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Segunda Edición

Zelaya, Isabel
El duende Julián / Isabel Zelaya. - 2a ed. - Jujuy : Apóstrofe Ediciones,
2018.
92 p.; 21 x 16 cm.
ISBN 978-987-1542-99-4
1. Cuentos Infantiles. I. Título.
CDD 863.9282

Ilustraciones: Isabel Zelaya

Diseño de tapa: Alicia Calsina


Diagramación: Mónica Undiano
Apóstrofe Ediciones
Belgrano 1258
San Salvador de Jujuy, Jujuy, Argentina
ediciones@apostrofe.com.ar

© Isabel Zelaya

ISBN 978-987-1542-99-4
Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Impreso en Argentina.

To­dos los de­re­chos re­ser­va­dos.


Es­ta pu­bli­ca­ción no pue­de ser re­pro­du­ci­da, en to­do ni en par­te, ni re­gis­tra­da en o trans­mi­ti­da por
un sis­te­ma de re­cu­pe­ra­ción de in­for­ma­ción, en nin­gu­na for­ma ni por nin­gún me­dio, sea me­cá­ni­co,
fo­to­quí­mi­co, elec­tró­ni­co, mag­né­ti­co, elec­troóp­ti­co, por fo­to­co­pia, o cual­quier otro, sin el per­mi­so
pre­vio por es­cri­to de la autora.
A mis nietos
“Patitas” del 18

Muchos dicen que los duendes son puro


cuento, pero sé que ellos existen de verdad. En
mi casa hay uno que anda descalzo dejando sus
“patitas” del número 18 marcadas en el talco
del piso. A la mañana siguiente la escoba las bo-
rra y yo, por si acaso, escondo bien el talco.

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Tengo en mi casa un duende

Nadie sabía –ni se imaginaba– que en mi


casa un duende vivía a sus anchas.

Nadie suponía que el duende tenía la rara


costumbre de buscar las lumbres de los leños se-
cos que estaban muy lejos, donde los conejos ca-
vaban sus cuevas.

En luna nueva, creciente, menguante, o bien


llena la panza de la luna llena, todos los conejos
de todas las cuevas, movían hocicos comiendo
las nueces que los chicos buenos por piedad les
daban… a él no le importaba, con tal de dejar
sus huellas marcadas sobre las cenizas que el
fuego olvidaba. Para eso era duende, un duen-
de sin manos, que con sus piececitos escribía

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cuentos en serio -como el que les cuento ahora-
y otros cuentos locos, mágicos y tiernos, de puro
bufón. Así fue que vino con astuta calma a dic-
tarme historias junto con el alba.

Debajo de mi almohada, cuando despertaba,


me dejó este libro que su vida humana así inau-
guraba. ¡Ha nacido un duende, qué feliz estaba!

Me habló de Fidela, la que se desvela. Maes-


tra de escuela, madre enamorada.

El té con canela y las hadas buenas; las nu-


bes rosadas y los ensueños vastos, nacieron, tam-
bién, en rondas tempranas de cantos-poemas,
gracias a las voces del duende Julián, que vive
en mi casa desde aquella mañana y que por mu-
chos, pero muchos años, ¡aquí se piensa quedar!

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El duende Julián

Toca Graciela el piano y llora el Duende Ju-


lián, llora por no tener manos para ayudarla a
tocar. La niña, que está en la sala, pulsa un vals
en la guitarra y el duende, muy conmovido, de
sus ojos suelta lágrimas. Sopla Graciela el pin-
cullo, luego acaricia el violín. Julián, que tiene
su orgullo, decide ser bailarín. Baila en el techo,
la sala, no se cansa de bailar. Cuando el bebé
duerme siesta, viene y lo asusta al pasar. Baila
cantando una copla, también baila porque sí.
Cuando Graciela se cansa, Julián simula dormir.

Tengo en mi casa un duende que se apelli-


da Magín y deja sus huellas marcadas cuando
baila por aquí. Baila zambas, baila cuecas, canta
coplas, es poeta. Se esconde debajo del piano y

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a veces pisa las teclas. Las pisa ensayando sayas,
carnavalitos, pim pim. ¡Anda siempre despierto,
sin ojotas ni escarpín!

El duende no tiene manos, sólo pies para


bailar, boquita para cantar y ojos para llorar. Con
sus piececitos descalzos dibuja, pinta y escribe y
se ocupa de inventar las historias más bonitas,
con ruidos que vienen y van, por los techos de la
casa, el pasillo y el desván…

Siempre que suena el piano llora el Duende


Julián. Llora por no tener manos para poderlo
afinar. Anda llorando y llorando, llorando de
aquí para allá y en noches de luna llena, ¡baila y
baila sin parar!

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Fidela y Julián

(A mi mamá Teresa)

Hombrecito diminuto de mil años; antiguo


habitante de la casa.

–¿Juliancito?...¿pequeño?

Nada, ni un chistido. Está bien escondido


pensando en la pobreza del cuerpo y en la ri-
queza del alma. La mirada se le escapa lejos y el
ceño se le arruga cerca.

–Seguro que el picarón está buscando en el


archivo de su escondite los por qué de las histo-
rias que se repiten. Lo dejaré tranquilo y saldré
para hacer mi propia historia.

Fidela, la maestra, se coloca el guardapolvo,

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cubre su espalda con una manta de lana y sale,
rumbo a la escuela, por las calles empedradas
del pueblo.

Con infinita paciencia y ternura de algodón,


enseña al niño Ramón a leer y escribir:

–El-ce-rro-es-tá-mo-ja-do…

–¡Y mis zapatías chorcas me hacen frío!

–Sí, así: y-mis-za-pa-ti-llas...

Sujetando la manito paspada del chiquito,


guía la escritura de las letras mientras no puede
evitar que su pensamiento retorne a buscar ins-
piración en el dulce Julián.

–¡Ay!, Julián, si supieras que el almita de Ra-


món se quiebra de sed, se abre caminos aguan-
tando el pellizco del frío y el vacío de su pancita.

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–¡Ja!,¡ja-ja-ja!, dice chorcas cuando tiene
que decir rotas– se burla Romina.

–Romina, escuchame, también se puede de-


cir chorcas, o gastadas; y como vos decís, signi-
fica rotas, hilachentas, o zapatillas tristes con la
boca abierta.

Julián, cuyos poderes de percepción alcan-


zan muchos kilómetros, puede compartir el mis-
mo sentimiento que Fidela; el mismo asombro y
deseos de reír que Romina. Igualmente sabe de
la tristeza de Ramón y de las increíbles ganas de
aprender que tiene el niño. Entonces, sale de su
escondite movido por una extraña inspiración.
Retuerce sus ásperas rodillas en un baile grotes-
co e impaciente. Rasca con la nariz las duras pa-
tas del Mueble Alto del living. Suspira y pide a la
historia que el camino que ésta tiene preparado

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no le haga doler los piececitos a Ramón. Por fa-
vor, que tampoco le lastime el almita transpa-
rente. Que la leche y el pan no le falten. Que el
poder logre crear miles de dignidades que abri-
guen a la gente pobre.

Gira y salta. ¡Gira y vuelve a saltar! Caja co-


plera en el pecho. Lágrimas de quena y zampoña.

Fidela, mientras tanto, continúa derramando


la vertiente del alfabeto en el cuaderno deshoja-
do de Ramón. Salpica miles y millones de letras y
palabras en las mentes de los pequeñuelos de la
“escuela provincial”. Las ideas que expresan los
chicos le enseñan el significado de la dicha.

Agotado, el duendecillo, se sienta en la


gran ventana del comedor para fisgonear desde
allí la vida.

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Por la vereda del frente pasa una jovencita
de pureza angelical. Polleritas anchas, trencitas
gruesas, con cintitas de colores. Ojos grandes y
mejillas tostadas por el sol.

María norteña, viene de La Palca cargando


a su espalda un kollita blando como los pétalos
de las flores de cardón y morenito como el barro
que trae el Río Grande.

Julián, que es un poco filósofo y un gran


poeta, escribe con sus patitas sin ojotas en su
diario invisible:

“Esta María que pasa merece los piropos


más brillantes y las alabanzas más frescas; pero
también merece la mano solidaria de todos y
el respeto más profundo de los ciudadanos del
mundo, especialmente de los que están en el poder”.

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Sigue escribiendo que “las maestras que
enseñan tienen que provocar en las naciones
los sueños más concretos de grandeza y las más
abundantes vigilias de trabajo”.

Cuando en la escuela termina el acto en


homenaje al nueve de julio, la mañana huma-
huaqueña se despide haciéndole señas al sol de
la tarde para que avance hacia el interior de la
casa por el portón del fondo.

Ramón está muy contento porque aprendió


a escribir “zapatillas chorcas” y también porque
la señorita le regaló una linda escarapela y un
trozo de chocolate.

Saludos de despedida. Mocos pegados en


las naricitas. Frío y guantes perdidos.

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Cansado de escribir, el duende Julián, reso-
pla en su ocarina de arcilla una melodía de to-
nos agudos.

La Geografía Quebradeña se perfuma con


mandarinas, suspira cuando mira pasar a tantos
niños que salen de la escuela y tiembla despacio,
bien despacito, casi imperceptiblemente.

–¿Juliancito?, ¿pequeño?; ¿sabías que hoy


Ramón me hizo sentir muy feliz? Ven duende-
cito mío, ayudame a escribir la historia de hoy.

El duende simula haberse quedado dormido


en la ventana pero su alegría es tan grande que
al fin sonríe, asintiendo, con ecos de carnavalito.

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II

La tarde ronronea colorada. Las hojas se-


cas danzan desordenadamente, mezcladas con
tierra y papeles sucios. El Viento Norte levanta
vuelo y aterriza, reiteradamente, al compás de
charangos areno-
sos. Bolsas plásticas
que se escaparon de
un basural se hin-
chan, calientes, col-
gadas de los chur-
quis quejumbrosos
en la Quebrada de
la Soledad.

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El caserón de adobe se vuelve tibio y se estre-
mece con un poco de pereza. La Falla Geológica
está a punto de estornudar, pero se contiene. Las
Lámparas, recién encendidas, cierran sus ojos. La
Tierra se tapa la nariz con un dedo. Fidela, ate-
morizada, busca a Julián.

–¿A dónde estás duendecito mío?

Él debe aparecer y protegerla porque es casi


su conciencia.

El Mueble Alto del living, testigo de histo-


rias infinitas y manuscritos apurados, delata la
presencia de las almas repartidas entre sus es-
tantes y cajones. Desgarra su corazón de madera
como si quisiera hablar, pero produce un crujido
disonante que da cuenta de que está a punto de
derrumbarse. Las historias que contiene se ate-
rrorizan porque tienen miedo de romperse.

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Fidela no quiere entregarse al posible ca-
taclismo sin la presencia de Julián. Si la Tierra
se partiera ella quedaría muda, queriendo decir
algo pero sin decir nada. Hurgando en un dic-
cionario sin letras. Leyendo desesperadamente
nada en él, sin saber qué decir; qué hacer. En ese
momento Julián sería el único que podría resca-
tarla del vacío blanco de la muerte.

El piso, el armario, el techo y las tazas, vuel-


ven a temblar. Amenazan con derramar polvo
y campanillear adioses. Se extienden, alargán-
dose, como los brazos de Fidela cuando buscan
las manos de su Ángel Guardián. Pequeños des-
prendimientos del techo de barro se enredan en
sus cabellos y caen sobre la manta de Julián...

El Pacífico, por fin, repliega las lejanas y


friolentas aguas en las costas chilenas. Las olas

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tragan saliva con espuma y caracoles. Las rocas
subterráneas dejan de moverse y la cordillera in-
fla, aliviada, sus pulmones nevados.

La Quebrada de Humahuaca, se queda quie-


tecita, sentada sobre sus tapices de piedras.

Los cactus oran de pie.

Fidela, arrodillada, enciende una vela en el


altarcito del altillo y pide:

Patroncito San Antonio,


Madrecita de la Candelaria,
que la tierra no se abra
ahora cuando estoy despierta
¡Que se rompa después que me cierre
y que mis tiempos se ausenten!
Acuérdense del Ramón,
el changuito de adelante
que tiene l´almita rodante
porque l´agüita soy yo
que le está formando el coraje!
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A su lado, Julián le hace cariños a la Tierra
con los flecos de la manta colorada. Obliga a la
brisa a soplar la vela, por si acaso.

A pesar del susto, el duendecito no puede dejar


de filosofar. Piensa en la sabiduría de la Naturaleza
y en la ignorancia de los ambiciosos que parecen ha-
berse olvidado de las virtudes de la bondad. ¿Qué
sentirán estos últimos ante la presencia de Dios?

Sin darse cuenta, está hablando en voz


alta. Recuerda a Antonio Corimayo, el músico
instrumentista enamorado de Fidela. Dice que
“el amor todo lo salva, todo lo vuelve hermoso,
porque el amor es un milagro”.

Fidela, agotada aún por el miedo profundo que


le causó el temblor de la Tierra, parece no escuchar-
lo. Cierra los ojos y deja que el sueño la perfume con

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esencias de canela. Sueña que todos los niños del
mundo saben leer y escribir y son muy felices.

Julián, al verla dormida, se calza en la cabeza


el chulo de lana, acomoda en su espalda la manta
colorada y en puntas de pie se acerca a la ventana.
Después, de un solo salto, monta las estrellas fuga-
ces que en ese momento se desflecan en el cielo.

El portón del fondo está cerrado y la luna


se desliza sigilosa por la ventana para besar la
frente de Fidela.

La Tierra suspira con un leve estertor y se


vuelve a dormir quietecita por mucho, muchísi-
mo tiempo.

Fidela, profundamente dormida, sonríe.

Julián y las estrellas hacen titilar farolitos en


el firmamento apacible.

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Una hamaca en la luna

Julián esta noche está inquieto. Quiere tre-


par por el cielo para acostarse en la hamaca de
la luna.

La luna, sin darse por aludida, sólo descansa


silenciosa en las alturas y con sus ojitos cerrados
sueña soles enamorados. Ni cuenta se da, de que
Julián cuando la mira, suspira. Tampoco percibe
cuando las estrellas se estiran para ayudar a Ju-
lián, por el caminito de nieblas, a subir con rum-
bo a la luna dormida.

Ni la brisa de la noche, con sus cosquillas frio-


lentas, logra hacer que la luna abra sus ojos de
plata para mirar a Julián, que la observa con tra-
viesa obsesión de duende soñador.

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Las estrellas rumorean historias de gnomos
y hadas. Las hadas disimuladas entre las nubes
redondas y las nieblas difusas, arrojan polvo de
estrellas para señalarle la marcha.

Las nubes dicen que lloran pero ríen asom-


bradas; de tanto reír van soltando gotitas de
carcajadas… y cuando sueltan estas gotitas frías,
las nubes se hacen lluvia.

Julián está muy cansado de trepar por el


caminito de neblina, de nubes y de lluvia en el
invierno, y de hundir sus piecezuelos en el polvo
de estrellas acostadas sobre el relieve de piedras
y cactus de la montaña.

Y la curva de la luna, de la luna en cuarto


creciente, lo tienta a seguir subiendo; y a conti-
nuar soñando con alcanzar la hamaca lunar de
la noche larga.

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La noche larga, larga, larga… se estira y es-
tira, haciendo fuerzas ufanas, tratando de dar-
le impulso a los piececitos chiquitos del duende
que trepa nubes y neblinas y gotitas de alegría
desbandadas.

Estrellas, hadas, neblina y gotitas de la llu-


via que se ríe, logran por fin hacer que Julián
haga en la luna su hamaca.

La luna sigue durmiendo y no se entera de


nada.

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Arrorró de lluvia

“Que llueva, que llueva, nos vamos a la


cueva”. Se esconden las estrellas. Las nubes
canturrean.

Julián está sentado encima de la luna y


canta una canción para que el niño duerma:

–”Duérmase chiquito
duérmase que llueve
que si no se duerme
¡va a venir el duende!”

Con arrorró de lluvia el duende se divier-


te. La lluvia se adormece ¡y el chico se des-
pierta!

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El duendecillo de la escuela

Todos dicen que en esta escuela de Huma-


huaca, como en muchas otras escuelas de la
Quebrada, habita ¡un duende!

Cuando llegó a hacerse cargo como direc-


tora, la Srta. Josefina, una joven nativa, muy
bonita, morena y de grandes ojos negros, el
duende Julián se enamoró de ella e hizo magia
para que esta docente no pudiera irse nunca de
la escuela.

Se encerró en la ducha, se bañó muy bien,


se lavó los pies y con los soplos del viento los
secó después.

Con cien mil saltitos picó hojas de coca, pa-


pelitos recogidos en los grados, restos de lápices

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y deshizo cada hilo de un pañuelito que la Srta.
Josefina dejó olvidado en el parque del jardín
de infantes. Todo esto fue enterrado por el pí-
caro duende, una noche de luna llena, al pie del
pino del patio central de la escuela.

Con el transcurrir de los años, la directora


empezó a transformarse en una dama mayor; em-
pezó a envejecer. El duende, por ser duende, no
envejecía jamás. No sabía cómo deshacer el sorti-
legio que había hecho. Sentía remordimientos.

La directora, quería irse a otra escuela y pi-


dió traslado, pero el encantamiento del duende
travieso hizo que el traslado quedara sin efecto.
Doña Josefina tuvo que permanecer en la mis-
ma escuela de siempre, a pesar de las leyes y los
reglamentos.

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Todos los maestros la querían y le habían
hecho una despedida pensando que ya se iba,
pero después tuvieron que hacer otra fiesta
cuando supieron que se quedaba.

El duende de la escuela, mientras tanto, se pa-


saba muchas horas pensativo. Recordaba cuando
algunos años atrás se divertía prendiendo y apa-
gando las luces de las aulas y del salón para asustar
a las porteras. Otras veces, cuando la directora vi-
sitaba las aulas, hacía ruiditos extraños o escondía
los cuadernos de los alumnos produciendo algu-
nas peleas y discusiones entre los chicos. Le gusta-
ba acompañar, invisible, a la directora cuando, en
horas de la noche, ella se quedaba en su oficina a
escribir papeles. Atrasaba las agujas del reloj para
que creyera que no era tan tarde. Y así se la pasaba,
mirándola, muy feliz. ¡Era tan bonita su directora!

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Desde que la escuela recibió computadoras,
la Srta. Josefina dejó de quedarse hasta tan tar-
de. Sus tareas las podía hacer más rápido y el
pobre duende se sentía muy solo.

Él observaba que ella se había vuelto más


sabia y serena y que las travesuras e intrigas que
inventaba para divertirse, ahora ya no le daban
tan buenos resultados como antes.

Sólo cuando la buena directora escribía


poemas, él disfrutaba dictándole al oído ruidos
de pajaritos, acordes de campanarios y melodías
de charangos.

Un día descubrió que en uno de los depósitos


de la antigua escuela habitaba el Gaucho. Éste
era un espíritu maligno que a veces se transfor-
maba en gato negro, para asustar a cualquiera

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que andaba por las aulas y los pasillos después
de las ocho de la noche.

–Voy a hablar con el Gaucho– pensó.

El Gaucho, al principio, no hacía caso a los


insistentes chistidos del duende, quien a toda
costa, quería hacerlo salir de su escondite. El
duende era tan cargoso que al final logró que el
fantasma le prestara atención.

–¿Qué querés, enano fastidioso?

–Divertirme, porque estoy aburrido

–¿Y a mí qué me importa?

–Sí que te importa Gaucho viejo, vos y yo


podemos ser amigos…

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–Yo soy el Diablo, enano cara de buñuelo, y
si sos mi amigo tendrás que obedecerme.

El duende, le siguió la corriente, total los duen-


des no pueden ser atrapados por el diablo.

Así fue que le comentó al diablo, es decir al


Gaucho, lo que había hecho hacía algunos años
para encantar a la directora.

El Gaucho interrumpió el relato del duende


para decirle con mala intención:

–Yo te ayudo a deshacer el gualichu, pero


no me preguntés lo que pasará después.

Primero nos esconderemos en la dirección y


cuando un maestro entre, nos meteremos en sus
orejas para que al escuchar a la directora se sien-

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tan confundidos y no entiendan nada. El plan
sigue así, mirá. Y empezaron a cuchichear.

Después de un mes todos en la escuela anda-


ban de mal humor porque nadie entendía a nadie.

La directora estaba muy preocupada por-


que ella tampoco entendía lo que había pasado.

Cuando la Srta. Josefina decía “enseñen”,


los maestros entendían “jueguen”. Si decía “va-
mos”, entendían “nos quedamos”. Lo mismo les
ocurría a los maestros entre sí y a los porteros.
Cuando alguien decía “qué lindo”, escuchaban
“qué feo”, y se fastidiaban y ofendían.

El duende, en un comienzo, se divertía mu-


cho. También el Gaucho. Pero después, Julián se

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cansó de ver cómo todos se peleaban y decidió
que su alianza con el diablo tenía que terminar.
Entonces se encerró en la sala de lectura y se
puso a leer todos los libros de la biblioteca. Que-
ría encontrar una solución a su problema.

El problema ahora era cómo evitar que el


Gaucho se siguiera entrometiendo.

Arrepentido de haberse involucrado con el


diablo, recordaba la alegría de las maestras, la
felicidad de los alumnos, los bulliciosos recreos y
cómo todos aprendían muy felices.

A medida que rememoraba esos tiempos


tan armoniosos, el pequeño duendecillo entris-
tecía más y más. Las porteras, durante las tardes
de invierno y por las madrugadas, escuchaban el
llanto de un niño que gemía desgarradoramente
detrás del gran escenario.

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La directora, había enfermado de tristeza y
todos pensaban que estaba a punto de morir.

Un buen día, cuando todo parecía irreme-


diablemente perdido, llegaron a la escuela va-
rios paquetes enormes con nuevos libros. Nadie
estaba predispuesto a leerlos debido a que, por
influencia del diablo, todos creían que eran la-
drillos y ninguno quería construir nada de nada.

Nuestro duendecillo, se infiltró entre los


bultos y empezó a leer. Leyó y leyó por muchas
horas y días, hasta que sus ojitos oscuros se po-
saron en los versos de unas coplas:

venite, chango, a la escuela


ti toca izar la bandera
dij’ que en la escuela se apriende
tun, tun mi caja en la rueda

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tun, tun, mi caja coplera
qui tanto es güena mi escuela
qui un angelito me enseña
de mis coplitas las letras

Al duendecillo le gustaron tanto estos ver-


sos que se puso a cantarlos con la tonada de las
coplas que se cantan en el Zenta. Cantó y cantó
desde la mañana hasta la noche. Y esa noche, el
duende, pudo quedarse dormido un instante. To-
dos sabemos que los duendes no duermen. Pero
esta vez, por un instante, el duendecillo cerró sus
ojos redondos y soñó.

El sueño que tuvo, en ese instante, le trajo


la solución al problema.

Él debía cantar esas coplas, a la media no-


che, en el depósito en donde se ocultaba el Gau-

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cho. Debía cantarlas tres veces con todo el cora-
zón. Así lo hizo y el diablo huyó aterrorizado de
la escuela para no volver jamás.

Al día siguiente la directora, los maestros, los


niños y los porteros volvieron a descubrir que se
entendían y que les gustaba aprender y enseñar.

La directora se curó de su triste enfermedad.

El duendecillo continuó estando en esta es-


cuelita, pero sin hacer ningún hechizo.

Ahora juega con los chicos a las escondidas


y les dicta los discursos a las nuevas directoras.
Sólo a veces cambia de lugar las cosas, pero lo
que más le gusta es saltar y bailar cuando los
alumnos cantan coplas. ¡Todos dicen que Julián
es un duende feliz!

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El chistido de Julián

En horas de la madrugada
se puede percibir el olor del
pan recién salido del horno.

Las personas, que muy


temprano se levantan para ir a
trabajar, salen presurosas hacia
la panadería a comprar bizcochos
calentitos. Esto constituye una
agradable costumbre para los habi-
tantes del pueblo.

El duende Julián, a quien le gusta jugar en


la leñera de la industria, aprovecha la ocasión

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para hacer de las suyas, en esas horas previas a
la salida del sol.

Cierta vez, Mariana, la mayor de seis herma-


nitos, como todas las mañanas, salía de su casa
distante a unas tres cuadras de la panadería, con
la bolsita de lienzo limpiecita, en donde coloca-
ba el pan que compraba. En esta oportunidad,
sintió detrás de sí un leve chistido y una risita
contagiosa.

El sol apenas asomaba detrás de las montañas


y hacía mucho frío. Giró sobre sí misma para ver de
dónde provenían los ruidos pero no vio a nadie.

Siguió caminando y otra vez el chistido y


de nuevo las risitas. Imaginó que era Juancito,
el vecino de al lado, que siempre la molestaba
con bromas de mal gusto y siguió su camino sin

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mayor preocupación hasta que alcanzó a ver a
un pequeño niño con poncho colorado, chulo
marrón con pompón amarillo, que venía cami-
nando detrás de ella.

Se detuvo y le preguntó ¿Quién sos? ¿Por


qué me chistás? Y como toda respuesta volvió
a escuchar la risita que era tan contagiosa, pero
tan contagiosa, que también se puso a reír sin po-
der detener el ataque de risa; tanto se reía, ji,ji,ji,
ja,ja,ja, je,je,je, ju,ju,juuuuuu… que le empezó a
doler la panza y tuvo que sentarse a tomar aire.

Cuando se calmó de la risa, el sol estaba brillan-


do con toda su luz sobre las calles del pueblo y el re-
loj del cabildo daba las ocho y media de la mañana.

Se incorporó rápidamente, preocupada por


lo que le diría la abuela.

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Se sorprendió al ver que en la bolsa había
bizcochos calentitos y en sus manos aún estaban
las monedas, pero que el niñito de la risa y los
chistidos había desaparecido.

Mariana comprendió que había sido obje-


to de una burla del duende Julián, que era co-
nocido por otros niños por haberles acontecido
un hecho similar. Le dio un poco de miedo y se
puso a rezar un Padrenuestro para que la abue-
la no se enoje y la maestra no la reprenda por
llegar tarde a la escuela. Salieron dos lágrimas
de sus ojos preocupados y en ese momento el
duende juguetón se trepó en el cabildo y retro-
cedió las agujas del reloj. El sol, haciéndole un
guiño, se escondió de nuevo detrás de los ce-
rros para volver a cubrir al pueblo en la penum-
bra del amanecer. Julián complacido, se tapó la

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boca para que no se escuchara su risa. Estaba
feliz por haberle regalado pan a la niña pobre.

Mariana escondió las monedas y no le contó


nada a su abuela. Decidió que en lo sucesivo, no
saldría sola tan temprano por temor a otro ata-
que de risa. Gastaría las monedas en la adquisi-
ción de lápices de colores para su hermanito más
pequeño, a quien le gustaba mucho dibujar.

Cuando la abuela le preguntó de dónde ha-


bía sacado los lápices nuevos, Marianita no tuvo
más remedio que responderle con una mentirita.

–Me los regaló la señorita– le dijo, al mo-


mento que una risita de cascabel y campanario
la hacía ponerse colorada y un chistido debajo
de la mesa del comedor distraía a la abuela y
tentaba de nuevo a la niña a reírse sin parar.

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Angelitos de los cerros

No sólo en el cielo hay angelitos. Los hay


también en los cerros.

En las casas de barro, sobre las laderas, existen


por varias horas hasta que se los llevan.

Las madrinas les acicalan las alas de papel


crepe y les colocan una cinta larguísima de seda,
en la cintura.

No se mueven, no lloran, sólo duermen.


Duermen un sueño bien bonito que dura toda
la vida.

Les agrada que todos los miren dentro de


las cajas de cartón como si fueran muñequitos.

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También les gusta que las familias canten y
beban bajo la mirada de Dios, que casi siempre
está justo en el medio del Sol.

Cuando el Sol brilla con todo su esplendor,


la gente levanta las cajas y se los llevan hacia lo
alto de las cimas. Cuando están bien arriba, los
angelitos saltan entre los cardones y allí se que-
dan para siempre a jugar con los otros angelitos
que bajan del cielo.

Los angelitos que bajan del cielo se parecen


a los ángeles que hay en las iglesias, y los ange-
litos de los cerros se asemejan a pequeños des-
tellos de luz que aparecen y desaparecen entre
los cardones.

Dicen que el día que sus madrinas son lla-


madas por el Sol, ellos desatan de sus cinturas
las extensas cintas de seda y las colocan en el

53
camino para que no se pinchen con las espinas.
Cuando esto acontece, el duende Julián ayuda a
los angelitos distrayendo a la gente para que no
los descubran.

54
Julián en la estación
(a mi papá Marcos)

Julián, un día del año 90, estaba muy triste.

Quería subir al tren pero los trenes no es-


taban. Quería treparse en un vagón con harina,
pero ya no había ni trenes, ni vagones, ni harina
para cargar en ellos.

Quería viajar a La Quiaca, Humahuaca y


Volcán, pero el ramal del norte del ferrocarril
se había quedado sin vida en el tiempo y no te-
nía carril, ni señales, ni maquinistas, ni guardas,
ni cuidadores, ni pasajeros, ni nada. No había
humo, ni silbatos, ni ruido de cremalleras.

Todo estaba solitario en la estación vieja del


pueblo.

55
Hay gente que vio al pequeño Julián por-
tando una mochila, un sombrero para el sol, un
aguayo, un sonajero… y que a todos pregunta-
ba ¿cuándo viene el pasajero?

Otra gente le respondía que los trenes no


andan más, que un changuito de su edad tenía
que estar con la madre, y no rondando por ahí,
entre los galpones vacíos de la estación.

Julián seguía muy apenado hasta que llegó


la noche y se encontró con un anciano que de-
cía ser ferroviario; que manejaba los trenes, que
con leña los cargaba, que ya llegaba su horario
para comandar la formación de diez furgones
de lujo, dos comunes y uno más, para los que
andaban sin plata y al tren se querían colar.

–Yo subiré en el último, si usted me deja,


señor…

56
–Yo me llamo don Zenón, trato hecho, espe-
rame aquí…

El anciano alzó su valija de cuero, su boina y


su bufanda gastada, prendió su pipa y fumó des-
pacio mirando las estrellas que en el cielo titila-
ban. También despacio, muy despacio, caminaba
a un costado del andén. Hablaba con un grillito
mientras se alejaba...

Julián aguardaba confiado y tranquilo.

La noche cerraba sus ojos de duende. Tam-


bién borraba las estrellas y volcaba silencios en
torno del paisaje oscuro.

Don Zenón y el grillo cantor, entre las som-


bras callaban, hasta que la luna al fin se asomó.
Las estrellas volvieron a brillar y el grillo a can-
tar, pero don Zenón no estaba, ni su valija, ni la
pipa con que fumaba...

57
Había dejado la bufanda enrollada sobre el
banco en la estación y adentro de la bufanda
un trencito de juguete, igualito a los trenes de
verdad

–¡Por fin encontré mi tren!– exclamó el


duende feliz. Desde entonces no está triste,
juega y juega todo el día. Viaja a La Quiaca,
a Humahuaca, sigue viajando a Volcán, car-
ga vagones de harina, lleva azúcar y además,
permite que sus amigos vayan en el vagón de
atrás.

58
59
Ricardito y la dama de los cuentos

Una solitaria dama vivía en un enorme case-


rón antiguo, en el Barrio del Misterio, en la parte
este de mi pueblo, al lado de la peña.

Cierto día le pregunté a doña Aurelia, una


vecina del lugar, si aquella dama a quien llama-
ban Tristálida o Felicitas, tenía en el pueblo al-
gún familiar para acompañarla, porque decían
que vivía muy sola y era algo mayor…

Doña Aurelia inmediatamente se persignó


y como toda respuesta alcanzó a decirme, casi
en un susurro: ¡Ay! señorita, no mi preguntés,

60
no voy a poderle decir nada…señorita, porque dinó
me puede agarrar una sirena, sólo Diosito sabe…

Las sirenas son unos seres mágicos que vi-


ven como pequeños pececitos en el ojito de
agua cercano a la casa de la peña y a veces se
transforman en diablillos atrevidos que asustan
a las personas.

Me sorprendí mucho con las expresiones de


doña Aurelia, pero respetuosamente no insistí.

En todo pueblo se dicen muchas cosas, y


muchas cosas no se desean comentar. Así son los
pueblos.

Días después tuve la oportunidad de hablar


con el padre Jeremías, el párroco del lugar. El
cura también me respondió con evasivas y man-
dándome a rezar un rosario, me dijo: Implore,

61
maestra, por las almitas y déjelas en manos del
Señor para que encuentren la paz…

No puedo negar que la situación incremen-


tó mi intriga y entonces traté de averiguar más
entre mis alumnos. Éstos me dijeron que Tristá-
lida era una mujer muy anciana que había sido
engualichada por una bruja. Otros afirmaban
que su verdadero nombre era Felicitas y que era
una joven del lugar, que desde hacía no sé cuán-
tos años no podía envejecer.

Los pobladores habían adquirido un gran


recelo por esta leyenda tan contradictoria. Evi-
taban pasar por el estrecho sendero cercano a la
vivienda añosa, principalmente cuando atarde-
cía y más aún, durante las noches.

62
Como mi trabajo de maestra me tenía muy
atareada, dejé de lado mi curiosidad y formé mi
propia idea sobre la misteriosa dama.

Decidí creer que era una maestra jubilada


que había optado por vivir en ese barrio, por su
belleza paisajística y la tranquilidad del entor-
no, para descansar.

El sol quebradeño, redondo y tibio, con su


sonrisa de luz, quiso darme la razón.

63
II

Los últimos días de noviembre, cuando co-


rregía las evaluaciones de los alumnos de sépti-
mo grado, encontré un precioso trabajo.

Ricardito, cumpliendo la consigna de redac-


tar un breve cuento, había logrado escribir un
inquietante relato sobre la dama de los cuentos
y sus espejos viejos.

“Conocí una vez a una mujer eterna. Era la


más triste del mundo, por haberse quedado jo-
ven para siempre. Había escrito 100 cuentos y ha-
bíase quedado en ellos en la gran casa de adobe.

Estaba muy sola sin poder resolver su pro-


blema de eternidad hasta que, en agosto, y por
culpa del Viento Norte, los 100 espejos que te-

64
nía se llenaron de tierra. Como esta dama esta-
ba muy apenada y también muy desganada no
se ocupó de limpiarlos.

El viento seguía corriendo. Había más tie-


rra sobre los espejos y ella no los limpiaba. Más
viento y ella los dejaba así no más. Más viento
y más viento, y lo mismo. Tierra en los espejos,
polvo cubriendo su libro de 100 cuentos.

Cuando agosto terminó nadie más ha sabi-


do nada de la mujer.

Dicen que de su problema de eternidad eran


culpables los 100 espejos que tenía y que cuan-
do éstos se cubrieron totalmente de polvo, ella
al fin ha podido dejar de ser eterna, pero que
los espejos están esperando que alguien venga
a limpiarlos, y que los cuentos aguardan a que
alguien venga a leerlos…”

65
Fue muy grande mi alegría al leer la singu-
lar composición de mi alumno de 12 años, próxi-
mo a egresar de la primaria. Él no se había des-
tacado en la escuela como buen escritor, por el
contrario, le costaba mucho escribir. Le dije que
estaba muy contenta con su trabajo y le pregun-
té si la mamá lo mandaba a alguna maestra par-
ticular.

Ricardito, incómodo, me respondió: Hay


una señora que por las tardes me ayuda con las
tareas de lengua. Me lee muchos cuentos y me
enseña a escribir churito. Desde hace un mes…
mes y medio que me ayuda ella…

–¿Puedo saber quién es? Me gustaría conocerla.

–Es que le he prometido no decir nadita…

–Pero debe ser una buena maestra.

66
–Ella vive en el caserón cerca la peña.

–¿Realmente alguien habita en ese lugar?

–Sí, pero vive sola…está muy sola ella…

–Entonces, ¿te referís a la señora que se lla-


ma Tristálida…o Felicitas?

–Se llama Teresita Farías y tiene como unos


setenta años, me ha dicho…

–A ver, a ver… ¿cómo la conociste?... en el


pueblo casi nadie se anima a hablar de ella.

–Yo no sé, señorita, ni mi mamá quiere ha-


blar de ella. Yo le miento para ir a su casa…pero
es güenita; es mi amiga.

–Quiero conocerla, para agradecerle lo que


te ha enseñado. ¿Te parece que mañana a la sali-
da de la escuela vamos juntos y me la presentás?

67
–Y… bueno, señorita, pero no le diga a mi
mamá…

Llegué a casa con una rara impresión. Es-


taba expectante y emocionada y apenas pude
conciliar el sueño.

Esa noche, soñé que el niño y yo limpiába-


mos muchos espejos antiguos y que al hacerlo,
Ricardito se transformaba en poeta y escritor
mientras que la dama de los espejos se vestía de
hada.

Desperté temprano con los arpegios de un


pajarito en mi ventana.

68
III

Ricardito tocó el timbre. Nos atendió una


señora de cabello blanco, prolijamente recogido
en un rodete. Vestía una impecable camisa blan-
ca, pollera larga de algodón negro, zapatos ma-
rrones de tacón grueso, que dejaban ver apenas
sus tobillos delgados, cubiertos con medias blan-
cas de hilo. Sobre sus hombros un delicado chal
tejido al crochet con lana color mostaza claro.

Rostro sereno y amable, de rasgos redon-


deados y algo pálidos, con arrugas no muy
abundantes ni profundas, más bien eran pe-
queñas líneas difusas que, sobre su frente, le
otorgaban un halo de sabiduría. Cejas peli-
rrojas y entrecanas sobre unos ojos color miel
de mirada tierna. Labios pequeños y bien for-

69
70
mados, delicadamente rosados; nariz aguile-
ña y bien proporcionada le otorgaban una sin-
gular belleza y distinción a todos sus gestos.

Emergía de toda ella una especial hermosu-


ra y pulcritud; era evidente que en su juventud
había sido muy bonita.

Mi maestra ha querido conocerla, dijo Ri-


cardito. Luego nos besó a las dos y se despidió
apurado.

–Pase usted, señorita. Tome asiento.

El living era generosamente amplio, con


muebles de estilo colonial, fotos antiguas y de-
licados adornos de porcelana, distribuidos con
buen gusto. Era un lugar luminoso y acogedor,
con una gran ventana hacia el patio interior y
otra hacia el sendero, por donde la luz del sol

71
entraba resaltando aún más el aire de sereni-
dad que se percibía y permitiendo contemplar
el paisaje de la Peña Blanca, bajo un cielo azul y
despejado.

–Quise conocerla porque Ricardito me sor-


prendió con sus progresos y me comentó que us-
ted lo ayuda con sus tareas escolares.

–Es un buen niño y en realidad es él quien


me ayuda… es tierno y servicial…

Las aves trinaban


en los sauces colin-
dantes. En los
corrales cerca-
nos, se escu-
chaba balar
las ovejas que
regresaban del pastoreo. Una suave brisa acom-
pañaba el sorpresivo paso de las nubes que ocul-
taban la mitad del sol.

Todo ello, más la diáfana voz de la dama


se me antojaba un concierto de armonías. Me
distraje conmovida y extasiada. Por fin alcancé a
preguntarle muy tímidamente: ¿Ricardito viene
a ayudarla porque usted vive sola…?

–Es una historia larga, m´hija… tan larga


como mi vida…

Recordando el argumento del cuento de Ri-


cardito, sentí que estaba siendo imprudente, y a
la misma vez me invadía una sensación de mis-
terio indescriptible; entonces me apuré a expli-
carle que solamente deseaba agradecerle lo que
hacía por el niño.

73
–Comparto con él los cuentos que escribí.
Mire, tengo un libro de cien relatos y él dice que
son como cien espejos que me reflejan. Es un
niño muy inteligente y muy dulce.

Cuando la dama aludió a los espejos, pude


darme cuenta de que en la sala no había ningún
espejo. Este gesto fue advertido por ella y como
si adivinara mis pensamientos me dijo:

–De alguna forma, en estos cuentos habito


y ya hace mucho tiempo que sólo en ellos me
veo, así que no es menester tener espejos. En
esto Ricardito tiene razón.

–¿A usted le agradaría ir a la escuela y leer


sus cuentos a mis otros alumnos?

Como toda respuesta sus ojos me miraron


con ternura y felicidad y después de unos segun-

74
dos me respondió que regrese al día siguiente,
luego me extendió sus brazos cariñosamente.
Nos abrazamos. Besé su mejilla y apreté sus de-
licadas y pequeñas manos para despedirla hasta
mañana y mi corazón se inundó de júbilo.

Agradecí a Dios haber conocido a esta her-


mosa dama y olvidé todos los comentarios de la
gente del pueblo.

Ricardito me alcanzó corriendo y me decía


no sé qué cosas sobre los espejos…

Un pequeño quitupí soltó su más alegre


canto cuando salíamos hacia la puerta principal
de la casa.

En el Barrio del Misterio, en la parte este


de mi pueblo, al lado de la peña, los espejos, Ri-
cardito y los pajaritos conformaban un hermoso

75
cuento de hadas ¡Un concierto de verdad! Todo
ocurría en el exacto punto entre el paraíso y el
mundo real; más aún, cuando la Dama de los
Cuentos, que era sin duda la misma dama de los
espejos, hablaba conmigo y me daba cita para
visitarla de nuevo, mañana…

76
IV

Esperé con ansias el día siguiente.

En la escuela, mis alumnos comentaban el


cuento que había escrito Ricardito y le pregun-
taban sobre “eso de limpiar los espejos” y si la
protagonista de su relato “no volvería a vivir de
nuevo”. Le decían que “las almas no desean que
los espejos se limpien, total ellas no se pueden
ver dentro de ellos”; entre otros comentarios.

Cuando fue la hora de salida del turno tar-


de y mientras arriábamos la bandera pasó por el
cielo, sobre el alto mástil, una bandada de go-
londrinas. Estábamos en diciembre, a punto de
finalizar las clases. Miré el reloj. La cita era a las
veinte. Faltaban dos horas aún.

77
El sol brillaba anaranjado sobre el borde de
las montañas. El aire, silencioso y quieto, extre-
madamente callado, casi infinitamente quieto,
me inspiraba deseos de orar.

Caminé por el sendero hacia la peña, rumbo


a la casa de doña Teresita. Llegué puntualmente.

Llamé a la puerta y esperé con paciencia.


Después de dos intentos más para que me aten-
diera y al ver que nadie salía, me inquieté. Es-
peré un rato más. Volví a tocar la puerta. Nadie
salió.

El oficial parecía no comprender mi exposi-


ción. Debí insistir para que me acompañara. Él
decía que esa casa estaba en realidad deshabi-
tada. Que sus dueños hacía largo tiempo que se
habían trasladado y dejado cerrada la propie-
dad. Yo le decía que ayer doña Teresita me había

78
atendido y que tal vez algo le había ocurrido.

A duras penas conseguí que el policía llama-


ra a tres agentes, que pudieron entrar por los
fondos de la vivienda.

Efectivamente, no había nadie allí. Los mue-


bles estaban tapados con lienzos amarillentos.
Las ventanas cerradas. El sol ausente. Las campa-
nas de la iglesia, a lo lejos, ensayaban los sones
de la navidad. Un leve aroma a rosas y jazmines
contrastaba con la soledad.

Resignada, me retiré del lugar. Los policías


también.

Fui a buscar a Ricardito que vivía cerca y le


comenté lo sucedido.

Ricardito no podía creer que la Dama de los


Cuentos no era real, que no estaba, que no exis-

79
tía. Tenía en sus manos el libro de 100 cuentos
manuscritos que días antes le había regalado.

Sentía que los hechos y la realidad se des-


membraban. ¿Cómo podía ser posible que la
dama no estuviera si la habíamos visto y habla-
do con ella? ¡El corazón me latía descontrolado!
El lejano campanario de la iglesia había enmu-
decido… Ricardito lloraba despacito.

Pasaron desde entonces muchos años. Ricar-


do, que ahora es grande, escribe hermosos cuentos
que confirman la existencia de las hadas buenas.

El libro de los 100 cuentos es la prueba que


nos quedó, a Ricardo y a mí, de nuestro increíble
encuentro con la bella dama
del caserón antiguo, en el
Barrio del Misterio.
Julián y Ricardito

Muchos comentan en el pueblo que Ricardi-


to era amigo del duende Julián. Que lo conoció
en agosto, debajo de un churqui, cuando el sol
brillaba y el viento, quietito, miraba azorado la
cara del duende que observaba atento todo lo
que hacía el niño en el campo

Me han dicho que dicen que Ricardo lloraba


debajo del churqui. ¡Es que no entendía las letras
del cuaderno liso, con tantos deberes que debía
hacer! Lloraba muy triste, ¿cómo comprender,
las letras, los números y los papelitos con signos
extraños que la señorita colocó al revés?… en-
tonces, cansado, se durmió afligido y el duende
Julián, como buen testigo del dolor del niño, se
acercó apurado al churqui callado. Lanzó su sil-

81
bido a los cuatro vientos y el Viento del Norte,
que estaba quietito, comenzó a correr. Cortó las
choloncas, sopló las hormigas, se pinchó en el
cactus y cantó una canción para despertarlo.

Al abrir los ojos, Ricardo vio al duende con-


tando piedritas y escribiendo cuentos sobre las
arenas que le puso el viento. Miraba asombrado
lo que el duende alegre hacía a destajo, riendo y
riendo, silbando y silbando: el abecedario, la fila
de letras, los números blandos; contando vicuñas,
ovejas, corderos; gallinas y huevos; mirlos y calan-
drias. Calculando a ojo las plumas perdidas por
tantas bumbunas que en el campo hay. También
las plumas del viejo plumero de su linda tía, la
que canta coplas y reza el rosario. Leyendo en voz
alta palabras escritas con hilos de verde, de rojo,
de azul que su linda abuela, antes de irse al cie-
lo, bordó en los manteles y en sus seis pañuelos.

82
Pensaba que era un sueño, pero bien des-
pierto y gracias a los actos del duende dichoso,
entendió las letras, los cálculos y jugó conten-
to al fútbol con él hasta que la tarde empezó a
caer. Regresó a su casa, con cara radiante. ¡Sabía
contar, leer y escribir!

Ahora todos dicen que el duende Julián es


un duende bueno; que le gusta la escuela, el
pan calentito, la casona vieja… que vive cantan-
do y a veces llorando, cuando en luna llena la
soledad del campo trae mucho frío, escarcha el
arroyo, congela los pastos… Dicen que conoce
al cura y al Gaucho; a cada maestra que asiste a
la escuela, a la vecinita que compra bizcochos y
a la dama aquella misteriosa y buena que escri-
bió 100 cuentos y vino a donarlos a un niño del
norte que iba a la escuela.

83
Y dicen que dicen que el duende Julián
también es amigo de todos los niños, que es-
criben poemas y cuidan los chivos. Los que in-
ventan cuentos, juegan en el cerro, viajan en el
tren, pero que nunca, nunca… olvidan la escue-
la y esa costumbre requete-buena, de siempre -a
toda hora- leer y leer.

84
Epílogo de Julián

Amiguitos míos, no crean que miento si les


voy diciendo que mi duende existe; que me dicta
cuentos. Que viene y me despierta cuando estoy
durmiendo y deja sus “patitas” marcadas en el
talco, en la harina, en el espejo… que camina en
el techo, en la galería y que pellizca los postres
que hace mi tía.

Y si acaso dudan, les quiero contar que mi


duende bueno -que como ustedes saben se lla-
ma Julián- el día que quise terminar mi libro,
vino hasta mi mesa, sin dejarse ver, y sus trave-
suras me mostró otra vez.

Apagó las luces de mi computadora, borró


los dibujos y los volvió a poner, me cambió las

85
letras, todas, -las puso en “negrita”- me escribió
confuso, como en japonés, cantó varias coplas
con cara chistosa y cortó las rosas al amanecer.

Llovió en los jardines y muy decidido ador-


miló a la luna, pintó a las estrellas de varios co-
lores, comió mi aceituna, se pinchó en la tuna.
Después, con ruiditos de pasos en el techo, fue a
buscar más letras en la biblioteca.

Cuando la editora supo de mi libro mi duen-


de, mi amigo, le dijo a la tarde que vuelva a llo-
ver, cortó las señales de los celulares y ocultó lo
escrito cuando a mis amigos les quise leer…

Por eso les digo ¡no son “puro cuento” los


cuentos que cuentan del duende Julián!

86
87
Y si aún sospechan… no quieren creer, mi-
ren sus patitas que escriben y escriben; las úl-
timas letras de “El duende Julián”. Patitas con
letras, huellas de sus pies, que espero les sirvan
para dormir poquito y soñar después.

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Escribile tu mensaje a Julián:

_____________________________________

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Índice

7 “Patitas” del 18

8 Tengo en mi casa un duende


11 El duende Julián

13 Fidela y Julián

28 Una hamaca en la luna

32 Arrorró de lluvia

34 El duendecillo de la escuela

46 El chistido de Julián

52 Angelitos de los cerros

55 Julián en la estación

60 Ricardito y la dama de los cuentos

81 Julián y Ricardito

85 Epílogo de Julián

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