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La obra de Menchu es pueril, y eso está bien.

Una crítica de la exposición “Cuando el color respira” de Menchu Lamas; por Al


García Rodríguez.

Lo primero en lo que me fijé cuando visité la exposición fue que las omnipresentes
figuras de manos parecían estar pintadas estampando, en fin, manos. La colocación de los
lienzos hacía parecer que éstas los agarraban con fuerza, arrancándolos de la pared blanca
y dejando entre ellas una separación que invitaba a mirar más profundamente. Y aunque
en ese espacio realmente no había mucho que ver, reflexionamos sobre ello, porque la
simple pureza del muro parecía significar algo. A efectos de evitar una migraña nos
volvemos de nuevo hacia los lienzos y sus vivos colores. Vemos manos, pero también
siluetas humanas, patrones extraños, sombras con forma de instrumento musical, un
montón de lunares, un par de muros de ladrillo… Algún sentido de “musicalidad” parece
vertebrar todas las obras de la exposición. No es sorprendente si tenemos en cuenta que
Lamas afirma que a menudo baila mientras pinta. Quizá esto nos llevara a pensar que el
título de la exposición, “Cuando el color respira”, se refiera a una pretensión de plasmar
con el pigmento el ritmo de la entrada y salida del aire de los pulmones mientras se baila.
Algo parecido a cómo Allen Ginsberg habría hecho con su poema “Aullido” (Howl and
other poems, 1955-56). Si tal cosa entra en el alcance de las artes plásticas ya es objeto
de otra discusión. Quizá Clement Greenberg tendría algo que aportar.

Respecto del motivo de la mano siempre hay cosas que decir. Por ejemplo,
siguiendo a Heidegger, el ser-a-la-mano, bien recogido en el seno de la cosa, casi como
entelequia, que deviene entonces útil, descubre al artesano una dimensión del Ser que
resulta inasequible a la mera mirada crítica: la vieja máxima “saber es hacer” tiene ahora
el alcance ampliado a “ser es hacer”. Y para la obra de Lamas, tal sutileza puede ser cierta
en cuanto a artista, pero pierde sentido para el espectador. Y sus pinturas están
definitivamente hechas para ser vistas, y no para hacernos reflexionar sobre el proceso de
creación. Nuestros esfuerzos por intentar definir el valor de esta exposición en lo técnico
sólo nos han obstruido a la hora de desentrañarla, porque está haciendo otra cosa, algo
menos relacionado con la interioridad del observador y más con la exterioridad a la que
tal viaje interior nos lleva. Hay algo sospechoso en los tachones y estampados que ocultan
los coloridos fondos de las pinturas, en lo bruto de la técnica, algo que subvierte nuestras
expectativas cuando pensamos en arte abstracto, porque no estamos delante de un
Pollock, sino de algo mucho más parecido a un mural en un colegio infantil.

La propia experiencia de la artista en cuanto tal— según la entrevista que dio a


“El cultural”, el 3 de octubre de este año— tuvo como centro neurálgico la fluctuación de
colores durante los primeros años de su vida debido a su viaje desde Venezuela a Galicia.
Por tanto, su uso del color no deja de estar conectado con su concepto de niñez, de
infancia; así como está íntimamente unido al concepto de viaje, en cuanto transformación.
De ahí que podamos observar un uso dramático de las formas y la pintura, tanto más si
tomamos en consideración que inició su carrera artística con la muerte del dictador
Francisco Franco, período durante el cual podemos observar una explosión: la realización
de posibilidad de las fuerzas contraculturales. Fuerzas que acusaban la obsolescencia de
lo serio.

Los hombres de negocios son serios, los cineastas son serios, todo el mundo es
serio excepto… Bueno, excepto el arte pop. Y, por fortuna o por desgracia, esta
vindicación que Lamas lleva a cabo de un arte desenfadado, mamarracho, festivo y jovial,
no viene sin sus compromisos. A saber, un compromiso director, que es el de subvertir.
Pero no exactamente como lo habrían hecho los predecesores del arte pop, porque en vez
de tomarse en serio a sí mismo, sólo se toma en serio la destrucción de todo lo serio. Por
eso no hay nada que Greenberg pudiera ladrar al respecto de la decadencia y degeneración
de las artes. No importa sino que lo que importa deje de importar, porque (por supuesto)
lo que importa no es lo importante, sino aquello que importa por dejar de importar. O, lo
que es decir lo mismo, lo que se ha condenado al olvido. ¿Qué ejemplifica este ámbito de
cosas más que nuestra niñez? Lamas ha encontrado en sí algo que los que nos hemos
dedicado a cosas “serias” perdimos hace tiempo, algo que hemos aprendido a no querer
de vuelta. Y sin embargo me enfurezco cuando lo veo fuera de mí, porque lo que debería
estar muerto y enterrado me amenaza, porque ilustra que las cosas podrían ser de otra
manera, menos áspera, menos dolorosa, y, sobre todo, que es nuestra responsabilidad
recuperarlo.

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