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La

mirada paralizante
por Rubén García López

En mi colegio, como en todos los colegios, había un matón. En todas las
películas hay un matón en los colegios, pero en ninguna he visto un matón como
este. Porque este, era bizco.
El hijoputa era bajo, y ancho como un mueble. Nos podía a todos. Tenía el
aura añadida de aquellos que repiten desde tiempos inmemoriales. Pero su poder
mayor residía en su máximo defecto. Por él sus amenazas detenían a un aula
entera.
- ¡Oye, tú!
Gritaba esto con su voz grave y rotunda, plantado como pilar de granito,
mirando en tu dirección. Pero aquella mirada paraba el mundo. Cada ojo miraba a
un lado barriendo el espacio entero, panóptico de un solo cuerpo. Era una mirada
amenazante, pero que impedía precisar el amenazado, permitiendo así que el
terror se compartiera democráticamente. Todos en su radio de acción quedábamos
paralizados por miedo de desairar la voz intimidatoria, pero como nadie decía
nada el pavor era mayor aún, pues sin duda un acusado había, y en su ignorancia
no estaba respondiendo, con el riesgo de asesinato consecuente.
Además, por supuesto, por mucho que hubiera un señalado, allí nadie había
hecho nada.
- ¡A ti te hablo, payaso!
El segundo grito motivaba en nosotros, inocentes temerosos de dios, un
leve, cuidadoso, sutil movimiento general, una mínima activación corporal que
denotara que respondíamos a su llamada, con inquietud, pero respondíamos. Pero
nadie decía esta boca es mía, por temor de ser, además de cobarde, imbécil.
Llevo décadas mirando películas, y aún me sorprendo de que a nadie se le
haya ocurrido crear un matón bizco. Llevo su recuerdo como quien lleva un tesoro
que me entregará el mundo, si se lo ofrezco. Pero no creo que haga películas de
colegios ya, así que aquí lo entrego, para quien sea más listo.
De niño y adolescente fui cobarde en todo, incluyendo los enfrentamientos
físicos. Hoy creo no serlo para esto, pero tampoco he tenido oportunidad de
comprobarlo.
Un día, jugando a un videojuego en un bar, antes de mis clases de inglés a la
hora de la merienda, un niño desconocido me pidió un trozo de palmera.
Aquellas palmeras eran mi felicidad de cada día: eran anchas, suaves,
esponjosas, cubiertas de chocolate, y entre este y el hojaldre, una leve capa de nata.
Por supuesto, por los cojones le iba a dar palmera.
Opté por ignorarle y observar a mi colega reventar marcianos. Pero el otro
insistía.
Este otro tenía un parecido alarmante al malo de Operación USA, película
que me sabía de memoria, y en consecuencia intentó pegarme, cosa que hizo de
manera curiosa: puso su cabeza contra mi pecho y me golpeó en el estómago a
gran velocidad y a dos manos. Lo recuerdo tan bien por dos razones: primero, el
modo me recordó al de James Cagney en una película que no identifico pero que
diría de principios de los 30, y de niño me había llamado la atención por la
ausencia del sonido de los golpes de las películas de karatecas; había algo infantil
en esos golpes de Cagney, aunque ello no le hiciera menos peligroso. La segunda
razón para el recuerdo: juro que no me invento que no sentí los golpes. Era como si
apenas me tocara. Sentía la presión de los puños, pero no había daño alguno; en
eso, nuevamente, se aproximaba a la impresión que, a mis ojos, generó un día el
gran actor.
No me hacía daño pero me cortaba el camino, y la situación en sí no molaba.
Me empecé a poner nervioso. Me descolgué por un brazo la mochila y blandiéndola
con el otro le golpeé con ella. Aproveché su sorpresa para salir corriendo.
Mi odio a los deportes siempre fue lucido con orgullo, tanto más porque
corría a una velocidad pasmosa. No me alcanzaban ni los perros. Escapé sin ningún
problema.
Pero de niño, además de cobarde era tonto. Al día siguiente hice el mismo
camino con una nueva palmera. Y me topé con el niño. Y por supuesto, se llevó
media.
Me llama la atención, al recordarlo, que en mi curso nunca hubo matones. El
citado era un exento, tenía su curso de un solo hombre en el despacho del director,
al que ahora que lo pienso se parecía físicamente.
De hecho, tengo entre mis más avergonzados recuerdos el que el más
espantoso acto de violencia que conoció mi querido curso de 8º EGB, fue obra
propia.
Había un tipo en clase, creo que llamado Miguel Ángel, que por alguna razón
me generaba un odio profundo. Era un rencor desconocido en mi, un sentimiento
del que me apercibía, pero con el que no sabía tratar. Total, a los 13 años, será por
novedades.
Un mediodía antes de clase, jugábamos al fútbol, o a chulas. La chula era
como el fútbol, pero sin excusas: se trataba de chutarnos el balón entre nosotros
con la voluntad clara, y pura, de matar a alguien. Como dato para dar fe de mi nula
agresividad, yo gustaba de ofrecerme como víctima (me remito, más arriba, a lo
dicho sobre mi velocidad).
Tengo el vívido recuerdo de un breve instante de pausa, pero sin duda lo
causa el aura del suceso. En él, un compañero me dice que Miguel Ángel ha tirado
mi cazadora al suelo.
Miré en la dirección señalada: mi prenda estaba en efecto como arrojada al
patio, y el objeto de mi odio de pie, sonriente, a su lado.
Sin pensarlo dos veces, caminé derecho hacia él, lo agarré por el cuello y le
tiré a ese mismo suelo. Recogí mi abrigo, y ante el estupor de todos, le pegué una
patada en la cara.
Salí inmediatamente del patio, todos petrificados, mirándome en silencio.
Solo alcancé a escuchar que la acusación de mi compañero era falsa.
Me fui a la clase, a esas horas completamente vacía. No sabía qué hacer con
lo que había hecho, experimentaba uno de esos momentos en lo que parece que
todo es nuevo. Más tarde llegó mi víctima, y se sentó sin mirarme o decirme nada.
Con otros se trató el tema, pero nunca con él.
Muchos años más tarde le identifiqué a la distancia. Éramos ambos mucho
más mayores. Yo no sabía quién sería él ahora, y sentí que en esa ignorancia se
dibujaba un poco la de mí mismo. Sentí el sincero deseo de abordarle y
disculparme, pero supongo que todavía yo seguía siendo un cobarde.

Rubén García López, 13-V- 21
Marginalia, https://marginaliafragmentos.blogspot.com/2021/05/la-mirada-
paralizante.html

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