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Ucrania: La guerra que no resolverá nada pero costará

muchas vidas
Nadie podrá decir que el estallido de la guerra con su epicentro en Ucrania le
cogió por sorpresa. Llevábamos varias semanas escuchando sin creerlos del todo los
preparativos rusos para iniciarla y los avisos muy firmes de los Estados Unidos y la
OTAN de que comenzaría cualquier día de estos. Costaba sin embargo hacerse la
idea de que a estas alturas del siglo XXI, hubiese gobiernos con sensatez y
experiencia histórica capaces de promoverla.
Nos hemos equivocado quienes dudábamos. Vladimir Putin, con quien pesaban las
más preocupantes dudas, acaba de confirmar sus ambiciones de poder y falta de
escrúpulos incluso cuando se trata de víctimas humanas. La guerra que acaba de
iniciar seguramente no resolverá nada, pero si es más que probable que costará
muchas vidas. Apenas está en los primeros escarceos y ya los muertos se cuentan por
decenas.
Ucrania es un país extenso, poco desarrollado, y sin tradición histórica
independiente. Obtuvo su soberanía con la caída de la Unión Soviética que, como no
podía ser menos, enseguida fue reconocida por la ONU y la Comunidad Internacional.
Incluso los primeros gobiernos que se sucedieron en el Kremlin la asumieron sin
especiales reservas. La llegada de Putin al poder y su eternización cambiaron las
cosas.
Putin fue un funcionario aventajado de la tristemente célebre KGB, la checa
gigante que funcionaba bajo la obsesión del sentimiento imperial de la Rusia zarista
asumido por la comunista, y él lo retomó al acceder al poder. Si echamos la vista atrás,
no ha cejado de reprimir los movimientos independentistas de algunas repúblicas
como Chechenia, de forzar el control sobre otras que ya lo han conseguido y de
ejercer de tutor sobre ellas para que mantengan sus lazos de sumisión a Moscú.
Una parte de la población de Ucrania habla ruso y eso unido a la teoría de que
siempre fue parte del territorio de Rusia son los argumentos que le sirven a Vladimir
Putin para reivindicar su recuperación. Como sabe que eso no podrá hacerlo por vías
jurídicas y diplomáticas, lo ha intentado por la fuerza y es ahora cuando pretende
culminarlo por la fuerza. Empezó ocupando y convirtiendo en una provincia rusa la
península de Crimea y lo consiguió sin mayores consecuencias.
Kiev no tenía capacidad militar para defender esa parte de su territorio y la
comunidad internacional expresó protestas y aplicó sanciones, pero acabó
transigiendo. Fue un aliciente para las ambiciones de Putin sobre Ucrania. Enseguida
sus experimentados servicios de intromisión en lo ajeno estimularon a los ucranianos
prorusos del este de la región del Dombast y lograron que dos provincias, Donetsk y
Luhansh proclamasen su independencia unilateral, siempre bajo la protección militar
rusa.
Ucrania está en el centro, aprisionada entre Rusia y su satélite Bielorrosia, sin
posibilidades de consolidar su condición europea, garantizar su independencia bajo el
paraguas de la OTAN como desea la mayoría de sus habitantes y acceder a la Unión
Europea que le abriría las puertas al progreso económico. Es lo que Putin intenta evitar
como paso previo para lograr su sumisión plena a los dictados e intereses de Moscú y
de paso desestabilizar la UE.
La guerra, que se veía venir y no nos creíamos, ha estallado. Ahora la duda es
cuando y cómo terminará. Esa suele ser la incógnita de todas las guerras que
comienzan. La otra, cuantas víctimas costará, no hace falta esperar a la aritmética: ya
se puede anticipar que serán muchas. En estos momentos de incertidumbre, esa es la
realidad peor, la que implica la demencial humana de pretender resolver sus asuntos a
cañonazos.

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