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Mis amigos y yo jugamos a retener el agua que baja por una canaleta de cemento,
junto a los rieles de la loma. Es lluvia que represamos con piedras para echar a flotar
barquitos de papel. Pasan tan pocos carros que no hay peligro en jugar al borde de la
calle. Casi siempre conocemos a los que suben o bajan. Siempre atentos, eso sí, a que
aparezca la Packard.
Entonces nos escondemos a pocos metros de la puerta de hierro, muy cerca del
camino de cipreses. Les cuento que el mismo don Diego trajo las semillas de Roma, y
que hasta los cipreses que hay en el cementerio de San Pedio también fueron
sembrados por él. En realidad no es tan necesario escondernos, pero al espiar
convertimos la costumbre en aventura.
—¡Ya vienen!
La limusina asoma la trompa al salir del garaje y el chofer pita para que le abran
la reja. Atrás, muy recostados, vienen don Diego y Dita. El carro rueda despacio y al
fondo vemos a Isolda bajando rápido las escaleras del porche. Y comienza a perseguir
el carro.
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