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Chile: El cine contra el fascismo

5. CATORCE DÍAS EN EL CAMARÍN SEIS DEL ESTADIO NACIONAL


Del Diario de Rodaje de "La Batalla de Chile"

Patricio GUZMÁN

Son las ocho y media de la mañana. Salgo de casa con la cámara y la


grabadora. Afuera me espera Federico con su citroneta en marcha. Nos
saludamos rutinariamente y partimos en busca de nuestro compañero operador.
Hay policías en todas las bocacalles. Federico se inquieta y yo le digo que es
normal, pues hay disturbios todos los días. Continuamos saliendo hacia el centro
de la ciudad y la situación se repite. Federico abre la ventanilla y pregunta a un
carabinero. El policía nos dice que habrá disparos, aviones y toda clase de
sorpresas. Lo dice riéndose, sin fijarse mucho en nosotros. Federico y yo
pensamos que se trata de una broma. Habrá un desfile, pienso para mis
adentros.

Hoy día vamos a filmar unos planos aéreos. Nos ha costado mucho, semanas,
en conseguir una avioneta para sobrevolar el casco urbano y poder hacer unas
tomas de los cordones industriales Cerrillos y Vicuña Mackenna. Seguimos
entonces adelante. Llegamos al domicilio de Juan a las nueve de la mañana.
Pero ha salido. No está en casa. Su madre nos dice que ha ido para el centro,
pues ha escuchado que la Armada se ha sublevado en Valparaíso. Federico y
yo nos desconcertamos. La iniciativa del compañero operador nos desarma el
plan de filmación y, como todos los días hay rumores de alzamiento,
condenamos su actitud. ¿Cómo conseguir otra vez la avioneta? Debe tratarse de
un rumor, reflexionamos.

Volvemos al centro de la ciudad. Los coches van más rápido que lo normal. Pero
no hay otros síntomas de que ocurra algo. Bajamos por la avenida Eleodoro
Yáñez y nos cruzamos con el autobús de Chile-Films que va con los funcionarios
en dirección al estudio. Esto nos confirma la idea de que se trata de una falsa
alarma. De todos modos, le digo a Federico, no filmaríamos nada: tratándose de
la Armada tendríamos que viajar a Valparaíso y no tenemos gasolina (estamos
en el segundo mes de huelga de transportistas y no se encuentra gasolina
fácilmente en ninguna parte). O bien tendríamos que pasarnos el día en La
Moneda, lo que nos parece de rutina, pues hemos estado allí los últimos días
filmando los cambios de gabinete, los funerales del edecán naval y otras crisis
visibles del mes de agosto. Nos aproximamos a la plaza Baquedano y allí la
congestión es total. Federico pregunta a otro automovilista, que tiene radio, y
éste nos responde, con una sonrisa en los labios-. "Hay golpe de Estado. Se
sublevaron los militares y hay una junta de gobierno." Entonces nos inquietamos.
No creemos y al mismo tiempo presentimos que la cosa podría ir en serio. Más
adelante, desde otro coche, escuchamos el primer boletín militar. En efecto, hay
junta, hay golpe. No se menciona el nombre de los generales que encabezan el
supuesto nuevo gobierno. Se recomienda a todos los periodistas, fotógrafos
especialmente, abstenerse de reportar nada.

Como no avanzamos, propongo a Federico abandonar el coche y llevarme la


cámara y la Nagra caminando, mientras él busca cómo entrar al centro. Me bajo,
tomo ambas cosas más la batería, y atravieso el parque Forestal con paso
rápido. Al pasar frente a la embajada de Estados Unidos, que está
especialmente vigilada, me encuentro por casualidad con Sergio y su mujer que
van también a la productora, donde me dejan. El me dice: "Si tú no filmas, no
importa, mi hermano lo está haciendo."

En la productora están las bicicletas de Juan y de Pepe (a falta de gasolina


utilizamos bicicletas para trasladarnos aquí en casos de emergencia). Un poco
más tarde nos reunimos todos: Federico, Juan, Pepe, Cristina, Miguel y yo.
¿Qué hacer? ¿Dónde solicitar información? Ninguno de los teléfonos conocidos
responde. Sintonizamos nuestra radio a pilas. Sólo se escuchan marchas
militares. Dos meses atrás, para el "Tancazo", había ocurrido lo mismo, pero no
en todas las radioemisoras. Escuchamos varias veces el comunicado número
uno y la advertencia a los fotógrafos y camarógrafos. Resolvemos aguardar un
poco. Yo soy de la idea de cuidarnos. Hemos filmado todos los acontecimientos
desde marzo en adelante. Si nos arriesgamos ahora podemos perderlo todo. En
todo caso, Rolando, que según Sergio ya está filmando, podría cubrir los
primeros sucesos, si es que los va a haber, en espera de planificar nuestra
propia filmación. Estamos en esto cuando se escucha otro boletín-. La Moneda
será bombardeada a las once en caso de no rendirse Allende. Un poco después
comienza a escucharse un tiroteo muy cerca de nosotros, que proviene del
edificio de la UNCTAD. En este instante tomamos conciencia de que las cosas
se presentan muy mal. Nuestro gobierno es víctima de una sublevación militar a
gran escala. En el primer momento, este posible quiebre constitucional nos
desorienta. Es algo no vivido, ni calculado, ni imaginado por varias generaciones
de chilenos. Ante todo es un salto hacia lo desconocido.

Juan quiere salir de inmediato a fumar. No está de acuerdo que sigamos aquí
sin hacer nada todavía. A pesar de ello resolvemos desmantelar completamente
la oficina, quitar los afiches, recoger todos los esquemas y guiones de la
película, mientras empiezan a pasar por encima del barrio varios aviones a
reacción, a baja altura, y prosigue el tiroteo en la UNCTAD.

Luego nos repartimos las tareas para obtener más información. Los otros siguen
haciendo llamadas telefónicas y escuchando la radio, en tanto Juan y yo salimos
a hacer un recorrido de observación y tratar de llegar a La Moneda. Nos vamos
uno detrás del otro, separados por unos cien metros. El ambiente es de gran
tensión. Mucha gente mira por las ventanas cerradas hacia la avenida Bernardo
O'Higgins, donde siguen los disparos. Por la calle Merced hacia abajo se ven
peatones que se agolpan en las esquinas y otros que corren. Al aproximarnos al
parque Forestal, detrás del museo de Bellas Artes, hay transportes y tanques
bloqueando los puentes del río Mapocho. Más adelante, en calle Esmeralda,
entro un momento en las oficinas administrativas de Chile-Films para averiguar
algo. La falta de comunicaciones es completa. En el hall de entrada están casi
todos los funcionarios y algunos cineastas, como el compañero Alvaro Ramírez,
quien me expresa que no hay más novedades de las que yo conozco.

Sigo caminando hacia el centro, por calle Santo Domingo, en dirección a la plaza
de Armas. Al llegar a la esquina con 21 de Mayo me encuentro con Juan y,
como divisamos una barrera de soldados al fondo de la calle, damos marcha
atrás por el mismo camino. Ahora hay menos transeúntes y se empiezan a
escuchar tiroteos lejanos de todas partes. Existe una atmósfera de
incertidumbre. Todas las puertas y ventanas de los edificios están cerradas.

Ya en la productora resolvemos lo siguiente, por unanimidad: dispersarnos lo


más pronto posible. Miguel, el sonidista, se lleva la Nagra con el objeto de
instalarla en una casa frente a un televisor y grabar iodos los mensajes
sucesivos. Juan se lleva la cámara para hacer otro tanto en una casa distinta;
Cristina queda como su ayudante. Federico distribuye el material virgen y
organiza el modo de comunicación que tendremos en los próximos días. Todos
ellos salen en el coche de este último.

Pepe y yo nos quedamos solos. Antes de salir recojo dos rollos de negativo de
trescientos metros en 35 mm., del "Tancazo", filmados por el compañero Sergio
y que nosotros íbamos a contratipar. Salimos al exterior. Tomamos direcciones
distintas.

Alcanzo a caminar media cuadra y se arma un tiroteo en la esquina. No es


posible ver a quién disparan los carabineros y se oyen muchas detonaciones.
Hay tres cuarteles de policía en las proximidades. Entonces vuelven a pasar los
aviones. Miro el reloj: ya son más de las once. Como no puedo pasar, y no
quiero dejar tiradas las latas con el material, me baja cierta desesperación.
Vuelvo a desandar el camino y me encuentro con Pepe, que está en las mismas
(exactamente en calle Lastarria con Merced). Por un momento pensamos en
refugiarnos definitivamente en la productora, pero tampoco podemos quedarnos
ahí. Desde algunas ventanas nos miran muchas personas, con expresión
sospechosa. Somos los únicos transeúntes. El deseo de llegar hasta el hogar es
mayor y juntos entonces avanzamos hacia el tiroteo, hacia el cerro Santa Lucía.
Cuando proseguimos vemos pasar el primer caza entre los edificios lanzando
sus cohetes. En seguida escuchamos algunas explosiones intensas (las
primeras bombas cayendo en La Moneda). Desde un balcón lleno de gente se
escuchan aplausos y vivas, como celebrando el gol de un equipo de fútbol. Esto
ocurre también en otra ventana más alta. Luego aparece el segundo caza, que
atraviesa en vuelo rasante y escuchamos nuevas explosiones. Seguimos
avanzando pegados al muro. Ya estamos a unos cincuenta metros del cerro. De
pronto aumenta el tiroteo, y Pepe, que va delante unos pasos, se refugia en una
entrada de coches que hay en un edificio. Yo sigo avanzando y no me preocupo
más de lo que hace mi compañero, pues pienso que permanecerá ahí un
momento y que luego continuará su marcha. Me coloco las latas bajo el brazo y
llego hasta la esquina. No veo ningún enfrentamiento, sino solamente tres
policías agazapados junto a un jeep cruzado al medio de la calle Santa Lucía,
que apuntan hacia el cerro. Me hago el tonto y sigo avanzando hasta estar a
unos veinte pasos de los carabineros. Me dan el alto. Me detengo. Me gritan que
a dónde me dirijo. Les respondo que a mi casa, que está unos cuarenta metros
adelante. Me hacen levantar las manos y me permiten seguir con los brazos en
alto. Una lata en cada mano, paso delante de ellos y me acerco a mi casa. Dejo
el material en el suelo mientras saco la llave y entro al portal.

Vuelven a pasar, una y otra vez, los bombarderos, que ya son tres,
escuchándose ya sin parar el trueno de las explosiones de gran calibre, que
hacen vibrar las ventanas. Entro en el apartamento. Paloma, mi mujer, está algo
alarmada, pero serena. Las niñas, cuatro y dos años, juegan en su cuarto. Están
inquietas, pero no comprenden mucho lo que pasa. En la sala está Sergio, quien
se ha refugiado aquí, mientras pasa el tiroteo de afuera.

Les digo que están bombardeando La Moneda. Sergio se inquieta mucho, pues
su hermano Rolando estaría filmando allí mismo frente al palacio presidencial.
Le digo que se tranquilice, pues Rolando tiene mucho valor y un instinto
tremendo para situarse en lugar seguro. Sin embargo, Sergio sigue intranquilo y
hace muchas llamadas por teléfono tratando de que alguien le dé alguna
información. Finalmente no aguanta más y, aprovechando una pausa del tiroteo
exterior, abandona la casa.

Paloma y yo nos fumamos para entretener a las niñas, mientras a siete cuadras
sigue el bombardeo de La Moneda. Nos baja una gran intranquilidad y no
comprendemos cabalmente la situación. ¿Qué es lo que hay que hacer?
¿Tenemos que ir hacia otra parte con las niñas? ¿Tenemos que quedarnos
aquí? Y con respecto a la película, ¿es correcto haber suspendido la filmación?

Así pasan casi dos horas. Me dispongo también a limpiar la casa. Saco los
posters-. Cinemateca de Cuba (Icaic). Compañero Presidente (Littin). No es
Hora de Llorar (Chaskel). Nutuayin Mapu (Guillermo).

A pesar del tiroteo y de las explosiones, Paloma sirve el almuerzo y nos


sentamos a la mesa. Estamos comiendo cuando llega Marta Harnecker y otro
compañero del equipo de la revista "Chile-Hoy". Marta se pone a hablar por
teléfono y se comunica con varios compañeros periodistas que la informan que
hay resistencia en la población La Legua, donde han derribado un helicóptero, y
que circula el rumor de que el general Prats viene con tropas leales desde el sur.
Luego me pregunta sobre la filmación y el equipo en general. Se marcha unos
momentos después, en que se produce otra pausa en el tiroteo de afuera. Sigue
avanzando el día y me pongo a quemar documentos y papeles en el cuarto de
baño, que producen gran cantidad de humo y realmente me veo en la necesidad
de interrumpir la operación, pues mis vecinos probablemente pueden pensar que
es un incendio. Luego voy a mi escritorio y no sé realmente qué hacer. Pasan
las horas y en la noche amainan los disparos. Por la televisión aparecen los
integrantes de la junta (un plano general, frontal, con un retrato de O'Higgins al
fondo). El choque de la imagen es tal que parece de ficción. Aún más los cuatro
discursos que pronuncian los generales. El peor de ellos, Leigh, con una mueca
en el rostro dice textualmente: "Ha llegado el momento de extirpar el cáncer del
marxismo en Chile." Luego viene la noche y el silencio. No obstante, a las tres
de la mañana se inicia un tiroteo de grueso calibre en la misma puerta del
edificio. Tarda tres horas en desaparecer del todo.

A la mañana siguiente, y durante los cuatro días que vienen, permanezco todo el
tiempo en casa, tratando de crear a mis hijas el ambiente artificial de que no
pasa nada. Dos días más tarde, Paloma sale a hacer la compra varias veces y
se entera de que cerca de nuestro edificio hay francotiradores que todavía no
han sido capturados, pues todas las noches se repiten los tiroteos. Paloma me
cuenta que en la cola del pan nadie comenta nada, que todo el mundo
permanece mudo y que reina el terror. Hay policías por todo el barrio y
ametralladoras en las esquinas más cercanas. Todos los automovilistas son
cacheados contra el cerro Santa Lucía. Paloma observa un grupo de veinte a
treinta personas fuera de sus coches, entre ellos mujeres y niños, tendidos de
bruces en el pavimento, esperando el turno para la revisión, que incluye también
a los vehículos, que son despojados de asientos y objetos. Algunos propietarios
son detenidos en el acto u llevados a la comisaría (a media cuadra de distancia)
ante el hallazgo del más mínimo detalle, como un periódico de izquierdas, por
ejemplo, o cualquier otra cosa que los pudiera comprometer con la Unidad
Popular.

Los helicópteros sobrevuelan la ciudad incesantemente. En las noches tratamos


de escuchar la radio de onda corta, pero por desgracia no podemos captar nada.
Ninguna de las radioemisoras nuestras da señales de vida. Solamente la cadena
militar, con marchas y proclamas antimarxistas. El viernes se afirma oficialmente
que Prats no viene con ningún ejército y el propio general aparece en la
televisión explicándolo. Habla mecánicamente y parece estar amenazado desde
detrás de la cámara. Afirma a su vez que ha solicitado permiso para viajar a
Buenos Aires. Esto, más una conferencia de prensa que ofrece el general
Bonilla, nuevo ministro del Interior, que recita fórmulas antimarxistas que va
consultando de un papel que sostiene en la mano, nos desalienta bastante.
Aparte de ello, el Canal 13 muestra el bombardeo de La Moneda y, al tercer día
del mismo, por primera vez, se dice que el Presidente Allende ha muerto,
"suicidado" con una metralleta regalada por el propio Fidel. Sin embargo, se
divulga, también oficialmente, que su cuerpo ha sido sepultado en secreto y se
describen contradictoriamente algunas circunstancias del hecho mismo de su
muerte; por ejemplo, se dice que "el cadáver fue encontrado tendido cerca de un
sofá" y luego, en el mismo boletín, "Allende yacía sentado en un sillón". Como si
fuera poco, se muestran imágenes del despacho presidencial quemado y
bombardeado, todo lo cual reafirma la idea en nosotros de que nuestro
Presidente ha muerto luchando y que su cuerpo ha sido acribillado, desde el
principio, sin necesidad de contrainformación alguna.

Desde el comienzo, el manejo de los medios de comunicación por parte de los


generales fascistas es una obra maestra de torpeza. En otro boletín televisado
muestran a un ranger caminando por las ruinas de la residencia presidencial, en
calle Tomás Moro, micrófono en mano, que va mostrando los restos del
dormitorio, del baño, del despacho de trabajo del Presidente Allende, utilizando
el peor lenguaje y proyectando una imagen canallesca de la junta.

Se muestran las armas encontradas en el sótano de la casa, pertenecientes al


GAP, capaces de pertrechar a una compañía de 120 hombres, y se pretende
hacer creer a los espectadores que ellas son causa suficiente por sí solas para
haber dado el golpe. Cometen el error, una y otra vez, de informar-para-justificar
el crimen cometido, malversando todas las leyes de la persuasión.

Este sentimiento de culpabilidad invade todas las imágenes y, para espantarlo,


los locutores se vuelven cínicos. No otra cosa le ocurre a la pareja de jóvenes
animadores de Canal 13 que, con traje y corbata, narran el bombardeo de La
Moneda como un hecho casual y previsible desde el mismo lugar de los hechos.
Ellos son los únicos que los militares autorizan permanecer frente al palacio
momentos antes y después de caer las bombas, y esta inmunidad los traiciona.
Su frivolidad y afectación los despega del contorno. Están ahí para justificar un
asesinato y, sin embargo, lo dejan al descubierto. No obstante, la junta califica
de modelo este boletín y lo retransmite vía satélite a 25 países del mundo.

El domingo resolvemos salir con las niñas a casa de unos amigos, lejos del
centro. Hay soldados en todas partes y la ciudad parece medio desierta.
Regresamos un poco antes del toque de queda, a las cinco y media de la tarde,
y nos metemos en casa.

Pero a las seis se presenta en la puerta un oficial de carabineros acompañado


de un ayudante, ambos con fusiles ametralladoras. Nos pregunta que quién vive
en el apartamento de enfrente. Le decimos que está desocupado, pues nunca
hemos visto a nadie allí durante meses. Pero al rato vuelven, golpean y entran a
nuestra casa, observándolo todo. Me dice el oficial que debo acompañarlo
inmediatamente al cuartel. Para evitar una discusión o cualquier incidente en
presencia de mi familia, tomo el abrigo para salir. Me despido de mi mujer y de
mis hijas, como si se tratara de una situación normal. Salgo a la calle escoltado
por los dos policías.

Una vez afuera observo que la calle está llena de otros guardias que caminan
desplegados. Me colocan cerca de un portal. Otro policía permanece
apuntándome con el fusil automático. Pasa un largo rato. Doy unos pasos y el
vigilante me grita que no me mueva. A lo lejos un hombre vestido de civil parece
el jefe de la operación. Es el capitán Catabres, de la 15 Comisaría. El superior
va y viene a lo largo de la cuadra, dando indicaciones a los carabineros, que
entran en otras casas. Después de unos veinte minutos regresan mis captores,
ahora acompañados por otro detenido que acaba de ser sacado del tercer piso
del mismo edificio que habito.

Nos ponemos en marcha, ambos adelante, con los policías detrás. Le pido al
oficial que me explique por qué estamos detenidos. Me responde: "Usted es
amigo de Eduardo Paredes" (el presidente de Chile-Films, quien ya ha muerto
fusilado al segundo día del golpe). Seguimos avanzando. Vuelvo a pedirle más
razones de mi detención. Me dice: "En el cuartel podrá explicar lo que quiera."

Entramos en el cuartel, sólo media cuadra más adelante, a una especie de sala
de espera donde hay una mesa y dos sillas.

Mí compañero y yo nos sentamos. No nos conocemos, pero de momento se


produce una relación tácita. Nos piden la documentación, que entregamos, y
casi al mismo tiempo nos ordenan quitarnos los zapatos y colocarnos a un paso
del muro, los brazos y las piernas abiertas, apoyados con las palmas de las
manos a éste. Así estamos, en total, siete horas. Cuando movemos la cabeza
para mirar hacia atrás nos gritan que no lo hagamos. De repente llega un policía
que nos da vueltas a los bolsillos, extrayendo los objetos personales, llaves,
monedas, billetes, etc., que tira al suelo junto a nuestros pies. Luego pasa un
momento y uno de los carabineros retira las llaves de mi casa. Lo mismo hace
con las de mi compañero. Nos enteramos que van a ir a allanar nuestros
hogares y que volverán con las "pruebas" definitivas en nuestra contra.

Pasa por lo menos una hora más. Estiro lo que más puedo mi brazo izquierdo
para mirar el reloj. Son las doce de la noche. Han pasado seis horas desde
nuestra detención. Se nos acalambran las piernas, pero nos gritan que no nos
movamos.

Escuchamos que la patrulla vuelve de nuestras casas. Se meten al cuarto vecino


y hablan con el teniente a cargo del cuartel. Se escuchan risotadas y se acerca
por detrás un oficial, cuyo nombre es Steiner, que parece ser el fascista número
uno de la comisaría. Me empieza a hacer preguntas, un poco irónico. ¿Cuál es
mi trabajo? ¿Qué vinculación tengo con Chile-Films? ¿A qué partido
pertenezco? Y me pasa por delante de los ojos una fotografía, que han
encontrado en mi casa, perteneciente a un cortometraje que hice el año 68,
donde aparece un actor delante de un retrato del Che. Y me dice: "¿Es usted el
que aparece en la foto?" Me la acerca tanto a los ojos que toca mi cara. Le
explico que soy realizador y no actor. Pero el policía no entiende nada y
prosigue con el interrogatorio. ¿Ha salido de Chile? ¿Por qué tiene un carnet de
conducir internacional?
Luego empieza a leer en voz alta un libro de Mao, que ha sido encontrado en la
casa de mi compañero. Ambos lo escuchamos tensos. Está paseándose por
delante de los guardias, que nos apuntan, marcando especialmente las palabras
"lucha", "combate", "victoria final", etc. Se aproxima a mi compañero y le dice,
con sorna.- "¿Así que vos soy socialista, ah? Los guardias que hay detrás se
ríen y empiezan a hablar de que todos nosotros íbamos a matarlos a ellos dentro
de unos días. Afirman que somos unos asesinos marxistas y de que nuestro
plan era disparar a cada soldado y a cada carabinero. Todos parecen
perfectamente convencidos de esto y actúan motivados por esta creencia. No
tienen en este momento ninguna prueba real en contra de nosotros (jamás la
tuvieron en los días sucesivos), pero tranquilizan su conciencia con este
argumento que más tarde oímos repetir hasta el cansancio a otros oficiales y
soldados.

Luego Steiner interroga a mi compañero. Es profesor de la Universidad Técnica


y le acusan de ser "extremista", cosa que él niega. En seguida nos hacen pasar
al despacho principal del cuartel. Cuando llega mi turno, me colocan frente al
oficial que ha dirigido el primer allanamiento de mi casa, quien me muestra como
pruebas concluyentes de que soy "culpable" dos fotografías del Presidente
Allende con su esposa, compradas en una manifestación, que rompe y tira a un
cesto de papeles. Luego me muestra una colección de "Cuadernos de
Educación Popular", de Marta Harnecker que, según él, encontró escondida en
mí ropero. (En realidad estaban en mi ropero, pero no escondidos.) Luego me
muestra, como prueba definitiva, un libro dedicado al documentalista Chris
Marker, editado por el ICAIC, y en cuyas páginas yo había puesto muchas
observaciones manuscritas, como se hace con los textos de estudio. El policía
revisa varios encabezamientos, leyendo-. "La Batalla de los 10 Millones", "Joli
Mai", etc. El pie de imprenta. "La Habana, Cuba", es lo que más le irrita. "¿Ha
estado alguna vez en Cuba?", me pregunta.

Después me ordenan regresar al muro, las piernas separadas y las manos


contra la superficie. Así pasa otra hora más. Mi compañero y yo comenzamos a
flaquear. Pido permiso para ponerme el abrigo, que está tirado cerca de mis
pies. "No", me responde simplemente el centinela que hay detrás.

Más tarde escuchamos llegar otro grupo de policías. Con el rabillo del ojo veo
que traen varias maletas, que reconozco como mías, llenas, por el ruido que
hacen, de latas con películas. Pienso que se trata de todo el material filmado
que tenía en casa. También comprendo que he sido allanado de nuevo (en total,
Paloma, mi mujer, soporta esta noche tres allanamientos).

En el cuartel, mientras tanto, me conducen otra vez al despacho principal. Hay


unos siete policías que rodean la mesa. Veo unas quince latas de películas (de
las grandes, de 1.200 pies) formando una pila, más un montón de ejemplares de
las revistas "Punto Final" y "La Aurora de Chile", que reconozco como mías. Me
comunican que todo este material son pruebas abrumadoras en mi contra.
Pregunto que cuál es el cargo. Pero no me saben responder, se miran entre
ellos, con incomodidad en algún momento.

Vuelvo otra vez al muro. Pero ahora nos ordenan tendernos de bruces en el
suelo con las manos sobre la nuca.

Entonces los policías empiezan a hablar de fusilamiento y efectúan una especie


de formación en el corredor que da acceso al cuartel. Escuchamos el ruido de
los cargadores con la bala pasada. Y escuchamos frases como: "Todavía no es
la hora", o bien "¿Prepararon ya el rincón de atrás?", y entonces pienso que
seremos fusilados en la parte trasera de la comisaría, donde hay un patio. De
inmediato relaciono los tiroteos nocturnos que escuchábamos desde mi casa
con fusilamientos. Se trata de asesinatos, pienso, hechos a base de disparos
aislados, para dar la impresión de enfrentamientos ante los vecinos. La idea de
la muerte me abruma. Pienso en mi mujer y en mis hijas todo el tiempo. Me
siento aterrorizado. Mi compañero tiembla y las libraciones de su cuerpo las
puedo sentir a través de las tablas del piso. Yo tiemblo del mismo modo.

Más tarde llega una mujer detenida, cuya edad calculamos en treinta años, que
la dejan sentada detrás de nosotros y se pone a llorar, primero suavemente y
luego fuera de sí. Los policías le dicen que se calle. En caso contrario será
llevada a los calabozos que hay detrás. Le mujer va recuperándose con la
amenaza y le ofrecen una taza de café. Luego le preguntan que por qué venía a
esta hora por la calle, sabiendo que el toque de queda lo prohíbe. Ella responde
que viene del Estadio Nacional, adonde fue llevada en la mañana con su
esposo, el cual fue arrestado. Los policías la escuchan en silencio. Uno de ellos
le pregunta "¿Vio los fusilamientos de hoy?" "¿Cuántos fueron? Pero la mujer no
responde.

Luego los policías hablan del Estadio y le dicen que allí nos llevarán a nosotros,
no saben todavía si al Nacional o al de Chile. Vuelven otra vez a hablar de
fusilarnos, pero no aquí, sino en uno de esos dos lugares, adonde
supuestamente seremos trasladados pronto.

Sigue pasando el tiempo y escuchamos llegar a otra patrulla. Miro hacia atrás y
veo que alguien entra al cuarto del oficial. Lleva una manta, que reconozco como
mía (es la manta de mi propia cama). Me ordenan levantarme y presentarme,
por tercera vez, al teniente de turno, que me entrega los documentos y me dice
que tanto yo como mi compañero seremos llevados al Estadio Nacional. Le
pregunto que qué nos va a pasar. Me dice que no puede responderme. "¿Pero
de qué se nos acusa?", vuelvo a preguntar, sin obtener respuesta.

Regreso al cuarto vecino. Voy a tenderme, pero nos dicen que nos podemos
sentar. Mi compañero y yo obedecemos y en seguida nos colocan esposas de
tal forma que quedamos unidos entre sí. Más tarde traen a otro prisionero que
niega ser de la Unidad Popular. "¡Habla mierda!" ¿No sois socialista también?",
le preguntan una y otra vez. "No", responde simplemente el hombre, que parece
campesino y dice ser del pueblo de Maipú. Pasa un largo rato y se llevan a la
mujer y al hombre no sabemos a dónde. Luego nos quitan las esposas y nos
ordenan salir hacia la calle, que está completamente a oscuras, sin alumbrado
público. Tenemos que subir a un autobús policial y entran con nosotros ocho o
nueve guardias armados. Suben también los libros, las revistas y las latas de
películas y comienza el viaje por la ciudad a oscuras. Otro oficial, nuevo para
nosotros, que viaja en el asiento de más adelante, se vuelve y nos habla "¿Por
qué no se jondearon los huevones? ¡Ahora están jodidos!" Luego me dice-. "Vos
usabais barba, ¿verdad? Se te nota que estáis recién afeitado." Le digo que así
es.

El autobús avanza rápidamente por la ciudad muerta. Las latas con película
ruedan por el pasillo. Mi compañero y yo comprobamos que estamos
acercándonos al Estadio Nacional.

***

Salimos del vehículo con las manos en la nuca, escoltados por los carabineros,
hasta penetrar en un corredor amplio y oscuro, donde somos cacheados por un
boina negra de las fuerzas especiales. Otros soldados confeccionan nuestra
ficha de entrada, solicitándonos todos los datos personales. Luego nos
conducen hacia el fondo, nos tiran una frazada y nos ordenan tendernos en el
suelo. Mi compañero y yo seguimos con el convencimiento de que seremos
fusilados al otro día. El piso es polvoriento. Desde mi posición puedo ver la
puerta de entrada por donde llegan más y más detenidos. Hay una
ametralladora pesada cerca de la puerta, apuntando hacia acá. Una hilera de
guardias con bayoneta calada vigilan los accesos a los camarines que, en este
sector, son seis en total. Adentro de ellos divisamos muchos hombres
apretujados. Calculamos que somos mil quinientos. Después nos dirían que
somos siete mil en todo el Estadio.

No hay ninguna ventana. No podemos juntarnos con los otros presos. No se


puede hablar en voz alta. El ruido de los ventiladores, que hay en los wateres de
cada camarín, ahoga los murmullos. A las siete un oficial da voces para que nos
levantemos. Deambulamos unos pasos. Hace mucho frío. Nos sentamos junto al
muro, cubriéndonos con las frazadas. Siguen llegando más y más presos, en
grupos de diez, en grupos de veinte. A nosotros se nos mantiene aislados.
Horas más tarde, sin embargo, nos colocan junto a otros cinco prisioneros que
hay cerca. Uno de ellos me dice-. "Pasamos mala noche. Un rato antes de que
llegaran ustedes les dieron una paliza a unos que traían de la población La
Legua. Dijeron que iban a fusilarlos y se los llevaron."

A eso de las dos de la tarde nos juntan, esta vez, con un grupo más numeroso.
Entre ellos está el cantante Ángel Parra, que reconozco de inmediato. Nos
saludamos lacónicamente. Pasa un rato. Empezamos a hablar. El hecho de
encontrar a un amigo es reconfortante. Ángel tiene buen estado de ánimo y una
lógica a prueba de todo. Me dice: "Aquí nos pueden pasar tres cosas. O nos
fusilan, o nos relegan, o nos sueltan. Creo que ya no nos fusilan. Por lo tanto
tenemos que ir preparándonos para que nos confinen a un pueblo perdido, o que
nos suelten."

A eso de las cuatro nos ordenan hacer unas filas y nos dan una taza de té con
azúcar, que es el primer alimento que recibimos a las 22 horas de nuestra
detención. Ángel me cuenta algunos pormenores de su arresto. A los dos días
del golpe resuelve quedarse en su casa, sin moverse, siguiendo el razonamiento
que muchos utilizamos: "Si vienen, que vengan. No pueden apresar al 43 por
100 de la población."

Fueron a buscarle cuando estaba solo en su casa, guiados por la delación de un


vecino, el mismo procedimiento que con nosotros. Por lo que escuchamos a la
mayoría de los compañeros, tanto la policía como el ejército utilizan, por esos
días, tres sistemas para localizar y detener militantes de la Unidad Popular: 1)
Encerrona en el lugar de trabajo. 2) Detención por infringir el toque de queda. 3)
Allanamiento del hogar debido a la delación de algún vecino. En categoría
aparte quedan los requerimientos públicos, por regla general destinados a
parlamentarios, dirigentes o altos funcionarios de nuestro gobierno.

Durante la noche, como a eso de las cuatro de la madrugada, se produce un


corte de electricidad. De repente no vemos nada. Nos quedamos al principio
mudos, luego empezamos a preguntarnos qué ocurre, pero sin movernos. En
seguida escuchamos que los guardias corren desordenadamente hacia la
entrada del corredor y nos dejan solos. Pensamos que se trata de algo
premeditado y nos quedamos quietos y haciendo correr la voz que los otros
hagan lo mismo. Pasa una media hora hasta que un soldado enciende una
fogata con libros y papeles en el fondo del túnel. Podemos ver las siluetas de los
guardias reunidos y que la ametralladora la han colocado sobre una mesa,
dominando con ella todo el corredor. Parece que están nerviosos. Empieza a
formarse una densa humareda en el recinto y la gente se inquieta. Alguien dice
que así quemarán toda la literatura requisada. Los compañeros que hay dentro
de los camarines también se alarman. Algunos se atreven a entreabrir las
puertas para averiguar qué pasa. Como una media hora más tarde vuelve la luz
y con ella los centinelas retoman su posición. Los ventiladores extraen el humo.
Ángel comenta con nosotros: "Tenemos que tener cuidado. Si alguien se
descontrola estamos jodidos; con una sola voceada de ametralladora nos barren
a todos."

Al otro día, a eso de la una de la tarde, nos vuelven a dar una taza de té, ahora
acompañada con la mitad de un pan. Nos llega el rumor de que los prisioneros
que hay dentro de los camarines llevan cinco o seis días detenidos, es decir, la
mayoría han sido capturados la misma jornada del golpe. Pensamos entonces
que nuestro encierro va para largo. Nos resignamos a la idea de no ver a
nuestras familias por mucho tiempo. La depresión nerviosa de algunos
compañeros aumenta. También la mía. Pero Ángel, cada vez que me ve
abrumado, me dice: "Aquí nada de autocompadecerse. No creo que ya nos
fusilen, y eso es lo principal."

Transcurren varías horas. Vienen numerosos oficiales que entran a los


camarines con unas listas, gritando nombres, que son respondidos por los
presos. Acto seguido se forman hileras de compañeros que, con las manos en la
nuca, desaparecen por la puerta del fondo. No sabemos adonde los trasladan ni
qué hacen con ellos. Esto permite que los camarines se descongestionen un
poco y que, al llegar la noche, nos dejen entrar al camarín seis. Una vez adentro
comprobamos que todavía quedan aquí unos ciento cincuenta detenidos, todos
tirados en el suelo o sentados en la banca que rodea la habitación. Al fondo hay
una ventana por donde puede verse el exterior. Pero es muy alta, inalcanzable.

Ángel y yo nos acomodamos en el suelo, que es de baldosas, cerca de un muro.


Cada cual cuenta su historia, pero con cautela. Se dice que hay infiltrados en
cada camarín, que buscan percibir determinada información. Tampoco se apaga
la luz durante toda la noche. A pesar de ello es la primera vez que conseguimos
dormir un par de horas. Pero es también la primera vez que podemos escuchar
algún ruido desde el exterior: a eso de las cinco de la mañana oímos disparos.
Todo el mundo se inquieta, pues parecen fusilamientos.

Al día siguiente un oficial nos ordena levantarnos a las siete. Doblamos las
frazadas, que colocamos en una pila que hay en la entrada. Comienza el aseo
personal. Circulan trozos de peinetas y una hoja de afeitar, que es utilizada por
algunos para cortarse los cabellos largos.

Durante la jornada son sacados del camarín varios obreros y funcionarios de


distintas fábricas o instituciones públicas. Por ejemplo, son llevados a otra parte
los trabajadores de la UNCTAD, de Textil Sumar y de la Universidad Técnica.
Pero la mayoría de las veces entra un oficial con una lista de presos
individuales, cuyos nombres no corresponden a nadie, situación que se repite
unas diez veces. Mientras tanto siguen llegando prisioneros nuevos que,
amontonados en el corredor, aguardan el traslado a los camarines. Entre ellos
divisamos al compañero Alban Lataste, presidente del Banco del Estado. Al
compañero Ferrez, miembro del directorio de Chile-Films. Al compañero Víctor
de la Sota, diputado del MAPU, que lleva un bastón y cojea de una pierna.

Esta noche empieza a ser evidente que tenemos que darnos una organización al
interior del camarín. Se hace una asamblea espontánea, en completo orden,
hablando a media voz, en la que se resuelve escribir una lista en un trozo de
papel, a fin de llevar una especie de registro, con nuestros nombres y el día de
llegada, y controlar el movimiento de nosotros mismos. Hacemos la lista y
vamos borrando a los que salen. Pero la verdad es que ya no sale nadie más.
Además, muchos de los que han sido llamados retornan nuevamente y nos
dicen que sólo los han tenido estacionados al fondo del pasillo.

Ahora somos en total 183 personas, entre las cuales hay 160 obreros, 14
empleados y 9 estudiantes. Hacemos un cálculo de las dimensiones del
camarín: somos dos cuerpos y medio por metro cuadrado. A partir de hoy, y en
los días venideros, se nos suministran alimentos dos veces por día. El
desayuno, aproximadamente a la una de la tarde, compuesto de una taza de té
con leche aguada y medio pan. El almuerzo, alrededor de las cuatro de la tarde,
compuesto de una sopa y un pan entero. En la asamblea resolvemos guardar
medio pan para comerlo en la noche y, en parte, mitigar el hambre que se
produce durante las 20 horas que hay entre el almuerzo y el desayuno del día
siguiente. Hacemos también un recuento de aspirinas y de otros medicamentos
que alguien haya podido retener consigo. La asamblea elige entonces a un
delegado del camarín y a un grupo de ayudantes, entre los cuales queda Ángel.

Hoy es el 19 de septiembre, el día del Ejército de Chile. Nos ordenan


levantarnos y, a las diez de la mañana, nos sacan por primera vez al exterior.
Formamos en el pasillo de cuatro en fondo, con las manos en la nuca, y
empezamos a avanzar hacia la puerta. Una vez fuera vemos por primera vez la
luz del día. El estadio se encuentra semidesierto. Avanzamos unos doscientos
metros por las tribunas y nos asignan un rectángulo para sentarnos. Quedamos
aislados de los otros grupos. Calculamos que somos unos tres mil presos
diseminados en las graderías. Por los altavoces se escuchan marchas militares
a todo volumen y, de vez en cuando, una tonada cursi interpretada por "Los
Quincheros". El espectáculo que ofrecemos nos parece inverosímil. Estamos
inmóviles, apretujados, en una zona aislada frente al césped húmedo, mirando
fijamente hacia la cancha y observando, de tarde es tarde, hacía atrás, para
verificar el número de guardias apostados hacia arriba.

¿Cómo es posible estar prisioneros aquí?, reflexionamos. ¿En este campo, el


mismo donde vinimos a celebrar (y a filmar) los 50 años del Partido Comunista y
los 40 años del Partido Socialista? ¿El mismo estadio donde hablara tantas
veces el compañero Allende y aquella tarde de diciembre del 71 el compañero
Fidel Castro? ¿Qué hacemos aquí, prisioneros, hoy día, el 19 de septiembre de
1973? ¿Qué gigantesca movida ha hecho la burguesía y el imperialismo?

Ángel y yo nos damos miradas casuales, y tanto él como todos tenemos una
expresión de temor y de impotencia. Un bombardero a reacción atraviesa muy
bajo describiendo un gran círculo en el cielo. A lo lejos un helicóptero tabletea y
sigue de largo. Escuchamos "Adiós al Séptimo de Línea", "La Marcha de
Yungay" y todas aquellas marchas con que nos hemos familiarizado desde
niños. Se nos agolpan las imágenes de aquel ejército incorruptible, profesional,
que desfila en el parque Cousiño cada 19 de septiembre. Aquel ejército
constitucionalista, que viene desde nuestra infancia hasta ahora, institución con
imagen mítica. Con sus armas presentadas ordenadamente al paso del
Presidente Allende durante el primer año de gobierno y también durante el
segundo año... ¿Y ahora esto? ¿Qué gigantesca traición, monstruosa, se ha
operado? ¿Es éste el mismo ejército que tantas veces nos obligaron a respetar
nuestros propios dirigentes? ¿Cuándo se ha configurado? ¿En qué instante ha
surgido?

De pronto un compañero abandona su asiento para dar unos pasos por los
escalones y estirar las piernas. Un centinela le reprende y, sin que el prisionero
alcance a volver a su lugar, corre en su dirección y le propina un culatazo en el
cuello. Los compañeros se ponen tensos. Cientos de ojos se clavan en el
soldado y memorizan para siempre sus rasgos.

Observamos que en las tribunas de más arriba, bastante lejos, hay un grupo de
mujeres. Unas cuarenta en total. Igual que nosotros, son obligadas a ocupar una
zona específica que no pueden abandonar. Un compañero de nuestro grupo se
levanta y empieza a hacer señas con un brazo a una mujer que reconoce como
su esposa. Un guardia le grita y tiene que sentarse de inmediato. Entretanto,
nuestros comentarios son apagados por el himno de la Escuela de Aviación y el
himno de la Escuela Naval.

Luego nos reparten el desayuno aquí mismo. Bebemos lentamente la taza de té,
esta vez acompañada de un pan entero, por ser día festivo. Al cabo de cuatro
horas nos ordenan ponernos de pie para regresar al camarín. Observamos que
en las graderías de enfrente, de tanto en tanto, aparece un nuevo grupo y
desaparece otro. Es claro que están sacando a los prisioneros por turnos, a fin
de que no nos veamos todos reunidos. Siete mil personas hubiera sido mucho.

Una vez dentro nos apretujamos en el suelo con la esperanza de ir buscando la


manera de dormitar con las piernas estiradas, lo cual resulta imposible. En voz
baja, una vez más, los distintos prisioneros nos hacen llegar sus testimonios.

Hay un compañero que es albañil, que tiene la frente y las mejillas llenas de
cicatrices redondas, que los carabineros le hicieron apagando cigarrillos sobre
su cara antes de conducirle al estadio.

Hay un compañero que tiene el torso completamente negro. Un solo moretón le


cubre todo el cuerpo desde la cintura hacia arriba. Es tal el dolor, que no puede
dormir acostado.

Hay otro compañero que tiene alrededor de sesenta años. Es profesor


universitario y tiene la cara llena de golpes y los anteojos hechos añicos, que ha
recompuesto con trozos de tela adhesiva.

Hay un grupo de compañeros de una fábrica que fueron obligados a permanecer


en el suelo, boca abajo, en su propio taller, mientras los policías saltaban y
corrían por encima de ellos.
Hay unos compañeros que son empleados fiscales, que fueron encerrados en
los wateres de sus propios despachos, donde los carabineros les propinaron una
paliza a culatazos.

Hay un compañero mecánico que sufrió un ataque mientras era detenido en su


fábrica y fue echado arriba del furgón militar desvanecido sin que se te prestara
atención médica alguna.

Hay otro compañero que fue sacado de su casa en la madrugada, a golpes,


mientras los carabineros destruyeron todo: muebles, enseres, ventanas, en
presencia de sus hijos y de su mujer, que lloraban y gritaban.

Hay un compañero que tiene una bala en el interior del tobillo, pero que no
quiere decírselo a nadie, pues teme que le fusilen, y día a día se le hincha la
pierna.

Hay un compañero que tiene cicatrices en forma de líneas cruzadas en la


espalda, hechas con la punta de una bayoneta militar, donde los soldados
jugaban al "gato" antes de traerle al estadio.

La prueba por la que han pasado todos es el simulacro de fusilamiento. La


versión más escalofriante que oímos corresponde a un poblador. Fue obligado a
permanecer tendido de bruces en el suelo, con las manos en la nuca, y le
gritaban que se preparase a morir aplastado. A sus espaldas escucha órdenes.
Acto seguido empieza a moverse un tanque, aproximándose a él, y pasa por
encima de su cuerpo, de tal forma que las orugas no alcanzan a tocarle, pero es
tal su impresión que casi no puede volver a ponerse en pie cuando más tarde se
lo ordenan.

La versión más sádica proviene de otro grupo de pobladores. Fueron colocados


contra una pared cerca de sus casas. Un oficial los llama uno por uno y les
ordena, individualmente, acudir detrás de la pared. Allí se dan las órdenes de
rigor y se disparan salvas. Así van pasando todos, teniendo la certeza de que se
los está masacrando sucesivamente. A lo tejos, ellos alcanzan a escuchar los
gritos de sus esposas e hijos.

Al otro día, después del desayuno, nos obligan a abandonar el camarín. Afuera
nos colocan en dos hileras, formando un largo corredor, sin darnos ninguna
explicación. Al cabo de un rato aparece por un extremo un hombre de baja
estatura, completamente cubierto con una frazada, como un fantasma, con dos
agujeros en el lugar de los ojos.

El encapuchado empieza a caminar despacio, seguido de dos guardias,


mirándonos uno a uno. Cuando se aproxima a nuestro lado notamos que lleva
anteojos oscuros y que ni siquiera se puede divisar sus ojos. Pasa delante de
nosotros lentamente. Un poco más-allá se detiene y señala a un compañero
joven, de unos veinte años, que palidece y le hace salir de la fila. Lo vemos
alejarse escoltado por la pareja de militares seguido del encapuchado. Nunca
más le volvemos a ver.

Una vez dentro del camarín se produce un largo silencio que dura hasta la hora
del rancho. Cuando la mayoría está comiendo y los otros todavía forman la cola
para recibir su ración, se produce un corte de electricidad. "¡No se mueva
nadie!", grita un soldado, mientras todos nos quedamos inmóviles en medio de
una oscuridad absoluta. Transcurre un rato y vuelven a encenderse las luces. Se
reanuda el reparto del rancho y seguimos comiendo. De pronto, otra vez se
apagan todas las luces. "¡No se mueva nadie!", vuelve a gritar el soldado. Pasan
unos diez minutos en silencio completo. Vuelven a encenderse las luces. Se
reanudan los movimientos. Sin embargo, por tercera vez quedamos a oscuras.
El soldado vuelve a gritar lo mismo y nos quedamos, igual que antes, quietos y
tensos en medio de las tinieblas del pasillo.

Terminada esta operación volvemos a tomar nuestros puestos habituales en el


camarín. La tensión nerviosa, distendida, en parte, gracias a la salida de ayer,
vuelve a su punto culminante. Nadie habla y presentimos que las cosas van a
empeorar.

Esa noche un prisionero nuevo, que ha conseguido pasar una radio portátil muy
pequeña, que ya casi no tiene batería, se la pega a la oreja y escucha algunos
fragmentos del noticiero oficial, que nos va repitiendo a media voz: "Ya no existe
la Central Única de Trabajadores. Se prohíben los sindicatos. El diario "El
Mercurio" sigue publicándose. La junta militar asiste a un Te-Deum en la iglesia
La Gratitud Nacional. Brasil reconoce al nuevo gobierno. Tranquilidad total en
todo el país. Quinientos mil escudos de recompensa a quien delate a los
compañeros Luis Corvalán, Carlos Altamirano y Miguel Enríquez."

Al otro día aparece por la mañana un sacerdote alemán que viste clergyman. Es
un hombre bajito, de aspecto bonachón, que lleva un sombrero negro y usa
anteojos sin marcos. Entra súbitamente a nuestro camarín y habla con fuerte
acento germánico. Nos lanza frases inconexas, como "Ánimo, ánimo
muchachos, que todo pasará", "les traigo cigarrillos, caramelos y también
aspirinas", "volveré mañana a la misma hora, adiós, adiós". Habla y actúa con
rapidez, de tal forma que nos deja sorprendidos, pues desaparece casi sin que
nosotros logremos preguntarle nada. Trae un portadocumentos negro, de donde
extrae tres paquetes de cigarrillos que nuestro delegado recibe, así como una
bolsa de caramelos. Muchos de nosotros alcanzamos a entregarle al cura
papeles con teléfonos y le rogamos que llame a nuestras casas. No nos dice
nada, y aunque acepta los mensajes, más adelante confirmaremos que jamás
cumple con estos encargos. Un compañero le solicita una biblia.
Por la tarde iniciamos el reparto de cigarrillos, uno a uno, o bien mitad a mitad,
organizadamente, así como los caramelos, que incluso trozamos también para
que el reparto sea el más equitativo.

Ya de madrugada nos despiertan los gritos de un compañero al cual le


sobreviene un ataque de epilepsia. Instintivamente los que duermen más cerca
del enfermo se hacen a un lado, pisando a los de más allá, provocándose un
clima de desorden general mientras los gritos del enfermo van en aumento y su
cuerpo salta como desarticulado.

Gritamos al guardia y sacamos al enfermo -afuera, donde sigue vibrando y


quejándose mucho rato hasta que llega alguien del hospital de campaña y le
pone una inyección. El enfermo es llevado a la enfermería, pero le traen de
vuelta una hora después.

Este hecho nos mueve a solicitar, al otro día, la visita de un médico, pues
además de este enfermo grave tenemos otro afectado de pulmonía, que es un
anciano de setenta y cinco años, el cual padece de fiebre alta y tose toda la
noche. También tenemos al compañero con la pierna hinchada que, por el
momento, hacemos pasar como otro contuso más que necesita calmantes.
Además de estos casos, la mayoría tenemos fiebre o diarrea. Nos prometen que
vendrán médicos al otro día.

Sin embargo, al otro día el estadio es visitado por la prensa internacional. Por lo
tanto, se nos mantiene encerrados todo el día sin salir al exterior, donde se
monta un show para ser filmado y fotografiado. Según nos enteramos después,
se saca a unos trescientos o cuatrocientos prisioneros ya interrogados, que
pasean libremente por las tribunas. A nosotros se nos oculta y, además, se nos
mantiene con las luces apagadas, pues se simula un desperfecto eléctrico a fin
de impedir que se hagan fotografías o filmaciones en el interior de los
camarines, en el caso de que algún corresponsal exija la entrada a éstos. De
esta forma el 90 por 100 de los detenidos quedamos sin ninguna posibilidad de
ser vistos por la prensa internacional.

Ya entrada la tarde, sin embargo, aparece un practicante del hospital que


examina superficialmente al anciano que padece de pulmonía y al epiléptico,
suministrándoles a ambos algunas píldoras. Al resto se nos da aspirinas, que no
alcanzan para todos. Finalmente llega el sacerdote alemán, que nos trae un
paquete de galletas "Celis" y la biblia para el compañero que la pidió el día
antes.

Mientras tanto, un soldado arroja al interior del camarín un paquete de


"Gramma" para que lo utilicemos como papel higiénico, y nos advierte que está
terminantemente prohibido leerlos. Al cabo de algunas horas, no obstante, es
imposible sustraerse a esta única distracción y muchos ojean estos ejemplares,
requisados quizá en qué hogar. Son precisamente los ejemplares que contienen
la visita de Fidel a Chile y la del Presidente Allende a Cuba.

Al fondo del camarín se ha formado un grupo de estudiantes, obreros y viejos


militantes que hablan todo el día de filosofía marxista y uno de ellos se propone
demostrar los antecedentes del socialismo que contienen algunos pasajes de la
Biblia. Observar a estos compañeros es reconfortante. Hay entre ellos un
dirigente de unos cincuenta años. Hombre admirable, que desde el comienzo no
ha parado de dictar una clase. Personaje maduro, experimentado, es el único
que más tarde no pasa el interrogatorio, siendo retenido en otra zona del estadio
y que, por lo tanto, ya no volvemos a ver más. Como éste se forman otros
grupos. Obreros de una misma fábrica, por ejemplo, permanecen siempre
unidos y se proponen distraerse o conversar.

Al otro día aparecen por la mañana algunas señoras de la Cruz Roja de Chile
que se asoman a los camarines con expresión de pavor, como si nosotros
fuéramos una horda de delincuentes. Algunas se atreven a arrojarnos paquetes
de cigarrillos y salen corriendo alejándose lo más pronto del lugar. Nos toman
por sorpresa y muchos compañeros nos apretujamos para conseguir un
cigarrillo. Pero luego el compañero delegado se hace cargo de la situación y ya
no se producirá ningún tumulto cuando más tarde regresan para arrojarnos
barras de jabón de lavar ropa. Las señoras se quedan pasmadas cuando nadie
habla y nuestro silencio y orden las desconcierta. Nuestro delegado agradece
los jabones y solicita medicamentos. Todo el tiempo estas señoras permanecen
asustadas y nos miran con recelo.

En la noche aparece un oficial que promete atención médica para los enfermos.
Algunos compañeros piden ropa, pues visten pantalones rajados, chaquetas a
las que les faltan trozos, debido al zarandeo a que les sometieron sus captores.
El oficial promete algunas prendas de vestir y regresa una hora más tarde con el
practicante, que examina otra vez al anciano y al epiléptico que, según nosotros,
están cada día peor. Ya solo hacemos el reparto de las cuatro barras de jabón y
nos organizamos en siete grupos independientes, cada uno con un responsable
al frente, al objeto de facilitar las reparticiones venideras. Ángel es nombrado
jefe de nuestro grupo.

Más tarde resolvemos también hacer una reunión general dentro del camarín y
analizar nuestra situación. Los que menos llevamos una semana encerrados e
incomunicados con el exterior y no existe ningún indicio que nuestros procesos
se vayan a agilizar. Al revés, los camarines van hacinándose con otros
compañeros que siguen llegando y no sale nadie. Resolvemos por unanimidad
hacer correr la voz, a la hora del rancho, de que todos los prisioneros de los
otros camarines escriban también una lista respectiva. Por lo menos así
tendremos una idea de todo el movimiento de nuestra zona, el sector Nor-
Poniente del estadio. Por la noche continúan escuchándose disparos y salvas
aisladas. Cada vez que esto ocurre nos erguimos y nos quedamos largo rato en
silencio oyendo las detonaciones. ¿Cómo estarán nuestros hijos? ¿Les habrán
hecho algo a nuestras compañeras? ¿Qué será de nuestros amigos? ¿Cuándo
nos interrogarán? ¿En qué consistirá el interrogatorio? ¿Nos torturarán? ¿Nos
confinarán en otro campo? ¿Seremos tal vez fusilados? Son las preguntas que
no nos abandonan en ningún momento, provocándonos tensión. Pero jamás
vimos a ningún compañero descontrolarse. Algunos más, otros menos, según la
hora del día, según el estado de ánimo, todos atravesábamos momentos malos,
pero en silencio, inmóviles en algún rincón, sentados en la banca, en el suelo,
paseándonos en las duchas o bien desplegando una actividad nerviosa a fin de
ir ganándole terreno a la situación. Nuestro compañero delegado, por ejemplo,
se ocupa todo el tiempo de pasar en limpio la lista con un afán de
perfeccionismo que va en aumento. Nos entrega la lista anterior, apenas
modificada, y nos ordena a Ángel y a mí copiarla enteramente de nuevo, cosa
que no nos molesta. Clasificamos las listas antiguas hasta formar con los días
una especie de archivo del camarín. Sin duda, nuestro compañero delegado es
el más eficiente de todo el sector. Jamás le vemos dejar de luchar por mantener
intacta nuestra organización interna y cuando le sobreviene la gripe, con mucha
fiebre, nunca deja de trabajar. Una tarde le sorprende un desmayo y queremos
relevarlo por un tiempo, pero él se niega a abandonar su misión.

Otra noche un compañero descubre que hay piojos en el camarín. Se corre la


voz y iodos tenemos la sensación de ver piojos en todas partes. Este factor
acentúa el nerviosismo, ya muy exacerbado por el hacinamiento. Ahora somos
210 en este lugar. Solicitamos a un oficial que nos entregue un cubo y una
escoba para efectuar una limpieza de los retretes y de todo el camarín, pero nos
responde que está prohibido. Cuando le hablamos de los piojos no le concede
ninguna importancia, pues al parecer este fenómeno se ha generalizado en todo
el estadio. Nos promete una desinfección en el futuro.

Mientras tanto empezamos a insinuar a cada oficial que vemos la necesidad de


hacer listas con los prisioneros para agilizar los procesos, petición que califican
como una insolencia; pero más tarde esta sugerencia comienza a ser aceptada
poco a poco debido a la incapacidad que ellos mismos van autodetectándose
para organizamos a nosotros. Igual cosa hacen los compañeros de los
camarines cercanos, previo acuerdo mutuo, a fin de ir creando la necesidad real
de estas listas tanto en todos nosotros como en los militares. Ya hay oficiales
que se dan perfecta cuenta del desorden que reina en los procesos. Pero los
más duros continúan negándose a aceptar cualquier interferencia en sus
métodos. A su vez, los soldados rasos, todos ellos muy jóvenes, provienen
siempre de lugares lejanos (Temuco, Puerto Montt) y actúan mecánicamente sin
que nosotros logremos entrar en contacto con ellos.

En una oportunidad un centinela se aproxima a Ángel para hablarle. Le dice: "Mi


taita tiene todos los discos de usted. Si no me hubiera tocado el servicio militar,
seguro que estaría aquí también." Pero la presencia de un oficial lo ahuyenta sin
que Ángel consiga responderle.
En el corredor hay una dotación, que se releva cada ocho horas, compuesta de
unos sesenta soldados. Están aquí dos o tres días y luego son cambiados por
otros, que provienen de la guarnición de otra ciudad. Al principio los nuevos
permanecen todo el tiempo con la bala pasada y la mano puesta en el gatillo,
cerca de la puerta, y a cada movimiento nuestro se ponen tensos. Al parecer se
les ha dicho que nosotros somos precisamente aquella horda sedienta de
sangre que iba a asesinarlos a todos ellos. Su actitud inicial es como la de las
señoras de la Cruz Roja.

Pero al cabo de los días van humanizándose, pues notan que la masa de
prisioneros permanece serena y los desconcierta nuestra disciplina. Pero
cuando este proceso va cobrando forma en ellos, son reemplazados por otros.

Una mañana un oficial nos pide voluntarios para realizar la desinfección. Es la


primera vez que piden voluntarios abiertamente. Al cabo de un par de horas nos
sacan a todos al pasillo y nos hacen formar una larga hilera. Los voluntarios
untan una brocha en un líquido aceitoso que van sacando de un recipiente de
pintura y nos aplican la mezcla en la cabeza, en las axilas y en la ingle. Una vez
en el camarín parecemos, en realidad, aquella horda que los soldados quieren
que seamos, al menos físicamente.

En la tarde los soldados vuelven a requerir más ayuda, esta vez para acarrear
los fondos con comida y ayudar a repartir el rancho. Acuden al trabajo los
compañeros más jóvenes, que se encargan de ir mirando todos los ámbitos del
estadio, a medida que cumplen su trabajo, para informarse de la situación que
hay en los camarines más lejanos al nuestro. Uno de ellos pasa por delante de
una escotilla donde hay cuerpos desnudos tirados en el suelo, aparentemente
sin sentido, que parecen torturados. Esto confirma nuestra sospecha de que hay
zonas específicas del estadio destinadas a la tortura, adonde tal vez son
trasladados ciertos prisioneros después de los interrogatorios. Esa noche, por
tercera vez, vuelve a entrar un oficial y dice: "Levanten la mano todos los que
saben escribir a máquina." Obedecemos la orden unos ocho compañeros. El
oficial elige al azar y, entre los cuatro elegidos, quedamos el delegado y yo. Se
nos comunica que debemos prepararnos para trabajar durante la noche. En
efecto, a las once, se nos conduce hasta las oficinas de la entrada.

Son dos habitaciones pequeñas repletas de revistas y libros de la Unidad


Popular y del MIR, resultado de los allanamientos, y que son las pruebas en
contra de los presos. A nuestro alrededor hay textos de Lenin, de Mao, de Marx.
Hay volantes y folletos. Hay latas con películas y afiches. Hay textos de Marta
Harnecker y ejemplares de "La Firme". Hay libros de Luis Corvalán, de Volodia
Teiteilboin, de Luis Mayra. Hay ejemplares de "El Siglo", de "Chile hoy", de
"Punto Final". Hay discos de Víctor Jara y de Ángel Parra.
Nos dejan una olla con café y una bolsa llena de pan añejo que, muchas horas
más tarde, empezamos a consumir ávidamente y sin ningún control. Por ahora
estamos sentados frente a una mesa donde hay dos máquinas de escribir.
Permanecemos un rato a solas, sin atrevernos a hacer nada. Pero al cabo de un
instante aparece, sin previo aviso, el coronel Espinoza, jefe máximo de la
prisión, seguido de dos oficiales de alto grado. El superior nos explica que
tenemos que hacer una lista con los nombres de los prisioneros de cada
camarín. A pesar de la frialdad que hay en el ambiente, el compañero delegado
pide permiso para hablar y le explica al coronel que deseamos una mayor
rapidez en los procesos y de que hay muchos prisioneros cuyas familias han
quedado abandonadas. Le expresa también que hay demasiados enfermos y de
que se hace necesaria la presencia de mayor número de médicos. El superior se
pone incómodo cuando escucha esta especie de discurso. Le replica sin vacilar,
diciendo que nosotros somos los culpables de esta situación, que somos
prisioneros de guerra y de que es imposible que haya "mayores comodidades".
Luego se retira y nos dejan en compañía de tres sargentos. Uno de ellos nos
vigila. Los otros se encargan de traernos las listas de todos los camarines y
túneles del estadio, formándose una pila de papeles manuscritos sobre la mesa,
que tenemos que empezar a descifrar.

Va pasando el tiempo y nos vamos informando de los nombres de los


prisioneros, entre los cuales hay muchos funcionarios importantes de nuestro
gobierno y de todos los partidos de izquierda. Por ejemplo: encontramos los
nombre de Jorge Godoy, subsecretario de la Central Unica de Trabajadores;
Mario Céspedes, profesor de historia de la Universidad de Chile; Carlos Naudon,
periodista del Canal Estatal de Televisión; José Cabieses, director de la revista
"Punto Final"; Rene Gamboa, director del periódico "Clarín". A todos ellos,
incluso, los pudimos ver, el día 19 de septiembre, sentados en unas graderías
alejadas, a unos setenta metros de donde estábamos nosotros.

Escribimos mecánicamente durante toda la noche. A eso de las cinco de la


mañana, aprovechando un momento en que nos dejan solos, el delegado y yo
abandonamos los puestos y nos ponemos a revisar los libros y las otras cosas
que, sin embargo, no nos atrevemos a mover.

Hacia las once de la mañana se nos permite ir al exterior a tomar un poco de


aire. Salimos como sonámbulos. Es una mañana fría, lluviosa, donde divisamos
por primera vez la mayor cantidad de prisioneros reunidos. Tal vez seis mil. Por
los altavoces del estadio se escucha la "Misa Luba" a todo volumen. De vez en
cuando, también por los altavoces, el cura alemán intercala algunas frases del
Evangelio, con esa voz germánica, inhumana y sin ritmo de ninguna clase. Se
nos obliga, pues, a escuchar una misa de campaña. ¿Pero por qué con el
acompañamiento de la "Misa Luba"? ¿Por qué celebrada por este cura apátrida?
Nos parece una puesta en escena inimaginable por nadie.
Tenemos la barba crecida, las ropas sucias, los párpados hinchados. Agotada
nuestra capacidad de asombro, escuchamos en silencio los cánticos africanos,
que rebotan de un lado a otro del estadio, produciendo una atmósfera irreal.
Permanecemos quietos, restregándonos las manos o los pies, encorvados en
los asientos, entumecidos.

Terminada la misa aparece un oficial que ordena presentarse a todos los


prisioneros de más de sesenta años. Al cabo de un rato vuelve, también, por los
de más de cincuenta años. Inmediatamente se corre la voz de que han llegado
más fiscales para agilizar los interrogatorios. Nosotros sospechamos, por otro
lado, de que este tipo de llamados no concuerdan con las listas que estamos
haciendo. En efecto, una vez abajo, observamos que un sargento, un oficial o
incluso un soldado cualquiera se lleva parte de una lista, o bien varias de ellas,
con el fin de organizar mejor las cuestiones del rancho o el reparto de frazadas y
no con el fin de llamar a los prisioneros. Este desorden general administrativo es
característico del estadio los primeros días. Esto es, precisamente, lo que
permite a muchos militantes recuperar más tarde su libertad. Pero en este
momento nosotros sólo observamos, fundamentalmente, que salir o no salir, ser
interrogado o ser olvidado, o incluso recibir golpes o no, en la mayoría de los
casos es pura cuestión de azar y de que la lógica fascista es, sobre todo, la
lógica del absurdo, del engaño, del sadismo, del conducto regular, del
temperamento individual de cada oficial y, a su vez, de la marea de órdenes y
contraórdenes que seguramente reciben desde el exterior.

El ritmo de las llamadas, para acudir a los interrogatorios, obedece a causas


muy dispares. Un día, por ejemplo, debido a la presencia de la Cruz Roja
Internacional, cuyos representantes efectúan una visita a los detenidos
extranjeros. Otro día debido a la llegada de una comisión por los Derechos
Humanos, enviada por las Naciones Unidas. Otro día debido al temor (entre la
oficialidad) de que cundan más enfermedades entre los presos. Otro día, como
inmediatamente lo veremos, por la presencia del cardenal de Chile.

Nosotros seguimos trabajando. No tenemos otra alternativa. Pero nos sentimos


agotados y decrece el ritmo de la escritura.

A las cinco de la tarde, aproximadamente, aparece el cardenal Silva Enríquez


acompañado de tres periodistas que atraviesan la habitación donde estamos y
se meten en la oficina próxima. Nosotros seguimos escribiendo. Al cabo de un
rato salen varios oficiales acompañados por el cardenal. Nosotros continuamos
con el trabajo, pero resolvemos ir a nuestros camarines y alertar a los otros de
esta visita, ya que es la primera vez que vemos periodistas de la televisión llegar
hasta el interior del estadio. Digo que voy al water y me encamino hacia el
camarín seis. Ahí está el cardenal, que improvisa unas palabras. Varios le
invitamos a que vea los retretes y que camine por todo el camarín, cosa que él
hace. Entretanto me doy cuenta que el recinto parece más espacioso porque
faltan numerosos presos, entre ellos Ángel. Pregunto por éste, y los otros me
dicen que unos momentos antes de la aparición del cardenal han sacado a los
mayores de 30 años para el interrogatorio.

Vuelvo a la oficina y le digo al compañero delegado que tenemos que ir donde


los fiscales. Salimos al exterior, acompañados de un guardia, que nos conduce
escaleras arriba. Nos internamos por un corredor y llegamos hasta un despacho
donde un burócrata, también militar, nos hace una ficha con los datos
personales y donde además tenemos que estampar nuestras huellas digitales.
En otra habitación encontramos a nuestros compañeros, entre ellos a Ángel, con
el que ingresamos al tribunal.

Adentro hay cinco fiscales pertenecientes a la marina de güeña, cuyas edades


fluctúan entre los veinticinco y treinta años. Nos ordenan dejar todo lo que
llevamos en los bolsillos sobre la mesa. Nos advierten en seguida, en forma
amenazante, que el Servicio de Inteligencia Militar ya sabe todo acerca de
nosotros y de que, cuanto les digamos, va a ser verificado en el Ministerio de
Defensa en los próximos días. Por lo tanto, nos vuelven a insistir, es
recomendable que digamos la verdad.

El interrogatorio se hace por separado. Cada prisionero se sienta delante de una


mesa distinta con un fiscal al frente. Pero las preguntas son las mismas. Nos
interrogan, por ejemplo, que por quién votamos para las elecciones
presidenciales del 70. Y lo mismo para las municipales del 71 y las
parlamentarias del 73. Nos preguntan que a qué partido pertenecemos o dónde
simpatizamos. Nos preguntan por nuestras actividades laborales y privadas en
especial.

El oficial que me interroga, sin dejar de atender a mis respuestas, estira un brazo
y revisa cuidadosamente mis documentos y objetos personales (trozos de pan,
papeles, carnet de conducir). Descubre anotados varios domicilios en la esquina
de un papel.

Le explico que son direcciones de compañeros que me han pedido avisar a sus
hogares, en el caso de que yo sea liberado. Se molesta y me advierte que
aquello está terminantemente prohibido, rompiendo el papel. Entonces coge otra
hoja y escribe (todavía conservo este papel) con letras de imprenta:

GEOGRAFÍA. TRADICIONES.
RAZA. HISTORIA POLÍTICA.
CIVILIZACIÓN. CICLO TARDÍO POLÍTICO.
CULTURA. PERSONAJES POLÍTICOS.

Al verificar mi asombro, y releyendo una y otra vez mi ficha personal, el hombre


dice: "Usted tiene estudios universitarios; pues bien, yo le voy a demostrar que
los soldados también sabemos reflexionar. Porque en Chile se generalizó el
hecho de que nosotros éramos incapaces para manejar ideas. ¿No es así?"
Igual que los otros, el fiscal usa términos ambiciosos. Tiene una convicción
absoluta en su discurso, que es más o menos el siguiente:

"Nuestro devenir histórico es el fiel reflejo de nuestra geografía, raza, cultura,


tradiciones y religión. Estos factores conforman nuestra nacionalidad. Por lo
tanto, Chile y los países vecinos tienen que rechazar el marxismo y cualquier
otra ideología oriental, ajena a nuestra civilización, que es cristiana. Durante los
últimos años nuestra historia política atraviesa una crisis. Algunos personajes,
que carecen de trascendencia, nos arrastran hacia un ciclo político tardío, que
resulta destructor para el desarrollo del país. El marxismo totalitario cierra este
período, que pone en peligro nuestra nacionalidad. Esto no quiere decir, a su
vez, que nosotros imitemos modelos foráneos. Brasil tiene un camino propio.
Bolivia también. Nosotros tenemos que buscar el nuestro, sin apartarnos de la
tradición, de la raza, de la religión propias. Y, sobre todo, de la cultura occidental
y de los valores eternos sobre los que se sustenta."

El monólogo se prolonga por espacio de veinte minutos. Trato de mantener todo


el tiempo una expresión afable. Sus palabras me recuerdan, con exactitud, el
texto de un folleto del grupo fascista "Patria y Libertad". Más tarde el hombre
traza un mapa esquemático de Chile, junto a los conceptos que acaba de poner,
para conseguir mayor elocuencia. Además, maneja bastante información política
contingente, interpretando, a su manera, algunas acciones recientes de la
Unidad Popular.

Después de otros instantes de charla, en que continúa manejando estos mismos


enfoques, escribe en mi ficha personal varias frases, que no me deja leer, pero
que me obliga a ratificar, pues tengo que estampar mi firma al pie de la hoja.
Entonces me ordena salir.

Afuera me coloco en una hilera de prisioneros y nos conducen al sótano. Allí


tenemos que volver a identificarnos ante otro funcionario, que rellena un
cuaderno con más anotaciones. A medianoche nos trasladan al sector norte del
estadio, a las escotillas, donde encontramos unas ochocientas personas
durmiendo en el suelo, tiradas en el pavimento, donde nos arrinconamos sin
frazadas y apretujados para darnos más calor.

Al otro día nos encontramos en "libre plática", como nos explica un compañero
que es abogado. Es decir, nos permiten caminar por la escotilla y salir hacia las
tribunas. No obstante, se nos prohíbe acercarnos a las ventanas. Si ello ocurre
un soldado hace disparos al aire. Sin embargo, los retretes están cerca del muro
exterior. Precisamente el orinal está frente a una larga ventana. De modo que sí
uno va a orinar queda mirando hacia afuera.

El hecho de ver la ciudad, allá a lo lejos, por primera vez. El hecho de ver
moverse a los automóviles. De ver el cerro San Cristóbal. De ver los edificios.
De sentir voces lejanas. De ver transeúntes. De ver árboles, de ver autobuses,
de ver un camión. De ver la cordillera de Los Andes. Y, sobre todo, de ver un
enjambre silencioso de mujeres y de niños que nos aguarda allá en la distancia,
junto a las puertas, nos reconforta.

Esa tarde subimos a acomodarnos en las graderías blancas, y muchos tratamos


de dormir sin conseguirlo. Ya casi no hablamos. Se traba entre nosotros una
relación tácita. Deambulamos sin cesar de un lado a otro. De vez en cuando
vuelven a pasar los bombarderos a reacción y los helicópteros, que eligen la
vertical del estadio para cambiar de rumbo, y se alejan ruidosamente.

En una oportunidad un compañero obrero se pone de pie y se larga a cantar una


canción de Nino Bravo, que habla vagamente de libertad, casi por broma. Pero
su voz es poderosa y se oye en casi todo el estadio. Al principio nos invade una
sensación de peligro, pero ningún soldado se atreve a acallarlo.

De tanto en tanto nos ponemos a mirar fijamente al hombre que corta el césped
con una máquina que parece un pequeño tractor. Miles de ojos no tienen otra
entretención que ésta. La cancha es recortada prolijamente, a fin de irla
preparando para aquel encuentro Chile-URSS que, por fortuna, no llega a
realizarse nunca.

Otras veces atraviesa el campo un grupo de prisioneros que van a ser


interrogados. Avanzan lentamente por la pista de atletismo. En muchos grupos
se ven hombres imposibilitados de caminar, debido a los golpes recibidos, y son
auxiliados por los otros. Estas caravanas se observan decenas de veces al día.

Tenemos el derecho a leer un periódico que circula entre los centenares de


detenidos. Nos enteramos del asesinato que ha sufrido el cantante Víctor Jara,
que un compañero tiene la mala idea de contárselo a Ángel. Pero éste, a pesar
de todo, jamás pierde la calma y nunca deja de ser el sostén moral de nuestro
grupo.

Esa misma jornada aparece un soldado que mira largamente a los prisioneros.
Al cabo de algunos minutos, el guardia ordena descender a un trabajador que
hay arriba. El obrero, de unos sesenta años, baja en dirección al centinela, el
cual, sorpresivamente, le da un abrazo muy breve, le entrega dos panes, da
media vuelta y desaparece. Se trata del encuentro del hijo con su padre. El
obrero retorna a su puesto y oculta su emoción detrás de los otros. Es la primera
y última vez que ambos pueden verse, pues aquel centinela es trasladado al otro
día.

Otra tarde, mientras permanecemos en las graderías, ingresa al campo un


remolque cargado con paquetes, que es arrastrado al centro de la cancha por
algunos hombres. Acto seguido aparecen varias señoras de la Cruz Roja de
Chile que, dando voces destempladas, van llamando a algunos prisioneros
cuyas familias les han enviado paquetes. En éstos vienen barras de jabón
troceadas en cuatro. Tubos de dentífrico partidos por la mitad. Cigarrillos
inutilizables, fuera de sus envases, y algunas prendas de abrigo. Por supuesto
no han dejado pasar ningún alimento, que es lo que más necesitamos.

Esa noche se produce un incidente a la hora del rancho, pues la comida se


retrasa y además no alcanza para todos, que termina con varios tiros al aire que
dan los soldados. Como escarmiento, se nos saca para afuera y se nos obliga a
presenciar unas maniobras de la tropa que, allá abajo, iluminada por los focos,
evoluciona y carga sus armas.

A la mañana siguiente empieza a circular el rumor, por otra parte, que seremos
trasladados. Después del desayuno esperamos en las graderías hasta las seis
de la tarde. A esa hora se nos obliga formar de cuatro en fondo en la pista de
atletismo. Un contingente de tropa invade el campo y se coloca en posición de
disparo, con varias ametralladoras en sus trípodes. No sabemos adonde
seremos conducidos.

Empieza la marcha hacia la puerta de la "Maratón", que es el más amplio acceso


que tiene el edificio, ante la mirada atónita de los otros miles que siguen en las
tribunas. Salimos marchando hacia el exterior, con nuestras frazadas colocadas
como ponchos. Nos internamos hacia las pequeñas canchas secundarias que
conforman este complejo deportivo. Somos apuntados por otras ametralladoras
y hasta por morteros, que han sido puestos en los lados del camino y encima de
pequeñas colinas naturales que hay aquí dentro. El despliegue militar nos
parece asombroso.

Durante la marcha vamos observando posibles ubicaciones de paredones o


lugares apropiados para fusilamientos, pero es imposible ver todos los rincones
sin abandonar la formación.

Uno de los compañeros, que va más adelante, es paralítico y lleva muletas.


Como va quedándose atrás se organizan grupos que lo transportan en silla de
manos. Cuando le llega el turno a Ángel y al delegado son incapaces de
sostenerle más de diez metros. Tal es su debilidad.

Nos están trasladando al velódromo, que es un edificio bastante grande que hay
a la izquierda. Al girar miramos hacia atrás para observar la columna. La escena
corresponde, exactamente, a un campo de concentración nazi. Las cuatro
hileras de compañeros con sus frazadas se pierden en la perspectiva y
parecemos cautivos de la Tercera Guerra Mundial.

Una vez dentro nos ordenan apostarnos en las graderías, que repletamos, y nos
cuentan. Somos mil doscientos presos. En seguida nos hacen bajar a la pista y
nos separan, aislándonos de nuestros grupos originales, rompiendo nuestra
conexión, dispersándonos. Sin embargo, tanto el compañero delegado, como
Ángel y yo seguimos juntos.

Se hace de noche, empieza a llover. Se nos obliga a dormir en los túneles y en


los retretes. Nos toca uno de los túneles, que son de hormigón a la vista, y sopla
por ellos una corriente de aire constante. Nadie consigue dormir nada.

Al otro día amanece lloviznando, y al caer la tarde se nos ordena formar con la
intención de retornar al estadio. Un camión encabeza la columna, que contiene
los fondos con la comida. Luego van los enfermos, que ya casi no pueden
caminar, en dos o tres literas improvisadas. Más atrás el grueso de los
prisioneros. No comprendemos por qué regresamos, aunque sí nos damos
cuenta que se nos quiere atemorizar y confundir con estos movimientos.

Regresamos lentamente a la gran escotilla del sector norte, donde se produce


una gran congestión. Ahora está ocupada por otros presos y nos vemos
obligados a buscar otro lugar en el sector noreste, que da hacia Los Andes,
donde no hay cristales y sopla mucho aire. Deambulamos una o dos horas en
busca de un rincón donde guarecernos. Finalmente encontramos una especie de
mostrador de madera, utilizado para la venta de refrescos durante los
encuentros de fútbol, que tumbamos y nos sirve para hacer un refugio entre dos
murallas. Quedamos protegidos del aire. Pero el lugar está lleno de basura y es
maloliente, pues ha sido utilizado como orinal, y volvemos a pasar mala noche.

A la mañana siguiente nos despierta el ruido de un temblor. Nos levantamos y,


pese a la prohibición, algunos asoman para mirar hacia afuera. Allá abajo hay
cinco tanques girando alrededor del edificio, provocando gran estrépito. Pero se
corre la voz, sin embargo, que van a leer una lista de salida.

A eso de las nueve de la mañana todo el mundo espera en las graderías. En


efecto, un poco más tarde un oficial atraviesa la cancha llevando varías hojas en
la mano. Viene despacio hasta colocarse frente a nosotros y empieza a leer
nombres. En total doscientos cincuenta nombres, entre los cuales vienen
muchos de nuestro grupo, entre ellos el mío y el del compañero delegado, no así
el de Ángel.

Los nombrados tenemos que ocupar un sector distinto y en seguida bajar hasta
la pista de atletismo. Son las once de la mañana. Devuelvo una última mirada
hacia Ángel, que se queda arriba con la mano en alto.

Atravesamos el estadio por el borde de la cancha, formados en hilera, y a


medida que vamos dirigiéndonos hacia la puerta de salida, los miles de
prisioneros que nos ven, ubicados en los cuatro costados del recinto, rompen en
un aplauso que dura todo el trayecto. Alrededor de tres minutos, de tal forma
que cuando salimos por la puerta no hay nadie del grupo que no se encuentre
visiblemente emocionado.
Más tarde, en el interior de uno de los túneles, nos toman dos fotografías
individuales, una frontal y otra de perfil, con un número escrito en una pizarra,
similares a las de un fichero policial, tarea que dura unas dos horas
aproximadamente. Luego la formación se restituye y salimos hacia los jardines
exteriores. Allí se nos retiene para arengarnos.

Es obligatorio regresar inmediatamente a nuestros hogares. Es obligatorio


respetar el toque de queda. Es obligatorio leer la prensa oficial y seguir sus
indicaciones. Está prohibido hablar de los prisioneros del estadio nacional. Está
prohibido sostener reuniones en lugares públicos y privados. Está prohibido
participar en cualquier actividad política.

En seguida salimos marchando en dirección a las rejas. La muchedumbre que


hay afuera se precipita en dirección a nosotros. Las mujeres gritan y se produce
un tumulto que crece a medida que vamos acercándonos. Varios centinelas
abren una puerta estrecha. Uno a uno vamos saliendo a la calle y nos
internamos por un corredor humano que la gente forma.

Cientos de miradas nos examinan. Algunos gritan nombres. Decenas de


mujeres, niños y hombres tratan de descubrir al padre, al hermano, al hijo, al
esposo. Vemos a muchas mujeres encontrarse con sus compañeros y darse
abrazos que les hacen perder el equilibrio mientas lloran.

El compañero delegado y otros seis nos reunimos un poco más allá, tratando de
escapar del asedio. Pero un grupo enorme de personas nos alcanza. "¿Vieron a
fulano?" "¿Cuándo saldrán los otros? ¿Qué les hacen? ¿Cuántos quedan?"
Luego seguimos caminando sin ninguna dirección hasta que resolvemos
sentarnos en el borde de la calle para reflexionar.

¿Nos vamos todos juntos? ¿Primero llamamos por teléfono a nuestros hogares?
¿Nos vamos en un microbús? ¿Buscamos un taxi? ¿Nos dispersamos o
seguimos unidos?

Estamos en una calle solitaria, con árboles. A lo lejos hay un jeep militar
estacionado. Dos señoras pasan cerca de nosotros acompañadas de un niño.
Sobre los techos se alcanza a divisar las torres del estadio. Un policía
motorizado se pierde en la esquina. Acordamos volver a la avenida Grecia y
esperar el microbús.

Una vez adentro del vehículo nos quedamos de pie en el pasillo. Todos los
asientos están ocupados y la gente nos mira de reojo. La mayoría clava la vista
en la ventanilla. Otros siguen leyendo el periódico mecánicamente. Algunos
desvían los ojos hacia el suelo. Nadie habla en voz alta. Nuestro aspecto llama
la atención, y de inmediato comprendemos que todo el mundo sabe de adonde
venimos.
Pasa un buen rato hasta que una mujer, que va sentada atrás, se echa a llorar y
empieza a hacerle preguntas al delegado, con voz entrecortada, y confiesa que
su marido también está en el estadio desde hace tres semanas. El delegado
empieza a contarle todo cuanto hemos visto y todo cuanto hemos vivido, sin
importarle nada.

Edición digital del Centro Documental Blest el 07feb02


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