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Hemos visto en una entrada anterior que Dios está presente de diversas maneras, y en
diversos grados, en la creación, en algunos objetos e imágenes, en la Iglesia, en las acciones
litúrgicas y, muy especialmente, en la Eucaristía. En las entradas que siguen nos
adentraremos en la celebración Eucarística, para desgranar cada uno de sus momentos y
asomarnos a la grandeza del misterio del cual tomamos parte; un misterio de riqueza
inagotable en el que tocamos a Dios y somos tocados por Él. He aquí la verdadera fuente de
vida que no acaba, y ante la cual, sin embargo, tantas veces pasamos de largo.
Como enseña el Concilio Vaticano II, la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana
(cf. LG 11, y otra referencia anterior: Mediator Dei 8). ¿Esto qué significa? Es fuente,
porque de ella mana hacia nosotros la gracia y obtenemos con la máxima eficacia nuestra
santificación en Cristo. Asimismo, es culmen; y ello por dos motivos: tanto porque en ella
se realiza la cumbre de la salvación de Dios a los hombres, como porque no hay un culto a
Dios más perfecto que el sacrificio del altar, el auténtico culto en Espíritu y en Verdad en
que a Dios le es tributado todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
La Redención, misterio de salvación y de amor de Dios por los hombres
No es sólo un recordar lo que hizo Jesús como un hecho pasado, sino hacer presente su
acción salvífica en el hoy de la celebración, en el aquí y el ahora, recibiendo los frutos de su
sacrificio redentor. En la Misa somos introducidos en la victoria del Resucitado sobre la
muerte, unidos a Él, y elevados por Él a la vida eterna.
En la celebración se nos convoca como pueblo que adora al Dios vivo, que da gracias al
Padre por el sacrificio de Cristo, y celebra su misterio pascual. La asamblea de fieles es
invitada a participar, uniendo la integridad de nuestra existencia: alegrías, tristezas, anhelos,
miedos, frutos del trabajo, las necesidades y toda nuestra pobreza y fragilidad. Todo ello lo
unimos a Cristo, que se ofrece al Padre y nos ofrece a nosotros con Él en el altar. No
debemos olvidar que a la celebración somos convocados, es decir, elegidos por el Señor
mismo e invitados a participar de su banquete
Al decir Iglesia nos referimos no sólo a la comunidad visible que se reúne en torno al altar,
sino a toda la Iglesia, visible e invisible, en sus tres fases: la de quienes gozan de la visión
de Dios en el cielo –la comunión de los santos-, la de quienes han muerto y se purifican
para alcanzar la bienaventuranza eterna en el purgatorio, y la peregrina, en la que estamos
nosotros, miembros de Cristo que esperamos alcanzar tras la muerte la definitiva comunión
con Dios en el cielo.
Tener esto presente en cada celebración -aunque veamos en ella, por ejemplo, tan sólo a un
sacerdote y un par de fieles-, nos abre el panorama hasta el infinito y cobramos con ello
conciencia del gran misterio en el que tomamos parte.
¿Para qué celebramos la Eucaristía?
Nos recordaba el Papa Francisco en sus catequesis sobre la Misa que nosotros los cristianos
acudimos a la celebración para encontrar al Señor resucitado y, más aún, para dejarnos
encontrar por Él, para escuchar su Palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en
Iglesia (cf. Audiencia general del 13 de diciembre de 2017).
En este dejarnos encontrar por el Señor, no damos nosotros a Dios algo que Él no tenga ya,
pues no tiene necesidad de nada. Vamos a la Eucaristía para recibir de Él aquello de lo que
nosotros necesitamos más: la gracia que nos salva, que nos purifica, que nos eleva a
compartir su vida.
La Misa tiene dos grandes partes que forman un único acto de culto: la Liturgia de la
Palabra y la Liturgia Eucarística. Éstas están precedidas por ritos iniciales y finalizadas
por ritos conclusivos.