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1917

La película '1917' abarca una amplia gama de emociones y experiencias de la guerra, desde la brutalidad y el horror hasta momentos de belleza y humanidad. A través de planos-secuencia y una narrativa intensa, los cineastas Sam Mendes y Krysty Wilson-Cairns logran capturar la complejidad de la vida en el frente, resaltando tanto la acción bélica como la conexión emocional entre los personajes. Sin embargo, la crítica sugiere que la representación de la guerra puede ser superficial y que la película a veces sacrifica la profundidad emocional por el espectáculo visual.
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La película '1917' abarca una amplia gama de emociones y experiencias de la guerra, desde la brutalidad y el horror hasta momentos de belleza y humanidad. A través de planos-secuencia y una narrativa intensa, los cineastas Sam Mendes y Krysty Wilson-Cairns logran capturar la complejidad de la vida en el frente, resaltando tanto la acción bélica como la conexión emocional entre los personajes. Sin embargo, la crítica sugiere que la representación de la guerra puede ser superficial y que la película a veces sacrifica la profundidad emocional por el espectáculo visual.
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1917

1917 lo tiene todo: la


sangre, la poesía, los
violines, el horror, la
aventura, la ternura, las
trincheras, las bombas, las
balas, los cuchillos, los
uniformes, las bengalas, el
día y la noche, el agua y el
fuego, la brutalidad, la
solidaridad, las flores, los
subterráneos, batallas
terrestres y aéreas, frente y
retaguardia, soldados y alto
mando, estrellas y actores
desconocidos, situaciones
límite, amistad, odio, poder, familia, y seguro que me dejo más. Planos-secuencia,
por ejemplo. Dos, parece ser, con los engarces más o menos visibles pero bien
resueltos. Sam Mendes y su guionista, Krysty Wilson-Cairns, lo han metido todo,
posiblemente más de lo que hubieran intentado meter caso de tener entre manos
una película con una cantidad ordinaria de planos, y con tanta dificultad como si
intentaran encajar una cantidad desorbitada de ropa en una maleta de cabina. Hay
hasta escena con mujer y bebé, no se diga más. No falta nada, por así decir, de lo
que debe estar en una summa bélica como sin duda intenta ser 1917. Y
las summae bélicas, desde el soldado Ryan, van de mostrar el horror de la guerra,
la acción, la sangre, la brutalidad, y cómo en medio del espanto aún pervive la
humanidad y aquello que la trasciende y de lo cual es signo: la belleza. Quién da
más: el bélico ofrece oportunidades para el espectáculo y para el drama, tanto más
destacado en tanto debe ser resaltado en medio del horror. Amor en tiempos del
cólera, sí. En una época en que Meryl Streep es modelo de sentimiento, no me digas
más. En efecto, hay cámaras que pasan rasantes sobre cadáveres de caballos
podridos o piernas destrozadas de soldados. Hay cadáveres hundidos en el fango y
manos hundidas en sus vísceras. Hay un inicio con imagen campestre, hierba,
margaritas y otras flores (solo otra más, diría, pero no sé cómo se llama), por
supuesto acompañado por una música que nos dice que la imagen ha de ser leída
en términos de calma y placidez, por supuesto seguido por un movimiento de
retroceso que acaba incluyendo a los soldados, y por supuesto el seguimiento de
estos nos irá metiendo poco a poco en las trincheras, con toda naturalidad.
Naturaleza y guerra, ok, nada que objetar. Es verdad que no hay largos
parlamentos y solo alguna breve confesión sobre la vida antes de la guerra, pero
quizás por eso se le ha dado, con buen criterio, más importancia a las fotografías de
seres queridos, incluso una vista fugazmente sobre la cama de un enemigo. No
faltan, claro está, los momentos de belleza efímera, por supuesto adecuadamente
destacados, puesto que no se trata de crear belleza sino de decirla (el humanismo
estético en boga propugna que no existe algo si no se dan los signos de aquello que
por ese algo entendemos, dicho de otra manera un hombre no es un hombre hasta
que no da fe de serlo, y lo mismo pasa con una mujer, un árbol, un apretón de
manos, la luz de la luna, etc.): la ciudad destruida devuelta a la vida por la luz de las
bengalas en la noche, apoyada por el correspondiente esplendor orquestal que nos
deje claro que lo que estamos viendo es la repanocha, o esas flores de cerezo que
aparecen sobre el agua tras la casi muerte de nuestro sufrido protagonista, y que
como es lógico le embelesan fugazmente, y que Mendes no puede no acompañar,
no vaya a ser que se nos pase, que esto de la fugacidad tiene sus peligros, por un
delicado colchón de violines a modo de fluvial discurrir y varias no menos
delicadas notas musicales, casi pizzicato, que nos llamen la atención sobre la
blanca, hermosa y tímida irrupción que sucede a la frenética carrera por la vida de
que acabamos de ser testigos. Por supuesto, este momento de calma es seguido por
la obligación de salir del río pasando sobre decenas de cadáveres de soldados
putrefactos e hinchados, y seguido a su vez por el celestial canto de un soldado
rodeado de muchos más soldados, que le miran con embelesamiento absoluto
sentados en el suelo (¿un guiño al final de Senderos de gloria?), sin darse cuenta
siquiera de que ha salido del río un tipo al que nadie conoce y que podría ser un
soldado enemigo u oigan, un hombre lobo o un bigfoot, por qué no. Pero ustedes
saben, lo saben, no pueden no saber, que en medio del horror florece a veces,
también, la belleza, hay sitio, también, para la humanidad, la música, la concordia.
Hay sitio para, cuando tienes que llevar un mensaje al frente y tienes que hacerlo
rápido porque miles de personas pueden morir, pero has perdido quién sabe
cuánto tiempo y se te ha hecho de noche porque te has desmayado al recibir un
disparo, te pares a recitarle cuentos a un bebé y charlar con su madre adoptiva…
aunque quizás eso solo lo metieron los guionistas para poder meter a su vez la
preceptiva campana de la iglesia que recuerda al soldado su misión. Hay pelea
cuerpo a cuerpo, aviones que caen del cielo, cuchilladas y bombas, francotiradores,
hay hasta una caída por una cascada, como en Depredador. Los cuatro elementos,
sí. Hay motivos que funcionan como milagros, refuerzos de esa belleza-base
postulada desde los primeros fotogramas: la leche extrañamente hallada, y
entregada media peli después a su lógico destinatario, el bebé. Hay motivaciones
personales, por cierto: uno de los soldados corre mucho porque en el frente que
hay que salvar está su hermano. Hay familia, en consecuencia, que todos sabemos
no puede faltar, en estos tiempos de galaxias infinitas llenas de gente con el mismo
apellido. Hay una búsqueda de un hermano propio y luego uno ajeno (el mismo), y
un choque de manos que demuestra hasta qué punto es Mendes un cineasta que no
tiene el más mínimo respeto por sus materiales, que no sabe lo que tiene si no lo
señala con el dedo, acerca la cámara y gira alrededor o le pone violines o crea el
paréntesis que sea en torno suyo. Tampoco es raro, 2019 ha sido un año de
pésimos choques de manos: ni James Gray ni Marco Bellochio han sabido afrontar
un gesto a la vez tan mínimo y monumental (de los tres gana el italiano eso sí).
Pero me niego a decir “signo de los tiempos” porque tres películas no son signo de
nada, y si me apuran tampoco el cine, cultivado por un número realmente limitado
de personas, suele serlo nunca, salvo cuando hacemos la quiniela el lunes.
Tampoco es signo de los tiempos que históricamente la película sea tan falsa: es lo
normal desde que el cine existe (y antes, la literatura, y antes, el arte), pero más
interesante es distinguir la diferencia entre cómo falsear para poder montar con
facilidad tu espectáculo enaltecedor (¿olvidé decir que el cabo Schofield es un
descreído que cambia por vino sus medallas, al contrario que su amigo Blake,
asesinado poco después de afearle el gesto defendiendo que representan algo por
lo que la gente muere, y que posteriormente a la muerte de su amigo mostrará
tanto celo y acumulará tantos actos heroicos como acumularse puede?), y cómo
hacer que el falseamiento sea visible por todos, tema y centro de la película, y en
consecuencia honesto en su patente tergiversación de la realidad. Tarantino, si
cambia la historia, lo hace de tal modo que todo gira en torno a ese cambio, no solo
todos somos conscientes de él sino que su hecho mismo es determinante para
narración y discurso; Mendes la cambia para poder mostrar la carrera final del
cabo por el frente mientras todos los soldados salen de las trincheras y son
devastados por las bombas, lo último de la guerra que le quedaba mostrar. No
había altos mandos en las trincheras de la I Guerra Mundial, como sí supo mostrar
y aprovechar Kubrick en otra película mucho mejor filmada y pensada (pero
también bastante vergonzante en la forma de afrontar su discurso), pero no será
eso lo que más haya que criticarle a una película como 1917. Mendes no gusta de
mirar a otro lado (aunque es lo mejor que hace, por ejemplo cuando decide dejar
en off la mortal cuchillada al hasta entonces protagonista o apoya la poesía fácil
pero efectiva de la ciudad viviente con una aplicada elipsis temporal: el soldado
sube las escaleras con dificultad, la cámara le rebasa, avanza por el piso, sale por la
ventana, desciende contemplando el esplendor de las luces y sombras, y al hacerlo
el soldado entra en campo, caminando ya hacia delante), pero desde luego no sabe
mirar al frente. No sabe mirar a un hombre que sufre sin llenarlo de gestos que
digan el sufrimiento, no sabe mostrar la muerte sin que su cámara se desvíe para
mostrar un herido ensangrentado que pasa en camilla y hacer que un soldado lo
mire estremecido porque se ve que en las trincheras no había visto ninguno antes,
y que luego mire igual a un caballo podrido, eco en la pantalla de nuestro asco, o
gesto que dice que es asco lo que debemos sentir. No sabe mostrar la podredumbre
sin pasar la cámara a un centímetro por encima, de esa manera ya saben por la que
no muestra pero se asegura de mostrar, no señala con el dedo pero señala con el
dedo, y que la cámara atraviese el telón de moscas virtuales. No sabe mostrar el
milagro de ser tocado en el rostro por una mujer sin recargar la luz (ah, Roger
Deakins, ¡qué buen vasallo si…!) y hacer de ello el más que obvio centro del
encuadre. Y desde luego no sabe (pero quién sabe, si esta maldición es eterna y
omnipresente) escuchar las bengalas y las bombas en vez de taparlas con violines
(¡o incluso con percusiones electrónicas! en el ataque del francotirador), escuchar
el agua y el viento, las botas sobre el barro, la respiración y en suma el sonido del
mundo. Parece a veces que el cine hubiera nacido para descubrir la puerilidad
profunda de la música, o acaso para crearla, para convertirla en una maldición
lanzada sobre la vida, una negación de la vida, una absoluta destrucción de lo único
que en la naturaleza será siempre puro: el sonido. De entre todos los que tiene, el
perezoso cultivo del plano-secuencia es ciertamente el menor de los problemas
de 1917.

Rubén García López
Marginalia, 10-II-20
[Link]

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