Está en la página 1de 1

mitad

flotaba otra araña de cristal con más briceros y más colgantes que la anterior.
Frente a ella, a contraluz, había un vitral redondo con don Diego y una niña que
recogía rosas rojas, rosadas y amarillas.
—Es ella —le dijo el Mono—. Yo conozco ese vitral.
—¿Ella? —preguntó Twiggy.
—Isolda —dijo el Mono, con más aire que voz.
A cada lado se abrían dos pasillos y, aunque no vio a nadie, escuchó murmullos y
de pronto alguna tos. Saltó cuando volvió a oír la voz de Hugo.
—Sígame.
Este sí hace menos ruido que yo, pensó Twiggy, y dio la vuelta para seguirlo.
—Está ni mandado hacer para ladrón, Mono. No se siente.
De paso vio a los parientes que terminaban de almorzar en un comedor inmenso.
Hablaban en voz baja, muy elegantes y circunspectos. Los acompañaba un policía de
rango mayor.
—¿Un mayor? —preguntó el Mono, muy ansioso.
—No sé —dijo ella—. Yo no les distingo las arandelas esas que se cuelgan.
Todos voltearon a mirar a Twiggy, que seguía a Hugo hasta uno de los salones. El
le dijo, siéntese, ya viene la señora. Salió y ella vio de reojo que los parientes la
seguían mirando desde el comedor. Tal vez esperaban a que ella se sentara para ver
cómo se las arreglaría para cruzar las piernas sin mostrar. Pero se sintieron
descubiertos, carraspearon y volvieron a los murmullos.
A los pocos minutos entró Dita, amable y sonriente, como en el retrato del
vestíbulo, a pesar de los desvelos y la pena. Twiggy se puso de pie, con la biblia
pegada al pecho. Disculpe que la haya hecho esperar, dijo Dita, no me había
arreglado en toda la mañana. Tenía ropa de casa, pero en el pecho llevaba una joya:
un prendedor de plata en forma de llave antigua y con incrustaciones de diamantes.
Twiggy parpadeó rápido. Siéntese, por favor. Gracias, dijo Twiggy, atrapada en la
mirada profunda de Dita y sin saber qué decir.
Sentado frente a una copa, el Mono embolataba los nervios con aguardiente y
poemas de amor, en una cantina de Envigado. Recitaba por recitar en un bisbiseo que
ni él mismo se entendía, como si rezara en un momento de conmoción. Son, por eso,
tan negras como las noches de los gélidos polos, mis flores negras. Dio dos golpes
sobre la mesa con la copa vacía para llamar la atención de la mesera. Tráigame otro
doble, por favor, le dijo cuando apareció. Guarda, pues, este triste, débil manojo que
te ofrezco de aquellas flores sombrías. El Mono miró el reloj y esculcó en los
bolsillos del pantalón. Habría jurado que tenía una moneda, pero no encontró nada.
Vida perra, se dijo. Sacó un billete de un peso y lo puso sobre la mesa. Miró a la
mesera, que charlaba con otra en la barra mientras su aguardiente se evaporaba sobre
un charol.

www.lectulandia.com - Página 77

También podría gustarte