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Los rostros, sobre y desde el diván

"En todo ser humano hay deseos que no querría comunicar a otros, y deseos que
no quiere confesarse a sí mismo." SIGMUND FREUD

-¿Usted cree que lo mio tiene solución, Doctor? -me dijo, mientras se despedía de
nuestra primera sesión con un fuerte apretón de manos.

-Claro que sí -le dije-, tengo la fuerte convicción de que juntos podremos encontrar
una salida a la angustia que lo aqueja. Es que creo que lo suyo tiene que ver con un
resentimiento muy fuerte que usted guarda desde hace mucho tiempo; todas las
situaciones que en esta primera entrevista me contó me hacen suponer eso.
También creo que, ante eso que le tocó vivir, de lo cual no tiene la culpa ni res-
ponsabilidad, de alguna forma ha decidido agarrárselas contra usted mismo y por
eso tiene tanta angustia.

-Creo que tiene razón -me dijo, mirándome con un rostro que traslucía todo su
conflicto psíquico en la expresión, particularmente, de su mirada-. Muchas veces
siento bronca por lo que viví, y a pesar de que sé que no puedo hacer nada para
cambiarlo, no puedo evitar sentir odio por mí mismo, por no haber actuado
diferente ante eso que me pasó.

-No se preocupe-le dije-, usted sabe muy bien que si pudiera intentaría respetarse
más pero, a veces, esas cosas nos exceden. Tranquilo, lo espero la semana próxima
para tratar de entender mejor por qué ese sentimiento no quiere abandonarlo. -
Cambio mi gesto, me corrijo y digo-: 0, mejor dicho, por qué usted no quiere
abandonar ese sentimiento.
Me miró asombrado, como impactado por mi última frase, me volvió a dar la mano
apretándome muy fuerte, y con su rostro cristalizado de emoción y sus ojos
vidriados de lágrimas, asintió con su cabeza, me dio las gracias y se fue.

En la experiencia del análisis no todo pasa sobre el diván o en las entrevistas cara a
cara que tenemos con nuestros pacientes. La mayoría de las los principales
acontecimientos suceden, como en este caso, en los cinco minutos finales (al
momento de la despedida) o en otras circunstancias, cuando los recibimos en la
sala de espera o en la puerta de ingreso. En aquellas situaciones, mucho de lo que
pueda acontecer tomará un fuerte significado para la terapia.

Así era la vida de Fernando, un hombre que, debido a las múlti- ples dificultades
que atravesaba, había recurrido a los fármacos para aliviar su sufrimiento. Decía
que se encontraba tan dopado que no sabía qué era peor para él, la enfermedad o
el remedio.

A ciertos dolores del alma no los curan los psicofármacos, aun- que sí logran
adormecerlos. Solo el don de la palabra, en el contexto de un encuentro
verdaderamente sensible con un otro, puede llegar a aliviar y hacer supurar ese
dolor que se ha encarnado en un lugar muy diferente a una localización
neurológica, pues se trata de un afecto.

Es común notar que muchas personas suelen ser portadoras de rostros que reflejan
un conflicto originado entre su conciencia moral y su deseo. Tal tensión, a menudo,
llega a originar severos estados de angustia que se transparentan directamente en
el semblante. Ese era el rostro de Fernando, un rostro que mostraba la existencia
de una lucha entre dos fuerzas psíquicas antagónicas que se le habían enquis- tado
en la expresión de su cara y sus apesadumbrados movimientos corporales. En tal
sentido, la dirección de la cura con este paciente estuvo dirigida a drenar la tensión
originada en la lucha entre esas dos instancias.
Una situación familiar que tenía que enfrentar lo llevaba a tener que lidiar
continuamente con esos dos sentimientos totalmente opues- tos: lo que era
correcto para su familia y lo que él deseaba y sentía que tenía que hacer. El análisis
de esa encrucijada lo ayudó a comprender que ese estado de angustia despertado
recientemente, en realidad, le era propio desde hacía mucho tiempo. El siempre
había convivido con esa conciencia de culpa, la cual se activaba cada vez que
confrontaba con los pedidos o decisiones de sus padres; no podía ir en contra de
esos mandatos familiares que, por cierto, eran extremadamente rigurosos. Más allá
de que estaba casado y tenía su propia familia, no podía des- prenderse aún de los
deberes y exigencias que sus padres le transmitían desde muy pequeño. Así,
Fernando, había comenzado a construir ese rostro psíquico que no dejaba de
transparentarse en su semblante. La rigidez de su talante era tan notoria que un
dia, en uno de nuestros encuentros, me salió decirle: “Fernando, debo confesarle
que cada vez que lo recibo observo su rostro y lo siento como una especie de
bomba que en cualquier momento va a explotar. Usted lleva mucho peso acu-
mulado por el hecho de tener que sostener criterios con los cuales ya no está más
de acuerdo, porque ya no es un niño. Yo creo que eso es algo que sus padres
tendrán que poder enfrentar, porque usted nunca va a dejar de amarlos por pensar
diferente; eso es lo que ellos tienen que comprender. Ahora sus hijos y su pareja
esperan que su padre esté libre de estas cuestiones para acompañarlos a ellos”.

Otra paciente, con las mismas características, cuando en la pri- mera consulta le
pregunté qué era lo que la traía a verme, me dijo: -Vine porque creo que he
perdido el norte; mi vida es un caos y

No sé para dónde ir. Cuando terminé de escucharla le dije lo siguiente:

-Señora, usted me dijo que vino hasta aquí porque había per- dido el norte, pero
sinceramente, después de haberla escuchado y observado muy atentamente, tengo
que decirle que usted no ha per- dido el norte, no creo que se trate de eso. Creo
que ha perdido el cen- tro; es el centro lo que usted debe construir. Reforzar su
norte la va a seguir haciendo sufrir. Su norte es muy exigente, muy severos usted no
se permite hacer nada si no es de manera perfecta y esa perfección es la misma de
la que habló cuando me contó sobre la relación con su

Madre y cómo la educó y crio. Siento que está atrapada en eso. -Es verdad, doctor-
me dijo. Me encantaría quitarme de la cara este fastidio que me da no poder ser yo
misma, ¿usted podrá ayu- darme?-me preguntó.

-Claro que sí, trabajemos en eso-le contesté.

Tras los rostros de las personas se oculta su verdad, esta no escapa a la posibilidad
de transparentarse en los contornos que lo constitu- yen y en los movimientos vivos
de sus expresiones. El cuerpo muestra y revela en sus vivas expresiones ese
lenguaje interior, esa realidad escondida que llamamos inconsciente habla un
lenguaje que con el tiempo aprendemos a percibir, en nosotros y en otros. Se trata
de un lenguaje muy particular que muestra lo más íntimo de nuestro ser interior, es
decir, de nuestro inconsciente. En tal sentido, un rostro constituye la imagen real
que oculta y refleja nuestra imagen de sí más profunda e inconsciente.

Los psicoanalistas tenemos que estar preparados para poder enfrentarnos con los
rostros sufrientes que habitan en el interior de un sujeto. Al igual que lo hace un
cirujano cuando se dispone a ope- rar, más allá de los datos que este tenga sobre lo
que encontrará en el órgano afectado, un analista debe estar dispuesto a lidiar con
los res- tos psíquicos que aparezcan en las escenas de una sesión. Esto ocurrió con
una joven que vino a consultarme por sus síntomas anoréxicos.

Después de tres meses de terapia, Mirta, en una de sus sesiones, había recordado
con gran nitidez un momento de su infancia que ocultaba un contenido traumático.
Ese recuerdo había quedado total- mente sepultado por obra de la represión que
su yo había ejercido sobre esa vivencia. Así fue que ese contenido permaneció
oculto en un lugar muy recóndito de su psiquismo hasta mutar y convertirse en el
síntoma que la traía a la consulta. La joven tenía severos trastornos alimentarios, se
negaba a comer y se provocaba vómitos porque no

queria verse gorda. Con el paso del tiempo, después de tres meses de terapia,
logra- mos que su rostro psíquico aflorara a la conciencia. Al igual que se proyecta
un holograma, con todas sus formas bien visibles al observa- dor, en una sesión
comenzó a reflejarse la imagen del rostro sufriente de una niña que habitaba un
cuerpo adulto protegiéndose de un temor que aún sentía.

Un día, Mirta llegó a la consulta con un rostro desorbitado, casi ni me dirigió la


mirada. Yo sostuve su intención y la acompañé en su gesto. Se dirigió rápido hacia
el consultorio, entró y se recostó en el diván, hizo un rato de silencio y comenzó a
hablar. Me contó que había tenido un diálogo con su hermana mayor, donde por
primera vez pudo confesarle que sentía una especie de asco por su padrastro pero
no lograba entender por qué, que no podía evitar sentir eso, y para su 8asombro,
recibió esta respuesta: "Te entiendo, a mí todavía me está costando mucho análisis
todo eso que me pasó".

-¿Tu hermana va a terapia? Nunca me contaste eso. ¿Y cómo siguió esa


conversación? -le dije, asombrado y deseoso por saber qué era lo que nos haría
descubrir esa frase.

-La verdad es que ni yo sabía que ella iba a terapia. Cuando me dijo eso se me
transformó la cara y lo único que me salió fue pregun- tarle de qué me estaba
hablando, le dije que no entendía de qué me hablaba. Entonces fue ahí que me dijo
lo que ahora me está volviendo loca, que nuestro padrastro la había violado, que
había abusado varias veces de ella a sus siete años. Me quiero morir, no lo puedo
creer.
En esos instantes yo sentí que era hora de comenzar a dibujar el rostro psíquico que
habitaba en Mirta desde su infancia para, en su momento, poder mostrarle el
boceto de lo dibujado y terminar-junto a ella- de trazar bien nítidamente los
contornos y colores de la escena. -Tranquila-le dije-. Entiendo que estamos a punto
de enfrentar

una situación muy fuerte. No dudes en enunciar todo lo que te venga a la mente y
cualquier emoción que sientas. Fue así que prosiguió su narración absorbida en un
gran estado

de estupor. -¿Cómo puede ser que me haya olvidado de eso? No sé, es como

que yo siempre supe que algo estuvo mal en mi infancia pero no recordaba eso. Yo
me fui cuando era adolescente de mi casa y nunca había hablado esto con mi
hermana; es terrible lo que le pasó-me dijo, mientras su mirada iba recuperando el
contacto con la realidad. Yo sentía que en ese momento ella no estaba allí conmigo,
su

rostro mostraba un punto de fuga con la realidad que estaba acon- teciendo, era
como si hubiera vuelto a ese momento de su infan- cia. Mirta, en ese instante,
volvía a convertirse en aquella niña que ahora trataba de entender-desde un
cuerpo adulto- aquella parte de su historia. Las dos Mirtas, la niña del pasado y la
adulta del pre- sente, comenzarían a encontrarse para entender lo sucedido. En ese
momento decidí hacer un profundo silencio, hice un silencio abso- luto y dirigí mi
mirada hacia toda su figura, con el objetivo de estar

atento a cada movimiento, a cada gesto y a cada palabra. De pronto, luego de un


silencio que sostuvo con sus manos apre- tándose y tapándose su rostro, volvió en
sí, bajó sus manos, como quien toma la decisión de comenzar a ver algo de lo que
se negaba, y retomó el relato de la conversación que había mantenido con su
hermana.

-Entonces mi hermana me contestó: "Yo fui abusada por él, pensé

que ya lo sabías, porque lo habíamos hablado aquella vez cuando se

armó el problema entre mamá y él. ¿No me digas que no te acordás?

Después de ahí vos te fuiste a la casa de la Tía, y al tiempo, ellos se

separaron. Eras una adolescente todavía".

Mirta prosiguió contando cosas que tenían que ver con lo poco que recordaba de
ese tiempo, hizo muchos silencios for- zados con la intención de recordar. Tras
varios intentos y un esfuerzo muy grande, no pudo traer a la consciencia mucho
más material. Por eso, tras una hora de sesión decidí decirle que hasta ahí
llegaríamos ese día, que la esperaba la semana siguiente y que tomara nota de
cualquier recuerdo, sueño o pensamiento que lle- gara a tener en los días
posteriores.

A la semana siguiente llegó más distendida, se recostó en el diván y le pedí que


hablara de todo lo que recordaba en su infancia. Nue- vamente aparecieron largos
silencios donde, entre pausa y pausa, que eran acompañadas por movimientos
constantes de incomodidad corporal, pudo contar cosas de diferente contenido; de
repente, su cuerpo se puso rígido y comenzó a recordar.
-Creo que todo lo que pude haber escuchado lo tengo en imá- genes. Yo escuchaba
tras la puerta las conversaciones entre mi hermana y mi padrastro, pero esas
imágenes son muy inespecíficas, no las puedo recuperar. Lo que sí me acuerdo son
algunas cosas que mi hermana me dijo, no sé bien en qué momento, ni si fueron
tan así, pero me vienen a la mente ahora.

Comenzó a relatar una serie de imágenes vistas, de las actitudes de su padrastro


hacia su hermana, que ahora le hacen entender. Ges- tos, actitudes y modos de
actuar que marcan una clara evidencia de lo acontecido. Mirta está cada vez más
desconcertada por lo que recuerda.

-Ahora también me acuerdo de esa mañana en que mi hermana se levantó


llorando, recuerdo que no había forma de hacerla callar. Teníamos nada más que
siete años ella y yo doce; no me decía por qué lloraba, yo no entendía nada,
pensaba que era porque se había peleado con alguna amiga, no sabía qué le
pasaba. Ahora entiendo, seguro esa vez él le había hecho algo. Maldito sea ese tipo.

Mirta se introduce en un nuevo silencio prolongado al que decido respetar con un


mismo silencio. Me sumerjo junto a ella en ese estado y la acompaño, intentando
sentir la angustia que des- borda a esa mujer recostada en el diván, pero también a
quien vivió en ese contexto traumático, a esa pequeña que aún no entendía lo que
pasó. Luego de un tiempo prudente me viene un pensamiento súbito, originado por
el dibujo de la escena que iba confeccionando, y decido preguntarle con un tono
muy suave, acompasado por el momento que estábamos reviviendo:

-Mirta, ¿cómo era tu hermana cuando era chica? -¿Cómo?, ¿cómo era de qué?
-Como persona, o mejor dicho, físicamente, a eso me refiero. De la nada, comienza
a reírse, con una risa nerviosa y muy extraña que me hace suponer que estamos en
el centro del huracán, deja su cuerpo inmóvil, se lleva las manos a sus ojos-
tapándoselos-y exclama: -Era gorda, era muy gorda, yo siempre la solía cargar por
eso -y

se queda tiesa en esa posición, petrificada por la acción de sus propias

palabras. Hago otro pequeño silencio y digo:

-¿Qué pasa?, ¿de qué te estás dando cuenta, Mirta? -No lo había pensado, nunca se
me habría ocurrido que algo que había olvidado tendría que ver con lo que me pasa
a mí, no lo puedo creer...

Produzco un silencio que le permita digerir lo que estaba pen- sando y enuncio, en
ese instante, mi interpretación:
-Ahora ya sabés por qué no deseas engordar, ahora ya ves por qué te provocás los
vómitos. En realidad, evitás la comida y la vomitás para no ser gorda como tu
hermana. De esa forma te ase- gurás no llegar a tener un cuerpo que se haga
desear por un hom- bre. En todas las imágenes y escenas que enunciaste desde
comenzaste a recordar lo que sucedió aparecía el cuerpo de tu her- que mana en la
figura central. Seguramente, siendo tan pequeña, ese fue el pensamiento que se
enquistó en vos inconscientemente: "Si soy gorda me puede pasar lo que a mi
hermana". Debo decirte dos cosas que debés comprender: por un lado, que ese es
el proceso psíquico que se generó en vos desde aquel momento; la asociación de la
ima- gen de tu hermana con algo que no deseabas que te pasara se trans- formó en
lo que hoy te hace sufrir; y por otro lado, que debemos ayudar a tu hermana para
que denuncie a ese hombre, esa persona debe ser juzgada ante la ley por lo que
hizo. Quiero que me pases el contacto de su terapeuta para trabajar eso con ella.
La historia de Mirta muestra cómo un rostro puede llegar a ocultar, sin dar cuenta
de ello, un trauma vivido mucho tiempo atrás. Ante las situaciones traumáticas
tenemos un modo de pro- tegernos contra sus efectos. Nuestro yo actuará
imponiendo una barrera sobre el recuerdo de la vivencia; a esa acción Freud la
deno- minó "represión". La represión es aquello que le sirve al yo para aislar o
rechazar un contenido penoso hacia otra parte, donde ya no produzca tanta
angustia. Es como una especie de protección que los seres humanos utilizamos para
evitar el sufrimiento intolerable de la vida. Sucede, que la labor de la represión
tendrá como resul- tado final una acción un tanto fallida, porque no logrará su
come- tido, que es liberarse del afecto penoso. En suma, el fracaso de la represión
radica en que el destino de aislamiento lo sufre la imagen traumática de la vivencia
(la imagen de lo que aconteció), no así su contenido afectivo (el sentimiento
experimentado durante la viven- cia), el cual queda libre en el psiquismo vagando
como un fantasma errante que buscará encontrar salida hacia la conciencia. Por
ello, Mirta llegó a recordar las imágenes que nos permitieron interpretar su
síntoma, porque el análisis pudo vencer la barrera de la represión ejercida sobre
esos recuerdos, y de esa forma estos comenzaron a aparecer ante la luz de la
consciencia.

Mientras tanto, el afecto que ha quedado libre en el psiquismo se enlazará con


otras imágenes (representaciones psíquicas) a las que parasitará dando lugar a la
construcción de un sintoma. En el caso de Mirta se trataria de sus síntomas
anoréxicos, cuyo vínculo con aquellas vivencias traumáticas de su infancia pudimos
descubrir. Para decirlo de otro modo: el rostro psíquico sufriente, que se
manifestaba a través del deseo de no querer engordar y que le producía severas
dificultades para lograr conciliarse con su imagen corporal, se había comenzado a
conformar desde aquellas escenas cargadas de conteni- dos traumáticos que había
vivido y olvidado por obra de la represión.

Pero mi interpretación no terminó allí. Luego de enunciarle, con palabras simples,


todo lo que habíamos construido en el análisis, dejé un espacio más de silencio,
mientras ella seguía inmóvil en el diván, e inmediatamente retomé mis palabras
diciéndole la última parte de mi interpretación:

-Mirta, sabés que ya podés dejar de culparte, que vos no tuviste la culpa por no
avisar lo que estabas sospechando. Vos eras muy pequeña y ustedes estaban bajo
el cuidado de un perverso. No te cul- pes, porque eras muy chica, y obviamente
tuviste miedo. Ahora ya podés dejar de protegerte, ya podés dejar de producirte
vómitos, por- que lo único que debés hacer es respetarte como mujer y lograr que
quien decidas que esté a tu lado te respete de la misma forma.

Cuando una persona calla, por miedo o amenaza ante lo que sufrió, pasa a ser
presa de una condena de la cual no es culpable. Lo traumático del pasado
perdurará en su mente a través del tiempo como un fantasma errante que vaga,
transmitiendo pena y angustia. Y hasta que ese fantasma no sea exhumado de su
mente insistirá en repetir su vivencia de dolor y de errancia. En buena hora que
todo ser humano pueda liberarse de ese peso tan grande, dando lugar a la palabra,
para condenar a quienes lo condenaron a sufrir, pues ellos son quienes deben
cumplir la condena efectiva. En tal sentido, la sociedad debe contener, accionar y
tomar conciencia pero, por sobre todo, debe tener que comprender a las víctimas,
porque para ningún ser humano es tan fácil liberarse de un dolor psíquico que
pertenece al pasado. Los psicoanalistas conocemos mucho de esto. Porque, cada
vez que una persona logra liberase de lo traumático, comienza un nuevo tiempo
muy sensible donde es necesario enfrentar-nueva- mente- el dolor de lo vivido para
poder consumarlo.
Como verán, el análisis de Mirta estuvo repleto de tiempos de silencios, algunos
cortos y otros más prolongados. El silencio tiene un lugar muy importante dentro
del análisis, pues no solo logra mostrar los puntos más nítidos donde se manifiesta
el inconsciente, sino que también expresa el punto de confluencia entre el
inconsciente expre- sado en acto del analizado con el inconsciente del analista. El
silencio es, según Nasio, entre todas las manifestaciones diversamente huma- nas,
la que expresa mejor, de manera muy pura, la estructura densa y compacta, sin
sonido ni palabra, de nuestro propio inconsciente. Es la manifestación última de la
naturaleza muda de la vida psíquica. El inconsciente, nos dice, es, ante todo, un
"discurso sin palabras".

De todos los sufrimientos, dolores y opresiones a los que nos expone la vida, las
prisiones de las angustias en las que solemos caer tienen una curiosa
particularidad, pues, para escapar o salirnos de ellas, debemos aprender a
encontrar las llaves que mantiene ocultas el guardián que habita en nuestro
inconsciente; allí se encuentra la clave de la salida a esos estados. Tal como dijo
Cerati: "Del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer".

Existen diferentes tipos de personas, diferentes rostros que transi- tan por la vida
con sus propias formas de caminarla: aquellos que dis- frutan sólo llegar a una meta
y se detienen a complacerse de las cosas que van logrando en ese escenario
alcanzado; los que se regocijan con transitar el trayecto y, al llegar a su objetivo,
necesitan inmedia- tamente buscar otro destino porque pierden las ganas de
permanecer ahí; están también aquellos que ni siquiera han podido partir a hacia
ninguna parte, por inhibirse, negarse o problematizar demasiado el viaje a
emprender. Lo cierto es que la vida no siempre debería ser vista en términos de
objetivos o metas a alcanzar, pero de lo que sí creo que se trata es de andar y
caminar, porque así es el deseo que nos constituye, siempre tracciona hacia
adelante. En suma, en el adelante no está la promesa de felicidad, sino el sentido
mismo de la vida.

Pero la vida no pasa siempre por el diván, no todos los rostros de la vida pasan por
el diván. Las felicidades, angustias y sufrimientos humanos están en todas partes,
en todos los espacios sociales. En la cotidianeidad de la vida me encuentro siempre
con esas historias de los rostros que nunca llegan al diván, y a pesar de que
sabemos que el sufrimiento humano es el mismo para todos, cuando se trata del
sufrimiento causado o agravado por las situaciones sociales, este se

tine de un olvido que duele mucho más. "¿Qué es de tu vida?", le pregunté a ese
hombre, mientras exten- dia mi brazo por la ventanilla del auto para pagarle la
birome que le compré "Aquí estoy, peleándola, pero no me rindo", me dijo con una
sonrisa dibujada en su rostro y mientras hacía equilibrio para no caerse. "¿Cómo
andás de salud?", apuré la última pregunta, antes de que me diera paso el
semáforo. "Esperando el trasplante que me solu- cione mi problema", contestó
inmediatamente, con la misma sonrisa dibujada en su rostro. Le di la mano muy
fuerte, le deseé lo mejor, me agradeció por la ayuda y por las pocas palabras que
pudimos cruzar. Luego reflexioné. Yo tuve que seguir mi camino, mientras él y miles
de personas siguen esperando, esperando a que se solucionen sus pro- blemas,
esperando a que algo pase, en fin, esperando una absurda espera de lo que nunca
llega. Entonces pienso: qué mal hecha que está la vida, este es un mundo al revés,
tal como lo pensó Eduardo Galeano; tantos que quedan atrás, demasiados que
pasan al olvido. ¿Cuál es el sentido de avanzar tan rápido si tantos quedan atrás?,
¿de qué vale tanto avance en las tecnologías aplicadas al consumo, a la explotación
de lo natural, a la invención de nuevos lujos y confort, si no hay avances en torno a
la justicia social? Por eso, siempre será mejor ir un poco más lento, porque al ir más
rápido no podremos ver la verdadera verdad de esta injusta sociedad, es decir, la
realidad de aquellos que aún se quedan esperando.

En mi paso por Oberá, esa noche, después de dar mi conferencia, tuve la


oportunidad de encontrarlo, más bien fue él quien me encon- tró a mí.

Salí a cenar, y mientras estaba pensando en cosas cotidianas de este mundo, desde
la altura del primer piso de un bar situado en el centro de la ciudad lo vi, a lo lejos,
caminando solo, con gran dificul- tad y acompañado de un fantasma de soledad
que lo separaba de la gente a la que se acercaba; daba la impresión de que su sola
presencia provocaba una distancia con quienes se cruzaba.

Se acercaba a la gente y rápido se iba, porque no lo miraban o le decían que se


fuera; algunos le daban dinero y la mayoría nada, ni siquiera una mirada o una
palabra. Llegó al bar en donde yo estaba y vi cómo el mozo lo echaba al intentar
entrar, como si fuera peligroso y como si tuviera la orden de hacer eso. En esa
escena tan cercana pude mirar mejor su imagen y me recriminé por no poder hacer
nada. Pero, como cuando uno mira, no mira lo mismo que otros, que solo
parecieran ver la cruz del estigma de quien la carga, pude ver algo muy bello en ese
joven. Pude ver su rostro que destellaba una miriada de imágenes que hablaban de
su vida, de su historia y de sus necesidades. Me fui del bar y volví al hotel pensando
en ese rostro. A mitad

de camino me senté un rato frente a la Catedral del centro, y no pasó mucho


tiempo para que el joven apareciera nuevamente, con su aspecto sucio y
descuidado, caminando lentamente, dirigién- dose directamente hacia mí. Fue así
que, en ese nuevo encuentro, esta vez cara a cara, comprobé lo que había creído
ver y sentir un instante atrás: vi la mirada tierna, transparente y sufriente de un ser
que parecía pedir otras cosas, más allá de lo real de una limosna. Le pregunté cómo
se llamaba y bastó sólo eso para que me pidiera plata y un pucho. Lo interrogué
sobre su vida y empezó a balbucear pala- bras, no todas se entendían. Algunas
cosas pude descifrar, entre sus intentos de contarme y mis intentos por entenderlo,
y los significados comenzaron a fluir. No fueron más que cinco minutos lo que duró
esa charla, porque parecía apurado, o más bien, acostumbrado a que nadie charlara
con él. Al ver su dificultad motriz le ayudé a guardar el dinero que le di en una
cartuchera vieja que tenía atada a su cintura. Después se fue, despacito y con
mucha dificultad, caminando.

De ese encuentro no hay otra cosa por analizar que ciertas cues- tiones de orden
social. Algo quedó muy claro, pues ese joven, al que muchos ven como peligroso,
de mal aspecto o extraño, no sólo pide limosna, porque realmente necesita ayuda
de todos, ese joven pide -sin pedirlo- otra cosa, pide ser mirado, ser hablado y ser
entendido por la sociedad, que aún sigue sin comprender muchas cosas, repro-
duciendo imaginarios y creencias erróneas.

Debemos ser tan respetuosos de las angustias y los sufrimientos de los otros, que
sería un grave error no intentar ponernos en el lugar de quienes sufren. Es difícil
sentir lo que el otro siente, pero siempre es posible imaginarlo y desde alli- intentar
sentirlo. Es que al fin y al cabo el ser humano siempre necesitará de otro ser
humano para atravesar las tempestades que le impone la vida.

Algunos cuerpos suelen aclamar a gritos ser liberados de las angustias que
encarnan a través de un dolor real. Otros cuerpos padecientes solo pueden
reclamar tal exhumación fingiendo un dolor que no existe, puesto que su dolor no
es fisico sino un puro sufrimiento psí- quico, es decir que se trata de un dolor de
amar; otros andan por la vida esperando a que alguien logre decodificar su
sufrimiento y le extienda una mano. De su dolor psíquico cada quien debe
ocuparse; del dolor social debemos ocuparnos todos.

Los cuerpos hablan un lenguaje que con el tiempo aprendemos a percibir, en


nosotros y en otros. Se trata de un lenguaje muy parti- cular que muestra lo más
íntimo de nuestro ser interior; es decir, de nuestro inconsciente. Ese lenguaje
corporal está hecho de palabras, imágenes y sensaciones que se encriptan y viven
en el cuerpo y, por ende, en los rostros de las personas

Las palabras circulan libremente por la trama de las redes del len- guaje. Las
palabras portan en su interior fragmentos de afectos que se inyectan en los cuerpos
deambulantes de este mundo. Las palabras transportan esperanzas, amores,
alegrías, temores, dolores y decepcio- nes, es decir, todo aquello que necesitan las
personas para poder vivir.

Quien observa un rostro no solo puede ver la imagen compacta del mismo, sino
que, además, es receptor y espectador fiel de las múl- tiples imágenes, sensaciones
y emociones que se proyectan desde este. El rostro es un punto fijo iluminado por
una intensa luz pulsional oriunda de lo más profundo del yo del sujeto.

Los rostros de las personas también son paisajes, inigualables y cautivantes,


paisajes que muestran relieves y maravillas ocultas. Allí, en esas postales llenas de
vida, se encuentran los senderos más sor- prendentes que comparten una
particularidad: todos sus caminos conducen hacia la caverna del inconsciente
donde habitan las imá- genes y los afectos que crean las características de cada uno
de esos paisajes.

El psicoanalista observa los gestos del rostro y los movimientos del cuerpo de su
paciente para llegar hacia la verdad del dolor; esa es su forma de liberar al sujeto
del malestar que lo aqueja, lo asfixia y lo hace padecer. Es un camino por
momentos dificil de recorrer pero que le posibilita al sujeto inaugurar un modo
diferente de estar consigo mismo, comprendiendo el origen y la causa de su
malestar. Si en todo este proceso el analista sabe ocupar bien su posición, todo será
posible.

Rostros

"Yo creo que fuimos nacidos hijos de los días, porque cada día tiene una historia y
nosotros somos las historias que vivimos."

EDUARDO GALEANO

Cada rostro refleja un estado anímico, una forma de ser, una manera o un modo de
vivir, de tomar o soportar la vida. Un rostro, más allá de ser una imagen que revela
cosas es aquello que muestra una existencia. Lógicamente, sería imposible describir
todos los ros- tros que existen en el mundo, pero lo que sí es factible es pensar en
ciertas particularidades que algunos rostros tienen en común. En tal sentido, es
posible encontrar similitudes que se repiten en determi- nados rostros, que
obedecen a un tema de identificaciones. Creo que hay rostros-claramente
reconocibles- que se agrupan en relación al quehacer (actividad u ocupación) de las
personas, los tiempos que se atraviesan en vida (infancia, adolescencia, juventud,
adultez y vejez), los modos de posicionarse o defenderse de los estados anímicos y
de las problemáticas del mundo, la posición que ocupan en las estructuras
socioculturales. Por ello, enunciaré a continuación algunos de los ros- tros más
comunes e identificables con los que nos solemos encontrar.

La infancia es presente que será pasado. Es un momento de la vida que acontece y


termina pero perdura en nosotros. En tal sen- tido, una vez que finaliza, se
convierte en algo que insiste y se repite en nuestra adultez; la infancia es aquello
que vive en nosotros, con lo cual estamos obligados a reencontrarnos
continuamente. Es esa experiencia repleta de vivencias y sensaciones que modelan
y tem- plan al yo de un sujeto, donde se deciden las cosas más importantes de la
vida por venir.

La infancia se constituye con todas aquellas huellas imborrables generadas por las
impresiones conmovedoras que se viven, sienten y experimentan. Toda vivencia
afectiva y corporal deja su marca imbo- rrable en el psiquismo; es decir, toda
sensación vibrante e intensa queda representada y grabada en el inconsciente.

La parte más grande del rostro de la infancia lo constituye el prin- cipio de la


fantasía. Las infancias, para poder armar y dominar todo el mundo simbólico e
imaginario que es creado a través del juego, necesitan de la fantasía. Pero sin juego
no hay infancia, ya que en el juego se proyecta el escenario donde prima la fantasía.

El rostro de la infancia se arma en un tiempo donde la fantasía actúa como


mediadora entre el principio del placer que la gobierna y el principio de realidad
con el que deben entrar en relación. Allí es donde se juegan las cosas más cruciales
en la construcción de la subjetividad humana. Los niños necesitan sostenerse de
sus fan- tasías, como un modo de amortiguar el peso de la cruda realidad que
deben ir introyectando a su mundo. Sin fantasía todo sería más complejo, porque
faltaría ese filtro por el que pasa la angus- tia cuando lo Real se torna dificil de
comprender. Todos los niños tienen un jardín secreto donde habitan sus fantasías.
El juego es el terreno donde florece ese mágico jardín, es un lugar que cada niño
aprende a cultivar.

Es común, también, que en algún momento los niños nos pue- dan plantear que
conviven con dos partes en su cabeza (según ellos, una buena y la otra mala), y que
muestren a través de sus conductas la lucha interior que tienen para que lo malo no
gane. En relación a esto, un pequeño me hizo esforzar en pensar la respuesta que
tuve que darle ante su inquietante y directa pregunta, porque más allá de que no se
trató de una respuesta compleja, lo dificil-fue responderle con palabras simples
para que él comprendiera el mensaje. El me dijo:

-Viste que yo te conté que a veces mi parte mala me hace hacer cosas que no están
bien. Bueno, yo pensaba que a veces, aunque haga las cosas bien, después si quiero
algo no me lo dan y no puede ser, porque yo me porté bien, entonces no vale ser
bueno."

Ante semejante razonamiento sólo pude decirle lo siguiente: -Bueno, es que es así.
Ser bueno, a veces, cuesta y duele un poquito, pero es como tenemos que ser,
porque ser malos puede doler mucho más, puede hacerle muy mal a otros y eso no
está bien. -Ah, es verdad-me dijo-, hay que aprender a llevarse bien con la

parte buena, aunque hacerle caso no te sirva para lo que querés. Hay muchas cosas
que viven únicamente mientras se las piensa y eso es lo que sucede en el
maravilloso mundo de las infancias. Cada vez que ellas juegan, nuevas cosas y
nuevos personajes cobran vida. Por ello, el reino de la infancia es un lugar donde
viven muchas cosas que ya han dejado de existir para los adultos.

El tiempo de la infancia se pone al servicio del descubrimiento, la fantasía y la


deconstrucción del mundo como forma de aprehenderlo, mientras que el tiempo
de la adultez se pone al servicio de la produc- ción como forma de dominarlo y
conocerlo. El tiempo de la infancia se rige por el constante deseo de ocupar la
mayor cantidad de tiempo posible jugando. El tiempo de la adultez se obsesiona en
usar el menor tiempo posible para trabajar y tratar de incrementar lo acumulado.
Ese es el rostro más visible de la infancia, un rostro donde el tiempo parece ser
otro, donde los minutos y las horas bailan acompasadas desde un puro deseo de
jugar y explorar el mundo. En tal sentido, nunca deberíamos desprendernos
totalmente de cierta forma infantil de relacionarnos con la vida y de conocer al
mundo.

La infancia también es el lugar y el momento donde las principa- les características


del sentimiento de amar se irán configurando. En el rostro de la infancia se
grabarán las principales características de nuestra forma adulta de amar. Vivimos
buscando y deseando reen- contrar, en la presencia de un ser amado, algunos de
aquellos atri- butos o rasgos de nuestros primeros seres queridos; esa es nuestra
búsqueda inconsciente, esa es una forma inevitable de repitencia al la que estamos
sujetos, por lo menos, hasta encontrar a un otro que cumpla con algo de nuestra
búsqueda.

Pero hay una amenaza que acecha a las infancias y pretende qui- tarles su esencia
más pura. Existe un peligro actual que puede llegar a cubrir el verdadero rostro de
los niños con caretas de diagnósticos generalizados. Debemos estar atentos a esto
para que no se roben pedacitos de historias de quienes tanto queremos.

Desde siempre, esta etapa de la vida ha sido y sigue siendo un momento muy
observado, pero en nuestra contemporaneidad comienza a ser rotulada y
etiquetada. A lo largo del tiempo, las infancias han sido muy maltratadas por los
adultos; actualmente ese maltrato se traduce en que los niños también se han
vuelto seres de consumo para la maquinaria de las sociedades capitalistas, for-
mando parte de las metas de ventas, no solo de las mercancías que esta produce,
sino también de las empresas farmacológicas que siguen inventando nuevas
patologías para medicar. Sabemos que la Ritalina fue uno de los medicamentos más
prescriptos para "curar" el gran invento del Trastorno del Déficit de la Atención por
"Hiperactividad" (TDAH). ¿Cuántos niños siguen sufriendo las consecuencias
nefastas de estos nuevos rótulos, que no son más que un disfraz de los malesta- res
contemporáneos y de las nuevas formas de vivir? ¿Cuántas marcas imborrables
siguen creando estos mercaderes de la angustia humana?

A mi consultorio llegan muchos niños con rótulos pegados en la frente por


diferentes profesionales. Al pedirme una consulta, algu- nos padres se dirigen a mi
diciéndome: "Tengo un hijo Down, justed podrá ayudarnos?"; "Mi hijo es TEA,
justed trabaja con estos chicos?". El nombre propio se desdibuja ante un
diagnóstico y los padres, junto a su hijo, quedan atrapados en él. Ya no es ni Juan, ni
María, ni José quienes tienen una dificultad, es la patología quien tiene al niño. Los
niños y las niñas no son lo que emite un diagnóstico, en todo caso ellos tienen algo
(de manera transitoria o permanente). El problema aparece cuando se reemplaza el
ser por el tener. Las grandes pestes de los diag nósticos salvajes contemporáneos
han tomado a las infancias para ya no dejarlas tranquilas en su deseo de vivir, jugar
y aprender el mundo. Muchos de estos niños pasan más cantidad de horas de su
temprana vida en los consultorios y salas de espera de los diferentes especialistas
que en las plazas de su barrio. Deben resignar los momentos de juego con sus
amigos (si es que los tienen), porque esas etiquetas-estigmas han producido fuertes
efectos a nivel de sus lazos sociales.

Nuestro compromiso de adultos es devolverles a los niños la infancia robada por los
efectos de esos diagnósticos. También debe- mos restituirles a los padres sus
funciones de ser padres, porque a muchos los han convertido en terapeutas de sus
hijos, al tener que cumplir con protocolos y métodos para poder relacionarse con
ellos o para lograr una supuesta adaptación del niño al medio.

Siempre pensé que la suerte de tener amigos, de poder jugar o de hacer un deporte
salva a muchos niños de las terapias excesivas a las que son expuestos. Sucede que
no todos los niños tienen esa suerte, porque las posibilidades de compartir con
otros se les redu- cen, por diferentes circunstancias. Me preocupa ver a niños que
entran en circuitos terapéuticos y que solo necesitan construir redes con otros, para
poder armar su imagen corporal, construir su iden- tidad y experienciar la hermosa
libertad de crear, soñar e imaginar junto a esos otros.

Ningún niño debe perder su derecho a ser mirado por sus padres desde el amor
natural desprovisto del prejuicio de un rótulo, porque un rótulo habla de las
características de un síndrome o trastorno y no de la historia única e irrepetible que
tejen quienes aman a esa vida.

Por favor, cuidemos a las infancias. Pero cuidémoslas bien, pro-

tejámoslas de las garras voraces que las rotulan y cosifican, defendá-

moslas de las miradas que solo observan y diagnostican sus conductas,

Amparémoslas de quienes pretenden generalizar sus subjetividades

Sin conocer sus mundos internos, velemos por sus pequeñas y frágiles

Existencias, asegurándoles su derecho a jugar y ser, pero por sobre

Todo seamos conscientes de no dejarnos contaminar por esas voces

Que llegan a aturdir y que pueden contaminar el vínculo más impor-

Tante que un niño o una niña debe tener con nosotros los adultos: un

Vínculo limpio de todo prejuicio diagnóstico. Porque las infancias son

Eso, solo infancias. En suma, protejamos el rostro de la infancia, para

Que cuando reaparezca en los adultos por venir no existan secuelas


Que correspondan a estos estigmas.

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