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Título: Sucesos en Saldungaray

Nombre del autor: Javier R. Fernández Molinari


Maniobra inesperada

Era un lunes de junio de 2010, íbamos en la camioneta de mi viejo en dirección al pintoresco

barrio de Tolosa. Abundaban los adoquines una vez que cruzabas la avenida 32, en la ciudad

de La Plata. Esa famosa urbe de "los" diagonales, Capital de la Provincia de Buenos Aires.

Veníamos de ver en qué condiciones estaba el lugar donde se iba a dar la conferencia, y

teníamos que pasar a buscar la flamante jefa de bloque del Partido Federal, Celia Domínguez.

A las 21hs la verborrágica Domínguez, quien sería la única oradora, expondría todos los

argumentos a favor de la aplicación de la nueva ley anti monopolios –recientemente

sancionada pero trabada por un juez cordobés. Cuando esperábamos a Celia, en la puerta de

su casa, se fueron sucediendo unos hechos inusuales.

Justo cuando miraba distraídamente el cielo, vi frente a mí la luna llena, o eso parecía. Me

asombró su tamaño, se percibía más grande de lo habitual y además brillaba de una manera

atípica en un cielo totalmente despejado. De pronto me pareció ver como si una línea vertical

de luz muy intensa la recorriera de un extremo a otro. Como si un muy potente reflector la

iluminara desde la tierra realizando un barrido de su superficie. No pude evitar pensar en la

luz de “Kitt, el auto fantástico”, serie inolvidable. Empecé a notar que la supuesta luna se

movía. A medida que descendía silenciosamente, acercándose al horizonte, se hacía más

grande. Solo se oía la campana del cruce del tren. Cuando el objeto, que evidentemente no era

la luna, estuvo lo suficientemente cerca, me convencí de algo. ¡No tenía la menor idea de lo

que era!

Mi viejo y yo, desconcertados por el espectáculo, bajamos de la camioneta. A continuación,

el bólido cruzó rápidamente el cielo, hacia nuestras espaldas. Giramos hacia atrás para
seguirlo y el extraño objeto, que aceleraba más y más, viró 90 grados a la derecha y comenzó

a trazar un enorme semicírculo descendente. Al seguir su férrea trayectoria pude ver como

Osvaldo, mi viejo, con su metro ochenta de estatura y sus 95 kilogramos de peso, apreciaba

casi pálido el espectáculo. Finalmente, la temeraria maniobra se completó de manera

desconcertante: frente a nosotros pasaba un largo tren de carga, en dirección hacia el oeste

(hacia nuestra izquierda) y a medida que el misterioso objeto completaba la

semicircunferencia se iba acercando a la superficie cada vez más próximo al tren. Mutando

su apariencia, que por momentos tomaba un carácter traslúcido, hizo un brusco pero silencioso

aterrizaje sobre el contenedor, que era transportado por el último vagón del tren. Con mi padre

solo atinamos a mirarnos. Su rostro desencajado me parecía expresar exactamente lo que yo

sentía, una mezcla entre fascinación, desconcierto y preocupación.


Inmediatamente después, se acercó Celia Domínguez y nos saludó afectuosamente.

–Osvaldo, Javier, les pido disculpas por la demora, estaba por salir y me llamó Raúl.

Tanto mi viejo como yo paramos las orejas. Sabíamos que se refería al presidente de la

Nación. Mi padre optó por no contar nada de lo que había sucedido con el objeto y el tren y

simplemente contestó:

–Oh, ¡qué honor! Algún día me gustaría conocerlo.


Para él era un orgullo poder colaborar con un gobierno federalista. No tenía más interés que

simplemente estar cerca de donde se definían las políticas públicas. Siempre le había gustado

la política y la posibilidad de transformar el país, mejorando las condiciones de las grandes

mayorías. La política siempre había sido parte de la vida de mis padres. Mi vieja había perdido

muchos amigos durante la dictadura militar y mi viejo a su hermana.

Una vez que Domínguez se sentó se dispuso a dar arranque a la camioneta. Nada. Estaba

muerta. Como si toda la carga de la batería se hubiera esfumado. Llamamos al auxilio y tras

hacernos un puente, la camioneta arrancó. Todo volvía a la normalidad, excepto por tan

peculiar secuencia que habíamos vivenciado.


Un desayuno con sobresaltos

Al día siguiente, desayunamos en un hotel medio pelo, aun en La Plata. La conferencia del

día anterior había sido un éxito rotundo. Se había producido un intenso debate en un auditorio

colmado, con más de 400 personas y la presencia de los grandes medios de comunicación.

Mientras yo comía famélicamente, mi viejo abrió el diario a regañadientes ya que sólo había

un ejemplar.
Era el de uno de los diarios que siempre hablaba bien de las empresas monopólicas, porque

entre otras cosas eran sus principales anunciantes. Mientras leía, se puso a refunfuñar y

maldecir cada titular.

–Yo no lo puedo creer, aparece un gobierno que decide impulsar una ley que limita

los monopolios y cada titular de estos tipos es puro veneno.

–Sí, ni hablar, Pa –respondí –y obvio que esto va a hacer que cualquier gobierno en el

futuro que quiera hacer algo que no le guste al grupo Norte, lo piense dos veces.

–Sí, al grupo Norte y a los otros grupos satélites. Acá son varios los que meten presión

y manejan a la política y al poder judicial. Lo más triste es que esto no empezó con la

presidencia de Raúl Quiroga. A Alfonsín también se la complicaron bastante. Incluso

son muchas las denuncias que sostienen que se quedaron parte de las acciones del

grupo bajo tortura, en la década del 70.

–Sí, y hoy, además de controlar todo el transporte por camion y trenes, ya tienen a

muchos medios de comunicación que les responden.

–No van a parar hasta que puedan tirar abajo la ley o frenar su implementación. Esto

para que avance va a haber que acompañarlo con mucha acción en las calles. Por eso

me parece importante lo que está haciendo Domínguez. Cosas como la conferencia de

ayer son las que nos van a permitir ganar la pelea. En fin… no queda otra que leer el

pronóstico del tiempo, aunque seguro que anticipan temporal y granizo agudo –dijo

mi viejo en tono jocoso.

No terminaba la frase cuando noté que miraba una página con especial interés.
–Qué pasa? –le dije.

–Un tren a toda velocidad arrolla a dos camiones y descarrila, en la localidad de

Saldon…

–Salden… qué? ¿Dónde carajo es eso?

–Es pegado a Sierras de la Ventana, igual eso no importa, boludo. ¡Es un tren de cargas

y decime si no te suena familiar!

Me pasó el diario y me congelé al ver que era idéntico al tren que habíamos visto la noche

anterior. El del artefacto volador luminoso. ¡No podía ser casualidad!

¿Quién o qué estaba detrás de todo eso? ¿Lo que habíamos visto era un OVNI? La política

me gustaba, me apasionaba, pero antes había sido un fervoroso lector de ciencia ficción. El

Eternauta, V invasión extraterrestre, X files, 2001 Odisea del Espacio, Contacto, Evangelion

y otras obras del género, habían marcado fuertemente mi adolescencia. De repente, me pareció

ver mi vida real envuelta en todo lo que me había quitado el sueño, durante mi juventud. Las

intrigas, conspiraciones, artefactos desconocidos, personajes extraños. Sentí una excitación y

una sed tan voraz por dilucidar lo que pasaba, que me hizo sentir conmovedoramente vivo.

Pero, ¿qué podía hacer yo? Tenía algunos contactos interesantes en el ámbito científico y

tecnológico, además de llegada a Domínguez, a un diputado cercano a la Presidenta y a un

par de Rectores universitarios. También me habían publicado algunas notas políticas y sobre

temas de industria en el diario tradicional de los sectores progresistas, Página 17. No obstante,

en esta instancia no me servían de mucho. Tenía que indagar más. Sin duda, tenía que viajar

a Sierra de la Ventana.
El viaje

Después de coordinar algunos aspectos del viaje con mi Osvaldo, para que me llevara con la

camioneta, llamé a Ezequiel Robledo y a Federico Rocamora. Eze y Fede eran dos amigos

afortunados que, por su buena posición económica, no sufrían las ataduras de una relación de

dependencia laboral. Ezequiel, bautizado “el Breve” por su metro cincuenta y dos de estatura,

se había formado en leyes y literatura y era un militante social respetado en muchos barrios

de la Capital Federal. Sin embargo, en los últimos años se había concentrado más en el ocio

que en las responsabilidades. Federico “Casco” Rocamora, se había recibido de trabajador

social, pero casi no había ejercido. A veces le decíamos “Casco” por su corte de cabello

preferido. Siempre fui muy respetuoso de los gustos ajenos…

En fin, Fede siempre estuvo muy cerca de sus padres y se dedicaba a administrar los bienes

de su familia lo que le dejaba mucho tiempo libre.

Tras conversar brevemente, ambos se anotaron en el viaje.

–Necesito que me acompañen para el lado de Bahía Blanca –fue todo lo que les había

adelantado.

A las 18hs del miércoles 11 de junio de 2010, estábamos los cuatro en el móvil de mi viejo,

en el barrio de Villa Urquiza, donde vivíamos él y yo. Era una camioneta blanca de una marca

francesa donde entrábamos cómodamente. Mi padre, como era frecuente, se había asegurado

de que no faltara comida, sobre todo excedida en sal y poco saludable. Ezequiel por su parte

había garantizado la compañía del mate.


A pesar del estado de las rutas, el trayecto fue tranquilo hasta Azul. Fuimos por la ruta 3, para

luego empalmar con la 226, hacia Olavarría. Durante ese corto primer tramo del viaje, pude

poner al Breve y a Casco en tema. Ambos me conocían desde hacía tiempo y me creyeron.

Además, mi viejo confirmaba mi relato. Sin embargo, todo era tan fantástico que les costaba

terminar de asimilar los hechos.

Apenas hicimos 30 kilómetros por ruta 226, empezó a llover y, por si fuera poco, pinchamos

una rueda. La sacamos barata, porque fue pocos minutos después de cruzarnos un monstruoso

camión de frente que venía a toda velocidad. Y digo “la sacamos barata” porque en cuanto

pinchamos, la camioneta perdió el rumbo invadiendo enteramente la mano contraria de la ruta.

Si pinchábamos un poco antes, no la contábamos.


Primeras complicaciones

A eso de las 22hs paramos al costado de la ruta y cagados de frío –hacía mucho frío –

cambiamos la rueda y aprovechamos para relajarnos un poco y comer.

–Alguien quiere unos mates antes de que se enfríe el agua –dijo Ezequiel.

–Eze, sabes que yo paso –respondí.

–Por, ¿seguís con esa boludez de la mateína? –replicó Fede.

–Mirá casquete –respondí un poco molesto– primero que no es mateína es lisa y

llanamente cafeína, está comprobado por unos estudios que hizo la carrera de

ingeniería en alimentos de no sé qué Universidad. Segundo...

–Bue… es lo mismo, el tema es que sos un rompe huevos y no tomás mate –

interrumpió Federico.

–Segundo, decía, está también comprobado que la cafeína igual que el tabaco y las

situaciones de estrés te disparan el cortisol.

–Uhh pará Javi, dejá de hablar de los temas que te ponés a leer para levantarte minitas

–imploró Eze.

–A mí no sale, aviso –dijo mi viejo, poniendo distancia de mis obsesiones.

–Bueno, yo no tengo la culpa si las chicas se copan con estas cosas, el tema es que el

cortisol hace que tengas todo el azúcar en sangre como para correr o luchar, Es un

mecanismo de supervivencia de los mamíferos. Y bueno, por eso es que no dormís


una mierda, y encima obligás al páncreas a generar insulina a lo pavote. Después te

pasa como a éste –y señalé a don Osvaldo– que tiene diabetes tipo 2.

Mientras seguimos la tertulia comimos unos sándwiches y ellos tres tomaron mate. La ruta

estaba totalmente desierta. A las 23hs nos pusimos de vuelta en movimiento en rumbo oeste,

pero extrañamente la bendita calefacción no funcionaba. Ahora la ruta 226 se había convertido

en la 76, que unos 30km antes de Líbano se bifurcaba. No teníamos señal y por error tomamos

la ruta 51 desviándonos hacia el sur–oeste. Sierra de la Ventana ya no aparecía en los carteles.

En las afueras de Coronel Pringles paramos en una estación de servicio extraviada a cargar

nafta y de paso confirmar nuestro rumbo. El hombre que nos atendió desplegó un mapa y con

tono hosco dijo:

–Acá tienen un camino nuevo para Sierra ventana.

–Que va a ser nuevo si figura de ripio –cacareó Fede por detrás.

–Casco ubicate –amonestó Ezequiel.

El hombre con cara de mal humor me miró y replicó:

–El camino que les digo, se abre hacia el norte y NO es de ripio, porque fue

recientemente pavimentado. Lo van a ver unos 60km más adelante y está impecable.

Lo que pasa es que ese mapa es viejo…

Sin más dilaciones, volvimos al ruedo. Era ya pasada la medianoche y el frío calaba fuerte en

los huesos. Ahora no llovía, pero el viento pegaba impiadoso. Esos kilómetros se hicieron

interminables, la ruta nueva hacia el norte (hacia nuestra derecha) no aparecía. Cuando ya casi
nos dábamos por perdidos vimos un chapón escrito con aerosol y sostenido con dos patas de

madera que decía:

“Sierra de la Ventana 60km”

Doblamos para tomar la ruta, pero no había asfalto. Avanzamos entre ripio y la oscuridad

total, maldiciendo la empresa en la que nos habíamos embarcado. A los dos kilómetros el

ripio se acabó, dando lugar a una ruta nueva en un inmejorable estado, pero sin ningún tipo

de señalización. No tenía siquiera las líneas de separación de carriles. No había luminarias,

nada. Estábamos solos en la oscuridad de la noche. Ni bien hicimos unos 10km, estallaron las

luces bajas y altas. Posiblemente, se trataba de un problema eléctrico general de fabricación.

Pero era casi un conjuro maléfico. Primero el pinchazo, luego falló la calefacción, más tarde

encontrarnos perdidos en una noche helada y ahora nos quedábamos sin luces...
Ezeiza

El 20 de junio de 1973 el ex Presidente Juan Domingo Perón volvía a la Argentina, tras 18

largos años de exilio. Su segundo mandato, que si bien había tomado tintes autoritarios, había

sido drásticamente interrumpido en 1955 por un brutal golpe de Estado que había incluido el

bombardeo de la casa Rosada y explosiones y muertes en la Plaza de Mayo.

Para conmemorar el regreso del líder, las autoridades del Partido Justicialista organizaron un

acto. Una vez desechadas las opciones de Plaza de Mayo y Avenida 9 de julio, el presidente

Héctor Cámpora optó por realizarlo en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional de

Ezeiza.

Un reducido grupo de hombres, bajo la dirección de Carlos Andrade, había recibido

instrucciones para ubicarse previamente en lugares estratégicos en las inmediaciones del lugar

del acto. Las columnas de la Juventud Peronista (JP) y Montoneros (brazo armado del

peronismo de izquierda) intentarían encabezar la masiva movilización y ubicarse frente al

despampanante palco donde hablaría Perón. Sin embargo, las duras fuerzas sindicales harían

lo propio. JP y Montoneros tenían la fuerza de la masividad. Entre sus filas se unirían

alrededor de un millón y medio de personas. El activo sindicalismo, en cambio, al no contar

con tanta convocatoria había decidido ir fuertemente armado para empatar a su numeroso

oponente. Era una disputa política en un país convulsionado, donde esas tensiones se venían

dirimiendo de una manera cada vez más violenta. Ambos sectores necesitaban mostrar a Juan

Perón su capacidad de movilización y participación. Estar al frente de la masiva movilización

y del palco significaba mostrar capacidad de conducción y eso luego se traduciría, en cuanto

Perón volviera a la Presidencia, en mayor injerencia y posicionamiento dentro del gobierno.


Era la primera misión importante que le habían encomendado a Carlos Andrade y optó por

estar en el campo. Cuando las vigorosas columnas de ambos grupos se encontraron lo

suficientemente cerca, Carlos le dio la orden a su segundo, el temido Julio Sosa. Sosa era un

inescrupuloso ex policía, retirado de la fuerza en 1964 por denuncias varias, la mayoría de

ellas relacionadas con casos de abuso sexual y uso desmedido de la violencia.


–Sosa, llevate a dos y ubíquense en el árbol de allá, que se ve bien frondoso. Cuando

dé la orden abran fuego a la columna de la JP –ordenó Carlos Andrade.

Inmediatamente, Julio Sosa y dos fuertes hombres a su mando se treparon al árbol y

quedaron discretamente a resguardo. A continuación, Carlos buscó otro lugar discreto

y se preparó a apuntar su arma en dirección a la imponente columna sindical que se

ubicaba a tiro, a unos 200 metros.

No pasaron más de cinco minutos cuando Andrade gritó enérgicamente:

–¡Fuego!

Con pocos, pero efectivos, disparos fue suficiente. Con celeridad el grupo infiltrado se retiró,

pero el daño ya estaba hecho. La agresión entre las masivas columnas rivales se hizo muy

intensa. Por el lado de la JP lanzaban piedras y palos y muchos corrían a resguardo mientras

algunos jóvenes caían heridos. Muchos retrocedían a socorrerlos. Algunos estaban armados,

pero eran la minoría. En cambio, el espacio sindical tenía apoyo de la organización Comando

de Organización. El CDO era un grupo que estaba fuertemente armado y entrenado y no

escatimó en balas. El hecho terminó en una masacre. El grupo de tareas se retiró airoso, sin

embargo, alguien los había visto.

Esa misma noche, Carlos Andrade asistió a un acomodado café en Avenida Alvear, barrio de

Recoleta. El hombre que lo esperaba fumaba un distinguido cigarro con clavo de olor.

–Buen trabajo Carlos. Seguí respondiendo así y vas a llegar lejos. Aún hay mucha

tarea por delante.


–Ricardo, usted sabe que cuenta conmigo. En inteligencia todo va sobre ruedas. Ya

tengo las personas indicadas para lo que haga falta.

–Perfecto –y mientras le acercaba una hoja de papel dijo –Tengo una tarea más para

vos. Quiero que sigas día y noche cada paso de estos giles. ¡Quiero saber hasta el color

de su mierda!
La tanguería

Las milongas de Buenos Aires eran muy concurridas los fines de semana. En tiempos de

persecución y clandestinidad, eran buen territorio para hacer pasar desapercibidas las

indispensables reuniones políticas. La agrupación Juventud Peronista de Boedo, solía rotar

entre distintos ámbitos, pero sin duda, para Martín Noriega el lugar preferido era La

Tanguería. Ubicada a metros de Avenida San Juan y Boedo, La Tanguería siempre daba lugar

a la mezcla de diversión con discusiones acaloradas y reflexiones críticas.

Martín, era un hombre alto y un tanto obeso, de profesión politólogo, militante político y

fundador de la agrupación. De fornida apariencia, bajaba las escaleras con aire solemne,

mientras acariciaba su bigote. “Malena tiene penas de bandoneón” se oía de fondo. La

Tanguería era un sótano de grandes dimensiones. A medida que llegaba al primer subsuelo

sentía más claramente los aromas a empanadas fritas y guiso de lentejas. A su paso, circulaban

personajes de caricatura. Peinados a la gomina, sombreros, bastones y todo tipo de accesorios

coloreaban la mística arrabalera. Ya en el salón, se veían unas diez parejas, moviéndose al

ritmo del dos por cuatro. Los hombres de traje y zapatos de charol. Ellas de encantadores

vestidos y tacones de punta.

Esa noche, no era una noche más. Era el viernes posterior a los acontecimientos de Ezeiza y

el clima en la agrupación de Martín era sombrío tras lo sucedido con Laura Peralta. Laura era

una compañera muy querida y respetada por Martín.

–Hola Rubén– dijo Martín, mientras pagaba la entrada al salón.

–Siento mucho lo de Laura, Martín.


Con mucho dolor Martín dio un abrazo al hombre que le había dado el pésame y luego entró

al salón.

De familia adinerada, Laura había estudiado Ciencias Políticas con Martín Noriega y apenas

recibida decidió ir a trabajar a una reconocida fábrica de autopartes. En la militancia

usualmente optaban por “proletarizarse” porque sentían que no podían hacer un genuino

trabajo político con los obreros si no sufrían ellos mismos las injusticias y la explotación

capitalista. Por si fuera poco, Laura le había prestado el departamento que le habían regalado

sus padres a una pareja muy humilde que había conocido en la villa, donde ayudaba como

podía, tres veces por semana.

Martín la admiraba porque su entrega era total. Y a ella, justo a ella, le había pasado.

Caminó hacia el fondo del salón y comenzó a saludar a sus leales compañeros. Excepto dos

que estaban bailando, casi todos estaban parados tomando un vaso de vino o comiendo una

empanada mientras charlaban sobre lo sucedido en Ezeiza. Era su forma de transitar

colectivamente el duelo.

–Cómo estás, Tincho? Yo aun no caigo– preguntó Claudia López, fundadora junto a

Martín de la agrupación.

–Estoy hecho mierda. Uno siempre sabe que en estos tiempos la militancia implica

poner en juego hasta la vida, pero cuando te lo recuerdan de esta forma…

Lo que más bronca le daba, odio y dolor, era que ni siquiera la bala había venido desde las

columnas de lo que ellos llamaban “burocracia sindical”. No, la bala había venido desde un

hijo de mil putas que estaba en un árbol.


Uno o dos, no llegó a ver bien. Lo que tenía claro era que pertenecían a un pequeño grupo,

que estaban de negro y que no eran parte de las filas sindicales. Algún día, tendría que haber

justicia. Estaba seguro de eso. Y él, Martín Noriega, nunca iba a abandonar la lucha de Laura,

que también era su lucha.

Saldun…

Avanzamos lentamente, solo con luces de posición, rogando que la ruta siguiera sin tráfico.

Yo manejaba. Deseosos de encontrar civilización, saltamos de la alegría al ver las primeras

luces de algo que parecía ser un poblado. Eran casi las 2 de la mañana. Las luces se acercaban

y comenzamos a discernir, a la distancia, una especie de estructura, edificio o algo por el

estilo, de gran envergadura, sobre la margen izquierda de la ruta. Era extraño para encontrarse

en medio de tanto campo y tanta nada. A unos 500 metros el edificio se veía como una especie
de obelisco de puro cemento. Cuando lo tuvimos a 100 metros admiramos la figura en

profundidad, era una especie de rueda imponente, un portal que daba lugar a una estructura

más baja por detrás. Finalmente, cuando lo tuvimos en frente quedamos desconcertados. Era

efectivamente una construcción desmesurada para esos pagos. La circunferencia tendría unos

70 metros de diámetro, con rayos como de rueda de bicicleta pero que simulaban la radiación

lumínica de lo que tenía en su centro: una cruz conmovedora de unos 50 o 60 metros de alto.

Lo más brutalmente tétrico, no era nada de lo que mencioné antes. Lo más atroz, perturbador,

escalofriante era que no había Cristo. O, mejor dicho, en su lugar había solo una cabeza de

cemento. ¡Era una inmensa cruz con una cabeza! Como si alguien hubiera sustraído el cuerpo

de Cristo.

–Dios, ¡¿quién hizo esto?!– atinó a decir Federico, mientras los demás quedamos

filosamente silenciados.
Pueblo fantasmal

Nos movíamos en cámara lenta devorando el espectáculo. En el centro de la rueda, debajo de

la cruz, había un enorme portón antiguo de madera tallada. Una de sus puertas estaba abierta

y dejaba entrever un extenso pasillo oscuro iluminado con numerosas velas.

Instantáneamente, pude imaginar una secta satánica reunida, al mejor estilo del “Péndulo de

Foucault” de Humberto Eco o de “El código Da Vinci” de Dan Brown. Seguimos avanzando

lentamente, la ruta se había terminado abriendo paso a un ancho camino de tierra. Lo tomamos

a no más de 10km/h. El silencio era total, solo perturbado por el crujir de la piedra aplastada

por la camioneta. A los 100 metros empezamos a ver una silueta que se trasladaba a pie, hacia

nosotros, por el lado izquierdo. De vuelta la queja de Casco:

–Boludo, ¡¡¿¿quién mierda viene caminando a las dos de la mañana, con este frío y en

medio de la nada??!!

–¡Naaa, lo que faltaba! –dije yo.

La silueta se fue definiendo paulatinamente. Parecía una mujer, con el largo cabello sobre el

rostro. Miraba hacia el suelo y avanzaba de manera pausada. Al acercarme a la figura humana,

llevé la camioneta hacia la derecha del camino, para mantener cierta distancia. Ella caminaba

por el centro del carril izquierdo. Cuando la tuve exactamente a mi izquierda, giré mi cabeza

para no perderla de vista. Justo en ese instante, cuando solo yo podía verla, se tornó

sigilosamente hacia mí, alzó la frente y de manera aterradora abrió con celeridad su boca,

mostró sus dientes, tensó al extremo su rostro y me ¡¡rugió!! ¡¡Rugió!! Rápidamente, volvió

a su posición anterior y siguió su marcha. Yo aceleré con desesperación y grité:

–¡¡¿La re concha de su madre, la vieron?!!


Lamentablemente, la fantasmal escena sólo había sido para mí. Compartí lo que había visto y

los demás me escucharon mudos. En otro momento se hubieran reído, me hubieran boludeado,

pero todo era tan tétrico que ya nada resultaba inverosímil.


Civilización y Barbarie

Aceleré con el deseo de dejar atrás, cuanto antes, a la vieja loca. ¿Estaría sola o habría una

reunión satánica de enfermos delirantes en el edificio de la rueda? Quizás solo era una pobre

mujer, un poco trastornada, que se dirigía a rezar por algún familiar trágicamente

desaparecido. Nunca lo sabría.

Inmediatamente después, pasamos por un pequeño poblado de casas altas y otras más bajas y

precarias. La iluminación era escasa y no me podía dar cuenta si estaba transitando por una

ruta o si habíamos extraviado el rumbo. Avanzamos un kilómetro más y pude ver que el

pueblo se terminaba, dando lugar a una ruta consolidada.

“Sierra de la Ventana 8km” decía un cartel, y metros más adelante, un monumento que

retrataba con hierros las figuras de un gaucho y un indio, firmaba en su base:

“Saldungaray”.

–Saldungaray, si no recuerdo mal, este era el pueblo donde chocó el tren. No hace falta

que vayamos a Sierra de la Ventana – dijo Ezequiel Robledo.

–Sí, ya sé, es acá dónde venimos, pero hospedaje como la gente solo vamos a

conseguir en Sierra de la Ventana. Y yo pienso dormir– dijo firmemente Papá.

–Bueno, igualmente, visto y considerando los acontecimientos, no me inspira mucho

dormir en el pueblo macabro éste, no me ofendo si nos vamos– suplicó Federico.

–Bueno, encaro para Sierra de la Ventana, es acá nomás– dije y pisé el acelerador.
En el medio de la excitación por todo lo que habíamos pasado se dio un debate inspirado por

el monumento de Saldungaray. A mí me había llamado poderosamente la atención la

reivindicación de la imagen del indio y el gaucho. Justamente porque eran éstas, las dos

víctimas del genocidio y la exclusión, respectivamente, perpetrados desde los orígenes de la

Argentina, por los conquistadores españoles y la oligarquía porteña (sectores dominantes de

la Ciudad de Buenos Aires). El indio, exterminado con el objetivo de la conquista del

“desierto” y el gaucho, utilizado para matar al primero, pero luego sometido y amansado.

En la literatura argentina, contaba Ezequiel, José Hernández había retratado al gaucho

derrotado y amansado, buscando su integración social. Sarmiento en cambio, en la figura de

Facundo y aunque lo odiaba, mostraba al gaucho fuerte, salvaje, resistiendo en las

montoneras.

–Uds. saben lo simpático que era Sarmiento con los indios, ¿no? –dijo Ezequiel.

Y con su memoria, solo comparable con la de Gramsci en la cárcel, citó al ex presidente

argentino: “incapaces de todo progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande.

Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al

hombre civilizado”.
En la oficina

Era un jueves gris de agosto de 1973. Ya habían transcurrido casi dos meses del exitoso

“operativo Ezeiza”. Había dormido muy poco, estaba obsesionado con un posible ascenso.

Hacía meses que venía pensando obsesivamente en escalar dentro de la Secretaría de

Inteligencia. Estaba convencido de que era el camino más efectivo para asegurarse una

posición de poder. Una buena vida. Una casa de lujo en Vicente López, una esposa elegante

y bella, viajes al exterior en primera clase, el mejor whisky, cenas lujosas en costosos

restaurantes y todo lo demás. Cuando entró a la lúgubre oficina, la recepcionista estaba

concentrada en completar crucigramas.

–Hola Teresa– dijo Julio con mirada libidinosa y le ordenó que le preparara un café.

–Buen día, señor Sosa, ya mismo se lo preparo. ¿Mucho trabajo para hoy?

Sin contestar fue directo a su escritorio, activó el dispositivo de detección de llamadas y revisó

sus cuadernos. La última semana se había concentrado en un subversivo peronista de nivel

medio, que había estado en Ezeiza. Se sabía que no estaba en el brazo armado de Montoneros,

pero tenía diálogo fluido con todos los sectores. El objetivo principal que perseguía Sosa era

detectar e informar sobre los principales jefes de los grupos armados y sobre toda su agenda.

Lo que más preocupaba en la Secretaría era el posible acercamiento entre Montoneros y ERP,

los dos principales grupos armados. El primero, integraba el movimiento peronista y sus

dirigentes sostenían que la lucha armada era legítima en tanto y en cuanto los gobiernos

militares no permitieran que se celebraran elecciones libres. El segundo, de corte marxista–

guevarista, no creía ni siquiera en la democracia, ya que la consideraba el medio más eficaz


de implementar la explotación capitalista de los trabajadores. En este sentido, consideraba

dentro de sus enemigos tanto a las dictaduras militares como a los gobiernos peronistas.

Más allá de estas aparentemente irreconciliables lecturas políticas, había vínculo entre algunos

integrantes de dichas organizaciones. Incluso, había entre ellos quienes hablaban

eventualmente sobre la idea de un “Ejército Popular unificado”.

Mientras releía ansioso algunas notas, el equipo de detección de llamadas, recientemente

instalado, hizo un estridente beep. Miró excitado el tablero y supo que se estaba produciendo

una llamada desde el teléfono de Martín Noriega.

–Hola Marcos, tenemos que hablar –Dijo una voz desde el teléfono de Martín, sin

duda era él. – Ustedes tienen que detener la acción armada contra Salazar –continuó.

Julio Sosa pensó inmediatamente en Herminio Salazar, el secretario general de la

Confederación General del Trabajo. Herminio era la persona de más peso dentro del

sindicalismo argentino y un hombre de mucha confianza para Juan Domingo Perón. Sin duda

se trataba de un pase de factura por parte de Montoneros contra el sindicalismo, por las

muertes de Ezeiza (quienes más bajas habían sufrido fueron las masivas columnas de la

Juventud Peronista y de Montoneros).

–Imposible, no sé cómo te enteraste, pero esto no tiene vuelta atrás. Ya lo decidió la

conducción, contestó el tal Marcos.

–Sos la única persona que lo puede parar a Dante –Dante Galinich era el secretario

general de Montoneros. A Julio se le hizo agua la boca, la información que estaba

obteniendo valía oro.


–Ya te dije que no, olvidate. No pienso hablar con Dante. Se lo merecen estos hijos de

mil putas.

–¡Hay algo que no sabés, no pueden matar a Herminio! –gritó desesperadamente

Martín. – ¡Tenés que escucharme, pelotudo!

–¡Bueno hablá, la puta madre! ¿qué sabes? –gritó por su parte Marcos.

–No te puedo decir por acá. ¡Tenemos que vernos!

–¡No tengo tiempo para boludeces Martín, hablá ahora o te corto!

–¡No, esperá! Bueno… lo de Ezeiza fue armado. Vimos gente que tiraba para los dos

lados. Fue un enfrentamiento provocado. El león metió la cola. ¡No pueden matar a

Herminio, eso es lo que justamente quieren estos tipos!

Marcos cortó el teléfono y Julio Sosa, estalló de furia. Empezó a golpear el escritorio y a gritar

en colores. Martín Noriega sabía de la operación Ezeiza. Los había visto.


El Pueblo del accidente

El hotel no estaba mal, Sierra de la Ventana tenía cierto desarrollo turístico. No obstante, mi

sueño fue muy liviano esa noche y me costó horrores pegar un ojo. Creo que ninguno pudo

descansar.

A las 7 hs del jueves estábamos todos de buen humor, tomando el desayuno. Mientras

Federico se chorreaba comiendo una medialuna mojada en el café con leche, el Breve me

interpeló.

–Bueno ahora no seas vago, si no aprovechas lo de ayer para escribir la novela que

tenías ganas, no lo haces más.

Yo sonreí pero por dentro me dije, “si salimos bien de todo esto”. No me gustaba nada todo

lo que estaba pasando. Sentía que había algo demasiado grande atrás de los hechos y a la vez

estaba decidido a ir hasta el final para entender qué carajos era.

A las 8:30 hs ya habíamos regresado a Saldungaray. Hacía frío, pero al menos era bien seco.

Pudimos recorrer el pueblo de día, era el típico pueblo del interior de la Provincia de Buenos

Aires. Casas de estilo colonial y otras más precarias y humildes. Pasamos por la plaza central

y nos sorprendió lo pintoresco de los edificios municipales. Nos detuvimos ante la iglesia y

frente a nosotros cruzó una pareja de ancianos. Bajé la ventanilla y pregunté:

–Disculpe señor ¿Sabe que ayer llegamos por la noche y nos encontramos con un

edificio muy alto en forma de rueda y con la cruz de cristo en el frente. Nos llamó la

atención y queríamos saber qué era.

El hombre me miró con desconfianza y dijo:


–Es la entrada del Cementerio. Es una de las obras de Salamone.

–Ah, la verdad no lo conocía.

–Sí –dijo Ezequiel– Francisco Salamone, un referente vernáculo del modernismo.

Entre la década del 30 y del 40 construyó cementerios, mataderos y palacios

municipales por toda la provincia, me tendría que haber avivado que era él.

–Se ve que el buen hombre facturó bien en sus años mozos –aportó Casco, a modo de

burla.

El anciano miró al Breve con cara de enojo y dijo:

–Veo que están muy bien informados. Les comento que Francisco era mi padre.

–Disculpe, no quisimos faltarle el respeto –me apresuré a decir para pasar el mal trago

y agregué:

–Le hago una consulta más, ¿sabe dónde fue el accidente de tren de antes de ayer?

–¿Más gente por lo mismo? ¿Son de la federal ustedes? – gruñó el viejo.

Negué con la cabeza, pero no di más detalles. En ese momento, la señora que acompañaba al

viejo se acercó más y nos indicó con detalle cómo llegar al sitio, que estaba a unos 600 metros.
El sitio del impacto

El lugar estaba todo acordonado con cintas de “peligro”, pero ya no había nadie. Estacionamos

la camioneta y fuimos a inspeccionar. Había un intenso olor a eucalipto y soplaba un viento

tenue. Al costado de la vía del tren había dos camiones destrozados y dos contenedores

también retorcidos como si fueran unos trapos viejos, pero el tren no estaba. Además, había

fragmentos de vidrio y plástico por todas partes. También vimos algunas manchas de sangre

y de aceite. Caminamos entre los restos de los camiones y sin querer mi viejo pateó un

pequeño trozo de metal que brillaba intensamente. Lo levanté y tenía grabado tres letras. La

primera estaba cortada, por arriba, podía ser una “B”, una “C”, o una “O”, no me quedaba

claro. Pero las otras dos no había duda. Eran una “A” y una “B”. No di demasiada importancia,

porque había otras partes o fragmentos también con nombres de marcas y otros grabados. Sin

embargo, la tipografía me era muy familiar.

Seguimos recorriendo y mirando los restos.

–Acá no hay nada Javier, ¿qué esperabas encontrar? –me reprochó Federico

–No sé, la verdad no tenía nada pensado. Pero estoy convencido de que nos vamos a

ir con algo.

Inmediatamente después, vi otro trozo de metal que brillaba de manera similar y que era sin

duda la parte de arriba, del otro trozo. Cuando las junté, encajaban perfectamente. El grabado

decía “CAB”.

–¡¡Tenía que ser bostero el camionero!! – gritó a modo de broma Federico Rocamora,

conociendo mi simpatía por el Club Atlético Boca Juniors (CABJ).


Lo lamento, pero CAB es la sigla del Centro Atómico Bariloche, otra opción no se me

ocurre. ¿A ustedes? –respondí.

Estaba convencido que la sigla era esa. Había hecho mi tesis de maestría en el proceso de

compra y construcción de Atucha I, la primera Central Nucleoeléctrica puesta en operación

en América Latina y en ese tiempo había trabajado intensamente con fuentes escritas y

documentos de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA).

Dimos unas vueltas un rato más pero no encontramos nada. Hablamos con algunas personas

del pueblo y todos mencionaron la celeridad con la cual llegaron autoridades de Buenos Aires,

repararon la locomotora y se marchó el tren. Preguntamos hacia donde había seguido curso.

Al sur oeste.

No habíamos avanzado mucho. Más circunstancias extrañas. Mucho interés por parte de las

autoridades en tapar algo y la chapita que decía CAB. ¿Qué tipo de carga llevaba un tren que

posiblemente se dirigiera en dirección a la ciudad de San Carlos de Bariloche, donde se

ubicaba el Centro Atómico? Se me ocurrió ir a visitar a mi ex jefa del Instituto de Tecnología

Industrial, tenía que hacerle algunas preguntas. Por otra parte, tenía que averiguar qué

registros oficiales había del tren. ¿Era público o privado? Enviando algunos mensajes a las

personas indicadas iba a poder responderlo.


Los setenta y una teoría del universo

–Mirá Roberto, en Argentina hay dos formas de hacer ciencia y tecnología –dijo Diego

Furtado y continuó– La primera, la vas a ver en las universidades, donde están los

señoritos premio Nobel, todos cajetillas de barrio norte. A ellos les encanta agacharse

y servir en las investigaciones que hacen los franceses, los ingleses o los yankis. Así

pueden publicar en revistas de renombre y salir en los diarios. ¿Y qué pasa? Pasa que

en esos países la actividad científica se coordina entre el sector público y las empresas,

para que después los resultados de las investigaciones vayan a parar a productos,

procesos o patentes. Y sí, ahí está la platita.

Era una mañana muy fría, cuando Diego salió de su casa para ir a trabajar. Era el primer

sábado de mayo de 1974. Como cada vez que llegaba, saludó al personal de vigilancia. Cada

tanto, se quedaba charlando con el jefe de Seguridad. Roberto era personal de Planta de la

Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) y un aficionado a temas de ciencia y

tecnología.

–Pero te decía, hay dos formas de hacer ciencia y tecnología. La otra forma, también

financiada por el Estado, es la que tratamos de hacer acá en la CNEA, ayudando al

sector productivo argentino, incluyendo empresas privadas y grandes empresas

estatales. Acá pudimos construir en su totalidad y poner en funcionamiento el primer

reactor nuclear de investigación de América Latina, el Reactor Argentino 1 (RA–1).

No te das una idea de lo que fue eso.

Hizo una pausa, respiró como llenando su pecho de orgullo y agregó:

–Vos sabés cómo nació la CNEA, ¿no?


Roberto se tomó la perilla y dijo:

–¿Cuándo Perón lo trajo al nazi ese Richter, para hacer la fisión nuclear?

–Bueno no se si nazi, en ese momento en el territorio controlado por los nazis, o

trabajabas para el gobierno o te mataban. Pero sí, Richter era austríaco y lo trajo un

alemán que era diseñador de aviones, Kurt Tank. Pensá también que en ese momento

los rusos y los yankis se mataban para llevarse a los científicos alemanes. Perón hizo

lo que pudo y se trajo varios.

–Claro, claro, eran muy capos los alemanes. ¿Y Richter llegó a hacer la fisión?

–Sí, ni hablar, era genios los tipos. Richter no vino para hacer fisión, sino fusión que

es lo que hace el sol. Unir dos átomos de hidrógeno para formar helio. Algo que

produce una energía brutal. Pero bueno, la verdad es que nunca lo logró. El tema es

que todo eso permitió que hoy tengamos muchos cuadros científicos experimentales

y teóricos y que esa capacidad nos permita además de hacer los reactores, ayudar a la

industria en metalurgia, aleaciones, soldadura, rayos, conservación de alimentos y

muchas otras aplicaciones.

–Es increíble. Pero volviendo a esa época, ¿entonces es verdad que los yankis y los

rusos se llevaron muchos científicos nazis?

–Exacto, es que después de la guerra, los alemanes todavía tenían muchos desarrollos

importantes y todos los querían. Mal que mal, algo conseguimos. ¡Gracias a Kurt

Tank, tuvimos al pulqui!

–Bueno, pero el pulqui al final no sirvió de mucho. Nunca se fabricó en serie, ¿o sí?
–Son prototipos, los desarrollos llevan tiempo y hay que continuarlos.

Lamentablemente, ese fue un tren que dejamos ir después del golpe de 1955. Pero

bueno, volviendo, esas son las dos formas de hacer ciencia. Algo parecido a la CNEA

hace también el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, que trata de resolver

las problemáticas del campo: producción de semillas, fertilizantes, pesticidas,

incremento de rindes, métodos de siembra, cosecha y otros.

–Menos mal que estamos del lado de los que hacen bien las cosas –dijo Roberto con

una sonrisa.

–¡Por supuesto, y los buenos siempre triunfan! –dijo Diego riendo– Bueno Raúl, me

voy para el laboratorio. Que termines bien tu turno y no te olvides que hoy se viene

tormenta.

Diego Furtado, tenía 35 años, además de aficionado a la historia de la ciencia y la economía,

era un destacado físico nuclear e investigador del Centro Atómico Constituyentes desde hacía

13 años. Si bien se dedicaba a rayos y radiaciones, hacía un tiempo que trabajaba en una línea

de investigación en paralelo a su trabajo principal. Tenía en mente un esbozo para una teoría

contrahegemónica sobre la composición de la materia.

Mientras caminaba por los largos pasillos del edificio 4, Diego se quedó pensando en lo que

había hablado con Roberto y en cómo su teoría podría modificar la situación periférica de

Argentina y América del Sur.1 Quizás se entusiasmaba demasiado, pero siempre le había

1
NOTA: para el lector interesado en los detalles de la teoría ver anexo 1 al final del libro.
gustado pensar en grande. ¿Argentina sería capaz de sacar provecho del conocimiento

derivado de su teoría sobre la materia a través del Estado o de sus empresas?

En pocas palabras, si la teoría era correcta, dejaba de existir la fuerza de gravedad. Las

partículas no se jalaban entre sí como decía la teoría newtoniana, ni tampoco la masa curvaba

el espacio como decía Einstein; sino que las partículas transformaban el espacio, porque eran

el espacio, y al variar la concentración en cada punto se modificaban las trayectorias de las

otras partículas.

Las consecuencias de esta teoría, en caso de ser correcta, sin duda revolucionaban y sacudían

las bases de la ciencia, incluso con todos los aportes realizados por Einstein. Por otra parte,

se abrirían innumerables líneas de investigación y posibles desarrollos.

Con su teoría como guía, Furtado había estado por meses intentando idear alguna experiencia

de laboratorio que le permitiera comprobar su validez.

Cuando se disponía a encender el instrumental, golpearon la puerta. Era Martín Noriega.

Martín y Diego eran amigos desde el colegio secundario y habían compartido muchos e

intensos años de militancia política en el centro de estudiantes y en la UES (Unión de

Estudiantes Secundarios).

–¡Qué hacés compañero Furtado! –dijo Martín y se saludaron con un fuerte y sostenido

abrazo. A continuación, y sin mucho preámbulo Diego agregó:

–Tincho, me preocupa lo de la plaza, esto de forzar cada vez más la tensión con Perón

no va a traer nada bueno. Tincho, Argentina no es un país para la revolución. Nos van

a matar a todos.
–Te entiendo Diego, vos sabés que yo sólo estuve a favor de armar quilombo para

traer al viejo a la Argentina y que volviera la democracia, pero adentro del movimiento

peronista no está nada fácil. El ala militarista es minoritaria, pero hace mucho ruido –

respondió Martín Noriega.

–Sí sí, lo sé. Pero bueno, asi lo veo yo desde afuera. Lamento ya no estar tan conectado

con la participación política. Sabes que ambos queremos lo mejor para las mayorías,

pero ya no comparto este rumbo. Tanta pelea, tanta agresión. A muchos solo les

importa el poder por el poder en sí mismo, y siento que eso no es lo que yo quiero

hacer –dijo Diego Furtado con cierta amargura.

–Está bien Diego, yo te conozco y te respeto así. Te vengo a ver porque estoy ahora

en la comisión de economía y vengo pensando muchas cosas al respecto. Yo quiero

creer que no se va a ir todo a la mierda, y que aún hay chances de pensar en políticas

públicas. Tenemos un Estado en disputa y esa es la mejor herramienta para fortalecer

al pueblo. Con Perón en el gobierno y tantos compañeros ocupando ministerios

tenemos que encontrar una manera correcta para acelerar el crecimiento económico

del país.

–Yo más bien pensaría en cómo vamos a mitigar la crisis colosal que se viene –

interrumpió Diego–, hace ya 10 años que el producto bruto interno viene en

crecimiento, pero eso no se va a poder sostener más. Los aumentos de salarios reales

que forzó Gelbard están llevando la cosa al límite.

–Dale Diego, estás repitiendo lo mismo que los liberales ¿ya te pasaste al enemigo?
–No, lamento que duela, pero es la verdad. Tuvimos medidas que son hermosas desde

el lado de los trabajadores y que dejan bien parado al que las impulsa, pero a la larga

una buena parte de esos aumentos salariales y de ese consumo que creció, se

transforma en necesidad de dólares o divisas de algún tipo. Los precios de los

productos agropecuarios nos ayudaron el primer año, pero todo indica que se vienen

para abajo. Europa se está cerrando, para proteger su producción. ¡El petróleo está

subiendo aceleradamente y el déficit fiscal va a rondar el 14% del PBI, una locura! La

cosa termina mal, y el ala marxista más belicosa del peronismo se relame. Vos sabés

bien cómo les gusta el quilombo…

–Yo no sé cómo no largás la ciencia a la mierda y no te dedicas a la economía. Tenés

que retomar esos cursos que habías empezado. Hablás con una pasión...

–Ya habrá tiempo para eso, ahora estoy centrado en la física elemental de partículas,

y si las cosas me salen bien, el mundo no va a ser el mismo, jajaja.

–Dale Diego, siempre tan humilde vos, con chiquitajes, jaja. Bajá un poco a tierra,

dejate de joder y venite al barrio. Los domingos seguimos haciendo la olla popular, no

te olvides.

–Cierto, prometo ir pronto. En cuanto me libere un poco. Tengo que hacer tantas

cosas...
Visita al INTI

En 2005 había entrado a trabajar al Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), en la

localidad de San Martín. Como ingeniero electrónico, recibido con una tesis en

telecomunicaciones, había dado con el perfil buscado. Necesitaban desarrollar un acoplador

direccional para radares y satélites. El trabajo lo había solicitado la empresa estatal INVAP

S.E.

Mi experiencia había sido interesante, pude conocer cómo trabajaba la ciencia estatal en un

ámbito que debía estar fuertemente integrado a las empresas. Sin embargo, más que algunas

excepciones, como la del contrato con INVAP, el INTI subsistía de presupuesto público y de

una serie de servicios y ensayos que se le imponían al sector privado.

Pasé la barrera de entrada tras acreditarme y busqué estacionar cerca del centro de electrónica

e informática.

Para ser más justo, el INTI era una encrucijada donde coexistían y pujaban dos paradigmas

de desarrollo. Un paradigma estatista de grandes empresas nacionales públicas que venía

naufragando hacía décadas y un nuevo paradigma de desarrollo privado que tampoco

terminaba de nacer.

Cuando subí al primer piso vi a mi ex jefa sonriente en su despacho. Liliana Prince medía un

metro cincuenta y era muy delgada. Usaba su cabello negro azabache bien cortito. Era

encantadora y estaba profundamente comprometida con su trabajo. Desde que dirigía el centro

de electrónica había redoblado sus esfuerzos para integrar las áreas bajo su supervisión con el

tejido industrial.
–¡Lili querida, tanto tiempo! Vos siempre tan elegante. ¿Cómo va la lucha?

–Javi, gracias. Acá andamos, tirando pa’ no aflojar. Hoy firmamos un convenio con la

Unión Industrial Argentina, vamos a armar una planta tremenda de nano–sensores con

un consorcio público–privado para proveer a todas las plantas químicas de la provincia

de Buenos Aires. ¡Encima la estamos planificando en tiempo récord y con una

tecnología que ni te imaginás!

–¡Espectacular, Lili, sos una topadora! Realmente me alegro. Escuchame, vine en esta

visita inesperada porque te tengo que pedir un favor. Necesito que alguien del área de

física me haga un análisis de una muestra de aluminio. Tengo una sospecha y quiero

confirmarla cuanto antes.

–¿Análisis de qué, Javi?

–Quisiera saber si la muestra que traje estuvo expuesta a dosis de radiación y de qué

tipo. Una dosis muy mínima seguramente. Es una pequeña placa de aluminio.

–Mmm, dejame pensar. Ya sé, te puedo mandar al Centro de Metrología Física, ahí

cuentan con el instrumental indicado. Dejame ver si está Mangiatore, para que lo

autorice. Es medio reticente a los favores, pero me debe unas cuantas.

–¡Uh mil gracias Lili, te voy a deber una más!

Rápidamente, levantó el teléfono e hizo que las cosas sucedieran. A los 15 minutos estaba con

un técnico examinando la chapita de metal que decía C.A.B.


–Son niveles de rayos gamma característicos del Uranio 238, Torio y Potasio.

Seguramente pertenece al reactor de investigación del Centro Atómico de Bariloche.

¿Te puedo preguntar cómo llegó a vos? –Dijo el técnico intrigado.

–Es una historia larga, solo quería comprobar una cosa, muchísimas gracias.
Un tren privado en asuntos públicos

El análisis en el INTI me había permitido confirmar lo que sospechaba. El pequeño fragmento

de metal que habíamos encontrado en el sitio del accidente pertenecía sin dudas al Centro

Atómico Bariloche (C.A.B.). La presencia de radiaciones de Uranio y Torio nos decían que

había estado, seguramente, en las cercanías del único reactor de investigación que se hallaba

en el C.A.B., el Reactor Argentino–6 (RA–6). Ahora había que conectar los cabos.

Teníamos un objeto volador, que no era ni un dron de los usualmente conocidos, ni un

pequeño aeroplano, por la trayectoria que había hecho. También era desconcertante su

carácter traslúcido. Probablemente, tampoco tuviera tripulantes. Los cambios bruscos que

había hecho en el aire hubieran sido mortales para un piloto humano. Muchas veces había

escuchado relatos fantásticos de aviones u objetos voladores diseñados por las potencias, con

tecnologías avanzadas, pero siempre me pareció un delirio de jóvenes mentes creativas. Por

otra parte, tenía que haber una relación entre ese objeto volador y la energía nuclear. Por algo

estaba ese fragmento de metal irradiado que decía C.A.B. ¿Las autoridades de la Comisión

Nacional de Energía Atómica sabrían algo? Además, si había una relación entre el OVNI y lo

que iba en el tren, ¿por qué el OVNI abordó al tren en medio de una zona poco poblada, a

cielo abierto? ¿El tren transportaría algo y el OVNI había ido por ellos?

Me faltaba averiguar qué se sabía de ese bendito y misterioso tren. Para eso, contacté a un

viejo amigo de la escuela secundaria que trabajaba en el Ministerio de Transporte de la

Nación. Tras unos días me llamó por teléfono y sin mucho preámbulo me explicó que el tren

que había sufrido el accidente pertenecía a una empresa de logística. Se llamaba TRANSAR

S.A. y su principal negocio era transporte de productos agropecuarios. Entre las cargas más
frecuentes estaban los granos en la región pampeana y las manzanas y las peras del Alto Valle

de Río Negro.

Sin duda, no había razón para que una empresa de ese tipo transportara material del C.A.B.

Evidentemente, era algún tipo de operación secreta o clandestina, con complicidad del sector

privado. Muy extraño para la Argentina.


Una prueba trascendente

Se enfriaba el café cuando Diego Furtado le daba vueltas a su teoría. Si no había fuerza de

gravedad, ¿podría ser que no existieran las fuerzas en absoluto, que el magnetismo y las

fuerzas nucleares fueran parte del mismo fenómeno? “Una partícula transforma el espacio que

transita otra y curva su trayectoria…”, le encantaba esa idea. Pero tenía que probarla, y aún

no se le ocurría cómo.

Le gustaba sin azúcar, pero siempre acompañado de algo dulce. Su pareja le había dejado la

torta que lo volvía loco: bizcochuelo de chocolate con crema, frutillas y dulce de leche.

Mientras tomaba un sorbo de café para equilibrar el sabor dulce de la torta sintió esa sensación

tan particular que ocurre cuando la mente se ilumina –siempre se había preguntado si no habría

seres superiores que nos enviaran las ideas.

“La Tierra al ser un enorme espacio concentrado, curva la trayectoria de todos los objetos que

están en su superficie, acercándolos en dirección a su centro. Si lograra neutralizar el efecto

de concentración del espacio que genera la Tierra, lograría minimizar el efecto de la Tierra

sobre los objetos y eso tendría una clara consecuencia palpable. ¡Los objetos se despegarían

de la superficie de la tierra de manera tangencial! O al menos tendría que disminuir su peso…”

Ya tenía una primera idea. Si su razonamiento estaba en la dirección correcta debía lograr que

el peso de un objeto disminuyera. Pero ¿cómo iba a anular o disminuir el efecto de la Tierra

sobre los objetos? Le faltaba responder a esta pregunta, probablemente la más difícil. Y

mientras revolvía la cuchara del café se le ocurrió pensar que el espacio era quizás una especie

de líquido o fluido y que la materia era en realidad una zona del espacio donde se había

amontonado más de ese líquido. Y ¿si el movimiento de una partícula era similar a la cuchara
moviendo el café o como mover las manos debajo del agua? Quizás el movimiento de las

partículas sacudía todo el “café”.

¿Se sacudiría el mismo vacío, el aire y la materia a su alrededor? Estaba claro que, si uno

sacudía la mano sin tocar a otro objeto, no lo afectaba, pero quizás a nivel subatómico la cosa

funcionaba distinto.

Por otra parte, tal vez la Tierra con su enorme masa, viajando alrededor del Sol, generaba un

tremendo sacudimiento del “café universal” y nosotros, que estábamos cerca de la Tierra,

éramos víctimas de un brutal torbellino que nos lanzaba hacia el centro del planeta. En ese

caso ¿cómo se podía “sacudir el líquido”? En ese momento volvió a iluminarse, tenía que

construir un “cuchara” que sacudiera ese “café universal” pero a pequeña escala, a nivel

subatómico. Entonces pensó que la mejor manera sería poner en movimiento de manera

coordinada los electrones de un metal.

Una vez que tuvo en claro cómo desarrollaría el experimento cayó en cuenta de que necesitaría

un generador de ondas electromagnéticas de frecuencia variable. Su plan era hacer oscilar los

electrones de una semiesfera de metal y ver si podía disminuir su peso. Eso implicaba un

nuevo desafío. Un generador de ese tipo conllevaba una erogación de presupuesto que

escapaba a las posibilidades de su laboratorio.

Desde el retorno del peronismo a la presidencia (el 25 de mayo de 1973 había asumido Héctor

Cámpora y el 12 de octubre Juan Perón) las cosas habían cambiado en la Comisión Nacional

de Energía Atómica. De la mano de la democracia volvió Pedro Iraolagoitía, hombre leal a

Perón, a la presidencia de la institución. Diego sabía que, a través de sus relaciones políticas,

su amigo Martín Noriega tendría buena llegada a Iraolagoitía. Tanto fue así, que solo unos
meses después Diego Furtado contaría con su generador. Sin embargo, el 1 de julio de ese año

moriría Juan Domingo Perón y el clima político–social cambiaría radicalmente…


Rodrigazo

Diego Furtado disfrutaba intensamente los sábados en el laboratorio del Centro Atómico

Constituyentes. Se levantaba temprano y recorría la tranquilidad de los barrios de Villa

Urquiza, donde vivía, y de Villa Pueyrredón que era camino obligado. Además, solía hacer

una pasada por la disquería de un viejo amigo suyo, Gustavo Car. Gustavo siempre le

preparaba algún álbum de rock progresivo para que Diego degustara mientras armaba sus

ensayos.

Era julio de 1975 y Juan Domingo Perón llevaba muerto exactamente un año. Diego movía

su pie derecho al ritmo de “Round about” (del disco “Fragile” de Yes), mientras tomaba su

café y leía el diario. Le gustaba ese ritual antes de preparar todo el instrumental.

Durante ese año, las redacciones y las publicaciones de los principales diarios replicaban los

rumores sobre un posible golpe de Estado, con el consiguiente desmedro para la estabilidad

institucional. Las palabras "crisis", "desorden", "desintegración", "desgobierno",

"inmoralidad" y "descontrol" resonaban como un mantra para crear una sensación de caos

social, tal vez preparando el terreno.

A medida que avanzaba el año, la campaña de desprestigio contra el gobierno adquirió mayor

crudeza. En los principales diarios parecía existir una orientación editorial deliberada para

socavar la legitimidad del gobierno peronista de Isabel Martínez (viuda de Perón), sugiriendo

o avalando el golpe de Estado como única salida posible a la "crisis" que se vivía.

Diego leía la realidad social como una especie de documental histórico, estaba al tanto de los

acontecimientos, pero podía observarlos desde cierta distancia crítica. La Comisión de

Energía Atómica, además, funcionaba como un mecanismo de relojería. Gozaba de un


significativo blindaje político y presupuestario que daba a sus integrantes una vida

económicamente aceptable y sin sobresaltos. Hacía un año que había entrado en operación la

primera central nuclear de potencia Atucha I y los proyectos en marcha no habían sufrido

ningún tipo de recorte ni demora.

Mientras Diego se encontraba absorto en sus pensamientos sonó el teléfono.

–¡Martín, querido! ¿Cómo estás?

–Hola Diego, me gustaría decirte que bien, pero la verdad es que todo está muy difícil.

Por donde pregunto me entero que están echando trabajadores a mansalva y hay

hambre, Diego. Las medidas de (Celestino) Rodrigo están mandando todo a la mierda.

Si a la crisis política le faltaba algo, era una crisis económica. Tenías razón en eso de

que el crecimiento no se iba a sostener.

–Sí, era lo que me temía Tincho. Pero el ajuste fue muy brutal, el dólar pasó de valer

10 pesos a 26, una locura. ¡160% de devaluación en un saque! Y a eso sumale que

aumentaron las tarifas un 100%. Es casi inminente que los precios estallen por los

aires.

–Sí, y ahora hay muchos compañeros que están decididos a radicalizar el proceso.

Quieren pudrirla de una vez por todas. Después de lo de Ezeiza las aguas quedaron

muy agitadas. Logramos apaciguar los ánimos, pero solo por un tiempo. A su vez la

palabra golpe suena en todos lados. Ya no sé de dónde van a salir las balas, pero siento

que lo que pasó en Ezeiza se va a reproducir en todo el país, y a gran escala. En fin...

¿Vos cómo estás, te sirvió el aparato ese que te pude conseguir? Nunca me contaste

bien para qué era.


–Sí Martín, fue de gran ayuda. Estoy trabajando muy duro con eso, casi no salgo del

laboratorio. Como te dije, el generador que compramos es para probar mi teoría sobre

la composición de la materia.

Y a continuación le dio detalles del banco de pruebas que se había propuesto armar. Justo

cuando Diego terminaba su explicación se escuchó un sospechoso click en la línea. Martín

hizo silencio y luego dijo:

–Diego perdoname, pero ahora tengo que cortarte, otro día hablamos, ¿dale?
Una entrevista

Las semanas pasaron y yo no podía dejar de pensar en el OVNI, el tren de cargas y todo lo

que había pasado. Quería avanzar en la investigación, pero me sentía totalmente trabado.

Había hecho algunas averiguaciones. Me había juntado con algunos docentes que conocía de

una Maestría en Gestión de la Ciencia y la Tecnología que había cursado unos años antes,

pero nada.

Opté por recurrir a algunos contactos de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA)

que me habían quedado cuando había escrito mi tesis de Maestría. La tesis se había tratado

del proceso de compra y construcción de la Central Nuclear Atucha I. En el proceso de

investigación que implicaba la realización de la tesis había hecho varias entrevistas a personal

retirado de la CNEA. Tras algunos intentos fallidos y algunas negativas, logré reunirme con

el más carismático de todos ellos. Domingo Parduchi. Domingo era muy amable y risueño,

sobre todo teniendo en cuenta sus 82 años. Lúcido y sagaz, Domingo aún participaba de

congresos con ponencias y artículos y era toda una referencia en temas de política nuclear.

Lo entrevisté en su departamento de Palermo. Era un bello semipiso con un amplio balcón

corrido que daba a una plaza. Era una mañana soleada. Se escuchaban niños jugando y los

pajaritos cantar.

–Hola Domingo, ante todo muchísimas gracias por recibirme.

–Javier, si podemos aportar algo, siempre encantados, jaja– me respondió muy

amablemente.
Me era difícil encarar la entrevista. Tenía que bordear sutilmente el tema, ya que si iba derecho

al grano corría el riesgo de que Domingo se cerrara y me quedara sin ninguna información.

Sabía de su simpatía por el presidente Quiroga y decidí buscar sintonía por ese lado.

–Qué complicado el tema de la ley antimonopolios, ¿no? El grupo Norte la va a

terminar cajoneando...

–Van a resistir todo lo que puedan. Sabemos que un gran sector del Poder Judicial va

a jugar para ellos. Les tienen pánico. Es el poder económico y su influencia en los

medios de comunicación. Expertos fusiladores mediáticos. Por eso, sólo la

movilización puede hacer que la ley entre en vigencia.

–Claro, siempre ha sido clave la movilización, que triste lo que nos pasa. Por suerte al

sector nuclear le va mejor– dije tratando de ir encaminando el tema.

–Sí, la verdad que debemos estar agradecidos al gobierno de Quiroga. Decidió

reactivar el plan nuclear que estaba sepultado desde finales del gobierno de Alfonsín.

¿Sabías que se decidió terminar el proyecto Atucha II?

–¿En serio? ¡Qué alegría, la verdad que será un verdadero orgullo!

Atucha II era la primera central que iba a tener la ingeniería de diseño realizada íntegramente

por la propia CNEA, a diferencia de las dos centrales anteriores, Atucha I y Embalse, cuyo

diseño de ingeniería era alemán y canadiense, respectivamente. Sin embargo, por problemas

presupuestarios Atucha II se demoró en los años 80’s y se canceló en los 90’s durante el

gobierno de Carlos Menem. La noticia de que se iba a retomar, significaba muchísimo para

los ingenieros y técnicos nucleares argentinos. Muchos de ellos guardaron celosamente


planos, manuales, componentes y todo tipo de elementos de Atucha II con la firme esperanza

de que el proyecto pudiera algún día culminarse. Esta noticia era, sin dudas, un fuerte viento

de esperanza para toda la comunidad nuclear argentina.


A continuación, traté de ver si podía haber alguna conexión entre la reactivación del proyecto

Atucha II y ese tren.

–¿Se sabe algo sobre quienes van a realizar el proyecto? Digo, dentro de la CNEA,

¿qué centros van a participar?

–Bueno, todos ya están aportando lo suyo. El centro Atómico Ezeiza principalmente

en la producción de los elementos combustibles y más tarde en el tratamiento de los

residuos, así que hasta que la central no esté más avanzada no tiene mucho que hacer.

El Centro Atómico Constituyentes, por su ubicación es el encargado de dirigir el

proceso de construcción, además es quien da los principales servicios a las centrales

en operación.

–¿Y el C.A.B.?

–Bueno el C.A.B. está muy lejos, pero por lo que sé hasta ahora, le han dado la

construcción de los componentes más sensibles. Entre ellos el sistema de control de

las barras combustibles, los generadores de vapor y el diseño del recipiente de presión

del reactor (donde van ubicadas las barras de uranio). Igualmente, en el obrador va a

estar participando personal de todos los centros.

–Claro, entiendo. Y para fabricar esos componentes imagino que se utilizarán un

montón de elementos importados.

–Sí, por supuesto. Ningún país nuclear es totalmente autónomo. Siempre se compran

motores a Italia o Alemania, el recipiente de presión se hace en Holanda, los tableros

de control son alemanes o chinos, etc.


–Y el tema del traslado a Bariloche de semejantes objetos, debe ser muy complejo,

¿no?

–Bueno a Bariloche igual no van los objetos más pesados. El recipiente de presión va

directo al partido de Lima, donde va a operar la central. Pero el resto de los

componentes van por camión o tren. Hay algunos trenes de carga que llegan por las

inmediaciones.

¡Impecable! Sin tener que hacer ninguna pregunta directa se me había aclarado bastante el

panorama. El C.A.B. estaba importando componentes de distintos lugares del mundo en el

marco de la construcción de Atucha II. ¿Los que habían enviado al OVNI estaban interesados

en alguno de esos elementos? O quizás con la excusa de transportar material nuclear, que

implicaba toda una serie de medidas de seguridad, podría haberse comprado otro tipo de

tecnología, material o dispositivo más sensible.

Me seducía la idea loca de ir a investigar uno de esos trenes, pero tampoco sabía si lo que se

había transportado aquella vez se transportaba de manera frecuente. Quizás corría el riesgo de

meterme en uno de esos vagones para no encontrar nada…


Primera prueba

En marzo de 1976, el clima político y social en Argentina era sumamente delicado. El Ejército

Revolucionario del Pueblo, grupo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores

(PRT), de orientación guevarista, había sido fuertemente diezmado en Tucumán, a pesar de

los refuerzos que había enviado Montoneros. Además, había fracasado su intento de

copamiento al Batallón de Monte Chingolo, el 23 de diciembre del año anterior. Dentro de las

agrupaciones guerrilleras se hablaba de infiltrados y espionaje.

Asimismo, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay firmaron un documento que daba

inicio a la "cooperación para la lucha anti–subversiva". Las Fuerzas Armadas, con el apoyo

explícito de EE.UU. y de las élites locales, solo esperaban el momento indicado para dar un

golpe de Estado.

En ese contexto Diego Furtado trabajaba sin parar. Ya estaba casi a punto de hacer el primer

ensayo experimental de su teoría. Toda la semana había trabajado en la puesta a punto del

equipamiento. Tenía lista la semiesfera de hierro. Era una sola pieza hueca y sin base.

Asimismo, sobre la cúpula semiesférica había soldada una pequeña plancha rectangular,

también de hierro, sobre la que podía apoyar distintos pesos. Las planchas de hierro con las

que había mandado a fabricar la semiesfera tenían casi un centímetro de espesor, dando como

resultado una semiesfera de 5 kilos de peso y 25 centímetros de radio. A su vez, la semiesfera

se apoyaba en una tabla rectangular que tenía en su centro el emisor de ondas sinusoidales y

todo eso se apoyaba sobre una balanza, totalizando un peso de 8 kilogramos.

El emisor era una pequeña antena alimentada por el generador de ondas que había podido

comprar con el apoyo de su amigo Martín. Desde el generador podía regular la intensidad de
la onda y su frecuencia. No tenía la menor idea de cómo funcionaría. Podía ser que el efecto

que buscaba solo se percibiera a alguna frecuencia en particular y con alguna intensidad en

particular. Lo que sabía era que si estaba en el camino correcto la lectura de la balanza tendría

que empezar a bajar de los 8 kilos. Tenía que ir realizando pruebas de manera sistemática para

luego poder sacar conclusiones válidas.

Eran las 12.30hs y estaba solo. Apagó la música cuando acababa de terminar “Come

together”. Era adicto a los Beatles. Se dispuso a encender el generador y le corrió un sudor

frío por la frente. Llevaba una semana durmiendo horrible, fantaseando con este momento y

lo que estaba en juego en caso de estar en lo correcto.

El dispositivo hizo un pitido muy agudo y luego se silenció. El display del equipo indicaba 1

mili Volt de tensión y 1 Hertz de frecuencia. La balanza estaba inmutable indicando los 8 Kg.

Luego fue subiendo lentamente la frecuencia hasta llegar al máximo de 1 Giga Hertz. Durante

todo ese barrido que duró 45 minutos no hubo ni la más mínima perturbación en la lectura de

la balanza. ¡Siempre 8 kilos!

Luego subió la tensión a 10 mili Volts y repitió el procedimiento pasando por todas las

frecuencias y nada. Empezaba a sentirse decepcionado. Toda esa semana se había imaginado

un éxito rotundo. Incluso había soñado que cuando activaba el generador la semiesfera se

elevaba hasta el techo.

Ese día se fue a las 23hs del laboratorio. Había hecho muchísimas pruebas, variando

frecuencias y tensiones pero todo fue inútil. Se sentía triste. Tenía muchísima ilusión

depositada en ese proyecto. Creía que realmente podía transformar el mundo. Igual no todo
estaba perdido. Aún podía jugar con la posición de la antena, quizás la había colocado muy

arriba, o muy abajo.


Días oscuros

Los siguientes días se abocó de lleno al experimento descuidando su trabajo en radiaciones.

Tenía muchos ensayos retrasados. Su jefe le había solicitado irradiar una serie de aleaciones

que se iban a utilizar en el intercambiador de calor de las nuevas centrales que iba construir

la CNEA. Entre ellas la central Nuclear Embalse, provincia de Córdoba.

No obstante, no le importaron las quejas de su superior. Lunes, martes y miércoles los dedicó

completamente a variar la posición de la antena y realizar los barridos de frecuencia y

amplitud. El resultado fue siempre el mismo. ¡8 kilos! Siempre los malditos 8 kilos. Algo

tenía que estar haciendo mal o definitivamente su teoría era un fracaso.

¿Y si era una simple ocurrencia de un cerebro creativo y delirante? Se había sentido especial

todo ese tiempo, distinto a los demás. Una especie de elegido, no a la manera de Cristo o

Buda, más bien, así como un mesías de la modernidad. Un nuevo Newton o Einstein. Pero

ahora caía en cuenta de que todo había sido una estupidez. No era otra cosa que un boludo

más. Un charlatán, cuya existencia iba a pasar sin pena ni gloria, en un país donde los héroes

de verdad estaban dando la vida por haber intentado mejorar la situación de los trabajadores

y trabajadoras en las fábricas, de las familias en un barrio humilde, de los niños en un

comedor...

Se sentía muy amargado y triste. No tenía ánimo para trabajar y decidió solicitar una semana

de vacaciones. Esa semana se la pasó derrumbado en su cama. Se castigaba con lo más oscuro

de Pink Floyd y prácticamente no comió por 3 días. No dejó que su pareja Lucrecia lo viera

con excepción de algunas horas por la tarde.


Ella se preocupó mucho. Habló con los padres de Diego que vivían en el interior de la

provincia de Buenos Aires y su madre viajó para verlo y mimarlo. Sabía cómo hacerlo.

El lunes de la semana siguiente, a regañadientes, Diego volvió al trabajo. Cuando entró al

laboratorio vio la semiesfera y el generador tal y como los había dejado. Le dolía tanto el

fracaso que no quiso guardar ni desconectar nada. Otro día estaría de mejor ánimo.

Se dispuso a realizar las irradiaciones que tenía pendientes. Su jefe se lo había reclamado con

urgencia luego de una larga charla, donde se mostró bastante insatisfecho con el rendimiento

de Diego.

–No sé qué te pasa Diego, pero no podés tomarte el trabajo como un juego adolescente.

El sector nuclear requiere un profundo compromiso con la tarea y rigurosidad con los

plazos de las entregas.

–Roberto, te pido disculpas. Estoy con algunos problemas personales en el último

tiempo. Pero esto es lo que me gusta hacer y entiendo la responsabilidad que implica.

Te pido por favor que hagamos borrón y cuenta nueva. No te voy a fallar.

–Bueno, espero no arrepentirme, no quiero tomar medidas severas. Empezá con eso y

tené cuidado con la jaula de aislación que tiene una ligera fisura a la izquierda. En

cuanto inicies la irradiación salí del laboratorio hasta que termine la exposición. ¡Lo

que me falta es que te agarres cáncer, huevón!

La jaula de aislación que tenía al irradiador en su interior estaba en la misma mesa de pruebas

donde estaba la semiesfera, pero tenía lugar de sobra para trabajar. Colocó la primera aleación

que debía irradiar dentro de la jaula, y la cerró.


Mientras se irradiaba la aleación tuvo un arrebato de bronca y encendió el generador de ondas

electromagnéticas. Necesitaba probar una vez más. A continuación, oyó el pitido agudo del

generador y algo muy extraño sucedió…

Todo el ambiente se volvió translúcido. Lo que vio fue fascinante. Era como estar bajo una

piscina de agua cristalina. Todo duró solo unos segundos, pero sintió el tiempo detenerse. Un

instante después, se produjo un brutal estruendo y una inesperada fuerza lo empujó hacia atrás.

Fue lo último que pudo recordar.


Una mañana descontracturada

Martín Noriega se despertó a las 11hs en su departamento ubicado en el microcentro de la

Capital Federal. Nunca le gustó madrugar. Era un verdadero animal nocturno. Con mucho

desgano salió de la cama y fue a la cocina. Encendió la radio y, aunque hacía bastante calor,

puso el agua para unos mates. Sacó pan de la heladera y lo puso a tostar. Era partidario de las

tostadas con dulce de leche, pero si no había, iban con manteca y azúcar. Estaba untando el

pan cuando sintió un agradable masaje en la espalda.

–¡Buen día, compañera! –Dijo Martín.

–Hola Tincho– respondió Claudia López, con su voz más seductora. –Pensé que

volvías a la cama…

–Perdón, es que me dio hambre.

Ella sonrió y le dijo –sos un gordito incorregible– y ambos rieron. Él le dio un mate y ella fue

a subir el volumen de la radio. Los dos pasaban casi todo su tiempo libre acompañados de la

radio. Ahí estaba la realidad nacional, los acontecimientos importantes.

Sonaba “La cumparcita”, cuando de pronto interrumpió la voz de un locutor.

Informe de último momento: Hace minutos se habría producido una explosión de gran

magnitud en el Centro Atómico Constituyentes, ubicado en el partido de San Martín,

provincia de Buenos Aires. Ya se cuentan en 7 las víctimas fatales. Las autoridades

están trabajando para determinar las razones de la explosión y, por razones

preventivas, ya se encuentra en ejecución el protocolo de seguridad nuclear.

Martín pensó inmediatamente en su amigo.


–¡Diego trabaja ahí, Clau! La puta madre…

–Uy Tincho, ¿querés ir para allá?

Mientras Martín pensaba, el parte informativo continuó.

Está en comunicación con nosotros el Gerente de Coordinación del Centro Atómico,

el Ingeniero Fernando Rosales. Dígame Ingeniero, ¿qué se ha podido determinar

sobre las causas del accidente? ¿Es un evento nuclear?

Buen día, ante todo queremos dar tranquilidad a la población. Todo indica que no es

una explosión de tipo nuclear. No detectamos niveles de radiación por fuera de los

valores normales. El estallido no se produjo en el edificio donde se encuentra el

Reactor Argentino 1. El incidente ocurrió en el edificio 4 ubicado a unos 15 metros

del edificio 3, donde se ubica el Reactor. Tampoco se ha visto el efecto Cherenkov,

que es un brillo azulado característico de los reactores nucleares y que podría

aparecer si hubiera explotado el recipiente de presión del reactor. Pero, como les

dije, el incidente no fue en las instalaciones del RA–1.


El caos

Muchedumbre gritando, sirenas, heridos gimiendo, fuego y toneladas de polvo y escombros.

El área de la explosión era un caos. El Centro Atómico Constituyentes era un predio verde de

15 hectáreas y contaba con 12 edificios separados por callecitas internas. Cinco de esos

edificios habían sido afectados por la explosión y dos de ellos aún estaban en llamas. En ese

momento los bomberos trabajaban en los edificios incendiados, mientras que varias cuadrillas

de hombres intentaban rescatar a todas las víctimas que pudieran estar atrapadas con vida en

los otros edificios. Ya habían encontrado 14 víctimas fatales y los heridos eran 17. Los

familiares y los medios de comunicación se amontonaban en el estacionamiento de entrada,

detrás de un gran cordón montado por la Armada.

Cuando Diego abrió los ojos todo estaba obscuro. Podía percibir que distintos escombros lo

aplastaban desde los pies hasta el pecho y le dolía todo el cuerpo. El oído derecho le zumbaba,

aunque algo podía oír. Escuchaba golpes y voces, pero lejanas. ¡Le faltaba el aire! Se

desesperó y empezó a gritar:

–¡¡Acá!! ¡¡Estoy acá!! ¡¡Ayudaaaa!!


Lucrecia Frígoli

Lucrecia Frígoli era la pareja de Diego Furtado hacía 2 años. Tenía 27 años, estudiaba

periodismo y era marplatense. Al igual que Diego le interesaba la política, pero de manera

lateral. No tenía una sola gran pasión, sino más bien era inquieta y sus gustos variados. Le

gustaba el periodismo y la radio en sí mismos y no tanto las internas y discusiones políticas.

Tenía mucha sensibilidad social y se conmovía con la pobreza, en especial, la situación de la

niñez en contextos de marginalidad.

Por otra parte, era aficionada a la astrología y amaba cocinar. Las tortas y lo dulce siempre

fueron su debilidad. Las sabía hacer muy bien. Desde hacía ya varios años se costeaba sus

estudios con un emprendimiento de pastelería. El día que se produjo la explosión estaba en su

casa, de Villa Crespo, preparando unos pedidos para un cliente del barrio.

En cuanto oyó la radio dejó todo y fue hacía el Centro Atómico. Tuvo que tomar un micro de

50 minutos hasta el predio. Una vez allí, se encontró con el operativo. Muchísimos familiares

agolpados en la entrada pedían información de sus seres queridos. Las autoridades estaban

desbordadas y se vivía un clima de gran nerviosismo.

Fueron horas de mucha desesperación. Sin embargo, cuando Martín Noriega llegó, Lucrecia

sintió un aire de esperanza. Martín tenía muchos vínculos políticos, y se movía en el Estado

como pez en el agua. Tras unos 15 minutos, Martín le dijo que él iba a poder pasar y que en

cuanto tuviera novedades de Diego le avisaría. Lucrecia esperó unos 30 minutos y Martín

reapareció.

–Lucrecia, aparentemente el Edificio de Diego es donde se produjo la explosión. Me

voy a quedar colaborando con los grupos de trabajo. Están sacando escombros y
avanzan lo más rápido que pueden. No sé cómo decirte esto, pero la situación es muy

difícil…

Y mientras Lucrecia lloraba desconsoladamente, Martín apoyó su mano en su hombro.

–Te juro Lucre, que voy a dejar mi vida ahí si hace falta, pero a Diego lo vamos a

encontrar.
Aire para respirar

La espera se hacía interminable, el dolor era insoportable, se sofocaba y sentía que se moría

de sed. Había perdido la noción del tiempo, pero horas después de haber recuperado el

conocimiento empezó a sentir ruidos y golpes cada vez más cerca. Finalmente, entró luz en el

pequeño compartimento en el que había resistido a la muerte. Pudo sentir algo de aire fresco

y empezó a llorar desconsoladamente. Un hombre joven le dijo que se quedara tranquilo, que

ya todo se había terminado. En cuanto lo sacaron de ahí vio a Martín Noriega. Martín, que

había estado trabajando codo a codo con el grupo de rescate, se le acercó y lo abrazó

fuertemente.

–Diego, que cagazo me hiciste pegar. Estás bien, ahora vamos al hospital.

–Gracias Tincho, avisale a Lucrecia y a mi familia que estoy bien.

–Sí, quedate tranquilo, Lucre está esperando afuera y en cuanto pueda hablo con tus

viejos.

Martín se separó un poco y caminó a la par de los enfermeros con rumbo a la ambulancia.

Mientras avanzaban, un grupo de cuatro soldados que aparentaban ser de la Armada, se movía

con ellos. Cuando llegaron a la ambulancia, los soldados rodearon la camilla y se abrieron las

puertas de la ambulancia. Martín se hizo hacia un costado para que entre la camilla y cuando

quiso entrar a la ambulancia se golpeó con el firme pecho de uno de los militares.

–Esta ambulancia queda bajo custodia militar, no se permite el ingreso de civiles –dijo

secamente Julio Sosa.

Cerraron la puerta y el acompañante del conductor miró a Julio, era Carlos Andrade.
–Arranque oficial, vamos a la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada)– dijo

Carlos con autoridad.

Martín se quedó helado viendo cómo se iba la ambulancia.


Hacia la ESMA

–Qué pasa, por qué no lo dejan acompañarme– preguntó Diego, profundamente

dolorido y preocupado.

–Callate pibe, vos sabés bien que estabas muy cerquita de la subversión– contestó

Julio Sosa.

–No sé de qué me estás hablando.

Inmediatamente después de oír esas palabras, Sosa le pegó un golpe de puño en el hombro,

donde Diego sangraba.

–Ay! Hijo de puta, estás loco. ¿Qué haces?

La respuesta de Sosa fue tomar su arma y pegarle un culatazo en la cara. El dolor de Diego

fue espantoso.

–Cuidá la boquita, zurdo de mierda. Y preparate, porque lo tuyo viene para largo.

Diego estaba furioso. No entendía cómo podían tratarlo así. Cerró los ojos y trató de descansar

durante el camino. A los 30 minutos, la ambulancia se detuvo en la entrada de la Escuela de

Mecánica de la Armada. La ESMA había funcionado hasta hacía poco tiempo como un centro

de instrucción técnica y militar, pero en ese momento hacía de lugar habitacional y de

descanso de los Oficiales Superiores de la Armada.

La ambulancia entró marcha atrás a un galpón y desde allí lo trasladaron hasta una pequeña

habitación. Diego imaginaba que iban a pedirle información sobre la juventud peronista o

montoneros, pero él estaba alejado de ese mundo. El contacto más estrecho que tenía era con
Martín Noriega, pero Martín no le daba muchos detalles de sus actividades. Además, sabía

que Martín no estaba en ningún proceso armado.

Una vez que lo colocaron en una cama, se acercó un hombre con vestimenta de médico junto

a una mujer que parecía enfermera. La mujer sacó una jeringa y le dijo que era para el dolor.

Luego empezó a higienizarlo y vendarlo. Al cabo de unos minutos Diego se durmió.


Lineamientos

Había pasado un día desde la explosión. Carlos Andrade había llegado temprano a su cita en

Avenida Callao al 900, Capital Federal. Entró al local y miró algunos discos de jazz, no sabía

mucho del género, pero le pareció reconocer la trompeta de Miles Davis. Era un club nocturno

de jazz, que funcionaba como café de día. Tomó asiento y pidió un cortado americano. El

mesero le acercó el diario y se puso a ojear los titulares:

“Aún investigan las causas de la tragedia del Centro Atómico”, “Inestabilidad política

en la República Argentina”, “Avanza en la Región el acuerdo de países para la lucha

contra la subversión”.

Cuando volvió a mirar hacia la calle, vio un hombre canoso entrar al club de jazz. Llevaba

gafas oscuras y fumaba. Su paso tenía ostentosamente un tinte militar. Se acercó a su mesa y

se sentó junto a él. Pitó su cigarrillo de clavo de olor y con un expresión de gran indiferencia

tiró el humo muy cerca de la cara de Carlos. Luego lo miró y dijo:

–¿Cómo está el físico?

–Está bien. Lo tuvimos que operar, pero se recupera bien. Aún no lo interrogamos,

como usted pidió, Ricardo.

–Bien. Por ahora trátenlo bien. Que piense que se va a casa. En este caso no nos

interesa demasiado la información política. Pasado mañana van a ir unos hombres a

hacerle unas preguntas.

–De acuerdo, quedo a la espera de nuevas directivas.


–Correcto– dijo Ricardo y antes de retirarse agregó– Ahh, lo que te había contado se

va a hacer en los próximos días, ya está la decisión tomada.


Un despertar

Abrió los ojos y todo el dolor ya se había ido. Sentía que flotaba. La sensación era muy

agradable. Lo último que recordaba era una enfermera que le aplicaba una inyección. Se sentía

un poco perdido, pero le daba la sensación de que estaba amaneciendo. Por suerte no hacía

calor. Al cabo de un rato se abrió la puerta y entró la enfermera.

–Buen día, Diego. ¿Cómo está? Por lo que me han informado, mañana le dan el alta.

–Pero ¿qué pasa? ¿Por qué me trajeron acá?

–Mañana le van a informar todo, no se preocupe.

–Tengo que ver a mi pareja y avisar a mi gente.

–Sí, quédese tranquilo. Ya han hablado con ellos.

Diego empezó a agitarse y a levantar la voz.

–¿Con quién hablaron? ¿Quién habló?

–Cálmese Diego, por favor.

Trató de levantarse, pero sintió un dolor muy fuerte desde el abdomen hasta la pierna derecha.

Entre tanto, la enfermera se retiró y cerró la puerta. Lentamente y con dolor Diego se

incorporó y se dirigió hasta la puerta. Estaba cerrada con llave.

Volvió a recostarse y trató de relajarse. Tenía mucho miedo. No entendía qué pasaba. Estaba

en manos de las fuerzas armadas, pero no sabía por qué. De pronto recordó lo que había

pasado. Recordó el laboratorio poniéndose translúcido y luego el tremendo golpe sobre su


pecho. Al instante brotó una inmensa felicidad en su interior. ¡Funcionó, mierda, funcionó!

Se dijo a sí mismo y sintió un gran escalofrío. Debe ser por eso que me tienen acá. Saben algo.

El día se hizo largo, aunque algo pudo dormir. Se sentía cansado. La enfermera, esta vez

acompañada de un soldado corpulento y armado, le trajo algo de comida blanda, pero casi no

podía comer. Finalmente, llegó la noche y durmió.

Al día siguiente, se sentía mejor. La enfermera le dijo que en un rato vendrían a buscarlo y se

relajó.

Una hora más tarde se abrió la puerta y entró un hombre de bigote y mirada atemorizante.

Miró hacía otro hombre que estaba detrás de la puerta y le dijo:

–Esperame afuera y que no se acerque nadie.

Luego dejó un maletín en la mesa de luz y se dirigió a Diego.

–No me gusta que me hagan perder el tiempo. Si me hacés las cosas simples me voy

a portar bien con vos. Si me la hacés difíciles te vas a arrepentir toda tu vida.

Luego abrió el maletín y sacó algo. Diego no vio bien qué, pero no tardó en sentir un brutal

golpe en el tobillo. Mientras gritaba de dolor vio el martillo que el hombre tenía en la mano.
Una búsqueda

Lucrecia estaba desesperada. Hacía cinco días que había ocurrido la explosión y no podían

encontrar a Diego, la CNEA decía no tener información sobre su paradero. Martín Noriega

había movido todos sus contactos, pero no hubo respuesta. Para colmo, el clima era más tenso

que nunca en el país.

Se levantó de la cama y encendió la radio. Con mucha confusión puso atención en las

informaciones que se iban dando. Hasta que se leyó un comunicado:

Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el

control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas.

Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y

directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como

extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan

exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: General Jorge

Rafael Videla, Almirante Emilio Eduardo Massera y Brigadier Orlando Ramón

Agosti.

Lucrecia sintió un terror visceral. ¿Qué podía hacer por Diego? Martín ya le había dicho que

la situación era muy delicada, y que tenía que esperar. Que él le iba avisar en cuanto lo

encontrara. Sin embargo, ya habían pasado 3 días y Martín no se comunicaba.

Aunque Martín le había prohibido expresamente ir a hacer la denuncia Lucrecia no pudo

aguantar más la espera y fue a la comisaría de su barrio, en Villa Crespo.


En cuanto entró el oficial de bigote que estaba detrás del mostrador la miró de manera

desagradable y dijo en un tono acorde a su mirada:

–¿Qué quiere?

–Vengo a hacer una denuncia.

–¿De qué tipo?

–Mi novio está desaparecido.

–Aha… bueno acompáñeme a la oficina que le voy a tomar los datos.

Mientras hablaban, entraba y salía mucha gente y se oían conversaciones y discusiones de

personal ubicado en otros ambientes dentro de la comisaría.

A continuación, le señaló una puerta al costado del mostrador y ambos entraron y se sentaron.

El oficial la miraba de arriba a abajo mientras parecía esperar o hacer tiempo. Lucrecia se

ponía nerviosa. Trataba de no mirar al hombre. Le asombraba la suciedad y el deterioro de las

paredes, el piso y los techos. Luego, el policía abrió el cajón de su escritorio y sacó hojas que

puso en la máquina de escribir.

–Bueno dígame, cuándo desapareció y dónde se lo vio por última vez.

Lucrecia fue respondiendo a las preguntas del oficial, mientras éste tomaba nota de

cada detalle. Cuando terminaron. Lucrecia lo miró fijamente y dijo:

–Oficial dígame la verdad, ¿lo van a encontrar?

–¡¿Usted que se piensa?! ¿Que yo veo el futuro? Váyase a su casa y si sabemos algo

la vamos a llamar.
Lucrecia entre desconcertada y furiosa por la forma en que le habían respondido, se levantó y

se fue sin decir nada.

Los días se sucedieron y no había novedades. Lucrecia, cada día más angustiada, hablaba

frecuentemente con su familia en Mar del Plata, pero se apoyó mucho en la madre de Diego,

que, si bien no había podido viajar a Buenos Aires, estaba muy presente a la distancia. El

padre de Diego, quien ya era muy grande, había tenido una recaída y necesitaba cuidado.

Ambas afianzaron su vínculo en ese tiempo de horror, y se contenían durante la espera

interminable. Con Martín hablaba poco, había tenido que viajar y quedarse en Córdoba, por

cuestiones políticas, que ella no entendía demasiado.

A los pocos días volvió a la comisaría. El hall central estaba lleno de gente, habían hecho un

operativo y tenían muchos “demorados”. Mientras esperaba entró el comisario que enseguida

posó los ojos en ella. Lucrecia era una joven alta, de cabello castaño claro y realmente bella.

–Disculpe, ¿la atendieron? –preguntó el comisario que luego la llevó a su despacho.

Lucrecia, a pesar del asco que le producía la mirada y el tono libidinosos del funcionario, le

contó con detalle la situación de Diego y le suplicó ayuda. Luego de oír el relato, el comisario

levantó el teléfono y dijo:

–Claudio, ¿sigue ahí el Monseñor? Cuando terminen decible que venga.

Mientras esperaban, el comisario sintonizaba música en la radio, fumaba y tomaba café.

Lucrecia no podía entender cómo con tanto movimiento el hombre podía estar ahí tanto

tiempo, sentado sin hacer nada. En un momento oyó el ruido de una flatulencia y miró al

comisario. Este la miró con cara de nada. Ella se ruborizó y posó sus ojos rápidamente en la
pared del costado. De pronto, empezó a sentir un olor desagradable. Quería irse corriendo de

ahí, pero soportaba todo por Diego.

Al cabo de una hora, golpearon la puerta y entró un señor muy obeso, con sotana de cura y

una cruz enorme de plata, que colgaba sobre su cuello.

–Pase Monseñor. Le quiero presentar a Lucrecia Frígoli. Lucrecia, le presento al

Monseñor Emilio Grasetti.

–Hola Monseñor, un gusto– dijo Lucrecia, mientras el eclesiástico le besaba la mano.

Entre ambos le contaron el caso de Diego al Monseñor, mientras éste mostraba sus peores

caras de preocupación. Al finalizar dijo:

–Hija mía, te doy mi palabra y juro ante Dios que voy a hacer todo lo que esté a mi

alcance para devolverte a Diego. Sabé que de ahora en más tenés en mi un confesor y

apoyo espiritual, ante este camino tan árido que te ha tocado transitar. Te pido que

nunca pierdas la fe en el Altísimo.


Un paseo circular

A partir de ese momento las semanas de Lucrecia se convirtieron en un paseo siniestro.

Algunos días iba a la comisaría. Otros a la capilla de Villa Crespo donde estaba el monseñor

y otros al Ministerio del Interior. La situación se volvió desesperante. Más tiempo pasaba y

más sentía que nadie hacía nada. Que todos simulaban un interés y una compasión hipócrita.

Un día de vuelta en la comisaría, la hicieron esperar dos horas, cuando empezó a desesperarse.

Veía a todos los policías administrativos sentados sin hacer nada. Conversando sobre fútbol

o estupideces de la radio. Se puso de pie y alzó la voz.

–¡¿Cómo puede ser que no sepan nada de mi pareja?! ¡Hace seis meses que lo están

buscando y no tienen ni un miserable dato al respecto!

Luego se quebró y casi en un llanto gritó:

¡Uds. son empleados públicos, deberían ayudarme!

Los policías la miraban sin decir nada. Algunos con cara de indiferencia y hastío, otros con

algo de compasión. Lucrecia se sentó y se tomó la cara mientras sollozaba.

Lentamente se acercó una mujer.

–Querida, me llamo Azucena De Vicente. Hace tres meses que busco a mi hija. Estoy

viviendo el mismo infierno que vos– le dijo en voz baja.

La señora hizo una pausa y apoyó una mano en el hombro de Lucrecia.

–Tenés que saber que hay un grupo de madres que nos estamos juntando en la Plaza

de Mayo. Están desapareciendo a nuestros hijos. Mi caso y el tuyo no son casos


aislados. Acá hay algo más grande y los milicos son los responsables. Pasate el martes

que viene a las 14hs.

–Gracias Azucena, mi nombre es Lucrecia. Allí estaré.

–Te esperamos.
El Ministerio

Habían pasado dos semanas de la entrevista con Domingo Parduchi. Estaba en el barrio de

Palermo Soho, en mi oficina del Ministerio de Ciencia y Tecnología donde trabajaba desde

hacía un año. El clima de trabajo era muy bueno. Todos jóvenes profesionales, de los perfiles

más variados. Los había ingenieros, administradores, sociólogos, economistas, psicólogos

entre muchos otros. Disfrutábamos los debates y los mates.

–¡Se siente, se siente Raúl presidente! –entró cantando Juan Ferrarini sonriendo a

todos nosotros, que charlábamos mientras yo cebaba mate.

Juan era sociólogo y delegado sindical de la Asociación de Trabajadores del Estado. En ese

momento todos de una forma u otra simpatizábamos con la gestión del presidente Raúl

Quiroga.

–Ven Juan, tómate un chingado mate que cuando se venga el ajuste no va a haber ni

para el papel higiénico– contraatacó Héctor Jirafales. Héctor era mexicano, vivía hacía

dos años en Buenos Aires y su mirada ideológica liberal contrastaba con todos

nosotros.

–Héctor, no llames tanto al ajuste que vamos a terminar todos en la calle –dije.

–No hay caso, el mexicano vivió mucho tiempo cerca de gringolandia –acotó Juan.

–Mi estimado, acepto y admiro el contenido social de las políticas en Argentina, pero

ustedes tienen un vicio con el gasto público. Su querida presidenta que ha creado este

chido ministerio, algo que respeto, porque entre otras cosas me ha dado trabajo, no

entiende que no se puede pasar de un gasto público del 25% del PBI a otro del 40%.
–Héctor, vos lo que no entendés es que hay una crisis internacional –respondió Juan

Ferrarini– la economía mundial se derrumba, del exterior ya no te compran nada y

encima lo que hacen afuera les empieza a sobrar y te lo quieren vender acá por dos

mangos. Si no usas el Estado para comprar en el mercado interno y para darle plata a

la gente para que gaste, podes entrar en una crisis tremenda…


–Eso está guey, pero lo puedes hacer solo un tantico. A la presidenta ya se le ha ido la

mano y se ve en una lógica donde cada vez tiene que gastar más y más y la inflación

y el déficit se incrementan año a año. Tarde o temprano vendrá el ajuste.

–Yo voy a darle la derecha en algo a Héctor, –intervine– la única forma genuina de

aumentar los salarios es mejorando la productividad. Y además es necesario tener una

economía estable en lo macro. Lo que yo entiendo Héctor es que cuando estás ahí

arriba también tenés que ganar elecciones y la gente quiere vivir cada vez mejor. Es

un mundo difícil la política.

Quizás al ser todos empleados públicos podíamos, por un lado, estar al tanto de la ampliación

de derechos y de aumento de la presencia del Estado en relación a los más desprotegidos y los

más humildes. Pero por otro, no veíamos la contracara del proceso que elevaría el gasto

público a niveles récord en la historia de la Argentina, alcanzando casi el 45% del Producto

Bruto Interno. Ese camino, era parte de una trayectoria más amplia donde el correlato

impositivo para afrontar tanto gasto público, junto a innumerables regulaciones y permanentes

crisis económicas fueron haciendo a Argentina un país fuertemente expulsivo de inversiones

y negocios.

Mientras leía en la PC mi diario progre favorito, Página 17, mi correo me avisó del ingreso

de un nuevo mensaje.

Estimado Javier, sería muy importante para nosotros verlo cuanto antes. Estamos

interesados en apoyar su investigación. Le espero hoy mismo en la esquina de Godoy

Cruz y Avenida Santa Fe a las 15hs. Saludos


El mensaje me dejó pensando. “Su investigación” decía. Hacía un año había entregado mi

tesis de maestría sobre el desarrollo nuclear y más de una vez me había escrito algún becario

para pedirme información. Sin embargo, siempre hacían referencia a la tesis y me decían de

parte de quién me contactaban. En este caso no hubo ninguna referencia. Respondí el mail

confirmando mi asistencia al encuentro y consultando acerca de qué investigación se referían,

pero no tuve respuesta.

A las 14.45hs bajé de mi oficina y me dirigí hacia el lugar del encuentro. Al tomar el ascensor

me crucé al ministro que iba apurado con cara de enfado. El edificio era una construcción de

última generación. Una rareza para la administración pública. Todo alfombrado, con un

sistema de cómputos y aire acondicionado centralizados. Todos los pisos tenían ventanales

desde el piso hasta el techo.

Bajé del ascensor y acredité mi salida con mi tarjeta magnética. Salí del hall de recepción y

tomé hacia la izquierda, dejando atrás el cartel que indicaba “Polo Científico y Tecnológico”.

A los pocos minutos llegué a la esquina de Godoy Cruz y Santa Fe. Era una zona muy

transitada. Había gente andando, pero también personas detenidas. Miré a cada uno de los que

estaban parados a ver si me reconocían, pero nada. De pronto por detrás me llaman.

–Javier.

Me doy vuelta y un señor de unos 60 o 70 años, de sombrero y anteojos negros, me da un

sobre.

–Anotá toda la información y quemalo. ¡Cuidate nene!


Fue todo lo que me dijo y siguió de largo. Guardé la nota y volví al trabajo. Preferí no

comentar nada a nadie. Recién cuando llegué a mi casa me senté en el sillón y me dispuse a

abrir el sobre. Había dos hojas. Una era un mapa con un trayecto marcado en resaltador. La

otra tenía una nota:

Hola Javier. No puedo decirte mucho aún, solo que somos un grupo de gente que

decidió actuar frente a cosas alarmantes que están sucediendo. Optamos por empezar

a trabajar en conjunto desde hace un tiempo porque estamos convencidos de que la

única manera de hacer algo es colectivamente. Vos de esto un poco ya sabés y

queremos ayudarte para que llegues hasta el final. Es algo muy grande y no vas a

poder solo. En 4 días va a estar llegando una carga muy importante con rumbo al

Centro Atómico Bariloche. El lunes a eso de las 7hs, va a arribar al puerto de

Ensenada, y desde ahí va en camión hasta un nodo también en Ensenada donde espera

un tren. El nodo es de la empresa TRANSAR S.A., que hace logística en ferrocarril. Si

lograras meterte en ese tren, podrías saber mucho más de lo que está pasando. En la

otra hoja te adjuntamos todo su recorrido. El tren atraviesa el partido de La Plata y

zona sur hacia el oeste paralelo a la ruta 6. A la altura de Cañuelas hay otro nodo

donde el tren se detiene y se hace intercambio de contenedores. En cada nodo donde

se detiene hace lo mismo. A partir de ahí el tendido de vías dobla hacia el sur–oeste,

paralelo a Ruta 3 hasta Azul y luego paralelo a ruta 76. A la altura de Saldungaray

hay otro nodo. Luego, el tren va paralelo a la ruta 22, recorriendo todo el valle fértil

de Río negro. En este tramo el tren probablemente no se detenga, ya que la carga en

el alto valle se hace de retorno a Buenos Aires. Como sabrás el valle fértil es

exportador principalmente de manzanas. Por último, la vía continúa su camino


pasando por el embalse del Chocón hasta Piedra del Águila, todo en el sentido de la

ruta 237. En Piedra del Águila está el último nodo. Desde ahí la carga va por camión

hasta Bariloche. Dejamos en tus manos elegir el momento indicado para abordar el

contenedor. Tené en cuenta que probablemente sea un contenedor azul y que en su

puerta tenga el código 400861 406GI.

Mucha suerte y estamos en contacto.


El cónclave

Cuando me fui a acostar esa noche mi cabeza era un torbellino. No podía creer la película que

estaba viviendo. Lo pensaba un poco y me ponía a temblar, pero a la vez me fascinaba.

A la mañana siguiente, hablé con mi viejo, con Ezequiel Robledo y con Federico Rocamora

para invitarlos a cenar ese mismo día. Les dije que era extremadamente importante, y

accedieron. Vivía en una casa pasillo, no muy grande, pero con un lindo living, con un gran

ventanal y un patio con parrilla. Para no estar tan ocupado con la parrilla decidí hacer unos

chorizos, vieja tradición federalista.

Un poco antes de sentarnos a comer los obligué a apagar sus celulares, sacarles las baterías y

dejarlos en mi cuarto. Siempre oí que esa medida de seguridad te protegía de posibles

escuchas. No quise adelantar nada hasta que estuvimos todos con un choripán en la mano.

–Pasó algo muy loco. Me contactaron por mail, me citaron cerca del laburo y un viejo

me dio un sobre con esto –dije, y les mostré la nota y el mapa.

Ezequiel tomó la nota y la leyó en voz alta, evitando mancharla con la grasa del chorizo.

Cuando terminó estaban todos mudos. Al cabo de unos segundo Casco dijo:

–¡¡¡Viejos goncas!!! ¡Que vayan ellos!

Todos sonreímos y luego mi viejo comentó:

–No sé en qué estarás pensando, pero meterte en un tren no es ninguna joda. Una cosa

es hacer un paseíto de visita por Sierra de la Ventana y otra es cometer un delito.


–Vos no estarás pensando seriamente en hacerlo, ¿no? ¡Quiero creer que no sos tan

demente, Javier! –disparó Federico.

–Sí Casco, no solo voy a ir, sino que vamos a ir los cuatro. Ustedes me van a ayudar

y la operación va a ser un éxito.

–¡Conmigo no cuentes, yo tengo una vida y me gusta bastante! –replicó Federico.

Decidí no responder a Casco y miré a Ezequiel.

–Supongamos que nos decidimos a hacerlo, ¿te pusiste a pensar cómo y dónde? –dijo

el Breve.

–Se me ocurren dos opciones. Una sería esperarlo en alguno de los nodos y ver si en

algún momento quedan sin personal. Habría que ver si la carga y descarga es rápida o

si el tren queda estacionado y vuelven al día siguiente.

–Eso sería ideal, pero veo improbable que el tren se quede solo, sin gente –interrumpió

mi viejo.

–Puede ser, por eso les dije que veía dos opciones. La segunda sería más extrema.

Supongamos que ponemos unos troncos en la vía. Tendría que ser en un lugar o

momento donde los troncos se vean bien, para que el maquinista tenga tiempo de parar.

–¡Claro, tampoco vas a hacer descarrilar el tren! –acotó Federico.

–¡Por eso lo digo! Una vez que el tren se detenga –continué– alguno de ustedes y yo

nos subimos al tren por atrás usando una escalera, tipo esas de aluminio que se alargan.
Los dos que no vienen al tren serían el grupo de apoyo. Les iríamos pasando nuestra ubicación

por celular así nos siguen por la ruta.

–Claro yo voy a presentar los hábeas corpus– dijo Ezequiel con humor.

–Es verdad Eze, vos sos abogado. ¡Casco, vos te venís conmigo! –dije.

–¡La puta madre, me re cagaron! –llorisqueó Federico.

–Pa, ¿qué pensás?

–Mirá, la verdad me parece algo muy jodido. No tengo idea el tipo de vigilancia o

seguridad que puede llevar ese tren. Pero si tiene tipos pesados, lo cual es probable, es

posible que te maten si te ven. Sé lo que significa para vos todo este tema, pero tenés

que pensar mucho lo que vas a poner en riesgo.

–Ya lo pensé Pa, estoy decidido a hacerlo.

–Bueno, entonces, contás conmigo.

–En caso de que los vean tienen que gritar que son periodistas y que es una

investigación de canal 15 –dijo el Breve.

Canal 15 era un canal independiente, que no estaba bajo la influencia del grupo monopólico

Norte.

–Si tienen suerte, con eso quizás se salven– dijo mi viejo.

El resto de la noche nos la pasamos planeando la operación. Hicimos una lista de herramientas

y accesorios útiles. La idea era ir en la camioneta de mi viejo, que era grande y nos permitía

cargar todo. La carga llegaba a eso de las 7hs al puerto de Ensenada. Entre que la cargaban en
el camión y la llevaban al tren en el nodo de Ensenada, no iban a tardar menos de una hora.

Por lo tanto, decidimos que partiríamos a las 6hs del mismo lunes desde Colegiales, mi viejo

y yo y de ahí pasaríamos a buscar a los chicos. Era crucial ver partir al tren, así sabríamos

reconocerlo más adelante.

Trabajaríamos con un Plan A, un Plan B y un Plan C. Una vez identificado el tren, el plan A

consistía en ir al primer nodo en Cañuelas. Sabíamos que los trenes de carga no viajaban a

más de 50 o 60km por hora, con lo cual no iba a ser difícil llegar antes que el tren. Una vez

en el nodo evaluaríamos el nivel de seguridad, el tiempo de detención, la cantidad de personas

trabajando y otros aspectos a considerar. En caso de determinar que el riesgo fuera bajo

intentaríamos abordar el vagón que transportaba el contenedor que nos interesaba. Abriríamos

el contenedor al cual entraría yo, mientras Federico se quedaría afuera para alertarme en caso

de que se acercara alguien.

Por otro lado, si las condiciones no fueran apropiadas para abordar el contenedor, tendríamos

información importante y estaríamos en mejores condiciones para poner en marcha el Plan B,

que era ir por nuestro objetivo en el siguiente nodo, en Saldungaray.

Si en Saldungaray las condiciones tampoco fueran las adecuadas no quedaría más remedio

que aplicar el Plan C: buscar un lugar adecuado a lo largo del corredor del Valle Fértil de Río

Negro hasta Piedra del Águila, para poner unos troncos y hacer detener el tren. Una vez que

el tren se detuviera nos subiríamos al último vagón justo antes de que retomara la marcha.

Pero tendríamos que revisar el contenedor en movimiento. Las cosas se pondrían más

complicadas, porque habría que esperar hasta el destino final, en Piedra del Águila, y

encontrar la oportunidad propicia para salir de ahí sin ser vistos. Para hacerlo, contaríamos
con la ayuda de mi viejo y Ezequiel que desde la camioneta podrían indicarnos por wsap

cuando el campo estuviera despejado.


La Plaza

El primer martes de octubre de 1976 Lucrecia Frígoli fue a Plaza de Mayo. El día era cálido

en la ciudad de Buenos Aires. Eran las 13:50hs. Llegó desde Diagonal Norte y se acercó

lentamente hacia el centro de la plaza, donde se ubicaba una pirámide. En frente, detrás de la

plaza, se veía la magnífica Casa Rosada, el edificio oficial del gobierno nacional, en ese

momento de facto. A la derecha se encontraba el edificio del Ministerio de Economía, ya

ocupado por el equipo pseudo liberal de Martínez de Hoz, y a la izquierda la Catedral. Cuando

hizo unos pasos pudo divisar a Azucena con otra mujer. Ambas llevaban un pañuelo blanco

en la cabeza. Se acercó y saludó.

–¡Hola Azucena!

–Hola Lucrecia, me alegra que hayas venido. En seguida van a llegar otras madres y

familiares. Tomá, si querés ponete uno –Azucena sacó un pañuelo de su bolso y se lo

ofreció a Lucrecia.

–Gracias Azucena.

–Ella es Taty, hace tres meses que busca a su hija, Clara. Pero no nos quedemos

paradas, que si no vienen los canas y nos quieren detener. Dicen que por decreto está

prohibido todo tipo de encuentro o reunión en la vía pública. ¿Podés creer? ¡¡Son unos

sinvergüenzas!!

Lucrecia caminó junto a Azucena y Taty y sintió que, por un momento, realmente no estaba

sola. Que su dolor se fusionaba con otras almas y así se llenaba de fuerza. De a poco
comenzaron a llegar más mujeres y más pañuelos. Fueron armando una rueda en movimiento.

Un círculo que se completaba. Un motor de justicia que no se detendría jamás…


La operación

El lunes 9 de agosto de 2010 arrancó muy temprano. Mi despertador sonó a las 5:30hs de la

madrugada, sin embargo, había dado vueltas en la cama toda la noche. Mi expectativa y

excitación eran muy altas. A medida que me vestía, sentía que cada cosa que hacía era una

despedida. Como si fuera la última vez de cada acción. Tenía una fuerte sensación de que mi

vida, ese día, cambiaría para siempre.

Luego de tomar mi jugo de naranjas de cada mañana, me abrigué bien y salí a la calle. Allí

estaba mi viejo, puntual como siempre, esperando en la camioneta blanca. La ventanilla estaba

baja a pesar del frío, y su brazo sobresalía, con un cigarrillo encendido en la mano. Hacía

varios años que fumaba esa marca de cigarrillos finos y largos, más usual entre las mujeres.

–¿Cuándo vas a dejar de fumar, hombre? –dije y lo miré con cara de reprobación. Todo

en vano, ya que no le entraban las balas.

–Agradecé que fumo estos que al menos se consumen rápido y tienen menos tabaco

que los demás.

–¡Claro, pero te fumas dos atados, bestia!

–Un detalle menor. Bueno, no jodas y subí atrás. Quiero que te fijes si tenemos todo.

Mientras íbamos a buscar a Ezequiel y Federico repasé la lista de herramientas y elementos

que íbamos a necesitar. Escalera, amoladora a batería, alicate para cortar alambrado sin hacer

ruido, sierra eléctrica, binoculares, un adaptador para tener energía eléctrica desde la batería

de la camioneta, una pila de troncos, piedras y otras herramientas.

–Lo que no sé qué es, es este estuche negro– dije.


–Abrilo con cuidado. Espero que no tengamos que usarlas.

El estuche contenía una escopeta de caza bastante vieja y un revólver 38mm.

–Dios quiera que este estuche no tenga que abrirse…


Ensenada

A las 7:00 hs ya estábamos bajando de la autopista en la entrada del Partido de La Plata.

Giramos en una rotonda y tomamos la ruta 13 que conduce directamente a Ensenada.

–Bueno ahora la cosa es así– dijo Ezequiel, que en los días previos había averiguado

la localización precisa de la estación terminal de trenes de carga de TRANSAR S.A.

en Ensenada.

–Vamos derecho por avenida 13, ¿no? –lo interrumpió mi viejo que seguía al volante.

–Efectivamente, son 5,4km por la 13. Una vez que se termina la ruta estamos a 800

metros de nuestro objetivo.

Era un día soleado, pero en Ensenada sobre el Río de La Plata, y siendo pleno invierno, no

dejaba de sentirse la fresca. La ruta estaba muy tranquila. A la derecha había una destilería de

YPF y a la izquierda solo campo. El partido de Ensenada, si bien había tenido una

recuperación industrial positiva en los últimos años, conservaba un aire de decadencia y

abandono. La crisis de finales de los años noventa y el histórico estancamiento de la Argentina

desde hacía décadas, aún dejaban su huella en todos los distritos industriales de la Provincia

de Buenos Aires.

–Que desastre este país –dijo Federico– siete años de crecer a tasas chinas y mirá lo

que es esto.

–Los procesos de transformación son largos, Casco –respondí.


–Sí sí, lo que quieras, pero el turco nos hizo mierda, apostaron a un país de

exportaciones de bienes agropecuarios, minería y petróleo. Así nos fue. Millones de

argentinos se quedaron mirándola pasar –graficó Federico.

–Sí, eso es correcto, pero tampoco estaba nada fácil, a Menem le tocó recibir una

hiperinflación y con la convertibilidad la hizo desaparecer en uno o dos años. El tema

es que no quiso tocar el gasto público nunca, primero cubrió el déficit con los ingresos

por las privatizaciones y después le metió duro y parejo al endeudamiento. Si el tipo

hubiera corregido ese tema la historia era otra –intervino Ezequiel.

–creo que tenés razón en lo macroeconómico, pero eso no hubiera atenuado el desastre

industrial que vivimos. Es más. con más ajuste del gasto público el daño a corto plazo

en la industria hubiera sido mayor –respondí, y el debate quedó en ese punto porque

llegamos a la terminal.

Era un predio de unas 3 o 4 hectáreas, bordeado por un alto alambrado romboidal. En uno de

sus extremos había una barrera para frenar el ingreso y egreso de vehículos, con una cabina

de seguridad, donde no se veía a nadie. A la derecha había un paso sin alambrar, por el cual

ingresaban las vías del tren al predio. Desde la camioneta pudimos ver el tren de cargas a unos

50 metros, detenido dentro del predio. Optamos por no frenar, para no llamar la atención.

Dimos una vuelta y nos estacionamos cerca del predio, en un lugar donde teníamos contacto

visual con los contenedores y podíamos usar los binoculares. El tren estaba ubicado frente a

una hidro grúa y algunos operarios trabajaban para sacar un contenedor azul desde un hangar

muy amplio para luego cargarlo en un vagón del tren.


–Ese es seguramente el contendor que lleva la carga. Los otros son todos rojos –dijo

Federico que se sabía de memoria la carta donde estaba toda la información.

–Correcto, pero no olviden que la carta decía “probablemente sea un contenedor azul”,

así que tampoco es seguro. La clave está en determinar si tiene el código 400861

406GI en la puerta, ahí ya no vamos a tener dudas –acotó Ezequiel.

–Sí, pero todo eso suponiendo que la información que nos pasaron es 100% cierta.

¿Qué pasa si no lo es? También podría suceder que la carga no esté en un contenedor

azul, ni con ese código. En ese caso tendremos que abrir todos los contenedores –

advertí.

–¡Uhh Javier, dejate de joder! – protestó Federico

–Bueno Casco, no te amargues, esperemos que todo salga bien y que sea el azul –

agregué, queriendo levantar el ánimo.

Esperamos unos 30 minutos más y llegó un camión que se detuvo frente a la barrera. Traía un

contenedor Azul.

–¡Ves, la puta madre, ya hay que abrir dos!

–Jaja, bueno Fede, no llores, todavía tenemos el código –dijo Ezequiel.

La barrera se levantó y el camión se estacionó cerca de la cola del tren. Desde el hangar vimos

salir un vagón de esos que se usan para cargar contenedores. A continuación, un par de

operarios colocaron una linga de acero que iba de una punta a otra del contenedor y con una

hidro grúa levantaron el contenedor recién llegado. Muy lentamente la hidro grúa operó para

descargar el contenedor sobre el vagón base, y los mismos hombres lo aseguraron con
distintas trabas. Todos concluimos que lo más probable es que ese fuera el contenedor que

buscábamos.
El terror en acción

Había pasado un rato desde que recibió el golpe con el martillo en la rodilla. Temblaba de

miedo y suplicaba que lo dejaran salir cuando se volvió a abrir la puerta.

–Bueno pibe, hacela corta. Contame qué pasó en tu laboratorio.

–Estaba trabajando y de repente se oyó una explosión. Casi inmediatamente se

derrumbaron las paredes y el techo…

Una fuerte cachetada lo interrumpió.

–Mirá pelotudo, no me vas a tomar de gil. Decime qué hiciste para provocar la

explosión.

–Yo no hice nada, estaba haciendo unos ensayos de rutina.

Volvió a recibir otro fuerte golpe en la cara, esta vez de puño cerrado. No pudo evitar

soltar un grito.

–¡Ahh! –y sollozando imploró. Te juro que es verdad, no sé qué es lo que querés saber.

–Perfecto, querés jugar conmigo. Juguemos –dijo el hombre de bigote y se fue del

cuarto.

A partir de ese momento, los días para Diego se convirtieron en una pesadilla que jamás se

hubiera imaginado. Primero lo tuvieron cuatro o cinco días prácticamente sin comer y tuvo

que hacer sus necesidades en la misma pieza donde lo tenían detenido. El olor y las moscas

eran insoportables.
Por otra parte, cada tres horas entraba alguien y lo despertaba, sacudía o golpeaba. Estaba

destruido del sueño y el dolor. Había perdido mucho peso. Estaba desesperado, incluso

pensaba en terminar con su vida. Cuando volvió a entrar el hombre ya estaba resignado.

Llorando dijo:

–Por favor, voy a hablar, voy a decirles lo que necesiten. ¡Frenen esto, por dios!

–Bien, ya vamos un poco mejor.


En marcha

Una vez asegurada la carga le dieron arranque a la locomotora. Por lo que pudimos notar en

el tren solo iban dos maquinistas. La carga constaba de cinco contenedores rojos y dos azules.

Afortunadamente, los azules, que eran los que nos interesaban, estaban uno al lado del otro y

eran los más alejados de la locomotora.

Pocos minutos habían pasado de las 11:00hs cuando el tren se puso en marcha.

–Bueno no queda otra que probar suerte en Cañuelas, metámosle pata para llegar un

buen rato antes que el tren –dijo Ezequiel.


–Son casi cien kilómetros a cañuelas –agregué– y el tren, como buen tren de cargas

argentino, no creo que vaya a más de 60km/h por lo que va a tardar una hora y 45

minutos. Con que lleguemos 20 minutos antes que ellos, tipo 12:30hs estamos bien.

–¡Andando! –dijo mi viejo y arrancó la camioneta.

Bordeamos la ciudad de La Plata por circunvalación y encaramos al sur oeste por la Avenida

44. Luego ruta 215 y ruta 6. Llegando a Cañuelas cruzamos unas vías y supusimos, por su

orientación, que por ahí pasaría el tren. Seguimos las vías y casi sobre las 12:30hs

encontramos otro predio, con un cartel nuevo donde decía:

“TRANSAR S.A.”.

–Muchachos acá menos chance aún. Las instalaciones son nuevas y ahí veo gente de

seguridad armada –dijo Ezequiel.

Se veía una cabina junto a otra barrera. Dentro de la cabina había un hombre que conversaba

con otro que estaba parado afuera, sobre un extremo de la barrera. El que estaba parado

portaba un arma en la cintura. Todo indicaba que en Cañuelas la operación no sería factible.

–¿Qué hacemos? Acá ya es al pedo quedarse. ¡Mepa que no va a quedar otra que tirarle

los troncos al tren de mierda este! –dijo Fede.

–Puede ser, por de pronto yo esperaría al menos a que llegue el tren para asegurarnos

que estamos en su trayectoria –respondí.

–También es clave ver si sale en el rumbo esperado y cuánta gente sigue en viaje –

agregó mi viejo.
–Bueno, aprovechemos para picar algo, jeje –propuso Casco y todos asentimos con

entusiasmo.

Mientras preparamos unos sándwiches compartimos la mezcla de adrenalina y cagazo que

sentíamos. De alguna manera aun no éramos conscientes de lo que estábamos por hacer.

Éramos tipos comunes, con vidas normales, con buena calidad de vida y, sin embargo, habría

un momento en ese viaje que cruzaríamos un límite que nunca habíamos pasado. Cuanto más

lo pensaba más dudaba si sería capaz de hacerlo.


A la espera

Era un lunes de junio de 2010. Miraban con ansiedad el artefacto desde el centro de control.

Se encontraban a 50 metros. Una distancia más que prudencial para que la radiación de las

radio turbinas no los afectara. Esta prueba era crucial, porque permitiría la propulsión en

contextos no gravitatorios. Era la madre de las batallas. Si lo conseguían el proyecto Gama

podría desarrollarse.

–¿Qué sabemos de la carga, Piskunov? –dijo un hombre uniformado.

–Está en camino, todo de acuerdo a lo programado, Almirante.

Respondió el otro hombre, de acento ruso y mirada penetrante.

–Quiero el parte de su situación cada 30 minutos en mi despacho –dijo el Almirante y

se retiró.

Piskunov se dirigió al resto del directorio en inglés. El grupo solo hablaba en español ante el

Almirante. Mihael Piskunov era su número dos y quien más sabía de tecnología. El resto del

equipo lo respetaba.

–Mike, quiero que hagamos una nueva comprobación del sistema de auto–

estabilización, pon tus equipos a trabajar en eso.

–Entendido –dijo el otro, responsable de toda la electrónica del proyecto.

–Chizuru, quiero que tu grupo ajuste los osciladores para la prueba en el rango de 1 a

5 Tera Hertz.
–De acuerdo, respondió la joven mujer japonesa– Chizuru era la última incorporación

del equipo. Se había destacado por el estudio de variaciones de frecuencia en campos

electro–magnéticos desestabilizados.

El centro de control se encontraba en un primer piso, desde allí se veía todo el hangar a través

de unos cristales de grandes dimensiones. El hangar tenía alrededor de 200 metros de

profundidad por unos 100 metros de ancho. Estaba iluminado artificialmente y su temperatura

estaba agradablemente controlada.

Mientras el hombre uniformado esperaba la llegada de la carga, los distintos equipos seguían

con las pruebas de rutina.


El Alto Valle

Ni en Cañuelas, ni en Saldungaray había sido posible el abordaje del contenedor. Los predios

estaban bien vigilados y las paradas de carga y descarga habían estado siempre acompañadas

de seguridad. Ya eran las 9:00hs de la mañana del martes 10, cuando el tren partió de

Saldungaray hacia el Alto Valle de Río Negro. El viaje hasta Piedra del Águila era de casi

1000 km, por lo tanto, el tren no tardaría menos de 16 horas en llegar. Ósea, a eso de la 1 de

la madrugada. Ahora teníamos que decidir dónde dar el golpe.

–Yo creo que lo más indicado sería hacer el corte por la noche. Por lo tanto, un lugar

indicado podría ser una zona bien despoblada a medio camino entre Neuquén y Piedra

del Águila– sostuve.

–Está bien que sea de noche, pero hasta allá tengo que manejar muchísimo y no doy

más, Javi– dijo mi viejo.

–No te preocupes Pa, manejo yo.

–Bueno –intervino Ezequiel– si apuntamos a dar el golpe ahí, tenemos que pensar que

entre Neuquén y Piedra del Águila hay 235km. El tren tardará unas 4 horas en hacer

esa distancia. Propongo que hagamos el corte con los troncos pasando Villa El

Chocón. Si estamos ahí a las 20hs nos debería alcanzar el tiempo.

–Sí, y como es invierno a esa hora ya va a ser bien de noche, aunque estemos bastante

al oeste –agregó mi viejo.

–Sí, y nos vamos a re cagar de frío –aportó Fede.

–¡Dale llorón, no cambias más! –dije y nos pusimos en marcha.


El viaje se hizo largo. Me tocó manejar varias horas mientras todos aprovecharon para

descansar un poco. Las horas de la mañana que restaban hasta el mediodía se continuaron

entre paisajes del llano rural. Salimos de la provincia de Buenos Aires y atravesé la Provincia

de la Pampa en poco tiempo. El clima se veía seco y frío. Esas inmensas llanuras abandonadas,

parecían tierra de nadie. De a poco fui entrando en una especie de transe y para no dormirme

subí el volumen de la música.


Sonaba una versión del grupo “La zurda”, de un tema de Atahualpa Yupanqui, “Los ejes de

mi carreta”:

Porque no engraso los ejes

Me llaman abandonao

Si a mí me gusta que suenen

¿Pa qué los quiero engrasaos ?

E demasiado aburrido

Seguir y seguir la huella

Demasiado largo el camino

Sin nada que me entretenga

A diferencia de Atahualpa, mi mente estaba muy cargada de emociones y entretenimiento. Se

acercaba el momento esperado.


Lesa Humanidad

–¡Ahh! ¡Te juro que no sé más nada! –gritó desgarradoramente Diego

Tenía sus manos atadas al respaldo de la cama y sus pies al otro extremo. El hombre de bigote

sostenía su cuchillo lleno de sangre luego de arrancar una uña a Diego. En su rostro se percibía

el gozo y la excitación. Sin odiarlo verdaderamente, Diego se preguntaba qué atrocidades

deben suceder para que una persona pudiera llegar a disfrutar lo que este hombre hacía.

–Quiero más información, nene. No nos sirve de nada lo que me decís. De acá te vas

a ir en pedazos si no hablás, te lo aseguro. Vas a quedar tan desfigurado que nadie te

va a dirigir la palabra.

Diego se sentía un despojo humano. Se le cruzaba esa imagen de Cristo, diciendo para sí,

“perdónalos, no saben lo que hacen”. Pero en cuanto recibía un nuevo golpe, sentía bronca,

impotencia, y no quería perdonar lo que le estaban haciendo: Nunca imaginó lo que podía

llegar a ser el horror de la tortura, y no tanto por las laceraciones en su cuerpo, que eran

atroces, sino por el daño psicológico que estaba sufriendo.

–Ya te di toda la información. ¡Por favor matame, no quiero vivir más, hijo de puta,

matame! –gritó, mientras aún le ardían las quemaduras de cigarrillo por todo el cuerpo.

A continuación, el hombre empezó a clavar su navaja en la cara de Diego, pero solo fue por

pocos segundos, ya que inmediatamente Diego perdió el conocimiento.

–Ya está, por este medio no vamos a conseguir nada más. Tampoco, somos monstruos

–dijo y sonrió a otro hombre que miraba. Juntó sus herramientas y guardó todas las

cintas de grabación, donde se había registrado todo lo que Diego había “cantado”.
–Pasemos a la siguiente fase.
Un altercado

En el mismo momento que los equipos seguían verificando las condiciones del artefacto, el

hombre uniformado fumaba su pipa y revisaba las ecuaciones de oscilación electro–

magnética. Estaba seguro que con la carga podría llegar a los Peta Hertz de frecuencia y el

movimiento podría variar de manera controlada. De pronto golpearon la puerta de su

despacho.

–Pase– dijo en voz alta.

–Disculpe Almirante, tenemos problemas. Nos informan que hay un A.V.N.G. en

seguimiento de la carga –advirtió enérgicamente el ruso Piskunov.

–¿Un A.V.N.G.? ¡Es imposible! ¿Lo comprobó nuestro agente en viaje?

–Exactamente Almirante. Las características y las maniobras que dio el artefacto sólo

pueden ser de una fuente no gravitatoria.

–Esto es muy preocupante. O tenemos una fuga de información entre nosotros o el

problema viene del proveedor. Ordene el inmediato envío de refuerzos. Espero que no

sea tarde. Vamos para el centro de control.

–Sí Almirante –dijo Piskunov y se retiró.

El hombre uniformado se tomó la frente con preocupación. Sabía que este momento llegaría.

Como fue desde un comienzo, la partida de ajedrez en la que participaba se jugaba en la arena

internacional. Ya habían sufrido robos de tecnología de un grupo mercenario, aunque nunca

pudieron dilucidar bien quiénes eran. Tenían que averiguar su posición. ¿Querrían negociar?

¿Podrían cooperar? ¿O habría que prepararse para un enfrentamiento?


Habían pasado 4hs desde que el Almirante recibió el informe sobre el A.V.N.G. Seguían el

recorrido de la carga por satélite y estaban en constante comunicación con un agente que la

custodiaba.

–Agente, aquí base, informe estado de situación –dijo Mihael Piskunov.

–Hemos disparado contra el artefacto, pero es muy difícil hacer impacto. Hemos

probado en detenernos, pero cuando lo hacemos se aleja a toda velocidad y queda

fuera de blanco. Nos revolotea como una mosca molesta.

–Está bien agente, pero ¿cómo está la carga? ¿El artefacto pudo entrar en contacto con

ella? –intervino el hombre uniformado.

–No señor, no ha podido conseguirlo. En cuanto se acerca abrimos fuego y se aleja.

No ha conseguido acercarse más acá del último vagón y la carga viaja en el

antepenúltimo. Por otra parte, el artefacto parece un dron explorador, no creo que

cuente con armamento ni con instrumental para abordar el vagón.

–Debemos estar alertas, es posible que el dron solo coordine una operación en marcha.

Le pido que me informe cuando lleguen los refuerzos y que reporte cualquier situación

que pueda cambiar el curso de los acontecimientos.

–Sí señor, estaré en contacto. Hasta luego.

–Hasta luego.
Cortaron comunicación y el Almirante se retiró a su despacho. La carga era fundamental para

la prueba. Era un generador variable de ondas electromagnéticas capaz de llegar a los Peta

Hertz. Había un solo lugar en el mundo donde podía construirse, o al menos él había creído

eso.

Sin embargo, un A.V.N.G. implicaba que otros actores estaban teniendo acceso a un

desarrollo similar.

Absorto en sus pensamientos se agitó al escuchar la llamada de Mihael.

–Almirante, venga urgente.

–¿Qué pasa?

–Es el agente, ¡hable!

–Señor, nos siguen dos vehículos blindados y de gran porte. Los refuerzos aún no han

llegado.

–¡La re puta madre! –grito el hombre uniformado, desprovisto de toda formalidad

castrense.

El tren llegaba a toda velocidad a la localidad de Saldungaray, al sur oeste de la provincia de

Buenos Aires a la par de dos vehículos negros 4x4 que mantenían cierta distancia. El

maquinista del tren conducía inmutable la locomotora cuando de pronto vio como una enorme

polvareda se levantaba unos 200 o 300 metros más adelante y a la izquierda. Por detrás de un

grupo de eucaliptos pudieron verse dos camiones de gran porte que se dron movían a toda

marcha. Estaban ya a unos 200 metros y se acercaban con rumbo de colisión con el ferrocarril.

La distancia no era suficiente para frenar por lo tanto decidió forzar la máquina y poner el tren
a máxima velocidad. Sabía que no podía hacerlo por mucho tiempo, pero fue la única

alternativa que pasó por su mente. Los camiones tendrían que detenerse, sino el impacto sería

mortal para sus conductores.

–¡Almirante, nos quieren embestir con dos camiones! –dijo el agente por radio.

A medida que avanzaba el tren, corrió un sudor frío por el agente que estaba junto al

maquinista. No obstante, éste supo que esa era la única alternativa, los camiones debían

detenerse.

De pronto vieron que los conductores de los camiones se arrojaban al camino dejando a sus

vehículos avanzar hacia la tragedia.

–¡Están saltando, vamos a chocar! –gritó el agente y se sujetaron fuertemente.

Por un instante se hizo un silencio en sus mentes y luego oyeron el impacto a la vez que sus

cuerpos se sacudieron con una violencia colosal. Los hierros de la locomotora se doblaron

como un trapo retorcido y todo comenzó a girar hasta que ambos perdieron el conocimiento.

En una fracción de segundo habían muerto.


Río Colorado

Eran casi las 13hs y estábamos llegando al límite de la provincia de La Pampa por la ruta 22.

La división geográfica con la provincia de Río Negro estaba dada por el Río Colorado. Del

lado de La Pampa estaba la localidad de La Adela, y por un modesto puente, pero con

agradable vista al río se podía cruzar a la localidad de Río Colorado.

–Te acordás Fede ese viaje a Bariloche que hicimos en mi auto –rememoré.

–Uh sí… ese es el camping municipal, donde la señora empleada pública de Gasalla

nos dijo que el predio era super silencioso y que la ruta ni se oía.

–Sí, jaja. Que vieja chota, no pudimos pegar un ojo del quilombo que hacían los

camiones…

–Ustedes porque siempre hacen viajes de “poooobres”, dijo Ezequiel con humor y con

voz estereotipada de alta sociedad.

El Breve, en realidad, era el de mejor posición económica entre nosotros. Por el lado de su

padre había heredado dos fábricas de ladrillos en Avellaneda y por el de su madre mucho

campo en Entre Ríos. Sin embargo, nunca había ostentado su posición económica y llevaba

un nivel vida de muy bajo perfil.

El paisaje era hermoso. Los árboles habían perdido sus copas, se podían observar áreas con

nieve a lo lejos y el agua del río estaba cristalina. Al haber poco caudal, se veían las rocas del

cauce que parecían haber sido colocadas con la precisión estética de un gran artista.

El día estaba fresco y algo nublado, pero en la camioneta la temperatura estaba confortable y

estábamos de buen humor.


Apenas cruzamos el puente vimos un control de policía. Afortunadamente, no nos detuvieron.

Unos metros más adelante mi viejo dijo:

–Javi, ahí hay una estación de servicio, ¿por qué no parás y cargamos nafta?

–Bueno dale, ¿sale un cafecito?

–¡Obvio! Respondieron a coro Fede y Ezequiel.

La estación contaba con un local con mesas y servían café expreso. Luego de cargar nafta

estacionamos la camioneta y entramos al local.

–Buen día –dijo papá, que fue el primero en entrar.

–Buen día señor –respondió amablemente el hombre calvo y retacón, detrás del

mostrador– ¿Qué les puedo ofrecer?

Al fondo a la izquierda, dos hombres muy fornidos y con aspecto extranjero miraron

secamente hacia nosotros.

–Cuatro cortados, por favor –dije.

Tras unos pocos minutos, notamos que los hombres intercambiaban algunas palabras de mal

modo. Definitivamente eran extranjeros. Parecían rusos o algo así. Ezequiel, que era quien

sabía más de idiomas entre nosotros, afirmó que eran ucranianos.

En un momento, uno de ellos golpeó fuertemente la mesa y se levantó de la mesa. El otro lo

imitó y ambos salieron del local. Disimuladamente, me paré yo también y me acerqué a la

puerta del local para ver a dónde habían ido.


Pude observar, con cierta preocupación, que entraron a una camioneta negra de gran porte y

tomaron rumbo oeste. Precisamente, hacia donde íbamos nosotros.


Villa el Chocón

Eran apenas pasadas las 20hs cuando llegamos a la altura de Villa el Chocón. Desde Río

Colorado habíamos manejado 450 kilómetros y ya era completamente de noche. La

temperatura era baja, pero manejable. Harían unos ocho grados, pero estábamos preparados.

Habíamos llevado ropa térmica.

–Bueno, ahora hay que buscar el lugar ideal para cortar las vías –dije enérgicamente.

–¿Te parece acá? Yo diría seguir por lo menos 10 kilómetros más –contestó Ezequiel.

–Sí, está bien, vayamos más adelante. Lo que no veo es la vía del tren. Hagamos un

tramo más y la vamos a buscar.

Tras andar otros 15 minutos nos detuvimos a la derecha de la ruta. Hasta donde habíamos

podido seguir el rastro, la vía del tren estaba también a la derecha.

–Casco acompañame –dije y le pasé una linterna.

Salimos de la camioneta y el cambio de temperatura se sintió en seguida. No se veía ni una

luz. Estaba nublado así que ni la luna ni las estrellas podían aportar alguna luminosidad.

Hicimos unos diez metros y nos encontramos con un alambrado.

–Voy a buscar las tenazas –dijo Federico, con determinación.

Nos pusimos guantes y empezamos a hacer un agujero en el alambrado, lo suficientemente

grande para poder entrar y salir cómodamente. Luego caminamos un poco más y a unos 20

metros nos topamos con las vías.

–Perfecto, ahora a traer los troncos.


Volvimos a la camioneta y con la ayuda de Ezequiel nos pusimos a descargar los troncos y

uno por uno, entre los tres, los colocamos cruzando la vía. Una vez terminamos nos fuimos a

la camioneta.

–Bueno ya está todo listo, ahora hay que esperar –pudo decir Fede mientras temblaba

de frío.

–¿En serio tenés frío, Casco? Va a ser un problema… –dije yo.

–Hagamos una cosa Fede, vos quedate con Osvaldo –mi viejo –que yo voy con Javi –

propuso el Breve.

–Bueno, la verdad que no estaría mal –dijo Federico con cierta vergüenza.

–Listo, no te preocupes. Miren, son casi las 21 hs, el tren debería pasar por acá entre

las 22 hs y las 22:30 hs. Comamos algo y nos ponemos en posición –prácticamente

ordenó Ezequiel.

–Está bien, mientras repasemos el plan –contesté. –Yo diría que a las 21:50 hs ya nos

escondamos con las herramientas y demás, como dijimos cerca de las vías, unos 150

metros más atrás de donde pusimos los troncos.

–Exacto. El tren va a frenar y recién cuando retome su curso lo abordan, no se apuren

–ordenó Papá.

–Sí Pa, quedate tranquilo, vamos a evitar, dentro de lo posible, cruzarnos a los tipos.

Mientras comíamos terminamos de ajustar cada paso. Si todo salía como lo habíamos

planeado la operación sería sencilla. Sin riesgo, sin enfrentamientos ni sobresaltos. No


obstante, había algo que me preocupaba y era el no tener la más pálida idea de qué me iba a

encontrar en ese vagón.


Es la hora

Eran las 22:45 hs y el tren ya debía estar pasando, sin embargo, solo había silencio en la más

absoluta oscuridad. Hacía casi una hora que estábamos con Ezequiel detrás de unos arbustos.

El Breve, si bien era bajito, me daba cierta seguridad, ya que estaba muy bien entrenado.

Hacía más de 10 años que practicaba artes marciales y hacía musculación. Era petiso pero

muy fornido.

Con nosotros teníamos dos mochilas donde habíamos puesto la amoladora y otras

herramientas que nos permitirían romper cadenas y candados para entrar en los contenedores.

Además, teníamos a mano una escalera de aluminio plegable de seis metros de extensión.

Cuando volvía a repasar si teníamos todo, mis pensamientos se interrumpieron abruptamente

por un lejano sonido. Era el inconfundible traqueteo del tren sobre las vías.

–¡Ahí viene! gritamos a dúo con alegría y excitación.

Inmediatamente, mandé un mensaje por wsap a mi viejo para avisarle a él y a Casco. Si bien

estaban cerca, quizás tardarían un tiempo en oírlo llegar. A medida que el tren se acercaba me

subía la adrenalina.

–¡Dale Eze que va a ser un éxito! –dije esperanzadoramente.

–Roguemos a Cristo que estos tipos vean los troncos y paren –respondió él.

A los pocos segundos oímos que el tren tocaba bocina y comenzaba a frenar

violentamente.

–¡Vamos Menem, carajo! –festejé.


Esperamos un poco más y el tren se detuvo completamente. La locomotora había quedado

unos 80 o 100 metros más adelante.

–Eze, me voy a acercar un poco a ver qué hacen. Vos tratá de ver si encontrás el

contenedor azul con el código. ¡Tené mucho cuidado con la linterna, que con la

oscuridad que hay te pueden ver los maquinistas!

Sigilosamente, me fui acercando hacia el frente del tren. La locomotora tenía una luz muy

potente que alumbraba hacia adelante. El resto del tren estaba completamente oscuro. Esperé

uno o dos minutos y me sobresalté al oír que se abría la puerta. Vi bajar a dos hombres

robustos. Los dos eran de estatura media. El que parecía estar al mando llevaba una gorra de

lana. El otro tenía el pelo corto y castaño.

Avanzaron hacia los troncos y empezaron a empujarlos. El tren había logrado frenar antes de

tocarlos.

Volví rápidamente a donde estaba Eze y le dije:

–¿Pudiste ver algo?

–Los dos últimos contenedores son los azules. El último tiene otro código, así que no

creo que sea. El código del anteúltimo no lo pude ver, está del lado de adelante.

–Bueno, no perdamos más tiempo que en cualquier momento arranca. Ya están

moviendo los troncos.

Entre los dos apoyamos la escalera en la parte de atrás del último vagón, para asegurarnos no

ser vistos.
–Eze, subí que te paso las cosas.

Le pasé las mochilas y subí yo también. Una vez arriba recogimos la escalera, ya que la

usaríamos para ir bajando a las puertas de los contenedores. A continuación, escuchamos

voces y nos quedamos inmóviles. No entendimos lo que decían, estaban hablando entre los

maquinistas. Esperamos unos minutos y el Breve rompió el silencio:

–Yo diría de quedarnos quietos acá y no hacer más ruido hasta que se ponga en

movimiento. Tengo miedo que nos descubran.

Asentí con la cabeza y esperamos.


Reclusión

Hacía ya dos días que habían dejado de torturar a Diego Furtado. Seguía encerrado en el

cuarto, muy débil, pero vivo. No dejaba de pensar en la explosión y en cómo todo a su

alrededor se había vuelto traslúcido cuando se abrió la puerta.

–Furtado, portate bien que te vamos a llevar a otro lugar. Vas a estar mejor.

–¿Cuándo me van a soltar?

–Tranquilo, todo a su tiempo. Por ahora alegrate, porque vas a seguir viviendo.

Eran dos hombres armados que no reconocía. Le colocaron unas esposas, lo vendaron y lo

ayudaron a levantarse.

–¿Podés caminar?

–Sí, sí.

Y lo llevaron a pasear por el edificio. Tuvo la sensación de recorrer extensos pasillos. Bajó y

subió escaleras. Se cerraron 2 o 3 puertas a su paso. Perdió la noción del tiempo, pero estimó

que fue al cabo de unos 10 minutos cuando lo hicieron sentarse en un banco y le descubrieron

los ojos. Estaba en un pabellón no muy grande. Vio que había varias celdas, pero no contó

cuantas. De inmediato lo hicieron entrar en una, donde había otro hombre.

–Valle, te trajimos un físico, por ahí te entretenés un poco hablando de juguetes –dijo

uno de los hombres que habían acompañado a Diego hasta ese lugar.

Una vez que los hombres se fueron, el tal Valle se acercó a Diego y le dijo:

–¿Quién sos? ¿Sos de la fuerza?


Diego, que se había sentado en un rincón, respondió negativamente con la cabeza.

–Ah sos un zurdo asesino –y le escupió la cara.

–Qué mierda te pasa hijo de puta, yo no soy ningún asesino, pero ganas no me faltan,

basura.
–¿Ah no mataste porque te faltaron huevos? ¡Entonces sos un profe de la facultad,

bien cagón!

Diego se quedó pensando antes de responder.

–¿Quién es este tipo? Habla de “la fuerza”, una jerga bien típica de los militares o de

los grupos de derecha. Lo mismo hablar de “subversión”. –se dijo a sí mismo.

–No soy un profe, soy investigador de la Comisión de Energía Atómica, y no maté a

nadie porque no creo en eso. Los que asesinan son ustedes. –replicó con dureza.

–Yo no asesino, solo cumplo con mi deber, cuando se me ordena. Le quité la vida a

otras personas, sí, pero siempre fue en combate y hace ya muchísimos años. En

cambio, ustedes atacan cobardemente y se esconden. No respetan ni valoran nada. No

tienen conciencia nacional, copian una ideología foránea que solo va a destruir nuestra

forma de vida, nuestras tradiciones y la familia. Por eso, no los vamos a dejar vencer.

–Ustedes no defienden valores, ustedes son matones a sueldo de la oligarquía. Lo

único que hacen es cuidarles los bienes a los ricos, ¿a quién querés engañar?

–Yo no le cuido los bienes a nadie, solo me debo a mi Patria. Hay gente que tiene

mucho dinero, sin duda, pero no es robando como un país se hace más digno, es con

el trabajo y el sacrificio. Ustedes quieren construir una sociedad a través del robo, de

la violencia y de la muerte.

–¿La violencia? ¿La muerte? Y me explicás ¿qué hago acá? Yo jamás violenté a nadie,

y me torturaron por incontables días. ¡Mirame! –y le mostró todas sus heridas.

–No te hagas la mosquita muerta, algo hiciste para estar acá.


–Algo que no le habrá gustado a alguien, pero yo no violenté a nadie. Lo que no

entiendo es qué hacés vos acá.

–Tuve algunas diferencias, pero eso a vos no te interesa, infeliz –fue lo último que dijo

Valle antes de ir a sentarse al otro rincón de la celda.


En marcha

Pocos minutos después de habernos subido al último contenedor el tren se puso en

movimiento. A medida que entró en movimiento se empezó a sentir el viento helado.

Sabíamos que el último vagón no transportaba el contenedor que buscábamos, porque

Ezequiel ya había mirado su código. Por eso fuimos hacia el otro extremo del contenedor y

apoyamos la escalera entre el contenedor donde estábamos y el que seguía, el anteúltimo de

la formación, que también era azul.

–Anda vos primero, yo me quedo arriba de la escalera –dije.

–Roguemos que no venga ninguna curva pronunciada –contestó Eze.

–Suelo no tener la mejor de las suertes, como por ejemplo cuando me pusieron el

implante de la muela y se me infectó.

–Dale Javi, pensá en positivo. Va a estar todo bien. –dijo Eze para animarme.

La verdad es que yo tenía miedo, me estaba poniendo un tanto nervioso la operación. Sin

embargo, mi determinación era inamovible.

Con mucha audacia el Breve cruzó, arrodillado sobre la escalera, la distancia de unos dos

metros que había entre los contenedores. Una vez del otro lado me hizo seña y crucé yo. A

medida que daba cada paso me corría un sudor frío por la espalda. La escalera temblaba y

resbalaba respecto a ambos contenedores. Luego de un interminable minuto ya estaba del otro

lado.
Lentamente, nos desplazamos hacia el otro extremo para tratar de bajar del contenedor y poder

ver el código que estaba en la puerta.

–Eze, llegas a ver de acá el código, yo no llego a leerlo. –dije mientras el viento me

impedía abrir bien los ojos.

–No, yo tampoco, bajemos la escalera. Te diría que lo mejor va a ser apoyarla contra

el otro vagón, así se apoya bien, aunque quede medio en diagonal.

–¿Te parece? –pregunté. Bueno, vos sostené bien fuerte desde acá, que yo me mando.

¡Mirá que si se safa voy a parar a las vías y el tren me hace picadillo!

–Dale, boludo. Quedate tranquilo.

Juntando mucho coraje descendí, con la mochila a cuestas. En cuanto pude ver el código

desbordé de excitación. Decía claramente “400861 406GI”. Estábamos a punto de lograr

nuestro objetivo. Le hice señas a Eze para que bajara y le sostuve la escalera firme.

–Bancame que le aviso a mi viejo que ya identificamos el contenedor.

–Dale, yo mientras voy sacando la amoladora. Bruto candado le metieron a la puerta.

La amoladora tenía un disco especial para cortar metales y era a batería. Sabíamos que cortar

el candado iba a ser ruidoso, pero con el tren en movimiento era improbable que los

maquinistas escucharan algo.

La posición de trabajo era sumamente incómoda, pero en no más de dos o tres minutos

pudimos cortar el candado. Una vez retirado el candado había que levantar unas manijas y

empujarlas hacia la izquierda. Eso produjo que la puerta derecha del contenedor, que era
tremendamente pesada, se abriera un poco. Luego haciendo fuerza entre los dos logramos

abrirla y entramos.

Con las linternas en mano fuimos alumbrando el interior del contenedor y quedamos sin habla

al notar que estaba completamente vacío.


Probando suerte

–Bueno, ¿ahora qué hacemos? –preguntó el Breve.

–Yo no me voy a dar por vencido. Busquemos en los otros contenedores, ya estamos

jugados –respondí.

–Está bien, pero hay que decidir con cuál seguimos. No tenemos tanto tiempo.

–Sí es cierto, ¿qué hora es?

–Las 23:25 hs, y no creo que nos queden más de hora u hora y media hasta llegar a

piedra del águila. Estamos re jugados.

–¡Sí, me cago en la puta madre! Son seis contenedores que nos faltan por revisar. Si

nos quedara una hora y medio, que es el mejor de los casos, tendríamos 15 minutos

por vagón para revisar todos. Ósea al horno. Metámosle pata y roguemos que aparezca

antes del sexto.

–De acuerdo, pero hay que decidir por cual seguimos.

–Bueno, abramos el último de todos, que es también azul, la nota decía que venía en

un contenedor azul…

Acordamos ir hacia atrás del tren y nos pusimos a la obra. Tuvimos que poner la escalera

nuevamente y cruzamos hacia el último vagón. Bajamos para tener acceso a la puerta y

nuevamente rompimos un candado muy similar al otro. Con menos esfuerzo abrimos la puerta

y en el interior del contenedor había unos 20 o 30 pequeños recipientes blancos de plástico


con tapa. Fue fácil abrir cada uno de ellos. Pero el resultado fue el mismo que con el

contenedor anterior. ¡No había nada!

Nos comenzamos a desesperar. La maniobra nos había insumido 23 minutos. Ya eran las

23:48 hs y sin dilaciones optamos por continuar.

–Bueno, ahora nos quedan los cinco contenedores rojos. Yo diría empezar por éste

que tenemos más cerca –dijo el Breve refiriéndose al más alejado a la locomotora– y

de ahí vamos hacia adelante.

–Sí, está bien, pero tengo el presentimiento de que la carga está al lado de la

locomotora, –dije– pensá que sería el más seguro. Los maquinistas podrían oír más

fácilmente si alguien quisiera abrirlo

–Cierto, pero justamente por eso es el más peligroso. No sé. Prefiero empezar de atrás

para adelante.

Acepté la propuesta de Ezequiel, no quería presionar. Ya era bastante para mí el hecho de que

me estuviera acompañando en semejante locura.


Un acercamiento

Habían pasado dos días desde que Diego había sido relocalizado dentro de la Escuela de

Mecánica. Seguía algo débil, pero lo estaban alimentando. Sentía ansiedad por el encierro y

tanto tiempo alejado de su gente y sus proyectos lo estaban volviendo loco. Su compañero de

celda, el tal Valle, era muy activo. Leía y hacía ejercicio varias veces por día. Cuando terminó

su serie de flexiones de brazos se dirigió a Diego.

–Pibe, por qué no te hacés unas series. Si te van a guardar mucho tiempo y no hacés

nada, vas a quedar hecho una piltrafa.

A Diego le sorprendió el repentino gesto de acercamiento del militar. Tras meditarlo

un poco optó por ponerse de pie.

–Sí, supongo que me vendría bien, pero la verdad estoy un poco dolorido aún.

–Y bueno, vas probando de a poco. Empezá por mover lentamente los brazos y las

piernas –y le mostró cómo hacerlo.

Luego de unos 40 minutos de distintos movimientos y algunos ejercicios Diego se sentía

bastante mejor.

–La verdad te agradezco. Siento que me cambió muchísimo el humor.

–No pasa nada… ¿Cómo te llamás?

–Diego, ¿vos sos Valle para los amigos?

–Decime Luis.

–Un gusto Luis –dijo Diego ofreciéndole su mano.


–Igualmente, Diego.

Los días siguientes Diego y Luis empezaron a tener un diálogo relativamente fluido. De

alguna manera, ambos trataron de evitar toda discusión ideológica o política. Se sabían de

posiciones opuestas y optaron por acompañarse durante su tiempo en cautiverio de la manera

más amena posible. Hablaron de fútbol, de autos, de comida, de sus parejas, de los hijos de

Luis, de programas de televisión, cine y literatura. Para sorpresa de Diego, Luis era un hombre

de un nivel cultural medio–alto y de a poco encontró que tenían más cosas en común de las

que hubiera imaginado.


Tiempo de descuento

Ya habíamos revisado tres contenedores rojos sin éxito. Eran las 0:57 hs y la llegada a Piedra

del Águila era inminente.

–Javi, no hay más tiempo. Tenemos que bajar del tren.

–Eze, la verdad que sos un amigo de fierro, bancaste la parada hasta el final. Vos bajá

y anda a reunirte con Fede y mi viejo. Yo voy a hacer un último intento en el

contenedor que está pegado a la locomotora. Me la juego a que la carga está ahí.

–Estás en pedo, no te da el tiempo. Cuando lleguen a Piedra del Águila no vas a tener

chance de bajarte sin que te vean. Además de que te van a oír abrir el contenedor. Usar

la amoladora al lado de la locomotora es un completo suicidio. No te voy a dejar hacer

semejante boludez.

–Eze, sé que querés ayudarme, pero no hay vuelta atrás, yo ya lo decidí. Bajá y ponete

a resguardo. Dale, no me la hagas difícil.

–¿Pero pelotudo, como vas a hacer para cruzar solo? ¿Quién te va a tener la escalera?

–Yo me arreglo, bajate ya, por favor te pido, no perdamos tiempo valioso en

discusiones.

–Tenés razón forro, no perdamos tiempo. ¡Dejate de hablar y vamos por esa puta

carga, o te pensás que voy a dejar en bolas a un compañero!

–¡Grande Eze!

–¡Lo bueno viene en frasco Breve! –respondió Eze.


Y con la ayuda del Breve y su gran gesto de lealtad encaramos hacia el primer contenedor.

Bajamos por la escalera y el ruido detrás de la locomotora era infernal.

–Si tenemos un poco de suerte, con este quilombo estos tipos no nos escuchan ni ahí

–imploré.

–Sí, tal cual. ¡Pero metele ritmo que ya estamos por entrar a Piedra del Águila!

Cuando vimos el candado tuve una sensación ambivalente ya que al ver como estaba

asegurada la puerta descubrí que había tres candados y de mayor tamaño que los otros. Por un

lado, era una pésima noticia porque ya no teníamos tiempo. Por otro, era un dato prometedor:

algo importante tenía que haber detrás de esa puerta.

Cortamos los dos primeros candados sin mayores problemas, pero cuando vamos a empezar

a cortar el tercero notamos que la locomotora comienza a bajar la velocidad.

–Puta madre, estamos entrando en Piedra del Águila, Javi. Esto se terminó. Tenemos

que bajar.

–Eze, por favor, en cuanto baje un poco más la velocidad bajá vos, en serio. Yo reviso

esto y bajo. Y por favor no entremos en una discusión. Ya me ayudaste mucho.

–Pero no te puedo dejar.

–Sí, bajate y no perdamos tiempo, llevate la escalera. Me hacés un gran favor así.

–Bueno Javi, ok. Pero prometeme que pispeás un poco y te bajás. No seas pelotudo.

–Dale, hecho.
Eze dobló la escalera y la arrojó al costado de la vía. A continuación, saltó. El tren ya no iba

a más de 10 o 20 kilómetros por hora. Yo empecé a trabajar en el tercer candado y cuando

faltaba poco para cortarlo la amoladora empezó a quedarse sin batería. A los pocos segundos

se detuvo y no pude terminar. Busqué un martillo que tenía en mi mochila y empecé a golpear

el candado con todas mis fuerzas. El tren ya casi se estaba deteniendo. De pronto vi que

pasábamos una barrera y una cabina de control con dos guardias y el tren accedía a un predio

alambrado. Me pareció que no habían logrado verme. Me paralicé por un instante y cuando

reaccioné entendí que tenía que esconderme. En cuanto el tren se detuvo miré hacia todos

lados y vi que los maquinistas abrían la puerta para bajar. Hacia atrás pude ver como los

guardias de la cabina se acercaban. No tenía muchas alternativas, bajé a las vías en el espacio

entre el primer vagón y la locomotora. Me agaché, me arrastré por debajo del primer vagón y

pude encontrar un hueco en el cual me escondí. Temblaba del cagazo.


Cambio de rumbo

Era un 29 de marzo de 1981 cuando Carlos Andrade y Julio Sosa se encontraron en la

Secretaría de Inteligencia.

–¿Viste el diario? –preguntó Carlos.

–Sí, lo volaron a Videla y asumió Viola. ¿Qué está pasando, Carlos, tenés idea?

–Parece que no le encuentran la vuelta a la economía y que no quieren más la mano

dura de Videla. Están explotando quilombos por todos lados. Estos grupos de mierda

de derechos humanos nos escrachan en todo el mundo.

–¿Y tenemos llegada a Viola?

–Está difícil. Más tarde va a venir Ricardo, quiere hablar con nosotros.

–¿Va a venir acá? Entonces viene pesada la mano.

–Muy…

Se quedaron examinando algunos documentos hasta que a eso de las 11:30hs llegó Ricardo.

Ricardo Rojas, era quien había puesto a Carlos a cargo de la Secretaría. Formalmente no

respondía a la estructura del Estado. Carlos lo había conocido hacía muchos años cuando

estudiaba derecho en la Universidad de Buenos Aires. Ricardo y Carlos habían asistido a un

seminario de contraterrorismo, donde participaron académicos de la Universidad de

Washington. En ese momento, según supo Carlos, Ricardo vivía en EE. UU. y estaba

vinculado a los expositores extranjeros invitados. Carlos se había destacado por su

participación en los encuentros y a partir de allí quedaron en contacto.


Ricardo usaba gafas oscuras y vestía un elegante traje gris. En cuanto entró al despacho saludó

con un discreto “buenos días” y se sentó. Encendió su cigarrillo de clavo de olor y sin más

preámbulos empezó a hablar.

–Tengo malas noticias. Viola es un tibio de mierda. Detrás de él vienen los blanco–

azules.

–El ala nacionalista dentro del Ejército –aclaró Carlos.

–Exacto, y tenemos que recuperar el Ejecutivo, porque si no todo el plan se va a la

mierda.

–Decías que Viola es un títere. ¿A quién responde? No me digas que a Luis Valle.

–Mmm no, pero a Valle lo tenemos guardado, aunque no sé por cuánto tiempo. Viola,

tiene conversaciones con gente de Valle. La colocación de deuda externa por ahora

está totalmente frenada.

–¿Y qué podemos hacer, Ricardo?

–No queda más que esperar. Mi contacto en Washington no está ubicable.


A la espera

La espera debajo del vagón se hizo interminable. Los maquinistas habían bajado de la

locomotora y se quedaron charlando. Su tono era absolutamente normal. Sentí mucho alivio

al notar que en ningún momento verificaron el estado de las cargas. No pudieron ver todos los

candados que habíamos cortado. Descargaron algunas cajas de la locomotora y se fueron hacia

el lado de los guardias. Entretanto yo había empezado a sentir mucho frío. Desde mi guarida

pude mensajear por wsap a mi viejo. Ya se habían reunido con Ezequiel y estaban todos bien.

–No pude abrir el último contenedor, estuve a punto, pero me quedé sin batería en la

amoladora. Voy a esperar un rato hasta que no vea más movimiento por acá –les dije

por texto. Cuando no haya nadie me voy a acercar al alambrado y necesitaría que me

pasen la otra amoladora. Sigan mi ubicación por el mapa y vayan para donde yo esté.

–Dale quedamos a la espera. Acá puedo ver tu ubicación en tiempo real. Cuidate y no

hagas boludeces –respondió mi viejo.

Terminaba de leer el texto cuando empecé a oír un sonido muy fuerte de un motor. Se

encendieron unas luces por delante de la locomotora y pude ver como una grúa entraba en

movimiento, girando sobre su eje. Luego de unos minutos dejó de girar y comenzó a descargar

una pieza extensa. En plena noche no podía distinguir bien qué era, pero me resultó

sumamente extraño.

Una vez descargada la pieza la grúa volvió a girar y repitió el procedimiento un par de veces

más. Me carcomía la intriga, ¿Qué era lo que estaban haciendo?


Cuando bajó la última pieza y se empalmó con las otras pude comprender. Entre todas

formaban un tramo de vías de tren.

–Están agregando un tramo de vías de tren, parece que el viaje no terminó –avisé al

grupo por mensaje de wsap.

–Seguramente vayan a empalmar con otras vías, dejame que buscamos en los mapas

si hay otro tendido de vías –respondieron.

Al cabo de unos 5 minutos me escribieron asegurando que era imposible, ya que no había más

vías por la zona. Más al sur existía otro tendido, el del tren oficial que iba a Bariloche, pero

estaba a no menos de 100 kilómetros.

No sabía qué pensar. ¿Cuál sería el objetivo de bajar esas vías?

Mientras me extraviaba en especulaciones, se encendió la locomotora y el tren entró se puso

en marcha. Se ve que habían vuelto los maquinistas y yo no me había enterado. Avisé

inmediatamente por wsap que volvíamos al ruedo y les pedí que encontraran la forma de

seguir al tren. Ya no tenía idea hacia donde íbamos.


Los límites del horror

Era una templada mañana de setiembre. Hacía un par de años que Lucrecia Frígoli y Martín

Noriega no se veían. Durante ese tiempo solo intercambiaron algunas llamadas donde poco

pudieron decirse. Ambos sabían a esa altura que sus teléfonos estaban intervenidos. Ahora,

sin embargo, iban a encontrarse.

Eran las 10 hs y la plaza Armenia, en el barrio de Palermo de la Capital Federal, estaba poco

concurrida. Algunos niños y niñas correteaban enardecidos mientras sus padres los

observaban con los brazos extendidos. Algunas parejas, tiradas al sol, se acariciaban y

besaban. Lucrecia contemplaba sentada desde un banco de madera pintado de verde. En parte

festejaba que en algunos sitios ya la gente pudiera reunirse libremente, sin el acoso tan intenso

de la policía.

De pronto, sin poder anticiparlo alguien se sentó bruscamente a su lado.

–¡Hola Tincho! Casi gritó Lucrecia con mucha simpatía, y extendió sus brazos para

darle un sentido abrazo.

–¡Hola Lucre, cuánto tiempo! ¿Cómo estás?

Y Lucrecia cambió su rostro. De pronto tuvo que rememorar su estado de ánimo y el

dolor de tanto tiempo de lucha.

–Martín, no sabés lo duros que fueron estos años.

–Ya sé Lu, para todos está siendo muy difícil. Las cosas que nos fuimos enterando son

terribles. Lo que ha hecho esta dictadura genocida no tiene palabras. Es tan horroroso

que no quiero ni contarte.


–Tincho, estamos al tanto de todo. Con las madres recibimos información de todo tipo.

Han hecho cosas tan terribles estos hijos de puta. Hasta se llevaron a una de nosotras.

Azucena De Vicente se llamaba, ella fue quien me incorporó al grupo de madres. Han

sido muchas pérdidas, pero aún no pierdo la esperanza de encontrar a Diego y a todos

los que nos han robado.

–Seguro, Lucre. Como dicen ustedes, la única lucha que se pierde es la que se

abandona. Es más, creo que hay noticias positivas. Hay un sector dentro de las fuerzas

armadas que tiene una visión más moderada. No dejan de ser unos fachos, pero son

nacionalistas y creen que Videla fue un entregador de la independencia económica.

Hay muchas cuestiones económicas que son difíciles de explicar, pero que generaron

un cisma dentro de las fuerzas. Si vence este grupo nacionalista es posible que en breve

llamen a elecciones.

–Ojalá Martín, creo que solamente en democracia vamos a poder conseguir justicia y

saber dónde está Diego y todos los desaparecidos. Tengo que encontrar a Diego,

Martín, no soporto más, cada noche esperando recibir una llamada. Creer que lo cruzo

en cada esquina. Me falta su compañía, sus abrazos. No lo resisto más…

–Lucre, por favor, no te derrumbes ahora, aguantá que él te necesita fuerte.


En movimiento

En cuanto el tren arrancó, salí de abajo del vagón y por un momento no supe qué hacer. Tenía

la opción de bajarme y escapar, pero si lo hacía todo lo que había hecho hasta ese momento

iba a ser en vano. Tardé unos instantes en decidir, pero finalmente opté por subirme al vagón.

De vuelta tenía acceso a la puerta del último contenedor, pero no iba a poder terminar de

cortar el candado sin otra amoladora.

Si bien ese espacio entre la locomotora y el primer vagón estaba reparado del viento, el frío

no dejaba de sentirse. Me senté y me acurruqué como pude, para mantenerme caliente.

Mientras tanto el tren se alejaba de la ruta en trayectoria sur.

–Estamos yendo al sur, y creo que nos alejamos de la ruta. Además, deben haber

dejado algunos vagones en Piedra del Águila, porque el tren está yendo bastante más

rápido –avisé por wsap.

Intenté mandar mi ubicación en tiempo real, pero en seguida se cortó la conexión. No había

más señal.

Sabía que Bariloche estaba a unos 200 kilómetros en dirección sur–oeste. Recto hacia el sur

había dos pueblos muy pequeños por los que pasaba el antiguo tren Patagónico, que hacía el

recorrido Viedma–Bariloche. Quizás iríamos hacia al sur para empalmar con esas vías. No

tenía forma de saberlo. De esos dos pueblos, el más cercano se llamaba Comallo y estaba a

unos 100 kilómetros.


Cada minuto la temperatura bajaba más y más. Al cabo de unos 40 minutos el tren comenzó

a girar con rumbo sur–oeste, es decir que parecía apuntar hacia Bariloche. Cuando miré el

mapa me excité al ver que también podríamos estar yendo a Pilcaniyeu.

¡Claro, ¿cómo no se me ocurrió antes?! Pilcaniyeu era un lugar muy singular, ya que ahí, en

el año 1976 un grupo de científicos y tecnólogos, bajo la órbita de la CNEA, iniciaron uno de

los proyectos tecnológicos más ambiciosos de la historia argentina. Construyeron una planta

secreta de enriquecimiento de uranio. Algo que solo un puñado de países en el mundo había

logrado.

Pocos años antes, Argentina había iniciado una exportación de un reactor de investigación a

Perú con el aval de EE.UU., que proveería el uranio enriquecido. Sin embargo, de manera

sorpresiva cuando todo estaba en marcha EE.UU. decidió no aportar el uranio, lo que generó

inmensas pérdidas al Estado argentino. Eso había llevado a la conducción de la CNEA a

decidir romper esa dependencia. Por ello, había impulsado el proyecto “Pilca”.

En pocos años y tras trabajar duramente lo consiguieron. Cuando retornó la democracia en

1983, el gobierno de Alfonsín anunció al mundo entero que Argentina manejaba la tecnología

de enriquecimiento de uranio. Como por arte de magia, al poco tiempo, EE.UU. anunció que

volvería a vender uranio a la Argentina.

Si bien con la vuelta a la democracia en 1983 las cosas fueron cambiando, todo el desarrollo

nuclear siguió envuelto en una atmósfera de intriga y secreto militar. En mi investigación de

tesis nunca había podido visitar las instalaciones de Pilca, pero por lo que me habían contado

estaban prácticamente abandonadas.


¿Y si ese abandono no era más que una fachada? Podía ser que detrás de ese abandono

aparente hubiera alguna estructura secreta activa.

Mientras especulaba sobre estas cuestiones me sobresalté al oír la estruendosa bocina del tren.

Miré al costado y pude ver una manada de ciervos alejándose del tren. Las nubes se habían

apartado y la noche estaba completamente despejada. Los ciervos estaban en las cercanías de

un río o un estanque de agua. Según el mapa era el embalse Alicurá.

El tren cruzó el embalse por un puente que por su estado parecía haber sido construido

recientemente. Seguí esperando, cada vez con más frío. Mientras temblaba, imploraba que

llegáramos a algún lugar. Si no había nada cerca me iba a congelar. Nunca había estado

expuesto a tanto frío. No sabía realmente cuánto podría soportar mi cuerpo.

medida que pasaba el tiempo empecé a considerar la posibilidad de morir allí. No sabía cuánto

resto tenía. ¿Y si les gritaba a los maquinistas? Entre morir congelado y ser detenido por esa

gente, creo que no había dudas. Quería seguir viviendo.

Cuando yo no aguantaba más y me disponía a trepar a la locomotora para avisar a los

maquinistas, el tren comenzó a descender y vi a los costados un terraplén de cemento, como

si estuviéramos por entrar a un túnel.


A campo abierto

Osvaldo y Federico esperaban con impaciencia en la camioneta cuando Ezequiel golpeó la

ventana, estaba muy nervioso.

–Eze, ¿qué pasó?, ¿dónde está Javi? –dijo Osvaldo.

–Javi está bien, no se preocupen, se quedó en el tren tratando de abrir el último

contenedor.

–¿Había algo? ¡Contá! –reclamó Fede.

–Abrimos seis contenedores y estaban todos vacíos. Empezamos de atrás para

adelante. Cuando fuimos a abrir el último, vimos que tenía doble candado, lo cual nos

hizo suponer que la carga estaba ahí. Intentamos cortarlos, pero ya el tren se estaba

deteniendo y Javi no quiso bajar. Me pidió que venga con ustedes y se quedó tratando

de abrirlo.

–Eze, ¿¡cómo lo dejaste!?

–Osvaldo, disculpame, pero no pude convencerlo, está obsesionado con el tema.

Cuando terminaban de hablar oyeron que el tren arrancaba. Se sorprendieron al ver que

tomaba rumbo sur, alejándose de la ruta.

–¿Y ahora qué hacemos? –preguntó Casco.

–Si vamos por campo abierto se va a destruir la camioneta, pero no se me ocurre otra

opción. SI buscamos alguna ruta vamos a perder el tren –acotó el Breve.


–No me importa la camioneta, no voy a dejar a Javi solo –dijo Osvaldo y aceleró

siguiendo las vías del tren.


Enter de Void

Continuábamos el descenso. A los costados del tren se desplegaban unos enormes muros

iluminados por luces de exterior empotradas cada 10 o 15 metros. Cuando miré hacia arriba

pude notar que ya estábamos bajo tierra. El techo estaba a unos 6 o 7 metros desde el suelo y

también estaba iluminado cada tanto, como las paredes. Parecía la vieja línea A del

subterráneo de Buenos Aires. El tren se desplazaba a unos 30 o 40 kilómetros por hora y ya

había perdido la noción de cuántos metros o cientos de metros habíamos descendido. De a

poco la temperatura iba subiendo y había dejado de temblar.

Al cabo de unos 20 o 30 minutos de descenso el tren fue disminuyendo la velocidad. Cuando

miré hacia arriba quedé deslumbrado. Estábamos en una estructura subterránea de

dimensiones impensadas. Había una iluminación escasa, pero me bastó para darme cuenta que

la cúpula del inmenso espacio donde estábamos no tenía menos de 100 metros de altura. Sin

duda, era una obra colosal. El lugar parecía una espectacular cuadrilla de hangares de chapa

gris separados por callejuelas, en algunas de las cuales había vehículos pequeños

estacionados.

Me sentí fuertemente intrigado por todo lo que me rodeaba. Por lo que podía ver en el mapa

estábamos en Pilcaniyeu. No me había equivocado. Traté de buscar algún logo identificatorio

de la CNEA o algo por el estilo, pero no encontré nada.

Cuando el tren se detuvo, oí como se abría la puerta de la locomotora y descendían los

maquinistas. Tanto a la izquierda como a la derecha se veían hangares. No sabía qué hacer.

El contenedor no iba a poder abrirlo. Si me bajaba para investigar los hangares corría el riesgo

de que el tren se fuera y de quedar atrapado en ese lugar. Pero tampoco podía echarme atrás.
Decidí bajar hacia la derecha del tren, ya que había menos iluminación y por lo tanto correría

menos riesgo.

Sigilosamente, caminé hacia el primer hangar que tenía a mano y me agaché detrás de unas

cajas apiladas en unos palets. Una vez que se apagó el motor de la locomotora, el lugar quedó

completamente en silencio. Supuse que debido a que eran cerca de las 3:00 de la madrugada

estaría todo el mundo durmiendo.

Seguramente, hasta las 7 o 8 de la mañana las instalaciones permanecerían sin actividad. No

sabía si habría gente durmiendo en alguno de los hangares. Me daba la sensación de que

trabajando no había nadie.


Posiblemente, habría algún área con elevadores y la gente entraría y saldría por ahí. Estaba

convencido de que la estructura estaba construida por debajo de la planta abandonada de

enriquecimiento de Uranio. Cuando miré al techo vi una cúpula con artefactos y ductos tan

misteriosos que atraparon mi atención por un rato.

Al cabo de unos minutos los maquinistas volvieron y se pusieron a trabajar con una grúa.

Estaban descargando el contenedor. Tendría que esperar para poder revisarlo.

Decidí dejar el contenedor para otro momento, y empecé a alejarme silenciosamente por una

de las callejuelas. A mí derecha, luego de caminar unos 50 metros pude ver la entrada al

primer hangar. A la izquierda había otro hangar que probablemente tuviera su puerta de

ingreso en la siguiente calle. El hangar tenía cerca de cien metros de ancho. Me conmocionó

no poder ver dónde terminaba la callecita. Luego de este primer hangar pude ver otro, y otro,

y otro… Podía contar no menos de ocho, y la sensación era que aún había más. ¡Estaba en

una ciudad subterránea, dios mío!

Cuando me acerqué a la puerta noté que estaba completamente cerrada. Al lado de la cerradura

había un teclado numérico y un detector de huella dactilar. No tenía ninguna chance de entrar.

La puerta era de dos hojas y era de hierro. Me propuse ir a probar suerte en otros hangares.

Quizás alguno estaba abierto.

Me inundé de alegría al ver que el cuarto hangar de la misma calle tenía la puerta abierta. Me

acerqué lenta y silenciosamente. No oía nada. La callecita estaba tenuemente iluminada, en

cambio del hangar salía una fuerte luz blanca. Desde afuera no pude ver a nadie. Asomé la

cabeza sutilmente tras la puerta y vi un salón blanco tipo hospital de unos cien metros
cuadrados. El piso era de cemento alisado gris y las paredes eran de chapa. Al entrar me

encontré con dos puertas vidriadas que daban paso a ambientes oscuros.

Miré por la puerta derecha y si bien daba a un salón cuya iluminación evidentemente no estaba

activa, pude ver un resplandor verde esmeralda a lo lejos. Me llamó poderosamente la

atención. ¡Había visto ese resplandor!

Giré el picaporte de la puerta y festejé para mis adentros al comprobar que estaba abierta. La

abrí con la máxima precaución posible y casi sin hacer ruido entré. A medida que me acercaba

podía entender lo que veía. Desde el suelo parecían emerger unas decenas de rayos que

impactaban contra una estructura sostenida con algunas columnas. Así mismo, los rayos

parecían penetrar la estructura y recorrerla a través de complejos circuitos. Ese verde, y el

carácter traslúcido de la estructura eran inconfundibles. Lo había visto en el OVNI. No podía

creer lo que tenía en frente.


Una búsqueda interminable

Un lunes más de diciembre de 1981, Lucrecia Frígoli fue al juzgado federal número 4, dónde

estaba asentada la denuncia de desaparición de Diego Furtado. La mano ya no venía tan

pesada y parecía que el horror estaba llegando a su fin. La sensación en el ambiente era que

los militares estaban en retirada. Durante todo ese año Lucrecia iba 2 o 3 veces por mes al

juzgado y a la fiscalía a informarse de posibles avances y meter presión para que el poder

judicial moviera la causa. Cada tanto, era normal que desde un Ford Falcon verde la siguieran

cuando se iba. Incluso, más de una vez distintos hombres con aspecto siniestro se le habían

acercado y le habían dicho que “si seguís rompiendo las pelotas, terminás flotando en el

riachuelo, nena”. Por supuesto que Lucrecia tenía miedo, pero sabía que la dictadura en ese

año ya no estaba matando. Estaba convencida de que solo querían amedrentarla y eso no iba

a funcionar. Lucrecia había jurado que iba a encontrar a Diego, sin importar el costo.

Esa mañana era un día gris y caluroso, de muchísima humedad. Cuando subió las escaleras

del subte, en pleno microcentro, sintió cómo la marea humana se le vino encima. Eran cientos

de almas que caminaban con prisa hacia sus lugares de trabajo. Avanzó por Avenida de Mayo

a un ritmo nervioso. Le sudaba la frente y le dolían los tacos. Siempre se vestía de manera

muy formal para ir al juzgado. Al cabo de unos 20 o 30 metros, un hombre que venía de frente

le pisó el pie y le rompió el taco del zapato derecho.

–¡Cuidado, señor, podría tener más cuidado! –se quejó Lucrecia. Y algo dolorida y

más lentamente siguió avanzando.

Cuando estaba por llegar a las escaleras del juzgado sintió que alguien desde atrás le tocó la

espalda. Al girar, vio casi en cámara lenta como un hombre con rasgos duros y mirada
penetrante sostenía contra ella un arma. Casi al instante vio detrás un Falcon verde y se oyó

un fuerte estampido. Sintió como su carne y huesos eran atravesados por una bala en la zona

del pecho. Casi sin sentir dolor, cayó al piso. Sus hermosos ojos derramaron una lágrima

mientras contemplaban al asesino. Sintió un vacío inabarcable. La indignación por tanta

injusticia e impunidad la invadió. Pasaron por su mente infinitos recuerdos hasta que pudo

imaginar a Diego sonriendo y lo abrazo con profundo amor. Lo último que vio fue al sicario

apuntarle a la cara hasta que un último estruendo terminó con ella.


Bajo la cúpula

Contemplé fascinado el objeto traslúcido. Tenía forma de un triángulo horizontal achatado,

pero en el centro se ensanchaba hacia arriba. Los lados del triángulo medirían unos siete

metros. Cuando me acerqué noté con sorpresa que no se apoyaba en nada. Estaba sostenido

por algún mecanismo de levitación, probablemente magnética. Intenté tocar los haces de luz

verde, pero me quemé levemente en cuanto acerqué la mano. Se me cruzó la idea de subirme,

pero no vi la forma de hacerlo. En la esquina del salón había una columna de caños, parte de

la estructura que sostenía el techo del hangar. Pude trepar y ver desde arriba el artefacto. Era

una nave de un diseño muy estilizado. Tenía una especie de orificio en el centro con una tapa

que estaba abierta, sin duda era la puerta de ingreso. ¿Un OVNI tripulado? El interior se veía

iluminado con una luz roja, como la de los submarinos.

Saqué varias fotos con mi celular y me bajé de la columna. Al no encontrar nada más en ese

salón fui hacia el de al lado, pero no pude entrar. Podía intentar romper el vidrio de la puerta,

pero no quise dejar rastros tan evidentes de mi presencia.

Salí del hangar y seguí con mi exploración. Revisé las entradas a los otros hangares, pero

todos estaban cerrados. Llegué al final de la calle y me encontré con el límite de la cúpula.

Era un muro de rocas sostenidas con alambrados, algo similar a lo que hacen en las rutas de

la cordillera, para contener los derrumbes de la montaña. A unos tres metros del suelo

circulaba una tubería que aparentaba ser el sistema de ductos del aire acondicionado.

Deambulé un poco más y cuando volví al tren estaba en sentido inverso, listo para emprender

el regreso. En la locomotora no parecía haber nadie. Me acerqué al contenedor y ahora solo


tenía un candado. Deduje que ya habrían descargado el cargamento. El cansancio me estaba

venciendo y decidí buscar un lugar poco visible y traté de dormir.

Luego de confirmar que no podía pegar un ojo, decidí seguir recorriendo. Crucé la vía y me

dirigí hacia el otro extremo de la cúpula. Eran casi las 6:00hs de la mañana cuando oí algunas

voces en la entrada de un hangar. Me aproximé con mucho cuidado y me detuve para no ser

descubierto.

Dos hombres acababan de entrar al hangar luego de que uno de ellos confirmara su identidad

en el detector de huellas dactilares, y se abriera la puerta. Me apresuré y justo antes de que la

puerta se cerrara del todo pude detenerla. Los hombres conversaban acaloradamente y no lo

notaron. Esperé unos minutos y empujé la puerta para entrar. El salón al que había entrado

era pequeño. Al frente había un gran portón de hierro y a la derecha unas escaleras. Por lo que

había visto, los hombres se habían ido hacia la derecha, por lo tanto, tenían que haber subido.

Con cada escalón que subía me sudaba más la frente. Por dios, ¡qué locura!

Antes de llegar arriba pude oír las voces y opté por quedarme ahí y escuchar la conversación.

–Sí, indudablemente la xinocina es la última esperanza que tenemos –dijo un hombre

con claro acento ruso o tal vez ucraniano, que me recordó a los hombres que había

visto en el café de Río Colorado.

–Sin embargo, la evolución que presentan dos de ellos no es favorable –respondió el

otro hombre que aparentemente era argentino y cuya voz me resultó extremadamente

conocida. Como si fuera un locutor famoso de radio o algo así.


–Villegas insiste en que aún tiene que encontrar la combinación justa de la dosis de

xinocina y de dimenhidrinato –no tenía idea qué eran esas drogas.

–¡No tenemos tiempo! –dijo el argentino alzando la voz y golpeando la mesa– El

proyecto se va a filtrar a los medios en cualquier momento y no nos pueden sorprender

con muchos cabos sueltos.

Con mucho cuidado asomé la cabeza para ver a los hombres y sacar una foto con mi celular.

Estaban sobre un escritorio a mi izquierda. El ambiente era una especie de despacho. Del otro

lado, hacia la derecha había un inmenso ventanal con vista al resto del galpón. El ruso estaba

de espaldas y el otro de costado. Cuando pude ver de frente al argentino sentí un sudor frío.

Ese hombre mayor, pero de buen porte, de unos 70 años, me resultaba demasiado familiar. Lo

conocía, pero no podía recordar de dónde.


La libertad

A comienzos de 1983 se sabía que la dictadura estaba fuertemente debilitada. Diego Furtado

y Luis Valle habían compartido casi 7 años de reclusión. A pesar de las tajantes diferencias

ideológicas habían logrado sentir un gran respeto mutuo. Diego había podido entusiasmar a

Valle con su teoría, pero Luis tenía dudas sobre qué había producido la explosión en el Centro

Atómico Constituyentes. Se preguntaba si realmente había sido por la semiesfera de Diego.

Igualmente, se lo guardó para sí.

Por otra parte, Diego le parecía un científico brillante y su teoría era realmente revolucionaria.

Estaba convencido que tendría que jugar un papel importante en el futuro.

Mientras Luis hacía sus ejercicios, Diego trabajaba en unas ecuaciones y escuchaban la radio.

Las condiciones carcelarias habían cambiado mucho.

(...) En otro orden de cosas, esta mañana el presidente del gobierno Militar, el

General Reynaldo Bignone. acompañado de la Junta, formalizó el llamado a

elecciones presidenciales que tendrán lugar el día 30 de octubre del presente año.

–Por fin Diego, en cualquier momento te largan –dijo Valle.

–Sí, falta poco, la verdad que no veo el día. No saber nada de mi pareja y mis viejos

es lo más terrible que me tocó vivir jamás. Y vos Luis, ¿cuánto te falta?

–Sabés Diego que prefiero no hablarte de eso. Quizás algún día cuando estemos afuera

podamos encontrarnos y hablar de todos estos años. Lo que puedo decirte es que

vienen cambios positivos.


–Entiendo Luis, no sé cuáles serán tus planes, pero lo que tengo en claro, es que vos

no tenés nada que ver con estos tipos que me encerraron. Prefiero gente como vos

conduciendo las fuerzas armadas.

–¡Tibio Diego, tibio! –respondió Luis y sonrió alegremente.

Unos días después los guardias comunicaron a Luis Valle que recuperaba su libertad. Era el

último día con Diego en la cárcel. Antes de dejar el encierro Luis miró con firmeza y cierta

nostalgia a su compañero de celda. Luego se dieron un abrazo sentido.

–Diego, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para que salgas cuanto antes. Estoy

seguro que será más pronto de lo que nos imaginamos.


La salida

Mientras trabada de recordar de donde conocía a ese hombre escuche movimientos cerca del

tren. Supuse que podría ser la oportunidad de salir de ahí, y sigilosamente recorrí el camino

de salida del hangar. Una vez frente al tren vi a dos hombres que parecían preparar todo para

volver a Piedra del Águila. Con mucho cuidado esperé en silencio, y al cabo de 45 minutos

encendieron la marcha de la locomotora. Con mucho cuidado volví al mismo lugar en el cual

me había ubicado durante el viaje de ida. En poco tiempo llegamos a Piedra del Águila y pude

saltar del tren cuando aminoró la marcha.

Durante el trayecto pude avisar a mi viejo y mis amigos que estaba todo en orden y que tenía

noticias que no podrían creer.

Una vez que me alejé del tren tarde pocos minutos hasta dar con la camioneta. Los tres me

esperaban con muchísima expectativa. Por 20 minutos me escucharon con las bocas abiertas

del asombro y sin mediar palabra alguna. Cuando terminé todos quedamos en silencio.

Al cabo de unos minutos, Casco rompió el mutismo:

–¡Dejate de joder boludo, esto es una locura, no puede ser!

–Me temo que es muy real. Todo, esa inmensa estructura bajo tierra, ese artefacto

traslúcido en levitación, los rayos verdosos.

Luego les mostré las fotos que había sacado con el celular.

–Una cosa así solo puede estar sostenida si participa el gobierno nacional y como

mínimo una o varias potencias internacionales –dijo mi viejo. No solo por el


financiamiento de la obra, sino por la capacidad que tuvieron para mantenerla en el

más estricto secreto.

–Mega conspiración suena a poco –acotó el Breve. ¿Y ahora cómo sigue la cosa? ¿Vas

a denunciarlo en algún medio?

–Mmm, no creo que sea lo mejor. Esperemos un poco. Ya se nos ocurrirá qué hacer…
Aires de Justicia

El 18 de setiembre de 1985 Martín Noriega estaba en Buenos Aires. La sala estaba colmada

y sin embargo el silencio era sepulcral. Martín sentía indignación y bronca, pero a la vez algo

de esperanza y alegría. Estaba convencido de que el fallo sería ejemplificador. Se preguntaba

donde estarían Carlos Andrade y Julio Sosa. Si bien la cúpula de las Fuerzas Armadas estaba

por pagar, ellos aun seguían sueltos. Ellos, los responsables de la muerte de su querida

compañera de militancia Laura Peralta, en Ezeiza, de la desaparición de Diego Furtado en la

ESMA, y de la muerte de Lucrecia Frígoli. ¡Esos hijos de puta no podían quedar libres!

En el momento en el que el fiscal Strassera se acercó al micrófono para comenzar su alegato,

Martín vio entre el público a Julio Sosa. En 1983, recién vuelta la democracia en Argentina,

sus compañeros de militancia habían podido averiguar quienes habían sido los responsables

de disparar contra las columnas de la Juventud Peronista. Ahí oyó por primera vez de Julio

Sosa y su grupo armado. Al cabo de un tiempo, pudo también confirmar que Julio Sosa y un

tal Carlos Andrade, vinculado a la Secretaría de Inteligencia del Estado habían sido los

responsables de la detención y desaparición de su amigo Diego y del asesinato de Lucrecia.

Apenas vio a Julio ahí, impunemente sentado mirando el juicio se llenó de ira. No pudo

contenerse y sin mediar palabra se levantó y se arrojó con furia hacia Julio, para asestarle una

tremenda trompada en la mejilla.

–¡Hijo de puta, asesino, la vas a pagar, mierda!

Julio rápidamente se reincorporó y con el rostro desencajado se abalanzó sobre Martín, pero

rápidamente varios oficiales los separaron, y se armó un gran tumulto en la sala. Al cabo de
un rato Martín pudo volver con varios de sus compañeros, pero Julio se había retirado del

recinto.

Unos instantes después, Strassera volvió al micrófono y pronunció un conmovedor alegato

que concluyó con un estrepitoso aplauso, donde cada palmada asestaba un duro golpe a la

impunidad de aquellos que habían dado lugar por acción u omisión a las más atroces prácticas

que la humanidad podía concebir. El último párrafo decía:

–Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para

cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque

pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’.


El fiscal había pedido penas que iban desde los 10 años, a la reclusión perpetua para Videla,

Massera, Viola, Agosti y Lambruschini.

Martín gozó como no lo hubiera imaginado. Se preguntaba si era una sensación de venganza,

pero concluyó que lo realmente importante, lo que más lo emocionaba, era el legado para las

próximas generaciones. Que la lucha de las madres, familiares y demás sectores

comprometidos no había sido en vano. Los que la hicieron la iban a pagar. No era gratis

encabezar semejante delito de lesa humanidad. Había una sociedad que les decía: “Si las

hacen, las pagan”.

Al cabo de casi tres meses se dio a conocer la sentencia del tribunal. Si bien no se obtuvo

exactamente lo que pidió el fiscal, tanto Videla como Massera fueron condenados a reclusión

perpetua y Viola a 17 años de prisión. El resto obtuvo condenas más leves y algunos incluso

quedaron en libertad.
De vuelta al comienzo

Era un domingo nublado, el día anterior había llovido con violencia. Me levanté de la cama y

fui a encender mi computadora. Habían pasado unos meses después de toda la locura de

Pilcaniyeu. Todos los días tenía algún momento donde me preguntaba qué hacer. La

experiencia que había vivido había sido única. Pero aún no lograba acomodar las piezas del

asunto. ¿Quién era ese hombre de voz tan familiar que había encontrado en la ciudad

subterránea? Habían hablado de pilotos y medicación. ¿Qué tipo de pruebas estarían

haciendo? ¿Serían ensayos con los pilotos del OVNI?

Mientras naufragaba en la resolución de estos interrogantes oí el timbre y fui lentamente a la

puerta. No me gustaba tener timbre, en general me interrumpían cuando estaba con cosas

importantes. Cosas que, al menos, yo consideraba importantes. Llegando a la puerta vi que

alguien había dejado un sobre por debajo. Abrí rápidamente, pero cuando salí a la calle ya no

había nadie.

Examiné por afuera el sobre, no tenía nada escrito. Tenía un poco de olor a humedad. Era un

típico sobre de cartas y se notaba ligeramente abultado. Lo abrí con cuidado, asegurándome

de no romper ningún documento que pudiera haber en su interior. El contenido constaba de

una nota impresa hecha en computadora y una pequeña funda plástica blanca del tamaño de

una tarjeta de crédito, que también tenía algo por dentro. Antes de examinar la funda decidí

leer la nota, que decía así:

Querido Javier, el proyecto está en su etapa final. Es crucial que puedas infiltrarte en

las instalaciones y filmar lo que están haciendo en uno de los hangares del complejo

subterráneo de Pilcaniyeu. Como habrás podido averiguar, es allí donde avanzan con
los ensayos de prototipos y otras líneas de investigación secretas. Junto a esta nota te

enviamos una tarjeta magnética que te permitirá entrar al Hangar NBH–1. Es de vital

importancia que puedas entrar ahí para fotografiar y filmar todo lo que veas. Hemos

estado reuniendo material para desenmascarar de una vez por todas a esta gente. Lo

que puedas encontrar esta vez nos ayudará a terminar de armar el rompecabezas y

asegurarnos de que esta gente pague por lo que está haciendo.

Una vez que encuentres el hangar deberás aproximar la tarjeta a un sensor que hay

en la puerta, y luego ingresar el siguiente código alfa–numérico

“KARMA007BRAVO”. Tenés que apurarte, ya que suelen actualizar los códigos con

frecuencia. En breve te diremos donde enviar el material que puedas conseguir. Tené

mucho cuidado, y te recomendamos que vayas solo.

Una vez más “los viejos” se acercaban a mí. ¿Por qué yo? ¿No tenían otra persona a quien

mandar? Tenía que ser alguien que me conociera. Estaba convencido de que Domingo

Parduchi, el ex miembro de CNEA que había entrevistado hacía un tiempo estaba relacionado.

Ahora tenía que decidir qué hacer. Era el mes de noviembre y se acercaba el verano, al menos

el clima en la cordillera sería mucho más benigno. ¿Iba a ir solo? ¿Le contaría a los chicos y

a mi viejo?
Nuevo viaje a Pilca

Me había tomado unos meses para pensarlo bien. Algo hablé con mi viejo y finalmente

resolvimos viajar juntos en camioneta hasta Bariloche. Volvería a la ciudad subterránea, pero

para hacerlo, no esperaría ningún tren. Opté por alquilar una moto eléctrica que contaba con

una autonomía de 150 kilómetros. Fuimos juntos hasta donde la vía de tren entraba al túnel

que se hundía lentamente debajo de Pilcaniyeu. Una vez allí descargué la moto de la

camioneta y cogí algunos objetos. Llevaba con mi el revolver 38, mi celular y buen abrigo.

Eran las 23hs aproximadamente del primer domingo de diciembre. No hacía casi nada de frío,

y el cielo estaba despejado.

–Bueno cuidate, te espero acá Javi. Si para las 8hs de mañana no tengo novedades de

vos, hago la denuncia y mando las fotos a Pagina 17 –se refería a las fotos del OVNI

y de toda la ciudad secreta que había obtenido en la incursión anterior.

–Va a estar todo bien Pa, entro al hangar NBH–1, fotografío todo lo que pueda y salgo.

Habíamos elegido la moto eléctrica porque era totalmente silenciosa. Me iba a permitir

desplazarme hasta el complejo subterráneo sin correr riesgos. Por supuesto que era consciente

de que podrían tener cámaras, o sistemas de detección de movimientos. Corría riesgo, pero la

experiencia anterior me hacía creer que el nivel de seguridad era bajo y fácilmente vulnerable.

Seguramente, nunca habían tenido inconvenientes de este tipo y por eso estaban totalmente

confiados.

Me despedí de Osvaldo, me subí a la moto y me puse en movimiento. Recorrí unos metros de

piedra hasta que entre en la bajada hacia el túnel, girando hacia la izquierda. De cada lado del

túnel, a la derecha y a la izquierda de la vía, había un pequeño camino de concreto, ideal para
transitar con la moto. Sin embargo, había un detalle. A diferencia de la vez que recorrí el

descenso en el tren, ahora las luces de las paredes del túnel estaban apagadas. Solo podía ver

por la iluminación de la moto. Por supuesto que eso no me detendría. Opté por tomar el camino

del extremo del túnel que estaba a mi derecha, que parecía más ancho. Empecé a avanzar a

unos 15 kilómetros por hora. El camino era monótono. Hacia adelante podía ver unos 100

metros, luego la más incierta obscuridad. Al cabo de unos minutos de descenso pude notar la

presencia de un objeto. A medida que fui avanzando confirmé que se trataba de un inmenso

portón blanco, de metal. Me detuve. En cuanto comencé a examinarlo vi que, del otro extremo,

a mi izquierda, había un caño que sostenía un dispositivo en forma de caja a la de mi cintura.

Me acerqué y pude ver que era de metal. Busque algún tipo de botón y no había nada.

Inmediatamente, busqué la tarjeta magnética y la acerqué a ver si eso activaba algo, pero

tampoco tuve éxito. Me quedé minutos mirando el portón y a medida que empezó a pasar el

tiempo comencé a putear a los viejos en colores. Cuando estuve a punto de darle una patada

al paredón me iluminé.
El acceso

Se me ocurrió algo obvio: que tal vez alguna de las caras de la caja era una tapa. Con esa idea

en mente y ayudándome con mi llave, traté de hacer palanca sobre las uniones de los lados de

la caja. Finalmente, luego de renegar un poco, pude abrir la tapa frontal. Una vez abierta quedó

claro que había un scanner. Acerqué la tarjeta magnética y de pronto el portón se abrió

lentamente hacia arriba. Lo crucé, miré para verificar si de adentro había algún scanner

similar, pero no. Eso me llevó a un gran dilema. ¿Si el portón se cerraba, cómo saldría? Si

bien no era muy creyente, me encomendé a Dios, y seguí mi camino. Al cabo de pocos

segundos, ya en marcha hacia el complejo, comencé a oír como el portón volvía a cerrarse.

Seguí mi camino descendente lleno de emoción, estaba convencido de que esta vez la

recompensa valdría la pena. Tenía confianza en “los viejos”, la causa era justa, y lo que estaba

por descubrir sin duda sería un cimbronazo a nivel país, y tal vez internacional.

A medida que me acercaba fui bajando la velocidad y decidí apagar las luces de la moto para

solo alumbrarme con la linterna del celular. No quería ser descubierto de ningún modo.

Seguí con mis pensamientos, fantaseaba con entrevistas, donde le contaba a periodistas de

todo el mundo mi hallazgo, y toda mi aventura. Podría viajar dando charlas sobre cómo había

desbaratado una inmensa conspiración, e incluso podría escribir un libro. Me veía en ese papel

y me reía. Nunca me había gustado mucho la exposición o los lugares de protagonismo.

Súbitamente, mi desvarío se hizo añicos en cuanto pude ver que estaba llegando a la ciudad

secreta. Apagué las luces, estacioné la moto a un costado y quité el seguro al revólver que

llevaba en el bolsillo. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Estaba mas cerca del último

paso. ¿Qué tipo de material encontraría? ¿Serían artefactos tecnológicos? ¿Me encontraría tal
vez con gente trabajando? Esperaba que no. Había elegido la hora y el día para no cruzarme

con nadie, pero eso no estaba garantizado.


Justicia para todos

A comienzos de 1986, las llamadas Leyes de Impunidad, aún no estaban en vigencia. Estás

leyes permitirían, a partir de fines de 1986, que los subordinados de la Junta militar, los que

habían sido los ejecutores de los crímenes más atroces, pudieran alegar que habían obedecido

órdenes y que por eso no podían ser enjuiciados.

A partir de la condena de Videla, Massera y los demás, tanto Carlos Andrade como Julio Sosa

estaban prófugos. Martín Noriega había puesto toda su energía en juntar pruebas y en mover

cielo y tierra para que la causa que se había originado con la denuncia de Lucrecia y luego

con la denuncia penal que Martín presentó, avanzara. A su vez aun había mucha gente de la

dictadura metida en el poder judicial, y se empeñaban en frenar las causas.

Para “mover la causa” Martín iba periódicamente a tribunales, se reunía con amigos y

conocidos abogados, fiscales, jueces. Hacía llamadas, revisaba archivos nacionales, buscaba

en los titulares de diario cualquier dato o información que pudiera ayudar.

Un caluroso martes de enero de 1986, Martín recibió una llamada.

-Martín, tienen el paradero de Andrade, está guardado en La Lucila, zona norte. En

una hora empieza el operativo para detenerlo, mandate para allá.

Martín, que estaba en su departamento de Boedo, en Capital Federal, no perdió un segundo,

se cambió y corrió hacia la dirección que le pasaron.

Cuando llegó vio dos patrulleros estacionados en una esquina y un grupo corrió comando se

comenzaba a mover por la vereda. Martín los siguió, guardando la distancia. El grupo avanzó
unos 80 metros y se dispuso alrededor de una construcción en la cual había una puerta la

izquierda y a la derecha una enorme persiana metálica.


La matriz

Ahora el desafío era inmenso. Tenía que encontrar el hangar NBH–1. Hubiera sabido genial

saber si esas letras significaban algún tipo de ordenamiento. ¿El NBH–1 estaba justo antes del

NBH–2? O quizás, la N era la fila y B la columna, tipo una matriz. Eso hubiera sido lo sensato,

pero la vida nunca es sensata y los viejos no me aportaron ninguna pista. Justo igual que con

los contenedores. Estaba ciego. Tal vez era una sigla. Tipo “New Biological Hazard”. Y por

ahí tenían un alienígena congelado…

Divertido, pero altamente improbable. En fin, dejé de especular y me puse en marcha.

Arrancaría con el método de fuerza bruta, iría hangar por hangar arrancando en algún extremo.

Para colmo, el complejo parecía estar más oscuro que la otra vez. Supuse que se debía a que

ni siquiera estaban los maquinistas del tren.

Lentamente, fui “peinando” el área solo con la ayuda de la luz de mi celular. Tenía además

una linterna, pero en el teléfono tenía batería de sobra y la linterna casi no consumía energía.

Los hangares tenían rótulos que pasaban del ZANF–3 al XX2–F. Imposible detectar algún

criterio o patrón de ordenamiento.

Al cabo de una hora y algo encontré el hangar. No estaba seguro, pero hubiera apostado que

era el que estaba justo en frente del hangar donde había visto al hombre de la voz familiar.

Por su tamaño y diseño parecía un hangar de mayor jerarquía que es resto. En el frente y hacia

la izquierda pude ver la inscripción NBH–1.

Me acerqué hasta la puerta y vi el pequeño tablero alfanumérico y el scanner con una luz roja.

Acerqué la tarjeta magnética y la luz roja se puso amarilla y comenzó a titilar. Eso me hizo
suponer que era el momento de ingresar la contraseña. Ya la sabía de memoria. Con sumo

cuidado ingresé cada letra y cada dígito: K-A-R-M-A-0-0-7-B-R-A-V-O

Cuando terminé, inmediatamente la luz se puso verde y sonó el familiar sonido de portero

eléctrico. Casi temblando de ansiedad empujé la puerta y entré.

–¡Vamos todavía, estoy adentro! –me dije a mi mismo.


La detención

Cuando uno de los agentes dio la orden, el uniformado que estaba frente a la puerta la derribó.

Inmediatamente, se oyó un griterío creciente a medida que los agentes entraban a la vivienda.

Martín escuchó algunos disparos. En la primera sala se entregó Carlos Andrade, que fue

sorprendido en un sofá viendo televisión. Otro hombre que se había levantado minutos antes

para ir a la cocina pudo hacer algunos disparos y correr por un pasillo de la casa.

–¡No me van a agarrar, hijos de puta! –gritó mientras subía unas escaleras y seguía

disparando.

De pronto Martín vio al hombre acercarse al frente de la casa, en la terraza. Era Julio Sosa.

–¡Se va a escapar por los techos! –gritó Martín a otros oficiales que estaban afuera de

la propiedad.

Al instante le gritaron –¡alto, está rodeado, entréguese!

Otros agentes subieron a la terraza por la escalera que usó Sosa y lo fueron rodeando. Todos

le apuntaban cuando Sosa abrió fuego hiriendo a un policía. En ese instante se abrió una

balacera que desfiguró a Sosa y lo hizo caer desde la terraza para estamparse contra la vereda.

Un charco de sangre se formó a su alrededor. Por fin Martín sintió que se terminaba la

pesadilla, y comenzaba a haber algo de justicia. Aun había cientos de asesinos sueltos, pero

Andrade y Sosa ya habían caído y eso para él era muchísimo.


Últimos pasos

El conjunto de sensaciones era inexplicable. Hay muchos momentos en la vida donde uno

siente grandes niveles de excitación, ansiedad, emoción o incertidumbre. Sin embargo, nunca

viví una mezcla tan desproporcionadamente exacerbada de todo ello.

El lugar estaba a oscuras. Apuntaba la linterna hacia abajo, con miedo de que pudiera alertar

a alguien. De a poco fui alumbrando al salón. De manera similar al hangar al que había entrado

en la incursión anterior vi un par de puertas cerradas y paredes blancas. El salón tenía unos 8

metros de ancho y unos 4 de profundidad. A un costado había un escritorio de recepción con

una computadora. Revisé en los cajones, pero estaban vacíos. En el centro había una puerta

de dos hojas, claramente más importante que las otras. Decidí avanzar por ahí. De vuelta tuve

que acercar la tarjeta a un scanner e introducir la clave. Inmediatamente, sentí un ruido de un

cerrojo que se destrababa. Giré un picaporte, abrí la puerta y avancé. El ambiente al que había

accedido era muy amplio, pero estaba vacío. Solo pude ver otro escritorio más adelante, a

unos 15 0 20 metros. Me desplacé lentamente, con la mano izquierda sosteniendo el celular y

con la derecha apoyada sobre el revólver que seguía en mi bolsillo derecho.

Cuando estaba por alcanzar el escritorio oí un ruido de pasos a mi espalda. Sobresaltado, tomé

el revólver con mi mano derecha y giré media vuelta para iluminar y a la vez apuntar hacia la

puerta por la que había entrado.

–Tranquilo Javier, no va a pasar nada –dijo una voz a la vez que se encendían las luces.

Era esa voz familiar. Miré al hombre a cierta distancia mientras mi cabeza trabajaba

intensamente recorriendo cada lugar de mi memoria para identificarlo.


Sabía que lo conocía, y su forma de mirar también me era familiar. Tenía un gesto melancólico

que tenía grabado en algún lugar de mis recuerdos.

–¿Quién sos? –pregunté.

–Javier, tengo mucho que explicarte. Sentate que nos debemos una buena charla.

El hombre, algo mayor, pero de buen porte, vestía uniforme militar, tenía a la vez una forma

amable de hablar que me tranquilizaba. Sin embargo, sabía que había una organización ilegal

detrás de todo eso. Bajar la guardia era arriesgarme mucho. Por otro lado, era improbable que

el militar estuviera solo ahí. Resistirme no serviría de mucho. En parte sentía pánico. Lo más

probable era que no me fueran a dejar salir vivo de ahí. No iban a permitir alegremente que

alguien pudiera intentar divulgar lo que había visto. Por eso había decidido que, si me iban a

matar, al menos mi vida la pagaran cara.

–Quedate quieto porque si no te vuelo la cabeza. No me importa que me maten, vos te

venís conmigo –dije, a medida que me le acerqué apuntando a su rostro. Estaba

dispuesto a disparar si veía algo sospechoso.

Lo hice entrar y cerré la puerta.

–Ahora estoy solo Javier, no te preocupes. No te va a pasar nada. Estás acá porque yo

así lo dispuse. Lo mismo que la otra vez que nos visitaste. Yo puse el AVNG a tu

vista. Fue mi primer regalo para vos.

Cuando terminó de decir eso, me helé. El hijo de puta sabía que había entrado, y por donde

me había movido. Seguramente tenían cámaras de visión nocturna por todos lados. Era obvio,

semejante estructura, siempre supieron mis movimientos.


–Yo también sé de ustedes y de todo lo que hacen. Se que están experimentando con

pilotos para conducir las naves –dije tratando de impresionarlo y sin saber si eso era

cierto. –Además tengo gente afuera, si en un rato no saben de mí, tengo mucho

material de todo lo que hacen acá que va a ir a parar a los principales diarios de

Argentina. Simple. No me vas a poder matar sin costos –agregué.

–Acá el único que está por matar a alguien sos vos que tenés un fierro en mi frente.

¿Por qué no hablamos un poco, no querés saber nada de todo esto?

–Bueno, me podrías confirmar el significado de AVNG, aunque creo saber bien qué

es –dije, mintiendo nuevamente.

–Claro Javier, un AVNG es un artefacto volador no gravitatorio.

Cuando el hombre terminó esa frase me estremecí. Un hielo me recorrió todo el cuerpo. Un

remolino de recuerdos y acontecimientos vino a mi mente. No pude evitar decir:

–¿Diego? No puede ser.

Mi viejo siempre hablaba de mi tía Lucrecia y de su novio Diego. Diego que había

desaparecido en el año 1975 o 1976, poco antes de golpe militar. Tenía grabada en mi mente

esa foto de Lucre con Diego, dónde podía percibirse cuánto se amaban. Pero también recordé

una grabación donde Diego hablaba de una teoría un tanto delirante sobre el vacío y la

composición de la materia. El fantaseaba con encontrar un mecanismo de propulsión que no

fuera gravitatorio y decía que tenía la teoría que permitiría algún día engendrar objetos

voladores sin gravedad. Él tenía que ser Diego.


–Me impresionás Javier, pensé que ibas a necesitar más preguntas antes de darte

cuenta. Sí, soy yo.

–Quiero más pruebas. No voy a confiar en vos tan fácilmente. ¿Quiero que me digas

todo lo que sabés de mí?

–Claro, primero que sos el sobrino de la persona que más amé en mi vida y que entregó

la suya intentado salvarme. A Lucrecia la mató el hombre más miserable y a quien

hubiera matado yo con mis propias manos si hubiera llegado antes.

Vos sos el hijo de mi cuñado Osvaldo, a quien nunca más pude ver. Nunca me animé a mirarlo

a los ojos. Siempre sentí que yo era el culpable de la muerte de Lucrecia. Nunca pude

perdonarme eso.

–Pero ¿qué pasó? ¿por qué te borraste? Resultaste un cagón, los mierdas de la

dictadura te quebraron y terminaste colaborando con ellos ¡Sos tan basura como

Videla y Massera! –le dije casi llorando a la vez que lo agarraba de la ropa con una

mano y lo apuntaba con la otra.

–Te juro que me arrancaría cada pedazo de mi cuerpo por recuperar a Lucrecia o poder

estar ahí para evitar que se la jugara por mí. Pero me tenían preso, me torturaron de

maneras que no te imaginarías, pero eso tampoco me hubiera detenido, simplemente,

no pude escapar de donde me tenían. Me destruyeron el alma, y sobreviví como pude.

Cuando pude salir la busqué desesperadamente, hasta que supe que la habían matado

sectores de inteligencia. Los mismos que me habían secuestrado.

–¿Y cómo lo supiste?


–Entre mis pérdidas también estuvo mi mejor amigo, Martín Noriega, seguramente tu

viejo te lo nombró.

–Sí, Martín sé que murió de cáncer.

–Martín dejó la vida peleando para que hubiera justicia. Lamentablemente, nunca

pudo sanar el dolor de tantas pérdidas y fumaba cuatro atados por día para tapar la

angustia. Murió en mis brazos, justo antes de contarme lo de Lucrecia. En unos

segundos, perdí a los dos seres más queridos que me quedaban. No me quedaba nada,

mis viejos habían fallecido unos años antes, tampoco me pude despedir de ellos.

–Empiezo a entender un poco, Diego.

–Ojalá algún día puedas perdonarme -dijo mientras miraba al suelo y vi como una

lágrima le recorría el rostro.

–Diego, creo que lo que viviste es un infierno comparado a cualquier castigo que

hubieras merecido. Y creo también que no soy quién para juzgarte. Pero eso no explica

cómo terminaste acá, y mucho menos qué haces con un traje de milico.

–En la cárcel conocí a un militar. Un tipo conservador, que primero me pareció un

retrógrado, pero fue quien me ayudó a sobrellevar los primeros meses del encierro.

Con el tiempo empecé a respetar su posición política, que era absolutamente opositora

y crítica del genocidio que había perpetrado la junta militar. Después cada tanto me

venía a visitar y cuando salí fue quien me salvó la vida. Me uní a un programa

científico de la Marina, una vez que volvió la democracia. Y de a poco y tal vez para
olvidar el dolor del pasado, decidí hacer carrera militar. Sin embargo, mi desempeño

siempre fue en el campo del desarrollo tecnológico.

–¿Pero y lo que están haciendo acá? Esto es ilegal. Hay gente de CNEA que va a

denunciarlos.

–Jaja, no tranquilo. ¿Te referís a Domingo Parduchi? ¿O a las cartas que te mandaron?

¿El mapa para abordar el tren, o la tarjeta magnética y el rótulo del hangar? Todo eso

te lo mandé yo, Javier.

–¿Pero vos estás en pedo? ¡Todo esto lo armaste vos, la re concha de tu hermana! ¡Yo

te voy a matar! –y empecé a reírme. ¿Pero por qué? ¿No era más fácil juntarte conmigo

y contarme todo?

–Sí, tal vez hubiera sido más fácil, pero también quería probarte. Quería conocer tus

capacidades, saber hasta dónde estabas dispuesto a llegar por la verdad y si tenías el

coraje suficiente. Hace años que se de vos, de alguna manera tu viejo y vos son lo

único que me queda de Lucrecia.

–Bueno creo que te demostré que determinación tengo. Ahora quiero saber muchas

cosas. Tengo muchos cabos sin atar.

–Bien, ya nos estamos enfocando. Te escucho.

–Toda esta aventura empezó con un OVNI o un AVNG, mejor dicho, que se acopló a

un tren. ¿Me podés explicar qué pasó ahí?

–Bueno, va a ser mejor que empecemos a hablar de este proyecto para poder encuadrar

el tema. Lo que ves acá es un laboratorio secreto de energías no gravitatorias, que pudo
llegar a esta escala por la constancia de líneas de investigación que llevan 30 años de

desarrollo. Han participado más de 10 potencias mundiales, con distintos grados de

compromiso y conocimiento del proceso. Esa enorme base de investigaciones fue

como un embudo que fue cristalizando en dos líneas principales. La primera que fue

el desarrollo de un arma de destrucción masiva, altamente letal. Eso llevó a muchos

enfrentamientos, y siempre traté de que esa línea avanzara lo más lento posible, pero

como podrás imaginar, toda potencia que se precie de tal, siempre deseará llegar

primera al desarrollo de esta clase de armas. Una vez que aparece una tecnología que

habilita su existencia, todos quieren tener su juguete. Mi consuelo fue, como te digo,

hacer que su desarrollo fuera lo más lento posible.

–Entiendo, ¿y la otra línea? –pregunté

–La otra línea es la propulsión no gravitatoria. A medida que el proyecto fue

avanzando se fue volviendo más cerrado, quedando finalmente solo EE.UU., China,

Rusia y Argentina. Obviamente, te preguntarás cómo y porqué Argentina estuvo

dentro. Bueno hay dos razones. La primera era que yo era una pieza central del

proceso, porque fue mi teoría la que sentó las bases físicas y matemáticas de la

tecnología no gravitatoria y yo siempre puse como condición que Argentina estuviera

adentro. Por otra parte, al ser Argentina un país de desarrollo medio, económicamente

e industrialmente mucho menos desarrollado y políticamente neutral, pudo asumir un

rol de árbitro frente a las tensiones entre los otros tres socios.

–Entonces. ¿por eso se hace todo el desarrollo acá?


–Bueno, no exactamente, en realidad, y esto va a responder tu pregunta anterior, el

desarrollo fue rotando. Y, además, muchas de las partes y bienes de capital que usamos

se siguen desarrollando en los otros países. Sin embargo, hubo un hito clave. Hace 7

años, en EE.UU., una base muy similar a ésta fue infiltrada y hubo una fuga de planos

y tecnología sensibles. Sabemos que detrás hay grupos mercenarios ingleses y

ucranianos. Con el tiempo, estos grupos han ido desarrollado tecnologías, pero aún

son muy atrasadas. Lo que viste esa noche fue un AVNG de origen ucraniano, hecho

con nuestra tecnología. Al día siguiente intentaron robarnos en las cercanías de Bahía

Blanca. Nuestro equipo pudo evitar la operación, aunque perdimos varios agentes.

–El golpe en Saldungaray.

–Exactamente.

–Es increíble. Pero aun no entiendo, qué quieren lograr. ¿Una nueva forma de volar

por la tierra? ¿Es más económica o rápida esta propulsión para vuelos de pasajeros?

¿Sirve para el transporte de cargas?

–Bien, bien. Me gusta esa actitud inquisidora, pero aún no te voy a decir nada. Tengo

una propuesta que hacerte. Aunque hoy tuviste mucho ya. Te propongo que vayas con

tu viejo, descanses en Bariloche dos días y si te animás quiero que vengas al aeropuerto

de Bariloche el martes a las 11hs. Te voy a estar esperando.


El aeropuerto

Disfruté plenamente esos días de Bariloche. Con Osvaldo subimos al cerro Campanario y

tomamos un café con torta mirando los lagos, desde la confitería que está en la cima.

Visitamos el hotel Llao Llao, Colonia Suiza y paseamos mucho por el centro cívico. El martes

desayunamos temprano en nuestro hotel, y a las 10hs ya estábamos camino al aeropuerto.

Diego me había dicho que me esperaría en el hall principal. En cuanto atravesamos la puerta

vimos a un grupo de militares que se nos acercaron.

–Javier, el Almirante nos encargó que te lleváramos con él. Lamentablemente, tu padre

no puede acompañarnos.

–Javi, no te preocupes, andá vos -dijo mi viejo –ya tendré tiempo de hablar con Diego.

Decile que para mí sería muy importante encontrarme con él alguna vez.

Me despedí de Papá con un cierto dejo de tristeza. Me hubiera gustado que él estuviera en la

reunión. Acompañé a los hombres hasta una camioneta militar de la marina, que rápidamente

se puso en marcha. Tras pocos minutos se detuvo frente a un avión. Parecía un Boing o algo

así. Era de gran porte, del tipo utilizado para viajes internacionales.

–El Almirante está adentro, venga con nosotros –dijo uno de los hombres, haciendo

seña hacia el avión.

Subimos por la escalera e inmediatamente me encontré con Diego, que me ofrecía sentarme

a su lado, en los asientos de primera clase.

–¿Me llevás de viaje, Diego? –Dije, en parte en broma, en parte explicitando lo obvio.

–Te animás a acompañarme a China, tengo algo muy importante que mostrarte.
–¿Hoy? ¿Ya, en este avión?

–Sí, no tenemos tiempo que perder.

No tenía muchas opciones, no podía dejar pasar una oportunidad así. Diego me dijo que no

me preocupara por la ropa, ni por la plata. Que todo estaba cubierto. Rápidamente, llamé a mi

viejo y le conté que me iba.

Lo cierto es que no era muy amante de los aviones. De más chico había volado a Europa y lo

había disfrutado, pero con los años, en parte por mucho cine trágico o por tomar conciencia

de los riesgos, le fui tomando respeto a volar. Sin embargo, esta vez no me importó nada. Lo

único que quería era saber lo que Diego tenía para mostrarme. Nos tomamos el viaje para que

me hablara de lo que estaban construyendo en Zhaotong, una ciudad mediana de China, con

alrededor de tres millones de habitantes, situada en el centro-sur del país.

El vuelo directo demoró un día y 14 horas, fue bastante pesado, y mi ansiedad lo convirtió en

eterno. Por suerte, me ayudé con una pastilla y pude dormir como un bebe. Los asientos eran

muy cómodos.

El aterrizaje fue muy suave y sin contratiempos. Eran casi las 14hs de China, y casi las 3hs de

Argentina, cuando pisamos suelo chino.

Estábamos en una base militar. Nos esperaba una camioneta con solados chinos que nos llevó

hasta un helicóptero. Allí Diego se despidió de un solado argentino que nos había acompañado

desde el avión y quedamos en manos de dos pilotos chinos, que hablaban perfectamente en

inglés. Saludaron a Diego, parecía que ya lo conocían, y emprendimos el vuelo.


El paisaje era asombroso, por más de una hora recorrimos una geografía montañosa de gran

diversidad. Picos imponentes se avistaban por doquier. Finalmente, divisamos una gran

planicie donde el helicóptero comenzó el descenso. A medida que perdíamos altura pude notar

una enorme abertura en la roca que desde la altura no se veía. Era una inmensa entrada de

unos 50 metros de ancho y unos 10 metros de alto, de la que apareció un vehículo ligero que

vino a recibirnos.

Yo estaba maravillado, la ciudad subterránea de Pilca sin duda era algo extraordinario, pero

esta estructura ya era algo fuera de los límites imaginables. Subimos a la camioneta y entramos

por la abertura. El suelo parecía una plataforma metálica, que en cuanto nos detuvimos

comenzó a descender. Era un inmenso elevador cuya base tenía unos 40 metros de ancho por

30 metros de fondo. A gran velocidad penetramos decenas y decenas de metros bajo la roca.

Cuando el elevador comenzó a perder velocidad Diego dijo:

-Javier, lo que aún no te dije, y es la razón principal por la que no te traje acá es que

quiero que participes de la tripulación.

Y en cuanto Diego hizo un silencio el elevador se detuvo por completo y quedó frente a

nosotros un espacio subterráneo de dimensiones imposibles. Decenas de plataformas en

movimiento y cientos de equipos de trabajo moviendo componentes, soldando estructuras y

realizando un sin número de tareas que no pude identificar. Y en el centro de todo, una

inmensa estructura triangular rodeada de ese color verde y con carácter traslúcido que ya había

visto en el ovni del tren, y en el hangar de Pilca. Era una nave gigantesca.
De pronto de entre unas columnas se comenzó a acercar un hombre muy mayor pero de paso

ágil. Era Domingo Parduchi, el integrante retirado de ex CNEA, como siempre risueño y

agradable. En cuanto estuvo frente a mí me dio un gran abrazo a la vez que me decía:

–Querido Javi, no sabés la alegría que me da saber que finalmente de algún modo vas

a ser parte de este proyecto! ¿Diego, le vas a decir ahora?

–Sí, ya mismo. Javier, te invito formalmente a ser parte del primer viaje tripulado a

Marte, con tecnología no gravitatoria. Tenemos seis meses para que hagas un

entrenamiento intensivo y dejarte en condiciones. ¿Cuento con vos?

–Diego, nada me haría tan feliz en mi vida. ¡Estoy adentro!


Epílogo

Es el año 2011 cuando escribo estas líneas. Desde los acontecimientos en Tolosa, con ese tren

misterioso y luego el artefacto volador, mi vida había cambiado completamente. Viví una

aventura asombrosa, pero eso era solo el comienzo. Me infiltré en un tren de cargas, me

adentré en una estructura fascinante debajo de la tierra, en Pilcaniyeu. Vi una nave voladora

de una tecnología inimaginable en un hangar secreto…

A su vez, esa búsqueda me llevó a mi pasado, a mi historia familiar cuando me encontré con

el Almirante. La tecnología y la historia política argentina se unían en la vida de Diego, y

Diego era de algún modo mi familia.

Hoy, gracias a Diego emprendo el más increíble viaje al espacio que haya intentado la

humanidad. Un inicio de otra búsqueda mayor. Porque, ¿qué eran el espacio y las estrellas,

sino un misterio sobrecogedor? Para mi eran el lugar de la respuesta a nuestro origen como

raza y como seres. La pregunta sobre quiénes o qué somos. ¿Hay un creador? ¿Estamos

abismalmente solos en esta inmensidad? ¿Estarán nuestros afectos con nosotros después de

esta efímera experiencia en la materialidad?

Ya comenzó la cuenta regresiva. Se encienden los propulsores anti gravitatorios y se despeja

el canal de salida. El camino a Marte es el primer paso en esa búsqueda, pero no será el

último…
FIN

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ANEXO 1

La teoría de Diego Furtado se centraba en la posibilidad de que las partículas y el vacío fueran

parte de una misma cosa, una sustancia que, en vez de ocupar el espacio, fuera el espacio en

sí mismo. La materia era el espacio mismo. Y si se podían acumular más materia, y por lo

tanto más espacio, en una región determinada, se podía decir que en esa región o porción de

volumen había más espacio y que, por lo tanto, se había concentrado el espacio, incrementado

su densidad. Como si en una cajita pequeña se hubiera puesto mucho espacio. La cajita se

vería pequeña desde afuera pero dentro de ella habría mucho más lugar que el aparente.

Asimismo, sostenía que las partículas más elementales, lejos de estar localizadas en un punto,

eran espacio “amontonado” o “concentrado” con un máximo de concentración en el centro y

que esa concentración caía lentamente a medida que nos alejábamos del centro. Un primer

aspecto que se derivaba de esta teoría era el siguiente:

una partícula “A” que cruzaba en las cercanías de otra “B” iba a entrar en contacto con zonas

de distinta concentración del espacio, ya que si la otra partícula (“B”) estaba a su izquierda,

de ese lado habría más concentración que a su derecha (ya que la concentración disminuye a

medida que nos alejamos del centro de la partícula) y eso iba a curvar su trayectoria

acercándola a la partícula “B”. ¿Pero por qué iba a variar su trayectoria? Para entenderlo

considérese un ejemplo: Una partícula atravesando un entorno con más concentración del

espacio a su izquierda que a su derecha es como si una persona caminara dando pasos en dos

cintas para correr, con un pie en cada cinta. A su vez, considere que la cinta de la izquierda se

mueve a mayor velocidad que la derecha (mayor velocidad equivale a mayor concentración

del espacio). Nuestro caminante sentiría que su pierna izquierda tiende a irse más atrás que la
pierna derecha. Resultado: en vez de quedar mirando hacia adelante, la cinta lo pondría en

diagonal y quedaría mirando un poco hacia la izquierda. En el caso de la partícula, su

trayectoria se desviaría hacia la izquierda.

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