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UN CUENTITO

(Basado en una historia irreal)

Siempre imaginaste que el terror estaba afuera, que implicaba


atravesar lugares oscuros, ruinas o castillos abandonados,
rutas largas y desoladas. Desplazarte por Transilvania con
murciélagos volando en bandadas como si te fueras a
sorprender con el conde Drácula y soñar con el despuntar de la
madrugada clavando una estaca en su corazón. Que para
experimentar el terror tenías que entrar en las tinieblas de
Rumania, Escandinavia o un paraje medio medieval. Pero no.
Simplemente, una amiga te dice que hay un trabajo y que, al
verte desempleado, puedes hablar con la doña de una finca.
Conversas por teléfono, la señora es amable y no pregunta
mucho, solo te pregunta si puedes viajar y encargarte de contar
cultivos: papaya y papayuelos, ahuyamas maracuyás y gulupas,
coco y anís, aguacate, mamones, yuca y de mazorca. Aceptas.
Indagas por el lugar en googlemaps pero apenas aparecen en la
pantalla poblados rurales rodeados de parches verdes. No es
lejos de la capital de provincia, conocida por su gente bonita y
dedicada a pelechar. Empacas unas cuantas mudas de ropa, un
par de herramientas de trabajo, una cámara, un libro que no
vas a leer y un celular con unos cuantos videojuegos. En ese
momento no lo sabes, pero con el tiempo dirás que quien no
conoce su historia está destinado a repetirla. Por fortuna y para

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ti, viajar fue más fácil, conoces a un vecino que viajará hacia un
pueblo vecino al de tu trabajo y ofrece llevarte por un precio
asequible. Así que tomas la propuesta y por seis horas te dejas
seducir por la cadencia de su acento y por la música que
puedes escuchar en el auto. Eso sí, él recomienda mantener
cerradas las ventanas para no sofocarse con el calor y los
zancudos que comen carne humana si se lo permiten. El sol
clarea esa tarde y un río de aguas castañas corre lentamente al
lado de obreros chinos que con afán están en el trópico,
inventándose una autopista al mar. Ni por asomo imaginas que
el terror podía esconderse en casas campesinas con orquídeas
sonrientes y loros que al llegar a viejos se tornan silenciosos.
Lentamente el auto asciende por montañas cada vez más verdes
y afiladas y que te hacen recordar los viejos caminos reales en
donde hombres debido al alcohol o la lluvia, caían de sus mulas
y caballos rodando por abismos de los que no salieron jamás.
Tu imaginación vuela y sientes que las caídas podían evitarse
con oraciones a la Virgen del Carmen, que aparece para salvarlo
a uno y advertir que no todos caen, porque benditos son los
hijos de Dios para santiguarse. Y así, las montañas escarpan
robando pedazos al cielo y para que los campesinos se aferren
para cultivarlas. Y de monte en monte llegas a ese lugar. Aún de
día, arribas a un pueblo pequeño y exploras la vieja y fea iglesia
y la cantina con pinturas de las estrellas del vallenato, ídolos
con carreras que terminaron en carreteras que también se

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dirigían al mar. Nada raro al parecer. En el centro del
municipio, una monja rolliza erigida en bronce extiende sus
brazos hacia adelante como símbolo de la evangelización. Luego
te das cuenta de sus cejas gruesas y un aire de mal
temperamento bajo un aura de santidad. Lo entiendes al
instante ya que por las calles del pueblo descienden indígenas
de baja estatura de piel cobriza, botas caucheras y collares,
unas y otros afanados en el mercado, ocupados con sus niños y
unos cuantos embriagados por doquier. Intuyes que los indios
eran los viejos dueños de las montañas y que mucho más allá
de ellas, hay selvas en donde los jaibanás, se enfrentan en
vuelos nocturnos lanzándose flechas para hechizar o matar
otros jaibanás, por rencillas, por probar, por meramente
brujería. Piensas que el nombre del municipio era indígena,
pero es una pista falsa, ya que en realidad su nombre viene de
una señora como la monja, que hace dos siglos, llegó con su
marido y una docena de hijos, a tumbar con machete y a
levantar una finca, que posteriormente multiplicarían no solo en
lotes sino también en nietos, bisnietos y tataranietos hasta el
día de hoy. Buscas una camioneta que te suba y serpenteé otras
montañas desconocidas que a su vez atraviesan quebradas
perdidas. Miras por la ventana un río lánguido que se pierde de
vista y atisbas a lo lejos una cascada. Llegas al corregimiento de
noche, espantas con un soplo la niebla extraña que abraza las
casas, preguntas por la doña de la finca y aunque te reciben,

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ella no aparece, motivo para que aceptes la invitación de un
hombre ancho y afable que te ofrece tomar café en una sala, sí
es que así puedes llamar a un par de butacos iluminados por
una luz cetrina. Pregunta quién eres y respondes que la persona
que llamaron a cumplir sus servicios. La conversación despunta
de tu vida citadina y cansina hacia la de él y del tinto amargo
hacia un trago de ron, para que, entre cigarrillos, confiese que
años atrás la vereda era impenetrable y que como no era raro en
ese entonces, él también hizo parte de la guerra y te cuente lo
siguiente:

Nací lejos, en la selva, pero después de años en la ciudad y sin


mayor fortuna, me interesé por la política y de contacto en
contacto y de acción en acción, terminé en la guerrilla. El
cuento es que una vez, me ofrecieron una misión en la que tenía
que llegar a una zona rural y encontrarme con un señor usando
un santo y seña. Este encuentro no era en una cafetería ni en el
hotel de un pueblo, sino que, tenía que subirme a un bus,
contar el tiempo en el reloj y estar pendientes de tres cruces
para luego bajarme en la carretera. Era precavido porque nadie
te conoce, pero seguí al pie de la letra las indicaciones y aunque
parecía extraño bajarme en medio de la nada, el conductor
aceptó, nadie me miró y salté a la vía. De día y mirando hacia
los lados, sentí que a mi alrededor no había nada. Llevé las
manos a mi cabeza porque me sentía perdido, di unos pasos
adelante, pero a los lados cultivos de plátano y a lo lejos la

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sombra de la mata. Respiré hondo y cuando me vi perdido,
surgió la silueta de una persona. Podía ser mi camarada, pero
asimismo tal vez no. No reconocí quién era y sus gestos no me
dieron señales. Me puse la mano en el cinto y avancé. Trigueño,
ni alto ni largo, pelo corto, bigote fino y ojos negros. Cuando
estuve más cerca y vi sus botas de caucho, solté la clave y no
respondió. Llevó el dedo índice a su boca y calló. “¿Qué pasó?”,
me dije. Una cicatriz surcaba su rostro. Le hablé y no
respondió. El calor subió por la cabeza y el sudor descendió por
la camisa. Le volví a hablar y continúo en silencio. “¿Qué
pasó?”, me dije. Cuando ya entraba en desesperación y
empezaba a resignarme llevando mi mano al cinto por si llegaba
a poner el índice a su boca y silenciarme, el hombre actúo
dando un salto al costado, internándose entre los platanales e
invitándome a lo que siguiera sin decir una sola palabra. El
temor empezó a cimbrar, pero lo seguí. “¿Qué pasa?”, me dije.
Podía ser del otro lado, llevarme a un sitio más metido y
asesinarme. Le pregunté quién era, pero dijo que lo siguiera y
nos metimos más al monte; le repetí el santo y seña, pero dijo
que lo siguiera y nos metimos más al monte; le espeté qué pasa,
pero dijo que lo siguiera y nos metimos más al monte. Cada vez
más lejos de la carretera, avanzaba más rápido y cada vez
menos volteaba su cabeza para mirarme. “¿Qué pasa?”, me dije,
pero mencionó que lo siguiera y nos metimos más al monte;
quise rezar y no pude, quise despedirme de mi madre y no

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pude, quise salir de ahí pero seguir vivo, pero de nuevo, que lo
siguiera y nos metimos más al monte y así, pero cuando todo
parecía más perdido entre los matorrales, hubo un cambio
abrupto, que nos sacó a un claro y por fin dijo abriendo los ojos
y mostrando una hilera de dientes blancos: “Bienvenido”.
Enfrente mío, mi vista se topó con la escuadra y supe que era
de los nuestros: estaba a salvo con el resto de la guerrilla.
Cuando por fin pudimos hablar y medio lo regañé por no haber
respondido al santo seña, movió los hombros y con tranquilidad
me explicó: “porque no hay tiempo que perder”. Esa tarde los
paras avanzaron y al presentir su llegada, las unidades de la
guerrilla levantaron caletas y ranchas, sacaron sus tropas y al
pasar al otro lado de un río, volaron el puente. Cuando llegaron
los paras a enfrentarlos, se llevaron la sorpresa de que no había
puente y como no pudieron hacer nada, fueron hasta el caserío
más cercano, encontraron a la población en medio de un culto
cristiano, irrumpieron en su iglesia, abrieron fuego y mataron a
todo el mundo. Ninguno quedó vivo: asesinaron mujeres,
hombres, ancianos y niños. Todos muertos.

El hombre para su relato y agrega que el Perro -como apodaban


a su compañero- le salvó la vida y aunque esa vez salieron
libres, meses después los paras lo atraparon y amarraron a una
higuera e hicieron de su cuerpo una cuna de orificios de bala y
su cabeza degollada. “Menos mal, ahora estamos en paz”, dijo y
cuando se acabó la botella, se retira a descansar y te desea

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suerte en el trabajo: “Bienvenido, saludos a la doña…”. Como la
gente ya no usa caballo, te lleva a una casa que vendría a ser tu
alojamiento, enciende su moto, la cual siente el peso del hombre
para luego toser y perderse entre la niebla. Recuerdas que te
dice que esa historia está en los libros, pero luego la buscas y
nunca la encuentras. Resuena el “bienvenido…” y con eso te vas
a dormir. Te acuestas y esa noche no sueñas.

A la mañana siguiente, reconoces el espacio, preguntas por la


señora que te contrata y ves a lo lejos los cultivos. Te dicen que
la doña salió temprano y cuando te das cuenta que para contar
las papayas y los papayuelos se requieren unas cuantas
herramientas que no tiene la finca, tienes que bajar nuevamente
al pueblo. Un señor de la vereda te acerca y allá te ves
rumiando a la espera que la única ferretería abra sus puertas.
Para matar el tiempo caminas entre las calles, mientras el sudor
perlado se aferra a la camisa que llevas puesta. Encuentras una
calle cerrada con una cruz a lo alto y decides entrar. Es el
cementerio, que se alza sobre unas pequeñas escaleras.
Observas lápidas con más cruces y más vírgenes y una que otra
con fotografías de los finados, tan deterioradas como los
cuerpos que guardan. Eso es normal en muchos pueblos
olvidados y polvorientos, si no es porque encuentras la tierra
revuelta, como si los gusanos hubiesen hecho huelga: un ataúd
medio abierto te recibe en el centro del cementerio. No tiene a
nadie, pero jirones de ropa se pegan a la madera que de lacada

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pasa a descompuesta. Tratas de mirar hacia los lados,
concentrarte en las hormigas que no conocen de los asuntos
humanos y que laboriosamente exhuman otras tumbas. Por
fortuna no estás solo o si no te vuelves loco. Caminas hasta un
señor que tranquilamente corta con unas tijeras de pinzas
largas la maleza y que luego toma agua y con calma riega las
flores de los floreros. Le preguntas si es el sepulturero, pero dice
que no, que anda de descanso, mientras al tiempo te invita a
contemplar el resultado de sus arreglos, un mausoleo gris y sin
gracia, pero así, el más suntuoso a la redonda:

“Era el cura del pueblo, pero mire cuando murió, hace más de
veinte años. Pero aún se le recuerda, además, qué tal ese
mármol, cómo se conserva ese busto de bonito. Para ser un
santo y estar muerto, luce casi vivo, la mismísima estampa del
curita”.

Respiras y le dices que vienes a hacer un trabajo en una finca


más arriba, contando papayas y papayuelos, ahuyamas
maracuyás y gulupas, coco y anís, aguacate, mamones, yuca y
de mazorca. Al bajar al pueblo, la curiosidad, la cruz y el Cristo
te llevaron a entrar, pero que al transitarlo, no entendías muy
bien por qué para ser un cementerio pequeño, todo estaba tan
revuelto. Escruta con tranquilidad tus ojos y exhala:

“Joven, pensará usted que aquí viven zombis pero no. Solo que
de vez en cuando vienen funcionarios desde la ciudad,

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desentierran y buscan. La última visita, vinieron con trajes
blancos de astronauta, escarbaron por un lado y por el otro,
llevándose una pila de huesos. Van hasta medicina legal en la
Capital, examinan, hacen descubrimientos en el laboratorio y se
devuelven. Resultó que la pila de huesos no eran dos personas
como decían las lápidas sino nueve. Encontraron orificios en los
cráneos y sus esqueletos desmembrados. Tomó tiempo
identificarlos, hoy serían viejos, pero por lo menos sus
familiares pueden estar en paz. Otros familiares huyeron o
fallecieron de pena moral. Aún les falta saber qué hay más por
aquí, pero les llevará bastante tiempo: aquí asesinaron a cuatro
mil personas. Me preguntará por qué, pero yo solo le diré que
detrás de las montañas todo es muy rico y se puede sembrar
coca, marihuana y amapola”.

“Eso no explica ninguna muerte”, piensas, pero ni siquiera


puedes expresarlo, ya que el señor te interrumpe, mientras
sigue apagando la sed de los floreros: “Sí lo que busca son
muertos, tranquilo, no se horrorice, aquí están unos cuantos…
el resto, los encuentra en el río, en las quebradas, en las
montañas y en los cementerios de las veredas”. Sientes
escalofrío al imaginar que la fertilidad de los suelos era el
resultado de la carne humana. Imaginas los gritos de cada uno
de los asesinados, pero no, las montañas solo responden con
silencio. Quieres gritar y correr, pero no, llevas las manos a la
mochila, extraes una cerveza y de tu boca le expresas: “tome, se

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la regalo. Debe estar molido con tanto trabajo. Ha sido muy
amable, tenga usted un buen día. Dios lo bendiga”.

Sales, vas a la ferretería, compras las herramientas y


encuentras lo mismo que habías visto a la llegada: un sol
sonriente, una febril actividad comercial, cantinas con los ídolos
del pueblo e indígenas laboriosos y otros ebrios. La monja de
bronce no deja de recibir a los visitantes con bendiciones. Llega
la tarde, mides el tiempo en cervezas y cuando sale la
camioneta a la vereda, a mitad de camino le pides al conductor
que pare un momento para orinar. Con la borrachera y la noche
a cuestas, inmediatamente duermes. Esa noche sueñas con
algo similar, caminas por la trocha dando tumbos y sientes
ganas de orinar, pero a tu alrededor solo escuchas gritos, orinas
por el abismo para apaciguarlos, pero cuando lo haces, el cielo
se rompe y llueve tanto que cuando sientes que te vas a
inundar, despiertas.

Tu segundo día en la vereda luce normal, salvo por un ligero


guayabo con dolor de cabeza. Emprendes tu trabajo, contando
papayas y papayuelos y así te rinde el día, con unos cuantos
descansos para tinto y cigarrillos. A la hora del almuerzo, te
sientas con el mayordomo de la finca y la conversación fluye. Es
un señor bajo de estatura, con un problema en su andar y uno
que otro problema de visión. Te cuenta sobre su esposa e hijas,

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sobre su vida de andariego en todo tipo de trabajos. Te pica la
curiosidad y le preguntas por el pueblo donde nació. Tobo iba
bien, cuando empieza:

“De niño fui feliz en el campo, pero recuerdo que una vez mi
mamá me envió a la plaza de mercado por panela y sal y cuando
voy en camino, me sorprendo con la romería de la gente. No
alcanzo a ver, pienso que jugaban parqués o naipe español o
que acorralaban a una gallina, pero me acercó más y me doy
cuenta que el círculo de la gente impide ver una sábana blanca.
Cuando la levantan, bajo la tela descubro a un hombre en su
veintena al que le habían hecho con machete el famoso corte de
corbata: los hombros cuarteados, la garganta cortada y por el
orificio abierto le habían colgado la lengua. Salgo de ahí con la
imagen fresca y cuando mi madre me llama a cenar, me sirve
un plato con carne sobre la mesa, la veo roja y humeante.
Todavía siento el choque de lo que vi en el pueblo. No pude
comer carne en dos meses. Ese fue el primer muerto de mi vida.
Pero eso no es nada, la Violencia era muy brava en ese
entonces. Mi familia se llevó el rancho porque los estaban
acosando, así que agarramos nuestras cosas y nos fuimos a
otro municipio y unos años más tarde, salgo a pescar una tarde
calurosa y perezosa con mi padre y mi tío en un río. Nos
gustaba hacerlo, bogar una canoa, sacar unos pescados y
asarlos en la orilla. Pero una vez nos sucedió que lanzamos una
red en el el agua y cuando la empezamos a arrastrar para ver

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que tenía, la sentimos un poco pesada, jalamos más duro y la
tiramos sobre el fondo de la embarcación, sobre la red se deslizó
una cabeza, con sus ojos cerrados, su pelo mojado, ligeramente
verdosa y morada y a su alrededor las algas. Por eso nos fuimos
a la ciudad. Pero tranquilo, menos mal esa mierda fue hace
muchos años”. Te muestra los escasos dientes y se caga de la
risa. Le preguntas por la doña de la finca, a quien todavía no
has visto, pero contesta que anda ocupada con sus asuntos,
que con suerte luego podría aparecer. En lugar de eso, te invita
un café que rechazas, pero el mayordomo revela su sonrisa
incompleta y se va. Esa noche juegas billar escuchando
rancheras para esquivar el sueño, pero la madrugada te
descubre dando vueltas entre sábanas blancas que se
transparentan por el sudor.

Al tercer día sigues conociendo, recorres las hileras de


sembrados, numerando con etiquetas papayas y papayuelos,
ahuyamas, maracuyás y gulupas, coco y anís, aguacate,
mamones, yuca y mazorca. Se te va el día en eso, cruzas pocas
palabras, te engolosinas con el cielo y las montañas y los
perros. El trabajo parece rendir, pero nunca concluye. Abrazas
el silencio. Pero cuando estás más concentrado, el morral se
enreda entre las matas y se rompe. Ves sobre el suelo las cosas
sueltas. Al volver a casa, buscas aguja e hilo pero no tienes. Le
preguntas al mayordomo y te sugiere visitar a una señora en
otra casa de vereda. Pasas esa misma tarde y una mujer en su

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treintena te recibe. De ojos claros y cabello castaño claro, se
ocupa en su máquina de coser, distraída haciendo una pijama
con los retazos que tiene. La saludas y le entregas la maleta,
ella la revisa, la explora con delicadeza y con dulzura te dice que
aprovechará para arreglar la cremallera. Le agradeces y cuando
lo haces, te mira fijamente a través de sus gafas y comienza a
hablar mientras remienda los tirantes:

“No me va a creer pero esto no me trae buenos recuerdos. “¿Qué


es lo que hace en la finca? La doña es muy buena persona y
patrona. Pero resulta que hace unos quince años atrás, se
hicieron los paras en el cruce del río y detenían a quien pasara.
A caballo o en moto o bajando la gente de los camiones y los
buses. Obligaban a los hombres, a quitarse camisas y camisetas
y les examinaban los hombros y a quien tuviera una marca roja
ahí, lo llevaban aparte para retenerlos y luego los pelaban. Los
tiraban a esa misma quebrada que se esfuerza en correr tras los
peñascos y que llaman “la lloradera” y ahí mismo se quedaban”.
Intentas preguntar por qué, pero ella misma te resuelve la duda.
“Lo que pasa es que a todo el que pasará por aquí y tuviera esas
marcas, decían que era guerrillero o miliciano, por el equipaje.
De tanto andar, les quedaban esas marcas o ronchitas bajo la
piel. Pero pues como los paras no eran de aquí, ellos no
entendían que más arriba del cruce, allá mismo donde usted
cuenta las matas, había trabajadores que eran fumigadores,
que para quitarle los bichos a las matas de maracuyá o de

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papaya, se la pasaban rociando veneno. La gente les decía, pero
ellos no les creían. Sobre todo, a ese que le decían
Trabalenguas. Y lo peor, es que por una delación, cualquiera
podía pasar por guerrillero y así mismito lo mataban. Pero para
ellos, toditos éramos guerrilleros. Menos mal que un jovencito a
quien le habían matado a su familia, un día se envalentonó y no
se cómo, lo capturó, pero aunque tenía prohibido asesinarlo,
quiso cobrar venganza y con la misma sevicia con que habían
matado al resto, lo torturó y mientras estaba vivo, lo picó de la
misma forma. El muchacho enloqueció y lo tuvieron que sacar
de aquí. Pero así acabó la guerra aquí…y eso, porque no le he
contado la historia de los guerrilleros que se encaramaron a un
árbol y a punta de fusil se bajaron un helicóptero. Dicen que
eran mil pero para mí no eran sino unos cuantos, por ahí unos
sesenta. Aunque eso no lo vi, apenas me lo contaron….”.

“Qué vaina”, piensas, pero tampoco puedes decirle nada a la


señora. Habla con más claridad que sus ojos azules y cuando
terminó esa historia, te devuelve la maleta arreglada. “No la
vaya a dañar muchacho, porque sino te toca repetir el viaje”. Le
preguntas por la dueña de la finca, a lo cual la señora responde
de nuevo que es buena persona pero no da ni pistas de ella. Te
dice que hace tiempo no la ve. Das gracias y vuelves por el
mismo camino. Con la maleta repuesta, pasas por el billar y
andan de fiesta. Esta ocasión no juegas sino te invitan a bailar
con la gente de la vereda. El licor nubla los pensamientos y

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entre las mujeres de tez oscura, sientes que bailar con ellas, es
como mecerse en una hamaca en medio de la brisa y la orilla
del mar. Por fortuna, esa noche duermes bien.

Al cuarto día continúas, recorres la finca, cuentas papayas y


papayuelos, ahuyamas maracuyás y gulupas, coco y anís,
aguacate, mamones, yuca y de mazorca. Hace buen clima, te
rinde y sientes que por fin nadie te contará una historia
extraña. Lo único es que la vorágine de tus propios recuerdos,
que como los ríos que has visto en este viaje, se estrellan de vez
en cuando con la violencia entre las rocas. Te alimentas de cielo
y de aire, de montaña y de silencio y esa noche adelantas algo
de libro que trajiste. Llega la noche y consigues descansar: Han
pasado unos años y sientes que estás cerca del mar. La brisa
golpea, desde la ventana de un hotel se ve la arena, las
palmeras y un oleaje tranquilo. Andas de vacaciones y sobre una
especie de hall de un hotel, ves un grupo de personas charlando.
Los contemplas animados observando los cuadros, unos con
maletas de recién llegados y mientras reconoces su felicidad, la
ves a ella. Sonríes hacia adentro con familiaridad, recuerdas la
alegría de tenerla a su lado, su pelo lacio, sus ojos color miel y su
sonrisa. La delgadez de su cuerpo estilizada por la costa caribe.
Te acercas, tú también estás vestido para la ocasión y con
comodidad circulas entre el espacio del hotel. Irrumpes entre un
grupo y les haces la conversa. Te sonríen con afabilidad y te
nace hacerles una pregunta, la miras a ella y ella a ti y con los

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ojos color miel que tiene le dice: ¿Qué se siente estar muerta? Los
ojos se incendian y lo que se veía apacible alrededor se consume
con la velocidad del fuego. Abres los ojos en la madrugada y
sudando te preguntas “¿Qué se siente estar vivo?”

Ya no puedes dormir y cuando pasan las horas, caminas por la


casa, preguntas por la doña, pero no hay señal de ella. Todos te
dicen que anda por ahí y que la ven, pero nunca la encuentras y
así con todos. Tampoco hay hijos ni nietos ni nadie. Ni siquiera
conoces la casa principal de la finca. Tienes trabajo e intentas
avanzar, pero han pasado cuatro días y ni siquiera te han
pagado lo del primer jornal y con todas esas vueltas extrañas el
dinero escasea. Parece que esto no va a cambiar, alistas tus
cosas, preguntas por el primer carro y prefieres volver a casa y
seguir desempleado.

Ya fue suficiente terror.

Dabeiba-Bogotá-San José del Guaviare


2021

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