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La Santa Comunión (2ª.

Parte)
(Continuación)
CONDICIONES PARA HACER UNA FERVIENTE COMUNIÓN
Santa Catalina de Sena, en su Diálogo, c. cx, señala estas condiciones, mediante
un curioso símbolo: “Supongamos”, dice, “que varias personas se alumbran con velas
o cirios. La primera lleva una vela de una onza; la segunda, otra de dos onzas; la tercera,
de tres; ésta, de una libra. Cada una enciende su vela. Y sucede que la que tiene la de
una onza, ve menos que la que se alumbra con la de una libra. Así acontece a los que
se acercan a este sacramento. Cada uno lleva su cirio encendido, es decir, los santos
deseos con que recibe la comunión”.
¿Cómo se manifiestan tales deseos?
Esos santos deseos, condición de una ferviente comunión, se han de manifestar
en primer lugar desechando todo apego al pecado venial, a la maledicencia, envidia,
vanidad, sensualidad, etc.... Esta afición es menos reprehensible en un cristiano de
pocas luces, que en otros que han recibido gracias abundantes a las que no se muestran
muy agradecidos. Si tales negligencia e ingratitud fueran en aumento, harían que la
comunión fuera cada vez menos provechosa.
Para que ésta sea fervorosa, se ha de combatir la afición a las imperfecciones, es
decir a un modo imperfecto de obrar, como acontece en los que, habiendo recibido
cinco talentos, obran como si sólo poseyeran tres (modo remisso), y apenas luchan
contra sus defectos. La afición a las imperfecciones se revela también en andar tras
ciertas satisfacciones naturales y lícitas, pero inútiles, como por ejemplo, tomar ciertos
refrigerios sin los cuales podría uno pasar. Hacer el sacrificio de tales satisfacciones
sería cosa muy agradable a Dios, y el alma, mostrando así mayor generosidad, recibiría
en la comunión gracias más abundantes. No nos es lícito olvidar que nuestro modelo
es el Salvador mismo, que se sacrificó hasta la muerte en la Cruz, y que debemos
trabajar por nuestra salud y la del prójimo, empleando los medios de que echó mano
nuestro divino Salvador. El alejamiento del pecado venial y de las imperfecciones es,
empero, una disposición negativa.
Las disposiciones positivas para la comunión ferviente son: la humildad (Domine,
non sum dignus), un profundo respeto a la Eucaristía, la fe viva y un deseo ardiente de
recibir a Nuestro Señor que es el Pan de vida. Estas condiciones se resumen en una
sola: tener hambre de la Santa Eucaristía.
Cualquier manjar es bueno cuando hay hambre. Un rico, accidentalmente privado
de alimentos y hambriento, se siente dichoso si le dan un pedazo de pan negro; nunca
le pareció gustar cosa más sabrosa. Si nosotros tuviéramos hambre de la Eucaristía,
sacaríamos mucho más fruto de nuestras comuniones. Acordémonos de lo que era esta
hambre en Santa Catalina de Sena: un día que con gran crueldad le había sido negada
la comunión, en el momento que el sacerdote partía en dos la hostia de la misa, se
desprendió una partecita y milagrosamente voló hasta la Santa, en recompensa de su
ardiente deseo de recibir a Jesús.
¿Cómo llegaremos a sentir esta hambre de la Eucaristía? Lo conseguiremos sí
meditamos detenidamente que sin ese alimento nuestra alma moriría espiritualmente,
y luego haciendo con generosidad algunos sacrificios cada día.
Si alguna vez sentimos que nuestro cuerpo se debilita, sin dilación le
proporcionamos manjares sustanciosos que lo reconfortan. El manjar por excelencia
que restituye las fuerzas espirituales, es la Eucaristía. Nuestra sensibilidad, tan
inclinada a la sensualidad y a la pereza, tiene gran necesidad de ser vivificada por el
contacto del cuerpo virginal de Cristo, que por amor nuestro sufrió los más terribles
tormentos. Nuestro espíritu siempre inclinado a la soberbia, a la inconsideración, al
olvido de las verdades fundamentales, a la idiotez espiritual, tiene gran necesidad de
ser esclarecido por el contacto de la inteligencia soberanamente luminosa del Salvador,
que es “el camino, la verdad y la vida”. También nuestra voluntad tiene sus fallas; está'
falta de energías y está helada porque no tiene amor. Y ése es el principio de todas sus
debilidades. ¿Quién será capaz de devolverle ese ardor, esa llama esencial para que
siempre vaya hacia arriba en lugar de descender? El contacto con el Corazón
Eucarístico de Jesús, ardiente horno de caridad, y con su voluntad, inconmoviblemente
fija en el bien, y fuente de mérito de infinito valor. De su plenitud hemos de recibir
todos, gracia tras gracia. Tal es la necesidad en que nos encontramos de esta unión con
el Salvador, que es el principal efecto de la comunión.
Si viviéramos firmemente persuadidos de que la Eucaristía es el alimento esencial
y siempre necesario de nuestras almas, ni un solo momento dejaríamos de sentir esa
hambre espiritual, que se echa de ver en todos los santos.
Para encontrarla, si acaso la hubiéramos perdido, preciso es “hacer ejercicio”,
como se recomienda a las personas débiles que languidecen. Mas el ejercicio espiritual
consiste, en ofrecer a Dios algunos sacrificios cada día; particularmente hemos de
renunciar a buscarnos a nosotros mismos en las tareas en que nos ocupamos; por ese
camino irá el egoísmo desapareciendo, poco a poco, para dar lugar a la caridad que
ocupará, el primer puesto en nuestra alma; de esa manera dejaremos de preocuparnos
de nuestras pequeñas naderías, para pensar más en la gloria de Dios y la salvación de
las almas. Así volverá de nuevo el hambre de la Eucaristía. Para comulgar con buenas
disposiciones, pidamos a María nos haga participar del amor con que de las manos de
San Juan recibía la santa comunión.
Los frutos de una comunión ferviente están en proporción con la generosidad con
que a ella nos preparamos. “Al que tiene (buena voluntad) se le dará más y nadará, en
la abundancia”, dice el Santo Evangelio (Mat., XIII, 12). Santo Tomás nos recuerda
en el oficio del Santísimo Sacramento que el profeta Elías, cuando era perseguido, se
detuvo, rendido, en el desierto, y se echó debajo de un enebro como para esperar la
muerte; y se durmió; le despertó un ángel y le mostró junto a sí un pan cocido a fuego
lento y un cántaro de agua. Elías comió y bebió, y, con la fuerza que le dio este
alimento, caminó cuarenta días, hasta el monte Horeb, donde le esperaba el Señor. He
ahí una figura de los efectos de la comunión ferviente.
Meditemos en que cada una de nuestras comuniones debería ser sustancialmente
más fervorosa que la anterior; y en que todas ellas no sólo han de conservarnos en la
caridad, sino que han de acrecentarla, y disponernos en consecuencia a recibir al día
siguiente al Señor, con un amor, no sólo igual, sino mucho más ardiente que la víspera.
Como una piedra cae con tanta mayor rapidez cuanto se acerca más al suelo, así, dice
Santo Tomás1, deberían las almas ir a Dios con tanta más prisa cuanto más se acercan
a él y son por él más atraídas. Y esta ley de la aceleración, que es a la vez ley natural
y del orden de la gracia, habría de verificarse sobre todo por la comunión cotidiana. Y
así sería si no fueran obstáculo algunas aficiones al pecado venial o a las
imperfecciones. Encuentra, en cambio, realización plena en la vida de los santos, que
en los últimos años de su vida realizan mucho más rápidos progresos en la santidad,
como se ve en la vida de Santo Tomás. Esta aceleración fue realidad especialmente en
la vida de María, modelo de devoción eucarística; con seguridad que cada una de sus
comuniones fue más fervorosa que la precedente.
Pluguiera a Dios que otro tanto acaeciera en nosotros, aunque sea en menor
medida; y que, aunque la devoción sensible faltare, nunca se eche de menos la
sustancial, o sea la disposición del alma a entregarse al servicio de Dios.
Como dice la Imitación de Cristo, 1. IV, c. IV: “Pues, ¿quién, llegando
humildemente a la fuente de la suavidad, no vuelve con algo de dulzura? ¿O quién está
cerca de algún gran fuego, que no reciba algún calor? Tú eres fuente llena, que siempre
mana y rebosa; fuego que de continuo arde y nunca se apaga”.
Esta fuente de gracia es tan alta y tan fecunda, que puede ser comparada a las
cualidades del agua, que da refrigerio, y a sus opuestas, las del fuego abrasador.
Aquello que en las cosas materiales anda dividido, únese en la vida espiritual, sobre
todo en la Eucaristía.
Pensemos, al comulgar, en San Juan que reposó su cabeza en el costado de Jesús,
y en Santa Catalina de Sena, quien más de una vez tuvo la dicha de beber con
detenimiento en la llaga de su Corazón, siempre abierto para mostrarnos su amor. Tales
gracias extraordinarias las concede Dios, de tanto en tanto, para darnos a entender las
cosas que pasarían en nuestra alma si supiéramos responder con generosidad al divino
llamamiento.
* En “Las tres edades de la Vida Interior” (Tomo I), Ediciones Palabra,
Madrid, 4ª edición, 1982; págs.483-486.

1
ln Epist. ad Hebr., X, 25

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