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ti, viajar fue más fácil, conoces a un vecino que viajará hacia un
pueblo vecino al de tu trabajo y ofrece llevarte por un precio
asequible. Así que tomas la propuesta y por seis horas te dejas
seducir por la cadencia de su acento y por la música que
puedes escuchar en el auto. Eso sí, él recomienda mantener
cerradas las ventanas para no sofocarse con el calor y los
zancudos que comen carne humana si se lo permiten. El sol
clarea esa tarde y un río de aguas castañas corre lentamente al
lado de obreros chinos que con afán están en el trópico,
inventándose una autopista al mar. Ni por asomo imaginas que
el terror podía esconderse en casas campesinas con orquídeas
sonrientes y loros que al llegar a viejos se tornan silenciosos.
Lentamente el auto asciende por montañas cada vez más verdes
y afiladas y que te hacen recordar los viejos caminos reales en
donde hombres debido al alcohol o la lluvia, caían de sus mulas
y caballos rodando por abismos de los que no salieron jamás.
Tu imaginación vuela y sientes que las caídas podían evitarse
con oraciones a la Virgen del Carmen, que aparece para salvarlo
a uno y advertir que no todos caen, porque benditos son los
hijos de Dios para santiguarse. Y así, las montañas escarpan
robando pedazos al cielo y para que los campesinos se aferren
para cultivarlas. Y de monte en monte llegas a ese lugar. Aún de
día, arribas a un pueblo pequeño y exploras la vieja y fea iglesia
y la cantina con pinturas de las estrellas del vallenato, ídolos
con carreras que terminaron en carreteras que también se
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dirigían al mar. Nada raro al parecer. En el centro del
municipio, una monja rolliza erigida en bronce extiende sus
brazos hacia adelante como símbolo de la evangelización. Luego
te das cuenta de sus cejas gruesas y un aire de mal
temperamento bajo un aura de santidad. Lo entiendes al
instante ya que por las calles del pueblo descienden indígenas
de baja estatura de piel cobriza, botas caucheras y collares,
unas y otros afanados en el mercado, ocupados con sus niños y
unos cuantos embriagados por doquier. Intuyes que los indios
eran los viejos dueños de las montañas y que mucho más allá
de ellas, hay selvas en donde los jaibanás, se enfrentan en
vuelos nocturnos lanzándose flechas para hechizar o matar
otros jaibanás, por rencillas, por probar, por meramente
brujería. Piensas que el nombre del municipio era indígena,
pero es una pista falsa, ya que en realidad su nombre viene de
una señora como la monja, que hace dos siglos, llegó con su
marido y una docena de hijos, a tumbar con machete y a
levantar una finca, que posteriormente multiplicarían no solo en
lotes sino también en nietos, bisnietos y tataranietos hasta el
día de hoy. Buscas una camioneta que te suba y serpenteé otras
montañas desconocidas que a su vez atraviesan quebradas
perdidas. Miras por la ventana un río lánguido que se pierde de
vista y atisbas a lo lejos una cascada. Llegas al corregimiento de
noche, espantas con un soplo la niebla extraña que abraza las
casas, preguntas por la doña de la finca y aunque te reciben,
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ella no aparece, motivo para que aceptes la invitación de un
hombre ancho y afable que te ofrece tomar café en una sala, sí
es que así puedes llamar a un par de butacos iluminados por
una luz cetrina. Pregunta quién eres y respondes que la persona
que llamaron a cumplir sus servicios. La conversación despunta
de tu vida citadina y cansina hacia la de él y del tinto amargo
hacia un trago de ron, para que, entre cigarrillos, confiese que
años atrás la vereda era impenetrable y que como no era raro en
ese entonces, él también hizo parte de la guerra y te cuente lo
siguiente:
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sombra de la mata. Respiré hondo y cuando me vi perdido,
surgió la silueta de una persona. Podía ser mi camarada, pero
asimismo tal vez no. No reconocí quién era y sus gestos no me
dieron señales. Me puse la mano en el cinto y avancé. Trigueño,
ni alto ni largo, pelo corto, bigote fino y ojos negros. Cuando
estuve más cerca y vi sus botas de caucho, solté la clave y no
respondió. Llevó el dedo índice a su boca y calló. “¿Qué pasó?”,
me dije. Una cicatriz surcaba su rostro. Le hablé y no
respondió. El calor subió por la cabeza y el sudor descendió por
la camisa. Le volví a hablar y continúo en silencio. “¿Qué
pasó?”, me dije. Cuando ya entraba en desesperación y
empezaba a resignarme llevando mi mano al cinto por si llegaba
a poner el índice a su boca y silenciarme, el hombre actúo
dando un salto al costado, internándose entre los platanales e
invitándome a lo que siguiera sin decir una sola palabra. El
temor empezó a cimbrar, pero lo seguí. “¿Qué pasa?”, me dije.
Podía ser del otro lado, llevarme a un sitio más metido y
asesinarme. Le pregunté quién era, pero dijo que lo siguiera y
nos metimos más al monte; le repetí el santo y seña, pero dijo
que lo siguiera y nos metimos más al monte; le espeté qué pasa,
pero dijo que lo siguiera y nos metimos más al monte. Cada vez
más lejos de la carretera, avanzaba más rápido y cada vez
menos volteaba su cabeza para mirarme. “¿Qué pasa?”, me dije,
pero mencionó que lo siguiera y nos metimos más al monte;
quise rezar y no pude, quise despedirme de mi madre y no
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pude, quise salir de ahí pero seguir vivo, pero de nuevo, que lo
siguiera y nos metimos más al monte y así, pero cuando todo
parecía más perdido entre los matorrales, hubo un cambio
abrupto, que nos sacó a un claro y por fin dijo abriendo los ojos
y mostrando una hilera de dientes blancos: “Bienvenido”.
Enfrente mío, mi vista se topó con la escuadra y supe que era
de los nuestros: estaba a salvo con el resto de la guerrilla.
Cuando por fin pudimos hablar y medio lo regañé por no haber
respondido al santo seña, movió los hombros y con tranquilidad
me explicó: “porque no hay tiempo que perder”. Esa tarde los
paras avanzaron y al presentir su llegada, las unidades de la
guerrilla levantaron caletas y ranchas, sacaron sus tropas y al
pasar al otro lado de un río, volaron el puente. Cuando llegaron
los paras a enfrentarlos, se llevaron la sorpresa de que no había
puente y como no pudieron hacer nada, fueron hasta el caserío
más cercano, encontraron a la población en medio de un culto
cristiano, irrumpieron en su iglesia, abrieron fuego y mataron a
todo el mundo. Ninguno quedó vivo: asesinaron mujeres,
hombres, ancianos y niños. Todos muertos.
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suerte en el trabajo: “Bienvenido, saludos a la doña…”. Como la
gente ya no usa caballo, te lleva a una casa que vendría a ser tu
alojamiento, enciende su moto, la cual siente el peso del hombre
para luego toser y perderse entre la niebla. Recuerdas que te
dice que esa historia está en los libros, pero luego la buscas y
nunca la encuentras. Resuena el “bienvenido…” y con eso te vas
a dormir. Te acuestas y esa noche no sueñas.
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pasa a descompuesta. Tratas de mirar hacia los lados,
concentrarte en las hormigas que no conocen de los asuntos
humanos y que laboriosamente exhuman otras tumbas. Por
fortuna no estás solo o si no te vuelves loco. Caminas hasta un
señor que tranquilamente corta con unas tijeras de pinzas
largas la maleza y que luego toma agua y con calma riega las
flores de los floreros. Le preguntas si es el sepulturero, pero dice
que no, que anda de descanso, mientras al tiempo te invita a
contemplar el resultado de sus arreglos, un mausoleo gris y sin
gracia, pero así, el más suntuoso a la redonda:
“Era el cura del pueblo, pero mire cuando murió, hace más de
veinte años. Pero aún se le recuerda, además, qué tal ese
mármol, cómo se conserva ese busto de bonito. Para ser un
santo y estar muerto, luce casi vivo, la mismísima estampa del
curita”.
“Joven, pensará usted que aquí viven zombis pero no. Solo que
de vez en cuando vienen funcionarios desde la ciudad,
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desentierran y buscan. La última visita, vinieron con trajes
blancos de astronauta, escarbaron por un lado y por el otro,
llevándose una pila de huesos. Van hasta medicina legal en la
Capital, examinan, hacen descubrimientos en el laboratorio y se
devuelven. Resultó que la pila de huesos no eran dos personas
como decían las lápidas sino nueve. Encontraron orificios en los
cráneos y sus esqueletos desmembrados. Tomó tiempo
identificarlos, hoy serían viejos, pero por lo menos sus
familiares pueden estar en paz. Otros familiares huyeron o
fallecieron de pena moral. Aún les falta saber qué hay más por
aquí, pero les llevará bastante tiempo: aquí asesinaron a cuatro
mil personas. Me preguntará por qué, pero yo solo le diré que
detrás de las montañas todo es muy rico y se puede sembrar
coca, marihuana y amapola”.
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la regalo. Debe estar molido con tanto trabajo. Ha sido muy
amable, tenga usted un buen día. Dios lo bendiga”.
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sobre su vida de andariego en todo tipo de trabajos. Te pica la
curiosidad y le preguntas por el pueblo donde nació. Tobo iba
bien, cuando empieza:
“De niño fui feliz en el campo, pero recuerdo que una vez mi
mamá me envió a la plaza de mercado por panela y sal y cuando
voy en camino, me sorprendo con la romería de la gente. No
alcanzo a ver, pienso que jugaban parqués o naipe español o
que acorralaban a una gallina, pero me acercó más y me doy
cuenta que el círculo de la gente impide ver una sábana blanca.
Cuando la levantan, bajo la tela descubro a un hombre en su
veintena al que le habían hecho con machete el famoso corte de
corbata: los hombros cuarteados, la garganta cortada y por el
orificio abierto le habían colgado la lengua. Salgo de ahí con la
imagen fresca y cuando mi madre me llama a cenar, me sirve
un plato con carne sobre la mesa, la veo roja y humeante.
Todavía siento el choque de lo que vi en el pueblo. No pude
comer carne en dos meses. Ese fue el primer muerto de mi vida.
Pero eso no es nada, la Violencia era muy brava en ese
entonces. Mi familia se llevó el rancho porque los estaban
acosando, así que agarramos nuestras cosas y nos fuimos a
otro municipio y unos años más tarde, salgo a pescar una tarde
calurosa y perezosa con mi padre y mi tío en un río. Nos
gustaba hacerlo, bogar una canoa, sacar unos pescados y
asarlos en la orilla. Pero una vez nos sucedió que lanzamos una
red en el el agua y cuando la empezamos a arrastrar para ver
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que tenía, la sentimos un poco pesada, jalamos más duro y la
tiramos sobre el fondo de la embarcación, sobre la red se deslizó
una cabeza, con sus ojos cerrados, su pelo mojado, ligeramente
verdosa y morada y a su alrededor las algas. Por eso nos fuimos
a la ciudad. Pero tranquilo, menos mal esa mierda fue hace
muchos años”. Te muestra los escasos dientes y se caga de la
risa. Le preguntas por la doña de la finca, a quien todavía no
has visto, pero contesta que anda ocupada con sus asuntos,
que con suerte luego podría aparecer. En lugar de eso, te invita
un café que rechazas, pero el mayordomo revela su sonrisa
incompleta y se va. Esa noche juegas billar escuchando
rancheras para esquivar el sueño, pero la madrugada te
descubre dando vueltas entre sábanas blancas que se
transparentan por el sudor.
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treintena te recibe. De ojos claros y cabello castaño claro, se
ocupa en su máquina de coser, distraída haciendo una pijama
con los retazos que tiene. La saludas y le entregas la maleta,
ella la revisa, la explora con delicadeza y con dulzura te dice que
aprovechará para arreglar la cremallera. Le agradeces y cuando
lo haces, te mira fijamente a través de sus gafas y comienza a
hablar mientras remienda los tirantes:
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papaya, se la pasaban rociando veneno. La gente les decía, pero
ellos no les creían. Sobre todo, a ese que le decían
Trabalenguas. Y lo peor, es que por una delación, cualquiera
podía pasar por guerrillero y así mismito lo mataban. Pero para
ellos, toditos éramos guerrilleros. Menos mal que un jovencito a
quien le habían matado a su familia, un día se envalentonó y no
se cómo, lo capturó, pero aunque tenía prohibido asesinarlo,
quiso cobrar venganza y con la misma sevicia con que habían
matado al resto, lo torturó y mientras estaba vivo, lo picó de la
misma forma. El muchacho enloqueció y lo tuvieron que sacar
de aquí. Pero así acabó la guerra aquí…y eso, porque no le he
contado la historia de los guerrilleros que se encaramaron a un
árbol y a punta de fusil se bajaron un helicóptero. Dicen que
eran mil pero para mí no eran sino unos cuantos, por ahí unos
sesenta. Aunque eso no lo vi, apenas me lo contaron….”.
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entre las mujeres de tez oscura, sientes que bailar con ellas, es
como mecerse en una hamaca en medio de la brisa y la orilla
del mar. Por fortuna, esa noche duermes bien.
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ojos color miel que tiene le dice: ¿Qué se siente estar muerta? Los
ojos se incendian y lo que se veía apacible alrededor se consume
con la velocidad del fuego. Abres los ojos en la madrugada y
sudando te preguntas “¿Qué se siente estar vivo?”
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