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Rusia, Ucrania, Estados Unidos, la OTAN... Para entender la tragedia de esta guerra, vale la
pena hacer un análisis que va más allá de las últimas semanas y meses, e incluso más allá
de Vladímir Putin
https://www.eldiario.es/internacional/theguardian/inevitable-breve-historia-guerra-rusia-
ucrania_129_8825481.html
Durante los tres meses previos a la invasión, todo el mundo debatió acerca de si una
guerra era una posibilidad real; si las amenazas de Vladímir Putin eran un farol o iban en
serio. Algunos de los expertos en geopolítica rusa que antes aconsejaban prudencia en las
previsiones, afirmaban ahora que había motivos para preocuparse. Otros, que durante
mucho tiempo habían criticado la actitud de Putin, aseguraban que solo trataba de llamar
la atención, que sus amenazas solo eran una estrategia teatral. Hubo un intenso debate
entre los analistas que seguían el despliegue de soldados sobre el terreno y los que
analizaban los mensajes que el gobierno ruso canalizaba a través de la televisión. Los
analistas que monitorizaban el despliegue de soldados en la frontera y en Crimea
advertían de la posibilidad de una invasión. Los que monitorizaban las televisiones del país
que ofrecían información oficial, afirmaban que la televisión rusa no estaba alimentando
la hostilidad, como suele hacerse antes de una invasión, y que eso significaba que no iba a
haber guerra.
Viajé a Moscú en enero para ver si podía informarme mejor. La ciudad estaba preciosa.
Había nieve en las calles y se respiraba calma. La represión se estaba intensificando, el
espacio para la expresión política se estaba reduciendo y la cifra real de víctimas mortales
de la pandemia de COVID-19 era mucho mayor de lo que se reconocía oficialmente. Y sí,
en este contexto pandémico, Putin estaba paranoico y obligaba a quien quisiera verlo en
persona a ponerse en cuarentena durante una semana por adelantado en un hotel con el
que el Kremlin contaba para tal fin. Nadie creía que las cosas fueran por el buen camino,
pero ninguna de las personas con las que hablé, algunas de ellas bastante bien
conectadas, pensó que fuera a producirse una invasión. De hecho, pensaban que Putin
tenía entre manos una estrategia de diplomacia coercitiva. Consideraban que las agencias
de inteligencia estadounidenses que advertían de una posible invasión habían perdido la
cabeza. Quedé con amigos, escuché sus reflexiones, analicé los distintos escenarios
posibles. Aun en el caso de que se produjera una invasión, un escenario poco probable –
decían–, todos estábamos de acuerdo en que acabaría rápidamente. Sería como Crimea:
una operación quirúrgica, muy precisa, por la superioridad tecnológica abrumadora de
Rusia. Putin siempre había sido muy cauteloso; el tipo de persona que nunca inicia una
batalla que no está segura de ganar. Sería terrible, pero relativamente indoloro. Fue un
error. Todos nos equivocamos.
Esta guerra no era inevitable. Sin embargo, hace años que nos encaminábamos en esa
dirección. La guerra en sí no es nueva: comenzó, como los ucranianos han repetido en las
últimas dos semanas, con la incursión rusa en 2014. Pero las raíces del conflicto se
remontan aún más atrás. Todavía estamos viviendo los estertores del imperio soviético.
En Occidente estamos cosechando los frutos de nuestras políticas fallidas en la región tras
el colapso de la URSS.
Esta guerra es la decisión de una persona y sólo de una persona: Vladímir Putin. Tomó la
decisión durante el tiempo que estuvo aislado para protegerse de la pandemia, no
organizó ningún tipo de campaña para conseguir el apoyo de la opinión pública, y apenas
habló de sus intenciones con nadie fuera de su círculo íntimo más reducido, razón por la
cual, unas semanas antes de la invasión, nadie en Moscú pensaba que se iba a producir
una invasión. Además, es evidente que no comprendió la naturaleza de la situación
política en Ucrania y la fuerza de la resistencia que se iba a encontrar. Sin embargo, para
entender la tragedia de la guerra, y lo que significa para Ucrania y Rusia y el resto de la
humanidad, vale la pena ir más allá de las últimas semanas y meses, e incluso más allá de
Vladímir Putin. La situación no tenía por qué tener este desenlace, aunque es mucho más
difícil determinar en qué nos hemos equivocado exactamente.
Hace treinta años, cuando los países de la antigua Unión Soviética declararon su
independencia, todo el mundo respiró aliviado al constatar que la disolución se llevaba a
cabo sin grandes tensiones. Más allá de un desagradable conflicto entre Armenia y
Azerbaiyán por el enclave étnico armenio del Alto Karabaj, se produjo con escasa
violencia. Sin embargo, gradualmente, de forma casi imperceptible, se fue produciendo un
cambio de actitud.
Ucrania era única en todos estos frentes. Aunque también había existido como Estado
independiente en los tiempos modernos durante unos pocos años, tenía un poderoso
movimiento nacionalista, una vibrante tradición literaria y la memoria del lugar
independiente que había ocupado en la historia de Europa antes de Pedro el Grande. Era
un país de grandes proporciones, el segundo de Europa después de Rusia. Estaba
industrializado, siendo un importante productor de carbón, acero y motores de
helicóptero, así como de grano y semillas de girasol. Su población destacaba por su nivel
educativo. En el momento de su independencia, en 1991, la población ascendía a 52
millones de personas, la segunda después de Rusia entre los Estados postsoviéticos.
Estaba estratégicamente situado en el Mar Negro y hacía frontera con numerosos Estados
de Europa del Este y futuros miembros de la OTAN. Poseía las que antaño habían sido las
playas más hermosas de la URSS, en la península de Crimea, donde los zares rusos habían
veraneado, así como el mayor puerto naval de aguas cálidas de la URSS, en Sebastopol.
Había sufrido mucho durante el avance alemán en la Unión Soviética en 1941: de las 13
“ciudades heroicas” de la URSS, llamadas así porque fueron testigo de los combates más
intensos y opusieron la mayor resistencia a los nazis, cuatro estaban en Ucrania –Kiev,
Odesa, Kerch y Sebastopol–. Las economías de Rusia y Ucrania estaban profundamente
entrelazadas. Las fábricas ucranianas de Dnipró eran una parte vital de la capacidad militar
e industrial de la URSS, y los mayores gasoductos de exportación de Rusia pasaban por
Ucrania. En palabras del historiador Dominic Lieven, describiendo la situación en torno a la
Primera Guerra Mundial, Ucrania no podía ser más estratégica para Rusia. “Sin la
población, la industria y la agricultura de Ucrania, la Rusia de principios del siglo XX
hubiera dejado de ser una gran potencia”. Lo mismo ocurría, o parecía ocurrir, en 1991.
Ucrania no solo era importante para Rusia desde el punto de vista geopolítico. También lo
era cultural e históricamente. Las lenguas rusa y ucraniana se habían bifurcado en algún
momento del siglo XIII, y Ucrania tenía una literatura distinta y notable, pero las dos
seguían siendo cercanas, casi tanto como el español y el portugués. Aunque la mayor
parte de la población era étnicamente ucraniana, había, sobre todo en el este, una gran
minoría étnica rusa. Y lo que es más importante, aunque el idioma oficial era el ucraniano,
la lengua franca en la mayoría de las grandes ciudades era el ruso. Y todavía más
significativo, la mayoría de la población hablaba los dos idiomas. En la televisión era
habitual ver a un periodista, por ejemplo, hacer una pregunta en ruso y recibir una
respuesta en ucraniano, o tener un panel de expertos para un concurso de talentos con
dos jueces en ruso y dos en ucraniano. Era un país bilingüe, algo poco frecuente.
Desde una perspectiva nacionalista rusa, eso era un problema. ¿Por qué hablar dos
idiomas cuando se puede hablar uno solo? Crimea era un punto especialmente delicado:
la gran mayoría de la población se identificaba como rusa. Y una vez que se empezó a
pensar en Crimea, se empezó a pensar también en el este de Ucrania. Un territorio en el
que había muchos rusos. Por supuesto, también había rusos en otros lugares: en el norte
de Kazajistán, por ejemplo, y en el este de Estonia. También había reivindicaciones
irredentistas que propugnaban anexionarse a Rusia en estas zonas, y de vez en cuando
estallaban. El escritor convertido en provocador político Eduard Limonov, por ejemplo, fue
arrestado en Moscú en 2001 por una supuesta conspiración para invadir el norte de
Kazajistán y declararlo república rusa étnica independiente. Pero ningún lugar ocupó un
lugar tan central en el imaginario histórico ruso como Ucrania.
Durante los primeros 20 años de independencia, Rusia siguió muy de cerca los
acontecimientos en Ucrania, e interfirió de diversas maneras, pero no llegó más lejos. Eso
fue todo lo que necesitó. La gran población rusoparlante de Ucrania garantizaba, o parecía
garantizar, que el país no se alejaría demasiado de la esfera de influencia rusa.
En la propia Ucrania, incluso al margen de la presencia rusa, existían las tensiones propias
del nacimiento de una nación. Muchos de los nuevos países postsoviéticos tenían su dosis
de problemas: élites corruptas, minorías étnicas descontentas, una frontera con Rusia.
Ucrania tenía todos estos elementos, y más. Como era un país extenso e industrializado,
había mucho que robar. Como tenía un importante puerto en el Mar Negro, en la ciudad
de Odesa, había una vía marítima de fácil acceso para poder robar. Como quedó claro en
2014, cuando llegó el momento de utilizarlo, gran parte del material del antiguo ejército
ucraniano salió de contrabando a través de ese puerto.
Ucrania tal vez no estaba dividida, pero tampoco era reconocible como un todo unificado.
Al haber sido conquistada y fragmentada tantas veces, la propia memoria histórica del
país estaba fracturada. En palabras de un historiador, “sus diferentes partes tenían
diferentes pasados”. Para empeorar la situación, uno de los aspectos más preciados de la
cultura política de Ucrania, históricamente, el legado del Hetmanato cosaco del siglo XVII,
era el anarquismo. Los cosacos originales eran guerreros que habían escapado de la
servidumbre. Su sistema político se asentaba sobre la base de una democracia radical.
Había algo hermoso en esto. Pero en términos de construcción de un Estado moderno,
tenía sus inconvenientes. En un análisis de la CIA, ahora famoso, escrito poco después de
la creación de la Ucrania independiente, se predijo que las posibilidades de que el país se
desmoronara eran elevadas. Sin embargo, durante dos décadas el país no se desmoronó.
Para bien y para mal, la democracia estaba muy arraigada en la cultura política ucraniana,
y así, mientras que en Rusia el poder nunca se transfería a la oposición, en Ucrania sucedía
una y otra vez. En 1994, el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, fue expulsado
del cargo en favor de Leonid Kuchma, que prometió mejorar las relaciones con Rusia y dar
al idioma ruso el mismo estatus que al ucraniano. En 2004, su sucesor, Víktor Yanukóvich,
fue destituido, tras masivas protestas por unas elecciones fraudulentas, en favor de un
candidato más nacionalista y proeuropeo, Víktor Yúschenko. En 2010, Yúschenko perdió
ante un resurgido Yanukóvich. Pero Yanukóvich fue destituido por la revolución del
Euromaidán, en 2014. Un candidato nacionalista y multimillonario del chocolate, Petro
Poroshenko, se convirtió en el siguiente presidente, pero fue sustituido por Volodímir
Zelenski, un candidato pacifista y rusoparlante, en 2019.
La política ucraniana estaba repleta de conflictos. Las peleas a puñetazos en la Rada eran
habituales y las protestas, una realidad cotidiana. Hubo protestas masivas contra Kuchma,
por ejemplo, en el año 2000, cuando salió a la luz una grabación en la que aparentemente
ordenaba el asesinato del periodista Georgiy Gongadze, cuyo cuerpo sin cabeza había sido
encontrado en un bosque a las afueras de Kiev. Kuchma insistió en que las cintas estaban
manipuladas. Fue acusado en 2011, pero poco después se retiraron los cargos porque un
tribunal dictaminó que no podía admitir a trámite las cintas. Yúschenko, el candidato de la
oposición en 2004, sobrevivió a duras penas a un envenenamiento con dioxina, que reunía
todas las condiciones de una operación especial rusa. La ronda inicial de votaciones en
2004 estuvo marcada por graves irregularidades y un claro fraude electoral como no había
ocurrido aún en Rusia. Se produjeron protestas masivas, conocidas como la Revolución
Naranja, para conseguir otra ronda de votaciones, en la que ganó Yúschenko.
Posteriormente, el propio Yúschenko presidió unas elecciones justas en 2010, que perdió.
Y así sucesivamente.
A los ucranianos que vivían bajo esta política oscilante, pasando de la esperanza a la
decepción y viceversa, con lo que parecía una élite permanente que se limitaba a
intercambiar la presidencia entre ellos, les parecía que sus vidas pasaban de largo. Un
periodista que conocí en Kiev en 2010, que había participado en las protestas que
formaron parte de la Revolución Naranja y que luego quedó decepcionado por la
presidencia de Yúschenko, se lamentaba de las oportunidades perdidas. “Todo esto,
mientras el tiempo pasa”, dijo. No podía creer lo poco que se había hecho desde 2005, y
desde 1991. Pero el paso del tiempo tenía otra lectura. Cuanto más tiempo pasara, más
podría unirse la frágil nacionalidad ucraniana. Porque, ¿qué significaba pertenecer a una
nación? ¿Dónde, en palabras de la famosa canción soviética, empieza la patria? Según la
canción, comienza con los dibujos del primer libro que te lee tu madre. Y con tus buenos y
auténticos amigos de la casa de al lado. Cuantas más personas hayan nacido en Ucrania,
en lugar de en la URSS, cuantas más personas hayan crecido pensando en Kiev como su
capital en lugar de Moscú, y cuantas más hayan aprendido la lengua ucraniana y la historia
de Ucrania, más fuerte será Ucrania. Volodímir Zelenski, en el programa de televisión que
le hizo famoso en Ucrania y acabó catapultándole a la presidencia, interpreta a un
profesor de historia de instituto que habla ruso y que de repente se convierte en
presidente. En las breves escenas en las que vemos al personaje de Zelenski dando clases,
interroga a sus alumnos sobre el gran historiador y político nacional ucraniano Mykhailo
Hrushevsky.
Esto cambió en los primeros años de la administración Clinton. El impulso para ese cambio
vino de dos direcciones. Una fue un grupo de convencidos del impacto de la política
exterior que formaban parte del consejo de seguridad nacional de Clinton, y la otra fueron
los Estados de Europa del Este.
Después de 1991, los países poscomunistas de Europa del Este, especialmente Polonia,
Hungría y Checoslovaquia, se encontraron en un entorno de seguridad incierta. La cercana
Yugoslavia se estaba desmoronando y eran conscientes de que sus fronteras eran espacios
de potencial disputa. Pero, sobre todo, tenían un vivo recuerdo del imperialismo ruso. No
creían que Rusia fuera a permanecer en una situación de debilidad permanente, y querían
alinearse con la OTAN mientras pudieran. “Si no nos dejan entrar en la OTAN,
conseguiremos armas nucleares”, dijeron funcionarios polacos a un equipo de
investigadores de un thinktank en 1993. “No confiamos en los rusos”.
A la hora de argumentar su posición, fue determinante que los líderes de los países de
Europa del Este tuvieran una gran credibilidad moral ante Occidente. Fue tras una reunión
con, entre otros, Václav Havel y Lech Wałęsa en Praga, en enero de 1994, cuando Bill
Clinton anunció que “la cuestión ya no es si la OTAN admitirá nuevos miembros, sino
cuándo”. Esta formulación -no si, sino cuándo- se convirtió en la política oficial de Estados
Unidos. Cinco años más tarde, la República Checa –tras divorciarse pacíficamente de
Eslovaquia–, Hungría y Polonia se incorporaron a la OTAN. En los años siguientes se
incorporarían 11 países más, con lo que el número total de países de la alianza ascendería
a 30.
Durante la reciente crisis, algunos expertos y políticos estadounidenses han afirmado que
Rusia no se opuso a la OTAN hasta hace poco, cuando buscaba un pretexto para invadir
Ucrania. Esta afirmación es ridícula. Rusia ha protestado contra la expansión de la OTAN
desde el principio. El viceministro de Asuntos Exteriores ruso le dijo a Strobe Talbott, el
principal contacto de Clinton con Rusia, en 1993, que “la OTAN es una palabra de cuatro
letras” –una expresión que se emplea para referirse a los insultos, muchos de ellos con
cuatro letras en inglés–. En una conferencia de prensa conjunta con Clinton en 1994, Boris
Yeltsin, para quien Clinton había sido un aliado leal, reaccionó con furia cuando se dio
cuenta de que la OTAN estaba avanzando en sus planes para incluir a los Estados de
Europa del Este. Predijo que el resultado sería una “paz fría” en Europa.
Rusia era demasiado débil, y todavía demasiado dependiente de los préstamos
occidentales, para hacer algo más que quejarse y observar con recelo cómo aumentaba el
poder de la OTAN. La intervención de la alianza en Kosovo en 1999 fue especialmente
molesta para los dirigentes rusos. Se trataba, en primer lugar, de una intervención en una
situación que Rusia consideraba un conflicto interno. En aquel momento, Kosovo formaba
parte de Serbia. Tras la intervención de la OTAN, dejó de formar parte de Serbia. Mientras
tanto, los rusos hacían frente a una situación similar a la de Kosovo en Chechenia, y de
repente les pareció que no era imposible que la OTAN pudiera intervenir también en ese
escenario. Como me resumió un analista estadounidense que estudió a los militares rusos:
“Se asustaron porque sabían cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales rusas.
Vieron cuál era la capacidad de las fuerzas convencionales estadounidenses. Y vieron que
mientras ellos tenían muchos problemas en Chechenia con la minoría musulmana, Estados
Unidos había intervenido para separar con éxito Kosovo de Serbia”.
Al año siguiente, Rusia cambió oficialmente su doctrina militar para afirmar que, en caso
de amenaza, podría recurrir al uso de armas nucleares tácticas. Uno de los autores de la
doctrina dijo al periódico militar ruso Krasnaya Zvezda que la expansión de la OTAN hacia
el este era una amenaza para Rusia y que esa era la razón de la reducción del umbral para
el uso de armas nucleares. Esta afirmación se produjo hace 22 años.
Mientras esto ocurría, una serie de acontecimientos sacudieron la periferia rusa. Las
“revoluciones de colores” –que se sucedieron rápidamente en Georgia en 2003 (Rosa),
Ucrania en 2004 (Naranja) y Kirguistán en 2005 (de los tulipanes)– utilizaron las protestas
masivas para expulsar a líderes prorrusos corruptos. Estos acontecimientos fueron
acogidos con gran entusiasmo en Occidente, que los consideró un renacimiento de la
democracia. Mientras, el Kremlin los veía con escepticismo y temor, por considerarlos una
invasión del espacio ruso. En Estados Unidos, los responsables políticos celebraron que la
libertad se pusiera en marcha. En Moscú, existía la preocupación, vista por algunos como
un tanto paranoica, de que las revoluciones de colores fueran obra de los servicios
secretos de Occidente, y que Rusia fuera el siguiente objetivo.
Puede que el Kremlin no tuviera razón sobre un complot occidental de largo alcance, pero
no se equivocaba al pensar que Occidente nunca lo vio como un igual. El hecho es que en
cada momento, en cada punto de fricción, en cada situación, Occidente, y Estados Unidos
en particular, hizo lo que le vino en gana. A veces fue exquisitamente sensible y cuidadoso
con las percepciones rusas; otras veces, arrogante. Pero en todos los casos, Estados
Unidos tiró millas. Con el tiempo, esta forma de actuar se normalizó. Las relaciones entre
ambas partes se deterioraron y las posiciones se endurecieron. En 2006, Dick Cheney
pronunció un agresivo discurso en la capital lituana, Vilna, en el que celebró los logros de
las naciones bálticas. “El sistema que ha traído tanta esperanza a las orillas del Báltico
puede traer la misma esperanza a las lejanas orillas del Mar Negro, y más allá”, dijo. “Lo
que es cierto en Vilnius también lo es en Tiflis y Kiev, y en Minsk, y en Moscú”. Como
señalan Samuel Charap y Timothy Colton en su excelente historia del conflicto de Ucrania
de 2014, Todo el mundo pierde, “sólo se puede conjeturar la reacción a tales
declaraciones en el Kremlin”.
La advertencia fue escuchada, pero no atendida. En abril de 2008, los países de la OTAN se
reunieron en Bucarest y prometieron que Georgia y Ucrania “se convertirían en miembros
de la OTAN”. Fue, como muchos han señalado desde entonces, lo peor de ambos mundos:
una promesa de adhesión sin ninguno de los beneficios reales, en forma de garantías de
seguridad, que esa adhesión conllevaría. Unos meses más tarde, en lo que hasta ese
momento era, con mucho, la acción militar más importante fuera de sus fronteras, Rusia
derrotó a Georgia en una violenta guerra de cinco días.
Siempre ha habido múltiples visiones sobre quién es Putin que compiten entre sí y que se
sitúan en diferentes ejes en cuanto a su competencia, su inteligencia y su moral. Es decir,
algunas personas que pensaban que era malvado también pensaban que era inteligente, y
algunas personas que pensaban que simplemente defendía los intereses rusos también
pensaban que era incompetente.
Hace cinco años, en este artículo, durante el auge de la admiración hacia las habilidades
de Putin que siguió a la elección de Donald Trump, argumenté que Putin era básicamente
un político “normal” en el contexto ruso. Eso no significaba que fuera en modo alguno
admirable –la forma en que dirigió la guerra en Chechenia, que lanzó su candidatura
presidencial, era prueba suficiente de sus malas intenciones–. Tampoco creía que debiera
hackear los correos electrónicos de Hillary Clinton. Sin embargo, pensaba que, dada la
historia de Rusia, su traumática experiencia de la transición postsoviética, la dinámica
interna del régimen de Yeltsin y el contexto geopolítico más amplio, la persona que
tomara el relevo de Yeltsin era casi seguro que sería un autoritario nacionalista, se llamara
o no Vladímir Putin. La pregunta parecía ser: ¿se habría comportado de forma muy
diferente otro autoritario nacionalista que no se llamara Putin? Sobre esto había algunas
pruebas limitadas en las personas de Boris Yeltsin (autor de la primera guerra en
Chechenia) y Dmitri Medvédev (autor de la guerra en Georgia) de que no lo haría.
El momento, al menos en mi opinión, en el que Putin hizo que estas cuestiones fueran
irrelevantes, fue el intento de envenenamiento con un agente nervioso del opositor Alexei
Navalni, un intento de asesinato que casi con toda seguridad habría tenido que contar con
la aprobación de Putin. Otros asesinatos políticos en Rusia me han parecido menos
evidentes. Había buenas razones para creer que la periodista Anna Politkovskaya y el
político Boris Nemtsov, por ejemplo, habían sido asesinados por orden del caudillo
checheno Ramzan Kadyrov. Y aunque Kadyrov era un fiel aliado de Putin, no eran iguales.
Posiblemente se trataba de una distinción menor, y sin embargo parecía que hablar de
una dictadura en Rusia oscurecía el hecho de que el país todavía tenía cierto espacio,
aunque se reduce cada año, para la vida política y la libertad de pensamiento. Ahora
estamos viendo cómo es una verdadera dictadura rusa: todo atisbo de medio de
comunicación independiente ha sido cerrado, los periodistas amenazados con 15 años de
prisión si informan a partir de fuentes que no son las oficiales, la agresión policial
desenfrenada e incontestable contra los manifestantes pacifistas. Con la invasión de
Ucrania, no queda nadie que piense que Putin se limita a actuar como un político ruso
postsoviético al uso.
¿Se puede explicar cómo razona Putin? En este caso, existen factores objetivos y
subjetivos. Objetivamente, no se equivocaba al pensar que Ucrania se estaba integrando
cada vez más en Occidente. El Acuerdo de Asociación UE-Ucrania al que se había opuesto
tan ferozmente en 2013 se había firmado en 2014 y había entrado en vigor en 2017.
También la OTAN estaba en camino. Ahora había armas y personal de la OTAN en Ucrania.
El intento de Putin de ejercer el control sobre la política ucraniana mediante la creación de
las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk había fracasado. De hecho, no sólo había
fracasado, sino que le había salido el tiro por la culata. Los ucranianos que en un inicio no
se había mostrado entusiasmados con la OTAN, ahora apoyaban su adhesión, y muchos de
los que habían albergado sentimientos prorrusos habían visto lo que los títeres rusos
habían hecho en las repúblicas separatistas. Ucrania, una democracia imperfecta, obtuvo
una puntuación de 61 en la escala de la organización Freedom House en 2021; las
Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk (Donbás Oriental) obtuvieron un 4. Nadie
quería eso para sí. Putin había ganado Crimea y algún territorio en el este, pero había
perdido Ucrania. Tras la victoria del candidato presidencial demócrata Joe Biden, que
señaló un renovado compromiso estadounidense con Europa y la OTAN y, entre otras
cosas, con Ucrania, todo parecía indicar que la situación se estaba volviendo cada vez
menos favorable a Putin.
Pero no se quedó sin opciones. En 2015 había conseguido, por la fuerza de las armas, el
acuerdo de Minsk-2 –un oneroso acuerdo de paz, nunca aplicado por ninguna de las
partes–, que había obligado a Ucrania a reintegrar las repúblicas de Donetsk y Lugansk en
una Ucrania federada, donde tendrían esencialmente poder de veto sobre la política
exterior del país; quizás, en 2022, podría conseguir también un Minsk-3. Y si
anteriormente había dejado la aplicación del acuerdo de Minsk en manos de un gobierno
ucraniano elegido democráticamente, podría decidir no volver a cometer ese error. Podría
instalar un líder en Kiev en el que pudiera confiar. Un mes antes de la invasión, el gobierno
británico declaró que poseía información de sus servicios de inteligencia que indicaba que
Putin planeaba hacer exactamente eso.
Y aquí entramos en los factores subjetivos: ¿por qué, en retrospectiva, pensó Putin que
podía realizar esta maniobra en un país del tamaño de Ucrania? En parte, sin duda,
envalentonado por una cadena de victorias militares en Chechenia, en Georgia, en Crimea
y en Siria. Había tenido un gran éxito, a menudo con un coste relativamente bajo, y se
había convertido en una especie de “aguafiestas” de la estrategia de Occidente en varias
partes del mundo.
Asimismo, ha pesado el factor de que Putin no creía que Ucrania fuera un país real. Esta
no es una visión solo de Putin; muchos rusos, por desgracia, no ven por qué Ucrania
debería ser independiente. Pero con Putin esto se ha convertido en una verdadera
obsesión, impermeable al hecho de que todo apunta en la dirección contraria. Otro tipo
de líder vería que Ucrania se niega a plegarse a su voluntad y concluiría que es una
entidad independiente. Pero para Putin esto solo podría significar que era una entidad
controlada por un tercero. Al fin y al cabo, este era el caso en las partes de Ucrania que
Putin había conquistado: había instalado políticos títeres para dirigir las autoproclamadas
repúblicas populares del este de Ucrania. Así que quizás era lógico que Occidente también
hubiera instalado un títere, Zelenski, que huiría a la primera de cambio si la situación
escalara.
5. ¿Dónde acaba esto?
Está claro que Putin no esperaba que Volodímir Zelenski se convirtiera en Winston
Churchill. En 2019 ganó las elecciones con un posicionamiento pacifista. Un político sin
experiencia del sureste industrial del país, ganó con un impresionante 73% de los votos en
una segunda vuelta contra Petro Poroshenko. El lema de campaña de este último había
sido “¡Ejército! ¡Lengua! Fe”. Zelenski, por el contrario, fue votado por ser un soplo de aire
fresco, alguien que iba a hacer las cosas de forma diferente, y también alguien que
indicaba su voluntad de intentar negociar con Putin para poner fin a la guerra. La campaña
de Poroshenko repetía con insistencia que Zelenski era un títere del Kremlin que vendería
el país. La gente le votó de todos modos.
El día anterior, en su angustioso llamamiento de última hora al pueblo ruso, Zelenski había
dejado claro que no quería una guerra. Pero también era cierto que no tenía mucho
margen para llegar a un acuerdo. El único camino claro hacia la paz –la aplicación de los
acuerdos de Minsk– se había vuelto, con el paso del tiempo, aún más intolerable para los
ucranianos de lo que había sido en el momento de su firma. Al fin y al cabo, a la gente no
le gusta sentirse intimidada por un vecino de mayor tamaño y más agresivo Y la mayoría
de los observadores señalaron que, por muy aterradora que fuera una invasión rusa, un
pacto en el que Zelenski que cediera demasiado probablemente llevaría al derrocamiento
de su gobierno.
Si la única forma de evitar la guerra era mediante una rendición cobarde, entonces tendría
que haber guerra. Ucrania lucharía. Y ha luchado.
Algún día, la guerra terminará, y más tarde, aunque probablemente no tan pronto como
uno podría esperar, el régimen en Rusia tendrá que cambiar. Habrá otra oportunidad para
acoger a Rusia de nuevo en el concierto de las naciones. Nuestro trabajo en Occidente
será entonces hacerlo de forma diferente a como lo hemos hecho esta vez, en el periodo
postsoviético. Pero esa es una tarea para el futuro. Por ahora, con angustia y dolor,
seguimos a la espera observando la situación.
Entrevista
Horizontal
César Rangel
Andy Robinson
15/03/2022 06:00
https://www.lavanguardia.com/internacional/20220315/8124823/michael-klare-pugna-
territorios-estrategicos.html?utm_term=botones_sociales
Resentimiento
“Putin está resentido con los ucranianos por negarse a aceptar una unión con Rusia”
Todo el mundo está hablando de segunda guerra fría. Usted dice que es mucho peor...
O sea, ¿la situación se parece más a principios del siglo XX que al periodo posterior a la
Segunda Guerra Mundial?
Sí. Se parece más al periodo que discurre antes de la Primera Guerra Mundial, en que los
Balcanes eran un espacio disputado entre el imperio ruso, el austrohúngaro y el británico.
Hubo mucha intriga, operaciones secretas, acopio de armas. Todo para lograr una posición
dominante. Y esto desencadenó una guerra mundial.
No. Hace unos años se tomó en Washington la decisión de que la guerra contra el terror
había resultado un desastre y que debería ser sustituida por otra estrategia. En el 2018 se
produjo una especie de golpe de Estado en política exterior cuando el secretario de
defensa, el exgeneral James Mattis, publicó la Estrategia Nacional de Defensa . En ese
documento ya se decidía que la lucha contra el terrorismo no era la prioridad. Lo es la
lucha contra Rusia y China.
Guerra fría
Sí. Es totalmente bipartidista. La gente de Biden viene del mismo gremio. Antony Blinken y
Jake Sullivan son miembros del mismo establishment de política exterior, el llamado “
blob ” .
El embargo al petróleo ruso impulsará el precio del barril hacia los 200 dólares. ¿Hasta
dónde está dispuesta a llegar la Administración Biden si se disparan los precios de la
gasolina?
En primer lugar, EE.UU. quiso que la OTAN siguiera por motivos obvios. Porque es su
forma de ejercer una influencia sobre Europa. Segundo, la OTAN es una burocracia
enorme que no quiso ser desmantelada. Tercero, el establishment de política exterior en
Washington, al igual que sus homólogos en Rusia, se formó en la guerra fría; todo su
pensamiento es de la guerra fría. Y esto persiste. La desconfianza respecto a Rusia hacía
imposible verlo como un posible socio. Es verdad que no es fácil ser socio con Rusia pero
casi no se ha intentado.
En los últimos años, el vocabulario de la guerra fría ha vuelto incluso cuando se habla de
China. ¿Se trata de una batalla por los recursos minerales y energéticos?...
Más que por los recursos, va de la percepción de que China es un competidor en la lucha
por el dominio mundial. Esta es la batalla del siglo. China se percibe como el verdadero
rival. De modo que hay que plantarle cara en todos lugares. Se percibe como una batalla
de suma cero para el poder global. China tiene que ser arrinconada, alejada de los
recursos y de aliados en América Latina, en Medio Oriente y en África.
https://www.lavanguardia.com/internacional/20220315/8124823/michael-klare-pugna-
territorios-estrategicos.html