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Lo

que pasa por la boca


por Rubén García López

Yo fui hasta bien entrada mi veintena un comedor veloz, un tragón, un histérico del
buen jamar, o jalar, verbo este que tengo prohibido desde que me vine a Chile,
donde refiere el acto de esnifar cocaína.
Yo era tragador frenético, digo, hasta que en mi primer año y casa
madrileña acabé harto de comer tan rápido que me tocaba pasar el resto del
almuerzo viendo a mis compañeros degustar con gusto y calma lo mismo que yo
acababa de devorar como si no hubiera mañana. No salía rentable devorar tan
rápido las magníficas lasañas o guisos veganos que preparaban Carmen o
Alejandro: terminar rápido para ver comer lento a otros generaba el desagradable
efecto psicológico de hacerme sentir aún en ayunas. Empecé a cavilar entonces que
mi presteza no era tanto apetito como ansiedad, y me empeñé en bajar el ritmo,
cosa que conseguí con más facilidad de la esperada tras unas pocas semanas
concentrado en masticar al menos 20 veces cada bocado, tal como nos decían
cuando éramos niños adultos que por supuesto tampoco cumplieron nunca tan
gratuito consejo. El caso es que lo recordé sospechando su pertinencia para mi
problema, y así fue.
Cuento esto a raíz del almuerzo del viernes pasado en Santiago de Chile,
plaza Ñuñoa, restaurante Las Lanzas, con Iván Pinto, que devoró a un ritmo normal
sus espectaculares prietas con papas hervidas, pero le tocó padecer el lento al que
hice lo propio con mi magnífico lomo a lo pobre. No puede acusarse a Iván de
comer con ansiedad, y en verdad tampoco a mi de ser lento, la culpa la tuvo el
tamaño tan diferente de nuestros platos, y de hecho acabé envidiando el suyo
precisamente por tal concepto… claro que no es raro que envidie el plato de mis
compañeros de mesa: en mi reciente cumpleaños almorcé con Marcela (de
segundo apellido Santander, just saying) en el afamado Los Deportistas una
excelente lengua con salsa nogada, pero envidié el costillar que pidió ella (en
común eso sí tuvimos los innumerables agregados que acompañan los platos de
fondo: a mejor ensalada de tomate a la chilena que haya probado más otra de
lechuga con cebolla morada aún más deliciosa, palta sola, papas fritas, un arroz
sencillo pero verdaderamente exquisito y habas en salsa verde); cuando
almorzamos en Alejo Barrios el 18 pedí costillar pero esta vez me tocó envidiar su
anticucho; semanas atrás, en el renovado Capri, al que voy exclusivamente en
compañía del insigne Gustavo Celedón, pedí su excelente pollo al coñac pero de
nuevo envidié el más sobrio pollo asado a secas que se pidió él. No hay remedio:
padezco una enfermedad que no sé si está diagnosticada y que provisionalmente
llamaré “envidia de mesa”.
Si hablo de comida es porque acabo de terminar un libro que compré en una
librería de Santiago llamada La Comuna Literaria, poco después del almuerzo con
Iván (y el chocolate de postre en La Cafebrería, en el otro extremo de la plaza). Se
trata de Confieso que he bebido y otras crónicas del buen comer, de Jorge Teillier,
uno de esos raros poetas a los que todo el mundo parece profesar igual devoción
en Chile, y del que supe cuando Verónica me regaló, por mi 40 cumpleaños si no
me equivoco, la antología Los dominios perdidos, pero empecé a admirar sobre todo
gracias a la magnífica película Nostalgias del Far-West, realizada en vídeo por el
Colectivo del cabo Astica a finales de los 80 y a la que llegué por ser parte del
mismo Sergio Navarro, realizador chileno fallecido el año pasado, creador de la
Escuela de Cine de la Universidad de Valparaíso a la que llegué en 2018, y a quien
conocí en el mítico bar Moneda de Oro allá por 2011, cuando me lo presentó Udo
Jacobsen en la que fue la última salida nocturna de mi primera estadía chilena (y
que me costó el resfriado que me acompañó durante el vuelo de regreso). Le
recuerdo más que borracho hablando sobre Godard, que había pronunciado el
famoso curso que daría lugar a Introducción a una verdadera historia del cine en la
misma universidad canadiense donde él recayó en su exilio. Cuando volví a ver a
Sergio, 7 años después, sostuvimos este breve diálogo:
- Hola, no creo que me recuerde, nos presentó en 2011 Udo Jacobsen.
- ¿Y dónde fue eso?
- En el Moneda de Oro.
- Ah, si fue en el Moneda seguro que no me acuerdo.
Rastreando su obra llegué al colectivo y por ahí a sus dos películas, la ya
citada, e inclasificable, protagonizada por Teillier, y una muy olvidada, pero que
dio nombre y razón de ser al colectivo, centrada en Manuel Astica Fuentes, “cabo” y
cabecilla de la Sublevación de la Escuadra de Chile ocurrida en 1931, autor durante
su encarcelamiento de la primera novela utópica chilena (¿habrá más?), llamada
Thimor pero para mi, sobre todo, autor de uno de los poemas más hermosos que
haya leído en este país y en mi vida entera: “Para arreglar esta mesa”, cuyo
descubrimiento agradeceré siempre al gran Gonzalo Catalán. Como el título indica,
en él el poeta, para arreglar una mesa que cojea, se pone a buscar un tarugo “en el
polvoriento cajón de los tornillos / y los clavos mohosos y torcidos” encontrando, y
por supuesto nombrando, una amplia multitud de cosas, como por ejemplo
“botones y oxidados prendedores de modas ya pasadas, / viejos tenedores
desdentados / el varillaje marfil de un abanico / con jirones desgarrados de sus
sedas / que ocultó las sonrisas coquetas de mi abuela” y unas cuántas más salvo,
por supuesto, el dichoso tarugo.
No sé qué tiene este poema que me enamoró a primera vista. Incluso
termina exponiendo una cierta “moral” de la anécdota, gesto que siempre me
resulta molesto pero, en este caso, tras el irresistible breve viaje, se lo perdono
todo. Viaje menor, viaje ínfimo, de rítmica vivaz y juguetona y lenguaje no solo
cotidiano sino también preciso y, sobre todo, sencillo. El placer de los nombres, de
la lengua, se encuentra puro en el poema de Astica Fuentes pero nunca llega a la
voluptuosidad que sí encontramos en las crónicas de Teillier. Me viene a la mente,
siempre vinculado a él, un poema de Neruda que descubrí por aquellos mismos
días, la oda “A Don Asterio Alarcón, cronometrista de Valparaíso”, más ambiciosa
sin duda, espectacular a ratos, pero de idéntica sencillez en su vocabulario:

El corazón recibe escalofríos
en las desgarradoras escaleras
de los hirsutos cerros:
allí grave miseria y negros ojos
bailan en la neblina
y cuelgan las banderas
del reino en las ventanas:
las sábanas zurcidas,
las viejas camisetas,
los largos calzoncillos,
y el sol del mar saluda los emblemas
mientras la ropa blanca balancea
un pobre adiós a la marinería.

Sábanas, camisetas, calzoncillos… palabras sencillas para objetos sencillos
recuperados, descubiertos por la música, la melodía, el ritmo del poema, por
fortuna nunca vulgarizado por la rima, esa trituradora de presencias. Carlos León
afirma que, si “la mayoría de los poetas tenían un repertorio de palabras,
prestigiosas, que barajaban infinitamente” Neruda “abrió compuertas, y de pronto
expresiones y términos cotidianos y hasta reprobables para el gusto de ese tiempo
se incorporaron a su lenguaje y a toda la poesía”.
De ahí, a este verso inmortal de Mauricio Redolés:

hay viejos culiaos que no creen que en un poema se pueda decir:
viejo culiao.

No creo que Neruda haya escrito “viejo culiao” en ningún poema pero
podríamos decir que, según León, habría abierto la puerta a ello. ¿Será verdad esta
profanización nerudiana de la poesía? Lo ignoro, pero me acuerdo de él tanto por
su oda a don Asterio, que me descubrió el Memorial de Valparaíso de Alfonso
Calderón, como por su oda al caldillo de congrio, tan célebre que anudaría para
siempre el nombre del poeta al de este delicioso plato, que puede encontrarse en
los menús tanto con el tradicional apelativo como con el de “caldillo nerudiano”.
Como todo poeta que se precie Neruda tuvo rivales, pero el más grande de
ellos fue un poeta injustamente desconocido en España, y que rivaliza con aquel
como mínimo en la intensidad de su dimensión profana y culinaria: hablo por
supuesto del gran Pablo de Rokha, autor de una indescriptible y legendaria
Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile. Vayan aquí sus dos primeras estrofas,
buenas para recitar a gritos:

Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entre
perdices,
la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora más
preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto
bien servido,
el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento,
como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de
oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón
otoñal de los siglos,
o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y
clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno.

Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo,
asado en asador de maqui, en junio, a las riberas del peumo o la
patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer
lluvioso de Quirihue o de Cauquenes,
o de la guañaca en caldo de ganso, completamente talquino o licantenino de
parentela?,
no, la codorniz asada a la parrilla se come, lo mismo que se oye “el Martirio”,
en las laderas aconcagüinas, y la lisa frita en el Maule, en el que el
pejerrey salta a la paila sagrada de gozo, completamente fino de río,
enriquecido en la lancha maulina, mientras las niñas Carreño, como
sufriendo, le hacen empeño a “lo humano” y a “lo divino”, en la de gran
antigüedad familiar vihuela.

De Rokha parece haberse comido a todo Chile, y de ello da en parte prueba
una de las mejores y más divertidas crónicas incluidas en el libro de Teillier, que le
tiene como protagonista. Leer cómo comía aquel hombre da hambre, pero sobre
todo da vértigo. Vaya la prueba:

El poeta estaba invitado a almorzar a casa de mis padres. Ante el
espanto de mi madre, decreté que debía haber un almuerzo de acuerdo a los
cánones rokhianos. El aperitivo consistió en una chupilca con harina tostada
recién hecha, la cual el vate acompañó –por cuenta propia– con dos cebollas
crudas que devoró como pomelos. Vino después un plato de pancutras
fiambres preparadas la noche anterior (“componedoras de cuerpo”) y un
ganso con ajo y arvejitas nuevas. De postre, una tajada de sandía para cada
comensal, y una entera para don Pablo. La comida había sido preparada en la
cocina económica, y con fragante leña de ulmo, lo que contó con la entusiasta
aprobación del poeta.

Nadie me negará que semejantes lecturas no dan hambre. Lo da el apetito
del poeta, comunista que parece que lo único que no comió en su vida fueron
guaguas, lo dan los platos pero, sobre todo, lo innegable es que lo que da hambre
son las palabras. Poco amigo de leer en voz alta, mi primer encuentro con la oda
rokhiana me empujó a leerla a gritos, y si en verdad no pasa un carro por mi boca
cuando digo “carro”, algo parecido a la “guañaca en caldo de ganso” pasa por la mía
pese a no tener idea de lo que sea eso. de Rokha y Teillier superan incluso la
voluptuosidad de la comida con la del lenguaje, apoyados en la sensorialidad de
unas palabras que llenan la boca con sus ches, ges, eñes y tantos fonemas
articulados con una rítmica que parece contener el secreto común de esas dos
cosas que hacemos con la boca: comer y hablar (a las que habría que añadir el
besar, lamer y chupar, y de hecho de Rokha saltea de referencias sexuales sus
excesos culinarios, como cuando dice que “en Gualleco las pancutras se parecen a
las señoritas del lugar: son acinturadas y tienen los ojos dormidos, pues,
cosquillosas y regalonas, quitan la carita para dejarse besar en la boca,
interminablemente”, o afirma la felicidad de “quienes conocen lo que son caricias
de mujer morena y lo que son rellenos de erizos de Antofagasta o charqui de
guanaco de Vallenar o de Chañaral, paladeándolo y saboreándolo como a una
chicuela de quince abriles”, o ese pasaje en que identifica cierto estado del jamón
maduro con “una hermosa teta de monja que parece novia”, pasaje para mí
evocador pues mi querido abuelo gustaba de saborearse al probar carnes ricas y
tiernas pronunciando una inolvidable sentencia de 3 palabras: “teta de novicia”).
Escuché hace varios meses a Arturo Pérez, dueño del Bésame Mucho, mi bar
predilecto de Valparaíso, decir “soy rokhiano” hablándome del ñachi, que Teillier
describe en su libro del siguiente modo:

Ñachi es la sangre del cordero recién degollado y se come temprano
en la mañana, apenas sacrificado el inocente animal. Se sirve una vez
coagulada con jugo de limón (práctica relativamente cercana); y
abundantemente condimentada, especialmente con ají, de preferencia
merquén, el ají que preparan los mapuches, tostándolo en una callana, y luego
machacándolo hasta reducirlo a polvo, convertido en una especie de
pimienta.

Esto, si la memoria no me falla, lo habían comido Arturo y su hijo, y fue a
tenor de ello que me espetó su primer “soy rokhiano”. El ñachi podría o no
gustarte, pero lo que no podía concebirse era no probarlo.
Me quedé con la copla. Tiempo después, fui invitado a almorzar charchas y
hocico a un restaurante del cerro Placeres, cuyo nombre he olvidado. Invitado
también nuestro común amigo Braulio Rojas, Arturo me dijo que Braulio no era tan
rokhiano porque había manifestado dudas respecto a comer hocico. “Eso no es
rokhiano”, reafirmó en nuestro último encuentro: “ponerte un límite frente a la
comida, pero sobre todo, es ponerse un límite frente a la experiencia”.
Me encontraba ayer lunes noche en la mesa del Bésame, con Braulio y otros
correligionarios, bebiendo mi primer o segundo ruso blanco. Braulio y Rodrigo
Carvacho, que ya se había marchado, habían hablado de “narrativas del margen” y
la conversación siguió con literatura, vino, sordidez y muchas otras cosas, entre
ellas comida. Tras la afirmación de Arturo otro presente, Eduardo, afirmó de
inmediato haber comido “sopa de pico” (es decir: sopa de polla), hecha “con la
penca del toro”, afirmando su maestría en no negarse desde luego a “la
experiencia”.
Apetece, leyendo la epopeya rokhiana, la experiencia de cada una de esas
comidas, pero su talento mayor, como el de Teillier en sus crónicas, es el de la
explosión del idioma, palabras que explotan en la boca como caldos, salsas, carnes,
verduras hirvientes. Un idioma hecho de varios, uno de ellos el mío, indígenas
otros, un idioma al que soy recién llegado y que no deja de maravillarme tal como
maravillaba la palabra “Antofagasta” a Jean Giono según contaba Raúl Ruiz, como
me maravillan “Puchuncaví”, “cochayuyo” o “cahuín”, tal como me maravilla, en
otro orden, esa imaginación inacabable popular que constantemente inventa
imágenes, metáforas, expresiones que se me antojan no pocas veces ejemplos de la
más alta poesía, como aquel anciano al que mi amigo Felipe Aburto escuchó en un
bar decir: “me marcho a tomar sopa de yeso”.
Curioso irreprimible, Felipe preguntó:
- Disculpe, caballero, pero ¿qué es tomar sopa de yeso?
Entre risas del veterano, Felipe obtuvo su respuesta:
- ¡Tomar Viagra, aweonao!



Marginalia, 27-IX-22
https://marginaliafragmentos.blogspot.com/2022/09/lo-que-pasa-por-la-
boca.html

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