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Camino al Cogito: Anotaciones en torno a las Meditaciones Metafísicas de Descartes

Prof. Pablo Cerolini

Para coronar mi moral examiné las


profesiones que suelen ejercerse en
sociedad a fin de elegir la que mejor
me pareciera, y sin que esto sea
despreciar la de los demás, pensé
que la mejor profesión era la que ya
practicaba, que la más noble misión
del hombre consistía en cultivar la
razón…
(Discurso del Método, 2° Parte)

INTRODUCCIÓN

René Descartes nació en La Haya, Touraine, el 31 de Marzo de 1596. Muriendo en


1650 le toco vivir toda la primera mitad del fascinante siglo XVII. Época extraordinaria en que
se da la convivencia entre los estertores de las instituciones todavía relativamente operantes
del medioevo con las nuevas formas políticas y sociales que preparan en este siglo la definida
irrupción a que se asistirá en el siguiente. Fue también el siglo de Francis Bacon y John Locke:
con la producción filosófica del primero Descartes tendrá célebres disidencias que nutrirán el
panorama del pensamiento de toda una época e inspirarán a sucesores. Sin ellos es
impensable la filosofía de Kant o Hume.

El Discurso del Método y las Meditaciones metafísicas son obras de plenitud


mental. Exceptuando algunos diálogos de Platón, no hay libro alguno que las
supere en profundidad y en variedad de intereses y sugestiones. Inauguran la
filosofía moderna; abren nuevos cauces a la ciencia; iluminan los rasgos
esenciales de la literatura y del carácter franceses; en suma, son la autobiografía
espiritual de un ingenio superior, que representa, en grado máximo, las más
nobles cualidades de una raza nobilísima. (García Morente, 2007:9)

Su obra estuvo sometida a numerosas prohibiciones y vetos, a pesar de sus


denodados intentos por desorientar a la censura. A su muerte se prohibió la enseñanza de su

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filosofía, y sus obras fueron incluidas en el Índice. Hegel, en la cúspide la filosofía idealista, lo
consideró un “héroe del pensamiento moderno”.
Las Meditationes de prima philosophia , del año 1641 constituyen una obra de madurez
en la propia consideración del autor. Son un retorno y una ampliación sobre ciertas cuestiones
teóricas ya consideradas en su Discurso del Método, de 1637.
El Discurso se encuentra escrito en lengua francesa, que Descartes no consideraba en
absoluto inoperante para la elaboración y discusión filosóficas. Las Meditationes, en cambio,
recurren a la lengua de la tradición, el latín.
Ambas constituyen obras fundamentales en el opus del autor, otorgándole enorme
fama y prestigio en los ambientes académicos y palaciegos. Descartes era requerido por
señores y monarcas para hacerse dictar clases de filosofía moderna. Su vistita a Estocolmo en
1649, un año antes de su muerte, obedece a dicha razón. Fue la culminación de una vida
errante, en cierto modo aventurera, y sin dudas siempre animada por la curiosidad filosófica.
Una vez clarificada brevemente la ubicación de las Meditaciones en el corpus
cartesiano, expondré las motivaciones de este trabajo. Comenzaré por aquello que este escrito
no es: no constituye un comentario completo de las Meditaciones: una obra de esta magnitud, a
veces víctima de una simplificación excesiva y una escolarización desnaturalizante merece una
complejización en su tratamiento que los requerimientos editoriales de este volumen colectivo
desaconsejan. Por otra parte, dicho trabajo de comentario meticuloso y bien documentado ya
ha sido realizado en al menos una oportunidad (Dauler Wilson, 1990).
En cambio, este escrito pretende un recorrido diverso: analiza en su orden de
presentación las meditaciones pero a través de una búsqueda específica: se va en camino del
cogito, por entender que en su constitución y elucidación se articula gran parte de la
perennidad histórica de esta obra. De esta forma se irán comentando los aspectos
controversiales o poco claros de las tres primeras meditaciones y proponiendo en algunos una
interpretación que entiendo más certera o probable. Las referencias a la cuarta y quinta
meditaciones estarán al servicio de esta búsqueda.
Este recorrido consta de tres momentos: en el primero se presta especial consideración
a la cuestión de la DUDA, haciendo uso extenso del material textual; creo que este exceso está
justificado porque la primera meditación constituye, antes que un plan de la obra, un mapa de
la entera filosofía por venir.
En un segundo momento, se arriba a la centralidad de este trabajo y las Meditaciones a
través de la heurística del COGITO.
La tercera parte se dedica a la figura de DIOS y a la justificación del MUNDO.
La cuestión del llamado dualismo cartesiano ya ha sido expuesta en otra publicación de
mi autoría (Cerolini, 2006), y por su complejidad y conexiones con otras obras del autor
ameritan un trabajo propio. La Sexta Meditación considera esta cuestión, pero no es el único
escrito de Descartes en que se estudia y debate.

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I. DUDA

Descartes da comienzo a la Meditación Primera con una manifestación de estilo


escritural que dejará marcas en las formas de elaboración de discursividad filosófica moderna:
en un estilo autobiográfico, falsamente emparentado con un relato pueril, va diagramando los
caminos de la filosofía por venir y trazando una línea distintiva entre las formas argumentativas
de lo propiamente filosófico y aquello que pertenece a otros territorios.
Dice Descartes

Hace ya mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he


admitido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que
después he ido edificando sobre tan endebles principios no puede ser sino muy
dudoso e incierto; desde entonces he juzgado que era preciso acometer
seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las
opiniones a que había dado crédito, y empezar de nuevo, desde los
fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. Mas
pareciéndome muy grande la empresa, he aguardado hasta llegar a una edad
tan madura, que no pudiera esperar otra más propia luego para llevar a bien mi
proyecto; por lo cual lo he diferido tanto tiempo, que ya creo que cometería una
falta grave si perdiera en deliberar el que me queda para la acción. (Descartes,
2007: 119)

Continúa Descartes

Hoy, pues, habiendo, muy a punto para mis designios, librado mi espíritu de toda
suerte de cuidados, sin pasiones que me agiten, por fortuna, y gozando de un
seguro reposo en un apacible retiro, voy a aplicarme seriamente y con libertad a
destruir en general todas mis opiniones antiguas. Y para esto no será necesario
que demuestre que todas son falsas, lo que acaso no podría conseguir, sino que
–por cuanto la razón me convence de que a las cosas que no sean enteramente
ciertas e indudables debo negarles crédito con tanto cuidado como a las que me
parecen manifiestamente falsas-, bastará, pues, para rechazarlas todas, que
encuentre en cada una razones para ponerla en duda. Y para esto no será
necesario tampoco que vaya examinándolas una por una, pues fuera un trabajo
infinito; y puesto que la ruina de los cimientos arrastra necesariamente consigo la
del edificio todo, bastará que dirija primero mis ataques contra los principios
sobre de descansaban todas mis opiniones antiguas. (Descartes, 2007: 119)

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Estas consideraciones iniciales de Descartes ameritan una serie de indicaciones para
efectuar en relación con ellas una lectura en profundidad.
Nuestro autor indica que desde niño ha aceptado como verdaderas opiniones falsas. Mucho se
ha escrito y reflexionado en relación con el medio educativo de Descartes. Sería conveniente
realizar una confrontación con lo expuesto en Discurso del Método: en esta obra, anterior en
pocos años a las Meditaciones, Descartes retoma el tono intimista y autobiográfico en el relato
de lo aprendido en la escuela, indicando que muchas de las “verdades” aprendidas en dicha
institución lo habían dejado con una profunda insatisfacción por la falta de “fundamentos”, a
pesar de haber sido instruido por los espíritus más sensibles de la época. Hay también, al igual
que en este fragmento que estamos analizando, una referencia a la cuestión “arquitectónica”:
nada se puede construir sobre bases endebles, se impone revisar todo desde los cimientos
para que no se trate de “endebles principios”. En Discurso del Método, la referencia es a las
viejas ciudades que crecen en altura pero sin revisar la “seguridad” de sus cimientos: nada
sólido puede crecer con bases frágiles. Es conveniente una demolición completa, aunque
resulte aparentemente más fatigosa.
Precisamente este camino de la demolición completa es el que anuncia nuestro autor:
“empezar de nuevo desde los fundamentos”. No hay en Descartes un cuestionamiento sobre
las posibilidades filosóficas teóricas de este “recomenzar” desde cero. Hay una confianza en
los poderes de la razón para acometer esta tarea. Se aspira a un comienzo absoluto, desde los
mismos cimientos, con el objetivo de establecer algo “firme y constante en las ciencias”. Si
bien las argumentaciones son enteramente filosóficas, Descartes tiene en claro que el debate
de fondo tiene relación con la instauración del modelo de ciencia moderna por sobre el
esquema científico aristotélico: es además de filósofo, científico. Ha innovado enormemente en
Matemática teórica, y tiene una importante obra de Física moderna. El proyecto científico
moderno necesita este minucioso e inmisericordioso análisis crítico en profundidad para
mostrar la fortaleza de las argumentaciones y demostraciones. Las Meditaciones constituyen
una puesta en acto de lo que debe ser la meticulosidad científica en el análisis de las
proposiciones.
Descartes afirma haber demorado tan grande tarea hasta su edad madura, en que ya
la espera se ha tornado casi inconveniente: sería una “falta grave” continuar demorando su
ejecución. Recordemos que nos encontramos en 1641 y la muerte de Descartes tendrá lugar
sólo nueve años después. Se trata de un momento perfecto para la ejecución de esta tarea: su
espíritu se encuentra librado de toda suerte de cuidados, no tiene pasiones que lo agiten, goza
de un seguro reposo en un apacible retiro. Se encuentran dados todos los elementos para una
provechosa reflexión filosófica1. Se propone entonces “seriamente y con libertad” destruir en
general todas sus opiniones antiguas. La referencia a las “opiniones antiguas” nos retrotrae
nuevamente a la época del aprendizaje escolar. Por “antiguas” es posible entender las más

1
Sobre las condiciones del filosofar se ha debatido mucho. Tanto la filosofía como la literatura no han
estado ausentes en el debate sobre el supuesto carácter “desapasionado” de la operatoria filosófica. Cfr.
Borges sobre Spinoza, o las referencias de Cioran sobre la primacía del arte sobre la Filosofía

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obvias, evidentes, solidificadas por un uso constante y consuetudinario, y a la vez las más
antiguas en su educación y formación. Sin embargo no es necesario demostrar la falsedad de
todas: basta con que podamos dudar de ellas. Si son dudosas es necesario descartarlas, a los
efectos concretos las considerará falsas. Si puedo arrojar sobre ellas la más mínima sombra de
duda no puedo aceptarlas. Es necesario encontrar un terreno sólido al que la duda no pueda
penetrar. Sólo aquello que reúna esta condición será aceptado. Por otra parte, no es necesario
que considere todas las cosas “una por una”, puesto que se trataría, por su número, de una
tarea irrealizable. El “ataque” deberá ser realizado contra los principios sobre que descansaban
todas sus opiniones antiguas. Nuestro autor no aclara suficientemente la naturaleza de estos
“principios”: los paragona con los cimientos, cuya caída necesariamente ocasiona la de todo
aquello construido sobre ellos. Tampoco aclara su número o naturaleza. Suponemos que son
pocos, ya que su consideración implica una economía de esfuerzos en relación con la
consideración individual de las cosas, tomadas “una por una”. Por el extracto siguiente parece
incluir como principio el que “los sentidos son fuente fiable de conocimiento”. Sin embargo,
cuando procedo a su análisis con la condición antedicha de tomar como válido sólo aquello que
supere el tamiz de la duda, me encuentro con el hecho de que el mundo sensible es mal
consejero: me ha engañado a veces, luego no me será posible (valga la analogía también con
el mundo humano) fiarme de él en el futuro. Este argumento un tanto banal puede haberle
parecido a Descartes un tanto insuficiente: es posible que los sentidos nos engañen a veces,
pero ¿pueden también engañarnos en situaciones “evidentes”, “como son, por ejemplo, que
estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata, teniendo este papel en las manos, y
otras por el estilo?” (Descartes, 2007: 120)
Los insensatos, los locos dudan de ello, y creen, siendo mendigos, ser reyes y estar
vestidos lujosamente. Descartes abandona el argumento de la locura por parecerle
excepcional, propio de una situación fuera de lo común, y decide restringir sus argumentos al
mundo de la sensatez. Como seres humanos sensatos, sin embargo, estamos sometidos a la
diaria rutina del sueño, y nadie en condiciones normales se sustrae a ella. Muchas veces
creyendo estar despierto, me doy cuenta al despertar que en realidad dormía. En este
momento, afirma nuestro autor, “mi cabeza no está somnolienta, si alargo la mano y la siente,
es de propósito y a sabiendas; lo que en sueños sucede no parece tan claro y tan distinto como
todo esto” (Descartes, 2007: 120)
Parece en dicha argumentación que los requisitos de claridad y distinción, que se
darían en la vida diurna, no estarían presentes tan notoriamente durante el sueño, más proclive
a la confusión y opacidad. Sin embargo

si pienso en ello con atención, me acuerdo de que, muchas veces, ilusiones


semejantes me han burlado mientras dormía; y, al detenerme en este
pensamiento, veo tan claramente que no hay indicios ciertos para distinguir el
sueño de la vigilia, que me quedo atónito, y es tal mi extrañeza, que casi es
bastante a persuadirme de que estoy durmiendo (Descartes, 2007: 121)

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Imposibilidad de distinguir a ciencia cierta entre vigilia y sueño. No hay “marcas ciegas”
que me permitan con certeza distinguir una situación de otra por fuera de las vicisitudes de
vigilia y sueño: una marca cierta podría ser también producto de un sueño. Nunca sé con
seguridad si estoy despierto o soñando. Puedo legítimamente dudar de ello, por lo cual el
conocimiento obtenido a través de mis sentidos no cumple la condición de exorcizar por
completo la duda. A este razonamiento debo agregar el anteriormente enunciado: los sentidos
son de poco fiar, me han engañado en el pasado y podrían hacerlo en el futuro. Se ha indicado
con anterioridad la poca consideración que el propio autor da a esta primera argumentación; el
argumento del sueño, más que completarla, cumple la función de superarla. Por otro lado,
haciendo uso del argumento del sueño, no necesito del otro, más débil y devenido innecesario
ante la presencia del segundo. Si bien puedo dudar de

que pudieran ser imaginarias esas cosas generales, como cuerpo, ojos, cabeza,
manos, y otras por el estilo, sin embargo, es necesario confesar que hay, por lo
menos, algunas otras más simples y universales, que son verdaderas y
existentes, de cuya mezcla están formadas todas esas imágenes de las cosas
que residen en nuestro pensamiento, ora sean verdaderas y reales, ora fingidas
y fantásticas, como asimismo están formadas de la mezcla de unos cuantos
colores verdaderos (Descartes, 2007: 121 - 122)

Hay elementos que escapan al argumento del sueño. Si sueño un cuadrado, debo
soñarlo con cuatro lados, el resultado de una operación aritmética será el debido tanto en
sueño como en vigilia. El espacio ocupado por los objetos mi sueño, mi delirio o mi realidad es
uno y el mismo, y se da en un tiempo con determinadas magnitudes.

[…] la aritmética, la geometría, y demás ciencias de esta naturaleza, que no


tratan sino de cosas muy simples y generales, sin preocuparse mucho de si
están o no en la naturaleza, contienen algo cierto e indudable, pues duerma yo o
esté despierto, siempre dos y tres sumarán cinco y el cuadrado no tendrá más de
cuatro lados; y no parece posible que unas verdades tan claras y tan aparentes
pueden ser sospechosas de falsedad o de incertidumbre. (Descartes, 2007: 122)

Las ciencias de la naturaleza pueden sugerirnos un engaño al estar orientadas al


medio empírico. Dicho problema Descartes no lo encuentra con las ciencias formales, que no
tratan sino de “cosas muy simples y generales”. De esta manera se indica abiertamente la
preferencia cartesiana por este tipo de saberes. Hemos encontrado entonces cosas que
resisten razonablemente la duda pero hemos debido recurrir al terreno de los entes ideales. Sin
embargo, este hallazgo resulta transitorio. Descartes postula tener en su espíritu “cierta opinión
de que hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido hecho y creado como soy”.

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¿Qué se yo si Dios no ha querido que yo también me engañe cuando adiciono
dos y tres, o enumero los dados de un cuadrado, o juzgo de cosas aún más
fáciles que ésas, si es que pueden imaginarse algo que sea más fácil?
(Descartes, 2007: 122)

Sin embargo, el tema de Dios es escabroso y requerirá ulterior consideración. Por el


momento, Descartes prefiere reemplazar la figura de un Dios bondadoso por la de un genio o
espíritu maligno

no menos astuto y burlador que poderoso, [que] ha puesto su industria toda en


engañarme; pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los
sonidos y todas las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y engaños de
que hace uso, como cebos, para captar mi credulidad (Descartes, 2007: 122)

Luego del accionar de este genio o espíritu maligno, ni siquiera aquellas cosas que
habían resistido razonablemente la duda introducida por el argumento del sueño restan
incólumes: he perdido los pocos elementos sólidos a que estaba aferrado. No han podido
resistir satisfactoriamente el ataque de la duda.
La profesión de fe filosófica con que nuestro pensador había iniciado el venturoso
camino de su primera meditación finaliza con la confesión de que “cierta dejadez me arrastra
insensiblemente al curso de mi vida ordinaria”. La realidad cotidiana reclama su presencia y lo
aleja de la meditación cuestionadora de las apariencias. Teme el despertar como el esclavo
que en sueños es libre, y sospecha que en la vigilia lo esperan las cadenas. Poéticamente
teme que

las laboriosas vigilias que habían de suceder a la tranquilidad de [mi] reposo, en


lugar de dar[me] alguna vez en el conocimiento de la verdad, no sean bastantes
a aclarar todas las tinieblas de las dificultades que acabo de remover
(Descartes, 2007: 124-125)

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II. COGITO

En la Segunda Meditación y una vez esbozada la hipótesis del genio maligno, nuestro
autor continúa con la búsqueda de algo cierto más allá de toda duda.

Haré un esfuerzo, sin embargo, y seguiré por el mismo camino que ayer
emprendí, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la menor duda,
como si supiese que es absolutamente falso, y continuaré siempre por ese
camino, hasta que encuentre algo que sea cierto, o por lo menos, si otra cosa no
puedo, hasta que haya averiguado con certeza que nada hay cierto en el mundo
(Descartes, 2007: 127)

Este genio dedica sus esfuerzos a engañarme. Pero en tanto soy engañado, pienso. Y
en tanto pienso, existo. Cogito ergo sum. Si pienso, existo.

No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña y, por mucho
que me engañe, nunca conseguiré hacer que yo no sea nada, mientras yo esté
pensando que soy algo. De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo
examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por
constante que la proposición siguiente: “yo soy, yo existo”, es necesariamente
verdadera, mientras la estoy pronunciado o concibiendo en mi espíritu
(Descartes, 2007: 128)

Puedo dudar de mi situación corporal, de si tengo pies, manos, o cabeza. Por supuesto
puedo dudar de la situación de estar aquí leyendo o escribiendo este artículo (puede ser un
sueño o un producto de los ardides del genio engañador). Pero de lo que no puedo dudar es
del hecho de que en tanto pienso, existo. “¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una
cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y,
también, imagina y siente” (Descartes, 2007: 128)
Sin embargo me veo compelido a superar la mera consideración que ha dado claridad
y distinción sólo a mi espíritu. Hasta el momento todo el esfuerzo de razón efectuado por
Descartes lo ha conducido al aparente precipicio del solipsismo. Es verdad que a través de un
esfuerzo de razón ha logrado establecer un conocimiento universalmente válido más allá de
toda duda, cogito ergo sum. Pero los reductos de la fortaleza de la razón necesitan ser
vulnerados para expandir la mirada a los horizontes del mundo externo. Si este corazón sólido
brindaba la protección del conocimiento seguro, ahora se hace necesario superar esta barrera
y trascender a la incógnita del mundo exterior.

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III DIOS – MUNDO

Mis posibilidades de trascender cognoscitivamente al mundo exterior tienen que ver


con abjurar de la existencia del genio engañador. En un mundo en que existe la conjura para
proceder a nuestro engaño, las posibilidades de superar la comodidad y seguridad del cogito
son remotas. Pero la figura fantástica del genio maligno, condenada a perdurar en el
pensamiento para asombro de las futuras generaciones de aprendices de filósofos, sólo puede
iniciar su retirada a través de la irrupción de la figura divina de Dios; ahora sí un Dios auténtico,
con mayúsculas, y no un simple genio engañador: efectos de la censura. Por otra parte las
figuras de Dios y el genio maligno se confunden en un instante de indecisión en la primera de
las Meditaciones: el equívoco se salva satisfactoriamente en la Segunda, y desde este punto
en más retoma la senda adecuada que los separa.
El racionalismo de Descartes exige una demostración auténticamente filosófica del ser
de Dios; no basta solamente con una cuestión de fe o creencia. Llegamos a ella a través de la
Idea de Dios. Si como seres imperfectos poseemos una idea de un ser dotado de suma
perfección, sapiencia, omnipotencia, esta idea no puede tener su origen en nosotros mismos,
ya que nunca el efecto puede superar ontológicamente la causa: debe provenir de una causa
ajena a mis designios: debe ser causada propiamente por Dios, que existe, ya que una
sustancia finita como el hombre no podría tener en sí la idea de una sustancia infinita, Dios, si
ésta no hubiera sido motivada por Él.
Un Dios que es lo opuesto al genio engañador, es un Dios enteramente bondadoso al
que le es ajena la tarea de inducir confusiones y engaños. Y en el mundo cartesiano, la
presencia de Dios elimina legítimamente la existencia del geniecillo maligno. Hay un mundo
presidido por un Dios bondadoso creador del hombre y de las cosas.
El mundo, que había sido puesto entre paréntesis para neutralizar la hipotética tarea
del engañador, es devuelto en un estado similar a aquél que habíamos entregado para su
suspensión. No significa que el hombre no se encuentre tentado por el error, pero éste no es
producto de una conjura universal en su contra destinada a engañarlo, sino de la propia
naturaleza humana carente y falible.
Es cierto que las imágenes de los objetos de que dispongo como actividad del cogito
podrían ser sólo eso: representaciones de una realidad ¿exterior? que puede ser sólo una
ficción. Pinturas de un mundo del que desconocemos la existencia exterior. Sin embargo,
tengo la firme conciencia de que mis representaciones tienen alguna correspondencia con
objetos realmente existentes, ya que Dios, en su tarea clarificadora y eminente no podría
permitir la existencia en mí de tal “gran propensión a creer” en la existencia de un mundo
exterior, y de una “cierta” correspondencia entre imagen y realidad si ello no tuviera visos de
realidad. Pero es posible mantener una legítima duda en relación a sostener una mera relación
especular entre imagen y objeto: recuerdos de la primera meditación.

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CONCLUSIÓN

Comparto la opinión de García Morente (de la cual el párrafo expuesto en la


Introducción es sólo una muestra) sobre la importancia del pensamiento de Descartes para la
tradición filosófica moderna. Otros autores han observado la obra cartesiana con más
severidad: Dauler Wilson (1990), por ejemplo, luego de dedicarle una obra de casi
cuatrocientas páginas concluye que las Meditaciones consisten, en síntesis, en un deshacer
hacia el final aquello que se había hecho críticamente al principio; y que sólo una lectura
(equivocada a su entender) sobre el escepticismo cartesiano y su conexión con los empiristas
Mill y Berkeley salvaría la novedad de su obra. Más allá de la exageración hegeliana sobre los
méritos cartesianos, y sin necesidad de caer en la exaltación vindicativa, sería recomendable
actualizar la pregunta husserliana: “Todo esto nos dice Descartes. Pero, ¿vale la pena intentar
descubrir un sentido eterno presente tras estas ideas? ¿Pueden conferir a nuestra época nueva
y potente energía?”
Las conferencias de Husserl dictadas en París en el año 1929 y que los editores
bautizaron Meditations Cartésiennes son una invitación a pensar sobre la novedad y actualidad
de Descartes en pleno siglo XX, en plena difusión de las ideas heideggerianas, esto es, en la
época de un definitivo giro en la filosofía contemporánea y en la historia de la metafísica.
Creo que el parangón inicial entre la filosofía cartesiana y el opus platónico tiene su
justificación: son autores iniciáticos, que inauguran territorios filosóficos, que descubren e
inventan problemas, justificaciones, lógicas, argumentaciones. El trazado de sus escrituras
confiere vitalidad a los avatares de la filosofía. Si Platón encuentra una actividad naciente
precisada de orientación y definición, Descartes se enfrenta con una discursividad medieval
agotada necesitada de renovación. En términos deleuzianos, su pensamiento es una enorme
fuente o cantera de conceptos filosóficos. Un buen filósofo inventa conceptos, Al inaugurar un
territorio “enteramente suyo”, un horizonte para la filosofía propia, Descartes extiende ese
legado a todos los que en la posteridad filosófica intentan cultivar tan noble y antigua actividad.

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BIBLIOGRAFÍA

CEROLINI, P., TARTAGLIA, H.; “Relecturas cartesianas: la letra y el cuerpo”, en AAVV.; La


Filosofía Hoy. Aportes a la Formación Superior, Ediciones Shirpley. Rosario, 2006.

CEROLINI, P.; “Filosofía y campo psi o de la imcompletud del encuentro” en AAVV.; Aportes
del Pensamiento Contemporáneo a la Enseñanza de la Filosofía, Ediciones Shirpley, Rosario,
2004.

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DESCARTES, R.; (1637 – 1641) Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas, Espasa
Calpe, Madrid, 2007.

DAULER WILSON, M.; Descartes, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1990.

GARCÍA MORENTE, M.; (1937) “Introducción” en DESCARTES, R.; Discurso del Método
Meditaciones Metafísicas, Espasa Calpe, Madrid, 2007.

GÓMEZ PIN, V.; Descartes. La exigencia filosófica, Ediciones Akal, Madrid, 1996.

HUSSERL, E.; Meditations Cartésiennes, Vrin, París, 1953.

RODIS – LEWIS, G.; Descartes. Biografía, Ediciones Península, Barcelona, 1996.

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