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Domingo de Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo

Haec dies quam fecit Dominus; exultemus et laetemur in ea!


He aquí el día que ha hecho el Señor; ¡pasémosle en gozo y alegría!

«Resucitó. No está aquí» Surrexit, non est hic (Mc 16). Estas fueron las primeras palabras que el ángel
dirigió a las piadosas mujeres, que habían acudido al amanecer al Santo Sepulcro. ¡Qué alegría
debieron causar en sus corazones desolados! ¡Qué alegría deben causar en los nuestros al ser repetidas
por la Iglesia en la misa de este gran día! Jesús, nuestro muy amado Rey, nuestro Padre y Maestro, cuya
dolorosa Pasión nos arrancó tantos suspiros, ha vuelto a la vida para no morir ya más. ¡Vencedor de
todos sus enemigos y de la misma muerte, goza en su humanidad glorificada de inefables delicias!
Regocijémonos en Él, con Él y por Él.
Al seguir la Sagrada Pasión, hemos podido ver cómo el Jueves Santo, Jesús, Señor Nuestro, instituyó
los sacramentos del Orden Sacerdotal y de la Eucaristía. El próximo domingo, Domingo In Albis,
se podrá ver cómo instituye el sacramento de la Penitencia.
Estos tres sacramentos están íntimamente ligados y en este tiempo la Iglesia nos acerca a ellos
pidiéndonos en el segundo de sus mandamientos confesarnos por lo menos una vez al año; en el
tercero mandamiento nos pide comulgar en Pascua florida.
Es claro: en esta gran fiesta, ¿cómo no aceptar el convite del Señor ahora que celebramos su gloriosa
Resurrección? Si acaso no se puede comulgar en este día, la Iglesia nos permite comulgar -para cumplir
con el precepto-, hasta la fiesta de Pentecostés.
Pero ¿por qué no habríamos de poder comulgar? Para recibir la sagrada comunión hay sólo dos
impedimentos:
1) No estar en estado de gracia. Es decir, tener pecados mortales que no hayan sido confesados y
absueltos en el sacramento de la Penitencia, y
2) No haber guardado el ayuno eucarístico.
Estos dos impedimentos no son difíciles de vencer. No obstante, hay quienes no hacen por superarlos y
así no pueden participar del banquete celestial al que estamos invitados.
Guardar el ayuno eucarístico no parece representar un problema en sí: no pocas veces se omite el
desayuno por motivos mundanos, como por emprender un viaje, por cumplir con alguna diligencia
laboral o escolar, o por razones de menor importancia. Así pues, el ayuno no puede ser la verdadera
causa de no comulgar.
El confesar los pecados sí puede ser una dificultad seria en algunos casos. Puede darse el caso de sentir
pena al confesar algunos pecados y el diablo puede valerse de esto para alejarnos del sacramento.
Hay personas que, al tener que confesar pecados muy vergonzantes, sienten como si hubiera un muro
que les impidiera hacerlo. Preferirían hacer una peregrinación de cien kilómetros antes que tener que
confesar cara a cara determinadas acciones que les humillan de un modo terrible.
Para combatir esta dificultad, pueden hacerse las siguentes consideraciones:
1) El sacerdote confesor no puede revelar nunca -bajo pena de excomunión-, los pecados oídos en el
confesionario.
2) El sacerdote regularmente no puede ver quién es la persona que está confesando sus pecados. Si no
lo hay en el templo que se frecuenta, el penitente puede acudir a algún otro templo en donde el
confesionario impida al sacerdote ver a quien se está confesando. Verdad es que puede tenerse el
escrúpulo de que el confesor puede reconocer la voz y así identificar al penitente. Pero, una vez más, se
puede ir a un templo distinto o esperar a un cura con quien no se esté familiarizado.
3) Se ha de meditar sobre la Majestad ofendida por el pecado y en la gravedad de este. Si el pecado es
tan vergonzante, ¿no merecemos por él un castigo proporcional? ¿Será acaso nuestra vergüenza
demasiado castigo por haber ofendido a Nuestro Creador y a Nuestro Redentor?
4) También se ha de meditar sobre los castigos en el Infierno y compararlos con la vergüenza que se
pueda tener al confesar un pecado. Las penas del averno son infinitamente peores.
5) Conviene recordar que en el Juicio Final, aquellos pecados que no hayan sido confesados en el
sacramento de la Penitencia, serán publicados y todos se enterarán de ellos. ¿No es más vergonzante
que nuestros padres, hermanos, parientes y amigos todos se enteren de nuestros pecados, que
confesarlos a una sola persona que guardará el secreto y que, además, no puede conocer a quien tales
pecados confesó?
6) Por último, el alivio y el desahogo que se apodera del penitente una vez que ha hecho una buena
confesión y que ha recibido la absolución es una recompensa inmensa e inefable. Eso ha de
conducirnos a cumplir la pentencia impuesta tan pronto como sea posible y a dar sinceras gracias a
Dios por haber instituído tan benigno sacramento y por habernos permitido obtener provecho de él y a
hacer cuanto esté a nuestro alcance para evitar caer nuevamente en pecado.
Más grave que la vergüenza de confesar los pecados es el caso de no tener conciencia de la gravedad
de estos y que, al no haber un verdadero arrepentimiento, no exista un sincero deseo de enmienda. Es
así que en ocasiones no se quiere abandonar una mala compañía, dejar tal o cual vicio o reparar el daño
causado por las faltas cometidas. Eso conduce a vivir en el pecado, esto significa vivir en una
constante enemistad con Dios, desafiándolo y despreciando sus sacramentos.
¡Cuántos ricos deben sus riquezas a fraudes y engaños! ¡Cuántos a abusos con los más vulnerables!
¡Cuántos otros al hurto o a la usura!
¡Cuántas almas se pierden por un sentimiento o amor prohibido! ¡Cuántos hay que, obnubilada la vista
por los placeres de la carne, pierden al temor de Dios y se convierten en esclavos de sus desordenadas
pasiones, enfilándose a su perdición y llevando consigo a quien creen o dicen amar!
¡Cuántos son los que, llenos de soberbia por los talentos recibidos -que no por méritos propios-, se
alejan de Dios y de la humilde sumisión debida a la Iglesia!
Todos estos tienen tal apego a placeres y deleites de esta vida, que no están dispuestos a renunciar a
ellos, aunque eso les represente la condenación eterna.
Quizá unos piensen que no vale la pena confesar algunos pecados, ya que tienen certeza de que
reincidirán. ¡Qué poca fe tienen en las gracias sacramentales y en el poder de la oración! Más bien
parece que se autoengañan con este razonamiento. Lo cierto es que si hubiese un sincero deseo de
enmienda, se huiría de toda ocasión de pecado, se multiplicarían oraciones y actos de mortificación y se
frecuentarían más los sacramentos.
Otros habrá que estarán confiados al punto de dejar para el último momento el arrepentirse y quieren
alcanzar así el perdón. ¿Qué acaso no ven que la muerte alcanza tanto a jóvenes como viejos, a
enfermos como sanos, a temerarios como temerosos? Nadie puede saber cuándo será llamado a rendir
cuentas. Otros más creerán que por llevar puesto el escapulario o por alguna otra devoción tienen
garantizado el Cielo. ¡Insensatos! El escapulario y demás devociones son incompatibles con la vida de
pecado y no son moneda con que se compra la salvación del alma. ¡De Dios nadie se burla!
Al tratar estos temas, conviene recordar a San Agustín, quien fue esclavo de la concupiscencia por
mucho tiempo. Él debió librar rudos combates contra sí mismo para romper sus cadenas y triunfar de
sus malos hábitos. Nos cuenta en sus Confesiones que los malos hábitos vineron a serle como una
segunda naturaleza y que le parecía imposible llegar a ser casto, a vivir con sobriedad y continencia;
pero que esta pretendida imposibilidad no era sino falta de voluntad enérgica y resultado funesto de no
acudir a la penitencia y a la oración. Pero al fin, la gracia triunfó de este pecador inveterado: hizo de él
un modelo de verdaderos penitentes, el más glorioso atleta de la fe, azote de los herejes y uno de los
más ilustres Padres de la Iglesia. Imitémosle y roguemos su intercesión.
Pero noto que me he desviado del punto y ahora vuelvo a la fiesta que hoy celebramos, no sin antes
insistir en la necesidad de acudir al confesionario y de recibir la Sagrada Hostia.

El amor devoto hizo que las santas mujeres madrugaran, y el santo coraje las llevó hacia el lugar del
entierro, sin temor a los judíos. Pero una preocupación las embargaba durante el camino: la piedra que
cerraba la tumba era pesadísima, y ellas eran débiles mujeres y se decían una a la otra: ¿Quién nos
retirará la piedra de la puerta del sepulcro?
¿Quién no admirará la intrepidez, el ardor y la audacia de estas piadosas mujeres que tan de mañana
salieron solas de la ciudad, subieron el Calvario y se encaminaron al sepulcro, sin ningún temor de los
soldados que lo guardaban? ¿Qué es lo que les da este valor y atrevimiento? El amor… ¡Oh! Si
estuvieses animado de los mismo ardores del amor divino, ¡cuántas cosas emprenderías y ejecutarías
por la gloria de Dios y por la salvación del prójimo! ¡Con qué constancia y perfección desempeñarías
todos tus ejercicios espirituales! Tus adelantos en todas las virtudes serían admirables, porque el amor
lo hace todo fácil y nunca dice: Basta.
La enorme piedra que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían hecho colocar a la puerta del
sepulcro y marcar con su sello, debía ser un obstáculo infranqueable para el piadoso designio de las
santas mujeres. Aún así, sin buscar la resolución de una dificultad continuaron su camino sin pensar en
otra cosa más que en ofrecer sus últimos obsequios al Maestro.
Fue entonces que vieron movida la losa y vieron al ángel.
Así es como Dios ayuda con prodigios a quienes esperan en Él y que con frecuencia, sin atender a las
leyes de la sabiduría humana, esperan contra toda esperanza. Esta es la expresión de que se sirve el
Apóstol al hablar de la fe de Abraham: Creyó en esperanza contra toda esperanza. - Qui contra spem
in spem credidit. Cierto es que no se han de menospreciar los medios humanos; pero la confianza en la
bondad y omnipotencia de Dios debe superar a la sabiduría humana y, en muchos casos, imponerle
silencio.

Cabe preguntarse, ¿por qué resucitó Nuestro Señor? Consideremos las misteriosas razones de este gran
milagro.
En primer lugar, fue para honrar y glorificar su Cuerpo, que había sufrido tanto. Dicho premio y
recompensa le eran bien debidos.
Jesús, en este día es glorificado delante de su Padre, delante de los Ángeles, ante los poderes del
infierno y sus lacayos terrenos, y ante sus discípulos…
Nuestro Señor resucitó para excitar y fortalecer nuestra fe. La resurrección de Jesús es realmente el
fundamento y el triunfo de nuestra fe, ya que demuestra claramente la divinidad y la omnipotencia del
Señor.
Es también el argumento principal y sólido por el cual los Apóstoles han probado y demostrado que
Jesús es Dios, y con él han convertido al mundo.
Jesucristo resucitó para fortalecer nuestra esperanza en nuestra propia resurrección. Hablamos, por
supuesto, de la resurrección de los elegidos, de los santos predestinados, de cuya salvación es signo la
fe en el Verbo Encarnado Redentor, así como el propósito de cumplir sus mandamientos y hacer
penitencia por las culpas pasadas.
La Resurrección de Nuestro Señor es una prenda segura de que también vamos a resucitar un día. Él
nos lo ha prometido, y Él es fiel en sus promesas. Esperamos, pues, nuestra propia resurrección, en
virtud de la Resurrección de Nuestro Señor.
Nuestros cuerpos sujetos a las enfermedades, a la muerte, a la corrupción, serán un día rehabilitados de
esta suprema humillación y revestidos de gloria y de inmortalidad, siempre y cuando vivamos de una
manera digna de Dios.
Muriendo, destruyó nuestra muerte; y resucitando, restauró nuestra vida, dice el hermoso Prefacio de
Pascua.
Es así que podemos esperar resucitar gloriosamente e ir al Cielo para reinar eternamente con el Señor,
el Cordero Pascual, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida.
Oh Dios, que, en este día, por tu Hijo Unigénito, nos franqueaste de nuevo las puertas de la Eternidad;
ayúdanos a realizar los santos deseos que Tú mismo nos inspiras, previniéndonos con tu gracia.

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