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La Colegialidad

(Falta reordenar el texto)


Resumen:
1. Veremos que dice la Tradición y el Magisterio sobre la constitución divina de la
Iglesia
2. En el Concilio Vaticano II, El Capítulo 3 de la constitución “Lumen
gentium” presenta una nueva definición de la constitución jerárquica de la
Iglesia, mejor conocida bajo el nombre de “colegialidad”.
3. Veremos las intervenciones de Monseñor Lefebvre en el Concilio, que señalan
el peligro, no sólo para el poder del Papa, sino para la autonomía de los
Obispos.
4. Operación Staffa, y Nota Previa.
5. La Nota Previa no subsana el error de base.
6. La colegialidad fue retomada y consagrada por el Nuevo Código de Derecho
Canónico de 1983, en el canon 336.
7. En Anexo pondremos una apreciación sobre la Colegialidad, hecha por
Monseñor Lefebvre varios años después de su aplicación práctica, tanto con
respecto al Papa, como con respecto a los obispos. Y adjuntamos la relación del
Juan Pablo II y de Benedicto XVI con la Colegialidad.

La enseñanza tradicional

La iglesia se compone de una sola y misma jerarquía, pero sus miembros son investidos
de dos poderes distintos. El Código de 1917 lo dice claramente en la sección 3 del
canon 108; y el canon 109 explica otra vez esta distinción, indicando que existe una
diferencia en la manera en la que se adquieren los poderes:

1. [Poder de Orden]Aquellos que son admitidos en la jerarquía eclesiástica son


constituidos en los grados del poder de orden mediante la santa ordenación;
2. [Poder de Jurisdicción; el Papa se establece] en el soberano pontificado,
directamente por derecho divino, por medio de una elección legítima y la
aceptación de la elección; [los Obispos se establecen] en los otros grados de
jurisdicción, por la misión canónica”.
 
La jurisdicción se confiere a los Obispos mediante un acto de la voluntad del Papa.
Así lo enseña Pío XII en Ad sinarum gentem (1954) y Ad apostolorum principis (1958),
retomando la enseñanza de Mystici corporis (1943). Los términos mismos empleados en
este último documento son muy claros y apuntan a una verdadera entrega del poder que
él tiene, y no a una simple determinación del ejercicio del poder ya tendrían los obispos.
[3]
El único sujeto del poder de jurisdicción que lo recibe directamente de Dios es el
Papa. Los otros Obispos reciben su jurisdicción directamente del Papa, no de Dios. Y el
Papa, puede recibir y utilizar su jurisdicción sin estar aún revestido del poder de orden
episcopal, puesto que no recibe su jurisdicción mediante el rito de una consagración.
[No forma parte del poder de orden]
Queda claro que tal es el caso durante la elección al papado de un clérigo que aún no
habría sido consagrado Obispo: el Código de 1917 prevé que en este caso el elegido se
inviste con el papado desde que acepta su elección, e incluso antes de haber recibido el
poder de orden episcopal.

Vaticano I

El Concilio Vaticano I delimita la jurisdicción de los Obispos, que es la de la


constitución divina de la Iglesia, utilizando una fórmula muy expresiva: los Obispos
apacientan y gobiernan, cada uno individualmente, el rebaño particular que les ha sido
asignado (singuli singulos sibi assignatos greges pascunt et regunt), dependiendo de un
solo pastor supremo (sub uno summo pastore).
El único sujeto del poder supremo de jurisdicción en la Iglesia es, por lo tanto, el
Papa. Por lo tanto, el Papa es quien da la existencia al Colegio (Concilio) para hacer de
éste el sujeto temporal del ejercicio de su propio poder, haciéndolo participar en sus
propios actos de Soberano Pontífice.

Durante el Concilio Vaticano I, la constitución Pastor æternus (DS 3053-3054)


enunciaba de hecho:
 
A esta doctrina tan evidente de las Sagradas Escrituras, tal como ha sido siempre
entendida por la Iglesia, se oponen abiertamente las sentencias descarriadas de aquellos
que, pervirtiendo la forma de gobierno instituida por Cristo en Su Iglesia, niegan que
San Pedro solo fue dotado de un verdadero y propio Primado de jurisdicción, lo que lo
pone a la cabeza de todos los demás Apóstoles, ya sean tomados cada uno por separado
o todos reunidos en conjunto”.

La Colegialidad en el Vaticano II

El principio de la colegialidad está enunciado en el Capítulo 3 de la Lumen gentium:


 
Dice así el texto (números 18, 20 y 22):
«Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a una
con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus
Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn. 20 21), y quiso
que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos,
fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el episcopado mismo fuese uno
solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado
Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la
fe y de comunión.
Esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro
Primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la
propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles, y, prosiguiendo
dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la
doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles, los cuales junto con
el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen
la casa de Dios vivo… (nº 18).
Así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro como a
primero entre los Apóstoles, y se transmite a sus sucesores, así también
permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que
permanentemente debe ser ejercido por el orden sacro de los Obispos. Enseña,
pues, este Sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en
el lugar de los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a
Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc.
10 16)… (nº 20).
El Colegio o cuerpo episcopal no tiene autoridad si no se considera incluido el
Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como cabeza del mismo, quedando siempre
a salvo el poder primacial de éste, tanto sobre los pastores como sobre los fieles.
Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y
Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que
puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que
sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio Apostólico, y en
quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el
Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino
con el consentimiento del Romano Pontífice.
El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia
(Mt. 16 18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn. 21 15ss); pero el
oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al Colegio de
los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt. 18 18; 28 16-20). Este Colegio expresa
la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto de
muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado bajo una sola
Cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, actuando fielmente el primado y
principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus
propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo
robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia.
La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se
ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio
Ecuménico que no sea aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de
Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios
Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma potestad colegial puede ser
ejercitada por Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la
Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la
acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto
colegial» (nº 22).

Según esto, además del Papa considerado solo, el Orden de los Obispos constituye,
también, en unión con el Pontífice romano, su cabeza, y nunca fuera de esta cabeza, el
sujeto de un poder supremo y plenario sobre toda la Iglesia.
 El Papa sucede a San Pedro y los obispos suceden a los Apóstoles en el poder supremo
de gobierno.
Esto se explica debido a una concepción muy particular de la sacramentalidad del
episcopado, según la cual la consagración episcopal daría a la vez el poder de
santificar y el poder de gobernar. Este doble poder pertenecería específicamente a
todo Obispo por el hecho de haber sido consagrado, y mientras forma parte del
Colegio, ya que este poder se recibe inmediatamente de Cristo, mediante la
consagración. Lógicamente, la intervención de la autoridad jerárquica sólo tendrá por
efecto precisar el ámbito de la aplicación del ese poder; no tendrá por efecto conferir el
poder en sí mismo.
La colegialidad en el Código de derecho Canónico

El canon 336 del Nuevo Código sintetiza estos dos aspectos de la manera siguiente:
“El Colegio de los Obispos, cuya cabeza es el Sumo Pontífice y cuyos miembros son
los Obispos, en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica
entre la cabeza y los miembros del Colegio, y en el cual se perpetúa el cuerpo
apostólico, también es, en unión de su cabeza y nunca sin ésta, sujeto del poder
supremo y plenario sobre la Iglesia en su totalidad.”

La novedad del Vaticano II

El núm. 21 de la constitución Lumen gentium enseña que el poder de jurisdicción es


recibido por todos de la misma manera, es decir, directamente de Cristo. Se trata del
mismo poder supremo y universal, poder cuyo sujeto es el Colegio. Lógicamente,
entonces, ¿qué puede recibir el Papa por su elección, sino un poder honorífico o de
simple presidencia? [A menos que se piense que la elección papal es una especie de
Ordenación Sacerdotal, como parecería pensar el papa emérito Benedicto XVI].

¿Cómo ocurrió esto en el concilio Vaticano II?  Operación Staffa


En la opinión liberal extrema, habría entonces un único sujeto del poder supremo, que
sería el Colegio, y en el que el Papa no sería sino el portavoz designado. A eso querían
llegar en el Concilio. Así, el Padre Schillebeeckx, teólogo holandés, dijo:
«Un mes antes de la última semana de la 3ª sesión, yo había dicho que no
podríamos hacernos ilusiones sobre la colegialidad según Vaticano II, que habría
que esperar un tercer Concilio para aprobar la colegialidad papal. Un teólogo de
la Comisión doctrinal me tranquilizó: “La expresaremos de un modo
diplomático, pero, después del Concilio, sacaremos las conclusiones
implícitas”».
Pero la oposición conservadora logró impedir que se llegara a esos extremos. Fue
coartada en el momento del Concilio y ha dado lugar a un texto comprometedor en el
núm. 22, donde dice que hay un doble sujeto del primado, por una parte, el Papa y por
otra parte, el Colegio con su cabeza.

Era evidente a los Padres Conciliares lo que con este texto se pretendía introducir, razón
por la que hubo fuerte oposición de algunos obispos, como Monseñor Lefebvre. Cuando
Pablo VI vio que se iba demasiado lejos, para calmar la oposición de la asamblea
conciliar, añadió al texto una Nota explicativa Previa para disipar todo equívoco:
«El término Colegio no se entiende en un sentido estrictamente jurídico, es decir,
de una asamblea de iguales que confiaran su propio poder a quien los preside,
sino de una asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la
revelación… El paralelismo entre Pedro y los demás apóstoles, por una parte, y
el Sumo Pontífice y los obispos, por otra, no implica la transmisión de la potestad
extraordinaria de los apóstoles a sus sucesores ni, como es evidente, la igualdad
entre la Cabeza y los miembros del Colegio, sino solamente la proporcionalidad
entre la primera relación (Pedro-apóstoles) y la segunda (Papa-obispos)…
Del Colegio, que no se da sin su Cabeza, se dice: “Que es sujeto también de la
suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal”. Necesariamente hay que
admitir esta afirmación para no poner en peligro la plenitud de potestad del
Romano Pontífice. Porque el término “Colegio” comprende siempre y de forma
necesaria a su propia Cabeza, la cual conserva en el seno del Colegio
íntegramente su función de Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal.
La distinción no se da entre el Romano Pontífice y los obispos colectivamente
considerados, sino entre el Romano Pontífice solo y el Romano Pontífice junto
con los obispos. Por ser el Sumo Pontífice la Cabeza del Colegio, él por sí solo
puede realizar ciertos actos que de ningún modo competen a los obispos; por
ejemplo, convocar y dirigir al Colegio, aprobar las normas de acción, etc.
Pertenece al juicio del Sumo Pontífice, a quien está confiado el cuidado de todo
el rebaño de Cristo, determinar según las necesidades de la Iglesia… el modo
que convenga tener en la realización de dicho cuidado, ya sea un modo personal
o un modo colegial. El Romano Pontífice, para ordenar, promover, aprobar el
ejercicio colegial, con la mirada puesta en el bien de la Iglesia, procede según su
propia discreción.
El Sumo Pontífice, como Pastor Supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente
su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio. El Colegio, sin
embargo, aunque existe siempre, no por ello actúa en forma permanente con una
acción estrictamente colegial, como consta por la tradición de la Iglesia. No
siempre se halla “en plenitud de ejercicio”; más aún, sólo actúa a intervalos con
actividad estrictamente colegial, y sólo con el consentimiento de su Cabeza…
Aparece, pues, claramente, que se trata de la unión de los obispos con su Cabeza
y nunca de la acción de los obispos independientemente del Papa. En este caso,
al faltar la acción de la Cabeza, los obispos no pueden actuar como Colegio,
como lo prueba la misma noción de “Colegio”».
La nota (que no había sido expuesta, debatida ni votada) fue la salvaguarda de la
autoridad personal del Papa, pero el equívoco de la colegialidad no se había disipado
totalmente, y se seguían perfilando en perspectiva dos poderes supremos: el del Papa y
el del Colegio Episcopal.

Comentario a la Nota Previa:

A veces se ve en esta nota más que lo que contiene, la eliminación de un equívoco


peligrosísimo pero intencional. Además, como explica el Profesor Romano Amerio:
«No hay ejemplo en la historia de los Concilios de una glosa de tal cariz añadida
a una Constitución dogmática como es la Lumen Gentium, y ligada
orgánicamente a ella. Parece inexplicable que el Concilio, en el mismo acto de
promulgación de un documento doctrinal (después de tantas consultas,
enmiendas, cribas, aceptaciones y rechazos de modi), dé a luz a un documento
tan imperfecto que deba ser acompañado por una cláusula explicativa. En fin,
una curiosa singularidad de esta Nota Prævia: se debería leer antes de la
Constitución a la que está ligada, y sin embargo se edita después de ella».

El Papa Pablo VI añadió esta Nota previa (Nota prævia) en cuatro artículos, que


se supone debe aclarar el texto. Sin embargo, se advertirá que el segundo sujeto colegial
es un sujeto ordinario y permanente y que su acción tiene lugar por intervalos (y ya no
de manera extraordinaria). Y si se requiere el consentimiento del Papa, es solamente
para que el Colegio pueda actuar y ya no para que pueda existir como tal. Por otro lado,
el Colegio, segundo sujeto del primado, es precisamente presentado como “con” el Papa
y no como “bajo” el Papa o “dependiendo de” su cabeza, el Papa.
Y si la Nota prævia insiste sobre la idea de que el Papa está, de pleno derecho,
provisto del primado, no dice nada para anular la otra idea, según la cual el Colegio,
entendido como una asamblea en la que el Papa no es más que el presidente, es también
el sujeto del primado. Por el contrario, la sección 4 de la Nota prævia, precisa que el
Colegio existe permanentemente, en su ser mismo, y no solamente en su ejercicio, como
sujeto él también (por lo tanto como otro sujeto distinto del Papa solo).

NOVEDAD DEL MAGISTERIO


Nunca antes el Magisterio había enseñado que existieran dos sujetos distintos,
cada uno poseedor del mismo poder supremo.
Si uno se atiene a este contenido literal, se puede entonces ver ahí un texto
comprometedor. Este resultado está bastante bien descrito en la apreciación que da de él
Romano Amerio, en su estudio sobre las variaciones de la Iglesia conciliar, Iota Unum,
publicado en 1987, veinte años después de los hechos.
 
La ‘Nota previa’ (Nota prævia) rechaza la interpretación clásica de la
colegialidad, según la cual el sujeto del poder supremo en la Iglesia es el Papa solo,
que la comparte, cuando quiere, con la universalidad de los Obispos reunidos en
Concilio por él y siempre según la cual el poder supremo no se vuelve colegial más
que cuando es comunicado por el Papa a su gusto (ad nutum).
 
La ‘Nota previa’ rechaza de igual manera el sentir de los innovadores, según el
cual el sujeto del poder supremo en la Iglesia es el Colegio episcopal unido al Papa,
y no sin el Papa, que es su cabeza, pero de tal suerte que, cuando el Papa ejerce,
incluso solo, el poder supremo, lo hace precisamente como cabeza del mencionado
Colegio y por lo tanto como representando este Colegio, el cual está obligado a
consultar con el fin de expresar su sentir. Ésta es la teoría calcada sobre la que
quiere que toda autoridad deba su poder a la multitud: teoría difícil de conciliar con
la constitución divina de la Iglesia.
 
Al refutar las dos teorías, la Nota prævia sostiene firmemente que el poder
supremo pertenece de hecho al Colegio de los Obispos unidos a su cabeza, pero
que la cabeza lo puede ejercer independientemente del Colegio, mientras que
el Colegio no lo puede ejercer independientemente de la cabeza.

Confrontación con la tradición

La nota previa fue un simple freno a una herejía extrema, pero cayendo en una
herejía “moderada”; la negación de la enseñanza del Magisterio ordinario universal
sobre Papa como único poseedor del poder supremo y universal de jurisdicción.
Como citamos anteriormente, dice Pastor Aeternus:
 
A esta doctrina tan evidente de las Sagradas Escrituras, tal como ha sido
siempre entendida por la Iglesia, se oponen abiertamente las sentencias
descarriadas de aquellos que, pervirtiendo la forma de gobierno instituida por
Cristo en Su Iglesia, niegan que San Pedro solo fue dotado de un verdadero y
propio Primado de jurisdicción, lo que lo pone a la cabeza de todos los demás
Apóstoles, ya sean tomados cada uno por separado o todos reunidos en
conjunto”.

EL NUEVO CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

Al disminuir el poder del Papa en provecho de los Obispos como Colegio


Episcopal, estos dos poderes supremos tienden a coexistir, no sólo de hecho, sino
también de derecho. El Derecho Canónico de 1983 expresa y legisla esta realidad. El
canon 115, § 2, precisa el término «colegial»:
«Un conjunto de personas… es colegial, si sus miembros determinan su acción
tomando en común las decisiones que hay que adoptar en igualdad de derecho o
no, según las leyes y los estatutos; si no, no es colegial».
Así pues, las Conferencias Episcopales son a la vez «conjuntos de personas que
toman las decisiones en común», y verdaderos «principios de acción». El canon 331, al
estipular que
«el Obispo de Roma… es el jefe del Colegio Episcopal, Vicario de Cristo y Pastor
en la tierra de toda la Iglesia, y que por eso posee en la Iglesia, en virtud de su
cargo, el poder ordinario supremo, pleno, inmediato y universal que puede
siempre ejercer libremente»,
es ambiguo y deja entender que el Papa posee el poder ordinario y supremo sólo
por ser el jefe del Colegio Episcopal; lo cual se asemeja a la proposición condenada por
Pío VI en su bula «Auctorem Fidei», del 28 de agosto de 1794, que declaraba que el
Pontífice romano recibe el poder de su ministerio, no de Cristo, sino de la Iglesia.
Los «dos poderes supremos» están igualmente valorados en el canon 336:
«El Colegio Episcopal, cuyo Jefe es el Pontífice Supremo y cuyos miembros son
los Obispos, en virtud de la consagración sacramental y por la comunión
jerárquica entre el jefe y los miembros del Colegio… es también, en unión con
su jefe y jamás sin él, sujeto del poder supremo y pleno sobre la Iglesia entera».
El canon 755 § 3, 1º, ilustra el poder abusivo dado al Colegio Episcopal:
«Corresponde en primer lugar al Colegio Episcopal entero y a la Sede Apostólica
el alentar y dirigir entre los católicos el movimiento ecuménico, cuyo fin es
restablecer la unidad entre todos los cristianos, unidad que la Iglesia está
encargada de promover por la voluntad de Cristo».
¡Esta vez el Colegio Episcopal precede a la sede Apostólica!
El Papa Juan Pablo II declaró, durante la promulgación de este Nuevo Código:

Según la opinión misma de Juan Pablo II, este Nuevo Código se supone que debe
traducir a un lenguaje legislativo la eclesiología conciliar:
“Esta nota de colegialidad que caracteriza y distingue todo el proceso de creación
de este nuevo Código corresponde perfectamente al Magisterio y al carácter del
Concilio Vaticano II”.[1] Agregó incluso que el Nuevo Código quiso presentar a la
Iglesia como el Pueblo de Dios, cuya constitución jerárquica “aparece fundada
sobre el Colegio de los Obispos, unido a su cabeza”.[2]
Por lo tanto, ese código, es el que da la interpretación exacta del Capítulo 3 de Lumen
gentium. Ésta impone la Colegialidad en la vida cotidiana de la Iglesia.

INTERVENCIÓN DE MONSEÑOR LEFEBVRE EN EL CONCILIO – OCTUBRE DE 1963

«Venerables hermanos:
Tomo la palabra en nombre de muchos Padres, cuyos nombres transmito al
Secretariado General. Nos ha parecido que si el texto del capítulo segundo, nº 16
y 17, se mantiene tal como está, se pone en grave peligro la intención pastoral del
Concilio 1.
Ese texto, en efecto, pretende que los miembros del Colegio de los obispos posean
derecho de gobierno, sea con el Sumo Pontífice sobre la Iglesia universal, sea
con los otros obispos sobre las diversas diócesis.

1
Cf. el texto definitivo de la Constitución Lumen Gentium, nº 22-23.
En la práctica, la colegialidad existiría a través de un Senado internacional
residente en Roma y gobernando con el Sumo Pontífice la Iglesia universal, y
por las Asambleas nacionales de obispos con verdaderos derechos y deberes en
todas las diócesis de una misma nación.
Por allí, y poco a poco, se substituiría en la Iglesia el gobierno personal de un
solo pastor por Colegios, ya internacionales, ya nacionales. Muchos Padres han
hablado del peligro de una disminución del poder del Sumo Pontífice, y estamos
plenamente de acuerdo con ellos. Pero entrevemos otro peligro todavía más
grave, si cabe: la desaparición progresiva y amenazante del carácter esencial de
los obispos, que es el de ser “verdaderos pastores, que apacientan y gobiernan
cada uno su propio rebaño, confiado a él, con un poder propio e inmediato y
pleno en su orden”. Pronto e insensiblemente, las asambleas nacionales, con sus
comisiones, apacentarían y gobernarían todos los rebaños, de tal suerte que los
sacerdotes mismos y los fieles se encontrarían colocados entre estos dos
pastores: el obispo, cuya autoridad sería teórica, y la asamblea con sus
comisiones, que detentaría, de hecho, el ejercicio de la autoridad. Podríamos
aportar varios ejemplos de dificultades en las cuales se debaten sacerdotes, fieles
y hasta obispos.
Nuestro Señor ha querido, ciertamente, fundar las Iglesias particulares sobre la
persona de su pastor, ¡y con cuánta elocuencia ha hablado de ella! También la
tradición universal de la Iglesia nos lo enseña, como nos lo muestra con tanta
belleza la liturgia de la consagración episcopal.
Por eso las asambleas episcopales fundadas en una colegialidad moral, en la
caridad fraterna, en la ayuda mutua, pueden procurar un gran provecho al
apostolado. Si ellas, al contrario, toman poco a poco el lugar de los obispos,
fundadas sobre una colegialidad jurídica, pueden causarle un grave perjuicio».
Carta Abierta a los Católicos Perplejos
La democracia ha entrado en la Iglesia. El nuevo Código de Derecho
Canónico presenta los poderes que posee el “Pueblo de Dios”. Esta tendencia
a hacer participar a lo que se llama la base en el ejercicio del poder, la
encontramos en todas las nuevas estructuras: sínodos, conferencias episcopales,
consejos presbiterales o pastorales, comisiones romanas, comisiones
nacionales, etc., y en las órdenes religiosas hay instituciones equivalentes.
Es la democratización del magisterio, peligro mortal para millones de
almas desamparadas e intoxicadas a las que no ayudan los médicos, porque la
democratización ha echado a perder la eficacia que tenía antes el magisterio
personal del papa y de los obispos. Cuando se plantea un problema sobre la fe o
la moral, se propone a la consideración de un montón de comisiones teológicas,
que nunca acaban de pronunciarse porque sus miembros están divididos en sus
opiniones y métodos. Basta leer los informes de las asambleas en todos los
niveles, para reconocer que la colegialidad del magisterio equivale a su
paralización.
Nuestro Señor le encomendó la tarea de apacentar su rebaño a personas
no a una colectividad. Los apóstoles obedecieron al mandato del Maestro y
siempre fue así hasta el siglo XX. Hasta nuestra época nunca se había oído
hablar de Iglesia en “estado de concilio permanente” y en “continua
asamblea”. Los resultados no se han hecho esperar: todo está revuelto y los
fieles no saben a qué santo encomendarse.
A la democratización del magisterio, le sigue naturalmente la
democratización del gobierno eclesiástico, que se ha llevado a cabo a impulso
del famoso lema de la “colegialidad”, difundido a los cuatro vientos por la
prensa comunista, protestante y progresista.
Se ha colegializado el gobierno del papa o el de los obispos con un
colegio presbiteral; el del párroco con un colegio pastoral de laicos; y todo eso
articulado en innumerables comisiones, consejos, secciones, etc. El nuevo
Código de Derecho Canónico está completamente impregnado de esta idea.
Define al papa como cabeza del colegio episcopal. Es la doctrina que ya había
sugerido el documento Lumen gentium del Concilio, según la cual el colegio de
los obispos, junto con el papa, goza como él, de una manera habitual y
constante, del poder supremo en la Iglesia.
No es un cambio sin importancia. Esta doctrina del doble poder
supremo es contraria a la enseñanza y a la práctica del Magisterio de la Iglesia.
Se opone a las definiciones del concilio Vaticano I y a la encíclica de León XIII
Satis Cognitum. El poder supremo lo posee solamente el papa y lo comunica
únicamente en la medida en que lo juzga oportuno y en circunstancias
extraordinarias. Sólo el papa tiene un poder de jurisdicción sobre el mundo
entero.
Nos encontramos, pues, ante una restricción de la libertad del Sumo
Pontífice. ¡Sí, es una revolución! Los hechos muestran que no estamos ante una
modificación sin consecuencias prácticas. Juan Pablo II es realmente el primer
Papa al que le afecta la reforma. Se pueden citar muchos casos concretos en
que el Papa ha tenido que revocar una decisión suya por la presión de una
conferencia episcopal. El Catecismo Holandés acabó obteniendo el imprimátur
del arzobispo de Milán sin haber hecho las modificaciones que pedía la
comisión de cardenales. Lo mismo ocurrió con el catecismo canadiense, sobre
el cual oí decir en Roma a una voz autorizada: “¿Qué se puede hacer ante una
conferencia episcopal?”
La independencia adquirida por las conferencias ha quedado también
patente en Francia con la cuestión de los catecismos. Los nuevos manuales
están en oposición, en casi todos los puntos, con la exhortación apostólica
Catechesi Tradendæ. La visita “ad limina” de los obispos de la Ile-de-France
(Francia) en 1982, tenía como finalidad que el Papa aprobase una catequesis
con la que manifiestamente no estaba de acuerdo. La alocución que pronunció
Juan Pablo II al terminar la visita tiene todas los señales de un compromiso,
gracias al cual los obispos podían volver a su país con la cabeza alta y seguir
con su nefasta empresa. La conferencia del cardenal Ratzinger en París y en
Lyón (Francia), indica claramente que Roma no se rindió a las razones que
daban los obispos de Francia para instaurar una nueva pedagogía y una nueva
doctrina, pero que la Santa Sede se vio obligada a proceder así a causa de tales
presiones, sugerencias y consejos, en lugar de dar las órdenes necesarias para
que las cosas volvieran a su cauce y de condenar, si había que hacerlo, como
siempre han hecho los Papas, guardianes del depósito de la fe.
Parecía que se había aumentado la jurisdicción de los obispos, pero en
realidad son las víctimas de la colegialidad porque se hallan paralizados en el
gobierno de su diócesis. ¡Cuántas reflexiones instructivas han hecho los mismos
obispos sobre este punto! En teoría, el obispo puede, en muchos casos, obrar
contra la voluntad de la asamblea, y a veces hasta contra una mayoría si no se
somete la votación a la Santa Sede; pero en la práctica resulta imposible. Al
final de la asamblea, la secretaría publica las decisiones y todos los sacerdotes
y fieles conocen lo esencial por los medios de comunicación. ¿Qué obispo se
puede oponer a tales decisiones sin mostrar que no está de acuerdo con la
asamblea y tener que enfrentarse inmediatamente con algunos espíritus
revolucionarios que invoquen a la asamblea en su contra?
El obispo es el prisionero del sistema colegial, que tendría que haberse
limitado a ser un organismo de consulta y no haberse convertido en un
organismo de decisión. Aun en las cuestiones más sencillas, el obispo ha dejado
de ser el dueño de casa. Poco después del Concilio, cuando yo visitaba a
nuestras comunidades, el obispo de una diócesis de Brasil me vino a buscar a la
estación con mucha amabilidad. “No puedo hospedarlo en la curia –me dijo–,
pero le he hecho preparar un alojamiento en el seminario.”
Me condujo personalmente hasta el seminario. Había mucho movimiento
en la casa; por los pasillos y escaleras, y en todas partes, había muchachos y
muchachas. “Estos muchachos, ¿son seminaristas? –le pregunté. ¡Ah, no!
Créame que no estoy de acuerdo con que estos muchachos estén aquí, pero la
conferencia episcopal ha decidido que en adelante tenemos que tener sesiones
de acción católica en nuestros establecimientos. Estos muchachos que usted ve
se van a quedar ocho días aquí. ¿Qué quiere que haga?”
Se han confiscado los poderes que el derecho divino le concede a las
personas, tanto en el caso del papa como en el de los obispos, en provecho de
una entidad cuyo poder no cesa de crecer. Se me dirá que las conferencias
episcopales no son algo nuevo; San Pío X ya las había aprobado a principios de
siglo. Es verdad, pero ese santo Papa les había dado una definición que las
justificaba:
“Estamos persuadidos de que esas asambleas de obispos son de
muchísima importancia para mantener y desarrollar el reino de Dios en
todas las regiones y provincias. Cuando de este modo los obispos,
guardianes de las cosas santas, ponen sus luces en común, resulta que
no sólo se percatan de las necesidades de sus pueblos y eligen los
remedios más convenientes, sino que además estrechan los lazos que los
unen entre sí.”
Así que no se trataba de una institución de carácter estatal que por su
condición pudiese tomar decisiones que tenían que aplicarse obligatoriamente.
Lo mismo que un congreso de científicos no fija el modo como tienen que
hacerse las investigaciones en tal o cual laboratorio.
Ahora la conferencia episcopal funciona como un parlamento, y el
consejo permanente del episcopado francés es el órgano ejecutivo. El obispo se
parece más a un prefecto o a un comisario de la República –para usar la
terminología que está de moda– que al sucesor de los apóstoles encargado por
el papa del gobierno de una diócesis.
En esas asambleas se vota, y son tantos los escrutinios que en Lourdes se
tuvo que instalar un sistema de votación electrónico. Necesariamente, se forman
partidos, pues lo uno supone lo otro; y el que dice partidos dice divisiones.
Cuando un gobierno tiene que someterse a votaciones de consulta en su
ejercicio, se vuelve ineficaz, y la colectividad es la que sufre las consecuencias.
La introducción del régimen colegial ha debilitado considerablemente su
eficacia, y con mayor motivo porque con una asamblea se contraría y contrista
más al Espíritu Santo que con una persona. Las personas, si son responsables,
actúan y hablan aunque algunas callen; pero en una asamblea, lo que decide es
el número.
Sin embargo, el número no hace la verdad, ni tampoco la eficacia, como
estamos viendo desde hace 20 años de colegialidad, y como era de suponer sin
necesidad de hacer ninguna prueba. Como dijo el fabulista ya hace mucho
tiempo: “se han hecho muchas reuniones para nada”. ¿Por qué se tenía que
copiar a los regímenes políticos en que el sufragio justifica las decisiones,
siendo que ellos no tienen un jefe supremo? La Iglesia tiene la inmensa ventaja
de saber lo que tiene que hacer para extender el reino de Dios. Sus jefes han
sido instituidos. ¡Cuánto tiempo perdido redactando declaraciones comunes,
que nunca son satisfactorias, porque es necesario tener en cuenta las opiniones
de unos y otros! ¡Cuántos viajes incesantes para asistir a consejos, a reuniones
preparatorias, a comisiones y a subcomisiones! Monseñor Etchegaray decía en
Lourdes al clausurar la asamblea de 1978: “Ya no sabemos por dónde
empezar.”
El resultado es que ha disminuido considerablemente la fuerza de
resistencia de la Iglesia al comunismo, a la herejía y a la inmoralidad. Eso es lo
que deseaban sus adversarios y por eso durante el Concilio y después, se han
esforzado tanto para empujar a la Iglesia por el camino de la democracia.

JUAN PABLO II Y LA COLEGIALIDAD

Monseñor Wojtyla, en su libro «La renovación en sus fuentes», se refirió


abundantemente a todo lo que toca a la colegialidad. Dice así:
«El principio de colegialidad determina en sí el modo de ejercicio de la
autoridad en la Iglesia, tal y como fue instituido por Cristo mismo… Una
Iglesia universal existe en varias Iglesias particulares. Los Obispos, sucesores de
los Apóstoles, por su unión al sucesor de Pedro, obispo de Roma, expresan esta
multiplicidad que es a la vez unidad, universalidad y “particularidad”… El
pueblo de Dios es la Iglesia, y la Iglesia es igualmente la comunión de las
Iglesias, “communio Ecclesiarum”, que está constituida por la comunión de los
Obispos-Pastores».
El comienzo de este pasaje es peligroso, pues tiende a comparar el gobierno de
la Iglesia al de una República. En otro lugar de la obra dice:
«El Vaticano II pone las bases del Sínodo de los Obispos como una nueva
institución permanente de la Iglesia de Roma… Es evidente que el Vaticano II
no solamente ha confirmado una serie de estructuras ya ensayadas, sino que ha
introducido igualmente algunas nuevas […], y no solamente ha confirmado, sino
recomendado, la institución de las Conferencias Episcopales».
Como Monseñor Lefebvre recordaba más arriba, ya existían Conferencias
Episcopales mucho tiempo antes del Concilio, pero éstas no tenían ningún poder de
dirección ni verdadera unión jurídica: eran sólo comisiones consultivas, con una unión
moral basada en la caridad y ayuda mutua. Pero cuando Monseñor Wojtyla escribe esto,
en 1972, las Conferencias Episcopales se han vuelto más poderosas que los Obispos, y
les marcan sus directivas.
Monseñor Lefebvre puntualizó este tema al recordar que, cuando era Delegado
Apostólico en Dakar, ya había una Conferencia Episcopal en Madagascar. Roma le
pidió entonces que crease otras nuevas. Dice así:
«Es lo que hice, pero en las directivas que las establecían, había precisado bien
que no se trataba de instaurar instancias superiores a los Obispos, lo que habría
tenido por efecto reducir su autoridad y paralizar su acción en sus diócesis»  2.
Cuando el cardenal de Cracovia accedió al Pontificado, su concepción de la
colegialidad se reveló aún más amplia. Así por ejemplo, con ocasión del Sínodo de
Obispos de Holanda el 6 de enero de 1980, diría:
«El sínodo de los Obispos manifiesta de manera especial la colegialidad del
Episcopado que, en comunión con el Papa y bajo su dirección, ejerce la
autoridad suprema en el servicio pastoral de la Iglesia».

BENEDICTO XVI Y LA COLEGIALIDAD

Sabido es que la colegialidad es particularmente el fruto de la labor teológica del


padre Ratzinger, perito en el Concilio. Por eso, convertido en el papa Benedicto XVI, ha
seguido respaldando la idea de la colegialidad episcopal, especialmente buscando
«nuevos modos del ejercicio del primado petrino», en orden al ecumenismo con los
ortodoxos cismáticos.
«Pido también a todos los hermanos en el episcopado que estén a mi lado con la
oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el “Servus
Servorum Dei”. Como Pedro y los otros apóstoles constituyeron por voluntad del
Señor un único colegio apostólico, del mismo modo el sucesor de Pedro y los
obispos, sucesores de los apóstoles –el Concilio lo ha reafirmado con fuerza–,
deben estar estrechamente unidos entre ellos. Esta comunión colegial, si bien en
la diversidad de roles y de funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está
al servicio de la Iglesia y de la unidad de la fe, de la que depende de manera
notable la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo»  3.
No deja de ser significativa, en orden a la colegialidad, la declaración del
arzobispo de París en la visita que el Papa Benedicto XVI hizo a la capital francesa:
«Las relaciones del Papa con los obispos de Francia no son relaciones de
subordinación serviles, no son relaciones de un empresario con sus empleados.
El Papa no es el gerente de una multinacional que viene a visitar una sucursal.
Lo hemos acogido y escuchado como a un hermano que viene fortalecer la fe de
los que trabajan con él y con los cuales está en comunión. Estamos en una
relación de colaboración, y cuando tenemos algo para decirle, se lo decimos».

2
Fideliter nº 59, «Mes 40 ans d’épiscopat», pág. 23.
3
20 de abril de 2005, primer mensaje del Papa Benedicto XVI, un Papa de comunión y
colegialidad.

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