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franqueza

de semejante desproporción, tal adefesio, que alguien, yo, a esta edad,


¿pero qué hacer?, toda ella es el más íntimo deseo porque yo la mire, la admire, al
igual que la miran, la admiran los demás, los mucho más jóvenes que yo, los más
niños «sí», se grita ella, y yo la escucho, desea que la miren, la admiren, la persigan,
la atrapen, la vuelquen, la muerdan y la laman, la maten, la revivan y la maten por
generaciones.
Escucho de nuevo la voz de las señoras. Geraldina ha abierto la boca y da un
gritito de asombro sincero. Por un instante separa las rodillas, que esplendecen de
amarillo a la luz de las bombillas; aparecen los muslos apenas cubiertos por su escaso
vestido de verano. Yo acabo con la última gota de café: distingo, sin lograr
disimularlo, en lo más hondo de Geraldina, el pequeño triángulo abultado, pero el
deslumbramiento es maltratado por mis oídos que se esfuerzan por confirmar las
palabras de mis antiguas alumnas, de lo horrible, claman, que fue el hallazgo del
cadáver de una recién nacida esta mañana, en el basurero, ¿de verdad dicen eso?, sí,
repiten: «Mataron una recién nacida» y se persignan: «Descuartizada. No hay Dios».
Geraldina se muerde los labios: «Mejor pudieron dejarla en la puerta de la iglesia,
viva», se queja, qué voz bellamente cándida, y pregunta al cielo: «¿Por qué
matarla?». Así hablan, y, de pronto, una de las alumnas, ¿Rosita Viterbo?, que yo
nunca advertí que me estuviera mirando mirar a Geraldina (seguramente porque mi
mujer tiene razón y ya no logro la discreción de otros años, ¿estaré babeando?, Dios,
me grito por dentro: Rosita Viterbo me vio padecer los dos muslos abiertos
mostrando adentro el infinito), Rosita se acaricia la mejilla con un dedo y se dirige a
mí con relativa sorna, me dice:
—¿Y usted qué piensa, profesor?
—No es la primera vez —alcanzo a decir—, ni en este pueblo, ni en el país.
—Seguro que no —dice Rosita—. Ni en el mundo. Eso ya lo sabemos.
—A muchos niños, que yo me acuerde, sus madres los mataron ya nacidos; y
alegaron siempre lo mismo: que fue para impedirles el sufrimiento del mundo.
—Qué horrible eso que usted dice, profesor —se rebela Ana Cuenco—. Qué
infame, y perdóneme. Eso no explica, no justifica ninguna muerte de ningún niño
acabado de nacer.
—Nunca dije que lo justifica —me defiendo, y veo que Geraldina ha unido de
nuevo sus rodillas, estruja el cigarrillo en el piso de tierra, ignorando el cenicero,
repasa las dos manos largas por el pelo que hoy lleva recogido en un moño, resopla
sin fuerzas, espantada seguramente de la conversación, ¿o hastiada?
—Qué dolor de mundo —dice.
Los niños, sus niños, se reúnen con ella, uno a cada lado, como si la protegieran,
sin saber exactamente de qué. Geraldina paga a Chepe y se incorpora afligida, igual
que bajo un peso enorme «la conciencia inexplicable de un país inexplicable», me

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