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—Cansado,

Chepe, cansado solamente de caminar. Prometí alcanzar a Otilia en


diez minutos.
—Bueno, voy a traerle un café tan negro que no podrá dormir.
Pero pone la cerveza en la mesa:
—La casa invita.
A pesar del fresco de la tarde, el otro dolor, adentro, se empecina en quemarme la
rodilla: todo el calor de la tierra parece refugiarse ahí. Bebo la mitad de la cerveza,
pero el fuego en la rodilla se ha hecho tan intolerable que, después de comprobar que
Chepe no me atisba desde el mostrador, me arremango la bota del pantalón y arrojo la
otra mitad en la rodilla. Tampoco así el ardor desaparece. «Tendré que visitar a
Orduz», creo que me digo, con resignación.
Empieza a anochecer; se encienden las bombillas de la calle: amarillas y débiles,
producen grandes sombras alrededor, como si en lugar de iluminar oscurecieran. No
sé desde hace cuánto una mesa vecina a la mía ha sido ocupada por dos señoras; dos
aves parlanchinas que yo recordaré; dos señoras que fueron mis alumnas. Y ven que
yo las veo. «Profesor» dice una de ellas. Respondo a su saludo inclinando la cabeza.
«Profesor», repite. La reconozco, y voy a recordar: ¿fue ella? De niña, en la primaria,
detrás de los cacaos empolvados de la escuela, la vi recogerse ella misma su falda de
colegiala hasta la cintura y mostrarse partida por la mitad a otro niño que la divisaba,
a medio paso de distancia, tal vez más asustado que ella, ambos sonrojados y
estupefactos; no les dije nada, ¿cómo interrumpirlos? Me pregunto qué habría hecho
Otilia en mi lugar.
Son viejas, pero bastante menos que Otilia; fueron mis alumnas, me repito,
todavía ostento memoria, las distingo: Rosita Viterbo, Ana Cuenco. Hoy tienen cada
una más de cinco hijos, por lo menos. ¿El niño que se conmocionaba ante el encanto
de Rosita, de falda voluntariamente recogida, no era Emilio Forero? Siempre
solitario, no cumplía todavía los veinte años cuando lo mató, en una esquina, una bala
perdida, sin que se supiera quién, de dónde, cómo. Ellas me saludan con cariño, «Qué
calor hizo hoy al mediodía, ¿cierto, profesor?». No accedo, sin embargo, a su
aparente petición de charla; me hago el desentendido; que piensen que estoy senil. La
belleza abruma, encandila: nunca pude evitar apartar los ojos de los ojos de la belleza
que mira, pero la mujer madura, como estas que se rozan las manos mientras hablan,
o las mujeres llenas de vejez, o las mucho más viejas que las llenas de vejez, suelen
ser sólo buenas o grandes amigas, fieles confidentes, sabias consejeras. No me
inspiran compasión (como tampoco yo me la inspiro), pero tampoco amor (como
tampoco yo me lo inspiro). Siempre lo joven y desconocido es más hechicero.
Eso pienso —como una invocación—, cuando escucho que me dicen «Señor» y
surca a mi lado la ráfaga almizclada de la esbelta Geraldina, acompañada de su hijo y
Gracielita. Se sientan a la mesa de mis alumnas; Geraldina encarga jugo de curuba

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