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Oscuridad

en la sala (Crónicas cinéfilas)


por Rubén García López

Un dicho célebre afirma que si te masturbas te saldrán granos, una patente
falsedad. La otra, que si te masturbas te quedarás ciego, ignominia sin paliativos
esta ya.
Sin embargo, mi adolescencia no sería buen lugar para desmentirlos. Tras
una larga y entrañable fase experimental, la eclosión definitiva de mi compulsión
masturbatoria tuvo lugar a los 13 años y vino de la mano de unas molestas
protuberancias de tamaños y colores diversos que no tardaron en sembrar mi
rostro entero, iniciando una transformación a todas luces monstruosa por la que,
al contrario que cierto sobrenatural libertino victoriano, mi rostro pronto se
convertiría en viva imagen de mi craso e imparable emponzoñamiento moral.
Esto no fue sin embargo tan preocupante como la creciente dificultad que
empezaba a tener para distinguir lo escrito en el encerado de la clase. No me costó
mucho entender que los problemas no venían de la tiza que los alumnos nos
lanzábamos a la cara y generaba una perenne nube en las últimas mesas, donde me
sentaba. No, poco a poco me daba cuenta de que, solo si entrecerraba los ojos veía
algo más claro, y más adelante entendí que si estiraba del párpado con un dedo,
como si quisiera fingirme chino, la nitidez de las lecciones de la maestra
aumentaba y, sobre todo, las películas de la tele y el cine, que eran al fin y al cabo lo
que me importaba.
No sé qué dice de mi inteligencia en la época, pero tuvieron que ser mis
padres quienes se dieron cuenta de que había algún problema. Un oculista anciano
y encantador, que saludaba siempre a mi sonrojada madre besándola la mano y la
ventana a cuyas espaldas dejaba ver la enorme fachada de mi cine favorito de la
ciudad, el Coliseum, me comunicó la temida nueva: estaba miope perdido, y debía
usar gafas. Terminaba el verano, yo acababa de cumplir 14 años y estaba a punto
de entrar al instituto, abandonando a mis queridísimos compañeros de colegio,
amantes del heavy metal, de sacarse el miembro al aire libre y romper puertas a
cabezazos, es decir, de seguir enarbolando la vida como un juego. Un paraíso.
Empezaban tiempos duros, irreversibles como la decadencia de mi vista. Podría
decirse que ponerse gafas era una parte más del pistoletazo de salida de los
traumas por venir, pero lo cierto es que ponérmelas por primera vez fue el mayor
éxtasis vivido en mi vida, y lo digo mesurando mi tendencia a exagerar. Un gran
momento.
Me entregaron las gafas, si el Imdb no me engaña, un 26 de septiembre de
1992. Si es el Imdb quien me da la fecha, es porque recuerdo que fue un sábado por
la mañana, y sobre todo por la última película que vi en un cine sin ellas: fue el día
anterior, viernes, cuando acudí al cine Los Ángeles, para ver en primera sesión la
película Sin perdón, que como todos sabemos sería el hito del momento. Me gustó
mucho, como a tantos, pero no hace falta que diga que no es la mejor película para
ver con miopía, por mucho que la pantalla sea grande. Lo que sí hace falta contar,
es lo que sucedió antes de que entráramos a la sala.
Acudí a ver la película, si la memoria no me engaña, con mi partenaire
habitual, Antonio Flores (sí) y otra persona de identidad esta sí nublada por la
distancia, pero de presencia más inusual, ya que Flores y yo íbamos todas las
semanas pero solo ocasionalmente alguien se nos sumaba.
Situémonos. La ciudad es Santander y el cine, como dije, Los Ángeles, una
hermosa sala con las mejores butacas imaginables (rojas, mullidas, grandes)
situada varios metros después de iniciada una cuesta: según se subía, por la acera
derecha, lo primero que aparecía en la pared eran los carteles de estreno, después
la ventanita de la taquilla, y luego la entrada, un espacio rectangular abierto a la
calle, no muy amplio y delimitado por puertas de cristales pintados, situada la de
entrada en el extremo izquierda. Finalmente, dos mostradores exhibían las
imágenes de los estrenos próximos.
Yo subía a la cabeza de mis compañeros y pasé de largo la taquilla, aún
cerrada, para soñar ante las películas futuras. Pero enseguida interrumpió mi
camino la aparición por el rabillo de un ojo,
de una oscura figura encajonada en el
extremo derecha de la entrada (la única que
nunca se usaba). Lo que vi al detenerme, con
mi ausente precisión de miope, era lo que
parecía ser un señor de edad imprecisa,
maduro sin duda alguna, vuelto hacia el
citado extremo, y sosteniendo con su mano
derecha algo extraño que sobresalía, en línea
horizontal, del espacio que correspondía a
su entrepierna.
Recuerdo detenerme ante el
enigmático hallazgo, más que nada por
voluntad de descifrarlo. Reitero mi miopía
flagrante, y subrayo que la escena no debió
durar más de unos escasos segundos, pero
creo que llegué a entender que sí, que eso
era un tipo con la polla fuera. Pero por un
lado no lo veía bien, por otro yo aún soy un
crío y lo que veo desafía todo lo conocido hasta ahora (incluso pese a haberme
criado en la sexualmente obsesa España de los 80), costándome comprender qué
hacía un tipo sacándosela en ese rincón: ¿sería un exhibicionista amante de las
puertas? No solo no veía sino que
no entendía, y por ello veía
menos.
En todo caso, quisiera llamar
la atención no sobre el tipo sino
sobre la escena completa: no solo
el individuo con el miembro fuera
sino el adolescente frente a él,
mirando hacia el órgano con ojos
entrecerrados, que a saber cómo
aquel interpretaría.
Mi hipótesis es que lo consideró como una muestra de interés genuino por
mi parte, porque los minutos siguientes (por supuesto, me puse en movimiento
inmediatamente) se dedicó a perseguirme, con disimulo pero insistencia.
Mis amigos no habían visto nada: tan pronto descubrí al tipo y le escruté
con cara de chino mientras blandía en secreto su sable oscuro, se dio la vuelta y
nadie más lo advirtió, o eso pienso o en eso quedó, porque desde luego nada dije yo
del tema. Recuerdo este momento: como la taquilla aún estaba cerrada, nos
sentamos los tres a esperar la apertura en la barandilla frente a ella. Yo estaba en
un lateral. Charlábamos tranquilamente, cuando noté que el señor se ponía a mi
lado. Lo sentí rozándome. Era una mancha que me seguía, con intenciones tan
borrosas para mí como su imagen. Ni siquiera me atrevía a mirarle. ¿La seguiría
teniendo fuera? Me levanté, sin decir nada a los demás, y me puse al otro lado.
Por supuesto, se repitió la misma operación. Allá donde iba él me seguía y
yo, discretamente, me retiraba.
La taquilla acabó abriendo, y entramos al cine. Me inquietaba que se
repitiera la jugada en la sala, yo ni siquiera sabía si había entrado o no, pero no
volví a saber de él. Me sentía confuso, no solo era acosado sino que además estaba
ciego y era algo nuevo, inédito, que mi mente procesaba con dificultad. Me ha
llevado muchos años aprender a procesar las novedades. A los 14, aún estaba en
pañales.
Exactamente un año más tarde, tengo otra experiencia. El lugar es ahora los
multicines Bahía, y hago tiempo para ver Huevos de oro. Soy ahora un flamante
repetidor de curso, mis padres al fin me dejan ir al cine solo, y Antonio Flores se ha
retirado de la cinefilia en favor del estudio de la obra teórica de Blas Piñar. Lo
importante es que mantengo la manía de ir al cine lo más pronto posible. Así, con
la entrada ya en la mano me siento
en las escaleras ante la entrada,
haciendo tiempo.
Un tipo se sienta junto a mi.
Por supuesto ya tengo gafas pero
ahora la miope es mi memoria, no
recuerdo su cara. Al hombre le
llama la atención un chico tan
joven, solo, en el cine. A mi me
agrada que a alguien le llame la
atención mi precocidad cinéfila, lo
único de mi mismo que me genera
algo de orgullo, porque la
capacidad de hacerme seis pajas en un día la intuyo ausente de singularidad.
Hablamos de cine. La semana anterior yo había visto Intruso, de Vicente
Aranda, y recuerdo conversar sobre ella. Destacadamente, recuerdo tratar dos
temas: su dimensión sexual (sobre la que soy incapaz de precisar qué dijimos, pero
seguro que la tratamos) y lo extraña que me había resultado la manera en que los
personajes hablaban, cuestión sobre la que el hombre me preguntó sin saber yo
explicarme mejor, aunque lo intenté; simplemente, hablaban raro (y es verdad: la
volví a ver hace unos años y los diálogos suenan escritos, aunque fui incapaz de
decidir si eso era un defecto).
No hay nada de extraño en la escena. Siempre me llevé bien con la gente
mayor, cuanto más mayores mejor. Fue una conversación agradable e inusual con
un adulto desconocido, y además no abundaban los amantes del cine a mi
alrededor, o al menos no del que yo prefería. Posiblemente, el momento en que
aquel tipo me preguntó a qué me refería con que los diálogos de la película
sonaban raros, fuera la segunda vez en mi vida que tuve que explicarme ante
alguien que, por serme totalmente ajeno, me impelía a producir una respuesta que
no podía esconderse bajo los comunes tics de las discusiones con los amigos (que
en tanto santanderinos, además, eran virulentas).
Lo raro empezó en el interior del cine. El tipo y yo nos despedimos, entré a
la sala y vi la película, no tan singular como lo que sucedía a mis espaldas. En
aquella época yo me sentaba en la tercera fila dando al pasillo, luego casi toda la
sala quedaba fuera de mi vista. El paisaje sonoro de una sala cinematográfica es tan
reducido que las diferencias se registran enseguida; así, era habitual que de vez en
cuando se escuchara movimiento de butacas por levantarse alguien para ir al baño,
pero esta vez el número de desplazamientos era excesivo a no dudarlo, y hasta el
punto de resultar molesto, sobre todo para un cinéfilo maniático (holi). Escasa
siempre la asistencia a aquellas horas, se escuchaban butacas demasiado a menudo
para la cantidad de espectadores que había, y el sonido procedía de distintos
lugares de la sala, luego no era posible pensar que se tratara de una persona que,
por lo que fuera, tuviera que ir tropecientas veces al baño, sobre todo porque, lo
que no se escuchaba, era la puerta. Así pues, algo raro pasaba, y cualquiera fuera la
explicación no la entendía: si una persona cambiaba todo el rato de asiento, era
raro; si lo hacían varios, más todavía.
Más aún: el sonido, según avanzaba la película, se aproximaba cada vez más
a mi fila. Creo recordar que en cierto momento un hombre llegó a sentarse en la
segunda, si bien en el lado contrario al mío, el derecho. Más tarde se levantó y se
perdió nuevamente de mi vista.
Estábamos ya en las últimas escenas de la película, cuando una figura
masculina se acerca a mi fila y pide paso. Tras la sorpresa, educado me aparto y el
tipo pasa, sentándose creo que dos o tres butacas a mi lado.
Si se preguntan si era el mismo con quien hablé en la entrada, creo que no
pude identificarlo, pero la verdad es que no lo recuerdo.
No quito vista de la pantalla, no solo porque a eso he venido, sino porque
me siento demasiado inquieto para mirar de qué va ese tipo que, pasada hora y
media, no solo cambia de fila sino que posiblemente lo ha hecho más veces y,
encima, ha elegido la mía, cosa que me molesta porque me gusta no tener a nadie al
lado, pero también porque somos muy pocos en la sala y no anda falto
precisamente de sitio.
Reflexiono, pues, mientras asisto al decadente cierre de la película de Bigas
Luna: en una sala casi vacía, ¿por qué iba alguien a sentarse en mi fila? ¿y qué ha
pasado detrás de mí todo este rato, por qué tanto movimiento y cambio? Entiendo
que este traslado no es inocente, pero más allá de eso no entiendo nada. El hombre
no se mueve, ve la película sin más. ¿Qué podría hacer, me pregunto? No lo sé. No
sé nada. Pero me siento muy incómodo, más inquieto a cada momento.
A mis 15 añitos soy un cinéfilo de libro: me siento en la tercera fila y veo los
créditos hasta el final. Pero esta vez, cuando la película acaba, salgo disparado sin
mirar al hombre ni esperar su reacción. Es la primera vez en mi vida de cinéfilo
consciente que no me quedo a ver los títulos. No sé qué ha pasado y ni siquiera si
ha pasado algo, no lo entiendo pero no me gusta. Intruso y Huevos de oro siempre
estarán ligadas para mi a ese momento.
Intermedio: Muchísimos años más tarde, demorándome por estos
recuerdos entrañables, caeré en la cuenta de una escena infantil que siempre
guardé con aprecio.
En mi infancia, en edad imprecisable, iba con mi familia a la primera playa
del Sardinero, a la que se desciende digamos que dos pisos desde lo que podríamos
llamar los altos del Sardinero.
Allí me recuerdo solo, ignoro
por qué, tal vez subí para
buscar un helado. Desde el
mirador puedo ver a mi
familia, y allí se acerca a mi un
hombre maduro (aunque a mi
edad todos lo son, de manera
que igual pudo tener 20 que
40 años), cubano de La
Habana según él mismo me
dijo, que empieza a entablar
conversación conmigo de
forma amigable y encantadora. Nos pusimos a charlar, creo que él me habló de su
tierra y yo de a saber qué cosas, de forma cordial y tranquila. Creo que me
preguntó si estaba allí solo y yo le dije que no, señalando a mi madre y otros
parientes a la vista, con quienes nos saludamos. El caso es que al rato comentó que,
como extranjero, una cosa que le llamaba la atención eran los términos sexuales,
por ejemplo, las formas de nombrar al pene. Por supuesto yo ya me sabía unas
cuántas, y como mi modelo vital era Gustavo, el reportero más dicharachero de
Barrio Sésamo, enseguida nos pusimos a repasar los distintos apelativos que nos
venían a la memoria, principalmente a mi, ya que era el español y él, el visitante.
Fue una conversación divertida y original, que disfruté hasta el punto de
encontrar memorable. Más tarde el hombre se fue, nos despedimos hasta siempre,
y volví con mi familia. Solo hace un tiempo me di cuenta de que ese no era el tipo
de conversación que se sostiene con un niño desconocido. Sin embargo aquel
hombre me cayó muy bien, era simpático y divertido, y durante mucho tiempo le
recordé como quien evoca a un buen amigo, inventando incluso la letra de una
canción sobre él. Dondequiera que esté, le mando un saludo.
Final: han pasado muchos, muchos años, tantos como para situarnos en
Madrid, en febrero de 2009, cuando la Filmoteca dedica un ciclo parcial a Alain
Robbe-Grillet, con motivo de su muerte, y atravieso los primeros meses de mi
reciente soltería con dignidad, por ser generosos, digamos que escasa. Veo todo
con invariable admiración, y en esta ocasión mi objeto de interés es L´Eden et
après, proyectada en la diminuta sala 2 el domingo 15, a las ocho.
La sala está abarrotada, a mi izquierda
sentado un señor anciano. Empezada ya la
película, en cierto momento siento que su
mano izquierda me roza la rodilla. No le
doy mayor importancia, las butacas de la
sala son diminutas, así que me aparto un
poco. Pero enseguida el roce retorna. Echo
un vistazo y compruebo que la mano del
señor cuelga fuera del brazo de la butaca,
coincidiendo con la posición de mi pierna. Nada raro, pues, así que me aparto un
poco más.
Enseguida, vuelvo a sentir la mano.
No es solo que las butacas sean pequeñas y que la de mi derecha esté
ocupada por una persona que parece llevar encima el equivalente a quince abrigos,
sino que además el espacio entre filas es mínimo, lo que hace que las piernas me
entren a duras penas y que, por tanto, por mucho que me mueva las posibilidades
sean escasas. Pero no puedo dejar de pensar que no lo son tanto como para que no
haya modo de librarse del toque de la puta mano.
Cuando se hace evidente que no hay manera apenas de librarse, y empiezo
a angustiarme por tener que pasar toda la película (y qué película) con una mano
desconocida en la rodilla, me pregunto si la cosa será adrede. La Filmoteca es un
sitio curioso porque las víctimas de abuso sexual o, dicho con más atención al
contexto, “objetos de tocamientos experimentales”, hasta donde llega mi noticia
siempre son hombres que al principio se molestan, luego se niegan, y finalmente
acaban tomándose un vino con el tocador de señores y traficando películas piratas.
Yo no me he visto en el trance, pero sospecho estar en él al fin. El trascendental
momento ha llegado.
Lo que me termina de distraer de la película, y desesperar, es que en verdad
no puedo decir que la mano del anciano esté tocando mi rodilla. ¿O sí? ¿Me están
tocando, o estamos solo ante un roce accidental? Desde luego no me están
haciendo lo que Brialy a la pobre Clara, pero es demasiado extraño que ponga
donde ponga la pierna, de un modo u otro la mano aparezca.
Me muevo a un lado: mano; me muevo al otro: mano; bajo más la pierna:
mano. En algún momento miro al viejo de reojo, pero no percibo nada extraño,
parece más concentrado en la película que yo. Mierda, si agarrara mi rodilla sabría
de verdad que algo pasa, pero la incertidumbre me mata. ¿Me están tocando, o no?
¿El viejo está verde o senil? Si elevo la pierna y fuerzo el contacto, la mano no se
retira. ¿No estará dormido? Me es imposible decirlo. ¡Además, he venido a ver una
película, no a dirimir si me toca un viejo!
Ante Robbe-Grillet, y en un repentino acceso de lucidez que cabría calificar
de beatífico, tomé súbitamente la decisión más digna: decidí que mi cuerpo no era
un templo, y me entregué tranquilo. Puse la pierna donde quise y hasta en algún
momento facilité el acceso. Ante el misterio, opté por el viejo verde y dejarle
disfrutarlo, pensando que acaso yo mismo en algunas décadas sería como aquel
anciano, visitante habitual de los escasos cines supervivientes, con solo ya la
pierna casual de algún estoico cinéfilo para recordarme lo que algún día fue el
disfrute de otro cuerpo.
Aún hoy recuerdo la jornada con regocijo y cierto orgullo. Gocé mi entrega
más que de la película, solo con la vaga e inquieta intuición de que el futuro no me
entregaría jóvenes tan benévolos.
Nada más que contar a este respecto.








Rubén García López
Marginalia, 3-V-21
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