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Patricio GUZMÁN
Hoy día vamos a filmar unos planos aéreos. Nos ha costado mucho, semanas,
en conseguir una avioneta para sobrevolar el casco urbano y poder hacer unas
tomas de los cordones industriales Cerrillos y Vicuña Mackenna. Seguimos
entonces adelante. Llegamos al domicilio de Juan a las nueve de la mañana.
Pero ha salido. No está en casa. Su madre nos dice que ha ido para el centro,
pues ha escuchado que la Armada se ha sublevado en Valparaíso. Federico y
yo nos desconcertamos. La iniciativa del compañero operador nos desarma el
plan de filmación y, como todos los días hay rumores de alzamiento,
condenamos su actitud. ¿Cómo conseguir otra vez la avioneta? Debe tratarse de
un rumor, reflexionamos.
Volvemos al centro de la ciudad. Los coches van más rápido que lo normal. Pero
no hay otros síntomas de que ocurra algo. Bajamos por la avenida Eleodoro
Yáñez y nos cruzamos con el autobús de Chile-Films que va con los funcionarios
en dirección al estudio. Esto nos confirma la idea de que se trata de una falsa
alarma. De todos modos, le digo a Federico, no filmaríamos nada: tratándose de
la Armada tendríamos que viajar a Valparaíso y no tenemos gasolina (estamos
en el segundo mes de huelga de transportistas y no se encuentra gasolina
fácilmente en ninguna parte). O bien tendríamos que pasarnos el día en La
Moneda, lo que nos parece de rutina, pues hemos estado allí los últimos días
filmando los cambios de gabinete, los funerales del edecán naval y otras crisis
visibles del mes de agosto. Nos aproximamos a la plaza Baquedano y allí la
congestión es total. Federico pregunta a otro automovilista, que tiene radio, y
éste nos responde, con una sonrisa en los labios-. "Hay golpe de Estado. Se
sublevaron los militares y hay una junta de gobierno." Entonces nos inquietamos.
No creemos y al mismo tiempo presentimos que la cosa podría ir en serio. Más
adelante, desde otro coche, escuchamos el primer boletín militar. En efecto, hay
junta, hay golpe. No se menciona el nombre de los generales que encabezan el
supuesto nuevo gobierno. Se recomienda a todos los periodistas, fotógrafos
especialmente, abstenerse de reportar nada.
Juan quiere salir de inmediato a fumar. No está de acuerdo que sigamos aquí
sin hacer nada todavía. A pesar de ello resolvemos desmantelar completamente
la oficina, quitar los afiches, recoger todos los esquemas y guiones de la
película, mientras empiezan a pasar por encima del barrio varios aviones a
reacción, a baja altura, y prosigue el tiroteo en la UNCTAD.
Luego nos repartimos las tareas para obtener más información. Los otros siguen
haciendo llamadas telefónicas y escuchando la radio, en tanto Juan y yo salimos
a hacer un recorrido de observación y tratar de llegar a La Moneda. Nos vamos
uno detrás del otro, separados por unos cien metros. El ambiente es de gran
tensión. Mucha gente mira por las ventanas cerradas hacia la avenida Bernardo
O'Higgins, donde siguen los disparos. Por la calle Merced hacia abajo se ven
peatones que se agolpan en las esquinas y otros que corren. Al aproximarnos al
parque Forestal, detrás del museo de Bellas Artes, hay transportes y tanques
bloqueando los puentes del río Mapocho. Más adelante, en calle Esmeralda,
entro un momento en las oficinas administrativas de Chile-Films para averiguar
algo. La falta de comunicaciones es completa. En el hall de entrada están casi
todos los funcionarios y algunos cineastas, como el compañero Alvaro Ramírez,
quien me expresa que no hay más novedades de las que yo conozco.
Sigo caminando hacia el centro, por calle Santo Domingo, en dirección a la plaza
de Armas. Al llegar a la esquina con 21 de Mayo me encuentro con Juan y,
como divisamos una barrera de soldados al fondo de la calle, damos marcha
atrás por el mismo camino. Ahora hay menos transeúntes y se empiezan a
escuchar tiroteos lejanos de todas partes. Existe una atmósfera de
incertidumbre. Todas las puertas y ventanas de los edificios están cerradas.
Pepe y yo nos quedamos solos. Antes de salir recojo dos rollos de negativo de
trescientos metros en 35 mm., del "Tancazo", filmados por el compañero Sergio
y que nosotros íbamos a contratipar. Salimos al exterior. Tomamos direcciones
distintas.
Vuelven a pasar, una y otra vez, los bombarderos, que ya son tres,
escuchándose ya sin parar el trueno de las explosiones de gran calibre, que
hacen vibrar las ventanas. Entro en el apartamento. Paloma, mi mujer, está algo
alarmada, pero serena. Las niñas, cuatro y dos años, juegan en su cuarto. Están
inquietas, pero no comprenden mucho lo que pasa. En la sala está Sergio, quien
se ha refugiado aquí, mientras pasa el tiroteo de afuera.
Les digo que están bombardeando La Moneda. Sergio se inquieta mucho, pues
su hermano Rolando estaría filmando allí mismo frente al palacio presidencial.
Le digo que se tranquilice, pues Rolando tiene mucho valor y un instinto
tremendo para situarse en lugar seguro. Sin embargo, Sergio sigue intranquilo y
hace muchas llamadas por teléfono tratando de que alguien le dé alguna
información. Finalmente no aguanta más y, aprovechando una pausa del tiroteo
exterior, abandona la casa.
Paloma y yo nos fumamos para entretener a las niñas, mientras a siete cuadras
sigue el bombardeo de La Moneda. Nos baja una gran intranquilidad y no
comprendemos cabalmente la situación. ¿Qué es lo que hay que hacer?
¿Tenemos que ir hacia otra parte con las niñas? ¿Tenemos que quedarnos
aquí? Y con respecto a la película, ¿es correcto haber suspendido la filmación?
Así pasan casi dos horas. Me dispongo también a limpiar la casa. Saco los
posters-. Cinemateca de Cuba (Icaic). Compañero Presidente (Littin). No es
Hora de Llorar (Chaskel). Nutuayin Mapu (Guillermo).
A la mañana siguiente, y durante los cuatro días que vienen, permanezco todo el
tiempo en casa, tratando de crear a mis hijas el ambiente artificial de que no
pasa nada. Dos días más tarde, Paloma sale a hacer la compra varias veces y
se entera de que cerca de nuestro edificio hay francotiradores que todavía no
han sido capturados, pues todas las noches se repiten los tiroteos. Paloma me
cuenta que en la cola del pan nadie comenta nada, que todo el mundo
permanece mudo y que reina el terror. Hay policías por todo el barrio y
ametralladoras en las esquinas más cercanas. Todos los automovilistas son
cacheados contra el cerro Santa Lucía. Paloma observa un grupo de veinte a
treinta personas fuera de sus coches, entre ellos mujeres y niños, tendidos de
bruces en el pavimento, esperando el turno para la revisión, que incluye también
a los vehículos, que son despojados de asientos y objetos. Algunos propietarios
son detenidos en el acto u llevados a la comisaría (a media cuadra de distancia)
ante el hallazgo del más mínimo detalle, como un periódico de izquierdas, por
ejemplo, o cualquier otra cosa que los pudiera comprometer con la Unidad
Popular.
El domingo resolvemos salir con las niñas a casa de unos amigos, lejos del
centro. Hay soldados en todas partes y la ciudad parece medio desierta.
Regresamos un poco antes del toque de queda, a las cinco y media de la tarde,
y nos metemos en casa.
Una vez afuera observo que la calle está llena de otros guardias que caminan
desplegados. Me colocan cerca de un portal. Otro policía permanece
apuntándome con el fusil automático. Pasa un largo rato. Doy unos pasos y el
vigilante me grita que no me mueva. A lo lejos un hombre vestido de civil parece
el jefe de la operación. Es el capitán Catabres, de la 15 Comisaría. El superior
va y viene a lo largo de la cuadra, dando indicaciones a los carabineros, que
entran en otras casas. Después de unos veinte minutos regresan mis captores,
ahora acompañados por otro detenido que acaba de ser sacado del tercer piso
del mismo edificio que habito.
Nos ponemos en marcha, ambos adelante, con los policías detrás. Le pido al
oficial que me explique por qué estamos detenidos. Me responde: "Usted es
amigo de Eduardo Paredes" (el presidente de Chile-Films, quien ya ha muerto
fusilado al segundo día del golpe). Seguimos avanzando. Vuelvo a pedirle más
razones de mi detención. Me dice: "En el cuartel podrá explicar lo que quiera."
Entramos en el cuartel, sólo media cuadra más adelante, a una especie de sala
de espera donde hay una mesa y dos sillas.
Pasa por lo menos una hora más. Estiro lo que más puedo mi brazo izquierdo
para mirar el reloj. Son las doce de la noche. Han pasado seis horas desde
nuestra detención. Se nos acalambran las piernas, pero nos gritan que no nos
movamos.
Más tarde escuchamos llegar otro grupo de policías. Con el rabillo del ojo veo
que traen varias maletas, que reconozco como mías, llenas, por el ruido que
hacen, de latas con películas. Pienso que se trata de todo el material filmado
que tenía en casa. También comprendo que he sido allanado de nuevo (en total,
Paloma, mi mujer, soporta esta noche tres allanamientos).
Vuelvo otra vez al muro. Pero ahora nos ordenan tendernos de bruces en el
suelo con las manos sobre la nuca.
Más tarde llega una mujer detenida, cuya edad calculamos en treinta años, que
la dejan sentada detrás de nosotros y se pone a llorar, primero suavemente y
luego fuera de sí. Los policías le dicen que se calle. En caso contrario será
llevada a los calabozos que hay detrás. Le mujer va recuperándose con la
amenaza y le ofrecen una taza de café. Luego le preguntan que por qué venía a
esta hora por la calle, sabiendo que el toque de queda lo prohíbe. Ella responde
que viene del Estadio Nacional, adonde fue llevada en la mañana con su
esposo, el cual fue arrestado. Los policías la escuchan en silencio. Uno de ellos
le pregunta "¿Vio los fusilamientos de hoy?" "¿Cuántos fueron? Pero la mujer no
responde.
Luego los policías hablan del Estadio y le dicen que allí nos llevarán a nosotros,
no saben todavía si al Nacional o al de Chile. Vuelven otra vez a hablar de
fusilarnos, pero no aquí, sino en uno de esos dos lugares, adonde
supuestamente seremos trasladados pronto.
Sigue pasando el tiempo y escuchamos llegar a otra patrulla. Miro hacia atrás y
veo que alguien entra al cuarto del oficial. Lleva una manta, que reconozco como
mía (es la manta de mi propia cama). Me ordenan levantarme y presentarme,
por tercera vez, al teniente de turno, que me entrega los documentos y me dice
que tanto yo como mi compañero seremos llevados al Estadio Nacional. Le
pregunto que qué nos va a pasar. Me dice que no puede responderme. "¿Pero
de qué se nos acusa?", vuelvo a preguntar, sin obtener respuesta.
Regreso al cuarto vecino. Voy a tenderme, pero nos dicen que nos podemos
sentar. Mi compañero y yo obedecemos y en seguida nos colocan esposas de
tal forma que quedamos unidos entre sí. Más tarde traen a otro prisionero que
niega ser de la Unidad Popular. "¡Habla mierda!" ¿No sois socialista también?",
le preguntan una y otra vez. "No", responde simplemente el hombre, que parece
campesino y dice ser del pueblo de Maipú. Pasa un largo rato y se llevan a la
mujer y al hombre no sabemos a dónde. Luego nos quitan las esposas y nos
ordenan salir hacia la calle, que está completamente a oscuras, sin alumbrado
público. Tenemos que subir a un autobús policial y entran con nosotros ocho o
nueve guardias armados. Suben también los libros, las revistas y las latas de
películas y comienza el viaje por la ciudad a oscuras. Otro oficial, nuevo para
nosotros, que viaja en el asiento de más adelante, se vuelve y nos habla "¿Por
qué no se jondearon los huevones? ¡Ahora están jodidos!" Luego me dice-. "Vos
usabais barba, ¿verdad? Se te nota que estáis recién afeitado." Le digo que así
es.
El autobús avanza rápidamente por la ciudad muerta. Las latas con película
ruedan por el pasillo. Mi compañero y yo comprobamos que estamos
acercándonos al Estadio Nacional.
***
Salimos del vehículo con las manos en la nuca, escoltados por los carabineros,
hasta penetrar en un corredor amplio y oscuro, donde somos cacheados por un
boina negra de las fuerzas especiales. Otros soldados confeccionan nuestra
ficha de entrada, solicitándonos todos los datos personales. Luego nos
conducen hacia el fondo, nos tiran una frazada y nos ordenan tendernos en el
suelo. Mi compañero y yo seguimos con el convencimiento de que seremos
fusilados al otro día. El piso es polvoriento. Desde mi posición puedo ver la
puerta de entrada por donde llegan más y más detenidos. Hay una
ametralladora pesada cerca de la puerta, apuntando hacia acá. Una hilera de
guardias con bayoneta calada vigilan los accesos a los camarines que, en este
sector, son seis en total. Adentro de ellos divisamos muchos hombres
apretujados. Calculamos que somos mil quinientos. Después nos dirían que
somos siete mil en todo el Estadio.
A eso de las dos de la tarde nos juntan, esta vez, con un grupo más numeroso.
Entre ellos está el cantante Ángel Parra, que reconozco de inmediato. Nos
saludamos lacónicamente. Pasa un rato. Empezamos a hablar. El hecho de
encontrar a un amigo es reconfortante. Ángel tiene buen estado de ánimo y una
lógica a prueba de todo. Me dice: "Aquí nos pueden pasar tres cosas. O nos
fusilan, o nos relegan, o nos sueltan. Creo que ya no nos fusilan. Por lo tanto
tenemos que ir preparándonos para que nos confinen a un pueblo perdido, o que
nos suelten."
A eso de las cuatro nos ordenan hacer unas filas y nos dan una taza de té con
azúcar, que es el primer alimento que recibimos a las 22 horas de nuestra
detención. Ángel me cuenta algunos pormenores de su arresto. A los dos días
del golpe resuelve quedarse en su casa, sin moverse, siguiendo el razonamiento
que muchos utilizamos: "Si vienen, que vengan. No pueden apresar al 43 por
100 de la población."
Al otro día, a eso de la una de la tarde, nos vuelven a dar una taza de té, ahora
acompañada con la mitad de un pan. Nos llega el rumor de que los prisioneros
que hay dentro de los camarines llevan cinco o seis días detenidos, es decir, la
mayoría han sido capturados la misma jornada del golpe. Pensamos entonces
que nuestro encierro va para largo. Nos resignamos a la idea de no ver a
nuestras familias por mucho tiempo. La depresión nerviosa de algunos
compañeros aumenta. También la mía. Pero Ángel, cada vez que me ve
abrumado, me dice: "Aquí nada de autocompadecerse. No creo que ya nos
fusilen, y eso es lo principal."
Al día siguiente un oficial nos ordena levantarnos a las siete. Doblamos las
frazadas, que colocamos en una pila que hay en la entrada. Comienza el aseo
personal. Circulan trozos de peinetas y una hoja de afeitar, que es utilizada por
algunos para cortarse los cabellos largos.
Esta noche empieza a ser evidente que tenemos que darnos una organización al
interior del camarín. Se hace una asamblea espontánea, en completo orden,
hablando a media voz, en la que se resuelve escribir una lista en un trozo de
papel, a fin de llevar una especie de registro, con nuestros nombres y el día de
llegada, y controlar el movimiento de nosotros mismos. Hacemos la lista y
vamos borrando a los que salen. Pero la verdad es que ya no sale nadie más.
Además, muchos de los que han sido llamados retornan nuevamente y nos
dicen que sólo los han tenido estacionados al fondo del pasillo.
Ahora somos en total 183 personas, entre las cuales hay 160 obreros, 14
empleados y 9 estudiantes. Hacemos un cálculo de las dimensiones del
camarín: somos dos cuerpos y medio por metro cuadrado. A partir de hoy, y en
los días venideros, se nos suministran alimentos dos veces por día. El
desayuno, aproximadamente a la una de la tarde, compuesto de una taza de té
con leche aguada y medio pan. El almuerzo, alrededor de las cuatro de la tarde,
compuesto de una sopa y un pan entero. En la asamblea resolvemos guardar
medio pan para comerlo en la noche y, en parte, mitigar el hambre que se
produce durante las 20 horas que hay entre el almuerzo y el desayuno del día
siguiente. Hacemos también un recuento de aspirinas y de otros medicamentos
que alguien haya podido retener consigo. La asamblea elige entonces a un
delegado del camarín y a un grupo de ayudantes, entre los cuales queda Ángel.
Ángel y yo nos damos miradas casuales, y tanto él como todos tenemos una
expresión de temor y de impotencia. Un bombardero a reacción atraviesa muy
bajo describiendo un gran círculo en el cielo. A lo lejos un helicóptero tabletea y
sigue de largo. Escuchamos "Adiós al Séptimo de Línea", "La Marcha de
Yungay" y todas aquellas marchas con que nos hemos familiarizado desde
niños. Se nos agolpan las imágenes de aquel ejército incorruptible, profesional,
que desfila en el parque Cousiño cada 19 de septiembre. Aquel ejército
constitucionalista, que viene desde nuestra infancia hasta ahora, institución con
imagen mítica. Con sus armas presentadas ordenadamente al paso del
Presidente Allende durante el primer año de gobierno y también durante el
segundo año... ¿Y ahora esto? ¿Qué gigantesca traición, monstruosa, se ha
operado? ¿Es éste el mismo ejército que tantas veces nos obligaron a respetar
nuestros propios dirigentes? ¿Cuándo se ha configurado? ¿En qué instante ha
surgido?
De pronto un compañero abandona su asiento para dar unos pasos por los
escalones y estirar las piernas. Un centinela le reprende y, sin que el prisionero
alcance a volver a su lugar, corre en su dirección y le propina un culatazo en el
cuello. Los compañeros se ponen tensos. Cientos de ojos se clavan en el
soldado y memorizan para siempre sus rasgos.
Observamos que en las tribunas de más arriba, bastante lejos, hay un grupo de
mujeres. Unas cuarenta en total. Igual que nosotros, son obligadas a ocupar una
zona específica que no pueden abandonar. Un compañero de nuestro grupo se
levanta y empieza a hacer señas con un brazo a una mujer que reconoce como
su esposa. Un guardia le grita y tiene que sentarse de inmediato. Entretanto,
nuestros comentarios son apagados por el himno de la Escuela de Aviación y el
himno de la Escuela Naval.
Luego nos reparten el desayuno aquí mismo. Bebemos lentamente la taza de té,
esta vez acompañada de un pan entero, por ser día festivo. Al cabo de cuatro
horas nos ordenan ponernos de pie para regresar al camarín. Observamos que
en las graderías de enfrente, de tanto en tanto, aparece un nuevo grupo y
desaparece otro. Es claro que están sacando a los prisioneros por turnos, a fin
de que no nos veamos todos reunidos. Siete mil personas hubiera sido mucho.
Hay un compañero que es albañil, que tiene la frente y las mejillas llenas de
cicatrices redondas, que los carabineros le hicieron apagando cigarrillos sobre
su cara antes de conducirle al estadio.
Hay un compañero que tiene una bala en el interior del tobillo, pero que no
quiere decírselo a nadie, pues teme que le fusilen, y día a día se le hincha la
pierna.
Al otro día, después del desayuno, nos obligan a abandonar el camarín. Afuera
nos colocan en dos hileras, formando un largo corredor, sin darnos ninguna
explicación. Al cabo de un rato aparece por un extremo un hombre de baja
estatura, completamente cubierto con una frazada, como un fantasma, con dos
agujeros en el lugar de los ojos.
Una vez dentro del camarín se produce un largo silencio que dura hasta la hora
del rancho. Cuando la mayoría está comiendo y los otros todavía forman la cola
para recibir su ración, se produce un corte de electricidad. "¡No se mueva
nadie!", grita un soldado, mientras todos nos quedamos inmóviles en medio de
una oscuridad absoluta. Transcurre un rato y vuelven a encenderse las luces. Se
reanuda el reparto del rancho y seguimos comiendo. De pronto, otra vez se
apagan todas las luces. "¡No se mueva nadie!", vuelve a gritar el soldado. Pasan
unos diez minutos en silencio completo. Vuelven a encenderse las luces. Se
reanudan los movimientos. Sin embargo, por tercera vez quedamos a oscuras.
El soldado vuelve a gritar lo mismo y nos quedamos, igual que antes, quietos y
tensos en medio de las tinieblas del pasillo.
Esa noche un prisionero nuevo, que ha conseguido pasar una radio portátil muy
pequeña, que ya casi no tiene batería, se la pega a la oreja y escucha algunos
fragmentos del noticiero oficial, que nos va repitiendo a media voz: "Ya no existe
la Central Única de Trabajadores. Se prohíben los sindicatos. El diario "El
Mercurio" sigue publicándose. La junta militar asiste a un Te-Deum en la iglesia
La Gratitud Nacional. Brasil reconoce al nuevo gobierno. Tranquilidad total en
todo el país. Quinientos mil escudos de recompensa a quien delate a los
compañeros Luis Corvalán, Carlos Altamirano y Miguel Enríquez."
Al otro día aparece por la mañana un sacerdote alemán que viste clergyman. Es
un hombre bajito, de aspecto bonachón, que lleva un sombrero negro y usa
anteojos sin marcos. Entra súbitamente a nuestro camarín y habla con fuerte
acento germánico. Nos lanza frases inconexas, como "Ánimo, ánimo
muchachos, que todo pasará", "les traigo cigarrillos, caramelos y también
aspirinas", "volveré mañana a la misma hora, adiós, adiós". Habla y actúa con
rapidez, de tal forma que nos deja sorprendidos, pues desaparece casi sin que
nosotros logremos preguntarle nada. Trae un portadocumentos negro, de donde
extrae tres paquetes de cigarrillos que nuestro delegado recibe, así como una
bolsa de caramelos. Muchos de nosotros alcanzamos a entregarle al cura
papeles con teléfonos y le rogamos que llame a nuestras casas. No nos dice
nada, y aunque acepta los mensajes, más adelante confirmaremos que jamás
cumple con estos encargos. Un compañero le solicita una biblia.
Por la tarde iniciamos el reparto de cigarrillos, uno a uno, o bien mitad a mitad,
organizadamente, así como los caramelos, que incluso trozamos también para
que el reparto sea el más equitativo.
Este hecho nos mueve a solicitar, al otro día, la visita de un médico, pues
además de este enfermo grave tenemos otro afectado de pulmonía, que es un
anciano de setenta y cinco años, el cual padece de fiebre alta y tose toda la
noche. También tenemos al compañero con la pierna hinchada que, por el
momento, hacemos pasar como otro contuso más que necesita calmantes.
Además de estos casos, la mayoría tenemos fiebre o diarrea. Nos prometen que
vendrán médicos al otro día.
Sin embargo, al otro día el estadio es visitado por la prensa internacional. Por lo
tanto, se nos mantiene encerrados todo el día sin salir al exterior, donde se
monta un show para ser filmado y fotografiado. Según nos enteramos después,
se saca a unos trescientos o cuatrocientos prisioneros ya interrogados, que
pasean libremente por las tribunas. A nosotros se nos oculta y, además, se nos
mantiene con las luces apagadas, pues se simula un desperfecto eléctrico a fin
de impedir que se hagan fotografías o filmaciones en el interior de los
camarines, en el caso de que algún corresponsal exija la entrada a éstos. De
esta forma el 90 por 100 de los detenidos quedamos sin ninguna posibilidad de
ser vistos por la prensa internacional.
Al otro día aparecen por la mañana algunas señoras de la Cruz Roja de Chile
que se asoman a los camarines con expresión de pavor, como si nosotros
fuéramos una horda de delincuentes. Algunas se atreven a arrojarnos paquetes
de cigarrillos y salen corriendo alejándose lo más pronto del lugar. Nos toman
por sorpresa y muchos compañeros nos apretujamos para conseguir un
cigarrillo. Pero luego el compañero delegado se hace cargo de la situación y ya
no se producirá ningún tumulto cuando más tarde regresan para arrojarnos
barras de jabón de lavar ropa. Las señoras se quedan pasmadas cuando nadie
habla y nuestro silencio y orden las desconcierta. Nuestro delegado agradece
los jabones y solicita medicamentos. Todo el tiempo estas señoras permanecen
asustadas y nos miran con recelo.
En la noche aparece un oficial que promete atención médica para los enfermos.
Algunos compañeros piden ropa, pues visten pantalones rajados, chaquetas a
las que les faltan trozos, debido al zarandeo a que les sometieron sus captores.
El oficial promete algunas prendas de vestir y regresa una hora más tarde con el
practicante, que examina otra vez al anciano y al epiléptico que, según nosotros,
están cada día peor. Ya solo hacemos el reparto de las cuatro barras de jabón y
nos organizamos en siete grupos independientes, cada uno con un responsable
al frente, al objeto de facilitar las reparticiones venideras. Ángel es nombrado
jefe de nuestro grupo.
Más tarde resolvemos también hacer una reunión general dentro del camarín y
analizar nuestra situación. Los que menos llevamos una semana encerrados e
incomunicados con el exterior y no existe ningún indicio que nuestros procesos
se vayan a agilizar. Al revés, los camarines van hacinándose con otros
compañeros que siguen llegando y no sale nadie. Resolvemos por unanimidad
hacer correr la voz, a la hora del rancho, de que todos los prisioneros de los
otros camarines escriban también una lista respectiva. Por lo menos así
tendremos una idea de todo el movimiento de nuestra zona, el sector Nor-
Poniente del estadio. Por la noche continúan escuchándose disparos y salvas
aisladas. Cada vez que esto ocurre nos erguimos y nos quedamos largo rato en
silencio oyendo las detonaciones. ¿Cómo estarán nuestros hijos? ¿Les habrán
hecho algo a nuestras compañeras? ¿Qué será de nuestros amigos? ¿Cuándo
nos interrogarán? ¿En qué consistirá el interrogatorio? ¿Nos torturarán? ¿Nos
confinarán en otro campo? ¿Seremos tal vez fusilados? Son las preguntas que
no nos abandonan en ningún momento, provocándonos tensión. Pero jamás
vimos a ningún compañero descontrolarse. Algunos más, otros menos, según la
hora del día, según el estado de ánimo, todos atravesábamos momentos malos,
pero en silencio, inmóviles en algún rincón, sentados en la banca, en el suelo,
paseándonos en las duchas o bien desplegando una actividad nerviosa a fin de
ir ganándole terreno a la situación. Nuestro compañero delegado, por ejemplo,
se ocupa todo el tiempo de pasar en limpio la lista con un afán de
perfeccionismo que va en aumento. Nos entrega la lista anterior, apenas
modificada, y nos ordena a Ángel y a mí copiarla enteramente de nuevo, cosa
que no nos molesta. Clasificamos las listas antiguas hasta formar con los días
una especie de archivo del camarín. Sin duda, nuestro compañero delegado es
el más eficiente de todo el sector. Jamás le vemos dejar de luchar por mantener
intacta nuestra organización interna y cuando le sobreviene la gripe, con mucha
fiebre, nunca deja de trabajar. Una tarde le sorprende un desmayo y queremos
relevarlo por un tiempo, pero él se niega a abandonar su misión.
Pero al cabo de los días van humanizándose, pues notan que la masa de
prisioneros permanece serena y los desconcierta nuestra disciplina. Pero
cuando este proceso va cobrando forma en ellos, son reemplazados por otros.
En la tarde los soldados vuelven a requerir más ayuda, esta vez para acarrear
los fondos con comida y ayudar a repartir el rancho. Acuden al trabajo los
compañeros más jóvenes, que se encargan de ir mirando todos los ámbitos del
estadio, a medida que cumplen su trabajo, para informarse de la situación que
hay en los camarines más lejanos al nuestro. Uno de ellos pasa por delante de
una escotilla donde hay cuerpos desnudos tirados en el suelo, aparentemente
sin sentido, que parecen torturados. Esto confirma nuestra sospecha de que hay
zonas específicas del estadio destinadas a la tortura, adonde tal vez son
trasladados ciertos prisioneros después de los interrogatorios. Esa noche, por
tercera vez, vuelve a entrar un oficial y dice: "Levanten la mano todos los que
saben escribir a máquina." Obedecemos la orden unos ocho compañeros. El
oficial elige al azar y, entre los cuatro elegidos, quedamos el delegado y yo. Se
nos comunica que debemos prepararnos para trabajar durante la noche. En
efecto, a las once, se nos conduce hasta las oficinas de la entrada.
El oficial que me interroga, sin dejar de atender a mis respuestas, estira un brazo
y revisa cuidadosamente mis documentos y objetos personales (trozos de pan,
papeles, carnet de conducir). Descubre anotados varios domicilios en la esquina
de un papel.
Le explico que son direcciones de compañeros que me han pedido avisar a sus
hogares, en el caso de que yo sea liberado. Se molesta y me advierte que
aquello está terminantemente prohibido, rompiendo el papel. Entonces coge otra
hoja y escribe (todavía conservo este papel) con letras de imprenta:
GEOGRAFÍA. TRADICIONES.
RAZA. HISTORIA POLÍTICA.
CIVILIZACIÓN. CICLO TARDÍO POLÍTICO.
CULTURA. PERSONAJES POLÍTICOS.
Al otro día nos encontramos en "libre plática", como nos explica un compañero
que es abogado. Es decir, nos permiten caminar por la escotilla y salir hacia las
tribunas. No obstante, se nos prohíbe acercarnos a las ventanas. Si ello ocurre
un soldado hace disparos al aire. Sin embargo, los retretes están cerca del muro
exterior. Precisamente el orinal está frente a una larga ventana. De modo que sí
uno va a orinar queda mirando hacia afuera.
El hecho de ver la ciudad, allá a lo lejos, por primera vez. El hecho de ver
moverse a los automóviles. De ver el cerro San Cristóbal. De ver los edificios.
De sentir voces lejanas. De ver transeúntes. De ver árboles, de ver autobuses,
de ver un camión. De ver la cordillera de Los Andes. Y, sobre todo, de ver un
enjambre silencioso de mujeres y de niños que nos aguarda allá en la distancia,
junto a las puertas, nos reconforta.
De tanto en tanto nos ponemos a mirar fijamente al hombre que corta el césped
con una máquina que parece un pequeño tractor. Miles de ojos no tienen otra
entretención que ésta. La cancha es recortada prolijamente, a fin de irla
preparando para aquel encuentro Chile-URSS que, por fortuna, no llega a
realizarse nunca.
Esa misma jornada aparece un soldado que mira largamente a los prisioneros.
Al cabo de algunos minutos, el guardia ordena descender a un trabajador que
hay arriba. El obrero, de unos sesenta años, baja en dirección al centinela, el
cual, sorpresivamente, le da un abrazo muy breve, le entrega dos panes, da
media vuelta y desaparece. Se trata del encuentro del hijo con su padre. El
obrero retorna a su puesto y oculta su emoción detrás de los otros. Es la primera
y última vez que ambos pueden verse, pues aquel centinela es trasladado al otro
día.
A la mañana siguiente empieza a circular el rumor, por otra parte, que seremos
trasladados. Después del desayuno esperamos en las graderías hasta las seis
de la tarde. A esa hora se nos obliga formar de cuatro en fondo en la pista de
atletismo. Un contingente de tropa invade el campo y se coloca en posición de
disparo, con varias ametralladoras en sus trípodes. No sabemos adonde
seremos conducidos.
Nos están trasladando al velódromo, que es un edificio bastante grande que hay
a la izquierda. Al girar miramos hacia atrás para observar la columna. La escena
corresponde, exactamente, a un campo de concentración nazi. Las cuatro
hileras de compañeros con sus frazadas se pierden en la perspectiva y
parecemos cautivos de la Tercera Guerra Mundial.
Una vez dentro nos ordenan apostarnos en las graderías, que repletamos, y nos
cuentan. Somos mil doscientos presos. En seguida nos hacen bajar a la pista y
nos separan, aislándonos de nuestros grupos originales, rompiendo nuestra
conexión, dispersándonos. Sin embargo, tanto el compañero delegado, como
Ángel y yo seguimos juntos.
Al otro día amanece lloviznando, y al caer la tarde se nos ordena formar con la
intención de retornar al estadio. Un camión encabeza la columna, que contiene
los fondos con la comida. Luego van los enfermos, que ya casi no pueden
caminar, en dos o tres literas improvisadas. Más atrás el grueso de los
prisioneros. No comprendemos por qué regresamos, aunque sí nos damos
cuenta que se nos quiere atemorizar y confundir con estos movimientos.
Los nombrados tenemos que ocupar un sector distinto y en seguida bajar hasta
la pista de atletismo. Son las once de la mañana. Devuelvo una última mirada
hacia Ángel, que se queda arriba con la mano en alto.
El compañero delegado y otros seis nos reunimos un poco más allá, tratando de
escapar del asedio. Pero un grupo enorme de personas nos alcanza. "¿Vieron a
fulano?" "¿Cuándo saldrán los otros? ¿Qué les hacen? ¿Cuántos quedan?"
Luego seguimos caminando sin ninguna dirección hasta que resolvemos
sentarnos en el borde de la calle para reflexionar.
¿Nos vamos todos juntos? ¿Primero llamamos por teléfono a nuestros hogares?
¿Nos vamos en un microbús? ¿Buscamos un taxi? ¿Nos dispersamos o
seguimos unidos?
Estamos en una calle solitaria, con árboles. A lo lejos hay un jeep militar
estacionado. Dos señoras pasan cerca de nosotros acompañadas de un niño.
Sobre los techos se alcanza a divisar las torres del estadio. Un policía
motorizado se pierde en la esquina. Acordamos volver a la avenida Grecia y
esperar el microbús.
Una vez adentro del vehículo nos quedamos de pie en el pasillo. Todos los
asientos están ocupados y la gente nos mira de reojo. La mayoría clava la vista
en la ventanilla. Otros siguen leyendo el periódico mecánicamente. Algunos
desvían los ojos hacia el suelo. Nadie habla en voz alta. Nuestro aspecto llama
la atención, y de inmediato comprendemos que todo el mundo sabe de adonde
venimos.
Pasa un buen rato hasta que una mujer, que va sentada atrás, se echa a llorar y
empieza a hacerle preguntas al delegado, con voz entrecortada, y confiesa que
su marido también está en el estadio desde hace tres semanas. El delegado
empieza a contarle todo cuanto hemos visto y todo cuanto hemos vivido, sin
importarle nada.