Para Hitler, la invasión a la Unión Soviética sería un proceso relativamente fácil.
Esperaba superar tanto en tecnología como armamento al Ejército Rojo, y también contaba con que la población rusa, sumergida en una profunda crisis humanitaria, se volvería en contra de sus líderes comunistas para formar parte de la gran Alemania Nazi. Aunque durante los primeros dos años de la guerra Alemania se enfocó en el frente occidental contra Francia y el Reino Unido, Hitler jamás perdió de vista su objetivo de conquistar Europa del este, ubicar las colonias que llamaría “Germania”, y aniquilar al pueblo eslavo. Pero la Operación Barbarroja, comenzada en 1941, no estaba dando los resultados deseados. Ciudades como Sebastopol o Leningrado continuaban resistiendo a la arremetida alemana en los cercos sur y norte, respectivamente, y la ofensiva contra Moscú había fracasado. Tras un año de infructuosos esfuerzos, el Alto Mando Alemán decidió atacar al corazón de su enemigo, Stalingrado, ciudad que representaba el bastión simbólico del Estado Soviético, y era el foco industrial del Ejército Rojo. Partiendo desde la suposición de que los soldados soviéticos se encontrarían con una baja moral luego del último año de batalla, Adolf Hitler ordenó a sus fuerzas lanzar un ataque total sobre la metrópolis. Más de un millón de soldados de la Wehrmacht, acompañados por 2.500 tanques, la Fuerza Aérea Alemana, y casi un millón de aliados de Rumania, Italia y Hungría, marcharon hacia Stalingrado en la Operación Azul. Por su parte, Stalin declaró un estado de sitio en la ciudad, nadie podría salir de sus casas. Ordenó a su ejército replegarse para defender Stalingrado, dejando grandes tramos de territorio vacío, en manos de los alemanes. Para evitar la disidencia y asegurarse que hasta el último hombre defendiera la capital soviética, el líder comunista emitió la orden 227, donde declaró: “ni un paso atrás”. Por este edicto, se prohibió la rendición bajo cualquier concepto, y se dieron órdenes de fusilar a todo soldado o civil que retrocediera sin permiso. El 23 de agosto de 1942 el cielo sobre Stalingrado se ensombreció por los bombarderos Junkers de la Luftwaffe. Unos 600 aviones sobrevolaron la urbe mientras descargaban toda su furia sobre los edificios, abarrotados con civiles que no podían salir de sus hogares. Fueron 5.000 víctimas las del primer día. A las puertas de la ciudad, la Wehrmacht, dividida en dos ejércitos, bajo las órdenes del comandante Von Palaus y apoyada por los Panzer, se enfrentaba al Ejército Rojo, con sus tanques T-34, que. Para el 1 de septiembre, las fuerzas de Hitler habían ingresado en los suburbios de Stalingrado, y luchaban, bajo órdenes directas del Führer, una guerra de guerrillas barrio a barrio, edificio por edificio. La llegada del segundo al mando luego de Stalin, el vicecomandante en jefe Zhúkov, levantó la moral de las tropas. Su orden fue inmediata: “No entreguen Stalingrado.”Aunque las tropas soviéticas habían sido debilitadas, las defensas en la zona norte de la ciudad, una de las más comprometidas, se reforzaron. Para ello, se emplearon mujeres asignadas al ejército en artillería antiaérea. En medio del fuego y la sangre, con cuantiosas pérdidas humanas, la Wehrmacht logró abrirse paso a través de Stalingrado. Para el 8 de noviembre, Adolf Hitler afirmó que la ciudad había caído frente a él: “Ninguna fuerza humana podrá echarnos de allí”, dijo. Sin embargo, esto era parte de la estrategia soviética. Día a día, Stalin y Zhukov concentraban a sus tropas en los flancos del ejército alemán, mientras este se abría paso entre las defensas de la ciudad. El 9 de noviembre, cayeron las primeras nevadas, y la ciudad quedó sumergida en un manto de nieve que redujo la temperatura. La semana siguiente, y apremiados por el clima, los alemanes lanzaron su ofensiva final, para llegar al Volga y capturar las distintas fábricas de armamento. Las batallas fueron muy duras para la Wehrmacht, pero lograron avanzar en sus cometidos. El 19 de noviembre, los soviéticos lanzaron su contraofensiva, conocida como Operación Urano. Las tropas organizadas a los flancos se cerraron como tenazas sobre los alemanes, dejando a la Wehrmacht cautiva en Stalingrado, mientras que a sus aliados, menos preparados y eficientes en la batalla, aislados en la retaguardia. 3500 cañones soviéticos comenzaron a disparar sin descanso sobre las líneas enemigas más débiles, para luego dar ingreso a la infantería. Stalin y Zhúkov, mano a mano, lanzaron ataques aislados, encerrando a los enemigos restantes en la ciudad. Un mes más tarde, los efectivos de la Wehrmacht comienzan a morir de inanición, luego de haber tenido que alimentarse con la carne de sus caballos. Aunque Von Paulus, quien veía sufrir a sus hombres cada día, creía que el mejor camino era la rendición, Hitler prefirió que los soldados mantuvieran sus posiciones, y que no se entregaran a los soviéticos. La situación era insostenible, ya que miles de alemanes morían por semana frente a un ejército soviético que los mantenía prácticamente como prisioneros. Para el 30 de enero, Von Palaus fue ascendido a Mariscal de Campo, lo que le permitió negociar la rendición. También recibió la orden de que tanto él como sus oficiales se suicidaran. Von Palaus insultó públicamente a Hitler, y lo acusó de pensar que los soldados no eran personas, sino tan sólo números, y prefirió convertirse en un prisionero de guerra antes que seguir esa orden. En Stalingrado, los alemanes perdieron a su mejor ejército, del cual se jactaban que “podía invadir los cielos”. En total, las bajas de la Wehrmacht fueron de aproximadamente 600.000 hombres, además de 900 aviones de la Luftwaffe, así como 500 tanques y 6.000 piezas de artillería. Por su parte, la ciudad quedó en ruinas, como había predicho Hitler, y las bajas soviéticas se contaron por millones, tanto militares como civiles. Las cifras aproximadas son de 1.130.000 soldados y 300.000 ciudadanos, entre muertos, desaparecidos o capturados.
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