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Mariana, estudiante de 23 años, acude a consulta tras el repentino fallecimiento de su

padre por COVID con 56 años. Refiere que, durante el confinamiento, su padre se
encontraba cansado pero los médicos le dijeron que estaba bien, por lo que su madre, su
hermana y ella se encontraban molestas pensando que ponía excusas para no realizar sus
tareas. El día que falleció, le llevaron a urgencias ante la insistencia de él aunque
pensaron que eran exageraciones. La noche antes habían discutido y Mariana no pudo
despedirse, pedirle perdón y decirle que le quería, pese a lo complicado de su relación
desde la adolescencia. Tampoco pudieron verle, acudir a la incineración ni celebrar un
funeral.

Desde entonces, Mariana siente una gran culpa e impotencia, con pensamientos
rumiativos, imágenes negativas recurrentes, falta de concentración, rabia y rechazo.
Procura estar entretenida realizando tareas en casa, evita hablar de su padre con
conocidos o ver objetos que le recuerdan a él, echa de menos a su novio que tampoco ha
podido acompañarla, no quiere dejar sola a su madre, le da miedo darse cuenta de la
realidad al salir de casa y finge ante los demás que se encuentra bien.

Tiene desde hace semanas ataques de ansiedad y escalofríos, con sensación elevada de
agobio constante y miedo a salir a la calle. Su demanda es trabajar estos aspectos para
sentirse mejor.

Al llegar a consulta, recibí a Mariana con una cálida bienvenida que facilitara el vínculo
emocional. Nada más preguntarle de qué quería hablar, Mariana comenzó a explicar
entre lágrimas las circunstancias del fallecimiento de su padre, los ataques de ansiedad y
el miedo a salir que padece desde entonces, así como la culpa que le atormenta. En ese
momento me limité a acompañar y validar sus emociones, aclarando con voz cálida que
estaba en un lugar seguro y podía tomarse todo el tiempo que considerara necesario. La
mayor parte de la sesión estuvo llorando, mientras intentaba explicar el tipo de relación
que mantenía con su padre y las circunstancias de su fallecimiento. Al tratarse de una
muerte traumática, a la elaboración de la pérdida habría que sumarle la elaboración del
trauma con la “culpa del superviviente”, por lo que consideré beneficioso facilitar la
ventilación emocional ante el riesgo de desarrollar un duelo complicado. En todo
momento procuré mostrar empatía y aceptación, ayudándome del lenguaje no verbal.
Permitir que se desahogase sin intentar consolar con palabras de ánimo en ese momento
difícil fue lo que me resultó más complicado, pero me di cuenta de que mi rol no era ese
ni palabras vacías lo que Mariana esperaba de mí.
Pese a que estuvo llorando casi hasta el final de la sesión, sí fue capaz de contestar a las
preguntas que le fui formulando. A medida que fue discurriendo la sesión, Mariana
pudo explicar que, además del gran sentimiento de culpa que la invadía, no se veía
capaz de afrontar la realidad de la pérdida y también sentía rabia cuando la gente le
hablaba de la muerte de su padre. La situación de confinamiento estaba complicando la
posibilidad de sentirse acompañada en su duelo y echaba mucho de menos la presencia
de su novio en estos momentos. Exploramos entonces su red de apoyo y hablamos de la
necesidad de reservar tiempo para el descanso, ya que explicó que estaba todo el tiempo
activa para tratar de distraerse.

Para el cierre de la sesión, hice una recapitulación de lo tratado durante la sesión y


juntas acordamos que para la siguiente visita realizaría un pequeño autorregistro, con el
fin de lograr identificar adecuadamente en qué consisten los ataques de ansiedad que
refiere, ya que su objetivo es trabajar esta parte para sentirse mejor. Creo que este
aspecto puede enfocarse adecuadamente desde un enfoque cognitivo conductual, si bien
el asunto de la culpa y la elaboración del duelo podrían beneficiarse de un enfoque
centrado en terapias de 3ª generación como ACT, por lo que el eclecticismo a la hora de
abordar este caso podría resultar adecuado.

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