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La “implicación parental en la escuela” es una relación de fuerzas entre padres, hijos y profesores

Muchos discursos institucionales, docentes y pedagógicos explican los éxitos y fracasos escolares
como producto del grado de implicación de la familia. A su vez, suelen contemplar esta
implicación como una colaboración armónica entre el ámbito familiar y el escolar. Pero la
realidad dista mucho de ser así, sobre todo cuando las calificaciones de los hijos se resienten con
el paso de los cursos. La implicación de la familia se convierte entonces en una negociación y
enfrentamiento constante, principalmente con los hijos pero también con sus profesores. La
posición de clase de la familia y los recursos que puede movilizar marcan la eficacia de estas
estrategias, y con ello la forma en que la propia implicación evoluciona con el tiempo.

La cuestión de la “implicación de las familias” en la educación escolar de los hijos ha ido ganando
peso en la agenda educativa durante las últimas décadas. Las familias del alumnado son descritas,
cada vez más, como problema y solución. Su poca preocupación por los asuntos escolares sería
la causa de los más variados males del sistema educativo, su implicación constituiría un remedio
potencial. Aunque muchos de estos análisis son bastante generalistas e imprecisos, otros apuntan
a un momento específico de la carrera escolar: la Educación Secundaria Obligatoria, y más
específicamente, el “salto” entre la etapa primaria y la secundaria. Sería durante esta transición
cuando las familias dimitirían de sus responsabilidades, dejarían de intentar promocionar la
trayectoria de los hijos y cortarían su relación con los establecimientos escolares. Todos estos
supuestos son muy populares entre el propio profesorado de secundaria.

La evidencia empírica disponible da un cierto apoyo a estas tesis. Muchos comportamientos


normalmente entendidos como “implicación familiar en la escuela” se debilitan conforme los
hijos crecen, en especial cuando abandonan el colegio para dirigirse al instituto. Este proceso no
es independiente del origen social, se da con más intensidad en familias de clase obrera.
Paralelamente, también es en esta etapa cuando muchos alumnos comienzan a experimentar
problemas en la escuela, las calificaciones descienden y se acumulan los retrasos y repeticiones
escolares. La incidencia de estas dificultades tampoco es la misma en todas las clases sociales:
una vez más, es el alumnado de clase obrera quien lo sufre en mayor medida.

La simultaneidad de ambos fenómenos –generalización de los malos resultados y distanciamiento


familiar de la escuela- y su concentración en un sector social específico –la clase obrera- no pasan
desapercibidos a analistas y docentes. De ahí que el discurso de la poca implicación o de
la dimisión parental encuentre un terreno fértil para desarrollarse. Las familias, en especial
aquellas de estatus inferior, estarían relajando sus esfuerzos cuando más se necesitan. Los hijos
acabarían pagando caro esta negligencia familiar: faltos de apoyo en el ámbito doméstico, se
dirigirían irremediablemente hacia el fracaso.

Durante la realización de mi tesis doctoral he tratado, entre otras cosas, de indagar en estos
procesos de “desenganche”. He examinado de forma longitudinal las prácticas escolares de
familias de distintos orígenes sociales y cuyos hijos mantienen rendimientos y actitudes hacia la
escuela igualmente distintos. Para captar dicha evolución, así como la forma en que es
interpretada y explicada por sus protagonistas, he recurrido al uso de técnicas cualitativas. He
realizado entrevistas abiertas a los progenitores en dos momentos de la carrera escolar de los hijos
(primero cuando acababan de acceder a la ESO, segundo casi dos años después). Además, he
realizado observación etnográfica en los centros donde acuden sus hijos, en las reuniones iniciales
con las familias del alumnado, en las reuniones de coordinación de tutores y en las reuniones de
tutoría entre los progenitores entrevistados y los tutores de sus hijos.

En línea con otras aproximaciones empíricas, encontramos que las prácticas de promoción escolar
van debilitándose en la mayoría de las familias (aunque no en todas). No obstante, la
configuración causal de este proceso es muy distinta para unas y otras familias. Y no puede
sostenerse que se trate de simples decisiones parentales. Son el producto de redes de interacción
en las que participan profesores, hijos y unos progenitores desiguales en recursos útiles.
Dinámicas de distanciamiento

La comparación longitudinal de material de entrevista proporciona una magnífica oportunidad


para entender las transformaciones en la relación familia-escuela conforme los hijos crecen. Una
de las primeras evidencias que puede observarse se da en el plano simbólico, en la forma en que
la implicación se entiende y se valora. Durante el primer ciclo de entrevistas, los progenitores
señalan la necesidad de controlar lo que ocurre en la escuela, pero también de inculcar en los hijos
autonomía y responsabilidad. Podemos decir que ambas nociones conviven en un equilibrio
inestable. Durante el segundo ciclo de entrevistas (los hijos tienen ya 13 o 14 años) la legitimidad
se ha desplazado sensiblemente hacia la posición de autonomía. La mayoría de las técnicas de
implicación y de apoyo escolar comienzan a ser estigmatizadas en los discursos parentales. Otro
de los grandes cambios tiene que ver con la actitud de los hijos. Más crecidos, configuran en
mayor medida la relación con lo escolar de sus progenitores. No hablamos de una simple
adaptación de las prácticas de los padres a las dificultades que perciben en los hijos. Las
estrategias filiales juegan ahora un papel muy activo.

En líneas generales, encontramos tres tipos ideales de transición a la etapa secundaria, modulados
especialmente por el sentido de la trayectoria filial. Por un lado, tenemos aquellas familias cuyos
hijos mantienen un rendimiento alto desde la etapa primaria y progresan por la ESO sin
dificultades especiales. En estos casos hay un claro distanciamiento familiar de la escuela: los
comportamientos de apoyo y control, ya débiles en los cursos anteriores, se van abandonando
totalmente. Los progenitores perciben este hecho como natural y legítimo, como una muestra de
inculcación de autonomía. Sin embargo, estas familias sí que “destacan” en dos puntos. Primero,
desarrollan unas altas expectativas académicas. Segundo, mantienen una comunicación continua
con los hijos sobre las cuestiones escolares. Aunque no intervengan directamente en ellas, los
hijos comparten abundante información en el hogar. Buenos estudiantes, no les perjudica que sus
progenitores estén al tanto de su vida académica. Todo lo contrario: suelen exponer
continuamente sus éxitos, para negociar cesiones de derechos con los padres (a cambio de sus
buenas calificaciones, exigen el acceso a bienes de consumo o a tiempo de ocio no vigilado).

La relación de estas familias con el cuerpo docente es apacible, escasa y protocolaria. Ni son
llamados a los centros ni cuentan con grandes incentivos para acudir a los mismos (mientras todo
vaya bien). En los puntuales momentos que acuden, los profesores tienen una buena
predisposición hacia ellos: el rendimiento y buen comportamiento de los hijos funciona en los
institutos como patente de buena crianza. Además, como están muy bien informados de la vida
académica filial –de las calificaciones, de los profesores- transmiten al tutor la sensación de estar
encima. Una situación relativamente paradójica, dadas sus débiles prácticas domésticas de
implicación.

En estos progenitores, el estatus social es poco relevante para comprender las transformaciones
de la relación familia-escuela. Este distanciamiento, paulatino y no conflictivo, se da en familias
de toda clase social cuando la actitud y rendimiento de los hijos son óptimos. El alto rendimiento
filial funciona como un ecualizador de las actitudes parentales ante la escolaridad (ecualizador “a
la baja” en cuanto al apoyo que se presta a los hijos, pero “al alza” en cuanto a las expectativas
académicas que se depositan en ellos). No sucede lo mismo cuando la trayectoria empeora.
Entonces los progenitores se ven empujados a mantener su intervención y el diferencial de
recursos es mucho más importante y visible.

Así, el segundo tipo ideal de transición lo encontramos en familias de clase obrera cuyos hijos
tienen una trayectoria problemática. En estos casos las estrategias de promoción escolar
comienzan a desmoronarse, así como los vínculos con el profesorado. Los hijos desarrollan una
actitud hostil hacia el trabajo escolar, boicoteando los intentos parentales de intervención. Por un
lado, cortan las comunicaciones. A fin de cuentas, ellos son quienes median buena parte de la
interacción entre padres y profesores, y pueden bloquearla o dosificarla a conveniencia: mintiendo
con las notas y fechas de exámenes, ocultando amonestaciones, escondiendo las tareas asignadas,
etc. Por otro lado, reaccionan con negativas explícitas a las medidas que los progenitores tratan
de tomar en el hogar (que pueden comenzar una cadena de desafíos entre madres e hijos y
desembocar en altercados de cierta agresividad). La implicación comienza a adquirir un enorme
coste emocional, deteriorando las relaciones intrafamiliares. Los progenitores van optando por
reducir la vigilancia –también motivados por la evidencia de que, hasta ahora, no ha funcionado-
. Esto concede ventaja a las estrategias filiales de boicot, en una dinámica que se retroalimenta.

Con el tiempo, los progenitores van normalizando el descenso de trabajo escolar en el hogar y sus
expectativas van reduciéndose. Además, cada vez tienen menos información de la vida escolar de
los hijos. En un principio, acuden a los centros a hablar con los docentes. Pero estos encuentros
suelen ser muy tensos. Primero porque el bajo rendimiento filial, acompañado normalmente de
una actitud anti-escolar, predispone al profesorado en su contra: suele inferir que tras estos
problemas hay una familia que no se preocupa. Segundo, porque los progenitores evidencian estar
poco o mal informados de lo que sucede –por las resistencias y las versiones interesadas de los
hijos-. Esta ignorancia es rápidamente captada por el tutor, confirmando sus sospechas previas de
que la familia no pone de su parte ni disciplina a su hijo. Conforme estas experiencias se repiten,
acudir a las tutorías es cada vez más humillante. Además, como la trayectoria sigue deteriorándose
y las malas noticias se acumulan, el tutor deja de ser un informante privilegiado. No se ve gran
utilidad en acudir al centro, ya se sabe lo que se va a escuchar (y ya se sabe que no va a ser
agradable).

Pero un empeoramiento de la trayectoria no genera los mismos efectos en todos los hogares. Esto
nos lleva al tercer tipo ideal de transición. Esta se da en familias de clases medias y superiores en
las que los hijos tienen dificultades escolares, y se caracteriza por el mantenimiento de fuertes
prácticas de implicación. Al igual que en sus homólogas de inferior estatus, los hijos muestran
ciertas resistencias a compartir información y se oponen a la fiscalización constante de su trabajo
escolar. Pero la posibilidad de éxito de sus estrategias es mucho menor. Aquí influyen los recursos
parentales, principalmente el capital cultural. Estos progenitores tienen un gran conocimiento de
los contenidos, una capacidad para averiguar las obligaciones filiales (revisando ellos mismos los
temarios y ejercicios), una capacidad para evaluarlas (al margen de la información docente) y una
mayor disponibilidad de tiempo (para poner en marcha estas estrategias). Los hijos, al fracasar
continuamente en sus maniobras evasivas, van asumiendo la inevitabilidad del trabajo escolar y
aminorando sus resistencias al mismo. Ello facilita los comportamientos parentales de
intervención, en una dinámica de feed-back que funciona en sentido inverso que en el modelo
anterior.

Cuando el rendimiento filial es bajo o descendente, la implicación se convierte en una relación de


fuerza. Y en esa relación, en unas familias tienen las de ganar los hijos y en otras las tienen los
progenitores. Así, en función de los recursos que pueden desplegarse, las actitudes anti-escolares
de los hijos configuran una cadena de contingencias muy distinta en los hogares.

A su vez, esto va a tener efectos en la relación familiar con el cuerpo docente. Estos progenitores
siguen acudiendo mucho a los centros a hablar con los tutores. Aunque sus hijos obtienen malas
notas, mantienen una cierta regularidad en su trabajo escolar doméstico (los progenitores pueden
asegurarse de ello) y el profesorado percibe en ellos una cierta disposición y obediencia, producto
de su capital cultural incorporado (como muestran otras investigaciones etnográficas, que han
estudiado situaciones de aula). Durante las tutorías, los progenitores manejan abundante
información de la vida académica de los hijos y hacen patente su papel activo en la misma. Los
docentes entonces consideran que la familia está empujando en la dirección correcta, no
descalifica sus formas de socialización. Esta lectura de la situación acaba modificando las
expectativas que depositan en los menores: estarían pasando “un bache”, pero los problemas
serían reversibles. Precisamente, es la misma lectura de la situación que hacen los progenitores
mientras van venciendo las resistencias filiales en el hogar.

El análisis de estos procesos nos muestra varias cosas: a) que la relación entre estrategias
parentales y filiales no es ni lineal ni unidireccional. Ambas se influyen mutuamente y
condicionan a su vez la relación familiar con el profesorado, b) que los distanciamientos de la
escuela no son una cuestión de buena o mala voluntad parental, se fraguan en redes de
interrelaciones donde intervienen los recursos de los progenitores y las acciones de hijos y
docentes, c) que estos distanciamientos tienen a problematizarse de forma global, cuando buena
parte de los comportamientos de implicación se abandonan precisamente en las familias
académicamente más ambiciosas y con mejores rendimientos escolares, d) descargar en el ámbito
familiar la responsabilidad de paliar los problemas escolares de los hijos supone una merma para
la igualdad de oportunidades escolares. Cuando la trayectoria peligra, unos niños lo tendrán
mucho más fácil que otros para superar los obstáculos y proseguir su carrera escolar.

Esta última evidencia engrana con numerosos estudios, que muestran cómo muchas desigualdades
escolares ligadas a la clase son particularmente intensas entre los peores estudiantes: tasas de
repetición, de abandono, acceso a vías estigmatizadas dentro de la ESO, selección de itinerarios
post-obligatorios de prestigio, etc. Concebir a la familia como soporte indispensable de la
socialización escolar contribuye a legitimar esas desigualdades. Bajo una retórica progresista de
“colaboración” se están reforzando los procesos de reproducción escolar y social.

Carlos Alonso Carmona

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