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Marián Benítez Weisz

BERKO

La noche se le cerraba por delante volviendo inseguros todos los callejones a su paso. Aún aque-
llos que él conocía a la perfección. Por eso, los iba a pasar de largo en una carrera cobarde que le per-
mitiera perderse en medio de la oscuridad.
Sus astutas pupilas no daban con la salida y su estado de tensión le impedía evaluar qué sucucho
podría servirle de escondite, aquella noche.
Se estaba poniendo nervioso y eso lo volvía vulnerable.
Él sabía que debía salir airoso de esa huida, o ahí mismo se imprimiría su oscuro final.
Toda su vida la vivió huérfano de afectos. Creció con las miserias de la carencia total. Nunca tu-
vo buena fama y él lo sabía. En el barrio nadie lo quería; ni los perros. Y aunque su nombre era Berko,
los vecinos se referían a él como ‘la rata’.
A decir verdad, era el nombre que mejor le quedaba. Realmente era un ser despreciable y al que
nadie quería tener cerca.
Esa noche, y tras un desafortunado asalto, un traspié lo puso en la frontera entre una impune li-
bertad y la justicia. Reconoció de inmediato el acecho del peligro a sus espaldas. Lo podía oler en el
aire. Sabía que detenerse no era una opción. Esta vez, la suerte no estaba jugando a su favor. Era impe-
rativo aprovechar los resquicios de la noche para huir. Con el sol de la mañana coronando los tejados
quedaría expuesto a su destino final.
Berko no podía permitir que lo atraparan. No estaba en sus planes ser capturado. Su voluntad
tampoco registraba la intención de purgar por sus pecados. Él sabía que, en su ámbito, nunca sería bien
visto si se dejaba atrapar.
Así como tenía en contra la fama de sabandija que cargan todas las ratas, tenía a su favor la habi-
lidad de escabullirse y de ocultarse en cualquier agujero, como ellas.
Aun así, Berko sabía que los vecinos le habían tendido una trampa. Debía moverse con cautela.
De esto dependía su vida. Lo estaban buscando para eliminarlo y no se alzarían voces en su favor.
La noche se cerró en un punto y estranguló la calma del lugar.
Un foco amarillento, que el viento hamacaba en un único farol del callejón, cortó las sombras de
la esquina. La penumbra proyectaba su filo, declinando en línea recta hasta morir en la oscuridad. Ber-
ko tenía que llegar hasta los rieles, del otro lado del almacén. Allí, las vías son un lugar seguro para el
que huye. Debía aprovechar que el acceso a ellas estaba despejado por ese lado.
Un auto que merodeaba amenazante se detuvo. Las luces de sus faros se astillaron en la humedad
de los adoquines. Cada una de esas centellas se multiplicó en los ojos de Berko, que brillaban como
espejos.
La respiración se le agitó acelerando sus latidos.
Quedó paralizado un instante. Sabía que quedarse ahí sería letal. Unos perros ya lo habían olfa-
teado. Lo estaban delatando y no pararían de ladrar.
Decidió entonces trepar el muro de la barraca. Tras un breve análisis de las opciones, pensó que
la disposición de los ladrillos y las tuberías externas lo ayudarían a escalar hasta los techos. Desde allí
podría alcanzar su libertad.
Alguien lo vio deslizarse agazapado por el friso. Pero no era un lugar seguro para agarrarlo y hu-
bo que dejarlo ir.
Berko saltó al terraplén trasponiendo el alambrado lindero. Una mala pisada lo hizo caer sobre
unas chapas oxidadas que sonaron en concierto. Tras el ruido, una luz de interiores se encendió en las
cercanías. El portón de la barraca chilló al abrirse y se vio la silueta del sereno buscando en la oscuri-
dad.
El hombre buscó a tientas el encendido del reflector y al activarlo las pupilas de Berko se anega-
ron de luz.
Con la certeza de saber que no había a quien recurrir, o intuyendo que le estaba llegando el final,
decidió esconderse entre unos autos apilados como chatarra. Quizá esos recovecos lo ayudaran a desa-
parecer.
Viéndose en esa situación supo con seguridad que estaba viviendo las desventuras propias de to-
das las ratas.
El viento arrastró unos fieros nubarrones sobre la luna, cubriéndola como una manta. Mas ella
aguzó su sonrisa antes de caer por detrás del almacén. Era el presagio del final.
Cuando Berko creyó que había pasado el peligro corrió hasta alcanzar el albañal. Pero una vez
adentro de ese lugar, hediondo y pegajoso, advirtió su gran error. Él mismo se había arrinconado entre
la trampa para ratones y la luz de la linterna del sereno. Podía verlo ahí, de cuclillas sobre la rejilla,
bloqueándole la salida.
La luz de la linterna se movió en distintos ángulos hasta encontrarlo. En su retina se imprimió la
maliciosa estampa de la muerte. Berko decidió, entonces, jugarse la última carta. Si lograba sortear la
trampera, evitando tocar el cebo, como otras veces, podría correr por el desagüe hasta llegar del otro
lado de la calle. Así podría volver a conquistar su libertad.
Pero el plan fracasó. En un descuido fatal, la barra que sostenía el queso se soltó abruptamente
martillando el arco de metal contra su cuello. Esta vez, la trampa para ratones había funcionado a la
perfección.
Por la mañana, los restos de Berko fueron envueltos en diarios viejos y desechados. Como se sue-
le hacer con una rata cualquiera, de esas que merodean por las calles oscuras de la ciudad.

FIN

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