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Marián Benítez Weisz

OJOS ROJOS

Hija del monte y la cañada, Idilio nació de cara a las estrellas, mientras los grillos le cantaban
al mundo su llegada.
Fue Idilio por su madre y Vargas por su abuela, quien la educó hasta que entró en sus años
mozos. Criada con los pies en el barro y el corazón puesto en la cruz, la mocita aprendió a amar la
naturaleza hasta saberse todos los secretos de los yuyos, los cielos y esas cosas que sólo saben los
que tienen fe.
__ ¿Y acá dice eso? _ preguntó la anciana, tratando de descifrar cuál vocablo decía qué cosa.
__Sí… y acá dice que ‘Su imagen de niña, con trenzas largas como las de los sauces que caen
a beber en la ribera; siempre halló su reflejo en los espejos del río. Río que siempre volvía a sus pies
para poder susurrarle poemas al oído.
Idilio era amiga del pedregal, del viento y de la huerta. Y supo alborotar todos los gallineros, a
su paso. Más de un cocorito la lisonjeó; pero ella sólo tuvo ojos y corazón para un hombre, al que se
entregó en cuerpo y alma.’
__¿Y todo eso dice acá, m’hija?_ insistió la anciana acomodándose los anteojos, como si con
ello supliera la falta de escuela.
__Sí, abuela; todo eso dice acá.
__¿Y dice algo del Florencio?_ quiso saber sin demora.
__Sí… acá donde está esta letra grande, ¿ve abuela? Esta es la efe de Florencio. Acá dice:
‘Flo-ren-cio’.
__¡Ah!_ exclamó con gratitud, pasando la yema de un dedo sobre el nombre escrito; como
acariciando los recuerdos.
Recuerdos que sólo Idilio conocía y que nunca, persona alguna, logró empardar.
Florencio la encendía, con su mirada pícara y buscona. Sólo él podía hacerle cosquillas al
silencio de las siestas y había sabido cómo arrancarle carcajadas al monte. Sólo él supo sembrar en
la fertilidad de su campo y ver crecer sus frutos, mientras se llenaban sus pechos de amor. La
primera flor se les marchitó de pimpollo y así fue como Idilio se convirtió en nodriza de los niños
expósitos del hospicio. Entonces todas las flores fueron sus flores y todos los niños fueron sus
niños… Y así su jardín creció enormemente, colmándose con risas de colores.
__¿Abuela?… ¿Abuela me oye, que le estoy hablando?
__¡Ay, sí, m’hijita! ¡Perdón…! Me quedé pensando, no más…_ respondió en voz baja,
mientras le brillaba la nostalgia del pasado en la espesa oscuridad de su pupila.
Recordó cada beso; cada coscorrón… el perfume de las verbenas y el de la leche recién
ordeñada. Recordó el canto del zorzal y el azote del viento entre las ramas que le daban sombra a su
portal. Recordó los colores de parto y el sabor de las lágrimas; la quimera del alba y el dolor de
crecer…
Todo cuanto vivió Idilio vino a sentarse a los pies de su cama.
__¿Quiere dormir ahora, abuela?_ preguntó la enfermera.
Idilio la miró con una sonrisa apacible en los ojos y los pies bien calentitos bajo las mantas.
__¿Vos estás segura que pusiste todo lo que te conté, no?_ quiso asegurarse la anciana.
__Sí, abuela. Todo como usted me dijo; para dárselo a sus nietos cuando Diosito se la lleve.
Idilio meditó un instante y dijo __Sí, ya me puedo dormir tranquila.
Y así, la enfermera le quitó los anteojos y los puso en la mesita; le acomodó las cobijas y se
llevó el tazón de caldo del almuerzo, sin tocar.
Idilio Vargas se durmió con el perfume de un beso ‘florencio’ prendido en su frente y una
sonrisa de completa satisfacción palideciendo en su cara.

FIN

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