Está en la página 1de 127

EL OFICIO DEL PSICOANALISTA

Introducción

Este libro, escrito por tres analistas quienes, desde hace varios años,
trabajan en conjunto, aborda la práctica analítica en sus recovecos más
cotidianos. Hemos querido –en primer lugar, para nosotros mismos - ver cómo
concebimos

nuestro oficio. Decirlo así permite recordar de entrada que, después de


más de un siglo de desarrollo, el psicoanálisis es actualmente capaz de dar
cuenta de un aporte teórico y terapéutico que, sin duda, ha perdido parte de su
misterio. Pero que sin embargo, debe ser redefinido en nuestra coyuntura
cultural.
Ya no estamos hoy, en aquellos tiempos de los primeros críticos que
acusaban al psicoanálisis de un supuesto pansexualismo. Desde hace algunos
decenios, el apetito terapéutico de los conductuales, apoyándose en las
ciencias cognitivas – respetables por lo demás - dibuja los contornos de un
nuevo continente en el que reina el pragmatismo. El sufrimiento psíquico, se
nos dice, debería ser tratado por medios que hayan dado prueba de su eficacia.
Y el cuestionamiento prudente de los psicoanalistas sería entonces una
doctrina obsoleta, inutilizable para quien se consagraría a la investigación
experimental.
Y bueno ¡Tanto mejor! El psicoanálisis, sin duda, no ha ganado nada al
aparecer durante largos decenios, como una doctrina aceptada de entrada y
considerada muy rápidamente como incuestionable. Tal estatuto impedía todo
cuestionamiento de fondo, el cual habría parecido, para la mayor parte de los
clínicos, irreverente.

1
Es verdad. sin duda que hay que hacer distinciones. En la época misma
en la que el psicoanálisis era lo más difundido, lo más aceptado, Lacan no lo
dejó fijarse en las vías estériles de la repetición del texto freudiano. Por el
contrario, hay que reconocer que en un buen número de entornos “lacanianos”
se ha instalado un nuevo conformismo, hecho a partir de citas más o menos
entendidas de la obra de Lacan, y de la imitación torpe de algunos aspectos de
su práctica.
Se podría ciertamente subrayar, a propósito de este último punto, que
Lacan, en lo que a él respecta, no cesó de inventar y diversificar sus
modalidades de intervención – muy lejos, en este sentido, de toda práctica
estandarizada. Pero, más que defenderse, los analistas deberían encontrar en
las críticas que les son hechas - que nos son hechas - la oportunidad de volver
a cuestionarse ellos mismos, o preguntarse por lo que es el psicoanálisis.
En realidad, por lo demás, los analistas no han esperado las críticas
externas para interrogar las dificultades que encontraban. Es desde los años
1920, que Freud constataba esto que él llamaba “reacción terapéutica
negativa”. Nosotros estamos muy conscientes de las paradojas al interior de
nuestra práctica. Si bien reconocemos las determinaciones inconscientes que
constriñen a cada uno, nuestra práctica no tiene sentido si no suponemos una
cierta responsabilidad del sujeto a quien proponemos extraer todas las
consecuencias de lo que se revela en la palabra.
*
Si este libro hubiese sido escrito hace cincuenta o cien años ¿Habría
sido el mismo? Ciertamente no. Ocupar el lugar de analista, en el tiempo de
Freud, era sostener la hipótesis del inconsciente allí donde la filosofía clásica
afirmaba que el sujeto podía ser transparente a sí mismo. Ciertamente, la
literatura y la neurología se sirven del término inconsciente, pero éste no
designa más que aquello que escapa a la consciencia. Con Freud, y luego con
Lacan, los analistas lograron que se admitiese, en cambio, la insistencia de un
inconsciente en el que ello pensaba, en el que ello hablaba. Era una ruptura
más importante que aquella que daba todo su lugar a la sexualidad infantil.
Hoy el inconsciente freudiano es, generalmente, admitido. Pero como lo
ha mostrado Marcel Gauchet, a condición de que no tenga ninguna
2
consecuencia1. Advertido de la existencia del inconsciente, el sujeto
contemporáneo la pasa por alto. Esto se observa en su relación con el
lenguaje, muy a menudo reducida a su valor informativo, amputada de su
valor de evocación, de su dimensión metafórica. El analista contemporáneo
tiene entonces la tarea, a veces difícil, de recordar esta dimensión, y este libro
retoma, entre otras cosas, este proyecto.
El cuestionamiento que proponemos aquí no es meta-psicoanalítico. No
se trata de adoptar una posición de ajenidad que nos haría teorizar, desde el
exterior, lo que es nuestra práctica. En realidad, este tipo de interrogación es
inherente a la práctica analítica misma si es cierto que, como intentaremos
mostrarlo, ésta no se sostiene sino por la posición que toma el analista en
relación a su acto, y por un deseo que se cuestiona y se vuelve a cuestionar
constantemente.
Agreguemos entonces dos cosas. Antes que nada, si este libro cuestiona
al psicoanálisis, cuestiona todavía más al propio psicoanalista. Quizás es esto
lo que ha hecho más falta en nuestra historia. Si nos cuesta tanto volver a
cuestionarnos las certezas adquiridas, es sin duda porque presentimos que tal
cuestionamiento implicaría interrogarnos a nosotros mismos. Lo que ocurre en
una cura depende demasiado del compromiso del clínico como para que éste
pueda evitar preguntarse por su propia responsabilidad.
Y una última cosa: cuestionar al analista no puede concebirse si es que
no introducimos el plural en el cuestionamiento. Las preguntas por la posición
del analista son numerosas. ¿Cuál debe o puede ser su formación? ¿Cuál es su
vínculo con la medicina (pero también con la psicología o la filosofía)? ¿Qué
es lo que llamamos psicoanálisis laico? ¿Qué pasa con la contratransferencia?
¿Con el deseo del analista? ¿Es verdad, como decía Lacan, que no hay sino
transferencia, la transferencia del analista? ¿Podemos, según el anhelo de
Ferenczi, advenir a una “metapsicología de los procesos psíquicos del
analista”? ¿Debemos, por lo demás, apuntar a ello? ¿Hasta qué punto nuestras
formas de acción pueden variar en función de la singularidad de los casos, de
la mutación de los discursos sociales y de la aparición de nuevas patologías?

1
M. Gauchet, “Essais de psychologie contemporaine, I ». Dans, La démocratie contre elle-même, París,
Gallimard, 2002.

3
Estas no son sino algunas de las preguntas que esperamos plantear en este
libro.

El psicoanálisis en preguntas

1
¿Qué quiere decir psicoanálisis?

Más de cien años después de su creación, llevada a cabo por Freud, la


palabra está en la lengua francesa, así como en otras lenguas (con algunas
variantes ortográficas), y cada uno, con excepción de los analistas, la utiliza a
su manera, a menudo con algo de distancia, ya sea por respeto, ironía,
indiferencia, incluso rechazo.
Y, sin embargo, el éxito del psicoanálisis ha hecho que numerosos
autores y clínicos psicoterapeutas se hayan adueñado de él, aun cuando sus
trabajos o actividades no tenían mucho que ver con la invención de Freud.
ENTONCES, ¿QUÉ QUIERE DECIR ESTA PALABRA?

Puesto que el psicoanálisis es la invención de un hombre, y de uno solo,


dejemos que él lo defina1:
“Psicoanálisis es el nombre:

4
1) de un procedimiento para la investigación de procesos mentales casi
inaccesibles por otros medios,
2) de un método fundado en esta investigación para el tratamiento de
los desórdenes neuróticos,
3) de una serie de concepciones psicológicas adquiridas por este medio,
las que se acrecientan en conjunto para formar progresivamente una
nueva disciplina científica.”
La investigación involucra al campo del inconsciente (das Unbewusste),
descubierto y llamado como tal por Freud, como lugar donde ello piensa a
espaldas del sujeto. El procedimiento consiste en la interpretación de
formaciones del inconsciente (sueños, síntomas, psicopatología de la vida
cotidiana: lapsus, actos fallidos, olvidos, etc.).
El método terapéutico es, esencialmente, la libre asociación de las ideas
en el marco de una cura cuyo motor así como su resistencia, están ligados a
una disposición específica del sujeto en psicoanálisis, llamada por Freud
transferencia (Übertragung).
La nueva disciplina científica es la teoría psicoanalítica, en elaboración y
restructuración continuas tanto en la época de Freud como en nuestros días.
Freud, en este artículo, prosigue explicando el nombre que le ha dado a
su invento. Lo ha elegido por la analogía que este nombre sugiere con el
análisis químico, pero también explica los límites de ello2. Podemos lamentar
que este nombre evoque una acción del psicoanalista quien, a la manera del
análisis químico, no haría más que descubrir y separar elementos que están ya
dados. En cualquier caso, este nombre ha perdurado en el uso y en la cultura, y
no es seguro que se pueda preferir un mejor término.
Notemos, más bien, que esta definición de Freud es triple, y uno podría
asombrarse que hoy el psicoanálisis esté ahogado dentro de la bolsa de gatos3
2
S. Freud, Les voies nouvelles de la thérapeutique (1918). Trad. A.Berman dans La technique
psychanalytique, Paris, Puf, 1967, p.133-134. Freud rechaza particularmente la idea que este análisis debería
estar seguido de una psico-síntesis, observando que los elementos aislados en una cura se recombinan
inmediatamente.
3
La palabra original en francés es fourre-tout y hace alusión peyorativa a un texto, discurso u obra que
contiene un gran número de ideas inconexas entre sí y con gran desorden. No encontrando una palabra tan
precisa en español estándar, he decidido sacrificar parte de la formalidad del texto utilizando una expresión
chilena que traduce de buena forma, la misma idea. [N. del T.]

5
de las psicoterapias, y que Freud haya deseado distinguir rotundamente el
proceso de investigación del método terapéutico.
Sucede que Freud no se presenta en primer lugar como el inventor de una
nueva terapia. Reivindicará, igualmente, la paternidad del procedimiento que
le ha permitido la conquista de este nuevo campo de saber que es el
inconsciente.
Freud es, del mismo modo, un hombre que se considera creador de una
nueva ciencia cuyos conocimientos defenderá vivamente de todas las
desviaciones y falsificaciones.
Notemos que estas tres definiciones de la palabra psicoanálisis no son
tres acepciones independientes la una de la otra, como uno pudiese leer en un
diccionario que la palabra retirada/retiro4 [retraite] es el nombre: 1) de la
marcha atrás de un ejército luego de los combates no favorables; 2) del
alejamiento momentáneo del mundo para recogerse, para prepararse con miras
a un acto religioso; 3) del estado de una persona que ha cesado su actividad
profesional y recibe una pensión…
INVENCIÓN NACIDA DE UN NUEVO DESEO

Psicoanálisis es el nombre de esta invención que sólo se mantiene por el


lazo entre sus tres componentes, los cuales, ellos mismos, sostienen su
consistencia por medio de éste lazo5,3
Hay tres deseos que aquí se cruzan:
-aquel de quien busca la verdad, dimensión ética;
-aquel del sanador, dimensión terapéutica;
-aquel del conquistador de lo desconocido, dimensión científica.
Cierto es que estos calificativos: ético, científico y terapéutico, son
reivindicados más o menos firmemente por múltiples iniciativas con un
objetivo terapéutico. Pero el psicoanálisis no es una actividad que sólo haría
4
La palabra original e cumple con las tres acepciones señaladas en el texto en francés. En español, debe
agregarse retirada para que se pueda cumplir la primera acepción señalada por Bernard Vandermersch. [N.
del T.]
5
Este lazo evoca aquel de las tres dimensiones del sujeto del inconsciente: real, simbólico, imaginario, así
como Lacan lo reconocerá en la figura del nudo borromeo.

6
emerger a estos tres registros: ciencia, terapia, ética, supuestamente definidos
con independencia de él. Éste se reivindica como el acto que los anuda
necesariamente no sin desplazar su estatuto o función.
Esto quiere decir que, en psicoanálisis, a diferencia de las psicoterapias:
-la ciencia no es convocada para garantizar la “seriedad” de la terapia, incluso
su ética (para aquellos que claman que todo lo que es científico es ético);
-la ética no es tal a título de una deontología que apunta a limitar los
desbordes conductuales eventuales del terapeuta o del investigador;
-la terapéutica no puede usarse, en este contexto, como una coartada para que
ciencia y ética se plieguen a sus metas específicas: el bien del paciente.
Veremos más bien:
-que el psicoanálisis, cuyo proceder es racional, no es por ello reducible a una
ciencia, incluso si así lo deseó su fundador, aun cuando éste no habría podido
ver la luz en un mundo pre-científico;
-que su proceder, que se anhela terapéutico, no puede serlo sino por añadidura;
- que la ética que le es solidaria, ética del deseo, subvierte las éticas
tradicionales.
Wo Es war, soll Ich werden (“Donde Ello era, Yo debo advenir”), nos
dice Freud6 para definir el trabajo del psicoanálisis. Este trabajo, Freud lo
califica de Kulturarbeit, un trabajo civilizador. No se puede decir que el siglo
XX haya respondido a esta ambición. ¿No era, acaso, desmesurada para un
trabajo realizado a partir de simples encuentros humanos? A pesar de todo no
se puede descuidar el hecho que el psicoanálisis, hoy en día, es uno de los
escasos polos de resistencia a la degradación generalizada de la palabra.
B.V.

6
S, Freud. “31 Conférence d’introduction à la psychanalyse”

7
2
¿Y los psicoanalistas?
Ha parecido necesario, en este libro, preguntarse primero por lo que es el
psicoanálisis, lo que esta palabra puede querer decir. ¿Es que acaso se puede
deducir de la respuesta, por lo demás compleja, a esta pregunta, los primeros
elementos para abordar lo que nos interesa aquí, el oficio de analista?
Es precisamente de ello, en efecto, de lo que se trata este libro. No
queremos quedarnos en preguntas por el objeto del psicoanálisis (ya se trate
del inconsciente, de las estructuras psíquicas, o de “los desórdenes
neuróticos”). No queremos tampoco, solamente, más allá del primer capítulo,
plantear la pregunta del psicoanálisis mismo, olvidando una vez más, que éste
no existe sino a través de quienes lo ponen en práctica, aquellos que, día tras
día, intentan escuchar a los que se les dirigen, empujados por su sufrimiento.
Es hacia el clínico, lo hemos señalado de entrada, que queremos dirigir la
atención del lector, puesto que en este ejercicio encontramos la ocasión de
retomar, para nosotros mismos, la pregunta por lo que hacemos, por nuestras
decisiones clínicas y éticas, por nuestra responsabilidad.
¿Hace falta decir, por lo demás, que nuestro libro concierne al
psicoanalista? Escribirlo así, en singular, sería hacer creer que querríamos
preguntarnos por lo que podría constituir “la esencia” del psicoanalista, su
ideal si se prefiere. No podremos hacerlo, evidentemente. No hay, y es mucho
mejor así, un psicoanalista tipo. Ya es mucho que se pueda decir que tal o
8
cual, después de haber estado él mismo en análisis, haya podido dirigir la cura
de aquellos que acudían a él, obteniendo efectos analíticos. “Psicoanalista” no
es una esencia, y hasta este momento, no es tampoco una profesión autorizada
por la posesión de algún diploma. Ello no quiere decir, evidentemente, que
cualquiera puede dárselas de psicoanalista. Las diferentes escuelas
psicoanalíticas existentes pueden -y deben- indicar al público cuales son los
analistas que caben en su garantía. Pero nosotros habremos de mostrar, en este
libro, que ello no dispensa de interrogarse sobre lo que puede ser, para aquel
que trabaja como analista, el recorrido singular que lo habrá autorizado en ese
lugar.
¿Diríase, a propósito de nuestro proyecto, que conlleva un gran riesgo de
narcisismo? Veremos que lejos de proponer una imagen idealizada de nuestro
oficio, no desconocemos sus límites y sus dificultades. Por supuesto que ello
no garantiza nada, porque hay también un narcisismo ligado a la exhibición de
la imperfección. Corresponderá al lector juzgar si es de eso de lo que se trata,
o más bien, como nosotros lo queremos, de un ejercicio necesario para marcar
el punto acerca de lo que implica nuestra tarea, y la extensión de nuestra
responsabilidad.

VERDADES SINGULARES

Volvamos, sin embargo, a lo que puede aportar en relación a la


singularidad de nuestro tema, la definición freudiana del psicoanálisis tal
como ha sido evocada en el primer capítulo. ¿Debemos concebir que el
psicoanalista es, a la vez, buscador de la verdad, terapeuta, y erudito? Sin
duda, pero cada una de estas dimensiones plantea problemas particulares, y
quizás, más aún, la manera en la que éstas son anudadas.
Si el psicoanálisis no tuviese efecto terapéutico, hace mucho tiempo que
habría dejado de existir. Esto porque varios “pacientes” experimentan, luego
de una cura, que no se encuentran ni en el mismo sufrimiento, ni en los
mismos impases que antes de comenzarla, y que pueden aconsejar consultar
con un analista a aquellos que le parecen en dificultad. Éste, sin embargo, no
creerá que por ello está llamado a entregar, del exterior, y como se haría con
un medicamento, la sedación de un síntoma. A este respecto, es significativo
9
que desde Lacan hayamos renunciado a designar como paciente a aquel que se
dirige a nosotros. Si esta persona comienza una cura, será más bien un
analizante: aquel que está entusiasmado con ir más allá de la percepción de su
propio sufrimiento, para captar las líneas de fuerza que han orientado su vida.
Esta aprehensión puede permitirle modificar su posición, y no es sino como
efecto secundario, o lateral, que el síntoma perderá su virulencia.
Hombre de ciencia, el psicoanalista lo es de un cierto modo, y Freud
tomaba partido por ello. Pero su saber tiene de particular lo siguiente: lo
general cede siempre ante lo singular, a la especificidad del caso. De ello,
además, no tiene conocimiento sino a través de lo que le dice el analizante, y
si escucha bien, más allá de lo que es dicho conscientemente, no puede
pretender que lo que conoce de casos cercanos le permita aclarar las
dificultades específicas de la persona a quien recibe. Algunos psicoanalistas
conocen muy bien la forma general de las diversas patologías, psicosis,
neurosis o perversiones. Pero que lo demuestren en la universidad o en las
escuelas de analistas no prueba, en lo absoluto, que estén más capacitados que
otros para practicar nuestro oficio.
Así, la preocupación por curar, y por trabajar en ciencia no tienen valor si
es que no están ligadas a lo que se ha llamado, en el capítulo precedente, la
búsqueda de la verdad. Pero ésta no se define de modo pragmático. Lo que es
verdadero no es “lo que anda bien”. Ésta no se define más a partir de una
conformidad con lo que enseñaría la “ciencia psicoanalítica”. Es, más bien, el
saber psicoanalítico el que se enriquece cada día de verdades completamente
singulares, las que conciernen, primero, a un sujeto individual. La verdad, en
el fondo, ni siquiera es lo que “busca” el analista. Es lo que surge del decir del
analizante, y especialmente en ciertos fenómenos particulares, como el lapsus
o el chiste. El analista es solamente aquel que “sabe hacer” con estos
elementos de verdad. A partir de ellos abre al analizante nuevos caminos.
Pero se verá que la teoría misma se constituye, en primer lugar, a través de
articulaciones muy cercanas a tales “formaciones del inconsciente”. Éstas
constituyen, de cierta forma, los hilos a partir de los cuales se genera el tejido,
o el trenzado, psicoanalítico.
R.C.

10
3
Lo comprobable y lo descifrable

EL ARTESANO

La palabra “oficio” [métier] es adecuada para situar el psicoanálisis. Es


una palabra laica, más bien modesta, y aquellos psicoanalistas que se creerían
sacerdotes en misión, elegidos por vocación, maestros de un saber y de un
poder por conquistar y conservar, podrían mirar del lado de la etimología
dónde la palabra ministerium corrige el magister en el comienzo, minus. El
minister es aquel que, en tanto antiguo esclavo liberado, puede servir en la
administración.
No hay nada de honorífico en esto, al menos en un comienzo. En el
francés actual, un ministerio corresponde a la organización y a la gestión de la
eficacia de los asuntos públicos, o incluso, en el dominio religioso, remite a
los diferentes servicios salvadores del culto en el seno de un grupo de fieles.
Finalmente, cuando evoca una ocupación profesional, la palabra oficio
reagrupa actividades diversas que pueden congregarse a la antigua, a partir de
la base de corporaciones, “sociedades de artesanos”, en defensa de intereses

11
comunes. Esto no es sin consecuencias en la organización de los trabajos de
las sociedades de psicoanalistas.
Cuando Lacan se decide, al final de su obra, a decir que el psicoanálisis
es, antes que nada, un saber-hacer después de haber intentado pensarlo como
una ciencia, siguiendo con ello la ambición de Freud, no era una manera de
rebajarlo al rango de algunas disciplinas inferiores. Era una forma de hacer
algo distinto de una técnica, un arte, junto con lo que el arte siempre implica:
una invención rigurosa. En este momento de su teoría, este saber-hacer era el
del empleo de los nudos, las manos comprometiendo al cuerpo en la
teorización misma. Se cambiaba de metáfora, no era más la del alfarero,
apreciada por Heidegger, sino que aquella de la regla X, apreciada por
Descartes, de los trabajos de anudamiento, encaje y tejido, que producen todo
tipo de telas. Oficios matemáticos sobre el espacio y el tiempo que renuevan
todas las conceptualizaciones.

EFICACIAS SIMBÓLICAS

Tenemos la costumbre, freudiana y lacaniana, de situar al psicoanálisis


como una teoría y una práctica fundada en el lenguaje y en lo que éste
implica: la producción del sujeto mismo. Para Freud y Lacan, la práctica del
psicoanálisis se hace a partir de palabras y de lo que éstas permiten asir, en sus
diversos recortes y figuras, del inconsciente. No se trata de hacer de ellas un
encantamiento, es decir, cantos religiosos a veces esotéricos pero a veces
eficaces. Se trata de descifrar sus conexiones e incluso de inventarlas.
La transferencia del analizante hacia el analista es garante de esta
invención. No se trata de resucitar emociones pasadas mediante estas
conexiones de palabras, sino de asir, en la repetición de lo que se dice en las
sesiones, lo que se inscribe en la invención.
El saber-hacer del analista no es entonces el de un curandero talentoso
que a menudo, con la sutileza histérica de quien percibe rápidamente la falla
en el otro, se sirve de la sugestión con gestos y palabras. El psicoanalista es
aquel que permite a su analizante descifrar las palabras de su deseo. Su oficio

12
es el de un pasador de lo descifrable. No transmite un saber, propiamente tal, a
su paciente. Plantea y sostiene las condiciones de un desciframiento del deseo
a partir del deseo de otro. Lo que está en juego no compete a lo comprobable,
como en una ciencia, sino que a lo descifrable. ¿En qué condiciones el deseo
de este otro, el deseo del analista, puede permitir este desciframiento?
El deseo del psicoanalista es que el análisis de su paciente se haga, y que
sus intervenciones no impidan el curso de la cura mediante las
particularidades de su fantasma y de sus eventuales síntomas. Es esta la
orientación general de su deseo. Lacan insistió en la necesidad de no imaginar
el fin de la cura como el bien, la buena salida, la buena curación para un
paciente. Nuestros ideales, efectivamente, clausurarían todo lo que se dice en
el diván mediante la asociación libre, todo lo que se dice a través de los
sueños, todo aquello inconfesable que se manifiesta a través de los lapsus, los
actos fallidos, en suma, a través de lo que llamamos formaciones del
inconsciente. Entonces ¿Qué pensar de la neutralidad benevolente?
RADICALIZCIÓN DE LA IDEA DE UNA NEUTRALIDAD BENEVOLENTE

El analista jamás es neutro, puesto que es sexuado y tiene que vérselas


con el enigma del sexo, y con que las formas de las cuales se puede gozar de
un objeto no dan cuenta jamás de lo que sería una certeza del deseo en la
relación entre los sexos. Lo que, sin embargo, es requerido para la formación
del analista, es que haya podido, mediante su análisis, despejar en el terreno de
su propio goce, el lugar del Otro. Aclaremos estos términos: el 16 de marzo de
1969, en el seminario De un otro al Otro, Lacan entrega una definición del
Otro que desplaza y radicaliza la pregunta por la posición del psicoanalista. La
presencia necesaria del analista no es la de un “prójimo”. “¿Este prójimo es lo
que llamé el Otro, que me sirve para hacer funcionar la presencia de la
articulación significante en el inconsciente? Ciertamente no. El prójimo, es la
inminencia intolerable del goce. El Otro no es más que el terraplén limpio de
él… La definición del Otro. Es precisamente eso, es un terreno limpiado del
goce”. Se ve en esta cita que la famosa “abstinencia” del analista, con respecto
a su paciente, está lejos de ser un no compromiso. Por el contrario, es la
condición de posibilidad para hacer aparecer esta dimensión del Otro, la
dimensión del inconsciente. Por lo menos, lo suficiente para que una relación
disimétrica entre su paciente y él mismo permita la distinción entre el deseo y
13
la demanda. Lo suficiente también para que esta liberación del deseo respecto
del goce, en particular del goce del síntoma, pueda extraerlo –cada cierto
tiempo- del goce y advenga un sujeto del inconsciente. Vemos entonces que
esto va más allá de una consigna de abstinencia en el desarrollo de una cura.
Se trata de distinguir, de liberar de la tela del goce, las articulaciones
significantes del deseo en el lugar Otro en el que ellas podrán leerse.
El psicoanalista es entonces aquel que tiene la experiencia, inestable,
precaria, en la que la alteridad no es un misterio que remitiría a un dios oscuro
o trascendente, sino una operación de anticipación propia del lenguaje cuando
se consiente tomarlo con lo que éste arriesga de efectos de sentido. Aquí se
posiciona, sin duda, uno de los aspectos éticos de nuestro posible saber-hacer.

EL TIEMPO DEL DESCIFRAMIENTO

¿Cómo pueden pensarse las condiciones del desciframiento en una cura?


¿De qué depende su especificidad y su fecundidad de hallazgo?
Es necesaria, sin duda, la investigación paciente en las palabras
pronunciadas, no solamente en sus conexiones complejas, sino que también en
las modalidades en las que estas conexiones están hechas. Estas modalidades,
en las que la lógica entrega combinatorias que ejercitan nuestro ingenio y
desmultiplican las ocasiones de intervención, fundan la reinscripción posible
de los juegos de significantes. Es necesario considerar, a la vez, lo que ellas
permiten, es decir, la inscripción metafórica de lo que habrá producido uno o
más sentidos.
La pregunta entonces, es a la vez la pregunta por la verdad en la que un
sujeto admite reconocerse, y la pregunta por la producción de un efecto de
sentido que podría inscribirse. Es por esta razón que lo que está en juego en
una cura no tiene que ver con lo verificable, sino, ante todo, con lo descifrable.
Esta observación permite situar de otra manera, por ejemplo, los desafíos
científicos que Freud deseaba para el psicoanálisis. Los éxitos o los fracasos
de una cura – ¿Podemos incluso hablar en estos términos? - no son

14
verificaciones de una teoría hasta sus reorganizaciones, sino que testimonian
más profundamente de los desplazamientos subjetivos necesarios para la
sedación de los síntomas.
El movimiento de una cura donde el desciframiento no concierne un
texto ya dado, lo que sería por lo demás la impotente figura del destino, sino
que descifra e inscribe al mismo tiempo pasando por la transferencia, a través
de esta disimetría entre el analista y el analizante, inaugura una temporalidad
específica. Una temporalidad no lineal, y poco propensa a las rutas hacia el
ideal, sino que es una temporalidad que hace escuchar en los impases de la
experiencia del analizante, las condiciones de posibilidad o de imposibilidad
del sentido. No se trata solamente de la temporalidad propia de la retroacción.
El efecto de sentido a-posteriori [après-coup] compromete, para el analista y
para cada analizante, la inscripción de la distancia metafórica entre los
significantes y la puntuación temporal de esta distancia si, y solamente si, un
hallazgo desplaza lo suficiente a un sujeto. Continuaremos esta exploración
del tiempo, bosquejada aquí. Ch. L.-D.
¿Una fortaleza asediada?
Sin duda, se habrá tomado nota, en los capítulos precedentes, que
cuestionamos la idea misma de normas en psicoanálisis. Todo se opone a ello:
la complejidad de una aproximación al hombre que es a la vez científica,
terapéutica y ética, la responsabilidad singular del clínico, el hecho que, de
una cierta manera, lo mejor que uno puede esperar del clínico es que dé
prueba de un cierto saber-hacer, sobre el cual volveremos. Pero, en la ausencia
de una norma generalizable, que separaría claramente lo que es psicoanálisis
de lo que no, esta pregunta está enteramente remitida a cada analista, cada uno
teniendo que, por su propia cuenta, retomar la interrogación por aquello que
en su práctica es analítico, pero también, eventualmente, en qué él puede, o
debe, alejarse de lo que a priori parecería exigible a todo analista. No era esta
la posición de Freud respecto a este tema. Es necesario, ahora, abordar lo que
Freud pensaba de ello, para poder forjarnos nuestra propia posición.

¿PROTREGER EL PSICOANÁLISIS?

15
Inventor del psicoanálisis, Freud estuvo, muy pronto, deseoso de proteger
esta “joven ciencia” de los ataques que podía suscitar del exterior, pero
también de las desviaciones que temía ver aparecer en el interior de su propio
grupo. Uno de sus deseos enérgicos fue, a partir de este momento, encontrar
un sucesor que prolongaría su obra y sería capaz de aconsejar, y de criticar, a
todos aquellos que después de su muerte se reclamarían de ella. Ahora bien, el
conjunto de estos deseos –defensa de los ataques exteriores, defensa de las
desviaciones, elección de un sucesor- ameritan ser interrogados puesto que
tienen consecuencias, aun hoy, para el psicoanálisis.
En lo que refiere a los “ataques exteriores”, las cosas pueden parecer
simples, incluso si, desde la época de Freud, han cambiado un poco su
naturaleza. En los primeros tiempos del psicoanálisis las críticas fueron, sobre
todo, de orden ideológico. Éstas iban, en efecto, tras el lugar que Freud daba,
en el desencadenamiento de la neurosis, al factor sexual. Se conocía por
supuesto la existencia de las perversiones, y no se desconocía del todo la
sexualidad infantil, al menos en lo que respectaba a la masturbación, la cual
los educadores no cesaban de combatir. Pero, que pueda haber allí un vínculo
entre la sexualidad infantil (descrita como “perversión polimorfa”) y los
deseos inconscientes del hombre normal, ello parecía inadmisible.
¿Acaso han desaparecido este tipo de ataques? Podríamos pensar que sí,
aun cuando desde hace algunos años, la lucha contra la pedofilia se ha valido
de un retorno a la antigua imagen de un niño fundamentalmente “inocente”, al
que sólo las aspiraciones perversas de un adulto podían corromper. Pero más
profundamente, hoy las críticas se aplican más a la cientificidad del
psicoanálisis (que no abordaremos por el momento) y a la supuesta ineficacia
de nuestra práctica.
En relación a estos ataques persistentes ¿Se puede entender que los
analistas busquen protegerse, y por ello terminan por vivir el psicoanálisis
mismo como una fortaleza asediada? Sin duda, pero hay que ver bien que tal
actitud tiene sus inconvenientes. Podemos constatarlo hoy en lo que refiere al
tratamiento del autismo, por ejemplo. Los ataques que nos son perpetrados en
este terreno son de una violencia extrema, y uno admite entonces que la
primera reacción de los analistas sea, en primer lugar, indignarse a causa de

16
ello. Pero uno podría también tener en cuenta intentar comprender por qué las
cosas han podido llegar hasta tal punto. Cuando nuestros adversarios destacan
casos donde la principal preocupación del terapeuta (analista o no) habría sido
mostrar a la madre hasta qué punto ella era responsable de la patología de su
hijo (¿Pero en cuántos casos? ¿Y de qué manera? ¿No habrá allí, bastante a
menudo, un simple malentendido?), ¿Acaso no habremos, más bien, de
subrayar que no se trata para nosotros de acusar a nadie?
En lo que refiere a las desviaciones posibles, la pregunta es más
compleja. Hay que reconocer que Freud estaba fuertemente preocupado por
ello, por no decir obsesionado. En el pequeño ensayo titulado “Mi vida y el
psicoanálisis7”, escribe que “las doctrinas de la resistencia y de la represión,
del inconsciente, de la significación etiológica de la vida sexual y de la
importancia de las experiencias vividas en la infancia, son los principales
elementos del edificio teórico del psicoanálisis”. Ahora bien, una vez
planteado esto, todo abandono, incluso parcial, de uno u otro de dichos puntos
le parecían una traición, o por lo menos una edulcoración. Aquel que procedía
de esa manera no debía llamarse más psicoanalista. Uno admite, por supuesto,
que Freud, consciente de la coherencia de sus teorías, no podía aceptar que
desarrollos demasiado alejados de sus propios aportes pudiesen volver a éstos
irreconocibles. Hay que hacer, al menos, dos observaciones.

UNA “CIENCIA” MUY PARTICULAR

La primera, es que esta posición corre el riesgo de fijar la doctrina,


plegando cada uno de estos términos a una definición más o menos unívoca.
Tomemos la cuestión de “la vida sexual”. Es un gran mérito de Freud haber
ampliado lo que se designa mediante estas palabras. No se concebiría, por
ejemplo, hablar de la sexualidad infantil si la sexualidad se confundiese con la
genitalidad. Pero, es necesario saber que, desde Freud, nuevas aclaraciones
obligan a retomar desde cero, la aproximación a la cuestión sexual. Así, para
Freud, la cuestión de la diferencia de los sexos remite al falo. Incluso si este
término comienza a tomar en él un sentido simbólico, y ya no biológico, el
tema se mantiene centrado en un “tener o no tener”. Debía pasar a manos de
7
Publicado bajo el título Sigmund Freud presenté par lui-même, Paris, Gallimard, 1984.

17
Lacan la tarea de definir otra dimensión, aquella del “ser” el falo (ser, por
ejemplo, el símbolo mismo de lo que la madre desea). ¿Tal desarrollo no
arriesgaría, en una aproximación estrictamente freudiana, aparecer como una
desviación?
La segunda observación aclara las dificultades de este tipo de preguntas.
Hay que decir que ninguna certeza “objetiva” viene a decir, por ejemplo, lo
que es “sexual” y lo que no es. En realidad, Freud llega a la idea de una
sexualidad infantil, al trazar líneas de articulación entre la vida sexual del
adulto y ciertos comportamientos infantiles. Se apoya también, por lo demás,
en equivalencias que aparecen en el sueño, por ejemplo. Pero el conjunto de
este razonamiento supone poner algo de su parte, que allí vaya su deseo, que
se determine a dar una importancia preponderante a aproximaciones que otros
hubieran dejado pasar. En suma, el psicoanálisis, si es una ciencia, es una
ciencia que da lugar al deseo de lo “científico”. Pero entonces, ¿Hace falta
considerar que todo deseo que no está orientado como el de Freud (o más
tarde como el de Lacan) implica salir del psicoanálisis? Esto simplificaría las
cosas… pero valdría más, quizás, para no esterilizar el pensamiento, no tener
una posición a priori, y retomar frente a cada nuevo desarrollo el examen de
las posiciones que éste implica, y de sus consecuencias.
Al final, la preocupación freudiana de encontrarse un sucesor ha pesado
también en la historia del psicoanálisis. Ésta va, por lo demás, de la mano con
la creación de instituciones psicoanalíticas, de asociaciones nacionales o
internacionales de psicoanalistas.
Puesto que los psicoanalistas se considerarían como un grupo expuesto a
los ataques exteriores, porque Freud, el primero, estaba preocupado de
defender la doctrina, los reagrupamientos de los analistas no tomaron jamás la
forma de simples lugares de intercambio científico. Hay que decir que no se
podía limitar a la circulación de las ideas. La cuestión del reconocimiento de
los analistas, por ejemplo, se planteó muy rápido. No podía, evidentemente,
ser operada por instancias exteriores, como la universidad, por el simple hecho
de la especificidad de una ciencia que pone en juego el deseo del clínico. Pero,
más allá de estas otras labores de las asociaciones, que habría sido necesario
definir de la manera menos extensiva posible, hay que decir que los grupos

18
analíticos servirán de “base” en lo que parecía ser un combate sin fin. De allí,
su transformación en movimiento, largamente descrita por Moustapha
Safouan en un libro reciente: El psicoanálisis: ciencia, terapia y causa8.
Pero hacer del psicoanálisis un movimiento –con lo que este término
connota en el plano político, incluso religioso. ¿Cómo ordenar, de antemano,
la cuestión de las disensiones que corrían el riesgo de producirse en el interior
del grupo? Todo movimiento necesita un líder que decide lo que es justo o no.
A raíz de ello, sin duda, la idea de Freud de que era necesario un sucesor: un
discípulo preferido por sobre los otros, incluso “un hijo”. Este modo de
transmisión era, sin duda, inevitable durante un tiempo porque “privar a
alguien de tener un líder, es privarlo de su yo ideal”. Pero su persistencia pone
con toda seguridad a los psicoanalistas, frente a la cuestión de saber si su
práctica permite superar esta idealización.
Así, la historia del psicoanálisis vuelve patente el hecho que toda
tentativa de distinguir de forma institucional lo que es psicoanalítico de lo que
no, plantea más problemas de los que resuelve. Valdría más, quizás, volver a
una hipótesis enunciada al comienzo de este capítulo: aquella según la cual es
al clínico a quien le cae la responsabilidad de orientarse en esta pregunta, a
partir de lo que le enseña su propia práctica.
R.C.

8
M. Safouan. La psychanalyse : science, thérapie et cause, Vincennes, Thierry Marchaisse, 2013.

19
5
¿Puede un psicoanalista asegurarse que, efectivamente, practica el
psicoanálisis?
B.V.
Nos preguntábamos si, teniendo en cuenta “el hecho de que toda tentativa
de distinguir de forma institucional lo que es psicoanalítico de lo que no,
plantea más problemas de los que resuelve.”, no era acaso mejor posicionarse
bajo la idea de que “es al clínico, a quien le llega la responsabilidad de
orientarse en esta pregunta, a partir de lo que le enseña su propia práctica”.
Es seguro que un analista que ha podido, él mismo, ir lo suficientemente
lejos en su cura para saber lo que es de carácter, en definitiva, fantasmático
(en sentido propio) de toda garantía de la verdad, no puede sino suscribir a la
necesidad de comprometer su propia responsabilidad en la orientación que da
a su trabajo analítico.

LA REFERENCIA A UN NOMBRE NO ES UNA GARANTÍA

En la época de Freud, era psicoanalítico lo que él decía ser tal. Pero,


como lo hace notar Lacan, si uno examinase cómo cada uno de sus alumnos se
orientaba en su trabajo y su teoría, se revelaría bastante rápido que esta
orientación nos informaría sobre su fantasma fundamental y sobre su
transferencia con el fundador. Hay un hecho irreductible: se deviene analista –
o no- según el rumbo que tomará su propia cura. Ahora bien, ésta ha tenido
por motor principal la demanda del analizante tratada por el deseo del analista
que ha dirigido la cura. Es este deseo el que, en cada caso particular, va a dar
en efecto la dirección.
El deseo de todo sujeto se constituye a partir de una interpretación del
deseo del Otro, es decir, de lo que se mantiene como enigma más allá de las
demandas que le han sido dirigidas, y de aquellas que él mismo ha dirigido al
Otro. Es en respuesta a este llamado del deseo del Otro, pero también en
defensa contra la angustia que suscita su cuestionamiento a través de este
deseo del Otro que solicita su respuesta.

20
Lo que conduce a un analizante a devenir psicoanalista no escapa a esta
estructura. El psicoanalista ha encarnado, o bien representado para él, una
figura del Otro. Sin embargo, en el caso de una cura que vira hacia lo
didáctico, esta figura estaba ya, por ella misma, asociada a un nombre (Freud,
Lacan, Klein…) o se ha asegurado más o menos pronto, de contar con una
referencia a un nombre. Ello vale, de forma más o menos velada, para toda
cura. No es raro que el analista sea interpelado al comienzo de la cura: “¿Es
usted freudiano o lacaniano?”. Ello no significa, necesariamente, que el
analizante tenga alguna idea personal sobre la forma en la cual entiende que su
cura sea dirigida, sino que, de ese modo, el invoca sin saberlo lo que Lacan
llama el Otro del Otro, el garante de la verdad. En tal caso, habrá que ser
decisivo: no existe tal instancia. No hay nada en el lenguaje que pueda
garantizar la verdad de los enunciados, ni siquiera su consistencia. Ninguna
instancia institucional suplirá esto.

¿EN QUÉ CERTEZA ENTONCES PUEDE APOYARSE UN PSICOANALISTA?

Un analizante no va a comprometerse en una cura sin suponer, en algún


lado, algún saber sobre su verdad (que detentará o no el analista). Pero, ¿Qué
pasa con esto al final de la cura? ¿Qué pasa con esto, del lado del analista, a
quien se le supone haber llegado lo bastante lejos en su cura como para saber
un poco acerca de este tema que se le supone saber? ¿Puede, este analista,
prescindir de una institución, de un líder, de una referencia a un nombre?
¿Qué tiene que ver con lo que podría considerarse una defensa persistente
contra su toma de responsabilidad?
Cada uno se situará en función del modo según el cual ha finalizado su
cura. La mayor parte de los analistas son miembros de una asociación
psicoanalítica y, a menudo, aquella que fue o es todavía, la de su analista. ¿Es
esto, una vez más, un retroceso frente a una responsabilidad propia?

21
A este hecho responde una causa “estructural”. En la medida en que la
consistencia de nuestros enunciados no soporta que “toda la verdad” sea
dicha9 ¿Cómo asegurarse de una certeza? Lacan, que no se ilusionaba con esta
cuestión, evoca en su seminario Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, cómo opera para él la certitud10.Muestra que el fin de análisis no
se confunde con una posición de autonomía con respeto al saber. Él mismo
apoyaba su certeza en la de Freud. Y, si Lacan reconoce que Freud ha sido el
único en saber lo que era su invención, ello no significa que Freud habría
tenido el privilegio de decir toda la verdad. Pero Lacan le tenía confianza de
estar en contacto con lo real y que sus respuestas, aunque estuviesen apoyadas
en errores manifiestos, no habían sido producidas sin reales razones lógicas.
En este mismo seminario, Lacan mostraba toda la dificultad de la
posición del alumno: “no hay forma de seguirme sin pasar por mis
significantes, pero pasar por mis significantes conlleva a este sentimiento de
alienación que los incita [a los alumnos] a buscar la pequeña diferencia.
Desgraciadamente esta pequeña diferencia les hace perder el alcance de la
dirección que les mostraba.”.
También, la certeza, por muy limitada que sea, se adquiere en la
experiencia del inconsciente y ésta convence al analizante que su deseo está
determinado por secuencias literales que animan pulsiones: es lo que
llamamos el fantasma fundamental.
Es verdad que ello no se verifica, en rigor, sino en los neuróticos, incluso
en los perversos: en su caso, lo que es verdadero, al final de cuentas, es lo que
se pliega a los caminos trazados de su goce.

“IMPUREZAS” DEL EJERCICIO DEL PSICOANÁLISIS O LOS LÍMITES DE LA


ÉTICA DEL DESEO

9
Esto es objeto del teorema de la incompletitud de Gödel en lo que concierne a la aritmética, es aplicable,
con mayor razón, a los campos simbólicos menos estructurados.
10
Es interesante recordar que este seminario fue pronunciado en lugar de aquel que Lacan había previsto
sobre “los nombres-del-padre” cuando, por una votación en la cual participaron algunos de sus alumnos, fue
excluido de la lista de didactas de la SPF (Sociedad psicoanalítica de Francia), y ello para responder a las
exigencias de la IPA (Asociación internacional de psicoanálisis). Estas exigencias tenían por fin, precisamente,
garantizar mediante una reglamentación estricta de la cura, una práctica correcta (y reconocida) del
psicoanálisis.

22
En los psicoanalistas (sobre todo en aquellos que son psiquiatras
también), la pregunta por saber si practican efectivamente el psicoanálisis se
plantea con ciertos pacientes, particularmente con los pacientes psicóticos. A
priori, no con aquellos que no buscan de ninguna forma elucidar su
inconsciente, sino más bien aquellos que demandan la ayuda del análisis. Las
singularidades del fantasma organizador de la psique, incluso su ausencia,
implican una reorientación del deseo del analista. En lo que concierne a los
paranoicos, su certeza sino absoluta, al menos indiscutible, no concierne tanto
a la verdad como a su posición excepcional de sujeto en el mundo: hay signos,
y esos signos le atañen, ellos son los referentes. Tal disposición supone que,
por alguna razón, el sujeto paranoico no ha podido atravesar este tiempo de
incertidumbre y de cuestionamiento en lo que refiere al deseo del Otro que
antecede, y se concluye, en el neurótico, mediante la constitución del fantasma
fundamental, fantasma que asegura esto último a través de una certitud más
“discutible” que la del paranoico.
Para los esquizofrénicos – este diagnóstico está hoy abusivamente
extendido, aunque más fácilmente aceptado que otrora, por los pacientes y su
entorno - se adjuntan además la dificultad de seguir sus palabras y la de
mantener un lazo duradero.
De los tres deseos que, según nosotros, fundan el psicoanálisis freudiano
(deseo de verdad que se remite en Lacan a una ética del deseo, deseo de sanar,
deseo de saber), el primero encuentra bastante rápido una imposibilidad
lógica, el tercero conlleva el riesgo de desencadenar una respuesta delirante.
Esto no es, sin embargo, que haya que renunciar y limitarse al deseo
“terapéutico” que, privado de los dos otros, podría virar al furor curandis. El
DSM IV11 estima que no hay diferencias que hacer entre los enfermos
mentales y los otros. Sin duda, con el pretexto de luchar contra la
estigmatización de la cual estos enfermos son objeto. Si este propósito pudiese
ser retenido, sería en el sentido que incluso en las enfermedades más
“orgánicas” no hay que olvidar que el enfermo es también un sujeto cuyo

11
Según la American Psychiatric Association, Mini DSM-IV. Criterios diagnósticos (Washingotn DC, 194).
Traducción francesa por D.Guelfi et al., París, Masson, 1996, p.XI. El DSM es la cuarta edición del Diagnostic
Manual of Mental Disorders redactado por la American Psychiatric Association, con la idea que “es necesario
que los clínicos e investigadores tengan un lenguaje común para hablar de los trastornos con respecto a los
cuales tienen una responsabilidad profesional” (Introducción del DSM-III por Robert L. Spitzer.

23
deseo, más o menos afectado por la enfermedad, debe ser escuchado o
descifrado tanto con respecto al tratamiento que estima poder asumir, como a
veces, con respecto al lugar que toma en el desencadenamiento o en el
mantenimiento del proceso mórbido mismo. Podríamos suscribir a este
propósito del DSM IV en razón de la preocupación que tendríamos por
preservar al sujeto “enfermo mental” del riesgo de su aniquilación en el
proceso psicótico, pero también, por las terapéuticas “protocolizadas” que
traen sus lugares de refugio. La ética del deseo, no la proponemos, incluso en
el neurótico, salvo a quién está firmemente decidido a emprender un análisis.
No puede extenderse sin reservas a aquellos que sólo buscan un confort, por lo
demás legítimo. La pregunta podría entonces ser esta: ¿Si ocurre en la cura de
los sujetos que se orienten principalmente, o exclusivamente, hacia la
búsqueda del confort, el analista puede considerar que continúa, en este caso,
funcionando como analista? Esto será un punto a retomar ulteriormente.
Pero hay expectativas con respecto al psicoanálisis de parte de un buen
número de psicóticos, y lo que éstos esperan no es siempre diferente de lo del
neurótico (saber más sobre lo que lo atormenta). Un poco de los tres deseos
del analista, advertido de los límites de su campo de acción, son entonces
bienvenidos. No podrían desprenderse del saber del analista quien, aquí como
allá, debe ser escuchado como saber-hacer o incluso saber hacer allí12.
Este saber-hacer es especialmente más delicado puesto que la
intervención terapéutica mediante la prescripción de medicamentos, incluso
hospitalizaciones, implica necesariamente al analista (y más especialmente si
él es también psiquiatra) en una ética que ya no es, propiamente hablando,
aquella del análisis al servicio del deseo. ¿Se trata, no obstante, de ponerse,
como la medicina, al servicio de los bienes de los cuales forma parte “la salud
mental”? Sin duda, pero no totalmente, si uno mantiene firmemente que la
“normalización” del comportamiento del sujeto no podría justificar su
embrutecimiento “terapéutico”.

12
Esta última frase tiene más sentido en francés y posee, además, cierta musicalidad. Las expresiones
comparadas son “savoir-faire” y “savoir y faire”. El pronombre “y” no existe en castellano. Éste se utiliza
para reemplazar complementos de lugar o complementos de objeto indirectos, a menudo antecedidos por
la preposición “à”.

24
Quien reculase a cumplir este servicio en nombre de la ética del
psicoanálisis olvidaría, por una parte, que ésta es también reconocer lo real y
lo imposible propio a cada estructura, y, por otra parte, que, si ella está
advertida de todo lo que puede haber de problemático en la ética caritativa, no
es en ningún caso indiferencia a la desgracia ajena, y que ciertos pasos al acto,
que desbordan al sujeto, deben ser evitados tanto como sea posible.

6
El estilo de una cura

¿CUALQUIER COSA?

¿Es pertinente saber si nuestra práctica es psicoanalítica o no? ¿Y cómo


saber? ¿Se trata de respetar ciertas reglas que la opinión común ya conoce,
como la abstención de nuestros propios deseos con los pacientes y la meta de
su cura, la no respuesta a sus demandas en la medida en que ello embrollaría
la expresión de su deseo inconsciente, el silencio “benevolente”, la regularidad
de las sesiones, etc.?
Ello no es sino un conjunto de precauciones, de órdenes más bien
negativos, útiles sin duda, pero que no dan ninguna información sobre el estilo
de una cura.

25
¿Por qué hablar de estilo? Cada analista encuentra su estilo poco a poco.
Es particularmente impactante durante los controles o supervisiones, donde se
trata de escuchar el texto de un paciente reportado por un analista, leer los
recursos inconscientes y captar el ingenio de las intervenciones de este
analista, no en función de las circunstancias, sino en lo que va a despejarse de
pertinencia original en el intervalo de las sesiones.
Es lo que hacía decir a Lacan, con su humor y su provocación de
costumbre, que los analistas debutantes comenzaban haciendo cualquier cosa
y que era de eso mismo que había que partir. Él indicaba en este punto, el
camino. Decía en efecto, en el seminario El sinthome, el 18 de noviembre de
1975: “Sucede que me doy el lujo de controlar – llamamos a eso - un cierto
número, un cierto número de gente que se han autorizado ellos mismos, según
mi fórmula, a ser analistas. Hay dos etapas. Hay una etapa en la que son como
rinocerontes; hacen casi cualquier cosa y los apruebo siempre. En efecto,
siempre tienen razón.”. Enseguida se tratará, dice Lacan, en una segunda
etapa, de jugar, según las palabras del analizante, del equívoco que le da
espesor al lenguaje y radicaliza la cuestión del sentido. “Pues, es únicamente
mediante el equívoco que la interpretación opera. Es necesario que haya algo
en el significante que resuene”, llega a decir Lacan.
¿Cómo escuchar esta “cualquier cosa” de esta primera etapa? Esto
significa que uno no puede partir de alguna consigna de abstención, sino que
se parte, al contrario, de lo que un analista compromete en el real de su
palabra, con lo que implica, en cuanto a las imperfecciones, tanteos y, en
suma, a las intervenciones de su deseo de analista. Esto responde, notémoslo,
al “diga lo que se le pase por la cabeza, porque eso no es jamás cualquier
cosa” enunciado por el psicoanalista a su paciente.
¿La etapa posterior consistiría entonces en una purificación? Parece que
no, una vez más.

LO REAL DEL PASO POR UN OTRO

Esto retoma lo que ha sido una pregunta más arriba, la tentativa de


definir el deseo del analista de forma positiva, a partir de la pura diferencia

26
entre significantes, a partir de lo que podrá hacer sentido en el lenguaje. Sin
embargo, esta pura diferencia entre significantes no es aquí un enunciado
lingüístico, dando lugar a combinatorias diversas o justificando toda una
variedad de comentarios. Esta pura diferencia se topa con lo real del paso por
otro, el psicoanalista, quien, si bien es un semejante, para el paciente no se
pone en este lugar, sino que toma el lugar y el tiempo de una alteridad
disimétrica, sin el apoyo de la sin el apoyo del parecer. El analista se pone en
el lugar de lo que Lacan llama el Otro, que no es ni dios ni bestia, que no está
en posición de oráculo, ni en una representación demoniaca de las pulsiones.
Sino que este lugar y este tiempo en los que se pone el psicoanalista son, sin
duda, los garantes de la eficacia simbólica de la palabra en toda ocasión, de
sus efectos imaginarios necesarios para la ficción de la verdad, de sus efectos
reales de inscripción subjetiva o, para ciertos casos de psicosis, de inscripción
de lo que yo llamaría de buena gana las circunstancias del sujeto.
La alteridad propuesta por el dispositivo psicoanalítico no es aquella de
una persona a la otra, o bien, de una persona a alguna trascendencia divina. El
psicoanalista sabe que la cura va a recorrer espacios y tiempos de
transformación que van del lugar del Otro a aquel de un objeto que será
periódicamente rechazado llegada la ocasión y en provecho de una secuencia
de significantes que encontrarán en su paciente la oportunidad de sus sentidos.
¿Pero cómo toma su estilo este deseo?

LA CONTINGENCIA INCLUIDA

El término estilo pertenece a menudo al arte, y es pertinente para el


psicoanálisis. No es algo que se define al comienzo, sino que se encuentra, y,
sobre todo, que se piensa poco a poco incluyendo la contingencia de lo que
surge, como evento, como palabra, como acto.
La distancia entre dos significantes que radicaliza el campo del
psicoanálisis debe, me parece, incluir esta dimensión de la contingencia, esta
escansión del azar, retomada y continuada, que hace que una inscripción
posible se haga realmente. ¿Es esto una impureza que se aloja entonces en el
lugar mismo de la pura diferencia? Sin duda, con la condición de no ver en

27
esta impureza una depreciación posible. Pues ella es la ocasión del lazo entre
la palabra y lo real. Es por ello que uno no puede “encuadrar” lo que es
psicoanalítico con precauciones o barandillas. Esto no quiere decir tampoco
que tendríamos que validar “cualquier cosa” de la palabra que sale. Sino que
esto significa, más bien, para nuestra posición de psicoanalista, el porte
anticipador de una dimensión improbable en la palabra del otro, permitida por
la disimetría de fondo entre el analista y el paciente.

UN TIEMPO LARGO

Esto hace que no me parezca necesario interrogarse siempre en función


de las circunstancias por las palabras de uno o del otro para saber si el curso
de la cura es psicoanalítico o no. Hay, en efecto, en toda cura, momentos de
sostén, momento en los que no hay que soltar nada de la palabra, momentos de
cara a cara, momentos de acompañamiento de ciertos aspectos de la realidad,
de la vida, y decisiones que naturalmente suceden. ¿Es esto una sucesión de
faltas respecto de las escansiones nuevas de los significantes producidos por la
cura? Por mi parte no lo pienso, a partir del momento en el que estos tiempos
de acompañamiento, por nombrarlos así, no son dejados en la divagación
interpretativa de las demandas de amor, de las cuales sin embargo son parte,
sino que encontrarán una inscripción más tardía y su necesidad con
posterioridad. Incluso el error del psicoanalista, su brutalidad de lenguaje, o su
silencio incómodo, pueden dar testimonio, si todo ello es retomado, de lo que
se hace un análisis con un hombre o una mujer que tiene que vérselas, así
como sus pacientes, con la dificultad de lo que se puede inventar para resolver
impases propiamente humanos.
Al final, ¿Por qué no se tiene confianza en el trabajo inconsciente de
nuestros pacientes? Porque es la posición del inconsciente, especificidad del
psicoanálisis, la que está en juego aquí. Una suerte de confianza flotante,
como la escucha diríamos, en la dimensión de saber que ha dado Freud al
inconsciente.
Es útil y legítimo preguntarse si nuestras intervenciones son
psicoanalíticas, pertinentes en relación con el psicoanálisis, en relación con lo
que éste puede desplazar subjetivamente desde el inconsciente. Pero esta
28
vigilancia puede ser rápidamente subyugada a un ideal de transparencia cuyos
estragos se ven dondequiera hoy y quizás, sobre todo, las ambiciones ingenuas
de control.
No se trata, sin embargo, de promover algunos lazos secretos. El
inconsciente critica radicalmente el secreto, haciéndolo pronto un secreto a
voces. El inconsciente atañe a lo desconocido que no se esconde ni se devela.
A lo desconocido del inconsciente, hay que ir a buscarlo, descifrarlo al
escribirlo. Lo que quiere decir, que hay que tener en mente el hecho de que
haya opacidad en nuestro proceso, que ella encuentra más precisamente su
punto de salida mediante las respuestas a veces sorprendentes de nuestros
pacientes, y así sucesivamente.
La opacidad de la cual partimos, la nuestra y, distinta, aquella del
síntoma que genera la primera queja de nuestros pacientes, no es ni lo oscuro
ni lo claro a la manera en la que lo explica Jung, por ejemplo. Un psicoanálisis
no hace un recorrido que va de lo oscuro a lo claro. Pensamos más nuestra
práctica como avances sobre un saber inconsciente que suponemos a partir del
real opaco de los síntomas de nuestros pacientes. Nuestros ensayos nos
vienen, no de una transparencia para sí mismo, sino de lo que sabemos radical
en la enunciación azarosa de cada uno, en la frase que se arriesga en el
sentido. Somos vigilantes de los azares en los que una palabra pone en juego
realmente la brecha entre los significantes, hasta una posible metáfora.
Nuestra presencia se presta realmente a esta brecha y es posible que nuestra
palabra de escansión no esté allí más que para decir que ha llegado,
justamente, el momento en el que nuestra presencia no es más útil pues la
metáfora se ha concluido en su inscripción para el sujeto. Escansiones,
entonces, sesión tras sesión.
Ch. L.-D.

29
7

El hombre… al cual uno se dirige


Las formas que el analista está llevado a dar a su práctica pueden variar
de manera considerable, y es ello lo que hace que en ocasiones se inquiete.
¿Tiene él la certeza de estar siempre en una posición de analista?
Respondimos, en el capítulo precedente, desplazando la pregunta. ¿En esto
que varía así no hay que encontrar la marca de un estilo, un estilo que tiene
siempre algo singular, un estilo que puede, por lo demás, buscarse por un
tiempo más o menos largo?
Pero sin duda conviene ir un poco más lejos. Lacan, quien era
particularmente sensible a esta cuestión del estilo, no teme, en la obertura de
sus Escritos13, referirse a Buffon, y no lo hace sin impertinencia. Allí donde el
“gran hombre” escribía “el estilo es el hombre mismo”, propone extender la
fórmula: “El estilo es el hombre, ¿Avalaremos la fórmula sólo extendiéndola:
el hombre a quien uno se dirige?
Cada uno puede hacer la experiencia de ello, de forma muy simple.
¿Acaso no vemos hasta qué punto lo que cada uno dice no encuentra sentido si
no es a través de lo que podrá escuchar aquel a quien uno se dirige? ¿Y que, a
cambio, la forma dada por el locutor a lo que dice (su estilo, entonces)
depende en gran parte de éste último (del interlocutor)?
El psicoanálisis extrae las consecuencias de esta dependencia del sujeto
al Otro al cual se dirige: lo que, a partir de allí, toma para el sujeto la más
grande importancia, digamos la naturaleza o el objeto de su deseo, será
determinado a partir del deseo del Otro.
Esto, por el lado positivo, cuando por ejemplo un niño encuentra, en la
fuerza del deseo de padres apasionados por algún objeto cultural, la ocasión de
orientarse, él mismo, hacia lo que dará sentido a su vida. Pero también, por el
13
J. Lacan, Écrits, París, Le Seuil, 1966.

30
lado negativo, cuando los impases de sus genitores lo ponen durante mucho
tiempo en una posición de inhibición, a veces radical.
Se comprende, a través de estas simples observaciones, el verdadero
significado de la transferencia. Puesto que el deseo mismo se constituye a
partir del Otro ¿Cómo, el analizante, hallaría el camino, remodelaría las
formas, levantaría las aporías, si no fuese retomando lao cuestión de qué es lo
que el Otro quiere de él? Lo que puede hacer solamente en el diálogo que
instaura con su analista.
No es raro, en la cura, que la emergencia de un deseo deba pasar por una
protesta o una queja. El analizante, más que reconocer en sí mismo lo que
hace su deseo, afirma que es su analista quien se lo sugiere, y que nada le
asegura que ello ocurre de forma acertada. Enuncia así, algo de su deseo, pero
negándolo.
¿Objetaremos que el deseo del analista es precisamente no desear en
lugar del analizante? Pero el silencio que adopta entonces, su repliegue más o
menos pronunciado, tiene un efecto paradojal. Si el deseo del analista nunca es
expresado, puede suscitar la angustia, para el analizante, de no saber lo que el
Otro quiere de él. Agreguemos que también, a falta de respuesta a la pregunta
por el deseo del Otro, el analizante puede suponer lo peor.

EL TACTO

Esta imputación al analista del deseo que surge, por lo general, no impide
que el trabajo prosiga. Uno puede incluso pensar que es inevitable; esto
impone, sin embargo, cierta prudencia. No bastaría, por ejemplo, con
considerar las protestas del analizante como una resistencia que habría que
analizar con el fin de desembarazarse de ellas. Sucede que, más a menudo de
lo que uno cree, éstas pueden apoyarse en elementos muy escasos, aunque
significativos, de lo que decimos.
Rudolph Loewenstein, quien fuera el analista de Lacan, percibía bien que
el analista debía prestar atención al sentido latente de la interpretación que da,
siempre susceptible de ser comprendido de una forma completamente distinta
de lo que hubiese querido. En un artículo muy notable “Observaciones sobre

31
el tacto en la técnica psicoanalítica 14”, cita un fragmento de la cura de un
sujeto neurótico, quien le dice un día: “mi deseo por la señora M… ha
desaparecido completamente desde que usted me dijo no reconciliarme más
con ella”. Lowenstein está muy sorprendido y afirma no haber dicho nunca
algo parecido. “Pero si, responde el analizante (que Lowenstein llama el
analizado), usted me había dicho que yo estaba todavía fijado a ella”. Es a
partir de casos de este tipo que él extrae una regla general: “el analista debe
siempre prestar atención al sentido latente de la interpretación que da, y evitar
la que contiene implícitamente una interdicción o un reproche en lugar de
ciertos sentimientos o pensamientos del analizado”.
No habría que creer, sin embargo, que el analista calcula
conscientemente sus intervenciones en función de lo que presiente que
entenderá el analizante de ellas. La acomodación se hace sin pensar en ella.
Pero ella explica las variaciones de estilo en un analista. Ocurre, a propósito
de esto, que dos analizantes, que tienen el mismo analista, puedan hablar de la
práctica de éste, y sorprenderse de no percibirla de la misma manera en
absoluto. Uno de ellos, por ejemplo, encontrará a su analista muy silencioso,
mientras que el otro se alegrará de tener un analista que le habla. Sucede que,
de forma no calculada, el analista habla y actúa en función del Otro que es
para él, el analizante. Si se reglase por su propia teoría, se convertiría en un
Otro, en cierto sentido, muy previsible, y al mismo tiempo el analizante no
tendría más opción que conformarse con esto que no sería más el deseo, sino
la demanda de este Otro encarnado –conformarse, o a lo mejor romper, porque
esta fijeza del deseo del Otro tendría algo insoportable.
R.C.

14
R. Lowenstein. “Remarques sur le tact dans la technique psychanalytique”, Figures de la psychanalyse,
n°15, 2007.

32
8
Un arte del contratiempo

¿Cómo los lazos simbólicos, imaginarios y reales de la transferencia, que


se anudan entre el analista y el analizante, se ponen en juego en lo que va a
inscribir y desplazar a un sujeto? ¿Por qué hace falta este rodeo por otro que
esté en el lugar y el tiempo silencioso de las transformaciones posibles? ¿Por
qué es imposible el autoanálisis? Vuelve a aparecer la pregunta sobre por qué
el psicoanálisis que requiere la presencia real y por tanto impura, del
psicoanalista –su voz, su cuerpo en movimiento, su respiración, sus
murmullos, sus ruidos en general, su mirada, su acogida-, manifiesta que uno
no habla ni se encuentra nunca absolutamente solo.
¿Por qué este término chocante de impuro? Los adversarios del
psicoanálisis realizan críticas de diversas maneras a propósito de este punto.
Destacan con glotonería los momentos en los que el analista habría salido de
su reserva y develado algo de concupiscencia o abuso de autoridad. No vamos
a desconocer la existencia de lo se llama fácilmente distanciamientos en
relación a lo que uno idealiza como “buena conducta”. Pero lo que nos parece
más fundamental, a propósito de la presencia necesaria del otro para hacer un
análisis, no es solamente la localización en el espacio, sino la inevitable
discordancia de los tiempos subjetivos entre el analista y el analizante. Un
analista es a menudo molesto. Todo efecto de connivencia o de complicidad
con estos deviene complacencia con la monotonía y la rutina 15 de la cura dne
los neuróticos y se expresa en desconfianzas diversas en la de los psicóticos.
Una cierta rugosidad es pertinente y no contradice en nada la benevolencia.
Esta discordancia que es, a la vez, lo que la disimetría es al espacio, es lo
que hace de una cura y de nuestras entrevistas otra cosa distinta de un diálogo.
No estamos en busca de una verdad o de un bien común como en los diálogos
de Platón o en los diálogos de los filósofos del siglo XVIII. No damos a luz

15
La expresión utilizada en el texto en francés es faire ronronner. Al no encontrar una forma equivalente en
español para la expresión en francés, éste se tradujo por su significación. [N. del T.]

33
verdades, por muy próxima que ésta experiencia sea al psicoanálisis. En
efecto, esta verdad no preexiste a su momento de hallazgo.
Su producción es de la misma naturaleza que la poesía, pero el proceso
pasa necesariamente por un otro.
Se podría decir que un poema tiene a menudo, también, una dirección,
ideal u oscura. Pero el circuito de una cura, pasando por el inconsciente,
genera confusión entre las diferentes direcciones de la palabra consciente y la
intervención del analista, que se dirige en principio sobre la laguna o el lapsus
que interrumpen el discurso consciente, son escuchados como trazos de lo que
todavía no se ha dicho, abren brechas que no son las respuestas o las preguntas
de un diálogo, sino aperturas para inscripciones posibles.
Si hemos hablado de escansiones reales de las sesiones, es también
porque nuestras intervenciones en una cura hacen intervenir toda suerte de
temporalidades. No solamente el tiempo del efecto de a-posteriori [après-
coup] que entrega sentido a una secuencia. Sino que también la expectativa
que no es todavía la demanda formulada, la nostalgia que no está todavía
distinguida de tal o cual duelo, la obstinación que no es sólo una resistencia
sino el “el relato testigo” de las estrategias de la infancia. La famosa escansión
lacaniana que interrumpe la sesión sobre un significante que acaba de surgir
allí donde no o ya no se lo esperaba, no es sólo la interrupción de un tiempo,
sino que pone en juego la presencia y la ausencia, y profundiza así el impacto
de esta intervención hasta la radicalidad del fort-da freudiano, es decir, hasta
los comienzos del lenguaje del niño. Los contratiempos que produce una
madre que se ausenta un momento y que contraría así el deseo del niño, pero
que puede hablarle un poco de ello, pueden entonces devenir la ocasión de una
elaboración simbólica nueva: el objeto, la bobina, en el corazón del tiempo en
el que se elabora la alteridad de la palabra a un otro. Ya que, como lo observa
D.W. Winnicott, estos contratiempos no están necesariamente ligados al puro
capricho, por tanto, no son necesariamente traumáticos.
¿Qué hace falta para esto? No solamente la benevolencia, que es una de
las fuentes de la confianza. Sino que esta vez falta algo aún más radical:
elaborar con el paciente la continuidad inconsciente de lo que dice, palabra a
palabra, frase tras frase, para que pueda apropiársela, aun si esta continuidad,

34
sostenida por la regularidad de las sesiones de la cura, no es al comienzo más
que un andamiaje imaginario, aquí necesaria.

IDAS Y VUELTAS

Una intervención que resulta ser feliz en un momento puede, algún


tiempo más tarde, revelarse paralizante o nociva. ¿Debemos no decir nada?
¡Ciertamente no! Sino que saber cómo y cuándo cuestionar y corregir nuestras
palabras. Y saber descifrar lo que nos ha hecho pronunciarlas en estas
circunstancias. En fin, saber servirse de los contratiempos para no fiarse de las
satisfacciones de la evidencia. Lejos de hacer un llamado a alguna intuición
venida de fuerzas oscuras, el hecho de tomar en cuenta lo real mediante lo
simbólico atañe a la recuperación precisa de estos contratiempos.
Una de las sorpresas frecuentes de nuestra práctica es descubrir los
efectos retardados de una de nuestras intervenciones que, en un primer
momento, no había tenido el efecto esperado. Otras sorpresas provienen de lo
que los pacientes no “sueltan” sino hasta pasado un tiempo muy largo,
pensamientos o eventos que nos parecen de importancia. ¿Qué decir? ¿Es esto
una precaución que toma el analizante quien temería que su analista se
precipite hacia una explicación última? ¿O se debe buscar antes?
Son los avatares de la represión se dirá. Ciertamente, pero ¿Cómo?
Recuerdo un caso en el que el recuerdo no podía plantearse de forma
adecuada, lisa y llanamente porque no había sujeto para decirlo. Traumatismo
sin duda, pero no solamente: momentos en los que el sujeto “confundido” por
la humillación, estupefacto, o ausente, en los que nada podía inscribirse. Otras
ocasiones, en el campo del psicoanálisis de niños, hay largos lapsos de tiempo
faltantes: la hospitalización de un pequeño niño por una enfermedad grave no
es más que un recuerdo lejano en el que no se inscribieron las angustias y los
sentimientos de abandono, como si, esta inscripción hubiese sido “delegada”
al entorno, como si –vayamos más lejos- la mortalidad en juego y la ausencia
de porvenir hubiesen avasallado el proceso de inscripción subjetiva. La tarea
del psicoanalista será, sin duda, hacer escuchar esto, puesto que las angustias
de abandono volverán en la cura, aisladas y salvajes.

35
Otras veces, son momentos de depresión infantil que son, por así decirlo,
escamoteados. No existe sujeto alguno para decirlos. “el tiempo pasará y
curará” se dice. Pero ¿Qué valor tiene une supuesta cura a través del tiempo
que pasa si este es el paso de nada?
Ch. L.-D.

9
Estilo y técnica

Hemos preferido hablar de estilo más que de técnica. ¿La técnica


analítica se resume en una cuestión de estilo?
¿Esto quiere decir que la técnica analítica es lo suficientemente conocida
por el público en general como para no ser recordada? O bien, ¿Qué a falta de
una técnica generalizable que se pueda enseñar, la palabra misma era vana?
Sin embargo, hemos abordado claramente numerosos puntos técnicos: la
posición del analista, su saber-hacer, la noción de eficacia simbólica, de
desciframiento, de temporalidad. Hemos evocado a lo que apuntaba la cura en

36
función de su dirección, es decir, el sujeto que realiza un llamado a un
analista. ¿Por qué, en suma, evitamos este término siendo que incluso
reivindicamos el ejercicio de un oficio?

LO QUE FREUD DECÍA DE SU TÉCNICA

Por su parte, Freud no ha cesado de exponer problemas de técnica, desde


sus Estudios sobre la histeria (1895) hasta Análisis terminable e interminable
(1937). No es que utilice este término de forma exclusiva (utiliza también
Behandlung (tratamiento), Methode (método), Handhabun (Habilidad), Praxis
(Practica), pero no lo evita, para nada.
En sus Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico (191216), nos
dice: “esta técnica es la única que me conviene personalmente. Quizás otro
médico, de un temperamento (Persönlichkeit) completamente diferente al mío,
puede ser llevado a adoptar en su relación con los enfermos y la tarea por
realizar, una actitud diferente” [Traducción de Anne Berman].
Distingamos la ironía oculta en estas palabras, puesto que, en los hechos,
Freud siempre ha sido poco entusiasta con respecto a sus alumnos que
buscaban otras técnicas, particularmente en el objetivo de acortar una cura. En
todo caso, la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), guardiana de su
enseñanza, se ha puesto el deber de codificar la técnica (frecuencia y duración
de las sesiones, por ejemplo) más que aprovechar la libertad que parecía
autorizar el fundador. Uno podría sorprenderse, pero ello se sostiene de lo que
rápidamente apareció luego de la muerte de Freud, que sólo la técnica podía
hacer comunidad en los analistas que todo separaba, también con respecto a la
idea que se hacían de las metas de una cura, como a propósito de los
conceptos fundamentales: inconsciente, transferencia, resistencia, etc.
Recordemos que la exclusión de Lacan de la IPA fue motivada por su práctica
de las sesiones breves y no por desacuerdos teóricos (sin embargo, bien
reales).
Algunos de sus alumnos han elogiado la libertad que Lacan se daba en su
técnica, justificando así la brevedad de las sesiones, permitiéndose a veces
16
S, Freud. “Ratschläge fur den Arzt bei der Psychoanalytischen Behandlung”, Zentbl. Psychoanal., Bd.” (9),
trad. A. Berman, La technique psychanalytique, París, Puf, 2 ed., 1967, p.61.

37
copiarla con más o menos fortuna. Es inevitable, sin duda, que el analista
debutante tome como modelo a su propio analista, incluso descubra con
sorpresa, en su estilo, un rasgo de identificación con este analista. Pero ello no
debería ser sino marginal, puesto que el analista, en su intervención efectiva,
sea cual sea, no puede autorizarse más que por sí mismo.
Para Freud es claro que la técnica debe adaptarse a la meta que persigue
el analista. Pero como se trataba entonces de una práctica enteramente nueva
inventada por él, esta meta dependía de lo que él mismo esperaba y del deseo
complejo que la animaba. Así, la asociación libre de las ideas, es decir, no
dirigida por el analista, elemento esencial de la técnica de Freud, halla el
medio para aplicarse tanto en las primeras curas analíticas de las histéricas en
una intención terapéutica, como en el análisis de sus propios sueños animado
más bien por un deseo de conquista de lo desconocido.
Es interesante notar que la libre asociación encuentra su pendiente
técnica en el analista, en la atención (igualmente) flotante17, Freud llega hasta
a desaconsejar el tomar notas durante la sesión. Se trata de aprendizaje
paradojal, de un no-control: aprender a no saber de antemano. La palabra
técnica parece así remitir, de forma incongruente, hacia un control falaz e
ilusorio cuando más bien se trataría de desprenderse de esto.
Se ha entendido que el término de técnica puede suscitar en nosotros
cierta antipatía en la medida que, en la historia del psicoanálisis, ha servido
como obstáculo para la invención y como muro ridículo contra la división del
movimiento analítico. A pesar de todo, hay que considerar que hay aspectos
técnicos en la cura, y la pregunta que se plantea es saber si podemos reducirlos
a la cuestión del estilo, inclusive del tacto.
Esta pregunta, tendremos que, en los capítulos siguientes, desarrollarla en
detalle. Digamos ya que recubre un elemento en juego sensible: suele
escucharse que una cura se funda tanto en la disponibilidad del inconsciente
del analista a lo que profiere imprevisiblemente el analizante (contingencia
incluida) como en la fe en el trabajo inconsciente de los analizantes; que lo
que hace el estilo de una cura esta tanto determinado por el sujeto a quien el
analista se dirige como por su personalidad. Pero ¿Hay una parte, un resto, que
17
Ibíd. Gleichschwebende…

38
dejaría ver un control que puede adquirirse mediante aprendizaje, así como lo
pensamos en una técnica?

¿SE APRENDE ESTE OFICIO?

Ciertamente, está lo que llamamos experiencia. Christiane Lacôte-Destribats


destacaba el humor de Lacan al hablar de su práctica de control con los
analistas debutantes. Se dice también que algunos casos difíciles han podido
ser salvados por la audacia de analistas debutantes, cuestión que no habría
ocurrido con analistas más experimentados. Si el oficio se aprende ¿Cómo se
aprende? Y bueno, condición necesaria pero no suficiente, desprendiéndose de
querer dominar el saber.
Tengan aquí un ejemplo: un día, cuando iniciaba mi práctica de analista,
mi analista me dijo (suponiendo, sin duda, que el asunto estaba claro para mí)
que, en la disputa que oponía a la escuela de Lacan con la SPP, a saber,
“analizar la transferencia” o “analizar en transferencia”, había que tomar una
decisión: era el uno o el otro, sin más explicación. Como yo no podía decidir
por la razón que no encontraba nada que objetar a ninguno de los dos, recibí
este aviso como la confirmación de mi incompetencia, incluso de mi
impostura. Tampoco le pedí más esclarecimiento sobre un punto que parecía
evidente para todos y que me sumergió un largo tiempo en una confusión, a
pesar de todos mis esfuerzos: la claridad obtenida gracias a aquellos que
querían explicarme, no resistía mucho tiempo a un nuevo oscurecimiento.
Se dirá que tal efecto “desconcertante” puede producirse en otros campos
que no son el psicoanálisis, pero en ninguna otra parte, sin duda, la teoría que
justifica nuestra técnica es tan solidaria con nuestro fantasma y sus límites. De
allí, el efecto a menudo inhibitorio de una intervención que apela a los
conocimientos.

¿INTRANSMISIBILIDAD DEL PSICOANÁLISIS?

Si el oficio de analista se aprende en una cierta medida, no se transmite


sino en el sentido preciso en el que el deseo que lo anima, más que aprenderse,
puede ser contagioso.
39
Lacan ha sido más radical al término de su enseñanza cuando afirmaba
que el psicoanálisis no era transmisible y que era necesario que cada analista
lo reinvente. Pero ¿Es esto lo mismo que será reinventado? ¿Lo singular se
justifica aquí? Pienso que sí, en tanto la invención de cada uno, con su estilo
propio, será sostenida por este triple deseo terapéutico, científico, y ético que
fue el de Freud.

B.V.

II
LOS TIEMPOS DE LA CURA

40
10
¿Cómo empieza un análisis?

Retomemos la pregunta de saber si no habría en la práctica psicoanalítica


algo que podría transmitirse de manera precisa, algo que tendría que ver con
una enseñanza. Estaríamos tentados, para negarlo, de invocar el curso tan
diferente que pueden tomar los recorridos analíticos. De un sujeto a otro, la
expectativa no es la misma, y tampoco lo que llamamos las resistencias, es
decir eso que se prolonga de la represión en el momento en que la palabra del
analizante es solicitada. Esto para no decir nada de las determinaciones más
externas, el ritmo de las sesiones, por ejemplo, que no siempre corresponde a
lo que sería lo más favorable.
¿Las diferencias de los recorridos sin embargo, impiden totalmente
despejar algunas regularidades, anheladas o simplemente constatables, en lo
que concierne la manera en que una cura puede “avanzar”?
Llega aquí una comparación que Freud ya había hecho. ¿No es una
situación comparable al juego de ajedrez? A pesar de que las partidas de
ajedrez posibles son de número infinito (lo que por lo demás, no excluye dar
consejos generales a los debutantes), sabemos que elementos muy precisos de
análisis han sido desarrollados, a lo largo de siglos, sobre los comienzos y
fines de las partidas. Los comienzos de partida, especialmente, que pueden ser
estudiadas haciendo, movimiento tras movimiento, la hipótesis de elecciones
racionales, de número limitado, y respuestas particulares de tal elección
pueden llevar bastante lejos y permiten, a partir de ahí, una suerte de tipología
de las partidas posibles, en función de su comienzo, en función de “la
apertura” elegida por los jugadores. “Partida española”, “partida italiana”, y
aún muchas otras, son así objeto de un examen que ha dado a la teoría del
ajedrez, un sócalo firme y de eficacia potente. ¿No podría al menos el analista
conceptualizar lo que debe ser el comienzo de un análisis?

EL VIAJANTE

41
Lo afirmaremos con más gusto aún, que muchas cosas en el comienzo de
un análisis, están directamente determinadas por el clínico. El análisis
comienza en efecto por “entrevistas preliminares” durante las cuales el
analista habla por lo general más de lo que lo hará después. ¿No basta
entonces que sepa lo que espera de esas entrevistas para poder concebir
racionalmente su forma y contenido? Freud en todo caso tenía una idea muy
precisa sobre lo que convenía decirle a alguien que pedía comenzar un
análisis. Lo veremos leyendo su artículo sobre “El comienzo del
tratamiento”, escrito en 1913 (1).
Freud enunciaba en ese texto un cierto número de reglas, que en su
pensamiento concernían tanto al clínico como al “enfermo”. Se refería así de
la elección de una hora en el día, que Freud desaconsejaba cambiar, para no
favorecer contra ordenes ocasionales, que podrían así multiplicarse y
comprometer el tratamiento. Freud, por lo demás, entraba en detalles que es
inútil retomar aquí. Más interesante, porque de alcance más general, está el
principio que organiza lo que él preconiza decir al paciente. Freud insiste en el
hecho que el clínico debe evitar toda hipocresía y toda falsa vergüenza. Debe
especialmente “tratar delante del paciente las preguntas de dinero con tanta
franqueza natural como él mismo exige a su paciente en lo que concierne la
sexualidad”. ¿Cómo podría el paciente deshacerse de tabús que lo traban si
observa que su “médico” es víctima de tabús comparables?
A propósito del comienzo del tratamiento hemos retenido sobre todo que
Freud enunciaba la regla fundamental que el analizante habría de respetar.
Esta regla pudo, en la historia del psicoanálisis, ser formulada de diferentes
maneras, pero en su conjunto los clínicos no renunciaron a ella. Se trata en
efecto de encontrar un método que desbarate las trampas de la censura, la que
puede encontrar cualquier pretexto para ejercerse. La “regla fundamental”
prescribe entonces a los sujetos enunciar las diversas ideas que surgen en su
mente, aún si ellas le parecen sin importancia, sin relación con lo que está
hablando, y hasta si el enunciado de esas ideas es molesto, cualquiera sea la
razón. ¿Se trata entonces de “decir todo”? Ya veremos en un próximo capítulo
los problemas que plantearía una formulación así.

42
Por lo demás es más interesante la descripción dada por Freud de la tarea
indicada por él a su paciente: “Compórtese a la manera de un viajante que
sentado cerca de la ventana de su compartimento, describiría el paisaje tal
como es visto por una persona colocada detrás de él”. Aquel que tiene
realmente acceso a las ideas que surgen, es el paciente, y es por esto que lo
nombramos actualmente “el analizante”. Tal vez se trate sin embargo, menos
de describir un paisaje que de leer pensamientos incidentes.

LOS OBSTÁCULOS EN LA CURA

El lector del artículo sobre “El comienzo del tratamiento” encuentra por
lo demás en las primeras páginas, otra serie de ideas. Son aquellas que
conciernen los diversos obstáculos de los que el analista debe preocuparse.
Freud no deja de recordar que el tratamiento es más difícil cuando la demanda
viene de una persona amiga. Si es ella la concernida, la transferencia está de
cierta manera presente enseguida, de un modo masivo, lo que constituiría una
situación más difícil que cuando el analista la vea desarrollarse poco a poco. Y
una dificultad más grande aún aparece cuando la demanda concierne, por
ejemplo, una pariente cercana de la persona amiga. En este caso, dice Freud,
habría que resignarse a perder la amistad de ésta. Es ésta una anotación
interesante puesto que ella deja suponer que ningún análisis viene a culminar
exactamente como los cercanos del analizante podrían quererlo.
Encontraremos igualmente, entre las reflexiones sobre eso que puede
causar dificultad al comienzo de una cura, distinciones relativas a los tipos de
caso que pueden presentarse. Freud opone así a la histeria o a la neurosis
obsesiva, en cuanto estas patologías tienen que ver de modo privilegiado con
la cura analítica, la “parafrenia” tomada aquí sin duda como representativa de
la psicosis y a propósito de la cual señala que el clínico no puede prometer una
sanación.
¿Qué es lo importante, al término de este breve recorrido, de estas
recomendaciones freudianas? La pregunta por la analizabilidad de tal o cual
sujeto es sin duda fundamental. Los defensores de una cierta “ortodoxia”

43
tendieron a ampliar el campo de lo inanalizable. Más tarde, a partir sin duda
de algunos aportes lacanianos, las preguntas se plantearon de otro modo: se
trataba, no de decretar que tal tipo de caso es inanalizable, sino de reflexionar
sobre el modo diferente en que el clínico podía abordar tal o cual caso, si al
menos no cedía en su deseo de analista. Y es también a partir de aquí que
volveremos, más adelante en el libro, sobre las particularidades de ciertos
comienzos de cura en la clínica contemporánea, particularidades en relación
con eventuales mutaciones de la subjetividad – o al menos con las mutaciones
del marco discursivo en el cual se inscribe hoy el analizante.
R.C.

11
¿CÓMO PODEMOS SABER QUE UN ANÁLISIS HA COMENZADO?

44
Hay muchas maneras de entrar en análisis: eso depende de la variedad de
demandas y de estructuras psíquicas. ¿Cómo saber entonces si el análisis ha
comenzado? Un análisis no se define solamente por el hecho que un paciente
se encuentre regularmente con una persona que se dice psicoanalista o que es
llamado como tal por el paciente. Recibimos pacientes que declaran haber
hecho un análisis, cuando nada tal parece haber tenido lugar.
Un análisis no comenzaría sin que el sujeto se haga al menos la pregunta de
la parte que él asume en la desgracia de la que se queja. Pero eso no basta.
Sucede bastante a menudo hoy que los pacientes ocupan las entrevistas con su
“psi” para quejarse de su entorno, de las desgracias de su vida, cuentan
eventualmente su infancia puesto que “parece que todo viene de ahí”, sin que
surja la dimensión del inconsciente. Esto se presenta como una suerte de
búsqueda de una causa en la cual el sujeto no tendría otra participación que su
debilidad, su torpeza o sus errores. Esta gestión está a menudo acompañada de
un pedido de consentimiento y también de consejos, lo que numerosos
terapeutas no se privan en dar.

CUANDO EL ANALISTA ESTÁ INCLUIDO EN LA TRANSFERENCIA

Avancemos esta definición de espera: un análisis comienza cuando el


analizante introduce al analista en su funcionamiento psíquico. Definición
provisoria de la transferencia… donde lo que entendemos por “analista” pide
ser precisada, pues esta definición puede aplicarse a muchas otras situaciones
que a esa del análisis, pero todas implican la suposición de un saber en el
Otro. La significación de la transferencia y de la contra-transferencia será
objeto de un capítulo ulterior. Digamos solamente que la transferencia no está,
hablando con propiedad, hecha de fenómenos de apego sentimental (amor,
admiración, odio…) hacia la persona del analista, aunque estas
manifestaciones estén regularmente presentes. No hay que despreciarlas para
nada, ellas no le ceden en nada en la autenticidad de los mismos sentimientos
sentidos fuera del marco de la cura. Pero aquí se trata más bien del sesgo
defensivo de la transferencia y que por lo demás puede volverse, cuando él
ocupa toda la disponibilidad del paciente, un obstáculo insalvable.

45
Lacan en su seminario de 1964 Los cuatro conceptos (1), define la
transferencia como “la puesta en acto de la realidad del inconsciente”. Esta
puesta en acto se revela mejor cuando el analizante aporta un sueño donde
algunos elementos aluden de manera más o menos patente a la situación
analítica, incluso a la persona del analista. Sabemos entonces que el sujeto del
inconsciente se sirve de la cura para desplegar sus preguntas.
Por otra parte, el sueño, habiendo tenido lugar fuera de la sesión, testimonia
que el Durcharbeiten, el trabajo de elaboración, ha comenzado. Es por lo
demás notable que los sueños hechos durante el análisis están más
estructurados que los otros, y en especial por estar dirigidos al analista.
Para mí es el signo que es tiempo de proponer el diván al analizante, si no
se ha hecho ya. Privando al analizante de la referencia que podría ser la cara
del analista, éste confirma así que de lo que se trata es de elucidar el
inconsciente y no de “analizar” la realidad cotidiana.
Lo que es válido para el sueño, vale por lo demás, para otras formaciones
del inconsciente como ciertos actos fallidos, o ciertos lapsus, si dan
testimonio, desconcertando al sujeto, de esta inserción del analista en su vida
psíquica, el sueño conserva sin embargo, una mayor fuerza de convicción.

EL ENIGMA DE LO SEXUAL

Nos damos cuenta que esta puesta en acto de la realidad del inconsciente
hace surgir lo sexual como lo que habrá sido siempre enigma para el sujeto. El
inconsciente, en el sentido freudiano, es un efecto del lenguaje sobre el cuerpo
viviente sexuado. La sexualidad está ligada biológicamente a la muerte, pero
el lenguaje también, a su manera (se ha podido decir que “la palabra mata la
cosa”), y es un hecho que el niño se plantea muy pronto la pregunta por su
propia muerte. Pero esta pregunta es también una manera de interrogarse sobre
el deseo que ha precedido a su nacimiento: El Otro, del quien soy hijo,
¿puede perderme? Efectivamente, todo niño criado en condiciones
“suficientemente buenas” es un cuestionador infatigable que da testimonio,
menos por su curiosidad científica, que de lo que el Otro quiere de él.

46
¿Cómo se plantearía él estas preguntas si él mismo no fuera, por el propio
efecto del significante, un ser a quien el ser falta, en falta de sí-mismo (2), lo
que lo lleva a identificarse?
Por esto que un buen signo de que la cura ha comenzado consiste en recordar
en sesión síntomas de la infancia en reacción a eso que pudo aparecer como
anomalías, justamente en las respuestas del Otro: secretos de familia,
acontecimientos graves más o menos escondidos o al contrario, pesadamente
conmemorados con los duelos nunca hechos, etc.
Cuando se ha comprometido el proceso analítico, éste trabaja al analizante
fuera de las sesiones. Puede suceder que él sienta la necesidad de hablarle a
sus cercanos o que éstos quieran saber lo que se dice ahí. Puede ser útil
recordar al analizante que su camino tiene más ganancia manteniéndose
discreto, aunque no puede quedar exento de consecuencias, a veces difíciles
para sus cercanos. Este problema es más complejo en los análisis de niños,
puesto que es necesario y útil recibir a los padres, asegurándole al niño la
garantía del secreto de su palabra.
No hay que creer que el analizante va a comenzar este camino de verdad
diciendo lo más importante. No es inhabitual que el analizante entregue un
rasgo esencial de su vida al cabo de varios meses. Si nos asombramos de ello,
él podrá contestar fácilmente que tenía miedo de inducir en error a su analista
haciéndole creer que ese rasgo estuviese al origen de su problema.

COMPROMETERSE, RESISTIR

Este periodo del comienzo está marcado por un hecho paradójico; un


mejoramiento demasiado inmediato de los síntomas alude a menudo a una
salida de la cura prematura, sin análisis, pero al contrario, un análisis que no
“se mueve” en los primeros meses se anuncia como un análisis difícil.
¿Qué pasa? El paciente se estaría oponiendo a la marcha de la cura? Están por
su puesto las defensas del Yo (Moi). Muchas cosas por decir pueden molestar,
pero sobre todo el analizante puede anticipar, desde el comienzo de la cura,
ciertas consecuencias ineludibles para su vida y preferir sustraerse de ahí.

47
Además tiene que superar todas las dificultades del amor propio, más o menos
conscientes, de dirigirse a otro para estar mejor.
Sin embargo, hay causas que no tienen que ver con las defensas del Yo sino
con la estructura misma del inconsciente. Hablamos entonces más bien de
resistencias. Sin duda sería excesivo atribuir esta resistencia al sujeto que
permanece más bien fijo en una virtualidad, en espera en el síntoma. Esta
resistencia está por lo demás, tal vez menos para ser vencida, como se decía
en los tiempos de Freud, sino para ser tomada en cuenta. El síntoma no sólo
tiene un aspecto negativo, él es parte de lo que ha sostenido al sujeto, le habrá
permitido resistir y permanecer tal vez aún en lugar necesario. Resistir debe
tomarse también en este sentido.
Estas observaciones sobre los signos de que un análisis ya ha comenzado se
aplican a los casos clásicos de síntomas neuróticos, que ellos sean de entrada
traídos por el sujeto como razón de su demanda o bien que ellos aparezcan
bastante rápido como el “verdadero” problema después de algunas entrevistas
motivadas por razones más coyunturales.
Es más difícil encontrar signos de compromiso en la cura cuando el
compromiso es precisamente la dificultad mayor del paciente. Esta dificultad
no está sin relación con la conminación social actual de gozar al mejor precio,
ligada a una cierta desvalorización del deseo en que éste no va sin pérdida, a la
promoción del narcisismo bajo el nombre de “desarrollo personal”, sin
contradicción resentida con el consejo de “saber venderse”. El malestar
engendrado por estas idealizaciones contradictorias ya no es el efecto de la
represión sexual del tiempo de Freud, y los síntomas ligados a la represión del
deseo ya no están muy a menudo en primer plano. Por ese hecho los
comienzos de cura son a menudo mucho más largos antes de que se desprenda
para el sujeto un hilo del que pueda asirse para entrar en el trabajo analítico.

No hablaremos aquí de las curas de pacientes psicóticos. La afirmación hecha


más arriba de que un análisis comienza cuando el analizante introduce al
analista en su funcionamiento psíquico vale en sentido estricto para esas curas,
y hasta podemos decir que la presencia del analista toma ahí un carácter más
real, menos metafórico que en las curas de neuróticos. Pero el trabajo analítico
48
en esos casos, por el hecho del mecanismo específico de la psicosis
(forclusión), no puede ser completamente idéntico. Muchos por lo demás
consideran que una estructura psicótica es una contra-indicación de análisis,
mientras que otros, que se hacen cargo, prefieren no hablar de análisis en esos
casos.
La cuestión de los perversos en análisis es primero aquella de una definición
fiable de la perversión. Digamos que el encuentro duradero de un perverso
“auténtico” con un analista que pueda sostener su lugar es muy escaso y lo que
debía ser el comienzo de la cura es muy a menudo el momento de la huida del
sujeto.

12
Posición de la transferencia:
El inconsciente, analista incluido

Posición de la transferencia

Fundamos la transferencia sobre la existencia de un inconsciente que sea un


saber, aunque nos planteemos ulteriormente la pregunta por las modalidades
de las represiones que inscriben esta existencia. La particularidad freudiana y
lacaniana de este inconsciente es que incluye al analista. Esto es marcado
fuertemente por Lacan en el seminario Los cuatro conceptos del psicoanálisis.
La elección teórica y terapéutica del lenguaje, de intervenir de forma
privilegiada hace que la eficacia de las palabras se comprometa entonces por
turno en su parte simbólica, imaginaria y real. Ahora bien, ¿qué vale una

49
palabra si ella no se funda en un dirigirse posible, aunque este sea sobre una
alteridad imaginaria que a veces no se reenvía sino a sí mismo?
Por Lacan sabemos que el circuito del dirigirse a, no es esta flecha intencional
que hizo los bellos días de la fenomenología, que esta intencionalidad esté
vacía o llena. El sujeto recibe su mensaje del Otro bajo una forma invertida y
la pregunta por su deseo se enuncia según esta torsión: ¿Qué quiere de mí el
Otro? La psicosis a veces, responde a esta pregunta sobre el modo directo
donde el Otro habla e induce mensajes que toman un matiz de performance, es
decir que provocan efectos inmediatos. La neurosis separa este peligro
distrayéndose sobre lo que el imaginario puede inducir de insatisfacciones por
las cuales el deseo parecería asegurarse de sí mismo. La perversión se emplea
en confundir los mensajes. Y hay otras modalidades que ligan el “hablaser” al
Otro.

UNA CIRCUNSTANCIA CASI EXPERIMENTAL

Que el analista esté incluido en la noción y la existencia del inconsciente no es


la consecuencia de la invención de Freud, hablando con propiedad, sino el
efecto de la posición de la transferencia que se compromete entre un
analizante y su analista. Lo que se hace en el curso de las entrevistas
preliminares y se renueva en los giros de la cura. A partir de ahí, toda palabra
va a inscribirse en la demanda de amor, hasta las sílabas desgranadas en los
lapsus y los sueños. Hay aquí como la búsqueda de una refundación de la
manera en que un sujeto se sabrá ser el efecto de su relación al lenguaje. Sus
palabras le son reenviadas por el analista, él las escucha de “otro modo” y en
este “otro modo” se manifiesta el inconsciente.
Hay una circunstancia interesante que permite situar la entrada al comienzo de
una cura sobre el inconsciente, y donde se percibe a qué punto el analista está
incluido en la noción de inconsciente. Esta circunstancia casi experimental,
donde se muestra esta inclusión, es cuando un analizante llega, después de un
tiempo de análisis, a consultar a otro analista. Hay todo tipo de razones para
esta gestión y digámoslo rápidamente desde ahora, si el analizante va a buscar
a otra persona, después de la dificultad con el precedente analista, están todas
las probabilidades que esta dificultad se presente de nuevo, bajo otras formas

50
sin duda, en la nueva cura. Tal vez este nuevo abordaje sea solamente más
favorable.
Pero lo que enseguida es observable, más allá de las quejas o incluso de los
requisitorios, es hasta qué punto la palabra de este paciente o de esta paciente
está ligada a las resonancias de las intervenciones del precedente analista, a su
voz, a su presencia casi evocada en ese momento y también a la falta real de
este/a analista, retomada, repetida en cada palabra, en el nuevo momento de
cura.
Podríamos decir sin duda que la palabra, de todas maneras, está tomada en las
presencias y palabras plurales que han acompañado desde la infancia al sujeto
hablante. Sin embargo, el análisis opera sobre esta toma de la palabra en ese
tejido, una reinscripción original, o a veces una inscripción que no había sido
posible. Freud afirmaba por lo demás sobre este punto que lo que se descubría
a través del análisis ya no se olvidaba. ¿Es sin embargo, tan cierto? Esto nos
volvería optimista sobre la formación de los analistas y dejaría pensar que lo
que ha sido abierto permanece en la misma disponibilidad…Lo que está lejos
de ser seguro.
Retomemos la explicitación de esas entrevistas preliminares con pacientes que
llegan a retomar un análisis, un “trecho” decimos, extraña y crudamente. El
analista anterior está siempre presente, y esto manifiesta hasta qué punto el
inconsciente está fundado sobre la lectura que ya ha sido hecha. Los circuitos
de la transferencia están ahí muy fuertes. ¿Cómo proceder entonces?
Lo que es dicho muy a menudo en estos casos, es que lo que se ha inscrito por
el desciframiento precedente ha sido abusivo o nulo. No creamos esto, puesto
que iríamos en una hipótesis sospechosa que atribuiría la operación de
inscripción al analista, cuando todo se vuelve un poco más simple cuando uno
plantea que la inscripción – eso que no olvidaríamos en la cura – no tiene
lugar sin la responsabilidad del deseo del sujeto y según un júbilo del hallazgo
que es tan radical como lo que describía Freud y Lacan a propósito del fort-
da. Ese juego de un pequeño niño que en la ausencia de su madre, jugaba con
un carretel que aparecía y que desaparecía, escandiendo con estas sílabas,
aparición y desaparición. Él articulaba así la oposición de la presencia y de la
ausencia por la única oposición silábica.

51
LECTURA Y ESCRITURA, POSICIONES DIFERENTES DE FREUD Y DE LACAN
SOBRE EL LAZO DE LA TRANSFERENCIA

Insistimos desde hace algunos capítulos sobre el proceso de inscripción en la


cura analítica. Pero habría que precisar de qué inscripciones se trata. El
inconsciente freudiano se plantea como un saber legible. Lacan, por la
reinscripción que opera su trámite de vuelta a Freud, palabra a palabra en la
lengua alemana y por una traducción que se vuelve fundadora por la
insistencia heurística puesta sobre ciertas palabras freudianas, muestra lo que
esa transferencia traductora inventa como novedoso y nos hace pensar que no
hay ahí un texto previo, constituido como el todo de un libro que no podemos
interpretar sino lo mejor posible. El saber inconsciente no es entonces un libro.
La distancia tomada con toda hermenéutica está por lo demás radicalizada con
lo que Lacan intenta con los nudos borromeos. El Real, el Simbólico y el
Imaginario no son solo registros a través de los cuales se repertorean las
palabras y las letras. Todo abordaje de la palabra de un analizante puede ser
fecundo si postulamos al respecto el anudamiento con las otras “dichas-
menciones” (dit-mensions).
Es esta manera de postular esta posibilidad del lazo lo que es interesante, y la
transferencia se repiensa en esos términos: somos los operadores del lazo,
hacemos parte de ese nudo por hacer y arreglárselas o a complicar, es según, y
está particularmente explícito en esos casos de nuevo comienzo o
continuación de análisis, donde ciertas frases son dejadas en espera. Ellas son
dejadas en espera de otro modo que aquel descrito en La instancia de la letra
de Lacan, al comienzo de su obra, y que habla del compromiso de un primer
análisis. En el caso de retomar un trabajo analítico con otro analista, se
percibe, en la pérdida a veces dolorosa, lo inacabado de una inscripción,
inacabado que muestra a qué punto el analista estaba ahí, incluido.
Insistimos en todo lo que concierne a los procesos de inscripción en la cura
analítica. Insistimos en efecto sobre el hecho que el desciframiento no supone
un texto ya ahí, ni siquiera un texto independiente de su desciframiento, sino
en inter-dependencia constante. Lo que hace que la fecundidad de un segundo
o tercer o enésimo trecho analítico no se situé necesariamente según el modo

52
de un descubrimiento de una cara de texto olvidado, el famoso “in-analizado”
o “punto ciego”, ese resto imaginariamente dejado de lado, pero a través de la
anticipación operatoria de una complejidad nueva capaz de nuevas
conexiones.
Ch. L.- D

13
¿EXISTE HOY UNA ESPECIFICIDAD DE LOS COMIENZOS DE UNA
CURA?

¿Basta con que una persona en dificultad venga a consultar a un analista


para que se pueda asegurar que una cura va a comenzar? Ciertamente no, y
hasta podemos estimar que la pregunta, en nuestros días, toma una agudeza
especial. ¿Es un signo más de que la clínica se transforma? O bien ¿sólo las
formas de pedido habrían cambiado? Y no las propias entidades clínicas. Sea
lo que fuere, la mayoría de los analistas parecen actualmente especialmente
atentos a la pregunta de los comienzos de una cura (1)

AYER

¿Cómo comienza un análisis? A través de ciertas entrevistas entre el


analista y el analizante, que preceden a la decisión de ubicar ese tipo particular

53
de trabajo. Estas entrevistas se realizan frente a frente, ¿pero qué más? ¿Cuál
es su meta? ¿Qué importancia acordarles? ¿Cuánto tiempo prolongarlas?
Hubo un tiempo en que los analistas buscaban decidir sobre la
“analizabilidad” de la persona que venía a consultar. Esta preocupación parece
haber desaparecido, aún si intentando descubrir si no hay algún riesgo de
psicosis, el analista se orienta al mismo tiempo sobre la conducción de la
cura, comenzando por la posibilidad o no de tender al paciente. ¿Pero qué
más?
Parece que hace algunos decenios la tendencia general era llegar lo más rápido
posible a lo que se concebía como lo esencial del trabajo analítico. No es que
se ignorara la necesidad, en ciertos casos, de una etapa previa. Pero esta estaba
concebida como muy breve.
Repensemos al respecto el análisis que propone Lacan de las primeras
entrevistas de Freud con Dora. Ésta se queja del odioso intercambio del que
ella sería objeto. Su padre y la señora K son amantes y esto conduce a su
padre a ofrecerla sin defensa a las atenciones del Señor K. Freud comienza
entonces por hacer percibir a la joven que ella misma, por su silencio y
complicidad, ha tomado parte activa en la relación de los dos amantes.
Encontraremos en “La dirección de la cura” de Lacan (2), una presentación de
ese tiempo previo: “Se ha observado […] que lo que nos asombra como un
adoctrinamiento previo se sostiene solamente de eso que él [Freud] procede
exactamente en el orden inverso. A saber, que él comienza por introducir el
paciente en una primera ubicación de su posición en el real […]. No se trata de
adaptarla ahí, sino de mostrarle que ella está muy bien adaptada ahí, puesto
que ella concurre a su fabricación”.
Pero, agrega entonces Lacan: “Aquí se detiene el camino por recorrer con el
otro. Pues la transferencia ya ha hecho su obra, mostrando que se trata de otra
cosa que de las relaciones del Yo (Moi) con el mundo”.
¿De qué se trata en la cura? De las relaciones del sujeto, entendido como
sujeto del inconsciente, con su fantasma y con el objeto causa de su deseo. Y
todo ocurre como si, clásicamente, el analista estuviese apurado en llegar a ese
nivel, considerando como inútil, incluso perjudicial, en la conducción de la

54
cura, una detención demasiado larga sobre esa ubicación de la posición del
paciente respecto de la realidad. ¿No corremos el riesgo si nos tardamos ahí,
de creer que ese tiempo preliminar constituye el tiempo esencial del análisis?
EN NUESTROS DÍAS

Es escaso en nuestros días, que un comienzo de análisis tenga la sobriedad de


ese primer diálogo entre Freud y Dora. El analista, bastante a menudo, no
puede evitar plantearse una pregunta previa al compromiso del trabajo, porque
su experiencia le enseñó a medir las dificultades con las que tendrá que
vérselas. ¿Es que en el pedido que le es dirigido no se esconde, como un
germen de fracaso posible, algo que compromete, de entrada, el trabajo
analítico? No se trata de adoptar una desconfianza sistemática, pero una
ilusión sobre la facilidad del asunto puede conllevar muchas torpezas.
Lo que puede hacer dificultad sin embargo, lo situamos de diversas maneras.
Puede ser, como en otros tiempos, pero más que en otros tiempos, el pedido de
una “sanación” inmediata. En un mundo preocupado por evaluar la eficacia de
toda práctica, una esperanza tal se concibe. Queda que ello desvía el trabajo
paciente de la cura.
Es tal vez también un modo paradojal de aquellos que vienen a consultar a
un psicoanalista, dejar escuchar que de eso que será dicho por él, no le
creeremos ni una palabra. Así, al primer esbozo de interpretación: “Es normal
que usted dijera eso… puesto que usted es psicoanalista”. Hay aquí un estado
de ánimo muy banal hoy, una desconfianza de principio que refleja tal vez el
desamparo del sujeto contemporáneo. Éste, que ha podido medir el fracaso de
las grandes ideologías, ha adoptado el partido de desconfiar de todo.
Es tal, en fin de cuentas y más fundamentalmente, una relación al lenguaje
que lo rebaja a un simple medio de comunicación. El lenguaje aquí, ya no
tiene espesor. Una palabra expresa una idea y una sola, y toda dimensión
metafórica se encuentra excluida. Esto concuerda ciertamente con la esperanza
contemporánea de dominar las cosas dominando las palabras. Pero sabemos
que sólo la atención a las connotaciones de la palabra permite acercar el deseo
inconsciente.

55
Estos diferentes obstáculos no son forzosamente prohibitivos, pero ellos
implican sin duda una suerte de trabajo previo con lo que en la cura valdrá
como interpretación. Trabajo de lenta puesta en cuestión de los supuestos de la
demanda. Pero tal vez sobre todo, trabajo introductorio de la dimensión de las
formaciones del inconsciente, tal como ella aparece en su temporalidad
especial.

¿CÓMO HACER?

Una demanda, hoy probablemente más que ayer, debe elaborarse poco a
poco, o al menos debe despejarse de los a priori que el sujeto contemporáneo
lleva consigo. Al respecto no hay una manera tipo de proceder, pero el analista
podrá estar atento a lo que en el paciente que recibe, reenvía a particularidades
sociales o familiares, incluso profesionales, en las que podría percibir, sin
forzamiento, el efecto alienante. Así no es inusual que personas que están
encargadas en una empresa de velar por la eficacia de todas las diligencias (su
rapidez por ejemplo) hayan tenido la ocasión, en ese contexto, de percibir
hasta qué punto un proyecto tal puede ser exigente, hasta qué punto él puede
pulir toda otra preocupación, comenzando por aquella de la calidad. El
analista puede entonces fácilmente apoyarse en eso para hacer valer que
cuando se trata de la subjetividad, las consecuencias del principio de eficacia
corren el riesgo de ser más deplorables aún.
Así mismo un sujeto que descalifica la palabra que sin embargo él va a
solicitar, aquella de un analista, puede estar confrontado a lo que eso tiene de
paradójico – a condición claro está que lo que le es dicho entonces, no pase
por una acusación.
Es en todo caso el plan de las relaciones del sujeto con el lenguaje lo que es
decisivo. Y aquí no se trata solamente de de-construir, sino tal vez de
construir, es decir, de traer en las primeras sesiones, una suerte de
anticipación, una anticipación que haga salir un poco aquello de lo que el
analizante instala como límites de su comprensión. Es a partir de esta
anticipación, que se presenta frecuentemente como un juego de palabras, que
el analizante, volviendo sobre lo que ha dicho, puede escucharlo de otro
modo. Hay aquí una dimensión de a posteriori que es la marca misma del
56
develamiento del inconsciente. Agreguemos que lo que sucede ahí, reenvía
igualmente al juego siempre sutil entre saber y no-saber. Ahora bien, aunque
el analista privilegia la dimensión del saber inconsciente, ese juego depende
también del contexto cultural en el cual se hace el análisis.
¿CUÁL SABER?

Cuando el hombre de las ratas consulta a Freud, él levanta acta de un


periodo en que sus disturbios obsesivos han disminuido; y él cree deber
indicar a Freud que es porque, en esa época, él tenía relaciones sexuales
regulares. Él lo hace sin duda por complacencia hacia Freud: habiendo leído,
más o menos atentamente, dos de sus libros, él creyó poder sacar de esta
lectura una indicación sobre la etiología de las neurosis y los medios de
apaciguamiento. Por lo demás poco importa que en este ejemplo el analizante
levante acta de un acuerdo con su analista y que en otros casos, más actuales,
él afirme su desacuerdo.
Así en un ejemplo reciente que me ha tocado conocer, la analizante se
presenta al analista en posición de poseer un saber suficiente para discutir con
éste de la teoría freudiana, más precisamente de la idea de una transposición
posible entre pene e hijo. “Yo nunca he visto, le dice ella desde la primera
sesión, un lazo palpable entre el hijo y el falo”. “Palpar el falo” se contenta
con decir el analista, lo que puede hacer escuchar un deseo bien lejano de
discusiones académicas a las cuales la analizante se está entregando. El
analista luego, durante largos meses, se mostrará más silencioso. Pero esta
intervención, que toma rápidamente lo que la analizante podrá elaborar, esta
intervención que podríamos creer prematura, tiene el mérito de mostrar de
entrada que todo intento de abatir el análisis sobre el saber teórico deja
escapar lo más vivo de las manifestaciones del inconsciente.
Tal podemos por otra parte subrayar, al término de esas observaciones, que el
comienzo de un psicoanálisis hoy, conduce frecuentemente a dar una atención
especial a la pregunta sobre el tiempo en su conjunto. El análisis no puede sin
duda funcionar fuera de una dialéctica entre la anticipación fulgurante de la
interpretación y el tiempo más largo de la elaboración, que ella precede de
cierto modo, aún si ella interviene también, bastante a menudo, en un a
posteriori que esclarece con una luz viva lo que hasta entonces se ha

57
desarrollado en la sombra. ¿Es por eso que el sujeto contemporáneo puede
tener más dificultad en entrar en este proceso? La temporalidad propia de
nuestro mundo, es la de un presente desprendido del pasado así como del
futuro, porque el sujeto no se reconoce ya en un pasado que recusa, y que él ya
no puede considerar el desarrollo de las virtualidades del presente en el
futuro. Esto plantea ciertamente problemas específicos.

R.C.

14
DIAGNOSTICO E INTERPRETACIÓN

Podemos abordar ahora las condiciones en las que nuestras intervenciones


sobre el texto de nuestros analizantes pueden operar, durante una cura.
Durante unos cincuenta años fue de buen tono, en ciertos medios
psicoanalíticos, preconizar una atención exclusiva a la singularidad de cada
caso y seguir paso a paso la originalidad de toda enunciación. El diagnóstico
tenía entonces mala fama. Observemos que no es que se dejara de hacer, sino
que se callaba, lo que no solamente era hipócrita, sino sobre todo dejaba en el
silencio determinaciones teóricas muy diversas. El acento puesto en la
singularidad venía sin duda de una reacción contra un pretendido poner una
etiqueta de nosografía inducida por las grandes entidades psiquiátricas. Se
temía encerrar la palabra en la cortapisa de categorías abstractas, totalitarias,
58
salidas de prejuicios que harían buen mercado de lo que se aseguraba ser un
genio propio de la locura, o bien especificidades de “los tiempos que corren”.
Sin preocuparse por lo demás, precisamente de la relación, cada vez diferente,
que un sujeto mantiene con lo que lo rodea. Puesto que un sujeto no es
necesariamente esta esponja que los eslóganes contemporáneos describen y
explotan.
Ciertamente, la psiquiatría, en los años 1960-1970, en Europa estuvo
animada por los avances freudianos. Ya no es el caso y ella rechaza
determinar sus diagnósticos en función de la relación inconsciente que un
sujeto mantiene con el lenguaje y ella lo hace según la enumeración y el
reagrupamiento incierto de síntomas y malestares. La sarta de los DSM no
hace hoy sino confundir las pistas, puesto que hemos adquirido, a través de las
prácticas y la teorías psicoanalíticas, que todo síntoma es característico de
una estructura específica. ¿Cómo ubicarse entonces entre las clasificaciones
caducas y ese plural aproximativo a menudo anticipado por los laboratorios y
las precauciones de reembolso de los diversos seguros? En consecuencia
¿cómo pensar ahí nuestras intervenciones?

LA LOCURA ¿ES ELLA REALMENTE POETISA?

Hay que decir también que el paso fecundo por el servicio público, donde se
escucha a todo tipo de personas, nos enseña bastante rápido que la locura
existe, que ella no es solamente el efecto patético de la encarcelación
intolerante que se describe, que ella tiene sus propios modos de pensamiento y
de acto, ciertamente, pero que ella es también más aburrida y repetitiva de lo
que las seducciones surrealistas y las admiraciones sobre el arte bruto, lo han
hecho creer.
Sin embrago, cuando buscamos descifrar esas palabras que vienen de la
locura, hay novedades de hallazgo que rompen la monotonía de las
repeticiones. ¿Cómo asirlas y hacerlas observar, incluso admitir, por el
paciente? Hay sobre este punto grandes diferencias entre psicosis, neurosis,
perversiones, en las maneras según las cuales un sujeto se posiciona o no.
Pero volvamos a este entusiasmo que habría hecho de la locura una poetisa.

59
La tesis de Lacan, que era entonces cercano al medio surrealista, muestra a
propósito de los textos escritos por una paciente paranoica, que él nombra
Aimée (1), algunos hallazgos poéticos valorables que la recopilación de Eluard
Poesía involuntaria y poesía intencional (2) recoge también, con atención y
respeto, en una antología sorprendente. Era para Lacan la oportunidad de
renovar el desciframiento de los discursos de los pacientes, llevándolo, no
sobre el contenido de las significaciones producidas por un delirio, sino sobre
la relación de un sujeto con las condiciones de posibilidad del efecto de
sentido en el lenguaje. Lacan y Eluard hacen sobre estos textos un trabajo
minucioso de cortes, de puestas en fragmentos, de interrogaciones sobre la
particularidad sugestiva de un acercamiento inesperado de palabras, de
búsquedas sobre la “sin medida” de una metáfora y sobre lo que la hace
lograrlo: poema, o fracasar: escoria (3). Este trabajo que consiste en extraer,
escoger, constituir extractos es una intervención bastante próxima a la
intervención en el curso de una sesión.
¿A qué condiciones de escansión, de puesta en fragmentos, un hallazgo de
lenguaje puede él ser reconocido y por lo tanto descifrado como tal?

LA SEDUCCION DE LOS FRAGMENTOS

Los textos de Aimée recopilados por Lacan, caen rápidamente bajo la


apisonadora de las exclamaciones o de las figuras de estilo convencionales,
propias al medio y a la educación de esta paciente. Podríamos preguntarnos si
los encuentros felices de palabras encontrarían la amplitud de su resonancia
sin su puesta en fragmento por parte del psicoanalista Lacan y el poeta Eluard.
Sin embargo, la dificultad aquí para el psicoanalista, y no para el letrado o el
aficionado filósofo, es no hacer de estos fragmentos aforismas. Algunos
psicoanalistas, apasionados de la obra de Nietzsche, se esfuerzan en encontrar
en la fulguración de las oratorias de los psicóticos los oráculos de su deseo, y
los subsumen, como el filósofo, como experiencia y revelación singulares.
Sobre este punto Freud y Lacan nos enseñan con más reserva puesto que, en
su interés por las obras literarias y en sus desciframientos, ellos no se
muestran seducidos sino buscadores. ¿Buscadores de qué?

60
Para Freud, a propósito de la Gradiva (4) se trata de ubicar las modalidades
de una salida feliz de un delirio. Para Lacan, a propósito de la obra de Joyce
por ejemplo, se trata de mostrar la eficacia de una escritura en enigma. Ésta no
debe ser tomada como un oráculo antiguo, sino asida como aquello que sin
cesar solicita la dimensión de otro, precisamente aquí un lector, de
preferencia “doctoral”, sobre lo que el lenguaje es en sí-mismo. Lacan dice al
respecto que “el lenguaje no es en sí mismo un mensaje, él no se sustenta sino
de la función de lo que he llamado el agujero en el real” (Le sinthome, 9 de
diciembre de 1975). Son puntos respecto de los cuales volveremos. Cuando
habla del enigma, lo define como una enunciación del que no tenemos el
enunciado. Lo que quiere decir que no hace de ellos un ídolo. Agregamos que
no hay que confundir enigma y singularidad. La singularidad exige precisión
en efecto. Ahora bien, Lacan dice sobre este punto: “Stephen, es Joyce es
tanto él descifra su propio enigma. Y no va más lejos. Él no va más lejos
porque él cree en todos sus síntomas” (Le sinthome, 13 de enero de 1976).
El psicoanalista, desde su sillón, ya sea para la neurosis o para la psicosis,
parece tener que vérselas con enigmas, a lo que encuentra de asombroso e
inexplicable en las asociaciones de palabras de sus pacientes. Sin embargo, en
el caso de las neurosis él puede buscar la precisión, menos seductora y
encontrar, hacer escuchar, las torsiones que ligan enunciación y enunciado. Él
puede reinventar e inscribir en el lazo de la transferencia el lugar del sujeto
deseante y el objeto causa de su deseo. En el caso de la psicosis – habría que
distinguir tal o cual clase de psicosis – el enunciado y la enunciación están sin
distancia, lo que quiere decir unidos o desmesuradamente distantes. En esos
casos la pregunta por la posición del sujeto en relación al lenguaje, puesto que
ella existe, parece precaria, a asirse con discreción, sin solicitación pesada, y
tal vez circunscribiendo minuciosamente las circunstancias precisas de sus
palabras. No hay universal peligroso que se deje escuchar aquí por parte del
analista, nos parece.

INVENCIONES SOBRE UNA PRECARIEDAD SUBJETIVA

En cuanto a lo que dice Lacan sobre la creencia de Joyce en sus síntomas,


hay aquí algo que solicita nuestra reflexión sobre nuestras interpretaciones,

61
En efecto, Lacan no parece decir que Joyce habría debido ir más lejos, puesto
que él había inventado un estilo de escritura que exigía a cada palabra,
incesantemente, la dimensión del otro, interlocutores o universitarios,
numerosos haciendo tesis sobre su obra: él había encontrado esa “cosa”, este
tejido de palabras conectables con el otro. ¿Es necesario atacar, poner al
desnudo lo que Lacan llama creencia en los síntomas en casos semejantes?
Está lejos de ser cierto.
Sabemos que los psicóticos son sensibles a los juegos de significantes. Pero
sensibilidad no quiere decir inscripción subjetiva posible de esos juegos de
significantes. Es por lo demás diferente del rechazo histérico que deja ir los
juegos de palabras cuidando que eso no cuente “de verdad”. En ciertos casos
de psicosis donde justamente ese aspecto de ficción no existe, la lectura de un
juego de palabras es recibida ya sea como el paso de un cometa lejano, o bien
como un oráculo lleno de pensamientos subyacentes, o como una conminación
peligrosa e imprevisible de estragos. Vemos entonces que es importante
precisar en qué circunstancias y en qué casos podemos intervenir en la palabra
de un paciente y que un diagnóstico sobre la estructura no invalida la atención
con la singularidad de una palabra. Muy al contrario, esto nos indica cómo
podemos validar una palabra asegurándonos que hay ahí una palabra singular,
para poder justamente sobre esta toma de posición, intentar hacer “razonar” a
un paciente sobre un riesgo de deriva, por ejemplo. Pero esto está lejos de ser
suficiente. ¿Será necesario que alguien pueda ir hasta el final de su síntoma
para resolverlo, como se escucha a veces? En el caso de ciertas fragilidades,
esto no parece pertinente. Lo que parece más adecuado, pensamos, es poder
hacer escuchar a esos pacientes la cualidad del goce que ellos ponen en su
palabra con el fin de que, a veces, ellos puedan apropiárselo, pero evitando
prescindir de nuestra presencia y nuestra atención, y no evitando tampoco lo
que sienten: una interrogación, incluso una perplejidad, atenta y discreta, que
abre esta palabra.

Ch. L-D

62
15
LA INTERPRETACIÓN ¿APUNTA ELLA A UN SENTIDO?

Mucho tiempo el “gran público” se representó el psicoanálisis como una


suerte de llave universal que interpretaría todos los actos y producciones
humanas en un sentido sexual. Cuando alguien viene a consultarnos y que está
bajo la influencia de esta idea, no es extraño que se defienda, por adelantado,
contra una arrogancia tal. Él supone que las intervenciones del analista se
sitúan todas en ese plano, y se dispone a contestarlas por principio, puesto que
ellas derivarían de un a priori que recusa… cuando en realidad va a consultar
a aquel sobre quien cae esa sospecha.
Otra variante, menos extrema, sería la de creer que el analista interpreta todo
en el marco de las teorías que parecieron durante mucho tiempo constituir lo
esencial del aporte analítico, especialmente la teoría del edipo. Pero como
sabemos desde ya hace mucho tiempo ésta está desde hace tanto tiempo
extendida, que su uso no aporta gran cosa en la práctica. ¿Quién en nuestros
días, podría encontrar asombroso el enterarse que siendo niño deseó a su
madre y teme ser castigado por su padre? Y sin esta sorpresa, que constituía
sin duda una parte del éxito de ciertas intervenciones freudianas ¿cómo podría
la referencia al Edipo tener un mínimo efecto?
Estas observaciones son sin duda triviales. Ellas tienen al menos el valor de
conducirnos directamente al punto de vista a partir del cual podemos discutir
sobre lo que es la interpretación: lo que nos interesa verdaderamente aquí es la
interpretación en tanto ella produce efectos, en tanto ella puede reorientar lo
que dice el analizante y tener consecuencias reales para él.

63
LOS EFECTOS DE LA INTERPRETACIÓN

Así a propósito de la interpretación concebida como develamiento de un


sentido sexual, nuestra objeción es doble. No es tanto que contestemos el lugar
de la sexualidad en la existencia humana. Es que el interpretar siempre en
referencia a un sentido sexual, o también un sentido edípico, es encerrarse en
un trámite simplificador, que paradójicamente hace entrar en un proceso sin
fin.
El analizante en todo caso, no se equivoca ahí. Cuando acusa al analista de
repetir siempre la misma cosa, él denuncia de manera justa una solución de
facilidad, que podría hacernos creer que lo hemos comprendido todo…
cuando en realidad, precisamente haciendo referencia a lo sexual, nos
introducimos en un campo donde las variaciones son numerosas, por el hecho
sin duda que la pulsión sexual no va de modo directo a un objeto que le
correspondería. Se sabe hasta qué punto, por ejemplo, en el análisis de un
sueño podemos encontrarnos en la incertidumbre. ¿Por cuál personaje del
sueño el sujeto se encuentra representado? Si el sueño concierne a la
sexualidad ¿ésta es, por ejemplo, el objeto de un rechazo que el sueño parece
poner en primer plano? ¿O este rechazo no es sino disfraz? ¿Aparece el sujeto
en el sueño en una posición activa? ¿O pasiva? ¿O está ahí en tanto mirón?
En este orden del sentido puede haber ahí una dimensión de indefinido.
Podríamos pensar entonces que esas aporías están ligadas a un momento
superado del psicoanálisis y el analista lacaniano, en particular, propondrá
con fuerza otra idea de la interpretación. El problema sin embargo, es que
Lacan no cesó en lo que concierne la interpretación, en variar la definición. Es
mejor entonces conservar aquí lo que nos sirve de piedra de tope. Qué efecto
podemos reconocer a una interpretación concebida de una cierta manera… o
de otra manera, completamente diferente.
Entre las definiciones lacanianas de la interpretación, reconozcamos no
obstante que una de ellas parece haber sido la más invocada. Es la que
constituye, de alguna manera, la base mínima de acuerdo entre los analistas
que se reclaman del autor de los Escritos. Se trata de la interpretación
concebida como “equívoco”.

64
¿Qué se debe escuchar por equívoco? La palabra en francés es a menudo
tomada en un sentido peyorativo. Lo que es equívoco es aquello cuyo sentido
incierto no inspira confianza. Más simplemente, una palabra equívoca es una
palabra que tiene varios sentidos, y lo propio del psicoanálisis es mostrar que
esta dimensión puede estar presente en cualquier palabra, o mejor, en
cualquier significante, cualquier serie de fonemas pronunciados o escuchados.
Cuando Michel Leiris, siendo niño, escuchaba una frase sacada de la opera de
Manon “adiós nuestra pequeña mesa”, él escuchaba en realidad “petit tetable”
(pequeño mamable) y eso le quedaba como enigmático. Pero nosotros mismos
¿cómo lo escuchamos?
Sabemos que uno de los grandes aportes de Freud en cuanto a la sexualidad
consistió en introducir, más acá o más allá de lo genital, la dimensión sexual
de las pulsiones orales o anales. ¿Hay que precipitarse entonces para pensar
que ese “mamable” reenvía a lo que puede ser mamado, el seno
especialmente? Y si fuera un analizante que trajera un recuerdo tal ¿habría que
comunicarle una “interpretación” de ese estilo? Eso sería olvidar que lo
importante para el sujeto no es nunca reducible a un objeto real, aquel en este
caso, por el que sería satisfecha la necesidad de alimento. Siempre perdido de
entrada, el objeto vale sobre todo en tanto encarrilado de las vías del
significante, de manera que es necesario abstenerse, aquí como en otra parte,
de reducir la parte de enigma que comporta todo deseo. Que pensemos o no
en el seno materno, lo “mamable” conserva aquí su valor propio. ¡Un
mamable! ¿Qué es ese extraño objeto?

DEL EQUÍVOCO AL FUERA DE SENTIDO

El equívoco para Lacan va contra el sentido. Cuando el analista pronuncia


una palabra que conserva una parte de enigma (aún si él – el enigma – no
introduce palabra extraña como ‘mamable’), una palabra que no se puede
escuchar, en todo caso, como diciendo una sola cosa, el analizante puede
llegar a renunciar a la univocidad del sentido, y se encuentra por ese mismo
hecho, más próximo del inconsciente, tal como éste puede articularse en los
sueños, los lapsus, los chistes. Sabemos que está aquí el aporte decisivo de
Freud: hacer valer, en estos campos privilegiados, las resonancias múltiples de

65
un discurso por donde un segundo texto se escribe bajo el texto aparente.
Digamos, más simplemente, que es ahí que puede escucharse lo que el sujeto
dice sin saberlo.
Sin embargo, si nos quedáramos ahí, no superaríamos, en el fondo, la
dimensión de infinitud que habíamos evocado hablando del sentido. Ahora
bien, la experiencia analítica muestra que la sucesión de interpretaciones, si
ella no es arbitraria, está de un cierto modo orientada. Ella termina por hacer
aparecer un texto relativamente conciso, el de los significantes primeros, los
que han orientado el destino del sujeto. Pensemos por ejemplo, en el impacto
que puede tener en un niño palabras que él no comprende verdaderamente,
pero que parecen dar testimonio de eso que los padres esperan de él. No es
inusual que los fonemas a los que ese deseo se ha quedado colgado, vuelvan
regularmente en la vida del sujeto, sin que sepa a qué están ligados.
Entonces a ese nivel, ya no es realmente cuestión de sentido, sino de
elementos puramente formales que parecen repetirse de manera casi
automática. Más que de sentido, hablaremos entonces de elementos fuera de
sentido, y numerosos analistas lacanianos estiman que sólo el encuentro de
esos elementos fuera de sentido, a lo que el sujeto está ‘sujetado’, permite
reconocer si un análisis ha llegado bien a término. Volveremos sobre esta
pregunta del fin de análisis.
Pero tardémonos un instante en la pregunta del sentido. ¿El privilegio dado al
equívoco, o también a los elementos fuera de sentido, descalifica toda
interpretación “significativa”?
Lacan en 1964, en su seminario sobre Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis (1), pudo decir que el psicoanálisis “tiene por efecto hacer
surgir un significante irreducible”. Pero él afirma al mismo tiempo que la
interpretación “es una interpretación significativa” y que eso no debe ser
marcado. Digamos que el sujeto no puede afrontar la parte fuera de sentido de
los significantes que lo determinan, salvo si él ha primero ubicado, de manera
significativa, en qué lugar se ha inscrito en su historia familiar, o también, en
qué fantasma se encuentra tomado sin saberlo.
Ahora bien, ese ubicarse, si bien es importante para cada cual, se revela
siendo, en nuestros días, cada vez más indispensable. Tal vez sea porque a
66
nivel colectivo, los sujetos contemporáneos están más desorientados, porque
pueden asegurarse menos de los caminos que toman. En todo caso, la
experiencia muestra que muy a menudo una interpretación demasiado
sistemáticamente enigmática, un uso forzado del equívoco, acentúa el malestar
de ellos y no facilita el trabajo analítico. Es por esto, parece, que estamos a
menudo llevados a dar indicaciones más precisas sobre el sentido que pueden
tomar en la trayectoria del sujeto, maneras de hacer que pueden por lo demás
asombrarlo a él mismo. Está ahí una de nuestras tareas esenciales, y no
debemos esquivarla. Volveremos entonces sobre esta pregunta – que desborda
tal vez el marco de la interpretación en el sentido estricto.

R.C.

16
EXTENSIÓN DEL CAMPO
DE LA INTERPRETACION

I
Roland Chemama terminaba el capítulo precedente sobre las intervenciones
del analista que desbordaban la definición restrictiva – comúnmente recibida
con los lacanianos – de la interpretación psicoanalítica como equívoco.

67
¿A qué apunta efectivamente la interpretación? ¿Busca ella suprimir el
síntoma a través de un juego de palabras que entregue su sentido escondido?
¿Le basta por ejemplo a un paciente, que entre otras numerosas obsesiones y
compulsiones, no puede pasar a la página siguiente de su libro, sino a
condición de que la última palabra no evoque la muerte ¿Es suficiente
subrayarle: “Dar vuelta la página?” Es precisamente lo que no puede hacer y
si esta observación puede hacer escuchar el determinismo lenguajero del
síntoma, él no lo suprimirá forzosamente. Es al sujeto del deseo, sujeto del
inconsciente, a quien la interpretación se dirige y esto supone poderlo ‘tocar’
más allá de la persona que habla. Para esto hacer el equívoco no basta;
conocemos tal vez el panfleto, El efecto “Yau de poêle” – [NdT. viene de
‘tuyau de poêle’ (derecho y muy angosto), sería nuestro efecto embudo] que
pudo denunciar la esterilidad de los juegos de palabras supuestos condensar la
enseñanza lacaniana en esta materia. Efectivamente, todo equívoco no es
fecundo. Él lo es la mayoría de las veces cuando deja entrever el objeto que
“encarrila las vías del significante” y él mismo no es una palabra.

UN OBJETO QUE NO ES “NO SIN” RELACIÓN CON LA PALABRA

Intentaré situar este objeto en su relación a la interpretación, reservándome


deducir de ello más tarde las consecuencias sobre los modos de intervención.
Para ello una palabra de etimología, luego de historia de la interpretación,
puede ayudarnos. Interpretar es el acto del intérprete, palabra que viene del
latín interpres. En interpres está inter y pres que los etimologistas (2) (Ernout
y Meillet) aproximan a pretium: precio. El precio es inter, en el entre dos
significantes. El intérprete debe saberlo, la interpretación tiene un precio. Para
él y para el paciente, pero no es el mismo de cada lado.
La palabra francesa “interprétation” (interpretación) traduce el Deutung de
Freud. Se trata entonces de poner en claro, revelar un sentido escondido, y ese
sentido escondido, para Freud, es esencialmente los deseos edípicos. Un autor
(3) levantó acta que una interpretación metafórica de esos deseos podía ser
eficaz, mientras que esa que pretendía designar crudamente el objeto real de lo
que está en juego, a saber el pene, no hacía sino irritar a su paciente. En este
ejemplo la interpretación era: “El ciego no le teme a las serpientes.” Anotemos

68
que esta sentencia no se dirige al yo (moi) del paciente, sino a un sujeto
indefinido. Por otra parte, si la serpiente puede ser una metáfora ingenua del
pene, la sentencia evoca a otro objeto, bajo la forma negativa: la mirada.

El rechazo por parte del analizante de una intervención del tipo “usted tiene
miedo del pene porque…” no sólo es resistencia. Es legítimo porque pensar
poder nombrar el objeto del deseo – no ese que lo tienta con su engaño, sino el
objeto realmente en causa – es una ilusión. ¿Cuál es entonces ese objeto?
Este objeto no puede ser el órgano peniano, aún si puede producir ganas. No
es tampoco el falo, término por el cual designamos el símbolo que a partir de
la asunción de la diferencia de los sexos, regenta la libido de cada cual, según
su sexo. La tendencia neurótica siendo la de buscar ser el falo, más que de
tenerlo o recibirlo.
Ser el falo, es imaginariamente hacerse el objeto imaginario que le falta a la
madre. Es asegurarse su amor imaginándose colmarla. El propio Lacan
propuso, un tiempo, un tipo de interpretación que mostraba al sujeto, a partir
de esta dialéctica del ser y el tener, la pasión del neurótico de ser el falo que
falta al Otro. Ella conserva toda su pertinencia para una ubicación clínica, pero
propuesta como saber del analista sobre el ser del sujeto, ella puede más bien
coagular al sujeto en esa posición.
Así mismo, mostrar al sujeto neurótico que en esta posición él va a ser
llevado a confundir su deseo con la demanda del Otro o a la inversa, desear
que el Otro lo demande, puede tener un efecto de revelación. Sin embargo, es
bien difícil procurarle ese servicio sobre un modo que no tropiece con el yo
(moi), el cual queriendo “comprender”, no busca en efecto sino neutralizar el
deseo que lo angustia.
Al menos Lacan nos propone una importante rectificación de nuestra idea
del deseo, el cual es menos el deseo consciente de tener tal o cual objeto del
mundo que la “falta en ser” del sujeto del que testimonia. Si el sujeto humano
es un ser de deseo, esto quiere decir sobre todo que es un ser a quien el ser
falta. La idea misma de “tener un ser” es una ilusión producida por el
lenguaje. Claro está, el sujeto cree asegurarse de un yo (moi) que encuentra

69
ante su espejo. Pero no atrapa entonces de ese yo (moi) sino imágenes más o
menos valorizadas. Esta imagen o aquella de sus semejantes suscitan una
pasión bien comprensible. Muchas psicoterapias se proponen por lo demás
reforzar la estima de sí. Esta dimensión debe tomarse en cuenta en el análisis
pero no está ahí el propósito de la interpretación.
Puesto que esta imagen amada (o detestada) enmascara de hecho el objeto
del deseo que no es el del amor. “Normalmente” el sujeto hace la hipótesis
inconsciente que el deseo de la madre es sexual y encuentra ahí el símbolo en
el falo. Los dibujos de los niños no dejan duda al respecto. Sin embargo, si el
falo es el significante del goce sexual, él no es lo que causa el deseo del sujeto.

EL OBJETO a, CAUSA DEL DESEO

El psicoanálisis ubicó desde hace mucho tiempo la presencia insistente en


las curas, de ciertos objetos aparentemente apegados a funciones biológicas,
como el seno y el excremento. Hablamos de estadio oral, anal, con
subdivisiones, llegando al estadio genital. Se pensó entonces de golpe la
patología neurótica y hasta psicótica en términos de fijación de la libido a esos
estadios del desarrollo normalmente superados.
Lo que aporta Lacan es que la necesidad de esos objetos para el sujeto
(alrededor de los cuales dan vueltas las pulsiones) no tiene que ver con las
necesidades del cuerpo en los que han estado implicados. Agrega por lo
demás, al objeto oral y al objeto anal, la mirada (pulsión escópica) pero
también la voz (pulsión invocante). Es tanto que no sirve (ya) para nada y
especialmente no a las necesidades vitales (el objeto mirada no es la vista y el
objeto seno no es aquel que alimenta) – necesidades que por el contrario,
habrán de plegarse a su causa – que ellos han venido a proveer un Ersatz de
ser al sujeto hablante y por lo tanto proveer una causa al deseo. Es en este
momento que hablamos de objetos a.
Pero de este Ersatz de ser, el sujeto no tiene ninguna idea de él. Así el
voyerista no puede saber que él se reduce a una pura mirada si es sorprendido,
avergonzado, mirando una escena donde precisamente él no está.

70
En fin, la condición para que esos objetos sirvan de soporte al ser en falta del
sujeto, es que estén “separados del cuerpo”. Puesto que el sujeto no es un
cuerpo, él ex–siste a (se mantiene fuera de) su cuerpo, lo que le permite pensar
que tiene un cuerpo. Es en tanto separables del cuerpo que esos objetos tienen
relación con la castración, que ellos se vuelven “fálicos”.
Si Lacan designa a esos objetos con una letra: a, es para mostrar que ellos
son irreducibles a una idea o a un significante. En esta función de objeto a,
estos objetos se vuelven puramente negativos impidiendo toda totalización del
ser. Son como las “reservas” del sujeto, reserva en el sentido de un lugar de
preservación de la existencia. Estos objetos lo preservan en efecto, tanto de
una totalización del sentido como de un colmar de goce, que el uno como el
otro, lo aniquilarían. Ellos no funcionan como garantía de la existencia del
sujeto sino en tanto escapan al dominio narcisista, a la utilidad. Son sagrados
(en el sentido etimológico de separados) pero no religiosos pues no entregan
ningún sentido. Insistamos sobre ese punto puesto que precisa en qué el
psicoanálisis se distingue de toda psicoterapia o de toda disciplina que
pretenda el logro imaginario de un ser.
En fin, digamos que es solamente en la neurosis que este objeto a ha tomado
esta función de temperar las relaciones del sujeto con el significante gracias a
una construcción inconsciente que el psicoanálisis llama fantasma. Hay que
elucidar esta escena hipotética, escribe Lacan ($<>a) y las diversa posiciones
que el sujeto puede ocupar ahí, que va a sostener la interpretación a través de
la escritura que ella produce.
B.V.

71
17
EXTENSION DEL CAMPO DE LA
INTERPRETACION

II

Es difícil entonces renunciar a la función del objeto a en el acto de


interpretación, si este objeto causa del deseo es lo que hay que hacer surgir en
la separación entre el significante que representa al sujeto y el Otro, junto al
cual él lo representa. Esta distancia “metaforiza” la falta inherente de toda
palabra, a saber, que ella no sabría garantizar la verdad que sin embargo ella
invoca implícitamente. Este objeto, dicho también “plus de goce”, (1) es lo
que se sustituye entonces a esa falta estructural del lenguaje. Por ese hecho es
también lo que viene a asegurar la consistencia de un enunciado que valdría
por verdadero. No hay última palabra, pero hay enunciados más o menos
consistentes. Es el caso de la interpretación que sin embargo no “dice” gran
cosa sensata, pero puede – si su forma se inserta bien en la falla – abrir la
tenaza por la cual el síntoma entrampa al objeto a en su penoso goce.
Es interesante recordar que Lacan en 1958 – es el año en que él definirá el
objeto a como objeto causa del deseo – daba de la interpretación esta
definición: “ La interpretación, para descifrar la diacronía de las repeticiones
inconscientes, debe introducir en la sincronía de los significantes que se
componen ahí, algo que de repente vuelve posible la traducción, precisamente

72
lo que permite la función del Otro en el recelar del código, siendo que a
propósito de él aparece el elemento faltante”. (2)
Subrayemos primero ese “algo” (y no “alguna palabra”) que “de repente”
(sorpresa) viene a introducirse en vez del “elemento faltante”. Este elemento
faltante es sin duda aquel que hace del síntoma su enigma, pero es ilusorio
creer que alguna significación producida por la interpretación, por más útil
que sea, pueda colmar la falta, tampoco contingente esta vez, sino aquella,
estructural, del código del lenguaje. Esta falta corresponde en la elaboración
freudiana a la represión originaria (3), invencible, del representante de la
pulsión, aquel “que atrae a sí las represiones propiamente dichas”. Es aquí
para nosotros, en ese lugar de la falta, que el objeto a funciona como causa de
deseo.

UN ASUNTO DE BORDE, DE CORTE Y DE SORPRESA: LUGARES Y TIEMPOS


DEL OBJETO

Habíamos asido en el capítulo precedente, en lo actual de nuestra


experiencia la interpretación “¿Dar vuelta la página?” como ejemplo de
equívoco en un obsesivo, que arriesgaba fuertemente ser ineficaz. Lo que vino
después temperó ese pesimismo. La interpretación “¿Dar vuelta la página?”
había sido dicha en efecto, y había liberado en el psicoanalizante asociaciones
interesantes a partir de su sentido convenido: “Olvidar el pasado, no perderse
en arrepentimientos inútiles”, pero también perdonar, esto sin efectos
aparentes sobre su síntoma. Pero hubo después otra intervención del analista.
Ésta consistió en hacer observar al analizante que “dar vuelta la página” volvía
a franquear un borde para pasar a la otra cara. Con esto él observa,
sorprendido, que en efecto él no siente ninguna dificultad para pasar de la
página de la izquierda (par) a la página de la derecha (impar) del libro abierto,
pero solamente el pasar de un lado al otro de la misma página. Siguieron
algunas breves consideraciones topológicas improvisadas, sobre el espacio de
la lengua (tal como ellas permanecen en mi recuerdo): “¿Si en el lenguaje al
estado bruto no hay borde, como la hoja de papel – que da de ello una imagen
para el lingüista Saussure –se continúa ella tal cual más allá del borde para
cerrase y dar una superficie sin borde?”

73
Algún tiempo después, comentando un libro que le había interesado mucho,
él se daba cuenta entonces que no había tenido ninguna dificultad en leerlo. Si
suponemos que el alivio en dos tiempos de ese síntoma resulta adquirido, ¿a
qué podemos atribuirlo? Retomo aquí con gusto las palabras de Christiane
Lacôte-Destribas: “La distancia entre dos significantes que radicaliza el
campo del psicoanálisis, debe incluir esta dimensión de la contingencia, esta
escansión azarosa, retomada y continuada, que hace que una inscripción
posible se haga realmente”. El azar, en este caso y entre muchas otras sobre-
determinaciones, me habían llevado a releer el Seminario de Lacan La
angustia, en el cual él habla al respecto como de un fenómeno de borde, ese
borde que separa el goce fálico del narcisismo, y que habrá sido vulgarizado
bajo el nombre de castración. Sin ninguna duda el zanjar de ese borde parece
mal asegurado en la neurosis obsesiva, cuyo imaginario se alimenta con gusto
de fortalezas forzadas por todas partes. Todo sucede ahí como si el acto
originario del sujeto diera lugar a una duda sobre su efectuación, el objeto
amenazando en permanencia infiltrarse para contaminar la cadena
significante. El borde evocado juega sin duda de una cierta ambigüedad
imaginaria: zanjamiento que angustia, zanjado que protege, pero esta
ambigüedad es más bien paralizante. La intervención no actúa sobre una
equivocidad vocal. La sorpresa que produce es del orden de lo espacial. Ella
parece en todo caso haber vencido una vieja sugestión imaginaria y tal vez
inscribe un borde más real para contener el goce; el futuro lo dirá.
En todo caso hay que suponer que una intervención que pudo suprimir un
síntoma encontrará ahí su (o una) puerta de entrada. Un logro tal no modifica
sin embargo, en nada la estructura. Ella habrá solamente reducido el poder de
goce invasivo de una significación en el funcionamiento de una función (aquí
la lectura).
La sorpresa es en este ejemplo, como siempre, una condición esencial. Un
“soltar” está sin duda alguna favorecido por la sorpresa, esa del analizante
pero también la del analista. Sorprender no puede sin embargo justificar
cualquier maniobra.

…OTRO TIPO DE INTERVENCIONES

74
Entre las que yo utilizo algunas juegan sobre el lugar del sujeto: por ejemplo,
recordar al soñante que ve en un sueño la confirmación de la maldad de un
pariente, que no obstante no es ese pariente el que ha tenido ese sueño;
también descubrir un anhelo desconocido del sujeto detrás de un personaje
inesperado en el sueño.
Me parece más fecundo y más conforme a la ética analítica dejar al
analizante la responsabilidad del sentido por dar a una ambigüedad del sueño,
anotando sin embargo, que su elección tiene consecuencia.
Una intervención puede consistir también en confirmar – para su sorpresa –
una palabra que un analizante trae suponiendo creerla falsa o exagerada (cf.
Artículo de Freud sobre la negación), etc. Aquí todo es asunto de tacto y
tempo.
El estatuto de otras intervenciones parece desbordar más el campo de la
interpretación, en el sentido de que no se trata ya de desciframiento
propiamente. No se trata tampoco de la introducción del “paciente a una
primera ubicación de su posición en el real” (4) necesario al comienzo de la
cura, sino de intervenciones durante la cura que pueden parecer necesarias.
Eso puede ser lo que Christiane Lacôte-Destribas evocaba: “Momentos de
apoyo, momentos en los que no hay que soltar nada de la palabra, momentos
de frente a frente, momentos de acompañamiento de ciertos aspectos de la
realidad de la vida y de las decisiones que derivan de ello”. Puede ser el
rechazo a continuar el análisis, hasta que el analizante no haya tomado una
decisión respecto a un comportamiento que lo vuelve inoperante.
Entre estos cambios de la actitud esperada del analista, Lacan ha evocado,
para evitar el escollo de una transferencia interminable pues fundada sobre un
padre muerto “o lo que viene a ser lo mismo, perfectamente amo de su deseo
[…] una vacilación calculada de la “neutralidad” del analista […] con el
riesgo de la alarma que resulta de ello. Claro está a condición que este
alarmarse no produzca la ruptura y que la continuación convenza al sujeto que
el deseo del analista no estaba para nada en juego”. Lacan precisa felizmente
que no se trata para nada de un consejo técnico sino “una mirada abierta sobre
la cuestión del deseo del analista (5)…”

75
De todos modos el analista no podrá protegerse, en caso de acting-out u otro
accidente de la cura, detrás de la coartada de haber seguido un protocolo,
incluso el consejo dado por un supervisor, pues es aquí que toma toda su
fuerza esta frase de Lacan que, sin duda por malas razones, ha hecho
escándalo, enunciando que “el analista no se autoriza sino de sí mismo”.
Puesto que esto no significa de ninguna manera que cualquiera pueda
pretender decirse analista, sino solamente que si él es analista su acto le
vuelve.
Detengamos aquí este inventario que contradiría nuestras palabras de
introducción al acto analítico en su necesaria invención y su relativo no-
control. Si el precio a pagar por la interpretación no es el mismo para el
analizante hundido en su síntoma y para el analista que acepta dirigir la cura,
atañe a fin de cuentas a la incidencia del real “que desborda” las seguridades
de cualquier verdad. B.V.

18
¿QUÉ DESTINO PARA EL FANTASMA
EN LA CURA?

El capítulo anterior nos llevó hasta la pregunta del fantasma, esa relación del
sujeto con el objeto que causa su deseo y que Lacan escribe ($<>a). Ésta nos
conducirá a su vez a abordar más allá de la “mitad del partido”, el “final del
partido” ¿Cómo se termina un análisis?
Reconozcamos primero que esta pregunta recibe frecuentemente una
respuesta “de hecho”, una respuesta puramente práctica. Un día el analizante,
eventualmente satisfecho de la mejoría que le ha aportado la cura, anuncia que
él prefiere interrumpirla. Bastante a menudo el analista no tiene ninguna razón
para oponerse a ello. Y sin embargo él puede al mismo tiempo conservar la
idea que este análisis particular no ha ido realmente hasta su término. ¿Qué

76
idea se hace él entonces de lo que podría constituir un verdadero fin (¿una
finalidad?) de la cura, independientemente de lo que será su término?
Pero antes que nada ¿hay alguna utilidad en rebuscar lo que “debería ser” un
fin de la cura, arriesgando tener una representación idealizada, muy alejada de
lo que constituye la mayoría de los fines de curas reales? Podemos pensar que
si, si se trata no precisamente de un ideal, sino de una representación, de una
concepción que permite al analista orientarse en su trabajo. ¿Cómo dirigir una
cura si no sabemos lo que esperamos de ella?

LA PERSPECTIVA FREUDIANA

Hay en Freud varias representaciones de lo que puede ser esperado de un fin


de análisis. Ciertos textos indican que el “yo” (moi) debería poder dominar el
“ello”, es decir las pulsiones. ¡Eso no haría sino confortar la moral más
tradicional! Otros textos ponen el acento en la posibilidad de aportar al sujeto
la facultad de amar y la de trabajar, lo que constituye un objetivo práctico que
nadie recusará, pero que puede parecer un poco limitado. Freud sin embargo,
va un poco más lejos, fijando a la cura un objetivo más allá de la “sanación”.
¿No podría ella proveer al sujeto contra un retorno del síntoma?
En cuanto a Lacan, él propuso varias definiciones del fin de una cura, que no
podremos retomarlas todas: acceso a una “palabra plena”, asunción del deseo,
subjetivación del “ser para la muerte” (1). Los lacanianos, por otra parte,
contribuyeron a esta diversidad, privilegiando tal o cual aspecto particular –
uno de los últimos insiste en el develamiento, al final de la cura, de
significantes fuera del sentido, vestigios de la palabra que son sobrevivencias
de jaculatorias verbales (2) (refiere a oraciones cortas y fervientes) escuchadas
o proferidas en la pequeña infancia.
Sin embargo, esta diversidad de puntos de vista no impide que se haya
constituido, aquí también, una suerte de doxa lacaniana. El fin de análisis, nos
dicen, consistiría en un “atravesamiento del fantasma”. Pero ¿qué hay de este
atravesamiento si un fantasma no se atraviesa como una pantalla de papel?
Esta fórmula, a decir verdad bastante usada, ¿puede ayudar a orientarnos?

77
El fantasma, para el psicoanálisis, presenta a la vez una faz consciente y una
inconsciente. Bernard Vandermersch, en el capítulo anterior, pone más bien el
acento en la dimensión inconsciente, puesto que el Ersatz de ser que el
fantasma aporta al sujeto, éste no tiene ninguna consciencia de ello. Pero yo
tomaré las cosas por otro lado. En efecto, el fantasma tiene tal presencia en la
vida del sujeto, que éste no puede sino percibir, hasta cierto punto, el modo en
que éste insiste y se repite. Él lo percibe tal vez mejor aún hoy puesto que una
suerte de debilitamiento de la represión vuelve más aceptables aún los
fantasmas sexuales que ayer no tenían derecho a capítulo (se pudo hablar al
respecto, a propósito del mundo contemporáneo, de una suerte de perversión
simple). Entonces ¿qué querría decir “atravesamiento del fantasma” si el
sujeto circula más fácilmente sobre las avenidas que éste le abre? Y ¿Cómo
concebir la manera en que una intervención analítica puede esclarecer lo que
parece ya, bastante frecuentemente, mostrarse a plena luz?
Pienso aquí dos ejemplos sacados de mi práctica. El primero muestra
simplemente que una cosa al menos parece simplemente permanecer difícil
para el sujeto. Es percibir de qué manera puede situarse, en su relación con el
otro en tanto que éste está organizado por el fantasma, en una posición de
objeto. Se trata de una mujer bastante joven que está invitada a una actuación
de una de sus amigas mayores y de quien ella por lo general aprecia el trabajo.
Sin embargo, ésta vez la actuación no la convence. Ella piensa sin embargo,
deber prohibirse el decírselo. ¡Ella no va a “joderla”! Sin embargo, cuando se
cruza con ella, no puede impedirse hacerle, en un tono desagradable críticas
marcadas. ¿Qué podría explicar, se pregunta ella en su sesión al otro día, que
me haya comportado así? No deja de tener interés el hacerle escuchar que más
que de “ella”, se trataba en este caso de otra cosa. De lo que ella devenía como
objeto para el otro: un objeto generalmente rechazado, un desecho al que ella
venía a identificarse – el contexto permite asegurarse de ello-.
El segundo ejemplo es el de un hombre cuya sexualidad se organiza, muy
claramente, en un registro masoquista (aún si él no es realmente un
“perverso”). Él puede hasta revelar las etapas de ese masoquismo. ¿La cura no
le aportará nada al respecto? ¿Debemos decidirnos a tomarlo por perverso? (2)
y recordar que el sujeto perverso está demasiado seguro de su deseo y de su
goce para salir verdaderamente de la configuración en la que estaba instalado

78
– salida que constituye la condición mínima, parece, para que se pueda hablar
de “atravesamiento del fantasma”? De hecho, en este caso preciso, la cura
permitió un avance no despreciable. Paralelamente a su fantasma sexual, este
hombre se ponía en situaciones donde estaba en reales dificultades. Cuando
llegó a percibir que era esta dimensión cotidiana de su vida la que mantenía
escondida la dimensión inconsciente de su fantasma, cuando se dio cuenta que
era masoquista ahí donde pensaba no serlo, un alivio surgió y él pudo
encontrarse menos tomado en una compulsión de repetición inconsciente.
Este último ejemplo puede por lo demás traer algunas reflexiones
suplementarias. Primero que nada, el fantasma sexual funciona para este
sujeto – que de hecho es un neurótico – a condición solamente que él pueda
creer que hay una verdad del goce, masoquista en este caso. Pero no ve que a,
aquí como para todo neurótico, es de un cierto modo, postizo. La voz a la que
ama someterse cuando le ordena alguna práctica humillante no es nada (o poca
cosa) en relación al verdadero amo que somete su vida. Y es de este amo de
quien deberá deshacerse. El “atravesamiento del fantasma” ¿no se situaría de
ese lado?
Podemos decirlo de otro modo. Podría ser que atravesar el fantasma sea
simplemente ubicar, más allá del objeto que en diversos lugares causa el
deseo, la castración que este objeto recubre. Castración que se sostiene aquí de
hecho que, a falta de lazo entre su fantasma sexual y su vida cotidiana, este
hombre es en realidad un extraviado. Como cada cual por lo demás, y está
bien ser un poco menos extraviado, de eso se trata en el análisis.

R.C.

79
19
¿QUÉ DEVIENE LA CREENCIA EN UNA CURA?

“Yo sé bien, pero sin embargo…” Éste es el motivo que se repite a menudo en
las curas que nosotros dirigimos. Un célebre capítulo de O. Mannoni (1)
comenta esta frase en relación a la negación de la realidad, lo que Freud
nombraba la Verleugnung. Sin embargo, no nos limitaremos a nombrar aquí
alguna resistencia, puesto que sobre todo hay que saber de qué está hecha, y
ella es a menudo polimorfa. La denegación, Verneinung, por la cual el
paciente de Freud afirma que en la persona de su sueño no se trata de su
madre, no significa automáticamente que se trataría de ella y no abre entonces
necesariamente sobre una proposición del mismo nivel, opuesto y simétrico.
Guardemos en mente que una interpretación no tiene efecto sino a posteriori,
cuando se abrocha una secuencia de significantes, a veces bastante larga y que
se fortalece del espesor de los equívocos. La vehemencia del discurso de un
analizante puede alertarnos, ciertamente, pero no puede conducirnos a

80
esquematizar la relación de un sujeto a lo que llamaríamos, por lo demás un
poco demasiado globalmente, su verdad inconsciente.
Cuando Lacan retoma, con el comentario de Jean Hippolyte, la noción
freudiana de Verneinung con la ayuda de la noción hegeliana de Aufhebung,
no retoma la dialéctica de la Fenomenología del Espíritu: si en los procesos de
represión, donde un saber se sabe sin ser admitido, la herramienta dialéctica
por la cual la negatividad permite pasar a otra cosa, a otro nivel, puede parecer
esclarecedora, no conduce para nosotros a un saber absoluto pero devela, en el
campo del psicoanálisis, los “avatares de una falta” (2)
Es esta falta la que hace que no seamos transparentes a nosotros mismos y
que el análisis no nos conduzca a la transparencia. En efecto, la transparencia
“invoca” la mirada y este lazo original al campo escópico inhibe o falsea toda
empresa de desciframiento.

EL TEJIDO DEL LENGUAJE ES TAMBIÉN LA TELA DEL GOCE

Entonces ¿no habría hallazgo sobre nosotros mismos durante el curso de un


análisis? ¿Qué? ¿Ninguna sorpresa determinante?
Hay claro está, momentos de este orden, lo que hace la alegría de nuestro
oficio. Pero ¿se trata de saber o bien de sideración ante lo que, una vez pasada
la sorpresa, se prolonga el goce de la fascinación y se muda demasiado rápido
y de golpe en revelación?
Freud pensaba el texto de una cura en términos de juicio: se trata, o no, de
mi madre, y según el caso, el paciente debe asentir o no a la proposición
verdadera o falsa.
Ahora bien, Lacan nos conduce a otra cosa que la consideración de la
verdad, puesto que él subraya que “el inconsciente, no es que el ser piense…
el inconsciente es que el ser, hablando, goce y agrega, no quiera saber nada
más. Yo agrego que eso quiere decir – y además aún, no saber nada” (3). La
tela del lenguaje es también el tejido del goce y lo más importante es sin duda,
saber cómo se inscribe ahí el deseo inconsciente de un sujeto. La herramienta
filosófica de la noción de juicio y de asentamiento ya no basta. Efectivamente,

81
tenemos más bien que vérnosla con anudamientos de letras y significantes que
determinan nuestros recuerdos, nuestros hábitos, nuestro cuerpo, nuestros
saberes, en breve, nuestra vida. Al aprender en una cura que eso está inscrito
como un saber ¿qué hacemos? Una reescritura ¿es posible? Reformularemos
entonces de otro modo la fórmula de O. Mannoni: yo sé bien que eso está
inscrito, pero entonces ¿qué puedo decir y hacer? Porque me importa, mi goce
mezclado de síntomas es mío, lo quiero, hasta hace parte de mi identidad, en
todo caso de mi “persona”. ¿Qué lugar debe entonces tener el psicoanalista
ante eso que se coagula tan rápido en identidad?
“No quiero ir más allá en este trabajo puesto que no quiero divorciarme”
“No quiero continuar, puesto que temo perder mi fe en Dios. No quiero
continuar, esto basta. Me las arreglo bastante bien ahora y ya sé suficiente”.
Estas frases las escuchamos a menudo en un punto bisagra que podría a
menudo profundizar el trabajo. Ahora bien, ese punto bisagra no es siempre
aquel de una decisión por tomar o no. Eso no quiere decir que no tomemos
decisiones importantes en el curso de una cura, pero no son siempre aquellas
que uno “imagina” ni eso que arriesga precipitarse en el momento de la
experiencia del obstáculo.
Sin embargo, el momento en que el obstáculo es sentido, es a menudo aquel
donde nuestras creencias afluyen y proponen, con una evidencia seductora,
soluciones masivas y que parecen ciertas. ¡Qué reconfortante sería encontrar
en el Otro otra cosa que el lugar de los significantes, pero qué trascendencia
los reuniría en verdad y sin mentira, y me acogería en su tradición o en su
gracia! Esta creencia, enraizada a menudo en la nostalgia de un materno total
¿sería ella entonces un refugio?
A veces, la dificultad parece tan grande que hay como una tentación de
pensarla sobre el modo de la decepción y del actuar por cualquier ruptura.
Ahora bien, antes de precipitar las decisiones que podrían ser tomadas
enseguida y diferentemente, se trata sin duda de pensar que una creencia
jamás es absoluta ni masiva.

EL UNGLAUBEN (La increencia)

82
Tomemos la ocasión de reflexionar en el caso de la paranoia que sin
embargo, obliga el lenguaje a la certeza. Descubrimos la paradoja
sorprendente de una certeza que está fundada sobre una increencia cuyo
estatuto extraño nos permitirá pensar un poco más radicalmente lo que es una
creencia.
El Unglauben, la increencia del Presidente Schreber, célebre caso descrito
por Freud, es más radicalmente otro que el rechazo de creer, deshace la
oposición simétrica entre creer y no creer y nos abre un campo de
investigación más rico y más nuevo.
Lacan en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (4), se
interroga sobre el intervalo entre los significantes S1 y S2 a través de los
cuales un sujeto se representa como significante para otro significante.
Cuando este intervalo que permite la sustitución no es posible, por todo tipo
de razones, por ejemplo en el caso de una psicosis, se produce una solidez,
una toma en masa de la cadena significante. Esta toma en masa que Lacan
ubica como holofrase, a veces es, dice él: “lo que prohíbe esta apertura
dialéctica que se manifiesta en el fenómeno de la creencia. Al fondo de la
paranoia, de la propia paranoia que nos aparece sin embargo toda animada de
creencia, en el fondo reina ese fenómeno del Unglauben que no es el no creer,
sino la ausencia de uno de los términos de la creencia, de este lugar donde se
designa la división del sujeto”. El rodeo que hacemos con Lacan a través de lo
que designa en la psicosis de Schreber el Unglauben, nos permite inscribir la
creencia como algo de coextendido a la división subjetiva, hasta necesaria,
para plantear más allá de la pregunta de la verdad, de la falsedad y de la duda,
la pregunta del sentido. Lacan continúa así en el mismo texto: “Si en efecto él
no es creencia, cualquiera sea, si podemos decir, plena y entera, es que no es
creencia que suponga en su fondo que la dimensión última que ella deba
revelar es estrictamente correlativa del momento en que es su sentido el que
va a desvanecerse”.
La creencia inscrita en el núcleo de la operación de la división subjetiva, es
decir en el corazón de la sustitución entre los significantes que hacen vacilar
todo sentido otro que el que se produce del orden de la metáfora, está
despojada de su contenido representativo de origen. No revela sino el

83
momento en que su sentido va a desvanecerse a través de la sustitución misma
que se juega entre S1 y S2.
No se trata aquí de un punto último de la teología negativa, puesto que no
atañe a un ser indecible a los ojos del cual el lenguaje sería, a pesar de los
oxímoros, impotente. Esta posición que sostiene el riesgo del sentido por la
metáfora del sujeto, es decir por la sustitución entre los significantes en la
cadena, limpia la creencia de su contenido representativo y del goce que le da
a menudo su seducción convincente.

SOBRE EL FIN DE UNA CURA

Podríamos decir que al final de una cura el analizante admite que no hay
alguien en el Otro que lo acogería y lo bendeciría. Podríamos decir también
que hay ahí un rechazo audaz de creer en una trascendencia, en un Dios
refugio que garantizaría mi persona y que daría una medida a una búsqueda de
verdad o incluso de sentido. Pero este rechazo puede hacerse de múltiples
maneras y por toda clase de razones y conminaciones. Lo que buscamos, es lo
que puede inscribir esta decisión de no recurrir a un Otro trascendente en el
curso de un análisis, es decir, poner la dimensión del Otro en el errar de la
metáfora del sujeto. Este errar designa lo sin medida de la distancia entre
significantes, como lo muestra la aproximación de significantes alejados uno
de otro en el uso común en la producción de un efecto de sentido poético.
Observemos sobre ese punto que la poesía es lo que vuelve a poner toda
creencia al desvanecimiento temporal de su sentido, para que aparezca el
efecto real de sentido. En este punto, la creencia no se mide con lo que
llamamos la realidad, esta realidad enmarcada por el fantasma como lo
experimenta el psicoanálisis. Ella atañe a las condiciones de posibilidad de la
producción de sentido. De Dios (Dieu) pasamos, según los términos de
Lacan, al “Diocir” (Dieur) y al decir.
Cuando leemos la imposibilidad de creer en Schreber, nos enteramos que la
creencia no es una forma aparte de pensamiento humano, sino que está en el
núcleo de la división subjetiva que plantea, no en la eternidad, sino paso a
paso y en el a posteriori, los efectos reales de sentido. La posición de fin de
análisis no recae sobre creer o no creer en tal o cual significación, ella no
84
consiste en que los analizantes se obliguen a renunciar a tal o cual nostalgia
divina. Ella está más allá de la conminación, ella inscribe un decir a posteriori,
después que la anticipación de un sentido posible ha sido sostenida por el
crédito hecho a la palabra escuchable por otro. Esta posición insiste entonces
radicalmente sobre el lugar necesario donde se sitúa la creencia y que hace
que ella no pueda, así situada en el movimiento real de la división subjetiva,
ser toda.

Ch. L.-D.

III

EL ANALISTA EN CUESTIÓN

20
Responsabilidad del analista

En los últimos capítulos, nos hemos interrogado sobre la cuestión del


fin de análisis: interrogando la noción, quizás discutible, de “atravesamiento
del fantasma”, pero también preguntándonos en qué deviene la creencia al
final del proceso. ¿No hace falta, en efecto, hacerse una idea del final del
85
análisis, en el sentido de la finalidad que se le da, para conducir las curas de
las que asumimos la responsabilidad?
Es así, a través de la cuestión de la responsabilidad, que podemos
abordar esta tercera parte de nuestro libro, que pone, de forma más precisa que
las dos primeras, el acento sobre la cuestión del analista –más allá o más acá
de la cuestión del análisis.
La cuestión de la responsabilidad misma pide, por lo demás, ser situada.
Quizás, no podemos hacer nada mejor para ello, que recordar la problemática
de la neutralidad tal como la encontramos en Freud. Se ha hablado mucho, a
propósito de la práctica de Freud, de neutralidad, e incluso de neutralidad
“benevolente”, incluso si esta expresión no existe en él. “Neutralidad” puede,
por lo demás, remitir a aspectos de la práctica analítica, partiendo por la no-
intervención en las elecciones del paciente, pero en su sentido más amplio
remite a la atención flotante del analista. Solamente preocupado del texto que
poco a poco se entregaría al desciframiento, el analista intentaría no orientar la
lectura a partir de sus propios prejuicios. Nada debe volverlo sordo a lo
esencial, a lo que surge de forma a veces tan inesperada; ni la idea que se ha
hecho de la personalidad de su paciente, ni los conocimientos que cree haber
adquirido sobre la “enfermedad” de la que éste sufre.

SOBRE UN APORTE DE FERENCZI

Reflexionando bien, sin embargo, tal concepción presupone una cierta


idea del inconsciente: es como si éste estuviese constituido por un stock de
ideas, de deseos, o si se prefiere de significantes o de letras, de los que el
analista debería, sobre todo, preocuparse de no obstaculizar jamás su
develamiento. Ahora bien, en mi propia práctica, tengo cada vez menos la
impresión de que las cosas ocurren de este modo. Pero para hacerme entender
mejor, me serviré, en este punto, de un desarrollo que encontramos en un libro
de Rank y Ferenczi que se llama Perspectivas del psicoanálisis (1). Y adheriré
más intensamente a un pasaje de este libro escrito por Ferenczi.
Ferenczi, en este pasaje, parte de un artículo importante de Freud que se
llama “Recordar, repetir, reelaborar”. Freud, quien había primero pensado
que la cura se obtenía en el análisis, rememorando los recuerdos patógenos

86
reprimidos, destaca, en este artículo, que en muchos sujetos en análisis las vías
hacia la rememoración parecen particularmente obstruidas: la represión se
traduce, en efecto, en la cura por resistencias en el trabajo analítico, que en
ciertos casos impiden toda rememoración. Entonces ¿Cómo procederá el
análisis?
Lo que Freud indica entonces, es que el sujeto que no puede acordarse
más, repite en el comportamiento actual, lo que ha “olvidado”. El paciente no
recuerda haberse sentido, en el curso de sus investigaciones infantiles de orden
sexual, desesperado y desconcertado, y puesto que no se acuerda de ello, lo
expresa de otra manera. Dice y experimenta que no sabe cómo avanzar en su
cura, se queja de estar privado de apoyo. No se puede entonces, en un primer
momento, más que analizar lo que se repite. Pero para Freud ello no tiene
valor si no permite, al final de cuentas, volver a poner en marcha el proceso de
rememoración. Sobre lo que trabaja fundamentalmente el análisis, es la
rememoración.
Ferenczi toma las cosas de un modo completamente diferente. Si la
rememoración se define como algo que aporta un “saber” sobre las
determinaciones inconscientes de un síntoma, Ferenczi estima, por su parte,
que ningún saber que quisiera explicar un síntoma ha desanudado alguna vez
un proceso patógeno. Éste, en el fondo, no puede sino repetirse en la cura, en
el marco de la trasferencia y es sólo entonces que puede ser eficazmente
analizado. Así, el análisis de lo que se repite no es un peor es nada, sino que
constituye lo esencial del trabajo analítico.
Ferenczi va más lejos. Para él, las mociones pulsionales, reprimidas
desde el origen, no pueden volver jamás bajo la forma de recuerdos, sino bajo
forma de actos. Digamos, para retomar el ejemplo freudiano, que una
formulación del analizante del tipo “estoy privado de apoyo” constituye un
acto. Y como este acto se hace en la transferencia, el análisis de la
transferencia permite hacer sentir, intensamente la primera vez, estas
mociones de deseo por así decir castradas en la infancia, que en el
inconsciente aspiran siempre a su realización.
Hay entonces una nueva idea. El inconsciente en Ferenczi como en
Lacan, es no-realizado. No está constituido por deseos que se habrían
expresado plenamente en la infancia antes de ser reprimidos. No es sino en la
cura, de alguna manera, que el inconsciente se constituye plenamente en el

87
tiempo mismo en el que se devela. Pero se concibe entonces que eso da al
analista una responsabilidad muy grande. Mucho más grande que si se tratase
solamente de entregar las condiciones para que el analizante pueda entregar en
sí mismo un stock de significantes que constituirían el inconsciente.
El analista debe así, aceptar que lo esencial venga a jugarse en la cura
misma, bajo forma de repetición. Pero es necesario agregar: bajo la forma de
repetición de lo que jamás ha tenido lugar. Puesto que, para Ferenczi, lo que
se repite, es lo que no ha sido experimentado verdaderamente, hay al
comienzo, no un deseo identificable, sino que algo radicalmente perdido.

EL COMPROMISO DEL ANALISTA

¿Cómo integro este tipo de ideas a mi práctica analítica? Diré que estas
tesis de Ferenczi me permiten consentir, a cada momento, la idea de que lo
que llamamos inconsciente no encuentra su verdadera consistencia sino en la
cura. Esta idea podría plantearme problemas, y un número de analistas la
rechazarían, para evitar, sin duda, pensar que son responsables al punto de lo
que puede tomar forma en el trabajo analítico. Por mi parte, lo encuentro
esencial.
Para no quedarme demasiado en lo abstracto, ilustraré lo que digo
refiriéndome a un corto fragmento de un caso. Se trata de un hombre que se
encuentra en una situación conyugal difícil, con una esposa que es fría a todas
luces, y que además no cesa de criticarlo. Sin resolverse a dejarla, no obstante,
se refugia en el alcohol. En una de las sesiones se queja de que parece no
interesar a su analista. Pero ocurre que en la misma sesión, hablando de su
gusto por la bebida, describiendo la sensación que le causa el escurrir del
líquido en su garganta, señala que nunca supo si su madre lo había
amamantado. En realidad, eso, es lo que quiere decir, pero hace un lapsus.
“Nunca supe –dice él- si he amamantado a mi madre”.
No intervengo, por lo demás, sobre este lapsus. Pero este analizante
vuelve a la cuestión del alcohol. Evoca el hecho de que en otro periodo de su
vida, cortejando tímidamente a una joven muchacha que le atraía, no
encontraba nada mejor que contarle, en las cartas que le escribía, las tardes
muy alcoholizadas que pasaba con sus amigos. Rápidamente, la muchacha
tuvo suficiente de eso y rompió todo vínculo. Es entonces que digo a mi

88
analizante: “En suma, usted la ha embriagado (‘soulait’ = aburrido) con sus
relatos de tomadera.”
El lector que no tiene idea alguna de los mecanismos de la cura se
sorprenderá, quizás, de lo que sigue. Pero, hay que decir que tal intervención
viene a anudar varias líneas asociativas: aquella que concierne al alcohol, o
más generalmente la bebida: aquella que remite a la cuestión de la seducción;
aquella que concierne a la madre, y a la cual sólo hago alusión aquí; y al final
lo que remite a la cuestión de saber si le interesa a su analista. “¿Acaso
intereso a mi analista o lo embriago?”. (Aburro)
Esta pregunta ¿Se articula con el tema de la seducción? Ello relanzaría
la interrogación de este hombre sobre el hecho que podría ser
inconscientemente homosexual. Pero lo que le viene más bien, es una cuestión
sobre la atención que le entregaba o negaba su padre. Me parece entonces que
lo que viene al frente de la escena, es precisamente una demanda de amor
dirigida al padre, que había quedado hasta un cierto punto inédita. Es sólo el
compromiso del analista lo que ha venido a ligar estas diversas líneas
asociativas, sin temer provocar el cuestionamiento de la transferencia misma,
lo que le permite por primera vez hacer advenir lo que no había podido jamás
ser experimentado como tal.
¿Todo ello no volvería necesario interrogarse por los procesos psíquicos
del analista mismo?
R.C.

21
La responsabilidad del analista en el psicoanálisis de niños
¿Hay alguna especificidad del análisis de niños en relación al análisis de
adultos? Lo que nos importa es sostener una cura de niño, incluso si toma
modalidades diferentes, no compete menos al psicoanálisis que la de los
adultos. Se trata siempre de palabra y de la relación que el pequeño sujeto
mantiene con ésta. El famoso diván en el que se recuestan los adultos, pero
también a veces ciertos niños, no está ahí más que para liberar la palabra del
intercambio de las miradas. El resto es accesorio. Un niño sabe, por lo demás,

89
sabe muy bien, hablarnos, cuando lo quiere, detrás de algún mueble que lo
esconde de nuestra vista.
¿Hablaremos de los famosos juegos o dibujos que proponen los
psicoanalistas de niños, a veces antes que el pequeño haya podido abrir la
boca? Algunos les tienden demasiado rápido los lápices, plumones, o figuras
de Lego. Allí, comienza una cierta responsabilidad del analista en la medida
en que un niño va a plegarse a lo que él cree que uno le pide, como en la
escuela donde en diferentes lugares o momentos en los que se emplean
aquellos que llamamos, de terrible manera, ¡Animadores! Es todo un
programa de hecho, y si los niños están demasiado animados por ellos
mismos, son etiquetados como hiperactivos… Los psicoanalistas, sin
embargo, parecen no creer demasiado en la oposición entre el alma animante y
el cuerpo, e incluso la critican, puesto que esta posición resurge en todas
partes alrededor de ellos, a pesar de todas las denegaciones sobre lo religioso.
Ahora bien, su posición marca, por el contrario, que están en dificultades con
lo que puede decir, de él y de los otros, un pequeño sujeto. Y ello en una
perspectiva, por lo demás, que no es la de una psicogénesis con enumeración
de estadios y, por consecuencia, de normas a conseguir.

UN PEQUEÑO TOPÓLOGO

Sobre este punto, no olvidaré jamás a este pequeño de 2 años y medio


que me ha dado una lección prodigiosa sobre la posición en la que él quería
hacerse escuchar por su analista. Había venido a mí para que se le “calme”. La
palabra hiperactivo habiendo sido asestada en medio de una turbulencia que
era, como sucede a menudo, una suerte de “engaño-la muerte”. Los padres
también estaban en un frenesí de trabajo y de ocupaciones diversas. Por eso,
habían llenado el tiempo del niño con toda suerte de actividades. ¡Ningún
minuto para aburrirse un poco! Ni para solicitar entonces la atención de los
padres fatigados de trabajo, presentes, y por tanto irreprochables, pero
presentes/ausentes puesto que no disponibles. Este pequeño niño detenía sus
sesiones, en las que dibujaba vagamente y me hablaba bastante bien, con estas
palabras: “Bueno, ya te he contado todas mis actividades…”. ¡El dibujar,
estaba visiblemente incluido en la lista! Un día, en el que él quería partir con
la misma salutación, lo interrumpí y le dije que él tenía sin duda otra cosa para
decirme que la enumeración de sus actividades. Se hizo un silencio de

90
benevolencia y de confianza intercambiadas. Tomó entonces la hoja de papel
rayada, y sobre uno de los bordes aplicó una de las extremidades de una
pequeña cinta de scotch que encontró en mi mesa, la torció devolviéndola y la
puso al lado de la otra sobre el mismo borde, lentamente, silenciosamente, con
cierta meticulosidad y con esta delicadeza que vemos en los niños pequeños.
Tomando el pelo de la lacaniana que pretendo ser, la torsión moebiana estaba
allí. Manifestaba que el tiempo no era más esta carrera desenfrenada de
instantes completos, sino que encontraba sus límites en una torsión que volvía
sobre el mismo borde. Una nueva relación al tiempo estaba entonces, quizás,
haciéndose. Le agradecí diciéndole que era un verdadero hallazgo, un hallazgo
sólo de él, en mi presencia (1), y que íbamos a continuar hablando. Partió,
tranquilo, grave y contento.

UNA HIPÓTESIS FECUNDA

Un niño crece y evoluciona, ciertamente. Pero lo que cuenta, me parece,


más que lo que es clasificado como progreso diverso, es todo lo que permite
en un determinado momento otro tiempo de subjetivación. Y eso desde el
comienzo de la vida. Un recién nacido no es nunca un tubo digestivo atado a
una satisfacción oral. Ve, escucha, se vuelve hacia la luz, hacia la voz que le
habla, hacia el olor familiar de la respiración de su madre y de su piel que lo
toca. Lo que es difícil de situar con justeza; es que todo está allí de golpe, pero
no sabemos de qué manera.
Con los bebés, si se constatan movimientos de rechazo (2), es realmente
necesario ir a buscar la mirada y solicitarle mediante la palabra cuando se ha
podido establecer contacto. Se trata también de incluir este rechazo en una
continuidad posible de un vínculo. Como lo explica Winnicott en el segundo
artículo del mismo compendio, es pertinente tomar este gesto de rechazo como
parte de la comunicación que suponemos. Se trata de solicitar a un niño con
todos los registros pulsionales, como puede hacerlo una madre que no se
contenta con amar a su hijo, sino que hace, como lo dice J. Bergès (3), la
hipótesis de un sujeto de la palabra posible en un niño. Una hipótesis que
anticipa el lugar simbólico en el intercambio entre un adulto y un niño.
Aprecio mucho lo que implica este movimiento de hipótesis. Es un acto
analítico porque pone una anticipación simbólica que entrega un eje para lo
que se intercambia entre el analista y el niño. Y este eje exige que lo afectivo

91
y lo imaginario le sean subordinados y puestos en un justo lugar. Esto no
quiere decir que el compromiso del psicoanalista no sea intenso, sino que esté
despejado de desbordes de amor maternal y de sus goces diversos. Nos
mofamos de Freud cuando afirma el valor fálico del hijo para una mujer
afligida por el penisneid. Por lo demás, clamamos hoy, ¿Qué valor atribuir a
este penisneid puesto que viene de este patriarcado en desuso, y que los sexos,
al ser iguales en derecho, apuntan a una diferencia forjada sólo por la
tradición? Nos olvidamos a menudo, a causa de una fascinación militante por
el imaginario fálico, lo que está en juego en lo simbólico de este valor fálico
del pequeño, niño o niña, valor que es sobre todo la promesa de un sentido
para el lenguaje, cuando le hablamos. En lugar de ello prometemos el amor,
esta palabra polivalente que abarca todo, lo que esté en juego de religión, de
hacer-valer narcisista, de posesión, de abrazos y, sobre todo, de goce
ilimitado. ¿Dónde pueden, entonces, ubicarse las interdicciones y las
frustraciones en tal baño de amor?

LA CAPACIDAD DE SOSTENER UN DISCURSO

La responsabilidad del analista de niños consiste, sin duda, en no


dejarse engatusar por estas sirenas, puesto que acarician goces inconfesables,
incestuosos, dominantes; perversos, en una palabra.
Ahora bien, sabemos que estas precauciones, por su naturaleza de
mandato, incluso si son recordatorios útiles, no pueden ser más que un ropaje
superficial, una suerte de “moral provisoria”, como lo decía Descartes en su
Discurso del método, esperando que las preguntas de fondo puedan decirse. Es
propio de la naturaleza de todo goce, renovarse como el mítico fénix. Privarse
de un goce sigue siendo un goce, como lo muestran los diferentes ascetas.
¿Cómo el analista adulto va a hacer, frente a un niño, para no duplicar los
goces paternos o maternos? ¿Cómo va a hacer para comprometerse en una
cura sin dejarse seducir demasiado, o maltratar, como ciertos analistas lo
proponían en un cuerpo a cuerpo que pensaban necesario? Me parece que no
es así que se mide el compromiso del analista. Por mi parte, el compromiso en
una cura de niño, con el peso de nuestra presencia, y los ritmos de nuestras
ausencias, toca algo esencial en lo que puede llevar a cabo una madre que
sostiene un discurso para el niño: “La capacidad de sostener un discurso, es

92
decir, de lanzarse en lo que la frase tiene de incierto. Ella no lanza más que la
voz…” (4)

EL FUNCIONAMIENTO DEL CUERPO Y LAS ESCANSCIONES SIGNIFICANTES

¿Cuáles son las características de tal discurso en relación, precisamente,


con el funcionamiento corporal del pequeño niño? Ello contiene una
consideración por el tiempo. No el de una psicogénesis que imagina una
linealidad. Sino, el tiempo complejo de las idas y vueltas temporales en las
que los significantes se escanden, los tiempos de estas anticipaciones
simbólicas y de estos a posteriori inscritos. El pequeño hombre nace
prematuro y el funcionamiento corporal que se instala poco a poco no es un
desarrollo semejante a lo que se imagina, a menudo, como una maduración
bajo el sol de los padres. El gancho que intenta la anticipación simbólica se ha
vuelto posible por el hecho que el funcionamiento, todavía inicial, del cuerpo
del niño, sólo existe “en su agarre al significante y no por la suplencia de la
función que constituye el cuerpo funcionante de la madre” (5) , explica J.
Bergès.
Todo ello no quiere decir que un analista de niños esté en la posición de
una madre, sino que debe conocer lo que es esta posición y lo que ella ha
producido. Cuando D.W. Winicott habla de la capacidad de estar sólo en
presencia de su madre, para un niño, y que reflexiona sobre lo que pasa para
un paciente en presencia del analista, no emula la posición del analista a partir
de la de la madre. Retiene de ella la eficacia para descifrar las lagunas.
Cuando J. Bergès llama nuestra atención hacia lo que una suplencia, por parte
de la madre, tendría de peligroso y de invasivo, es para indicar que el analista
no pone su presencia corporal y su palabra en el prolongamiento del cuerpo y
de la palabra, sino que la anticipación y su a posteriori producen un corte
estructurante. Este corte no es imaginario de hecho, no se trata de cortar y
separar, como se dice a menudo, y con tantas inflexiones patéticas, a
propósito de un lazo imaginable. Este corte es inimaginable, ya que es el
efecto de un imprevisto, aquel de la anticipación de la hipótesis y aquel del a
posteriori que nunca lo recubre exactamente, como lo haría, por el contrario,
un goce circular ininterrumpido.
Las enunciaciones de un joven niño en análisis son “al contado” y en
ello pueden seducirnos, ciertamente. No está prohibido decir a este niño el

93
placer compartido de tal o cual hallazgo. Pero lo que me parece más
importante, es no detenerse en este hallazgo –la famosa “palabra de niño”- y
permitir al niño integrar sus propias palabras en el movimiento de la
anticipación y del a posteriori que lo ha producido y que puede continuar. El
goce del analista, entonces, cesa de pesar indebidamente, simplemente cesa
por sí mismo por lo demás, sin necesidad de mandatos. Se borra y se
interrumpe en un momento, luego de haber producido el tiempo en el que el
pequeño habrá podido retomar el curso de su palabra.
Ch. L.-D.

22
Lo que se autoriza el analista
No se trata aquí de “libertades” que puede o debe tomar el analista en
relación a una técnica que estaría codificada. Sabemos que, si hay invariantes
en la manera de proceder, como la regla de la asociación llamada libre, o
aquella de no responder en general a las demandas del analizante, la práctica
del analista se mantiene abierta y guiada por aquello a lo que apunta: que haya
análisis y que éste pueda llegar a su término- si el analizante está de acuerdo.
La cuestión del fin de análisis será contemplada posteriormente.
Evocaré aquí, más bien, lo que se autoriza el analista del punto de vista
de las satisfacciones que se permite o no durante la cura. Estaríamos tentados
de responder rápidamente que la regla de abstinencia dada al analizante se
aplica también al analista. Y para venir de inmediato a lo que más interesa “al
gran público”, digamos que el progreso de la cura se acomoda difícilmente

94
con satisfacciones sexuales tomadas en común. El asunto ha sido tratado por
Freud (1): entonces es necesario elegir.

GOCE DEL ANALISTA, LA CUESTIÓN DE LA CONTRA-TRANSFERENCIA

Hay placer en ejercer este oficio. No hay lugar, por ejemplo, para pasar
por alto el placer del hallazgo (el suyo o del analizante), con la condición de
que se evacue mediante la palabra. Pero hay en la cura otras formas de
satisfacción o, al contrario, momentos penosos. Tomaremos uno y otro, ya que
se trata aquí más generalmente de la cuestión del goce del analista, goce en el
sentido lacaniano de un más allá del placer: se puede gozar también en el
sufrimiento.
Viejos analistas han evocado más o menos directamente estas
preguntas, muy a menudo bajo la rúbrica de la “contratransferencia”.
Entendemos por ello “el conjunto de reacciones afectivas conscientes o
inconscientes del analista hacia su paciente”(2). Ha habido una literatura
abundante sobre esta cuestión, particularmente en la lengua inglesa, desde los
años 1930 hasta los años 1960 (3).
Todos estos autores reaccionan a la metáfora del analista como un
espejo liso, propuesta por Freud, de la cual denuncian las interpretaciones en
el sentido de un rechazo a experimentar alguna emoción, por el riesgo de
esterilizar el campo analítico. No experimentar ninguna emoción, si fuese el
caso, sería en esta ocasión patológico, no mucho menos negarlas. Se trata más
bien de saber qué hacer con las emociones del analista. Allí, las opiniones
varían.
Hay, con toda evidencia, en Alice Balint, por ejemplo, una simpatía por
la actitud de Ferenczi quien va incluso a recomendar expresar, llegada la
ocasión, sus sentimientos por su paciente, actitud que Paula Heimann no
comparte (nosotros tampoco). Su tesis es otra. Ella observa que “la respuesta
emocional del analista respecto de su paciente, en el encuadre de la situación
analítica, representa una de las herramientas más importantes para su trabajo.
La contratransferencia es un instrumento de investigación al interior del
inconsciente del paciente”.
Pero es Barbara Low” (4) quien planteó, desde 1935, de la manera más
simple, la pregunta por encontrar las compensaciones psicológicas que puede

95
permitirse el analista para superar la privación de la satisfacción (diríamos
más bien su frustración): “Es alrededor de la cuestión de las sublimaciones del
analista que todo gira. […] Parecería que estamos, demasiado a menudo,
apelando a un tipo de sublimación que no puede ser llevada a cabo, y que
quizás exigimos “una sublimación que no sería más que una mascarada en la
medida en que ésta nos aleja del libre acceso al fantasma”.
Lacan ha retomado esta cuestión de la contratransferencia en su
seminario La angustia (lección del 27 de febrero de1963), dándole una
definición bastante diferente: “es contratransferencia todo lo que, de lo que el
psicoanalista recibe en el análisis como significante, y lo reprime”. Convenía
que esta definición “liberase completamente la cuestión de su alcance” en pro
de poner el acento sobre el deseo del analista. Muestra en efecto que esto de lo
que hablaban las analistas mujeres, era de la necesaria implicación del
analista, también como sujeto deseante.

“HACERSE El DESECHO” PERO SIN GOZAR

Bastante sorprendentemente, Lacan parece adoptar con respecto a las


satisfacciones del analista una posición radical: en Televisión (5) no recula en
decir que el analista debe ser un santo. “Un santo, para hacerme entender, dice
él, no hace caridad, más bien se pone en tanto desecho: él no está en la
descaridad (décharite18). Eso para realizar lo que la estructura impone, a saber,
permitir al sujeto, al sujeto del inconsciente, tomarlo como causa de su deseo”.
Representa en efecto el objeto causa del deseo del analizante, es decir lo que,
de su deseo, se mantendrá siempre imposible de articular en la palabra. Es del
lugar del Ideal del yo (que el analista es llamado por la transferencia del
analizante a encarnar) que él ha de ser desechado para ser el soporte del objeto
a.
Este objeto, llamado también “plus de goce” en tanto que funciona
como un diferencial de goce (pero también más que menos), no es él quien
goza. Lacan prosigue diciendo que el analista es el tope del goce. Por
supuesto, si le ocurre gozar: “ya no opera más durante este momento”. Se trata
entonces no de una posición moral, sino de una constatación “objetiva”. ¿Qué
justifica una afirmación tan radical? ¿Hay un antagonismo radical entre gozar
y operar como psicoanalista? La dificultad es que esta palabra goce es bastante
18
Neologismo que conjuga las palabras en francés “déchet” (desecho) y “charité” (caridad). [N. del T.].

96
difícil de definir simplemente (6) y se mantiene siempre ambigua entre exceso
de desborde pulsional y exceso de repliegue depresivo. Lo más claro es que,
por su intemperancia, el goce no responde ya al principio de placer.
Una toma de goce puede ser desconocida por el analista. Se dice a veces
que el analista debe “soportar la transferencia”. Las palabras son ambiguas:
¿Ser el soporte o soportar la dificultad, incluso el sufrimiento? La última
acepción, cuasi “cristiana”, reintroduciría el goce de modo masoquista.
Consentir en ser desecho del ideal para encarnar esta posición de objeto a para
su analizante no quiere decir tomarse “realmente” por este objeto.
Puede suceder que un analizante logre llevar a un analista escrupuloso a
tolerar un tiempo demasiado largo una conducta intolerable debido a que esta
persona sufre y que después de todo, si el analista ha aceptado tomarlo a
cargo, a él le corresponde pagar el precio. Freud, sobre este punto, era claro:
“hay que rechazar a los enfermos que no poseen un grado suficiente de
educación y cuyo carácter no es suficientemente seguro (7)”. Es también
llevar al análisis y al analista a sus límites.
En conclusión, sobre aquello a lo que puede o debe autorizare el
analista, estaríamos tentados de otorgar mucho al deseo del analista y bien
poco a su goce…, empero, el hecho es que hay también un goce anudado al
deseo. Al final, lo importante es quizás que, si el enganche de la transferencia
reposa a menudo sobre la esperanza del analizante de asegurarse un cierto
control sobre el goce del analista, no pueda pretender, al final de su cura,
confortarse con ello.
B.V.

23

97
Deseo del Otro, deseo del analista

Hemos abordado, en repetidas ocasiones en este libro, la cuestión del


“deseo del analista”. Le damos, en efecto, una gran importancia. Por una
parte, la idea de un deseo del analista permite, según nosotros, salir de algunas
dificultades ligadas a la cuestión de la contratransferencia. Por otra, no
podemos evitar referirnos a ello para concebir lo que constituye el motor de la
cura. La demanda inicial del analizante, en efecto, no basta. Incluso si éste
afirma querer saber, la represión conlleva, en la cura, resistencias que hacen
que el sujeto se desvíe muy rápido de las verdades incómodas que puede
reconocer en un momento. Es lo que Freud llamaba “reacción terapéutica
negativa”. Si la cura, sin embargo, no se interrumpe, si progresa, es que algo
la vuelve posible, y este “algo”, esta X, está del lado del analista. Vemos aquí
que el estatuto de esta X: no es, en primer lugar, el objeto de una definición
clara. Es más bien un término que es necesario introducir para concebir la
posibilidad misma del trabajo de la cura.
Se repite, al respecto, que el “deseo del analista” es muy diferente del
deseo en el sentido ordinario. No se definiría, particularmente, a partir de un
objeto que lo causaría (en el sentido en el que el objeto a es causa del deseo).
No se trataría, por lo demás, de un deseo singular que apunta a una
satisfacción particular, libidinal, por ejemplo. Pero ¿Acaso no podemos ir más
allá de esta definición puramente negativa?
Propondré, para intentar avanzar sobre esta cuestión, ir directamente a
los textos de Lacan, y en particular a la primera aparición de esta expresión
“deseo del analista” en su seminario. Ello tanto más por cuanto el contexto en
el cual es formulada introduce en algunas paradojas… que pueden llevarnos a
reflexiones esenciales para nuestro “oficio”.
La expresión deseo del analista aparece por primera vez en el
Seminario, Libro VI, El deseo y su interpretación1, bien al final del seminario.
Lo que, en cambio, aparece en su seminario desde el comienzo, y que es
esencial, es el “deseo del Otro”. Es, en efecto, a partir del deseo del Otro, en
acuerdo o en oposición a él, que se forma el deseo del sujeto. Ahora bien, esta
cuestión, Lacan la trata en ese año en particular en el marco de un estudio
magistral de una pieza de Shakespeare, Hamlet.

98
¿Hace falta recordar la historia? El rey de Dinamarca, padre de Hamlet,
ha muerto. Su hermano Claudio lo ha reemplazado como rey, y en menos de
dos meses se ha casado con Gertrudis, la viuda de su hermano. El espectro del
rey aparece entonces revelándole al hijo que ha sido asesinado por Claudio.
Le pide vengarlo. Hamlet va a formular el proyecto, pero este proyecto tiene
la más grande dificultad para ser ejecutado. Se puede hablar, en cuanto a él, de
una verdadera inhibición. ¿A qué se debe ésta?
Freud propone allí una explicación “edípica”. ¿Cómo golpeará Hamlet a
su tío siendo que éste ha realizado los deseos reprimidos de su infancia? Ello
equivaldría a golpearse a sí mismo. Tal explicación tiene, por supuesto, su
coherencia, y uno podría encontrar, en la práctica cotidiana, ejemplos que le
harían eco. Lacan, sin embargo, desarrolla, en cuanto a él, un análisis bastante
diferente. Lo que detiene a Hamlet, dice él, no es su deseo inconsciente por su
madre, es el deseo de su madre, el deseo experimentado por su madre hacia
Claudio.

LA TRANSFERENCIA DEL ANALISTA

Lacan se apoya, para su demostración, en la lectura de una escena


precisa de la obra, la escena 4 del acto 3. Esto se sitúa después del momento
en que Hamlet ha hecho representar mediante actores una escena en la cual ha
deslizado ciertas alusiones en las que Claudio puede reconocer su crimen. Éste
está por lo demás espantado, y se convoca a Hamlet donde su madre, para que
pueda explicarse sobre lo que allí ha hecho. Ahora bien, durante la mayor
parte de la escena 4, Hamlet es muy violento para con su madre, al punto que
el espectro de su padre interviene y le pide maltratarla menos. No obstante,
Hamlet continúa y suplica su madre.
Traducida por Lacan, he aquí la súplica: “retome usted, domínese, tome
[…] la vía de las buenas costumbres, comience por no acostarse con mi tío
[…] una vez que pueda contenerse, esto se le hará cada vez más fácil”.
Hamlet, en este momento, parece estar muy cerca de vencer. Pero es allí que
interviene, según Lacan, un giro. Llegado al meollo del asunto, hay en Hamlet
una brusca recaída “vocifera, injuria, conjura, y después está la recaída de su
discurso […] el desvanecimiento de su llamado en el consentimiento al deseo
de la madre, las armas devueltas delante de algo que aparece ineluctable”. Es a

99
partir de esto que uno puede concebir la inhibición que se impone a Hamlet, al
menos en un primer momento.
Vemos aquí dos cosas. Por una parte, si la cuestión del deseo del
analista sólo puede ser llevada a partir de sus desarrollos, es claro que Lacan
no hace de ello un atributo que sería posible de plantear a propósito de la
práctica analítica, y mucho menos a partir de un supuesto “ser analista”. Lo
que constriñe a interrogar el lugar de este deseo, es algo mucho más
fundamental, que tiene que ver con el sujeto como tal.
Es necesario, por lo demás, subrayar que, si el deseo del sujeto se forma
a partir del deseo del Otro, está igualmente inhibido por el deseo del Otro.
Puesto que éste tiene dominio sobre él, a partir del momento en que no es
seguro adaptarse a él, el sujeto “devuelve las armas”. Ahora bien, si el analista
(estando aquí en posición de Otro) evita al máximo intervenir, el sujeto no
puede suponer en él un deseo. La cuestión será entonces, para el analista,
llegar a que de su deseo, que puede ser inhibitorio para el sujeto, se extraiga
para éste un deseo orientado de forma completamente diferente. Un deseo que
le abre, al analizante, la posibilidad de actuar.
¿Cómo es ello posible? Lacan recalcó a menudo que el analista no debía
posicionarse, durante la cura, ni en una posición de saber, ni en una posición
de dominio. Tenemos aquí la verdadera explicación, si de lo que se trata
consiste en no ponerse en una posición que inhibe al sujeto. Lacan, en mi
opinión, insistió en ello cada vez más, y me parece que es esta orientación que
lo condujo un día, bastante tarde en su enseñanza, a decir: “No hay sino una
transferencia, es la del analista”. Esta fórmula podría bastar para resumir este
capítulo. El analizante, lo hemos dicho de entrada, puede recular frente al
saber inconsciente que se revela en su cura. El analista, él, mantiene una
transferencia, ciertamente no sobre el analizante, sino sobre el mismo saber
que, en principio, no cesa de interesarlo. Y es porque el analizante percibe que
el analista está comprometido en la conducción y el mantenimiento de la cura
que el deseo del analista podrá no dejarlo en la inhibición, que podrá reabrirle
la pregunta por el deseo.
No puedo, empero, al término de este capítulo, evitar mostrar hasta qué
punto Lacan podía enunciar de forma paradojal la relación entre la
implicación del analista en la cura de sus analizantes y la posibilidad de un
progreso de ésta.

100
Si el analista no cesa de estar interesado por el saber inconsciente, si es
esta transferencia la que está activa en la cura del analizante, será necesario
reconocer que ésta no se teje sin algunos hilos que provienen del analista
mismo. ¿Hace falta hablar de su saber inconsciente? Más bien de migajas no
generalizables que Lacan cuida, en su seminario sobre El acto psicoanalítico2,
distinguir de lo que sería un saber constituido. “Esto sobre lo que, afirma él, el
psicoanalista actúa, por poco que sea, pero donde actúa propiamente en el
curso de la tarea, es ser capaz de esta injerencia significante que
conformemente hablando no es susceptible de ninguna generalización que
pueda llamarse saber”.
Pero eso no es todo. Este seminario del año 1967-1968, esencial puesto
que trataba sobre el acto analítico, fue interrumpido por los eventos de mayo.
Lacan le dio no obstante una continuación, más breve de lo que hubiera
querido, en una conferencia pronunciada en junio. “Es del fantasma del
psicoanalista, dice él en su conferencia, a saber, de lo que tiene de más opaco,
de más cerrado, de más autista en su palabra, que llega el choque a partir del
cual se descongela la palabra en el analizante3”.
¿Cómo entender esta frase –de la cual es necesario reconocer que no
puede, en un primer momento, más que desconcertar al lector? Si hay
transferencia del analista, si éste se aproxima así a la posición del analizante,
uno no puede evitar pensar que su fantasma es solicitado en su acto. Eso no
quiere decir empero, por supuesto, que el analista está condenado a leer el
deseo del analizante llevándolo a su propio fantasma: su análisis personal le
evita, con mucha frecuencia, tal confusión. En cambio, es sin duda porque el
fantasma del analista no está pura y simplemente anulado, porque queda no
dicho, opaco (¡“autista” dice Lacan!), pero por tanto más presente, que llega a
producir el choque que descongela la palabra del analizante.
R.C.

101
24
¿Y el psicoanalista? ¿Qué cree él? ¿En qué funda su certeza?

Christiane Lacôte-Destribats planteaba la pregunta de la creencia, de su


función en la transferencia y de lo que ella devenía al final de la cura.
Concluía que la posición del sujeto en relación a la creencia al final del
análisis no implica creer o no en tal o cual significación, ni la orden de
renunciar a tal o cual nostalgia divina. Ella trata radicalmente sobre el lugar
necesario en el que se sitúa la creencia y que hace que no pueda, situada así en
el movimiento real de la división subjetiva, ser toda. “La creencia, dice ella,
no se confronta con lo que llamamos la realidad, esta realidad enmarcada por
el fantasma como el psicoanálisis la experimente. Toca las condiciones de
posibilidad de la producción de sentido”.
Ahora bien, la posibilidad de creer pasa lógicamente por una incerteza
sobre el deseo del Otro que se resuelve mediante la constitución del fantasma
fundamental. Éste permite una certeza relativa del sujeto, particularmente en
cuanto a su responsabilidad. Etimológicamente, certeza está asociado a criba,
discernimiento. Por este hecho, la certeza es el fruto de una decisión y, por
tanto, de una pérdida, aquella que Lacan anota a, la causa del deseo, en tanto
ésta escapa al dominio narcisista del sujeto.
La certeza no criticable del paranoico, por el contrario, es el efecto de
una imposibilidad de abrirse a la creencia, falta en el cuestionamiento posible
del deseo del Otro. La posibilidad de creer (pero no una creencia determinada)
se mantiene entonces como una necesidad para todo sujeto responsable.
¿En qué adviene la creencia en el psicoanalista, aquel que, al término de
su análisis, habiendo tomado el peso del carácter de ficción de su realidad
enmarcada por su fantasma, que habría podido aceptar la “decadencia” de su
analista en tanto ideal de su yo para reconocer allí la del soporte del objeto
causa de su deseo, objeto que no sabría dominar?
Despertado de esta suerte de hipnosis que es la transferencia ¿En qué
cree él para comprometerse a repetir esta operación para otro? Se puede

102
responder que lo que ha vivido al final de su cura es para él irrefutable.
Ciertamente, pero ello no es sin el socorro de la (las) teoría(s) analítica(s).

¿POR QUÉ ESTA REFERENCIA AL APELLIDO DE LOS FUNDADORES?

Reconozcamos que la historia del movimiento psicoanalítico no ha


ocurrido sin parecerse a la de las religiones. Se dividió bastante pronto en un
cierto número de capillas, cada una autorizándose mediante un fundador, los
“fieles” siendo designados por su apellido: freudianos, jungianos, kleinianos,
lacanianos, etc.
Esta permanencia del apellido del fundador bastaría para diferenciar al
psicoanálisis de una ciencia acabada. La historia de las ciencias nos muestra
que el apellido de su inventor tiende a olvidarse detrás de la invención a partir
de la cual ha recogido el asentimiento de la comunidad de los eruditos. No se
trata, idealmente, en las ciencias, de una creencia sino de adhesión al estado,
ciertamente provisorio, pero “científicamente sostenible”, del saber sobre
cierto real. Saber que, en las ciencias físicas fundamentales, tiende cada vez
más a velar este real al punto de que es difícil imaginar lo que puede ser una
partícula más allá de la ecuación que la define.
¿La relación del psicoanalista a la (su) teoría, en la medida que
mantiene una referencia permanente con el nombre de los fundadores, atañe a
la creencia? ¿Y qué incidencia tendría esta creencia sobre la dirección de la
cura? Hemos abordado varias veces la incidencia del deseo del analista, en la
teoría y como motor de la cura. ¿Hay un deseo que se pueda sostener sin
alguna certeza? Y ¿Hay alguna certeza que prescinda de la certeza de aquel
sobre el cual transfiero?
Roland Chemama citaba esta afirmación paradojal de Lacan: “no hay
sino una transferencia, la del analista.” “El analista, prosigue Roland
Chemama, mantiene una transferencia, ciertamente no sobre el analizante,
sino sobre el mismo saber que, en principio, no cesa de interesarlo. Y es
porque el analizante percibe que el analista está comprometido en la
conducción y el mantenimiento de la cura que el deseo del analista podrá no
dejarlo en la inhibición, que podrá reabrirle la pregunta por el deseo.”
El analista, entonces, concede crédito a la palabra del analizante. No es
que le crea, sino que cree que aquel que habla dice siempre algo de su verdad,

103
siempre más de lo que cree. No es, en efecto, en lo que es dicho que el analista
cree, sino que una verdad busca decirse y precisamente, en los recortes de la
palabra: lapsus, o las discontinuidades de la vida ordinaria: actos fallidos, por
ejemplo. Ello no es discutible, pero, al leer las publicaciones analíticas, en las
cuales pululan las citas de los fundadores, parecería que la transferencia del
analista concierne no sólo al saber inconsciente del analizante, sino que
también al saber del o de los fundadores del psicoanálisis. ¿Esta transferencia
no sería entonces “liquidada”?
Se puede ironizar, sin embargo, el asunto amerita ser examinado. No se
trata necesariamente, en este uso de la cita, de la manifestación de una
transferencia no analizada sobre el saber del amo tomado como dogma. Que
Lacan haya nombrado a su escuela, Escuela freudiana, que haya programado
un retorno a Freud no es la expresión de un fundamentalismo. Tampoco es
reductible a un homenaje convenido rendido al Padre del psicoanálisis.

ENTONCES ¿DE QUÉ ESTÁ HECHA ESTA REFERENCIA A LOS TEXTOS?

Estos textos no configuran un credo como el de Nicea para los


católicos, que resumiría en un conjunto de proposiciones a lo que habría que
adherir para ser analista de tal escuela. Se sabe que esta fue la tentación de
Freud. Pero, sea cual sea la pertinencia de estas proposiciones, a creer o a
rechazar, no serían exigidas más que por aquellos que se creerían los
guardianes del dogma. Creer tendría entonces este sentido, que recuerda a la
etimología, de abrir un crédito en el Otro con la promesa de una devolución, y
mantendría en su lugar la ficción de una garantía posible junto a Otro
trascendente.
Si no se trata de mantener esta posición religiosa ¿Sobre qué, el
analista, funda su certidumbre?
En su seminario Los cuatro concepto1, Lacan compara la iniciativa de
Freud con la de Descartes. Freud, tal como Descartes, introduce la duda con el
apoyo de su certeza. Cuando el paciente acompaña su afirmación con una
duda sobre su verdad, es para Freud la certeza de que se aproxima al núcleo
del ser del sujeto, lo que Lacan llama lo real, lugar donde la verdad se
enmaraña. En este mismo seminario Lacan hace una proposición
sorprendente: “Sin duda, dice él, es debido a las necesidades propias de

104
nuestra experiencia que hemos puesto en el corazón de la estructura del
inconsciente la hiancia causal, pero el haber encontrado la indicación
enigmática, inexplicada en el texto de Freud, es para nosotros la marca de que
progresamos en el camino de su certeza. Ya que el sujeto de la certeza, en el
momento en el que los detengo, está aquí dividido, la certeza es Freud quien la
tiene2.”
Ahora bien, ¿De dónde viene esta certeza de Freud según Lacan esta
vez? “Le llega de lo que reconoce [en la cura del neurótico], la ley de su
propio deseo, Freud. Él no habría sabido hacerse hacia adelante con esta
apuesta de certeza si no hubiese sido guiado […] por su autoanálisis [a saber]
la localización genial de la ley del deseo suspendida en el Nombre-del-
padre3”.
Mi certeza, habría podido decir Lacan, en tanto reposa sobre la de
Freud, testimonia de mi transferencia hacia él, como sujeto supuesto saber.
Pero más que las afirmaciones de la teoría elaborada por Freud, esta
transferencia concierne a la certeza de que no han sido formuladas sin alguna
imperativa necesidad asociada, en última instancia, al saber inconsciente de
Freud mismo.
Se puede constatar que, con el avance de su investigación, Lacan se
inscribió cada vez menos en el camino de la certeza de Freud, y que es
entonces que se encuentra, él mismo, en una incertidumbre cada vez mayor.
Es sorprendente en los últimos seminarios: “tengo más dificultades para abrir
mi camino4”.
¿Acaso un psicoanalista, que toma a su cargo la singularidad del sujeto
(y la pregunta por su verdad), sujeto que la ciencia excluye para establecer sus
leyes universales, puede fundar su certeza de psicoanalista de un modo
diferente que sobre la certeza de un fundador, Freud o Lacan?

LA REFERENCIA AL APELLIDO RECUERDA LA NECESIDAD DE LA PRESENCIA


DEL PSICOANALISTA

En la época del seminario Los cuatro conceptos, Lacan plantea la


pregunta de “saber si este pedículo [que constituye esta referencia a Freud]
podrá un día ser aliviado”.

105
¿Es posible ejercer el psicoanálisis sin recordar el apellido del fundador,
“saber en nombre de quién se habla”? Por supuesto que no, puesto que es esa
referencia al apellido la que permite a la teoría psicoanalítica no ser un mito,
situando claramente su enunciación. “No es por accidente que hablo en
nombre de Freud y que otros han de hablar en nombre de aquel que lleva mi
apellido…”
No es por accidente porque está ligado a la estructura de lo simbólico, a
su incompletitud que hace que no haya verdadero sobre lo verdadero. Ahora
bien “no hay otra verdad sobre la verdad para cubrir este punto vivo [esta
incompletitud] sino los nombres propios, el de Freud o el mío6”.
Precisemos: estos nombres tendrían una función bastante irrisoria si el
analista se sirviera de ellos sólo para resguardar su acto, pero encuentran una
función esencial si medimos la necesidad lógica y no teológica. Estos
apellidos pueden no ser más que coberturas púdicas sobre la falla de lo
simbólico, pero pueden también señalar, mediante el llamado del deseo de
Freud o de otros, que hay, bajo su apellido, un agujero in-eliminable. Es este
agujero real en el orden simbólico lo que permite la enunciación y es el deseo
del psicoanalista de no eludirlo, ya que su presencia de analista forma parte
del concepto mismo de inconsciente. Que esta presencia desaparezca y el
inconsciente en el sentido freudiano desaparece con ella.
“Paradojalmente, la diferencia [con la ciencia] que asegura la más
segura subsistencia del campo de Freud, es que el campo freudiano es un
campo que, por su naturaleza, se pierde. Es aquí que la presencia del
psicoanalista es irreductible como testigo de esta pérdida7.”
Esta pérdida- que está en el origen mismo de la idea de causa- hace del
inconsciente una causa a sostener, pero a concebir como una causa perdida. Y,
agrega Lacan, “es la única chance que tendríamos para ganarla8”:
Ello quiere decir que la noción de causa es lógicamente solidaria con la
incompletitud de todo sistema formal (como el lenguaje). Esta incompletitud
está demostrada9 y esta causa es racional, “es una función de lo imposible
sobre la que se funda una certeza10”. No impide que ésta deba ser sostenida,
porque existe una suerte de olvido permanente de la determinación del sujeto
por el lenguaje, demasiado a menudo reducido a un simple medio de
comunicación. Mientras sean escuchados, los nombres de Freud y de Lacan se
defenderán de este olvido
106
Pero para el analista, está el asombro renovado frente a las
manifestaciones del inconsciente, en él como en sus analizantes, que
reaseguran su certeza.
B.V.

25
¿De qué manera un analista continúa su
análisis con sus pacientes?

Tenemos la experiencia que ciertos momentos de las curas de nuestros


pacientes relanzan muy vivamente nuestro propio análisis. No se trata aquí de
emociones diversas o de angustias, sino lo que me parece más importante a
propósito de lo que llamamos la contra-transferencia. De todo caso lo más útil.
¿Conviene el término cuestionamiento? No conlleva suficientemente la parte
inconsciente, abierta imprevistamente por la palabra de otro. Hemos
observado también el renuevo del compromiso en el análisis de aquellos que
llegan a ser analistas y nos hablan aun sobre un diván o en supervisión. Esos
momentos de paso parecen cruciales en efecto, para Lacan, al punto que
intento constituir de eso un procedimiento, bajo el nombre de “paso”, para
recoger los testimonios. El cambio de posición desalinea efectivamente la
lectura de significantes y de letras que a veces son próximos a los nuestros y
que hacen que nos interroguemos qué hemos hecho de ellos. Tomar en cuenta
ese des- alineamiento permite, a partir de una palabra, de una formulación, de
un relato, no recaer nosotros mismos en los mismos circuitos, incluso en los
mismos atolladeros. ¿Pero con qué condiciones?

LA PALABRA SOBRE EL DIVAN NO ESTÁ SOBRE UNA ISLA

107
Un paciente a punto de terminar su análisis, o al menos el trabajo conmigo, se
extrañaba de poder resolver bastante fácilmente algunos problemas
relacionales, como se dice, por el solo hecho de no restringir sus hallazgos a
los lugares y tiempos de su venida a mi consulta. Esta observación está lejos
de ser trivial y ella surge después de algunos años de trabajo analítico.
¿Qué podemos decir de esto? Algunos analizantes hacen del tiempo de palabra
sobre el diván un momento a parte, libre, por ese hecho, de las circunstancias
comunes de su vida, o al contrario, llenos de relatos del cotidianos, pasado,
presente y futuro. Pero a menudo sin que eso corte verdaderamente lo que
encuentran no cambiado una vez que salen de la consulta. Otro modo de
consagrar ese momento a parte es transportándolo consigo como un santo
sacramento, un talismán o una ‘rejilla’ de lectura de alcance universal y
explotar las pretendidas luces sobre el entorno. Lo que llamamos el análisis
silvestre. El célebre anillo dado por Freud a ciertos alumnos elegidos, como
signo de confianza en la transmisión del psicoanálisis, puede tomar todo tipo
de formas. Numerosos son los alumnos de Freud, de Lacan y de otros
psicoanalistas que conservan ciertos momentos claves de su análisis, ciertos
momentos de hallazgo que se congelan entonces en sideraciones. Que estos
momentos de hallazgo hayan desbordado los momentos pasados en el diván
¡Es lo menos! Sin embargo, ellos pueden quedar limitados y consagrados
como secuencias operadoras sobre la realidad de la vida y plantarse entonces
como modelos fijos de intervenciones que fueron fecundas, pero que por ese
hecho se vuelven estereotipos ¿De qué modo? Lo que es a menudo trasladado
en efecto, completamente en bloque, son las palabras que encontraron su
impacto de efecto real de sentido en la transferencia con el analista. Ellas no
encontraron su peso, con lo que eso comporta como medida, a través de un
cuestionamiento sobre la relación con el psicoanalista. Freud afirmaba que lo
que se aprendía en la transferencia no se olvidaba. Sin que se vuelva una
escolástica, una religión, un aval global donde el analista estaría siempre
imaginariamente invocado. La invocación sirve a menudo para no pagar sus
deudas. Si entonces el analista, que se deja, ya no es invocado a propósito de
una secuencia de cura especialmente esclarecedora y decisiva, las palabras
pueden conservar su eficacia sin la magia de su reproducción imaginaria en
la transferencia.

108
Tenemos el recuerdo de algunos alumnos de Lacan que intervienen, no como
él, sino con lo que de él retuvieron: tics de lenguaje, hábitos, etc. Me parece
que esto va más lejos que simples mimetismos o juego. Es como si ellos
reanimaran las palabras, reanimando los momentos de su cura. La nostalgia
mutó entonces hacia el pensamiento mágico que retoza con el saber absoluto.
No nos excluimos de esas tentaciones. Pero es mejor describirlas precisamente
para reconocernos allí a menudo ligados.

El UNE-BEVUE

¿Entonces, qué quería decirme, tal vez, ese paciente? Cualquier otra cosa que
el traslada, bajo el modo de fórmulas conscientes de hallazgos de su análisis.
Eso sería entonces un conjunto de fórmulas que alertarían al sujeto y le harían,
como dice el coaching, “tomar distancia” de las situaciones y las emociones
de la vida. Al contrario, lo que parecía decir este analizante, el marco de la
cura estaba superado, sus practicables se habían vuelto inútiles y podía asir en
el caso de ‘Une-Bevue’ la existencia del inconsciente. En lo que se refiere a la
conciencia, tan rápidamente puesta a contribución en todo tipo de
psicoterapias, ella es aquí especialmente cuestionada. Lacan traduce con
humor el Umbewusst freudiano – el inconsciente – por el ‘Une-Bévue. “Pues
bien, nos dice él, pensando en este escollo de palabras, ‘bévue’ (= metida de
pata) es el único sentido que nos queda para esta consciencia. La consciencia
no tiene otro soporte que el de permitir una metida de pata. Es bien inquietante
porque esta consciencia se parece mucho al inconsciente, puesto que es a él al
que hacemos responsable de todas esas metidas de pata que nos hacen soñar
(1)” esta proximidad de la consciencia y del inconsciente es tal vez lo que me
significaba el paciente que me hablaba al final de sus análisis. Vemos, es
absolutamente otra cosa que estar enamorado de su inconsciente en el que se
desliza entonces la nostalgia inmóvil del amor de transferencia. Lacan
continua así: “¿Soñar en nombre de qué? De lo que llamé objeto a, a saber, en
lo que se divide el sujeto” (2)
Está tal vez aquí el punto álgido de lo que quisiera mostrar sobre el modo en
que un analista podría continuar su análisis descifrando la palabra de sus
109
pacientes. No se trataría de reconocer significantes cercanos a los nuestros. Lo
sabemos, gracias al psicoanálisis de niños no-lectores, reconocer no es leer,
puesto que para leer hay que admitir perder algunas letras e interrumpir el
espejo entre uno mismo y cada letra. Se trataría más bien, en ese caso, es
decir, en la contingencia de tal o cual metida de pata de otro, de interrogar esa
poca consciencia tan cercana del inconsciente. Puesto que el análisis tiene que
vérselas con lo más determinado en su paciente, pero que él no alcanza sino a
través de lo que hay de contingente, de lo que surge en la palabra. Tener esta
dimensión de la contingencia en lo que adviene a nuestro oído es lo que nos
permite la libertad de aligerar nuestra impaciencia e interpretar.
Esto lo constaté cuando pude leer algunos de los textos de presentaciones
clínicas de Lacan en Sainte-Anne, que Patrick Valas pudo volver disponibles
en su sitio (P. Valas, lecciones clínicas 1974-76). Hay en estos textos una
extraordinaria libertad de Lacan en su forma de entrevistar, en el modo en que
interrumpe la búsqueda y retoma las cosas desde todo un abordaje diferente,
bajo otro registro: según el Imaginario, el Real y el Simbólico, heterogéneos
pero anudados, y permitiendo leer el texto de un analizante. El término de
registro no es tal vez el más exacto, cuando pensamos en la manejo del nudo
borromeo que Lacan nos recomendaba y que permite conducir el
desciframiento de las palabras de nuestros analizantes, cualquiera haya sido el
abordaje tomado, hasta su anudamiento con los otros abordajes posibles. Es
de esta libertad que he querido dar cuenta interrogándome sobre la manera de
continuar nuestro análisis con nuestros analizantes.

Ch. L.-
D

110
26
PRACTICAR EL PSICOANALISIS… HOY

Ejercer la psiquiatría con el psicoanálisis

¿UNA RUPTURA?

Un psicoanalista (no) llega de ninguna parte. Es, la más de las veces,


durante el curso de un psicoanálisis, comenzado para salir de un impasse
neurótico, que un hombre o una mujer decide comprometerse en esta vía.
Pero, salvo excepción, esta persona ya tenía un oficio. Freud venía de la
medicina y más específicamente de la neurología. Él cuenta (1) con humor
cómo su formación neurológica lo había llevado, ante estudiantes norte
americanos, a referirse a un cuadro de “neurastenia” con una meningitis
circunscrita… ¡esta hazaña puso término a su vocación de profesor en esta
disciplina!
Pero hubo su encuentro con las histéricas y la aventura de su amigo Breuer
con Anna O, quien inventa la talkimg cure. Sólo es poco a poco que la
práctica de Freud sale de la hipnosis para volverse psicoanálisis, con rupturas
a veces difíciles, como aquella con su amigo Wilhem Fliess, seguidas de otras
con sus alumnos, incluso con sus propias ideas.
Guardando todas las proporciones, le sucede lo mismo a todo analista: no sin
ruptura. Pero para aquel cuya formación o el oficio eran extranjeros al campo
de los cuidados psíquicos, podríamos pensar que la ruptura era bastante nítida
para que su práctica psicoanalítica no esté “contaminada” por la profesión

111
ejercida anteriormente. ¡Esta última idea es sin duda algo un poco simple y no
tiene en cuenta para nada las determinaciones inconscientes del deseo del
analista!

El psiquiatra volviéndose psicoanalista


Sea lo que fuere, no pasa lo mismo para un psiquiatra (o un psicólogo) a
quien el psicoanálisis se le ha presentado durante su formación como un hecho
ineludible.
Fue el caso en Paris en los años 1960 para los psiquiatras: la mayoría de los
becados hacía un psicoanálisis “didáctico”. No se trataba de negar sus
síntomas ni la esperanza de ser aliviado por la cura – puesto que se decía que
era la clave para ser admitido para comenzar un psicoanálisis -, pero se decía
también que un buen psiquiatra debía ser analizado. En muchos casos es el
interés por el descubrimiento freudiano lo que había sostenido este trámite. No
hablaré aquí de las resistencias propias a este modo de entrada en la cura, a
menudo ligado a una cierta idealización del psicoanálisis y de la figura del
psicoanalista.

Sea lo que fuere, los psiquiatras “tomados” así por el psicoanálisis han
generalmente continuado su ejercicio de la psiquiatría, en institución o en
clientela privada, practicando al mismo tiempo el análisis.

DOS DISCURSOS

Yo planteaba la pregunta (2) de saber si un psicoanalista puede asegurarse


que practica efectivamente el psicoanálisis y en especial cuando él es
psiquiatra confrontado a las demandas de cuidado que llegan de otro lado, no
siempre del propio paciente.

Entre la intervención que apunta a proteger la sociedad o al paciente contra sí


mismo, y la respuesta a un pedido de cura de un sujeto que plantea un deseo

112
“decidido” a aclararse sobre sí mismo, podríamos pensar que es fácil zanjar y
elegir el “gorro” que conviene según el caso. No es tan simple.

Además que el deseo del psicoanalista que habita en el psiquiatra, aún en el


primer caso, pueda cargarlo de alguna preocupación suplementaria, la práctica
de un psiquiatra-psicoanalista es interesante de considerar en lo que ella es
ejemplar en lo que Lacan formalizó como los cuatro discursos: discurso del
amo, discurso universitario, discurso histérico, discurso psicoanalítico.

El psiquiatra, como médico, trabaja en el campo regido por el discurso del


amo. La palabra que manda es aquí la salud que, estando antiguamente sin
historia, se volvió un imperativo de bienestar físico y psíquico, imperativo
retomado a título de “la salud pública” por el discurso político. Todo médico
está así llamado al servicio de ese bien supuesto común a la sociedad y al
sujeto. Hay aquí un riesgo (la más de las veces negado) a olvidar lo que lo
autoriza a ejercer su arte: el pedido singular de un sujeto dirigiéndose a él para
aliviar sus dolores. El dilema no es nuevo. Lo que es tal vez menos percibido
resulta, en el campo de la medicina, incluso la psiquiatría, eficacia “real” – en
el sentido en que ella ya no está completamente ligada al manejo del
simbólico – de terapéuticas nuevas. El psiquiatra dispone hoy de otros poderes
que aquellos de la sugestión, de los ritos codificados y del manejo de algunos
medicamentos. Esto ha contribuido sin duda alguna a desvalorizar los efectos
de la palabra. Esta eficacia “real” en el campo de la psiquiatría es
incontestable pero menos nueva de lo que se piensa. A pesar de la aparición
regular de nuevos productos mejor tolerados, no ha habido progreso
espectacular desde la aparición de los neurolépticos, los antidepresivos y los
reguladores del ánimo desde hace más de cuarenta años.

Conocemos bien el efecto placebo y la noción de medicamento-médico


puesta en valor por los grupos Balint. Un psiquiatra psicoanalista es
supuestamente sensible a la función de esos “objetos terapéuticos” que él
manipula con su presencia y por medio de la orden médica. Esto puede
ayudarle a suprimir la duda que lo avasalla a veces de saber si él puede o debe
transgredir la “prohibición” de prescribir un psicotrópico a su analizante.

113
E discurso psicoanalítico en obra en una cura, no da ninguna guía para un
protocolo terapéutico, que provenga de una palabra de poder (maître mot)
organizador(salud, felicidad, etc) o de algún saber sobre lo íntimo.

Además, un cambio aparente de discurso puede tener efectos de sentido


propiamente psicoanalíticos.

DE HACER O DE HABER HECHO UN PSICOANALISIS, ¿HACE DE UN


PSIQUIATRA, UN PSIQUIATRA DIFERENTE?

Si, sin duda, en su manera de ejercer.


Lo peor, pero eso parece hoy en día bien anticuado, sería que llegase a
sostener el psicoanálisis como la terapéutica única y universal de todos los
trastornos mentales. Sin ir a ese extremo, el psiquiatra joven en análisis puede
ser llevado a querer hacer aprovechar a sus pacientes forzándolos así hacia una
ética del deseo. Ahora bien, la mayoría no busca, al menos partiendo, sino un
mejoramiento de su estado, una mejor comodidad. Resulta de ello una
situación de tensión que puede tener efectos muy variables: huida a un lugar
menos exigente, queja de no ser reconocido en su sufrimiento, reivindicación
de ser considerado como enfermo auténtico; puede ser también la apertura un
poco traumática hacia un verdadero análisis. De hecho, como lo decía Freud a
propósito del análisis silvestre (3), ese forzamiento hace más daño a la
reputación del clínico y a la del psicoanálisis que al propio paciente: él habrá
al menos, en el mejor de los casos, podido entrever la existencia de otra
escucha posible de su queja, que las respuestas con intención consoladora o
estimulante habituales.

A veces es necesario un poco de tiempo para que el psiquiatra, aprendiz


psicoanalista, se dé cuenta que el deseo por sostener no es aquel de su
analizante, sino primero el del analista, con el fin de que, a través de la
mediación de la cura y no de su voluntad, él ofrezca al analizante la
posibilidad de abrirse al suyo.

114
Una vez superada esta idealización (4) del psicoanálisis, que en definitiva no
es sino resistencia al inconsciente, me parece incontestable que la experiencia
del psicoanálisis y el saber que ella ha permitido adquirir, permiten un
ejercicio a menudo eficaz y en todo caso más interesante de la psiquiatría.

En lo que se refiere a la cura con psicóticos, por ejemplo, la confusión de los


registros real, simbólico e imaginario, en el fenómeno psicótico, vuelve estéril
o peligrosos el uso de la interpretación del tipo equívoco u otros juegos con el
lenguaje. Pero un psiquiatra que recibe a un psicótico con ayuda del
psicoanálisis puede acompañarlo en el esfuerzo de “teorización” de en qué
consiste su delirio, teniendo con él un diálogo advertido, aceptando su punto
de vista sin compartir su delirio. Él le abre a menudo, por su presencia y su
intervención, un lugar más habitable en el lenguaje.

Es un hecho en todo caso que muchos psiquiatras psicoanalistas reconocen


en privado - ¿por qué no decirlo? – tener mucha satisfacción en esta actividad
de psiquiatría con psicoanálisis. Esto no impide que sea esencial, y sobre todo
para hacer ahí teoría, diferenciar el psicoanálisis “puro” de toda psicoterapia,
esté ella inspirada o no en el psicoanálisis. Pero los caminos de la práctica son
más diversos.

EL APORTE CLÍNICO Y TEÓRICO DEL PSICOANALISIS A LA


PSIQUIATRÍA

Tendemos a olvidar el aporte considerable del psicoanálisis a la psiquiatría, no


solamente en psicopatología sino también en clínica, siendo que la aparición
de una nosografía pretendidamente a-teórica reprimió la clínica clásica. Ella
contribuyó especialmente a ordenar el campo dándole una clasificación en las
neurosis, las psicosis, las perversiones, a través de la estructura de los
mecanismos subjetivos respectivamente en cuestionamiento: represión,
forclusión, denegación (Verleugnung).

Sin embargo, el trabajo clínico y psicopatológico está lejos de estar


terminado. Ahora bien, sin evocar siquiera los debates actuales sobre la
aparición de una nueva clínica, que bordea a veces el malentendido

115
intencional, existe en el campo de las psicosis tal variedad clínica que parece
un poco corto no referirse, para dar cuenta, solo a la forclusión del Nombre-
del-Padre, mecanismo que Lacan aportó magistralmente para distinguirlas de
las neurosis. Podemos pensar con Charles Melman, por ejemplo, que un tipo
de paranoia pasional, sin alucinación, pueda tener que ver más bien con un
rechazo, de una “recusación” del Nombre-del-Padre, más que de su forclusión.

Terminemos con otro ejemplo: los trastornos obsesivos compulsivos (TOC)


han reemplazado en el DSM a la neurosis obsesiva (Zwangsneurose) aislada
por Freud, que había dado de ella una primera explicación psicopatológica. Si
hay desgracia en este asunto es que se creyó que TOC definía una
enfermedad. Por el contrario, lo interesante es mostrar que el campo de la
neurosis obsesiva y aquel de los TOC no se recubren. Muchos sujetos que
presentan fenómenos compulsivos y obsesivos no tienen una estructura
neurótica. Es fácil convencerse de ello cuando esos TOC están acompañados
de un delirio o de alucinaciones. Es más difícil cuando están aislados. En
definitiva es en ausencia de fenómenos psicóticos revelados, la estructura del
discurso del paciente, la historia que él da de la génesis de esos disturbios y
sobre todo el modo de historizar su vida, lo que permite hacer la división. Si
esto puede ser percibido por la intuición de un clínico atento, no puede ser
sostenido racionalmente sino con la ayuda de la teoría psicoanalítica. No se
trata aquí de ser “freudiano” o “lacaniano”, sino de poner a prueba la
pertinencia de los aportes de Freud y de Lacan, ponerse, como lo hicieron
ellos, en el borde de eso que no es conocido.

El deseo del analista lleva a un psiquiatra a interesarse en el real que funda el


deseo singular de un sujeto. De vuelta, la función social de la psiquiatría
sumerge al analista en las dificultades de localización del real propias a las
prácticas sociales mucho más sometidas a los engaños del discurso político
dominante. Esta complejidad, compartida por todos los analistas, pero sin
duda vivida de manera más frecuente por aquellos que son además psiquiatras,
no es una complementariedad. Ella no tiene, sin embargo, por qué ser tratada
por un clivaje exclusivo entre dos posiciones “puras”, sino por la toma a cargo
por parte de la una o la otra. Esta división no es por lo demás finalmente sino
un caso particular de aquella de todo sujeto.

116
B.V.

28

¿PARA QUE GEMIR?

Muchos psicoanalistas se quejan de que el lugar del psicoanálisis se reduce


inexorablemente, principalmente en los hospitales y los consultorios donde las
nuevas clasificaciones psiquiátricas se acompañan de conminaciones
administrativas respecto de la duración de los tratamientos. Jóvenes
psicoanalistas que se instalan en un marco liberal les cuesta encontrar una
clientela, ya que ésta reclama a menudo una certeza de los resultados rápidos y
la menor cantidad de obligaciones posibles. Sin embargo, ciertos pacientes
han percibido la apertura intelectual y creadora de una experiencia de palabra,
que va más allá de la resolución efectiva de sus síntomas.

EL PSICOANÁLISIS, ¿UNA ADICCIÓN ENTRE OTRAS?

Estamos marcados hoy por la propagación general de las conductas adictivas.


No basta en efecto, denunciar el consumo, como se hacía en los años 1970,
sino que hay que considerar sobre todo su modo actual, la adicción. Aún en lo
que concierne a las drogas, la manera ha cambiado: su consumo no está ya
marcado por la transgresión que uniría a un grupo de personas, ni por lo que
podría estimular experiencias creativas, ella se ha vuelto precoz y general y
anónima. El salto cuantitativo tuvo efectos cualitativos, ya no se trata de la

117
misma cosa. Por lo demás nos enteramos que el famoso ‘cannabis’ que daba
vueltas en esos años, ha sido modificado genéticamente para aumentar el
porcentaje de producto psicotrópico y no tener nada que envidiarle a la
cocaína ni a la heroína; sin hablar de los numerosos productos de síntesis. La
ciencia ha abundado en lo que concierne la mantención del consumo, la
imaginación de goces inmediatos y sin límites y que secretan insidiosamente
una temporalidad ininterrumpida.

En este punto, la opinión común que acusa al psicoanálisis de ser una


adicción, y por esto una alienación, no hace sino reflejar una suerte de
pensamiento único sobre la experiencia humana. ¿Una adicción entre otras?
Todo está entonces nivelado. No permanecería entonces sino el gemido, la
denuncia o la indignación, sin que eso pueda resolver o disipar el poder de
esas generalizaciones; puesto que esas reacciones están de entrada situadas en
espejo, frente a ellas.

Sin embargo, habría que fragmentar, distinguir, analizar, frente a esas


generalizaciones. Y los psicoanalistas que gimen o se indignan son a menudo
culpables en ese campo. ¿Cómo así?

Efectivamente, numerosos son aquellos – y no nos excluimos de ello – que


peroran pensando tener llaves universales para abrir la caja, apertura por lo
demás del mundo. El psicoanálisis, esta disciplina tan fina, tan atenta a las
singularidades, tan honesta en sus ajustes teóricos, cede a veces ante las
facilidades que da el ideal de un desplome, de un punto de vista exhaustivo.
La astucia que consiste en defenderse de una visión tal, global, no es sino
precaución retórica. Sin embargo, basta leer las correspondencias de Freud
con sus alumnos o considerar los encaminamientos de Lacan, para saber que
ellos se sostienen en ciertas posiciones que les parecen esenciales, pero no
dudan en escuchar las objeciones, a retomar las preguntas. La selección se
hace poco a poco, las notas se acumulan con las ediciones y parece importante
leer cómo los avances teóricos se elaboran y por qué razones.

En nuestro campo los avances se hacen sobre el tope real de la clínica. Hay
casos que invalidan nuestras hipótesis y una coherencia filosófica no es

118
suficiente. En cambio, los avances teóricos abren nuevos espacios de
observación clínica. Ese movimiento de ida y vuelta está en las antípodas de
una generalización que reharía el mundo y pretendería decir de ello la verdad.

¿No hay acaso, puntos teóricos alrededor de los cuales nuestra disciplina se
desarrolla? Claro que sí, si no iríamos de una casuística exacerbada a un
escepticismo disperso. Entre la generalización que rápidamente se vuelve
dogma y el escepticismo, hay tal vez una vía por encontrar que nos evitaría
gemir sobre un presunto descrédito del psicoanálisis repitiendo la frase mágica
y primaria del neurótico: “¡Es culpa del otro!”

La articulación entre lo local y lo global es pensable en las ciencias y en


ciertos aspectos de la filosofía. Ella es tal vez otra en nuestro campo. Por mi
parte, estoy a menudo irritado cuando se habla de la clínica contemporánea en
general, puesto que las variaciones de un grupo humano a otro son
considerables, aún en nuestro país. ¿Qué decir de otros países? ¿ Qué hay en
común por ejemplo entre el “do you enjoy?” americano, a propósito de todo, y
las especulaciones germánicas sobre el goce?

La generalización actual de la reflexión en Francia a propósito de las


adicciones, donde se querría incluir al psicoanálisis a causa de la dependencia
transferencial, no suena justa. El psicoanalista y su paciente no están drogados
el uno del otro a pesar del largo tiempo de ciertos análisis.

UNA DISTANCIA RENOVADA

Anotemos que algunos pacientes “duran” a veces porque el análisis les


ofrece no sólo un apoyo necesario, sino sobre todo una distancia renovada, por
rehacerse sin cesar en ellos, apaciguando una inmediatez asoladora entre las
palabras y los otros. No se trata para nada de adicción en esos casos, sino de
una posición que consiste en situar que su palabra es portadora de sentido y
hace parte de una relación con el lenguaje común, por el mismo hecho de ser
escuchada. No se trata de escuchar al otro, en general, como lo dice toda
caridad. Sino que se trata de hacer escuchar y admitir a otro que eso que dice
es portador de sentido, cualquiera sea ese sentido, y que tomemos en cuenta

119
esta eficiencia real de una palabra cuando ella puede devenir un decir. Esto es
bien poco compasional y no favorece la emoción. Esto no quiere decir que
nosotros descuidemos la emoción, sino que evitamos jugar con su
complacencia y su resorte melodramáticos tan apreciados hoy, porque esto
entraría en un juego manipulador y perverso.

Actualmente la competencia con la emoción está de moda, la intensidad es la


medida de lo que vivimos, cualquiera sea la cosa que vivamos, el goce es
también la única medida de la verdad, confundida con la autenticidad. El
psicoanálisis no tiene que intentar someterse a esas modas, sino reconocerlas
y evaluar su impacto. En fin, está ahí el punto álgido, el goce para el
psicoanálisis no es reducible a su sentido consciente, él es determinante en su
dimensión inconsciente.

Es difícil saber cómo estamos determinados y por qué. Al respecto, lo


comportamental es ganador cada vez. En efecto, nuestros comportamientos
están a menudo sometidos o, al contrario, en reacción a todo lo que hay de
conminativo, de sugestivo, incluso de hipnótico o de exigente, en la fuerza
desconocida de los hábitos, en la potencia del contexto social y cultural que
rodean a un sujeto. Esto plantea y replantea una vieja pregunta que es la de un
inconsciente colectivo determinante. ¿Cómo pensar entonces la pregunta de la
responsabilidad de un sujeto en relación a lo que, sin saberlo, lo determina? El
inconsciente colectivo jungiano se presenta como un sistema de ubicaciones
cuya raíz es a menudo mitológica, inscrita en una cultura que se querría a la
vez identitaria y universal y que, por lo demás, sobre la relación hombre y
mujer arriesga la idea de una unión que toma de la alquimia y de la mística
sus razones y sus símbolos.

EL REAL DEL EFECTO DE SENTIDO

No hay duda que el psicoanálisis debe contribuir a sacudir los hábitos


culturales y sociales más que gemir sobre su presunta situación incómoda.
Pero no haciendo la promoción de un nuevo universal del deseo y del goce, o
también de un universal del amor. El inconsciente freudiano, así como el
inconsciente lacaniano, no es una entidad marcada por la idea de todo. La idea

120
de que seamos más “hablados” que “hablantes” no quiere decir que no haya
sujeto, sino que el Otro no está cerrado. La palabra otro, pulida de toda
ontología, es solamente lo que “habitúa al lenguaje y que está hecho para
representar esto, justamente que no hay con la pareja, la pareja sexual,
ninguna relación otra que por intermedio de eso que hace sentido en el
lenguaje” (1)

Ahora bien, lo que hace sentido para el psicoanálisis en el lenguaje, y como


queremos mostrarlo en este libro, es decir lo que toca a eso que hay de más
íntimo y radical en el proceso de una cura, tiene que ver con la invención casi
poética que inscribe la relación de cada sujeto con su inconsciente. Que ese
sujeto “ame” un poco demasiado a su inconsciente, he aquí que él fija en
arquetipos personales su relación con el sentido producido por el lenguaje.
Ciertamente, es una tentación común amar a sus propios ídolos. Pero el
inconsciente, tal como él opera, es lo que marca el lenguaje por una alteridad
que no está ya ahí, que hasta va contra la inclinación general, puesto que el
sentido que él hace intervenir ya no es la inmovilidad de los arquetipos, de las
alegorías, de los hábitos, de los palimpsestos por re-encantar, incluso lo que
llamamos sin pudor “elementos de lenguaje” para una jerga. Sino lo que es
arriesgado como “otro” en los juegos sustitutivos de significantes, creadores
de sentido. Ahora bien, lo que es arriesgado para el ser hablante, que se sabe
también hablado desde hace mucho tiempo, cuando él habla sobre un diván,
es eso lo que está asentado, anticipado en el movimiento de la cadena
significante en la que se puede inscribir, por lo que sugiere en el lenguaje la
palabra “otro”. Este término en el lenguaje es lo que sostiene la posibilidad de
pensar el inconsciente de otro modo que por las negaciones decepcionantes de
alguna consciencia. Lacan en su retorno a Freud, decía que el inconsciente no
es óntico, sino ético: hay que ir allá, decía. La alteridad de la que hablamos
aquí no tiene que ver con ontología y lo que arriesga un sujeto sobre el diván
es rencontrar la alteridad en el seno de su discurso. No sólo en su discurso,
sino en el desarrollo mismo de lo que va a producir un sentido y es en ese
nivel radical que situamos el desciframiento del psicoanalista.

No se trata tal vez de remontar a un origen mítico, que para un niño chico
sería un ruido fuera de sentido de donde el lenguaje tomaría forma. Eso sería

121
tal vez el caso del autista que se tapa los oídos ante palabras que no son sino
ruido para él. Pero un niño, la más de las veces, escucha sonidos que también
son palabras y él presiente que para el otro ellas tienen un sentido, y aún si él
no puede captarlo plenamente, él está tomado por sus equívocos. Para retomar
el ejemplo que analiza Lacan en la lección del 6 de diciembre de 1961 del
seminario sobre La identificación, el niño escucha frases como estas: “¡La
guerra es la guerra!” y siente bastante rápido que A no es A, que el
significante es otro que él mismo, radicalmente, y que esta alteridad es la raíz
real de la producción de un sentido. Es esta alteridad la que permite las
sustituciones de significantes y que desafía las imaginaciones totalizantes en la
distancia sin medida que produce, entre los significantes, la metáfora
fundadora de sentido. Ahora bien, esta alteridad no tiene garante ontológico.
Ella va en contra de la corriente de la pendiente común que lleva a menudo a
lo mismo. Ella es interpretada por lo que anticipa en el lenguaje la sola palabra
“otro” que resiste a esta pendiente por su fragilidad lenguajera.

En la lección del 11 de febrero de 1975, en el seminario RSI, Lacan dice así:


“El efecto de sentido exigible al discurso analítico no es el Imaginario,
tampoco es el Simbólico, él debe ser el Real. Y de lo que me ocupo este año
es de intentar estrechar de cerca cual puede ser el Real del efecto de sentido”.

A partir de aquí el contenido de ese sentido, tan importante para un sujeto, es


sin embargo secundario en relación a lo que arriesga de real, para la fundación
de ese sentido, la alteridad en el seno mismo de su palabra y que lo divide, de
una palabra a “otra” palabra. Con una condición, y es mayor: que el sujeto
humano no esté política y socialmente prohibido de palabra en el lugar en que
vive.

Con esta condición el psicoanálisis puede dejar de gemir sobre su suerte


pretendidamente desgraciada y continuar con valentía, a hacer temblar los
cimientos de las certezas y de los hábitos comunes, y renovar el lugar y la
utilidad de su rigor.

Ch. L-D

122
¿CONCLUIR?

¿Es necesaria una conclusión? Ciertamente es costumbre que al término de un


recorrido se presenten los resultados de una investigación; pero eso no
convendría para nada aquí.

No ha sido tema, primero que nada, borrar la dimensión polifónica de


nuestra obra. Deliberadamente hemos convenido, al escribir, que no se trataría
de armonizar nuestras posiciones. La costumbre del trabajo común las acerca,
claro está. Pero más allá de la pregunta por el estilo, forzosamente diferente
para cada uno, el lector habrá sentido que subsisten ciertas diferencias entre
nosotros, en nuestra concepción del “oficio de analista”. Esto indica la
permanencia de un debate sin el cual nuestra práctica se enquistaría.

Pero aún hay más, y lo captaremos mejor insistiendo sobre lo que hace que
sea imposible el acceder a un sentido último, a una suerte de verdad del ser
que sería el objeto de una revelación. No puede haber una última palabra de la
cura. El analizante no puede identificarse con un significante especial, salvo
quedando pasmado o interdicto. Él no puede tampoco reducirse al objeto que
ha sido en su fantasma. La cura le permite saber un poco más respecto de los

123
significantes que lo han sujetado. El haberlos ubicado así le da la oportunidad,
si él quiere, de modificar ciertas consecuencias.

Hemos velado para que nuestras propuestas no contradigan la especificidad


del objeto del psicoanálisis. Consideremos entonces este libro como un aporte
a las preguntas que se plantean actualmente a los psicoanalistas…

INDICE

Introduccion……………………………………………….. 7

I. El psicoanálisis en preguntas

1. ¿Qué quiere decir psicoanálisis?.....................................................13


2. ¿Y los psicoanalistas?.................................................................... 17
3. Lo verificable y lo descifrable……………………..………………21
4. ¿Una fortaleza asediada?............................................................... 27
5. ¿Un psicoanalista puede estar seguro que practica efectivamente el
psicoanálisis?................................................................................ 33
6. El estilo de una cura………………………………………………..41
7. El hombre… al cual uno se dirige…………………………………47
8. Un arte del contratiempo………………………………………….. 51
9. Estilo y técnica……………………………………………………..55

II. Los tiempos de la cura

124
10. ¿Cómo empieza un análisis?.............................................. 63
11. ¿Cómo podemos saber que un análisis ha comenzado?... 67
12. Posición de la transferencia: El inconsciente, analista incluido… 73
13. ¿Hay una especificidad de los inicios de cura hoy?........................ 79
14.…………………………………………………………………….. 91
15. Extensión del campo de la interpretación – I………………………97
16. Extensión del campo de la interpretación – II……………………...103
17. ¿Qué destino para el fantasma en la cura?..................................... 109
18.¿Qué deviene la creencia en una cura?........................................... 115

III. El analista en cuestión

19. Responsabilidad del analista…………………………………….123


20. La responsabilidad del analista en el psicoanálisis de niños…… 129
21. Lo que el analista se autoriza…………………………………….137
22. Deseo del Otro, deseo del analista………………………………..143
23. ¿Y el psicoanalista, qué cree él?
¿En qué se basa su certeza?............................................................ 149
24. ¿De qué manera un analista continua su análisis
con sus pacientes?........................................................................ 157
25. Practicar el psicoanálisis… hoy………………………………… 163
26. Ejercer la psiquiatría con el psicoanálisis………………………...169
27. ¿Para qué gemir?........................................................................... 177

¿CONCLUIR?............................................................................................185

125
CONTRA TAPA:

Las interrogantes sobre el oficio de psicoanalista son numerosas. ¿Cuál puede


o debe ser su formación? ¿Cuál es su relación con la medicina (pero también
con la psicología o la filosofía)? ¿Y qué de la contra-transferencia? ¿Del deseo
del analista? ¿Podemos, según el anhelo de Ferenczi, llegar a una
“metapsicología de los procesos psíquicos del analista”? ¿Debe, por lo demás,
apuntarse a ello? ¿Hasta qué punto las formas de su acción pueden variar ellas
en función de la singularidad de los casos, de la mutación de los discursos
sociales, de la aparición de nuevas patologías?
Más que al psicoanálisis, de un punto de vista ideal, es al psicoanalista en el
trabajo, en su práctica cotidiana, lo que cuestionan los autores. Su perspectiva
no es meta-psicoanalítica. Ellos no adoptan una posición de ‘autoridad’, que
los haría teorizar desde el exterior, sobre su oficio. Al contrario, ellos
muestran que la práctica analítica misma no se sostiene sino de la posición que
toma el analista en relación a su acto y de un deseo que se cuestiona siempre.

Roland Chemama es psicoanalista en Paris. Ha sido miembro de la Escuela freudiana de


Paris, fundada por Jacques Lacan; presidente de la Asociación freudiana internacional,
que se ha vuelto Asociación lacaniana internacional, así como de la Fundación europea
para el psicoanálisis.

Christiane Lacôte-Destribats es psicoanalista en Paris. Ella ha sido miembro de la


Escuela freudiana de Paris y presidenta de la Asociación lacaniana internacional.

Bernard Vandermersch es psiquiatra, psicoanalista en Paris. Ha sido miembro de la


Escuela freudiana de Paris y presidente de la Asociación lacaniana internacional.

126
127

También podría gustarte