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MEMORANDO

LAS TURBIAS SOMBRAS DE LOS ALIADOS AL FINAL


DE LA II GUERRA MUNDIAL
El poderío militar soviético y su prestigio popular en la
victoria sobre el nazismo, principales preocupaciones de los
aliados anglosajones
Ignacio Fontes de Garnica
[eldiario.es – 11/210523

Conforme avanzaba el final de la Segunda Guerra Mundial –


conmemorada por 78ª vez los pasados 8 y 9 de mayo–, dos
preocupaciones se cernían sobre los mandos británico y norteamericano:
debilitar el poder militar soviético, que avanzaba imparable hacia Berlín,
y que la opinión pública europea concluyera que la derrota nazi era obra
de la Unión Soviética.
Por eso, el general Eisenhower montó el día 7 de mayo de 1945 una
pantomima de rendición de Alemania ante mandos militares
norteamericanos y británicos en Reims , Francia. El almirante Dönitz,
sucesor en la Cancillería del Reich por testamento de Hitler, autorizó la
firma por no estar los soviéticos, a quienes no quería rendirse. Sin
embargo, éstos, que ya habían entrado en Berlín una semana antes,
rechazaron dicha firma, que ocultaba la estrategia de rendir espacios
alemanes sólo ante los anglosajones. Stalin hizo valer el documento
conjunto del 3 de enero de 1944 que acordaba que la rendición
incondicional de Alemania se plasmaría en un único documento. Por lo
que, finalmente, la verdadera acta de capitulación se rubricó el día 8 en el
casino de oficiales de la Escuela de Espionaje de la Wehrmacht en
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Karlshorst, Berlín, convertido en cuartel general soviético. Por los husos


horarios, en Moscú ya era día 9, por lo que la entonces URSS y hoy Rusia
conmemoran un día después el final de lo que llaman Gran Guerra
Patria.
Las intenciones de Churchill y de Roosevelt, con sus camarillas
civiles y militares, eran debilitar el poder militar soviético e impedir que
llegara a Berlín antes que sus ejércitos y, así, minimizar el mérito de
Moscú y sus aliados. Por ello, tras el desembarco en Normandía,
ralentizaron la ofensiva para que Alemania penetrara en terreno soviético
–con agrias protestas de generales aliados ante tal inoperancia– y, en
consecuencia, obligar que Hitler acumulara fuerzas en el frente oriental
en detrimento del occidental para retrasar el avance del Ejército Rojo.
El primer ministro británico, Churchill, se lo confió a Jan Smuts, el
field marshall –una especie de “generalísimo” de Tierra, dicho de
manera elegante y british–, en 1943: “Tengo la incómoda sensación de
que la magnitud y velocidad de nuestras operaciones en tierra dejan
mucho que desear... Casi todos los honores corresponden a los rusos (...)
Para el ciudadano común puede parecer que Rusia está ganando la
guerra. Si esta impresión continúa, ¿cuál será nuestra posición en la
posguerra comparada con ella? Puede producirse un tremendo cambio
en nuestro estatus mundial y convertir a Rusia en director de la
diplomacia mundial, lo que es tan innecesario como indeseable (...)”,
cuenta la historiadora Elizabeth Barker. En términos similares se
expresaba la Junta de Jefes de Estado Mayor norteamericana.
Churchill había convencido a un reticente Roosevelt de utilizar
contra Alemania la bomba atómica, que los científicos del Centro de
Investigación de Los Álamos, Nuevo México, confiaban en ponerla a
punto antes de la rendición. No era necesaria para la victoria: Alemania
ya estaba derrotada, sin capacidad ofensiva, una industria de guerra
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notablemente disminuida, ejércitos diezmados y población


desmoralizada –como tampoco para la derrota de Japón–, pero era
imprescindible demostrar a la URSS la incontestable superioridad militar
anglosajona.
Por fortuna para Alemania, la primera prueba positiva del arma
atómica, la Trinity, no pudo realizarse hasta el 16 de julio de 1945, pero,
para desgracia de Japón, precisamente gracias a la tecnología nazi
incautada, fue tres semanas antes de que EE.UU. bombardeara
Hiroshima y Nagasaki.
Sin embargo, los planes de Churchill de “bombardeos terroristas”,
como se definirían, continuaron.
Descartado el escarmiento nuclear y Roosevelt enfermo terminal,
Churchill y su conventículo apodado los “Bomber barons” –a cuyo frente
estaba su amigo el air marshall sir Arthur Harris, a quien Churchill
apodaba Bomber Harris (Bombardero Harris) y el arma aérea, Butcher
Harris (Carnicero Harris)– decidieron, de acuerdo con la Joint Chiefs of
Staff norteamericana, pero sin informar al ministerio del Aire ni al Chiefs
of Staff Committee ni al Directorio de Operaciones de Bombardeo
británicos, la destrucción de ciudades alemanas que no sólo cumplieran
objetivos propagandísticos de cara a Rusia sino que prepararan al mundo
para el próximo horror de la bomba atómica contra objetivos
específicamente civiles.
Las ciudades seleccionadas fueron Kassel y Pforzheim en el frente
occidental y Swinemünde y Dresde en el oriental, ambas en el camino a
Berlín del Ejército Rojo. Todas, con escasa importancia militar y, sobre
todo, con exigua defensa antiaérea. Dresde era el objetivo principal, pues
los generales soviéticos, que no eran ajenos a las estrategias aliadas,
habían hecho creer a Eisenhower que sus movimientos buscaban que
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Hitler acumulara fuerzas en Berlín mientras ellos avanzaban sobre


Swinemünde para ocupar la Pomerania, puerta del Báltico, y, sobre todo,
Dresde, aunque, en realidad, Stalin planeaba que el Ejército Rojo entrara
el primero en Berlín para conseguir el botín tecnológico nazi.
Dresde era una de las grandes ciudades alemanas que, por su
mínima importancia en la industria de guerra, no había sufrido
bombardeos, por lo que, además, había acogido refugiados de ambos
frentes; se calcula que su población era de 1.250.000 habitantes, más del
doble de los residentes empadronados. Las espantosas matanzas –cuyo
número de víctimas sigue en discusión (como también si fue un crimen
de guerra), pues las 7.000 toneladas de bombas explosivas e incendiarias
lanzadas desencadenaron una llamada tormenta ígnea, con más de mil
grados centígrados que fundieron literalmente los cuerpos de las
personas con el asfalto de las calles– y la destrucción premeditada de una
de las ciudades-joya de la cultura europea –su escasa industria de guerra
estaba situada muy lejos del centro histórico de la ciudad, principal
blanco del bombardeo–, horrorizó a ciudadanía, intelectuales y políticos
británicos, cuya ira se reflejó en el Parlamento, donde el laborista
Richard Stokes los calificó de “bombardeos terroristas”, un Guernica
perpetrado por los aliados.
Churchill lo reconoció. La historia de los vencedores lo ha
presentado como un ciudadanos apiadado por tamaña crueldad, pues el
28 de marzo se apresuró a enviar un telegrama a su enlace con el Chiefs
of Staff Committee, donde parecía no sólo desentenderse de las órdenes
sobre los bombardeos sino condenarlos: “Pienso que ha llegado el
momento de replantearse la cuestión de bombardear las ciudades
alemanas con el mero propósito de propagar el terror o bajo otros
pretextos (...) La destrucción de Dresde pone seriamente en entredicho la
conducta de los Aliados en lo referente a bombardeos. Soy de la opinión
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de que los objetivos militares deben ser, de ahora en adelante, estudiados


de forma más estricta atendiendo a nuestros propios intereses, no a los
del enemigo. El Secretario de Exteriores me ha hablado de este tema y
percibo la necesidad de una concentración más precisa en objetivos
militares, tales como combustible y comunicaciones en la retaguardia de
la zona donde se esté combatiendo, en lugar de meros actos de terror y
destrucción gratuita, por impresionantes que éstos puedan parecer”.
La realidad se ha conocido años después, cuando la documentación
de aquellos años ha sido desclasificada y puesta a disposición de los
historiadores. Como un telegrama “muy privado y confidencial” de
Churchill a su compinche Bomber Harris en el que le previene que sea
“muy prudente” y que “no admita nunca que hemos hecho nada en las
medidas que tomamos de bombardear Alemania que no estuviera
justificado por las circunstancias y por las acciones del enemigo”, según
la biografía escrita por su propio hijo Randolph y Martin Gilbert.
Y otra realidad fue que, a pesar del mensaje de Churchill, de 28 de
marzo, los bombardeos “terroristas” comenzados en la madrugada del 14
de febrero continuaron hasta el 17 de abril, tres semanas antes de la
rendición incondicional de la Alemania nazi, el 8 de mayo. Seis días
antes, el 2 de mayo, el Ejército Rojo dominaba Berlín y el general
Weidling rendía la ciudad a los oficiales soviéticos.
Habría que dejar a la propaganda masiva implantar la idea de que la
superioridad militar anglosajona, correlativa a su superioridad moral,
habían sido los artífices de la derrota nazi. Tuvieron más éxito.

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