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esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era
un monstruo”. Arendt ve a un hombre no muy inteligente que habla con frases
hechas y a quien le sigue preocupando no haber llegado a coronel.
Se trata de lo que Arendt llama “la banalidad del mal”. Para Eichmann, la Solución
Final “constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos
momentos”. De hecho, “Eichmann no fue atormentado por problemas de
conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable
tarea de organización y administración que tenía que desarrollar”. Estamos ante
un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma “a los
hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa”.
Eichmann no era una excepción: lo más grave, escribe Arendt, fue que “hubo
muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos,
sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales”.
Sin excusas
Pero esto no significa que Arendt considerara que Eichmann era inocente o que
mereciera cierta comprensión, como muchos pensaron al leer su libro. Al
contrario, para Arendt, Eichmann es culpable y responsable del asesinato de
millones de judíos, como nos recuerda en conversación telefónica Cristina
Sánchez, profesora de Filosofía del Derecho en la UAM y autora de Arendt: estar
(políticamente) en el mundo.
Los sistemas burocráticos y jerárquicos como el nazi, escribe Sánchez en su libro,
favorecen “la falta de reflexión de los individuos que en ellos se insertan”
llevando a que se vean “arrastrados por la propia maquinaria” y alejándolos del
“resultado final de su acción”.
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Pero todo eso no exime a Eichmann (ni a nadie) de la responsabilidad de pensar
por sí mismo. El problema de Eichmann no fueron sus intenciones, sino que no
se paró a pensar en las consecuencias de sus actos y en las alternativas que
tenía.