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"En todo ser humano hay deseos que no querría comunicar a otros, y deseos que
no quiere confesarse a sí mismo." SIGMUND FREUD
-¿Usted cree que lo mio tiene solución, Doctor? -me dijo, mientras se despedía de
nuestra primera sesión con un fuerte apretón de manos.
-Claro que sí -le dije-, tengo la fuerte convicción de que juntos podremos encontrar
una salida a la angustia que lo aqueja. Es que creo que lo suyo tiene que ver con un
resentimiento muy fuerte que usted guarda desde hace mucho tiempo; todas las
situaciones que en esta primera entrevista me contó me hacen suponer eso.
También creo que, ante eso que le tocó vivir, de lo cual no tiene la culpa ni res-
ponsabilidad, de alguna forma ha decidido agarrárselas contra usted mismo y por
eso tiene tanta angustia.
-Creo que tiene razón -me dijo, mirándome con un rostro que traslucía todo su
conflicto psíquico en la expresión, particularmente, de su mirada-. Muchas veces
siento bronca por lo que viví, y a pesar de que sé que no puedo hacer nada para
cambiarlo, no puedo evitar sentir odio por mí mismo, por no haber actuado
diferente ante eso que me pasó.
-No se preocupe-le dije-, usted sabe muy bien que si pudiera intentaría respetarse
más pero, a veces, esas cosas nos exceden. Tranquilo, lo espero la semana próxima
para tratar de entender mejor por qué ese sentimiento no quiere abandonarlo. -
Cambio mi gesto, me corrijo y digo-: 0, mejor dicho, por qué usted no quiere
abandonar ese sentimiento.
Me miró asombrado, como impactado por mi última frase, me volvió a dar la mano
apretándome muy fuerte, y con su rostro cristalizado de emoción y sus ojos
vidriados de lágrimas, asintió con su cabeza, me dio las gracias y se fue.
En la experiencia del análisis no todo pasa sobre el diván o en las entrevistas cara a
cara que tenemos con nuestros pacientes. La mayoría de las los principales
acontecimientos suceden, como en este caso, en los cinco minutos finales (al
momento de la despedida) o en otras circunstancias, cuando los recibimos en la
sala de espera o en la puerta de ingreso. En aquellas situaciones, mucho de lo que
pueda acontecer tomará un fuerte significado para la terapia.
Así era la vida de Fernando, un hombre que, debido a las múlti- ples dificultades
que atravesaba, había recurrido a los fármacos para aliviar su sufrimiento. Decía
que se encontraba tan dopado que no sabía qué era peor para él, la enfermedad o
el remedio.
A ciertos dolores del alma no los curan los psicofármacos, aun- que sí logran
adormecerlos. Solo el don de la palabra, en el contexto de un encuentro
verdaderamente sensible con un otro, puede llegar a aliviar y hacer supurar ese
dolor que se ha encarnado en un lugar muy diferente a una localización
neurológica, pues se trata de un afecto.
Es común notar que muchas personas suelen ser portadoras de rostros que reflejan
un conflicto originado entre su conciencia moral y su deseo. Tal tensión, a menudo,
llega a originar severos estados de angustia que se transparentan directamente en
el semblante. Ese era el rostro de Fernando, un rostro que mostraba la existencia
de una lucha entre dos fuerzas psíquicas antagónicas que se le habían enquis- tado
en la expresión de su cara y sus apesadumbrados movimientos corporales. En tal
sentido, la dirección de la cura con este paciente estuvo dirigida a drenar la tensión
originada en la lucha entre esas dos instancias.
Una situación familiar que tenía que enfrentar lo llevaba a tener que lidiar
continuamente con esos dos sentimientos totalmente opues- tos: lo que era
correcto para su familia y lo que él deseaba y sentía que tenía que hacer. El análisis
de esa encrucijada lo ayudó a comprender que ese estado de angustia despertado
recientemente, en realidad, le era propio desde hacía mucho tiempo. El siempre
había convivido con esa conciencia de culpa, la cual se activaba cada vez que
confrontaba con los pedidos o decisiones de sus padres; no podía ir en contra de
esos mandatos familiares que, por cierto, eran extremadamente rigurosos. Más allá
de que estaba casado y tenía su propia familia, no podía des- prenderse aún de los
deberes y exigencias que sus padres le transmitían desde muy pequeño. Así,
Fernando, había comenzado a construir ese rostro psíquico que no dejaba de
transparentarse en su semblante. La rigidez de su talante era tan notoria que un
dia, en uno de nuestros encuentros, me salió decirle: “Fernando, debo confesarle
que cada vez que lo recibo observo su rostro y lo siento como una especie de
bomba que en cualquier momento va a explotar. Usted lleva mucho peso acu-
mulado por el hecho de tener que sostener criterios con los cuales ya no está más
de acuerdo, porque ya no es un niño. Yo creo que eso es algo que sus padres
tendrán que poder enfrentar, porque usted nunca va a dejar de amarlos por pensar
diferente; eso es lo que ellos tienen que comprender. Ahora sus hijos y su pareja
esperan que su padre esté libre de estas cuestiones para acompañarlos a ellos”.
Otra paciente, con las mismas características, cuando en la pri- mera consulta le
pregunté qué era lo que la traía a verme, me dijo: -Vine porque creo que he
perdido el norte; mi vida es un caos y
-Señora, usted me dijo que vino hasta aquí porque había per- dido el norte, pero
sinceramente, después de haberla escuchado y observado muy atentamente, tengo
que decirle que usted no ha per- dido el norte, no creo que se trate de eso. Creo
que ha perdido el cen- tro; es el centro lo que usted debe construir. Reforzar su
norte la va a seguir haciendo sufrir. Su norte es muy exigente, muy severos usted no
se permite hacer nada si no es de manera perfecta y esa perfección es la misma de
la que habló cuando me contó sobre la relación con su
Madre y cómo la educó y crio. Siento que está atrapada en eso. -Es verdad, doctor-
me dijo. Me encantaría quitarme de la cara este fastidio que me da no poder ser yo
misma, ¿usted podrá ayu- darme?-me preguntó.
Tras los rostros de las personas se oculta su verdad, esta no escapa a la posibilidad
de transparentarse en los contornos que lo constitu- yen y en los movimientos vivos
de sus expresiones. El cuerpo muestra y revela en sus vivas expresiones ese
lenguaje interior, esa realidad escondida que llamamos inconsciente habla un
lenguaje que con el tiempo aprendemos a percibir, en nosotros y en otros. Se trata
de un lenguaje muy particular que muestra lo más íntimo de nuestro ser interior, es
decir, de nuestro inconsciente. En tal sentido, un rostro constituye la imagen real
que oculta y refleja nuestra imagen de sí más profunda e inconsciente.
Los psicoanalistas tenemos que estar preparados para poder enfrentarnos con los
rostros sufrientes que habitan en el interior de un sujeto. Al igual que lo hace un
cirujano cuando se dispone a ope- rar, más allá de los datos que este tenga sobre lo
que encontrará en el órgano afectado, un analista debe estar dispuesto a lidiar con
los res- tos psíquicos que aparezcan en las escenas de una sesión. Esto ocurrió con
una joven que vino a consultarme por sus síntomas anoréxicos.
Después de tres meses de terapia, Mirta, en una de sus sesiones, había recordado
con gran nitidez un momento de su infancia que ocultaba un contenido traumático.
Ese recuerdo había quedado total- mente sepultado por obra de la represión que
su yo había ejercido sobre esa vivencia. Así fue que ese contenido permaneció
oculto en un lugar muy recóndito de su psiquismo hasta mutar y convertirse en el
síntoma que la traía a la consulta. La joven tenía severos trastornos alimentarios, se
negaba a comer y se provocaba vómitos porque no
queria verse gorda. Con el paso del tiempo, después de tres meses de terapia,
logra- mos que su rostro psíquico aflorara a la conciencia. Al igual que se proyecta
un holograma, con todas sus formas bien visibles al observa- dor, en una sesión
comenzó a reflejarse la imagen del rostro sufriente de una niña que habitaba un
cuerpo adulto protegiéndose de un temor que aún sentía.
-La verdad es que ni yo sabía que ella iba a terapia. Cuando me dijo eso se me
transformó la cara y lo único que me salió fue pregun- tarle de qué me estaba
hablando, le dije que no entendía de qué me hablaba. Entonces fue ahí que me dijo
lo que ahora me está volviendo loca, que nuestro padrastro la había violado, que
había abusado varias veces de ella a sus siete años. Me quiero morir, no lo puedo
creer.
En esos instantes yo sentí que era hora de comenzar a dibujar el rostro psíquico que
habitaba en Mirta desde su infancia para, en su momento, poder mostrarle el
boceto de lo dibujado y terminar-junto a ella- de trazar bien nítidamente los
contornos y colores de la escena. -Tranquila-le dije-. Entiendo que estamos a punto
de enfrentar
una situación muy fuerte. No dudes en enunciar todo lo que te venga a la mente y
cualquier emoción que sientas. Fue así que prosiguió su narración absorbida en un
gran estado
de estupor. -¿Cómo puede ser que me haya olvidado de eso? No sé, es como
que yo siempre supe que algo estuvo mal en mi infancia pero no recordaba eso. Yo
me fui cuando era adolescente de mi casa y nunca había hablado esto con mi
hermana; es terrible lo que le pasó-me dijo, mientras su mirada iba recuperando el
contacto con la realidad. Yo sentía que en ese momento ella no estaba allí conmigo,
su
rostro mostraba un punto de fuga con la realidad que estaba acon- teciendo, era
como si hubiera vuelto a ese momento de su infan- cia. Mirta, en ese instante,
volvía a convertirse en aquella niña que ahora trataba de entender-desde un
cuerpo adulto- aquella parte de su historia. Las dos Mirtas, la niña del pasado y la
adulta del pre- sente, comenzarían a encontrarse para entender lo sucedido. En ese
momento decidí hacer un profundo silencio, hice un silencio abso- luto y dirigí mi
mirada hacia toda su figura, con el objetivo de estar
Mirta prosiguió contando cosas que tenían que ver con lo poco que recordaba de
ese tiempo, hizo muchos silencios for- zados con la intención de recordar. Tras
varios intentos y un esfuerzo muy grande, no pudo traer a la consciencia mucho
más material. Por eso, tras una hora de sesión decidí decirle que hasta ahí
llegaríamos ese día, que la esperaba la semana siguiente y que tomara nota de
cualquier recuerdo, sueño o pensamiento que lle- gara a tener en los días
posteriores.
-Mirta, ¿cómo era tu hermana cuando era chica? -¿Cómo?, ¿cómo era de qué?
-Como persona, o mejor dicho, físicamente, a eso me refiero. De la nada, comienza
a reírse, con una risa nerviosa y muy extraña que me hace suponer que estamos en
el centro del huracán, deja su cuerpo inmóvil, se lleva las manos a sus ojos-
tapándoselos-y exclama: -Era gorda, era muy gorda, yo siempre la solía cargar por
eso -y
-¿Qué pasa?, ¿de qué te estás dando cuenta, Mirta? -No lo había pensado, nunca se
me habría ocurrido que algo que había olvidado tendría que ver con lo que me pasa
a mí, no lo puedo creer...
Produzco un silencio que le permita digerir lo que estaba pen- sando y enuncio, en
ese instante, mi interpretación:
-Ahora ya sabés por qué no deseas engordar, ahora ya ves por qué te provocás los
vómitos. En realidad, evitás la comida y la vomitás para no ser gorda como tu
hermana. De esa forma te ase- gurás no llegar a tener un cuerpo que se haga
desear por un hom- bre. En todas las imágenes y escenas que enunciaste desde
comenzaste a recordar lo que sucedió aparecía el cuerpo de tu her- que mana en la
figura central. Seguramente, siendo tan pequeña, ese fue el pensamiento que se
enquistó en vos inconscientemente: "Si soy gorda me puede pasar lo que a mi
hermana". Debo decirte dos cosas que debés comprender: por un lado, que ese es
el proceso psíquico que se generó en vos desde aquel momento; la asociación de la
ima- gen de tu hermana con algo que no deseabas que te pasara se trans- formó en
lo que hoy te hace sufrir; y por otro lado, que debemos ayudar a tu hermana para
que denuncie a ese hombre, esa persona debe ser juzgada ante la ley por lo que
hizo. Quiero que me pases el contacto de su terapeuta para trabajar eso con ella.
La historia de Mirta muestra cómo un rostro puede llegar a ocultar, sin dar cuenta
de ello, un trauma vivido mucho tiempo atrás. Ante las situaciones traumáticas
tenemos un modo de pro- tegernos contra sus efectos. Nuestro yo actuará
imponiendo una barrera sobre el recuerdo de la vivencia; a esa acción Freud la
deno- minó "represión". La represión es aquello que le sirve al yo para aislar o
rechazar un contenido penoso hacia otra parte, donde ya no produzca tanta
angustia. Es como una especie de protección que los seres humanos utilizamos para
evitar el sufrimiento intolerable de la vida. Sucede, que la labor de la represión
tendrá como resul- tado final una acción un tanto fallida, porque no logrará su
come- tido, que es liberarse del afecto penoso. En suma, el fracaso de la represión
radica en que el destino de aislamiento lo sufre la imagen traumática de la vivencia
(la imagen de lo que aconteció), no así su contenido afectivo (el sentimiento
experimentado durante la viven- cia), el cual queda libre en el psiquismo vagando
como un fantasma errante que buscará encontrar salida hacia la conciencia. Por
ello, Mirta llegó a recordar las imágenes que nos permitieron interpretar su
síntoma, porque el análisis pudo vencer la barrera de la represión ejercida sobre
esos recuerdos, y de esa forma estos comenzaron a aparecer ante la luz de la
consciencia.
-Mirta, sabés que ya podés dejar de culparte, que vos no tuviste la culpa por no
avisar lo que estabas sospechando. Vos eras muy pequeña y ustedes estaban bajo
el cuidado de un perverso. No te cul- pes, porque eras muy chica, y obviamente
tuviste miedo. Ahora ya podés dejar de protegerte, ya podés dejar de producirte
vómitos, por- que lo único que debés hacer es respetarte como mujer y lograr que
quien decidas que esté a tu lado te respete de la misma forma.
Cuando una persona calla, por miedo o amenaza ante lo que sufrió, pasa a ser
presa de una condena de la cual no es culpable. Lo traumático del pasado
perdurará en su mente a través del tiempo como un fantasma errante que vaga,
transmitiendo pena y angustia. Y hasta que ese fantasma no sea exhumado de su
mente insistirá en repetir su vivencia de dolor y de errancia. En buena hora que
todo ser humano pueda liberarse de ese peso tan grande, dando lugar a la palabra,
para condenar a quienes lo condenaron a sufrir, pues ellos son quienes deben
cumplir la condena efectiva. En tal sentido, la sociedad debe contener, accionar y
tomar conciencia pero, por sobre todo, debe tener que comprender a las víctimas,
porque para ningún ser humano es tan fácil liberarse de un dolor psíquico que
pertenece al pasado. Los psicoanalistas conocemos mucho de esto. Porque, cada
vez que una persona logra liberase de lo traumático, comienza un nuevo tiempo
muy sensible donde es necesario enfrentar-nueva- mente- el dolor de lo vivido para
poder consumarlo.
Como verán, el análisis de Mirta estuvo repleto de tiempos de silencios, algunos
cortos y otros más prolongados. El silencio tiene un lugar muy importante dentro
del análisis, pues no solo logra mostrar los puntos más nítidos donde se manifiesta
el inconsciente, sino que también expresa el punto de confluencia entre el
inconsciente expre- sado en acto del analizado con el inconsciente del analista. El
silencio es, según Nasio, entre todas las manifestaciones diversamente huma- nas,
la que expresa mejor, de manera muy pura, la estructura densa y compacta, sin
sonido ni palabra, de nuestro propio inconsciente. Es la manifestación última de la
naturaleza muda de la vida psíquica. El inconsciente, nos dice, es, ante todo, un
"discurso sin palabras".
De todos los sufrimientos, dolores y opresiones a los que nos expone la vida, las
prisiones de las angustias en las que solemos caer tienen una curiosa
particularidad, pues, para escapar o salirnos de ellas, debemos aprender a
encontrar las llaves que mantiene ocultas el guardián que habita en nuestro
inconsciente; allí se encuentra la clave de la salida a esos estados. Tal como dijo
Cerati: "Del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer".
Existen diferentes tipos de personas, diferentes rostros que transi- tan por la vida
con sus propias formas de caminarla: aquellos que dis- frutan sólo llegar a una meta
y se detienen a complacerse de las cosas que van logrando en ese escenario
alcanzado; los que se regocijan con transitar el trayecto y, al llegar a su objetivo,
necesitan inmedia- tamente buscar otro destino porque pierden las ganas de
permanecer ahí; están también aquellos que ni siquiera han podido partir a hacia
ninguna parte, por inhibirse, negarse o problematizar demasiado el viaje a
emprender. Lo cierto es que la vida no siempre debería ser vista en términos de
objetivos o metas a alcanzar, pero de lo que sí creo que se trata es de andar y
caminar, porque así es el deseo que nos constituye, siempre tracciona hacia
adelante. En suma, en el adelante no está la promesa de felicidad, sino el sentido
mismo de la vida.
Pero la vida no pasa siempre por el diván, no todos los rostros de la vida pasan por
el diván. Las felicidades, angustias y sufrimientos humanos están en todas partes,
en todos los espacios sociales. En la cotidianeidad de la vida me encuentro siempre
con esas historias de los rostros que nunca llegan al diván, y a pesar de que
sabemos que el sufrimiento humano es el mismo para todos, cuando se trata del
sufrimiento causado o agravado por las situaciones sociales, este se
tine de un olvido que duele mucho más. "¿Qué es de tu vida?", le pregunté a ese
hombre, mientras exten- dia mi brazo por la ventanilla del auto para pagarle la
birome que le compré "Aquí estoy, peleándola, pero no me rindo", me dijo con una
sonrisa dibujada en su rostro y mientras hacía equilibrio para no caerse. "¿Cómo
andás de salud?", apuré la última pregunta, antes de que me diera paso el
semáforo. "Esperando el trasplante que me solu- cione mi problema", contestó
inmediatamente, con la misma sonrisa dibujada en su rostro. Le di la mano muy
fuerte, le deseé lo mejor, me agradeció por la ayuda y por las pocas palabras que
pudimos cruzar. Luego reflexioné. Yo tuve que seguir mi camino, mientras él y miles
de personas siguen esperando, esperando a que se solucionen sus pro- blemas,
esperando a que algo pase, en fin, esperando una absurda espera de lo que nunca
llega. Entonces pienso: qué mal hecha que está la vida, este es un mundo al revés,
tal como lo pensó Eduardo Galeano; tantos que quedan atrás, demasiados que
pasan al olvido. ¿Cuál es el sentido de avanzar tan rápido si tantos quedan atrás?,
¿de qué vale tanto avance en las tecnologías aplicadas al consumo, a la explotación
de lo natural, a la invención de nuevos lujos y confort, si no hay avances en torno a
la justicia social? Por eso, siempre será mejor ir un poco más lento, porque al ir más
rápido no podremos ver la verdadera verdad de esta injusta sociedad, es decir, la
realidad de aquellos que aún se quedan esperando.
Salí a cenar, y mientras estaba pensando en cosas cotidianas de este mundo, desde
la altura del primer piso de un bar situado en el centro de la ciudad lo vi, a lo lejos,
caminando solo, con gran dificul- tad y acompañado de un fantasma de soledad
que lo separaba de la gente a la que se acercaba; daba la impresión de que su sola
presencia provocaba una distancia con quienes se cruzaba.
De ese encuentro no hay otra cosa por analizar que ciertas cues- tiones de orden
social. Algo quedó muy claro, pues ese joven, al que muchos ven como peligroso,
de mal aspecto o extraño, no sólo pide limosna, porque realmente necesita ayuda
de todos, ese joven pide -sin pedirlo- otra cosa, pide ser mirado, ser hablado y ser
entendido por la sociedad, que aún sigue sin comprender muchas cosas, repro-
duciendo imaginarios y creencias erróneas.
Debemos ser tan respetuosos de las angustias y los sufrimientos de los otros, que
sería un grave error no intentar ponernos en el lugar de quienes sufren. Es difícil
sentir lo que el otro siente, pero siempre es posible imaginarlo y desde alli- intentar
sentirlo. Es que al fin y al cabo el ser humano siempre necesitará de otro ser
humano para atravesar las tempestades que le impone la vida.
Algunos cuerpos suelen aclamar a gritos ser liberados de las angustias que
encarnan a través de un dolor real. Otros cuerpos padecientes solo pueden
reclamar tal exhumación fingiendo un dolor que no existe, puesto que su dolor no
es fisico sino un puro sufrimiento psí- quico, es decir que se trata de un dolor de
amar; otros andan por la vida esperando a que alguien logre decodificar su
sufrimiento y le extienda una mano. De su dolor psíquico cada quien debe
ocuparse; del dolor social debemos ocuparnos todos.
Las palabras circulan libremente por la trama de las redes del len- guaje. Las
palabras portan en su interior fragmentos de afectos que se inyectan en los cuerpos
deambulantes de este mundo. Las palabras transportan esperanzas, amores,
alegrías, temores, dolores y decepcio- nes, es decir, todo aquello que necesitan las
personas para poder vivir.
Quien observa un rostro no solo puede ver la imagen compacta del mismo, sino
que, además, es receptor y espectador fiel de las múl- tiples imágenes, sensaciones
y emociones que se proyectan desde este. El rostro es un punto fijo iluminado por
una intensa luz pulsional oriunda de lo más profundo del yo del sujeto.
El psicoanalista observa los gestos del rostro y los movimientos del cuerpo de su
paciente para llegar hacia la verdad del dolor; esa es su forma de liberar al sujeto
del malestar que lo aqueja, lo asfixia y lo hace padecer. Es un camino por
momentos dificil de recorrer pero que le posibilita al sujeto inaugurar un modo
diferente de estar consigo mismo, comprendiendo el origen y la causa de su
malestar. Si en todo este proceso el analista sabe ocupar bien su posición, todo será
posible.
Rostros
"Yo creo que fuimos nacidos hijos de los días, porque cada día tiene una historia y
nosotros somos las historias que vivimos."
EDUARDO GALEANO
Cada rostro refleja un estado anímico, una forma de ser, una manera o un modo de
vivir, de tomar o soportar la vida. Un rostro, más allá de ser una imagen que revela
cosas es aquello que muestra una existencia. Lógicamente, sería imposible describir
todos los ros- tros que existen en el mundo, pero lo que sí es factible es pensar en
ciertas particularidades que algunos rostros tienen en común. En tal sentido, es
posible encontrar similitudes que se repiten en determi- nados rostros, que
obedecen a un tema de identificaciones. Creo que hay rostros-claramente
reconocibles- que se agrupan en relación al quehacer (actividad u ocupación) de las
personas, los tiempos que se atraviesan en vida (infancia, adolescencia, juventud,
adultez y vejez), los modos de posicionarse o defenderse de los estados anímicos y
de las problemáticas del mundo, la posición que ocupan en las estructuras
socioculturales. Por ello, enunciaré a continuación algunos de los ros- tros más
comunes e identificables con los que nos solemos encontrar.
La infancia se constituye con todas aquellas huellas imborrables generadas por las
impresiones conmovedoras que se viven, sienten y experimentan. Toda vivencia
afectiva y corporal deja su marca imbo- rrable en el psiquismo; es decir, toda
sensación vibrante e intensa queda representada y grabada en el inconsciente.
Es común, también, que en algún momento los niños nos pue- dan plantear que
conviven con dos partes en su cabeza (según ellos, una buena y la otra mala), y que
muestren a través de sus conductas la lucha interior que tienen para que lo malo no
gane. En relación a esto, un pequeño me hizo esforzar en pensar la respuesta que
tuve que darle ante su inquietante y directa pregunta, porque más allá de que no se
trató de una respuesta compleja, lo dificil-fue responderle con palabras simples
para que él comprendiera el mensaje. El me dijo:
-Viste que yo te conté que a veces mi parte mala me hace hacer cosas que no están
bien. Bueno, yo pensaba que a veces, aunque haga las cosas bien, después si quiero
algo no me lo dan y no puede ser, porque yo me porté bien, entonces no vale ser
bueno."
Ante semejante razonamiento sólo pude decirle lo siguiente: -Bueno, es que es así.
Ser bueno, a veces, cuesta y duele un poquito, pero es como tenemos que ser,
porque ser malos puede doler mucho más, puede hacerle muy mal a otros y eso no
está bien. -Ah, es verdad-me dijo-, hay que aprender a llevarse bien con la
parte buena, aunque hacerle caso no te sirva para lo que querés. Hay muchas cosas
que viven únicamente mientras se las piensa y eso es lo que sucede en el
maravilloso mundo de las infancias. Cada vez que ellas juegan, nuevas cosas y
nuevos personajes cobran vida. Por ello, el reino de la infancia es un lugar donde
viven muchas cosas que ya han dejado de existir para los adultos.
Pero hay una amenaza que acecha a las infancias y pretende qui- tarles su esencia
más pura. Existe un peligro actual que puede llegar a cubrir el verdadero rostro de
los niños con caretas de diagnósticos generalizados. Debemos estar atentos a esto
para que no se roben pedacitos de historias de quienes tanto queremos.
Desde siempre, esta etapa de la vida ha sido y sigue siendo un momento muy
observado, pero en nuestra contemporaneidad comienza a ser rotulada y
etiquetada. A lo largo del tiempo, las infancias han sido muy maltratadas por los
adultos; actualmente ese maltrato se traduce en que los niños también se han
vuelto seres de consumo para la maquinaria de las sociedades capitalistas, for-
mando parte de las metas de ventas, no solo de las mercancías que esta produce,
sino también de las empresas farmacológicas que siguen inventando nuevas
patologías para medicar. Sabemos que la Ritalina fue uno de los medicamentos más
prescriptos para "curar" el gran invento del Trastorno del Déficit de la Atención por
"Hiperactividad" (TDAH). ¿Cuántos niños siguen sufriendo las consecuencias
nefastas de estos nuevos rótulos, que no son más que un disfraz de los malesta- res
contemporáneos y de las nuevas formas de vivir? ¿Cuántas marcas imborrables
siguen creando estos mercaderes de la angustia humana?
Nuestro compromiso de adultos es devolverles a los niños la infancia robada por los
efectos de esos diagnósticos. También debe- mos restituirles a los padres sus
funciones de ser padres, porque a muchos los han convertido en terapeutas de sus
hijos, al tener que cumplir con protocolos y métodos para poder relacionarse con
ellos o para lograr una supuesta adaptación del niño al medio.
Siempre pensé que la suerte de tener amigos, de poder jugar o de hacer un deporte
salva a muchos niños de las terapias excesivas a las que son expuestos. Sucede que
no todos los niños tienen esa suerte, porque las posibilidades de compartir con
otros se les redu- cen, por diferentes circunstancias. Me preocupa ver a niños que
entran en circuitos terapéuticos y que solo necesitan construir redes con otros, para
poder armar su imagen corporal, construir su iden- tidad y experienciar la hermosa
libertad de crear, soñar e imaginar junto a esos otros.
Ningún niño debe perder su derecho a ser mirado por sus padres desde el amor
natural desprovisto del prejuicio de un rótulo, porque un rótulo habla de las
características de un síndrome o trastorno y no de la historia única e irrepetible que
tejen quienes aman a esa vida.
Sin conocer sus mundos internos, velemos por sus pequeñas y frágiles
Tante que un niño o una niña debe tener con nosotros los adultos: un