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El papel que tuvo la mujer en la Independencia

En Colombia, la política y la construcción de Estado han estado permeadas históricamente por sesgos
de género en los que se asigna al hombre el rol principal, el de luchador, de gobernante, de legislador,
de juez y de político en cuyas manos está el destino del país. Y la mujer ha sido relegada a la esfera del
cuidado, a la vida privada de la familia y a ser guardiana de las buenas costumbres y la moral. El
hombre es visto como el ser racional y fuerte, y la mujer como emocional y bondadosa.
Durante muchos años esta visión fue la dominante en la esfera política nacional. En consecuencia, la
participación de la mujer en los procesos de independencia y en la construcción de la República fue
invisibilizada, y la historia se centró en grandes eventos de guerra y en próceres de la patria. Las
mujeres de esta historia son heroínas como Policarpa Salavarrieta, Manuela Beltrán, Manuela Sáenz y
Antonia Santos. Sólo recientemente ese vacío ha empezado a ser corregido por historiadoras como
Isabel Bermúdez, Martha Lux, María Himelda Ramírez y Ana Serrano. Ellas han mostrado que la
participación de la mujer trascendió a la concepción colonial y católica de la época: más allá de ser
buenas madres y esposas, más allá del hogar y de ser defensoras de la moral, las mujeres participaron
de las luchas de independencia como trabajadoras, espías, combatientes, conspiradoras, auxiliadoras
de tropas, propiciadoras de tertulias sobre política y la revolución que servirían de base para los
movimientos de independencia, etc.

Muchas de estas mujeres no eran las personas dóciles típicas de los estereotipos de género, sino
personas fuertes, que participan de labores exigentes físicamente, que mantenían el paso de la guerra,
que se desplazaban las unas con los otros por el país, moviéndose lejos del hogar asociado a su rol. Al
respecto es interesante leer este fragmento de crónica de A. Alexander (1818-1820): “las mujeres
siempre adelante con uno o dos hombres atrás; mujeres trapeadas como hombres, con sus musculosas
piernas y rostros atezados, luciendo un sombrero, camisas y pantalones de hombre, cortados a la
altura de las rodillas; en realidad los habitantes de toda edad, sexo y color rodaban delante de
nosotros en una masa, las mujeres de los soldados negros e indios cabalgando y caminando entre los
hombres” .

Según las nuevas historias de la Independencia con enfoque de género, hay dos aspectos en los que las
mujeres lejos de haberse conformado con ser sujetos pasivos de la política, se constituyeron en sujetos
politizados durante la Independencia: a) participaron de la esfera pública para demandar derechos y
libertades al Estado; y b) crearon espacios privados para discutir sobre política, como por ejemplo
chicherías en la Plaza Mayor de Santa Fe y tertulias como las de Juana Antonia Padrón de Montilla, de
Vicenta Narváez, de Rosalía Sumalave y de Manuela Sanz de Santamaría . En esta última, la Tertulia
del Buen Gusto, confluyeron personas como Humboldt, Caldas, Torres, Nariño, Santander, con la
excusa de hablar de literatura, arte y ciencias, pero en realidad para conspirar y planear la revolución.
Estas tertulias y chicherías fueron una de las estrategias para esconderse de la censura y el control de
la Corona.

Ana Serrano analiza con especial detalle el primer aspecto de la politización de las mujeres: la
reclamación de derechos civiles y socioeconómicos vinculados a su protección y a su manutención y la
de sus hijos cuando sus maridos morían en combate o eran arrestados. Alzaron su voz contra los
gobernantes de turno no para pedir más derechos como mujeres, no para demandar ciudadanía o
educación, sino para hacer cumplir los que ya tenían como madres y esposas. Y para ello no dudaron
en utilizar “la estrategia discursiva del lamento, que se acomodaba a su caracterización como seres
indefensos” . Sus reclamos representaban un enlace entre las esferas pública y privada, toda vez que
era una pugna por derechos que a su vez estaban vinculados a problemas provenientes del hogar. La
muerte o el encarcelamiento de sus esposos las empujaron a ir a la arena pública para solicitar ayuda
económica al Estado (sustituto del hombre ausente en casa) bajo la forma de pensiones, o para pedir la
liberación de sus esposos para que estos pudieran trabajar y cumplir con sus deberes como
proveedores. Estas mujeres no fueron sujetos pasivos de los vaivenes políticos sino sujetos activos que
en cuento tales desafiaban unos roles de género, pero que, paradójicamente, reclamaban acciones
estatales que reforzaban otros: el trabajo remunerado para los hombres y el trabajo no remunerado del
hogar y del cuidado para las mujeres.

Estas mujeres de la independencia no construyeron un discurso liberal-feminista que propendiera por


la ciudadanía o el voto universales, no fue una denuncia del yugo patriarcal ni pretendía representar a
las mujeres como colectivo. Más bien fueron demandas concretas frente al Estado para reclamar
derechos cuando percibían que éstos habían sido vulnerados.

Luego de la independencia, los próceres de la patria se inspiraron en los ideales de la Revolución


Francesa de libertad, igualdad y fraternidad de todos, pero rápidamente quedó claro que unos eran
considerados más iguales que otros: los ciudadanos que podían votar eran sólo los propietarios,
alfabetas y de sexo masculino. Aunque la Constitución Política de 1821 no especificaba el sexo como
condición de la ciudadanía, esto no significaba que la restricción no existiera. Por el contrario, no se
especificó “porque era inconcebible que dicha distinción fuera necesaria” pues era obvio en la época
que las mujeres no podían votar y no lo necesitaban pues “el hombre como cabeza de familia estaba
investido de la autoridad para gobernar a quienes vivían con él y estaban a su cargo, y para
representar sus intereses en el mundo de ‘afuera’” .

Entonces, luego de su importante actividad pública durante la independencia, las mujeres regresaban
a la esfera privada, a las labores de cuidado del hogar y de los niños, y a la conservación de la moral
católica. Como dice Magdala Velásquez, “en los momentos críticos [como las guerras] se rompen los
códigos y las tradiciones, y las mujeres participan activamente en la lucha, pero una vez resuelto el
conflicto vuelven a sus cocinas y a sus labores tradicionales en el hogar, sin que el partido triunfante
les reconozca derechos políticos en la nueva estructura del Estado.

Andrés Felipe Sierra S.

La Independencia en Bogotá: el 20 de Julio de 1810


A la cabeza del poder español en estas tierras, estaba el virrey Antonio Amar y Borbón, llegado a
Santa Fe, capital del Nuevo Reino de Granada, a los 61 años, tenía 68 a la hora de la independencia y
murió, aparentemente, en Zaragoza, en 1826, cuando alcanzaba la increíble edad de 84 años; ya no era
la persona para gobernar y, menos aún, para enfrentar una revuelta política que necesitaba una
personalidad fuerte y no a un débil de carácter, sometido a los ímpetus y el amor al dinero de que
hacía gala la virreina Francisca Villanova y Marco, quien fue acusada de vender los puestos del
mercado público y adelantar tráfico de influencias con su marido, motivo por el cual el pueblo raso
santafereño la llevó a la cárcel del divorcio, la insultó y rasgó sus vestiduras. Para protegerlos, la Junta
Suprema debió inventarse una procesión a Nuestra Señora del Tránsito, con el fin de distraer a
Carbonell y a los chisperos y poder sacar a los virreyes rumbo a Cartagena el 14 de agosto de 1810, 20
días después de haber sido depuesto del mando. El poder armado estaba en ese momento en manos
de un personaje siniestro, que cubrió de sangre nuestra geografía, de la cual habría de ser, de mano
del “Pacificador” Pablo Morillo, virrey, mando que ejercía a la hora de la batalla de Boyacá: era Juan
de Sámano de 56 años, nacido en Santander-España y llegado a Santa Fe de Riohacha donde fue
gobernador y llevaba menos de un año en la capital del reino, el 20 de julio, como comandante del
batallón auxiliar y tenía de segundo a José María Moledo. Moledo y José María Baraya evitaron que
Sámano atacara al pueblo o convenciera al virrey de reprimir a los manifestantes que respondían a las
consignas de los chisperos. La otra autoridad importante era la de la Real Audiencia, integrada por los
oidores, con funciones administrativas, de control político y administración de justicia.

El virrey era la cabeza del gobierno, por lo general militares; los visitadores reemplazaban a la
autoridad sujeta a la visita mientras comprobaban el correcto manejo de la cosa pública; la Audiencia
representaba el poder judicial y estaba conformada por oidores; el Consulado, hacía el papel de
Cámara de Comercio y regulaba los negocios privados; la Inquisición, con el título de “santa”
perseguía la herejía y la brujería; el Cuerpo de Minería, tenía funciones administrativas y judiciales en
lo tocante a la producción del oro; la Junta Superior de Hacienda, respondía por los asuntos
económicos de la corona, el recaudo de impuestos era un oficio vendible a particulares; el gobernador,
mandaba en las provincias y dependía del virrey o capitán general; el teniente de gobernador, era el
reemplazo o suplente del gobernador; el corregidor, atendía los asuntos concernientes a los indígenas;
el Cabildo, era la máxima autoridad del municipio, tenía 12 regidores, ocho por compra del cargo y
cuatro nombrados por el rey, controlaba los recaudos y los gastos. El municipio era manejado por:
regidor, alcalde, alférez real, alcalde de la hermandad, fiel ejecutor, receptor de penas, escribano
público, alguacil mayor, depositario general, síndico, procurador general.

La bonanza que vivió la economía de España y sus colonias en América, llegó a su fin por la invasión
napoleónica en 1808. Los borbones habían hecho un gran esfuerzo para reducir la carga impositiva
que golpeaba a los granadinos. El contrabando era casi una obligación ante las restricciones
establecidas por la corona y representaba, aproximadamente, el 15% del comercio legal, lo que
permitía comprar a ingleses, franceses y holandeses, utilizando el “camino de Jerusalén” que
comenzaba en Riohacha y llegaba hasta Mompox, utilizando el oro en polvo que también se
contrabandeaba en las minas, como sucedía con textiles, licores, calzado. Salomón Kalmanovitz ha
calculado que el producto por habitante de la Nueva Granada era de 27 pesos plata contra casi 42 de
México y que la Nueva Granada exportaba, para la misma época, 2 millones de pesos plata, cuando el
Perú exportaba 8 y México 18, lo que habla de la pobreza de este reino. El cultivo de la tierra estaba
limitado por los latifundios y las propiedades eclesiásticas, que congelaban su uso y las sacaban del
círculo comercial. El Estado no invertía en educación ni infraestructura, a pesar de ser muy costoso su
mantenimiento y cargar con un montón de taras: esclavitud, privilegios de los nobles, mantenimiento
de la iglesia, el ejército y los gremios. Muchas de las ciudades que marchaban a la vanguardia del país,
colapsaron por esta época: Tunja, Cartagena, Santa Marta, Mompox, Girón, Pamplona, Honda,
Cartago, Popayán, Santa Fe de Antioquia, Socorro y dieron paso a otras que cambiaron el mapa del
desarrollo granadino, las relaciones de poder y la influencia política; con excepción del oro, poco más
se podía exportar que fuera atractivo para los mercados externos. Antioquia, Cauca y Cundinamarca
jalonan el crecimiento demográfico de la nación, en detrimento de la costa Atlántica y los santanderes;
las regiones más ricas, en su orden, eran: Panamá, Bolívar, Antioquia y Cundinamarca y los últimos:
Tolima, Santander y Boyacá; las vías de comunicación eran los ríos, sobre todo el Magdalena y el
Cauca, y pare de contar, porque incluso el comercio de cabotaje en las costas era mínimo, y el Atrato
apenas comenzaba a tener importancia después de 200 años de tener su navegación prohibida; la
movilización de las personas necesitaba de pasaporte y era vigilada, controlada y restringida por las
autoridades.

El Llorente del florero era González


Una costumbre muy española es la de llamar a las personas por su segundo apellido, éste es el caso de
don José González Llorente, quien por el incidente del “florero” el 20 de julio de 1810, pasó a la
historia, únicamente, por el apellido de su madre: Llorente y el florero que pudo ser el “florero de
González”, quedó como “el florero de Llorente”. En esa fecha histórica, cuando respondiendo a una
solicitud de préstamo de un florero para adornar una mesa que serviría para un homenaje al
comisionado regio, el quiteño Antonio de Villavicencio, se fue de lengua y ofendió a los americanos
con expresiones de grueso calibre; González era gaditano y había llegado en 1779 a Cartagena,
pasando luego a Santa Fe donde contrajo matrimonio con María Dolores Ponce y Lombana,
matrimonio del que hubo siete hijos y vivía, además, con un hermano menor, su suegra y once
cuñados; tenía fama de caritativo y poseía el mejor almacén de la calle real, exportaba quinas e
importaba telas, paños, porcelanas, básculas, etc. Su agresiva actitud del 20 de julio, provocada por un
bien estudiado libreto de los revoltosos, aprovechando que era día de mercado y la plaza estaba llena
de compradores y vendedores, ocasionó la revuelta que concluyó con la independencia de la Nueva
Granada. Ese día González debió ser llevado a la cárcel para salvarlo del linchamiento del populacho;
siguió viviendo en la capital, pero la presión política lo hizo salir del país acompañado de su
numerosa familia, y dejó como albacea testamentario a Camilo Torres, cambiado luego por Ramón de
la Infiesta; salió por Honda y Cartagena, paró en Jamaica, donde le escribió a Fernando VII una carta
en la que consignó su versión de los hechos acontecidos en 1810, y pasó a Cuba, y murió en la ciudad
de Camagüey.

Preparación del golpe

Al iniciarse el año de 1810 era regente Francisco Manuel Herrera, asesor Anselmo Bierna y Mazo y
oidores Juan Hernández de Alba, Manuel Martínez Mancilla, Juan Jurado, Diego Frías, Francisco
Cortázar y Joaquín Carrión y Moreno; y con el fin de reducir el poder de los criollos en el Cabildo, el
virrey Amar nombró seis regidores añales (duraban un año), todos españoles, para que influyeran en
el nombramiento de los alcaldes de primer y segundo votos, nombramientos que recayeron en José
Miguel Pey y Juan Gómez, respectivamente. Los regidores eran Bernardo Gutiérrez, Ramón Infiesta,
Vicente Rojo, José Joaquín Álvarez, Lorenzo Marroquín y Joaquín Urdaneta. Estaba completo el
cuadro de las autoridades que acompañaban en el mando a Antonio Amar y Borbón.
A raíz de las reuniones del 6 y 11 de septiembre de 1809, convocadas por el virrey Amar para estudiar
la situación de Quito, se abrieron causas secretas por desafección al régimen contra José Acevedo y
Gómez, Camilo Torres, Frutos Joaquín Gutiérrez, José María del Castillo y Rada, Gregorio Gutiérrez
Moreno, Andrés Rosillo, Manuel Pombo, Tomás Tenorio, Antonio Gallardo, Nicolás Mauricio Omaña,
Pablo Plata y Luis de Ayala; el 21 de enero se trajo preso al magistral Andrés María Rosillo y Meruelo.
La Audiencia pretendió derrocar al virrey Amar y reemplazarlo por el teniente del rey, Blas de Soria,
y le abrió causa secreta que no se siguió porque las circunstancias señalaban el peligro que una acción
de ese tipo podría significar para la vida institucional del Nuevo Reino y su posible desestabilización a
favor de quienes conspiraban en la sombra. Luego fue el alzamiento de Salgar, Rosillo y Cadena en los
Llanos, siguió la reyerta de Ignacio de Herrera contra el alférez real Bernardo Gutiérrez y los
documentos “Memorial de Agravios” de Camilo Torres y el “Manifiesto de un americano imparcial”
de Ignacio de Herrera. El plato estaba servido, sólo faltaba encender la mecha; los patriotas se
reunieron en el Observatorio Astronómico que dirigía Caldas y prepararon minuciosamente el libreto
que debían cumplir al día siguiente y pusieron como chivo expiatorio a un español bocón que tenía
una tienda en una esquina de la plaza principal, don José González Llorente. Así comenzó la historia.

Los rebeldes criollos

La voz cantante de la revolución fue don José Acevedo y Gómez, charaleño, conocido como “el
Tribuno del Pueblo”, cuya casa fue protegida por el pueblo en la noche del 19 de julio porque corrió el
rumor de que unos cuantos patriotas, encabezados por Acevedo, serían detenidos por los oidores; él
fue quien se dirigió al pueblo y sugirió los nombres que debían hacer parte de la Junta Suprema,
cuando pronunció la célebre frase “Si dejáis pasar estos momentos de efervescencia y de calor…” El
otro baluarte de los criollos fue el militar santafereño Antonio Baraya, comprometido con el golpe y
control efectivo de las pretensiones de Sámano, y fue quien entregó el parque a los patriotas, evitando
un derramamiento de sangre; se le considera el primer militar granadino y jugó un papel muy
importante en las luchas guerreras de la primera república.

La Bogotá de 1810

Según el autor consultado, Santa Fe de Bogotá tenía entre 25.000 y 30.000 habitantes, la bañaban
cuatro ríos: Fucha, San Francisco, Arzobispo y San Agustín, dos quebradas, Las Delicias y La Vieja; y
cuatro chorros, Belén, Fiscal, Botellas y Padilla. Apenas se estaban terminando las obras de
reconstrucción por el terremoto del 16 de junio de 1805 que destruyó el 25% de la ciudad, que tenía
unas 200 manzanas en las que abundaban los perros, no había acueducto ni alcantarillado y estaban
divididas en ocho barrios, cada uno con su alcalde2, así: La Catedral, del Príncipe, del Palacio, San
Jorge, Las Nieves Oriental, Las Nieves Occidental, San Victorino y Santa Bárbara; con el tiempo, los
dos primeros tomaron el nombre de La Candelaria. No existían barrios linajudos, pero la gente de
algún dinero se concentraba en la Calle Real, la única con construcciones de dos pisos, al pie de la
plaza de las hierbas (actual parque de Santander) o cerca de la plaza mayor.
En la plaza principal había una fuente con una figura que se pretendió fuera san Juan Bautista, pero
que la gente llamó “el mono de la pila”, quitado años más tarde para colocar a Bolívar y llevado al hoy
Museo de Arte Colonial; la unidad monetaria era el castellano de oro y el peso dividido en ocho
reales. Además, había onzas, escudos y doblones. En la construcción, la madera reemplazó a la piedra
y el adobe a la tapia pisada. El vehículo de movilización era el caballo; la biblioteca pública contaba
con más de 20.000 volúmenes, muchos de ellos verdaderos incunables producto del decomiso a los
jesuitas. Se destacaba mucha gente culta y había varias tertulias literarias, como la Eutropélica de
Manuel del Socorro Rodríguez, la del Buen Gusto de Manuela Santamaría de Manrique y la de
Antonio Nariño. Los dominicos regentaban la Universidad Tomística, los jesuitas la Academia
Javeriana y el Colegio de San Bartolomé (hasta 1767 cuando se produjo la “Pragmática Sanción” de
Carlos III), los agustinos el colegio San Nicolás Bari, los seculares el Colegio Mayor del Rosario y las
monjas de La Enseñanza el primer colegio femenino fundado en Latinoamérica. Las gentes se
divertían fumando tabaco y jugando naipes; la bebida tradicional era el chocolate, cambiado por el
café cuando llegó la Legión Británica; casi el 60% de la población estaba formado por mujeres; la
ciudad la resguardaban muy pocas tropas, tenía dos mil casas y contaba con 28 iglesias.

La junta tumultuaria de San Victorino

El 21 de julio de 1810, a las cinco de la tarde, don José María Carbonell sentó el precedente
revolucionario más importante de nuestra historia, desconoció a la Junta Suprema y estableció en un
local del barrio San Victorino una Junta Popular que Morillo llamó “Tumultuaria”. Carbonell fue
elegido presidente, el procurador Eduardo Pontón vicepresidente y los vocales fueron Ignacio de
Herrera y Vergara, Manuel García, Juan José Monsalve, Antonio Ricaurte y Lozano, Manuel Posse,
Domingo Rosas y Francisco Javier Gómez. Por primera vez el pueblo de Santa Fe elegía libre y
soberanamente a sus conductores. Esta Junta se movilizó por las calles de la ciudad e impuso su ley
durante 25 días. Infortunadamente careció de la conciencia política y la organización que le pudieran
haber asegurado el triunfo.
¿Revolución o independencia?

¿El 20 de julio se produjo la independencia de la Nueva Granada o fue apenas un hecho


revolucionario sin mayor significación? ni lo uno ni lo otro. En el primer momento, lo que el
patriciado quería era tener mayor acceso al poder, sólo Carbonell habló de independencia y de
financiarla con los bienes de la iglesia, pero nadie le paró bolas y a la cabeza de la Junta se nombró al
virrey Amar. El 20 de julio, como en todos los movimientos ocurridos en el resto del continente, los
criollos desplazaron a los españoles del mando, pero sin pretender la independencia de España,
aunque los hechos y el papel jugado, tanto por la masonería como por las sociedades económicas de
amigos del país, las teorías de la independencia norteamericana y la revolución francesa, y la
formación de dirigentes en la Real Expedición Botánica del Reino, como la misma reacción de la
corona española, obligaron a declarar la independencia absoluta.

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