales con los
individuales; es decir, el litigante no debe olvidar que, aunque solo se encuentra
defendiendo a una persona, siempre debe buscar que el resultado beneficie a la
sociedad, ya sea por la certeza jurídica que se vislumbre o por impedir una injusticia.
— Justicia. Aunque lo menciono al final, no por eso es el menos importante de los
valores para el profesional del derecho. Podríamos entender que el abogado debe
buscar en el ejercicio profesional, equilibrio para su cliente, la sociedad y el personal,
preponderando cada uno de ellos para no inclinar dicha balanza a su favor de forma
incorrecta.

Todos y cada uno de los valores antes enunciados, son producto de un esfuerzo para
conjuntar los principios éticos por los cuales debe regirse en su actividad profesional el
abogado.
El estudio de los valores corresponde a la axiología, por lo que no me adentraré en ellos.
Sin embargo, hay que resaltar que son el principal apoyo de la ética, o su más fuerte
debilidad, ya que el hombre es un ser de valores que se forman de manera distinta en
las personas. Esto significa una moral diferente e implica que la sociedad formule
valores específicos que perduran para que funcione y para que sus miembros coexistan
en armonía.

12
Ibidem, p. 66.
13
Ibidem, p. 66.

19
No obstante, como ya lo había referido al principio de mi intervención, la Ley representa
el mínimo ético que puede exigirse a un individuo y, sobre todo, a un abogado. Tenemos
un deber, “nuestra función social como juristas no depende de realizar grandes hazañas,
sino cumplir con el deber ser marcado por las leyes, expresión de las normas del
derecho; ello marca la diferencia”.14

c) Conclusión
De lo expuesto puede entenderse mejor la existencia
de la ética jurídica y de la deontología jurídica, las
cuales buscan recordarnos constantemente que su
finalidad es enaltecer el prestigio de la profesión, el
que se ha perdido.
Ese desprestigio de la abogacía se debe a que el
propio profesional del derecho ha colaborado con el
deterioro, olvidando los valores esenciales de la
profesión. No podemos dejar pasar el momento
coyuntural actual y debemos privilegiar los principios anotados desde la trinchera en que
nos encontremos -litigante, servidor público, juez, Ministerio Público, etcétera- buscando
siempre dignificar la profesión.
Esta dignificación no puede ser desde el punto de vista legal, creando reglas mínimas y
obligatorias de conducta, sino desde el aspecto ético-jurídico, con miras al
perfeccionamiento moral en el ejercicio de la profesión. Como estudiante, docente,
abogado o juez, ninguno estamos exentos de carecer de bondades éticas. Sin embargo,
tenemos la libertad de decidir cómo queremos ser para con uno mismo, como para
nuestros semejantes. Hacia dónde queremos dirigirnos. No debemos olvidar que en
nuestras manos está el realizar un cambio que trascienda de manera positiva.15
Debe recordarse siempre que la lucha por la justicia es una obligación del hombre, pero
también un deber del abogado. Debemos asumir las responsabilidades que derivan del
ejercicio de nuestra profesión, preservando la dignidad humana en todo momento y con
la vocación que requiere nuestra carrera. Debemos continuar con nuestra batalla, en la
que no se admiten desmayos, ni claudicación.

14
Cfr. Makie, J. L. (2000) Ética: la invención de lo bueno y lo malo. Barcelona: Gedisa (p. 178). Citado
por Carmona, Sánchez, Belén. La ética en la práctica... (cit., p. 176).
15
Ibidem, p. 175.

20
ÉTICA Y DERECHO. ANÁLISIS TRIALISTA DE LA ÉTICA DE LA
ABOGACÍA

Biblioteca Digital. Consulta 1 de diciembre de 2022.


http://www.bibliotecadigital.gob.ar/items/show/2171. Adaptado con fines pedagógicos.

Nuestra construcción del papel del abogado en sus múltiples manifestaciones lo


considera, en gran medida, constituido por la ética (Ferrater Mora, 1994, pp. 1142-1149)
relacionada con un mundo jurídico complejo. Un mundo constituido tridimensionalmente
por repartos de potencia e impotencia, captados por normas y valorados, los repartos y
las normas, por un complejo de valores que culmina en la justicia (Goldschmidt, 1987,
1978; Ciuro Caldani, 1976a, 1982/1984, 2000).

La ética de la abogacía acompaña a la


juridicidad toda (Ciuro Caldani, 2012). La
abogacía puede desenvolverse en diferentes
tareas. En general le corresponde afianzar y
enriquecer en su debida medida la juridicidad
del mundo, sin ignorarla ni exagerarla.
Es posible reconocer, por ejemplo, al abogado en el ejercicio de la magistratura y la
función judicial, el asesoramiento y el relacionamiento de los clientes en el espacio
judicial y el extrajudicial, la tarea administrativa, la legislación, la investigación, la
docencia, etc.

Las grandes diversidades de puntos de vista respecto a la construcción de la juridicidad


contribuyen a generar también grandes tensiones en cuanto a la ética general de la
abogacía. Además hay diferencias por las distintas tareas que se cumplen. Pero al fin
estas son manifestaciones vitales interrelacionadas al punto que a menudo los roles
confluyen en las mismas personas y en todos los casos están en la complejidad social.
La consideración de los desenvolvimientos comunes a lo jurídico forma una de las
vertientes de la teoría general del derecho.
La que se refiere al complejo de las especificidades materiales constituye otro cauce, el
de la teoría general del derecho abarcadora. En correlación con estos despliegues hay
una teoría general de la ética de la abogacía de lo común y otra de lo abarcador. Según
la propuesta de Werner Goldschmidt, fundador de la teoría trialista del mundo jurídico,
las normas integran sentidos en la realidad que constituyen materializaciones. Vivimos
según ellas hasta que en su caso se advierta que no corresponden a la realidad. Las

21
materializaciones deben ser adecuadas a las necesidades de los autores y del resto de
la sociedad.
En la abogacía se trata de diversas materializaciones personales. Aunque se suele
hacer en general mención a normas de ética, en realidad a menudo son normas “de
ética” e incluso de “decoro” impuestas judicialmente, al fin en cierta medida normas
jurídicas. El compromiso con estas normas es positivamente más intenso que el que se
asigna a las de la ética y del decoro en sí mismos. Cabe diferenciar la ética de la
deontología como ciencia de los deberes que han de cumplirse, en este caso, deberes
de una profesión (Ferrater Mora, 1994, p. 816).

Todas las profesiones, también las del ámbito jurídico, se constituyen básicamente con
un saber específico, un complejo de valores propio y una proyección de utilidad (Ciuro
Caldani, 1982, pp. 229-235). Toda profesión tiene en los tres sentidos deberes de ética
propios.
El abogado en tarea de legislador tiene con especial intensidad el deber de atender a la
justicia abriendo nuevas posibilidades. Suele cumplir su tarea desde una parcialidad,
aunque ha de hacerlo con referencia a la más valiosa solución de los problemas de toda
la sociedad. Cabe afirmar que, desde la voluntad de la mayoría se ha de realizar la
voluntad general. En una república el legislador ha de tener en cuenta que desde la
parcialidad resuelve la “cosa común”.
El legislador es no solo un presentador sino sobre todo un gran constructor de eticidad
de categorías jurídicas (Chávez Hernández, 2006, pp. 93-124).

Goldschmidt plantea la necesidad de imparcialidad del juez (Goldschmidt, 1987, pp.


319-320). En nuestra construcción personal el juez ha de ser imparcial y su
imparcialidad se pretende a menudo a través de su “impartialidad”, el mayor
distanciamiento posible respecto de las partes.
Uno de los problemas más importantes consiste en que al tomar los casos los jueces se
interesan inevitablemente porque en ellos se juegan relaciones con quienes los
designaron, condiciones de su carrera, etc.
Con miras a la imparcialidad y la eficiencia es sostenible que los jueces tengan
dedicación exclusiva a su tarea. El juez es también un importante presentador y
constructor de eticidad de categorías jurídicas.

El fundador del trialismo afirma que al abogado en el ámbito tribunalicio le incumben dos
funciones en apariencia contradictorias que lo colocan en un dilema: por un lado, es su
deber tutelar a la parte; por otro, tiene que defender la justicia (Goldschmidt, 1987, pp.

22
320-321). Entiende que la manera de acercarse a la verdad y a la justicia es el proceso
y que este supone dos tesis opuestas y un juez que con imparcialidad dicte el fallo.
Sostiene Goldschmidt que la imparcialidad del juez sólo prospera en base de la
unilateralidad de las partes. Entiende que quien desea justicia sin abogados se asemeja
a quien pide un arco sin las dos columnas que necesariamente la soportan o a quien
clama por agua sin hidrógeno y oxígeno (Goldschmidt, 1987, p. 321).

Afirma que si el juez es el fiel de la balanza, las tesis en pugna son los dos platillos y los
abogados las personas encargadas cada una de buscar las pesas y de colocarlas sobre
cada uno de ellos (Goldschmidt, 1987, p. 321). Sin abogados, asistidos del derecho a
expresarse libremente ante cualquier foro o instancia pública o privada y por cualquier
medio lícito, expresando cuanto estimen oportuno en abono del interés cuya defensa
tenga encomendada, dependiendo exclusivamente en tal empeño del buen fin de dicho
interés, y no sufriendo persecución por ello, resulta imposible la realización de la justicia.
Cualquier limitación a la libertad e independencia del abogado haría ilusorio el derecho
a la defensa y a la tutela judicial efectiva sobre los que descansa aquella (Rosal, 2002,
p. 51).

Otra perspectiva muy relevante del desempeño del abogado es la del asesoramiento y
el relacionamiento extrajudicial, donde se espera que en general se relacione con las
partes diferenciadamente con un desempeño también parcial. La parcialidad bloquea el
asesoramiento a más de una parte.
Entiende Goldschmidt que el funcionario se halla con frecuencia en situación análoga a
la del juez, sin que la organización formal de un proceso le recuerde sus deberes
específicos (Goldschmidt, 1987, pp. 321-322). El interés del administrado y el de la
administración deben estar en pie de igualdad, haciendo realidad la justicia. El
funcionario es también un importante presentador y constructor de eticidad de
categorías jurídicas. A semejanza de legisladores y jueces ha de atenerse a los
principios de honestidad, probidad, rectitud, buena fe y austeridad republicana.

El investigador y el docente de la ciencia jurídica deben ser, según las circunstancias,


funcionarios o empleados que como tales desarrollen las exigencias recién señaladas
con especial compromiso referido a la verdad, sea en la búsqueda de nuevos
conocimientos o en la educación que desarrolla las posibilidades de los educandos.
La ética del ejercicio de la abogacía en la investigación y la docencia está entrelazada
a menudo con la del desempeño universitario (a veces se produce en otros niveles) y

23
en organismos de investigación, como el Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (López Zavala, 2013, pp. 15-24; Hirsch Adler, 2012, pp. 142-152).
Los abogados litigantes intentan convencer, los investigadores y los docentes procuran
esclarecer (Penayo Amaya, 2013). Los investigadores y los docentes pueden y deben
expresar opiniones, por ejemplo, en posibilidades de avanzada, que los abogados
profesionales en su desempeño judicial e incluso extrajudicial no siempre pueden decir.
También los magistrados tienen en ciertos casos limitaciones, expresivas y fácticas. La
investigación y la docencia son grandes ámbitos de desenmascaramiento de la realidad.
Es interesante esclarecer el grado de dedicación que es conveniente para los
investigadores y los docentes. Diversos factores aconsejan que los investigadores
profesionales tengan siempre dedicación exclusiva y que existan mayorías de docentes
con esa dedicación. A través de esta, el compromiso integral de la persona permite
incluso momentos sorpresivos de creatividad (Ciuro Caldani, 2006a, pp. 69-84).
Las ideas nuevas no vienen solo cuando uno desea. También es relevante el alcance
del compromiso que los investigadores y los docentes deben a las instituciones donde
trabajan. Se ha de aclarar la posibilidad de desempeño en diversas universidades, y es
la solución diferente si las instituciones cooperan en los mismos ideales o estos resultan
enfrentados. Es valioso que los investigadores y los docentes no solo presenten sino
propongan construcciones jurídicas para resolver los casos (Bergoglio & Carballo, 2005,
pp. 201-222). Es relevante la formación de grupos de investigación y docencia donde
se nutre la respectiva ética de la abogacía.

Un despliegue asimismo importante es el de la ética del estudiante de Abogacía; en la


educación hay un destacado despliegue de las posibilidades vitales y se juegan grandes
problemas de ingreso a la universidad, relación docente-alumno, graduación, educación
permanente, etc.
La ética del estudiante está impregnada por
el desarrollo de la verdad y de la
personalización individual y colectiva. La
educación gratuita ha de generar especial
compromiso social. El desempeño jurídico
requiere una vocación que ha de apoyarse en
la dignidad específica de lo que se hace. Se trata de una opción integrada en la plenitud
de riqueza de la vida humana, que generalmente obedece a un llamado interior y la ética
de la abogacía ha de esclarecer y fomentar (Kronman, 2010).
En el siglo I Celso dijo que el derecho es el arte de lo bueno y de lo equitativo (ius est
ars boni et aequi). Goldschmidt (1987, p. VII) enseñó que es jurista quien a sabiendas

24
reparte con justicia. Muy importante es la educación al respecto (Goldschmidt, 1987, pp.
525-591; Douglas, 2006, pp. 9-49).

El carácter de la ética de la abogacía suele ser difícil de delimitar. Para apreciar la ética
del complejo de tareas de la abogacía es conveniente compararlas e integrarlas en sus
distintas manifestaciones. Todas las manifestaciones de la abogacía han de
desarrollarse como partes de la sociedad, evitando la escisión que lleva a muchas
personas a tener al derecho como “cosa ajena”.

Como lo propone el trialismo, en todos los desempeños el abogado debe tener presente
que, además de las normas, se presentan las personas que reciben las potencias y las
impotencias respectivas y los valores pertinentes. Importa no quedar en las exigencias
éticas formales, sino avanzar en su análisis desde las perspectivas de la teoría trialista
del mundo jurídico. No basta con saber, por ejemplo, que el juez ha de ser imparcial o
el abogado relativamente parcial; es necesario saber con la riqueza de perspectivas
trialista respecto de qué exigencias jurídicas (v. gr., de ética de la autoridad, de la
autonomía, etc.) han de serlo.

¿Estamos dispuestos a asumir los retos que implica la profesión? Lo visto hasta
aquí ¿cambia tu percepción sobre el estudio y la praxis jurídica? ¿Crees que la
perspectiva ética del derecho y los esfuerzos por repensar nuestro orden
normativo -desde la claridad, el acceso y la comprensión de este- nos acerca a
la concepción de los operadores jurídicos como servidores de la justicia?

25
LA ÉTICA EN LA FORMACIÓN
DE LOS ABOGADOS
Ramírez García, H. S. (2015). La ética en la formación de los abogados. En Ética Jurídica
(Segundas Jornadas). Javier Saldaña Serrano (Coord.). Instituto de Investigaciones Jurídicas de
la UNAM. (Serie: Doctrina Jurídica, núm. 728, pp 25-31) México: Editorial Flores. Adaptado con
fines pedagógicos.

a) Formación de los abogados e identidad jurídica


En un sugerente artículo, Rodolfo Vázquez ofrece un ejercicio
de análisis filosófico en torno a la enseñanza del derecho,
destacando tres cuestiones concretas: ¿qué concepción de lo
jurídico se enseña? ¿Qué método resulta adecuado para este
fin?, y ¿qué perfil de egresado se pretende lograr?16
Considerados en conjunto, estos elementos manifiestan la
presencia de un modelo de educación jurídica auténtico que,
incluso, imprime cierto carácter, identidad o manera de ser en el abogado formado en
él.17
No me detendré en comentar los detalles de este ejercicio taxonómico y sus
componentes; me limitaré a señalar que el esquema de análisis dirigido a la enseñanza
del derecho resulta de gran interés fundamentalmente por dos razones:
1) En primer lugar, muestra que la enseñanza del derecho es una realidad altamente
compleja: en ella conviven y se apoyan mutuamente presupuestos conceptuales,
antecedentes antropológicos y posiciones axiológicas, incluso posturas políticas.18 En
otras palabras, toda oferta de enseñanza jurídica entraña teoría, experiencia, valor y
acción.
2) En segundo lugar, muestra que la diversidad en la enseñanza del derecho es real,
porque la respuesta que se da a las cuestiones fundamentales para todo programa de
estudios jurídicos no es, necesariamente, la misma. Además, pone de manifiesto que
tal diversidad tiene un valor en sí misma. Efectivamente, la visión única y en

16
Cfr. Vázquez, Rodolfo (2007). Modelos teóricos y enseñanza del derecho. En AAVV, La enseñanza del
derecho en México. Diagnóstico y propuestas (p-. 99). México: Porrúa y ss. La estrategia de análisis
tripartita es tomada por Vázquez de Martín Bhömer; véase Bhömer, Martín (1999). “Introducción”, en
Bhömer, Martín (Comp.). La enseñanza del derecho y el ejercicio de la abogacía. Barcelona: Gedisa.
17
Ibidem.
18
Cfr. Bhömer, Martín. Introducción. En Bhömer, Martín (Comp.). La enseñanza del derecho…(cit., p.
18).

26
consecuencia dogmática, sería contraria a la vocación universitaria, defraudando el
espíritu humanista de la ciencia jurídica, sobre todo porque tendería a perder objetividad.
Más aún, como sostiene Martin Böhmer, la diversidad en los modelos de formación de
abogados implica una ventaja para la sociedad en su conjunto, toda vez que cada
escuela, con identidad propia, pone a prueba una concreta visión del derecho, así como
una práctica coherente con ella: “…una facultad de derecho no es más que un
laboratorio social que propone alternativas de formación… del impacto de estas
alternativas, dependerá el éxito de su propuesta”.19

b) El humanismo realista como modelo de enseñanza del derecho

Este modelo de enseñanza jurídica, que podría denominarse


humanismo realista20, tiene como punto de partida un concepto de
derecho que lo identifica con el acto justo. Soy consciente que una
apelación tal provoca suspicacias y críticas, sobre todo por
considerarla parte de una maniobra para moralizar el derecho, es
decir, para utilizar ilegítimamente la estructura y la fuerza que caracterizan a lo jurídico,
a fin de imponer ciertos criterios morales21.
Ante este panorama considero necesario aclarar que la definición adoptada en este
modelo deriva de una aproximación a la experiencia jurídica que atiende, en última
instancia, a la practicidad como característica definitoria para la existencia humana. En
efecto, afirmar que el derecho es, en último análisis, una conducta con la que se da a
alguien lo que le pertenece, significa optar por una definición ontológica.22

19
Bhömer, Martín. Introducción. En Bhömer, Martín (Comp.). La enseñanza del derecho… (cit., p. 18).
20
Con la idea “humanismo realista” se pretende hacer hincapié, por un lado, en el reconocimiento de la
naturaleza humana como causa y medida del derecho, y en este sentido concluir que un ordenamiento
jurídico no puede ser indiferente ante la merma o privación de una serie de bienes que corresponden al ser
humano por el hecho de ser tal; y por otro, en el tipo de conocimiento al que se aspira respecto del derecho,
caracterizado por la fidelidad a lo real. Como lo explica Etienne Gilson, se trata de un conocimiento que
respeta su objeto, es decir, que no pretende reducirlo a lo que debería ser para ajustarse a las reglas de un
tipo de conocimiento arbitrariamente elegido por nosotros. Cfr. Gilson, Etienne, El realismo metódico,
Madrid, Rialp, 1974, p. 184. El realismo al que se apela aquí, coincide básicamente con la tesis de Pieper
respecto de la relación entre el bien y la realidad: “Todo deber ser se funda en el ser. La realidad es el
fundamento de lo ético. El bien es lo conforme a la realidad. Quien quiera conocer y hacer el bien debe
dirigir su mirada al mundo objetivo del ser”. Pieper, Josef, El descubrimiento de la realidad, Madrid, Rialp,
1974, p. 15.
21
Sería el caso de Kelsen cuando afirma: “La doctrina del Derecho natural podrá resultar útil, desde el punto
de vista político, como instrumento intelectual para la lucha por la consecución de unos intereses
determinados ... Es mentira que la doctrina iusnaturalista sea capaz de determinar de modo objetivo lo que
es justo, como pretende hacerlo; pero los que la consideran útil pueden utilizarla como mentira útil”. Kelsen,
Hans, ¿Qué es justicia?, Barcelona, Planeta-Agostini, 1982, p. 112.
22
Cfr. D’Agostino, Francesco (2007). Filosofía del Derecho (p.6). Bogotá: Temis.

27
Bajo la perspectiva ontológica se entiende que lo jurídico está necesariamente asociado
a la dimensión práctica, propia de lo humano, y en este contexto el derecho se constituye
en fuente de sentido que permite al hombre ubicarse en el mundo como sujeto de
interacciones y de reacción consciente ante ellas.23

A partir de esta definición, se desprenden dos tesis fundamentales para la teoría jurídica
que desarrolla el humanismo realista:
La primera señala que las normas en las que se estructura el derecho deben ser
funcionales con respecto a una relación intersubjetiva. Es decir, la norma jurídica existe
para garantizar que determinado vínculo entre sujetos pueda ser auténticamente
relacional, esto es, de mutuo beneficio. Atendiendo a ello, la norma debe ser objeto de
un juicio ético y no solamente calificada desde una perspectiva formal.
Como lo explica Francisco Carpintero, el derecho no se crea en el vacío, sino que su
creación presupone siempre unos criterios existentes en la realidad, unos puntos de
referencia que ya existen. Por tanto, lo primero, lógica, cronológica y psicológicamente
es la realidad, los bienes que exigen ser protegidos, y sólo en un segundo momento
aparece la norma del derecho, posterior a esa realidad. La normación jurídica sigue a la
realidad.24

La segunda tesis apunta a señalar que la voluntad soberana, un fenómeno


eminentemente político, no es el factor más importante en el plano de las fuentes del
derecho. Efectivamente, en el marco de la creación y fundamentación del deber ser
jurídico, esta voluntad soberana enfoca su intervención en añadir potestad a un deber
ser que, en sí mismo, tiene autoridad.
En palabras de Francesco D´Agostino, cuando una norma está en capacidad de dar
sentido a una relación intersubjetiva, ello significa que la norma posee una razón
intrínseca y que es razonable el comportamiento de los individuos que, actuando,
adoptan tal norma como criterio guía de su relación: sobre una norma dotada de sentido
bien se puede construir una relación que sea, a su vez, sensata. Pero si una norma
jurídica estuviese constitutivamente carente de sentido, ¿por qué los sujetos deberían
relacionarse recíprocamente adoptándola como principio y modelo de su relación? En
caso de que lo hicieran, la explicación de ello sólo podría ser una: estar constreñidos
por la voluntad del legislador a comportarse según sus deseos.25

23
D’Agostino, Francesco (2007). Filosofía del... (cit., p. 8).
24
Carpintero, Francisco (1988). Una introducción a la Ciencia Jurídica (pp. 211 y 215). Madrid: Civitas.
25
D’Agostino, Francesco. Filosofía del Derecho, op. cit., p. 15.

28
Ahora bien, la identidad del abogado formado bajo el modelo de enseñanza humanista-
realista se configura con base en la convicción de que, gracias a sus empeños
profesionales y a la praxis que despliega cotidianamente, participa de manera real en
aquella experiencia que Arthur Kaufmann ha denominado “historicidad del derecho”.26

Se trata de la toma de conciencia, en primer lugar, de que lo jurídico es una realidad


siempre perfectible; y, en segundo término, que tal perfectibilidad convoca
incesantemente el discernimiento de cada uno de los agentes del derecho, en pos de
una respuesta acertada para cada caso concreto. El abogado “humanista-realista” sabe
que la única respuesta correcta no existe; sin embargo, es igualmente sabedor de que
ahí donde no se realiza el esfuerzo por encontrar la respuesta justa, la experiencia
jurídica en su conjunto, decae. En más de un sentido Pietro Barcellona coincide con lo
anterior al hacerse cargo de que “el jurista no es, ni puede ser, un vigilante de un orden
cristalizado, sino que debe ser partícipe del proceso constructivo de una sociedad
humana que, a través del derecho, tiende constantemente a mejorar”.27
La incidencia social del abogado con identidad “humanista-realista” se encuentra en la
configuración de una cultura jurídica que busca erradicar la arbitrariedad y la violencia,
independientemente de las formas que asuma, incluso más o menos legalizadas.28 De
manera más concreta, la cultura jurídica que promueve este modelo de enseñanza del
derecho busca superar el estatalismo y el economicismo en los que ha estado atrapada
la experiencia jurídica, sobre todo a partir de la Modernidad:29 el estatalismo supone una
reducción del derecho a simple instrumento al servicio de la conservación del poder, con
lo cual irremediablemente pierde su consistencia y estructura propias. Bajo esquemas
estatalistas se asume que la justicia debe ceder ante la realidad política, constituida en

26
Según Kaufmann, historicidad como atributo ontológico del derecho significa que este “no es un mero
acontecimiento en el tiempo que, al igual que la naturaleza sin inteligencia, careciese de relación con él. Se
determina más bien en su ser a través del tiempo; de ahí que se deba realizar en todo momento para dar
lugar a sí mismo. El que el derecho sea histórico no significa que, en cualquier parte, se desarrolle de forma
discrecional en el tiempo, sino que el camino debe tener un objetivo totalmente determinado, el camino del
derecho hacía el derecho natural. El derecho natural y la historicidad, por tanto, no son enemigos el uno del
otro, la historicidad del derecho le conduce a una mayor clarificación frente al derecho natural, con vistas
a alcanzar lo inalcanzable, lo que es posible justamente aquí y ahora: el derecho jurídico temporal”.
Kaufmann, Arthur (2000). Derecho, moral e historicidad (p. 43). Madrid: Marcial Pons.
27
Barcellona, Pietro (1983) La formación del jurista. En AAVV, La formación del jurista. Capitalismo
monopolístico y cultura jurídica (p. 30). Madrid: Civitas.
28
Para una visión crítica de los efectos del permisivismo moderno, véase: Barrio, José María (1997).
Positivismo y violencia. El desafío actual de una cultura de la paz. Pamplona: EUNSA.
29
Para una descripción panorámica del itinerario moderno del derecho, sobre todo la estatalidad de lo
jurídico a través del fenómeno del legalismo (legalidad exacerbada), véase: Grossi, Paolo (2003). Mitología
jurídica de la Modernidad. Madrid: Trotta.

29
el fundamento del bien y del mal. Por su parte el economicismo, si bien implica
igualmente una instrumentalización del derecho establece que la razón que justifica su
existencia es el funcionamiento adecuado del mercado, bajo el entendido de que la
búsqueda del lucro económico es el mejor medio para la estabilidad y desarrollo de la
organización social y política de una comunidad.30

¿Qué piensan? ¿Coinciden con esta particular visión sobre la formación ética del
abogado? ¿Constituye un factor decisivo en el intento por democratizar nuestro
sistema, desde la búsqueda de difusión y claridad de las leyes?

30
Cfr. Ballesteros, J. (2001). Sobre el sentido del Derecho. Introducción a la filosofía jurídica (pp. 30 y
35). Madrid: Tecnos.

30

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