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La banalidad del mal y la terrorífica normalidad de los nazis

JAIME RUBIO HANCOCK  24 MAR 2017 - 07:29 CET

El Lobo es el apodo de Michael Karkoc, un criminal nazi responsable de la


muerte de al menos 44 hombres, mujeres y niños en 1944. También es un
anciano de 98 años que sigue trabajando en su jardín de Minneápolis, donde vive
desde que huyó de Ucrania al final de la Segunda Guerra Mundial y donde se le
ha encontrado tras una investigación de la agencia AP.

De hecho, para sus vecinos y sus hijos no es ningún monstruo: ayudó a construir


la rectoría de la iglesia ortodoxa a la que acudía y su peluquero pide que “le
dejen morir en paz”. No es la primera vez que sorprende lo que el psicólogo Roy
Baumeister llama “la desproporción entre la persona y el crimen”, ni la primera
vez que nos preguntamos cómo es posible que alguien en apariencia normal, que
se preocupa por su familia y por sus amigos, sea capaz de cometer crímenes
atroces.

La banalidad del mal


El 11 de mayo de 1960, a las seis y media de la tarde, tres hombres se acercaron
a Ricardo Klement, un alemán que vivía en Buenos Aires. Lo metieron en un
coche y lo llevaron a una casa alquilada en la misma ciudad. El interrogatorio no
fue muy largo, Klement en seguida les dijo: “Ich bin Adolf Eichmann”, yo soy
Adolf Eichmann. Es decir, el teniente coronel que durante la Segunda Guerra
Mundial estuvo a cargo de los transportes de los deportados a los campos de
concentración en Alemania y Europa del Este. Los tres hombres que lo apresaron
eran agentes israelíes, que lo llevaron a Jerusalén, donde Eichmann fue juzgado y
condenado a muerte.

Este proceso se alargó hasta diciembre de 1961, sin contar la apelación, y a él


asistió la filósofa Hannah Arendt, que escribió una serie de artículos para la
revista New Yorker que acabarían convirtiéndose en su libro Eichmann en
Jerusalén, para muchos la principal reflexión sobre el mal después del
Holocausto.
Arendt era una filósofa judía nacida en Alemania que había huido a Estados
Unidos en 1941. Al encontrarse frente a Eichmann, escribió que “a pesar de los

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esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era
un monstruo”. Arendt ve a un hombre no muy inteligente que habla con frases
hechas y a quien le sigue preocupando no haber llegado a coronel.

Este criminal nazi no es un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco


que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de
personas. “Únicamente la pura y simple irreflexión (...) fue lo que le predispuso a
convertirse en el mayor criminal de su tiempo”, escribe la filósofa. “No era
estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para
pensar”.

Se trata de lo que Arendt llama “la banalidad del mal”. Para Eichmann, la Solución
Final “constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos
momentos”. De hecho, “Eichmann no fue atormentado por problemas de
conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable
tarea de organización y administración que tenía que desarrollar”. Estamos ante
un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma “a los
hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa”.

Eichmann no era una excepción: lo más grave, escribe Arendt, fue que “hubo
muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos,
sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales”.

Sin excusas
Pero esto no significa que Arendt considerara que Eichmann era inocente o que
mereciera cierta comprensión, como muchos pensaron al leer su libro. Al
contrario, para Arendt, Eichmann es culpable y responsable del asesinato de
millones de judíos, como nos recuerda en conversación telefónica Cristina
Sánchez, profesora de Filosofía del Derecho en la UAM y autora de Arendt: estar
(políticamente) en el mundo.
Los sistemas burocráticos y jerárquicos como el nazi, escribe Sánchez en su libro,
favorecen “la falta de reflexión de los individuos que en ellos se insertan”
llevando a que se vean “arrastrados por la propia maquinaria” y alejándolos del
“resultado final de su acción”.

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Pero todo eso no exime a Eichmann (ni a nadie) de la responsabilidad de pensar
por sí mismo. El problema de Eichmann no fueron sus intenciones, sino que no
se paró a pensar en las consecuencias de sus actos y en las alternativas que
tenía.

Además de eso, Arendt apunta que en el juicio no se trataba de lo que Eichmann


podría haber hecho en otras circunstancias ni de lo que cualquiera habría hecho
en su posición, sino de lo que efectivamente hizo.

Cómo evitar convertirnos en Eichmann


Arendt “siempre rechazó la idea de que todos tenemos un Eichmann dentro de
nosotros que está esperando las condiciones adecuadas para salir”, nos recuerda
Sánchez. Entre otros motivos porque durante el Tercer Reich hubo disidentes,
por mucho que fueran minoritarios. La propia Arendt cita a los hermanos Scholl,
que distribuyeron octavillas en las que llamaban “asesino de masas a Hitler”, lo
que llevó a que se les ejecutara en 1943.
Sin duda, no era fácil oponerse al nazismo, pero Arendt estaría de acuerdo con
Platón en que es preferible sufrir una injusticia que cometerla, como apunta
Sánchez en su libro. Sócrates defiende esta idea en el Gorgias, uno de los
diálogos de Platón. El filósofo no solo asegura que es mejor sufrir una injusticia
que padecerla, sino que además es preferible ser castigado por cometer una
mala acción que salir impune de ella.
Pero para llegar a esta conclusión hay que pararse a pensar. Es decir, poner en
práctica lo que Arendt llamaba juicio crítico, que enlaza con la idea de Kant de
pensar por uno mismo, de modo independiente y sin prejuicios, a lo que se
añade la necesidad de ponernos en el lugar de los demás.

Arendt recuerda que Eichmann se preguntaba a menudo “¿quién era él para


juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto?
Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia
modestia”. Para Arendt, escribe Sánchez, “todos somos quién para juzgar, y
precisamente la carencia de esa facultad, su ejercicio, es lo que posibilita la
diseminación del mal y la tolerancia frente a este”.

Esto no solo es aplicable a la resistencia a los totalitarismos. Siempre tenemos la


obligación moral de preguntarnos cuáles son las consecuencias de nuestras
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acciones: ¿qué efectos tiene en los demás lo que para nosotros no es más que un
trabajo de oficina? ¿Nuestra empresa contamina, por ejemplo, o pone a otras
personas en dificultades económicas? ¿Y qué hay de lo que compramos? ¿Está
producido de forma ética o a costa de la indefensión económica de los
trabajadores?

Es decir, la teoría política y ética de Arendt no excusa a Eichmann y además es


muy exigente con todos nosotros. No podemos renunciar a este pensamiento
crítico y conformarnos con ser otro engranaje o quedarnos al margen como
meros espectadores. Esta es la única alternativa frente al mal, recuerda Sánchez.
El Holocausto no podría haber sucedido sin la participación de millones de
personas que no eran nazis convencidos.

Los “pequeños pasos” hacia el totalitarismo


Las sociedades totalitarias no suelen llegar de repente y por eso es importante
mantener siempre el espíritu crítico y el diálogo abierto.  “La violencia extrema se
produce siempre con pasos previos”, en los que hay “una estructura general
política e ideológica que favorece el conformismo y el aislamiento entre los
individuos”, de modo que nos hace más difícil la posibilidad de ponernos en el
lugar del otro, escribe Sánchez. Y pone el ejemplo de cómo tratamos a los
inmigrantes, negándoles a menudo lo que Arendt llamaba el derecho a tener
derechos.

También podríamos mencionar cómo la alt-right, la extrema derecha


estadounidense, lleva a cabo su actividad política sobre todo en redes sociales,
sin contacto directo con la realidad que critica, lo que hace que les resulte más
fácil difundir mentiras y estereotipos.
“El viaje al mal se hace en pasos pequeños y no saltos enormes”, añade el
historiador de la ciencia Michael Shermer en The Moral Arc. En el caso del
Holocausto, “comenzó con los programas de esterilización de los años 30, pasó a
los programas de eutanasia de finales de esa década, y con esa experiencia
ganada, los nazis fueron capaces de implementar su programa de asesinatos en
masa en los campos de exterminio entre 1941 y 1945”.
Es decir, “una vez te has acostumbrado a la demonización, exclusión, expulsión,
esterilización, deportación, agresión, tortura y eutanasia de los demás, el paso
siguiente al genocidio no parece tan descabellado”.
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¿De verdad Eichmann solo fue un funcionario?
Algunos críticos de Hannah Arendt ponen en duda su visión de Adolf Eichmann
y creen que la filósofa se dejó convencer por la pose del nazi durante el juicio,
destinada a evitar la pena de muerte.

La filósofa Susan Neiman cita en su Evil in Modern Thought el libro Eichmann


Before Jerusalem, de Bettina Stangneth, que apunta que el nazi fue un criminal
convencido y que lo único que lamentó fue “haber fracasado en la organización
del asesinato de todos los judíos de Europa”.
Neiman coincide en que después de la publicación de este libro resulta difícil
seguir creyendo que Eichmann no sabía lo que hacía, pero esto no contradice las
ideas de Arendt sobre la banalidad del mal: “Hay gente motivada por la mezcla
venenosa de una ideología asesina y el deseo de la violencia -escribe,
recordando lo que Arendt llamaba el mal absoluto-, pero sus números palidecen
al lado de los que les ayudan y apoyan sin más intención que el deseo de seguir
adelante sin complicaciones”.

Y concluye: “Este extremo es tan importante para comprender y prevenir otros


crímenes que no se puede enfatizar lo suficiente… Incluso si el ejemplo en el que
Arendt lo basó resulta estar equivocado”.

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