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Análisis de políticas públicas y

eficacia de la administración

Joan Subirats

Instituto Nacional de
Administración Pública

Madrid, 1994

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
I. RAZONES PARA UN CAMBIO DE PERSPECTIVA EN EL ESTUDIO DE
LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA. EL ANÁLISIS DE LAS POLÍTICAS
PÚBLICAS

1. Transformaciones del Estado. El déficit descriptivo

A pesar de las continuas referencias a las transformaciones del Estado contemporáneo, y a la


superación de la dicotomía Estado-Sociedad, aún mantenemos en pie buena parte del paradigma estructural-
funcional surgido del Estado liberal y modificado por su posterior democratización. Se partía de la hipótesis
de que la sociedad era un conjunto de individuos aislados, que se consideraban iguales ante la ley y cuyas
relaciones se basaban en reglas internas propias, no violables por la actividad de los poderes públicos. El
orden económico se establecía automáticamente por el mecanismo de la libre concurrencia y siempre al
margen de la actividad estatal, entendida como meramente subsidiaria y garantizadora de unos derechos
naturales que la Constitución se había limitado a reconocer. Esa radical separación entre Estado y Sociedad
ha sido superada desde hace muchos años por la misma crisis del automatismo regulador de la economía del
sistema liberal, por la democratización de las instituciones representativas y la exigencia de que la igualdad
genérica ante la ley tuviera una plena efectividad social y económica.
El nuevo Estado, el Estado Social, se orienta, desde un punto de vista axiológico, hacia una síntesis
de los valores de la personalidad individual, típicos del liberalismo, y de los valores sociales en el sentido
histórico concreto que el vocablo social adquiere desde el segundo tercio del siglo XIX; y desde el punto de
vista ontológico se sustenta en el criterio de que no es posible pensar la existencia humana abstraída de sus
condicionamientos sociales. Bajo estos y otros supuestos, es un modelo de Estado inspirado en la justicia
social y, por tanto, en una más justa distribución de los bienes económicos y culturales. Es, pues, un Estado
que no se limita a salvaguardar un sistema supuestamente autorregulado, sino que ha de ser el regulador
decisivo del sistema social y ha de asumir la obligación de modificarlo a través de medidas directas o
indirectas (GARCÍA PELAYO 1977), «El Estado Social de Derecho resultaría ser así la construcción perfecta
de la convivencia humana, la síntesis de dos contrarios hasta entonces excluyentes: la libertad y la igualdad,
esto es, el resultado de la fusión de las dos corrientes que alimentaron el pensamiento político occidental
desde comienzos del siglo XIX; liberalismo y democracia» (GARCÍA COTARELO, 1986, p, 15).

Pero a pesar de esas profundas transformaciones se ha mantenido en buena parte la manera de


describir el sistema político que se utilizaba en el Estado liberal. El sistema precisa de unas funciones, leyes,
normas de rango inferior, administración de justicia, etc., que son ejercidas por determinadas instituciones,
Parlamento, Gobierno, Poder Judicial. Este modelo actualmente no corresponde a la realidad (quizá nunca ha
correspondido a ella). No puede abordarse el estudio del Estado democrático contemporáneo, que tiene un
nivel de gasto público del 35 al 60 por 100 del total del Producto Interior Bruto (según países), con un
instrumental analítico que podía resultar descriptivo del llamado «Estado gendarme». Se alude a la crisis de
la institución parlamentaria, al excesivo poder de los ejecutivos en el proceso legislativo, a la sobrecarga de
la administración de justicia y a la aparición de instancias de justicia privada, a la difuminación de las
fronteras entre lo público y lo privado, pero en realidad se está describiendo la falta de adecuación entre la
creciente complejidad de la realidad política y los esquemas de análisis al uso. Así en un reciente libro
publicado en Italia sobre su sistema político (PASQUINO, 1985) se cuestionan sobre la existencia de un
gobierno en aquel país (CASSESE), se habla de «performances» del Parlamento italiano (BALDASSARRE) o
de «rendimiento» de los gobiernos regionales (PUTNAM y otros).
De una manera u otra cabria decir que no sólo ha entrado en crisis la democracia en su doble
componente económica (Estado del Bienestar) y político-constitucional (Estado Social), sino también la
manera tradicional de describir ese Estado. La fuerte tendencia hacia una estructura política pluralista, o
incluso «parcelizada» (OLSON, 1965) ha surgido tanto de las aspiraciones de la sociedad como del mismo
desarrollo del Estado Social, lo que ha llevado a la negación de algunos principios estructurales del sistema
político-institucional de referencia. El vaciamiento de los mecanismos tradicionales de responsabilidad
política y jurídica en el proceso de toma de decisiones, la crisis del principio de legalidad, la subversión en su
efectivo funcionamiento del principio jerárquico de la Administración Pública o el cada vez más frecuente
recurso a utilizar parámetros valorativos (y absolutamente discrecionales) en la actuación administrativa y
judicial son algunas de las consecuencias de esa tendencia que ha llevado a hablar de «ingobernabilidad» del

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Estado Social (LOWI, 1969; HIRSH, 1976; OFFE,1984; LUHMANN, 1983). El desarrollo pluralista del Estado
Social ha dado lugar a un orden político en el cual las estructuras públicas sólo consiguen funcionar si
asumen un carácter «extrovertido» (BALDASSARRE, 1982), o sea, si se mantienen estructuralmente abiertas
a los intereses sociales, superando la mentalidad «introvertida» que piensa en un Estado, que funciona a
través de reglas formales de coherencia interna. Por tanto, puede resultar inadecuada o estéril una actitud que
se limite a «soñar con el pasado», o a calificar como degeneración, o crisis todo lo que renueva, aunque por
ahora de modo confuso, las viejas reglas y equilibrios. Se trata de reconstruir las lógicas que presiden las
nuevas formas de decisión política y las interrelaciones que van estableciéndose entre organismos públicos y
grupos sociales. El Estado se ha ido convirtiendo en un actor social más, si bien dotado de una dimensión
específica y con unos medios y técnicas de acción muy especiales, que lo relacionan con el resto de
protagonistas sociales en la arena de toma de decisiones. Ello conlleva un cambio profundo en la óptica a
través de la cual se han de observar los problemas del Estado, los mismos fundamentos de lo «político», las
concepciones del poder y sus mismos principios justificativos o legitimadores (véase figura 1).

Figura 1
Actores relevantes en el proceso de formación de las Políticas Públicas
Fuente: FREDERICK S. LANE, 1986. Current issues in Public Administration, Nueva York, S. Martín Press.

En definitiva, el cambio de la estructura subjetiva del «poder público», la dispersión de la autoridad política
en entes e instituciones descentralizadas, la fragmentación de la «decisión general» en estructuras
particulares sólo relacionadas funcionalmente y la creciente conversión del Estado en una instancia paritaria
(no superior) políticamente activa en la dinámica social son algunas de las consecuencias de esa progresiva
«pluralización» o «fragmentación» del Estado Social, con un poder mucho menos «soberano» y «racional»,
y mucho más «relacional» o «limitado» (LUHMANN, 1975).

2. Cambios en el funcionamiento de la Administración Pública

La naturaleza de la Administración moderna tiende a identificarse con la burocracia. La burocracia,


afirmaba solemnemente Hegel, es el espíritu del Estado. Marx afirmaba por el contrario que la burocracia
simbolizaba la falta de «espíritu» de ese Estado. Pero si hablamos de burocracia, el modelo al cual hemos de
referirnos no es el de Hegel (o el de Marx, sino el construido por Max Weber a principios del siglo XX. En el
modelo weberiano el nacimiento de la burocracia moderna representa uno de los tres aspectos esenciales del
proceso de racionalización moderna, junto con el sistema jurídico y la organización capitalista de la actividad
empresarial. En ese poder legal, distinto de los otros tipos puro, el poder tradicional y el poder carismático,
encontramos las características «ideal-típicas» del sujeto (la burocracia) y del ordenamiento (la
administración). El sujeto está constituido por los funcionarios especializados, que trabajan a tiempo
completo, remunerados por el erario público, profesionalizados y sometidos al poder de dirección de los
políticos. El ordenamiento contendría tres características estructurales típicas: la rígida división del trabajo
por competencias, establecida a través de normas objetivas, que constituiría la dimensión horizontal del

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modelo; la continuidad de los órganos administrativos, que vendría a ser su dimensión temporal; y la
estructura jerárquica, que completaría el modelo en su dimensión vertical (WEBER, 1944, pp. 225 y ss.).
Si hoy burocracia es sinónimo de rigidez, de conservadurismo, de complicación, para Weber
constituía, junto con su hermana gemela la empresa capitalista, una gran innovación dinámica. Era el
«vestido administrativo del mercado moderno», (RUFFOLO, 1986, p. 274). Una especie de respuesta eficaz a
la exigencia generada por la revolución industrial de decisiones rápidas, previsibles y eficientes. Para Weber
la burocracia reducía la complicación, el desorden, la arbitrariedad y discrecionalidad tortuosas de las
antiguas administraciones señoriales o patrimoniales, sustituyéndolas por una red geométrica de estructuras y
de procesos claros y diferenciados, en cuyo seno las relaciones mercantiles podían desarrollarse libremente.
Ese esquema era para Weber símbolo auténtico de racionalidad.
El modelo weberiano refleja, con los evidentes matices y diferencias sobre todo entre las realidades
anglosajona y continental, las características estructurales fundamentales que la Administración Pública ha
incorporado en los países capitalistas occidentales, en la fase de formación y desarrollo del Estado liberal. Y
ese modelo se ha concretado en elementos como la delimitación competencial por órgano, la centralización
de decisiones, los controles previos a la ejecución, y sobre todo a través de la rígida predeterminación de los
procedimientos.
En la problemática del Estado de Derecho la formalización de los procedimientos decisorios tiene
sobre todo el sentido de dar garantías a los ciudadanos sobre un posible uso arbitrario del poder. La previsión
de los diferentes trámites, la fijación de términos perentorios y escalonados, el proveerse de los informes
establecidos procedentes de otros órganos administrativos, son elementos que se encuadran en el intento de
constreñir a la Administración Pública a un comportamiento previsible. La misma conversión de la actividad
en rutina no es un elemento de estandarización de la producción, surgida de necesidades o preocupaciones de
eficiencia. La preocupación de fondo es la regularidad, en su doble acepción, de la actividad administrativa.
Una buena prueba de ello es el interés que existe en muchos países europeos en disponer de una ley general
sobre el procedimiento administrativo, que dicte de manera uniforme y tipificada algunos principios
generales aplicables por igual a todos los posibles procedimientos (MORTARA, 1982; DENTE, 1986).
El balance de todo ello es la preocupación por el procedimiento más que la preocupación por el
resultado de la acción administrativa. La tensión no se produce en la determinación o el control sobre los
resultados de la actividad administrativa, sino sobre la legalidad de la actuación el proceder a través de las
reglas establecidas. La legitimación social del poder constituido se fundamenta en la legalidad, entendida
aquí no como positividad formalmente correcta sino como racionalidad procedimental. Las decisiones se
justifican, no a través de los resultados que consiguen, sino a través de «la reestructuración de las
expectativas mediante un proceso de comunicación» (LUHAMNN, 1969, citado por BALDASSRRE, 1982, p.
64), centrado en la participación en un determinado procedimiento (elecciones, legislación, procesos
judiciales, procedimientos administrativos).
Pero esa situación compatible con el bajo nivel de prestaciones que el Estado del XIX y principios
del XX debía asumir va resultando menos adecuada a medida que aumenta el nivel de intervencionismo
estatal. Los procesos políticos y económicos del siglo XX han provocado un cambio cualitativo y
cuantitativo de los sistemas administrativos estatales. Por un lado nuevas tareas son asumidas por las
administraciones públicas y por otra parte nuevos órganos o entes se crean para llevarlas a cabo. La fortísima
expansión del gasto público viene acompañada de una distinta composición del mismo. De un gasto público
centrado preferentemente en las tareas de defensa militar y de mantenimiento del orden interno a un tipo de
gasto en el cual resultan dominantes las partidas relacionadas con el welfare y las inversiones en la actividad
económica directamente controlada por el Estado (ROSE, 1976). Pero a esta expansión del gasto público le
corresponde un incremento correlativo de personal de las administraciones públicas, incremento que sufre
una aceleración notable a finales de la segunda gran guerra. En 1976 el empleo público era el 14,2 por 100
del total del empleo en Alemania Occidental, el 21,7 por 100 en Gran Bretaña, el 12,3 por 100 en Italia o el
19,4 por 100 en Estados Unidos (CASSESE, 1983. p. 304).
Ello ha provocado transformaciones evidentes en las relaciones entre Administración Pública y
Sociedad, tanto por lo que hace a su nivel de interrelación como a la lógica que preside la legitimidad de la
actuación pública. La intervención masiva del Estado en los procesos socio-económicos, en la organización
cultural, ha favorecido un fortísimo incremento del asociacionismo privado con finalidades de presión sobre
el Estado. La administraciones publicas se han «abierto» a ese entramado de grupo-clientelas externo,
creando una red de influencias e intereses (estudiadas con profundidad por los teóricos del
«neocorporativismo») que han erosionado y erosionan cada día más los tradicionales confines entre esfera
pública y esfera privada.

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Por otra parte, hemos visto anteriormente cómo las formas de legitimidad surgidas con el ideal
racional weberiano partían del ejercicio de un poder rigurosamente impersonal. La trama pluralista del poder
político ha hecho que el poder impersonal (cuya expresión paradigmática sería la máxima «gobierno de las
leyes y no de los hombres») (BOBBIO, 1984, pp. 148 y ss.) fuese adquiriendo características cada día más
«personalizadas» (BALDASSARRE, 1982, p. 73). La introducción de intereses y de grupos antagonistas en el
circuito institucional del poder ha modificado no sólo el proceso de policy-making , sino también la base de
legitimación, que si antes se fundamentaba en la superioridad del poder impersonal (legal, racional), ahora se
empieza a fundamentar en la confianza de la relación «personal» (de persona, grupo, clan o asociación),
basándose en la convicción de una mayor capacidad de resolución de los problemas sociales planteados.
Empieza a contar más el «resultado» que la legalidad o la conformidad a los procedimientos establecidos
(MAYNTZ, 1885). Transformándose, paralelamente, la legislación, pasando de un tipo de normativa de
aplicación y contenido generalísticos como guía de la actividad administrativa a un tipo de reglamentación
ad hoc, de alcance limitado y particularizado (PANEBIANCO, 409).
Todo ello no quiere decir que se sustituya un tipo de reglas por otras, o se «elimine» el control
procedimental basado en criterios de racionalidad, sino que se solapan, se suman unos criterios y unas
normas con otras, provocando una creciente complejidad y fragmentación de las tareas y organización de la
Administración Pública contemporánea. Y esa confusión organizativa, esa dinámica cada vez más compleja
de relaciones intergubernamentales se va convirtiendo en la regla, y no la excepción, dentro de los
mecanismos institucionales. De la misma manera que la «jungla normativa» permite todo tipo de adecuación
«al caso» de la normativa, aplicando la más conveniente, ignorando la que no interesa, o supliendo una
determinada laguna con una interpretación ad hoc. En un proceso que Luhmann califica de «legalidad útil»
(citado por MAYNTZ, 1985, p. 126).
«El gobierno, entendido como la actividad de dirección hacia la consecución de objetivos generales,
va configurándose cada la más como gobierno de la fragmentación y para la fragmentación» (DENTE, 1985,
p. 269). Por tanto, sería mejor que todo debate institucional partiera de esa realidad. Podríamos, pues,
empezar a dudar de la idea de un gobierno global, capaz de afrontar con coherencia y racionalidad la
totalidad de las tareas de une moderna administración. Precisaríamos un enfoque distinto que, directamente
heredado de los esquemas weberianos, se ha venido aplicando a los problemas de la Administración Pública
contemporánea.

3. Constitución y políticas

La evolución del Estado ha alterado también profundamente la significación del principio de


legalidad, una de las columnas vertebrales de legitimación del Estado contemporáneo. Varios elementos
podrían ilustrar esa afirmación. Por un lado, la gran e inusual libertad de que gozan los poderes sub-
legislativos para realizar las tareas que tiene encomendadas el Estado. Por otro, los grandes espacios «no-
legislativos» que se crean, bien por falta de decisión al respecto, bien porque la resolución de los conflictos
se realiza al margen de la arena legislativa. La práctica de leyes-medida, cada vez más particularizadas, o
bien de leyes-manifiesto de total inaplicación, pero de utilidad «política»; la creciente «personalización» y
politización de la Administración Pública a la que ya hemos aludido. Todo ello ha ido socavando el principio
de legalidad, dejándolo «casi en una reminiscencia ochocentesca» (BALDASSARRE, 1982, p. 67), como podría
ser la de la supremacía parlamentaria en materia legislativa.
Pero si ese Estado basa su legitimidad fundamentalmente en esa legalidad, y por su misma naturaleza
convierte a ese mismo fundamento en un medio de combate político (SCHMITT, 1932), entonces debe
desplazar esa fórmula legitimadora a lo único que parece quedar fuera de esa confrontación constante: la
Constitución. La Constitución, o la legalidad constitucional, se convierte así en la justificación, muchas
veces única, del ejercicio del poder. «En los Estados Unidos la Constitución y las interpretaciones que sobre
la misma da el Tribunal Supremo juegan un papel decisivo en el mantenimiento de las creencias sobre la
bondad de la actuación del Estado (polity)» (CARTER, 1985, p. XIII).
Para algunos autores, a pesar de las transformaciones del Estado contemporáneo, resulta inaceptable
el calificativo de survivance (BURDEAU) aplicado a la Constitución. Por el contrario, afirman, en una
situación de crisis como la actual, sin la Constitución, el orden jurídico carecería de principios firmes y
ciertos; la organización del Estado de sustentación sólida; la acción política de disciplina; y la gestión
administrativa de verdadero control (HESSE, 1983; DOGLIANI, 1982).
Lo que parece evidente es que la misma evolución del Estado, al incremento de sus funciones, la
estatalización de muchos ámbitos de la actividad social, la superación, en fin, del mito liberal que postulaba

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la radical separación entre la sociedad y el Estado ha venido acompañada de una progresiva
constitucionalización de las relaciones políticas. Así, el sistema constitucional, transformándose
parcialmente, se ha ido regenerando de alguna manera, para poder así garantizar su propia validez.
Como es bien sabido, la primera regulación liberal era escueta y débilmente normativa, y en general
se reducía a la estructura y funciones de los principales órganos estatales y a la proclamación de algunos
derechos civiles. Las Constituciones de la postguerra, y en mayor medida las más recientes del sur de
Europa, han ampliado grandemente los ámbitos y materias regulados constitucionalmente, haciendo
considerar conceptos como el de Constitución Económica, que expresa el interés constitucional por regular
las relaciones económicas de los actores públicos y privados (GARCÍA PELAYO, 1979).
El constitucionalismo del siglo XX, marcado por los desastres provocados por las dos guerras, ha
tendido a instaurar un orden institucional y social diferente del que fue destruido, y también diferente del que
existiría si realmente las relaciones políticas y sociales se desarrollasen espontáneamente, tal como postulaba
la dogmática liberal. La Constitución no podía continuar siendo un simple texto en el que se incorporase,
reflejase y garantizase un sistema de relaciones preexistente en la sociedad. Y ello no podía ser ya así porque
la Constitución no respondía a los ideales jeffersonianos que la entendían como expresión de los principios
del Derecho Natural, cuya realización se dejaba al libre operar de las leyes naturales inmanentes en la
sociedad. Ni tampoco respondía al ideal rousseauniano que entendía la Constitución como conjunto de
principios de un ordenamiento jurídico global que comprendiera Estado y Sociedad Civil, y en el que las
leyes naturales debían sancionarse jurídicamente e imponerse ante la corrupción de la naturaleza humana.
El constitucionalismo de nuestro siglo, que se presenta como si tratase de crear ex novo un orden que
comprenda Estado y Sociedad, parece un constitucionalismo distinto, pesimista ante la virtualidad de la ley
formal y general, incrédulo con respecto al automatismo del equilibrio liberal y, por tanto, que no acepta un
concepto de Constitución que entienda la misma como la proclamación sintética de principios que reflejan
«verdaderamente» las necesidades y las características sociales (HABERMAS, 1979). El orden jurídico que
pretenden instaurar las Constituciones del siglo XX no parte de una realidad que simplemente se ha de
recoger jurídicamente, porque parecen conscientes de que sólo podrán existir aquellos derechos y libertades
que se confieran a partir del texto constitucional. En ese sentido, las Constituciones de este siglo son
exponentes de un proceso de hiperpositivación, ya que se presentan no sólo como autosuficientes sino
incluso como autogarantizadoras. Los textos constitucionales contemporáneos aparecen así como replegados
en sí mismos, preocupados por la búsqueda de instrumentos que protejan el modelo del orden normativo que
formulan. Prueba de ello serían las normas racionalizadoras del mismo proceso político (la Constitución
como lnstrument of Government) que no quieren dejarse indefinidas (HESSE, 1983).
Asimismo, la introducción de la Justicia Constitucional, las garantías de rigidez constitucional y,
sobre todo, el reconocimiento de la inmediata validez de las disposiciones relativas a los derechos
fundamentales expresan también una profunda desconfianza en la ley.
Ese proceso no puede simplemente definirse como muestra de un nuevo iusnaturalismo. No tiene
nada de natural la forma del Estado Social que las Constituciones contemporáneas han consagrado. La forma
de Estado Social ha sido elegida e impuesta por un conjunto de fuerzas que en un momento dado han logrado
ejercer su predominio. Ese Estado Social existe en virtud de un acto de voluntad, de un acto constituyente, y
sólo tiene garantías de permanencia en virtud del mantenimiento de esa voluntad. Las Constituciones de la
segunda postguerra y las más recientes de la Europa mediterránea consagran un orden que no se pretende
reconstruir sino fundar ex novo, y surgen de una convicción, dramáticamente aprendida, de que ese orden
debe protegerse ya que las experiencias de nuestro siglo no ofrecen base suficiente para pensar que la
civilización del hombre sea una de sus más consolidadas tradiciones (HABERMAS, 1973).
Pero el problema que se nos plantea aquí es averiguar o plantearnos cuál sería la operatividad real de
esa normatividad constitucional. Cuál sería su real fuerza prescriptiva. Hasta qué punto los textos
constitucionales podrían servir de norte en esa situación de creciente «irracionalidad» (según los parámetros
weberianos) y fragmentación de la actuación pública y de las relaciones sociales que ha provocado la nueva
situación económica y social, con los evidentes déficit descriptivos ya mencionados.
En ese sentido se ha planteado repetidamente la relación Constitución-realidad. Se han dado muchas
interpretaciones al respecto (véase GOMES CANOTILHO, 1980, pp. 87 y ss.), pero podríamos plantear las dos
siguientes como emblemáticas. La primera entiende a la Constitución a partir de su rigidez (que no de su
inamovilidad), como inmediatamente eficaz, superando la concepción de la ley como intermediación
necesaria entre texto constitucional y realidad. En esa concepción la inacción del poder, la inactividad del
legislador ante problemas acuciantes de la realidad podrá ser superada por la existencia de órganos y sujetos
difusos que podrán recurrir directamente al Tribunal Constitucional o a los mecanismos de la iniciativa
popular.

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En la otra concepción la Constitución se entiende como norma de hecho flexible y, por tanto, que
«cede» ante la actividad del cuerpo legislador, actividad que, por otra parte, se considera insustituible. En ese
sentido, la validez de la Constitución se entiende siempre en entredicho por ser incapaz de controlar
efectivamente el poder político. Su grado de validez dependerá de su grado de aceptación por parte de los
sujetos políticos.
La actual situación política, económica y social reúne todas las condiciones para convertirse en un
auténtico momento de prueba para una Constitución normativa. Es, en ese contexto, cuando la fuerza de la
Constitución como garantía formal de las pautas de funcionamiento del sistema y también de garantía de
valores como el de la igualdad, puede resultar significativa. Y es ahora cuando se está demostrando una
creciente «politización» de ese formalmente supremo instrumento garantizador.
Weber ya señalaba que el proceso legitimador del Estado moderno descansa en que la disposición a
obedecer al poder constituido depende de una doble creencia o consideración de racionalidad-respecto-al-
valor (Wert-Rationalität) o, más frecuentemente, de una racionalidad-respecto-al-objetivo (Zweck-
Rationalität). Sin duda entre las motivaciones que pueden influir en convertir en legítimo un poder político
en un ordenamiento determinado encontraríamos ambas racionalidades weberianas. Ahora bien, si las más
basadas en los valores fueron particularmente fuertes e influyentes en las situaciones de postguerra (y a ello
hemos aludido al hablar del proceso constitucional de entonces), debido a la idea de «restauración» de
valores sustanciales ligados a una «dignidad humana» maltrecha por sistemas políticos que basaban el culto
al poder en elementos irracionales; las otras, en cambio, han avanzado cuando la «fidelidad» a un Estado,
que se funda sobre todo en su capacidad de expandir el bienestar, se ha vinculado estrechamente a las
expectativas colectivas acerca de la capacidad del poder de satisfacer eficaz y eficientemente las prestaciones
sociales necesarias.
Todo ello nos lleva a la consideración de que también la Constitución, enmarcada en esa vía de
legitimidad basada en la racionalidad-a-través-del-valor, ha sufrido ese mismo desgaste o retroceso
legitimante. Agravado además por su «politización», que la ha convertido en arma arrojadiza entre opciones
políticas distintas, hasta el punto de institucionalizar y generalizar ese conflicto a través de los Tribunales
Constitucionales (BALDASSARRE, 1978, pp. 121 y ss.).
Esos Tribunales Constitucionales, pensados originalmente para resolver conflictos de compatibilidad
legislativa formal, han entrado en una dinámica, por la misma lógica de las transformaciones del Estado, de
gran intervención en las políticas públicas planteadas, con pocos instrumentos técnicos para ello, pero con
una indudable fuerza sobre los actores legislativos que condicionan sus trabajos a las pautas de interpretación
constitucional de esas Altas Cortes, y con sentencias de fuertes repercusiones financieras. Lo que provoca
una relación de popularidad-impopularidad basada más en la concreta forma de resolver las issues que se les
plantean que en su condición de guardianes supremos de la Constitución (CARTER, 1985; LANDFRIED,
1985; CALDEIRA, 1986; SORACE-TORRICELLI, 1984).
Estos elementos nos llevan a poner en duda la capacidad prescriptiva de la Constitución, al menos
como «remedio» legitimador, de suprema normatividad, en la actual fragmentación y falta de una
racionalidad generalmente aceptada. Dogliani planteaba en un excelente trabajo (DOGLIANI, 1982) la
siguiente cuestión: «Son insuficientes las prestaciones sociales porque son escasas, o son insuficientes
porque están distribuidas sin un criterio “legítimo”» (p. 109).
Si la respuesta viene dada por la primera de las hipótesis entonces, afirma Dogliani, la relación entre
premisa constitucional-realidad constitucional será su funcionalidad. Pero de hecho esa es hoy la forma más
generalizada de valoración de las funciones públicas. Como dice Offe (OFFE, 1984, p. 138), hay una única
vía de establecer un equilibrio general entre legitimidad, eficacia y eficiencia: que la legitimidad
constitucional venga reforzada por la capacidad del sistema de satisfacer las demandas y necesidades
sociales.

4. Las vías de adaptación al cambio

Desde otro ángulo, también han ido surgiendo aportaciones prescriptivas encaminadas a
«racionalizar», «mejorar» o simplemente «reformar» la Administración Pública, con el fin de superar o
reducir ese gap existente entre paradigma descriptivo y realidad. Alejandro Nieto ha calificado esa constante
voluntad reformadora de una manera radical: «la reforma burocrática se nos aparece como un Babel
ininteligible» (NIETO, 1986 p. 345). Y conclusiones similares encontraríamos en los análisis realizados en la
mayoría de países occidentales (DENTE, 1984; CROZIER, 1984: LA PALOMBARA, 1963).

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En efecto, en los años 60 y 70 se desarrolló un intenso movimiento reformista en el que mezclaban
términos corno «democratización», «descentralización» o «planificación» como antitéticos a los
considerados «defectos» del sistema burocrático, «tecnocracia», «centralismo» o «sectorialismo». Son, como
vemos, principios genéricos e incluso equívocos, pero ello demuestra la dificultad de hablar de «reforma de
la Administración Pública» aplicándolo a un contexto administrativo tan variado y diverso («Desde el
Ministerio de Defensa a la Fundación del Valle de los Caídos, pasando por la Generalitat de Catalunya, el
Ayuntamiento de Marinaleda, el lnsalud o la empresa Presur del INI». Citado por Alejandro Nieto,
conferencia en el Institut Ciencies Socials, Barcelona, 23-3-87).
Empecemos por la denominada «democratización», de la Administración Pública. Se trataría de
adecuar los aparatos administrativos a los principios constitucionales o de hacer más «representativa» la
burocracia pública, partiendo del diagnóstico de que la ineficacia de las actuaciones públicas procede de la
excesiva «separación» entre los aparatos administrativos y la «sociedad civil». Sería una manera de romper
la excesiva, «impersonalidad» del poder legal burocrático ideado por Weber. En este sentido, la técnica más
utilizada es la de la participación, es decir, la intervención en el proceso de administración burocrática de los
intereses tanto individuales como colectivos. Ello contrarrestaría las tendencias tecnocráticas y autoritarias
que están presentes en la evolución del Estado contemporáneo, a pesar de los riesgos que ese proceso de
«apertura» de la Administración Pública puede provocar al facilitar la presión de los grupos con intereses
particulares.
Otra vía posible era la de expandir la capacidad operativa de los órganos más directamente
representativos, restableciendo el papel «central» del Parlamento en la dirección y control de la actividad
general o exigiendo una mayor intervención de las asambleas representativas de menor nivel (regional o
local) (véase la abundante literatura sobre la «centralità» del Parlamento en Italia. Por todos Quaderni di
Democrazia e Diritto. II Parlamento, Roma, 1978).
También era posible centrarse en la manera de organizar los aparatos administrativos. El
razonamiento era el siguiente: no es posible construir una organización democrática y responsable ante la
sociedad (a través de la participación) y ante el sistema político (a través de la «centralidad» de las asambleas
representativas) si las estructuras internas mantienen criterios antidemocráticos. Se ponía en cuestión el
principio jerárquico, proponiendo grupos de actuación más flexibles, con coordinadores como alternativa
más «profesional» al jefe jerárquico.
Es evidente que las posibilidades de participación de los individuos y de los colectivos en los
procesos de toma de decisiones de diverso tipo han aumentado sensiblemente en los últimos años. Sobre todo
en el mundo de la enseñanza y en el del trabajo. Algunos avances se han producido también en la manera de
trabajar de las asambleas representativas, y la difusión del concepto italiano de «centralità» ha influido en la
generalización de mecanismos de hearings o de otros instrumentos de impulso parlamentario de la acción
política y de gobierno.
A pesar de ello, no parece que se pueda hablar de «democratización de la Administración Pública».
Hay quien, de hecho, califica esa pretensión de «contraddizione in termini» (DENTE, 1984, p. 406). En
muchos casos el problema deriva de componentes estructurales que parecen muy difíciles de modificar. Pero
podemos señalar incluso cómo en los últimos tiempos la tendencia parece ir en sentido opuesto, es decir, en
el sentido de reforzar la centralización de las decisiones y las vinculaciones político-burocráticas. Véanse las
reformas impulsadas en diversos países en su estructura ministerial (BLONDEL, 1986), o en el caso de
España con el peso decisivo del conglomerado de asesores de la Presidencia, o la reorganización de las
funciones de la reunión de Subsecretarios, que parecen reforzar la centralización decisional existente (LÓPEZ
GARRIDO, 1985; BAR, 1986). Tampoco deberíamos olvidar el proceso de integración europea y sus
repercusiones en este campo. Podemos también señalar como un factor más de dificultad el cambio en el
ambiente social producido en los últimos años. La caída de los movimientos sociales de los 60 y 70 parece
incontestable, y ello ha provocado en algunos casos la crisis de los mecanismos participativos. Tampoco es
ajeno a ello las desviaciones que en algunos casos se han producido al pasar de la «participación» al
«clientelismo», ya que, de hecho, las organizaciones participantes no pretenden representar unos hipotéticos
«intereses generales», sino sus intereses específicos. En definitiva, se ha provocado un cierto reflujo de la
tendencia a la democratización de la Administración Pública y una recuperación, ahora en positivo, de la
«eficiencia» considerada hace años como «fantasma de la tecnocracia».
Muy ligada a la exigencia de la democratización se planteó la necesidad de reforzar la «periferia»,
descentralizando decisiones, propiciando lo que se vino a calificar como una auténtica «reforma del Estado».
En un cierto momento se afirmó en toda Europa que el mantenimiento de la centralización política implicaba
altos costes de eficacia y eficiencia. No se podían mantener políticas centralizadas dada la diversidad de
situaciones a las que se había de hacer frente y dada una Administración central de dimensiones excesivas.

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Las decisiones no se hicieron esperar, afectando tanto al nivel regional como al local. Así, en Italia, Canadá,
Bélgica, Gran Bretaña, etc., o incluso en la «jacobina» Francia, se plantearon en diversos momentos y con
diversa fortuna respuestas a esa problemática.
Esta corriente descentralizadora ha provocado intensas polémicas (PORTER-OLSEN, 1976;
MAYNTZ, 1985) y no menores resistencias. Los partidarios de mantener un cierto grado de centralización
aluden a que desde el plano central adquieren más relevancia los intereses generales y se puede actuar más
rápida y unitariamente. Pero, aducen sus contrincantes, la descentralización permite, mucho mejor que
cualquier solución central, la adaptación de la actuación administrativa a las condiciones respectivas del
lugar o situación o a las necesidades concretas de sus ciudadanos.
Por todo ello las relaciones Estado-entes regionales o locales se han caracterizado siempre por el
conflicto y la reivindicación.
Las resistencias del aparato administrativo central a «perder» competencias han sido y son evidentes.
Lo que comportaba, de alguna manera, la transformación de esa «reforma del Estado» animada por fuertes
ideales (democratización, autonomía), en una constante cadena de conflictos, resueltos por la vía
jurisdiccional o por la vía de la negociación política.
No tiene nada de extraño ese fenómeno, si pensamos que en todo proceso de dislocación, de fractura
de poder, surgen conflictos y tensiones. Pero lo que sí podemos destacar es la falta de cultura administrativa
de los centros de decisión política para prevenir tales conflictos o preparar estrategias adecuadas para
mitigarlos. Ello ha provocado tentaciones, de los de «arriba», de transferir competencias de manera
parsimoniosa; de los de «abajo», de recoger todo lo que se daba sin pensar en su posterior utilización, o la
tendencia evidente de aumentar el poder por parte de los entes intermedios recuperando competencias de los
de más abajo (los entes locales), dadas las resistencias congénitas del aparato central a ceder poder.
En definitiva se ha transformado realmente la situación, pero cambiando muchas de las posiciones de
partida. Los ayuntamientos pueden observar preocupados el nacimiento de un neocentralisimo regional, y
pueden revalorizar su relación directa con los Ministerios centrales e incluso buscar relaciones
supranacionales. Mientras, las regiones pretenden crecer competencialmente por arriba y por abajo,
rnultiplicando la tensión. Es evidente que hoy la «periferia» del Estado tiene más poder que antes pero
existen fenómenos preocupantes de fragmentación del sistema político-administrativo, con el resultado de
mayor conflictividad entre intereses contrapuestos, de proliferación de vetos o acusaciones mutuas y, por
tanto, de una mayor dificultad para la acción de los poderes públicos. En definitiva, más complejidad a
cambio de una posible mayor afinación de las políticas.
También la planificación llegó a ser sinónimo de respuesta general a los males endémicos de la
Administración Pública. Y ello se debe probablemente a la identificación que se produce normalmente entre
planificación y racionalidad. Un proceso planificado sería aquel que realizaría una óptima distribución de
recursos con respecto a los objetivos previamente establecidos. Se trataba, por tanto, de encontrar en la
planificación el «método» general de respuesta racionalizadora de la actuación administrativa.
De entrada, planificar implica una capacidad de fijar los objetivos de la acción de los poderes
públicos por parte del ente de nivel superior y al mismo tiempo la posibilidad de intervención en el proceso
de decisión y de puesta en práctica de los entes administrativos inferiores, Pero, generalmente, la
intervención en la definición de objetivos apenas si se produce, y en el mejor de los casos se escucha o se
conecte con los demás entes para asegurar su complicidad o colaboración. Pero, a pesar de ello, se usa muy
frecuentemente la terminología propia de la planificación o de la programación. Planes energéticos, de obras,
de carreteras, programas especiales, etc., se suceden continuamente, sin que la manera de abordar esos
problemas o la formulación de los objetivos haya variado sobremanera. En muchos casos se esconde una
simple distribución de recursos, un catálogo de necesidades sociales o un elenco de prioridades de
intervención.
En el mismo campo y dentro de la misma racionalidad, pero con una problemática de aplicación
distinta, nos encontramos con todos los intentos de presupuestación por programas o de organización por
objetivos, que tan de actualidad están en España a partir del proceso de reforma administrativa iniciado en
1982. El esquema general que está en la base de esas propuestas de racionalización es el siguiente: fijación
de objetivos, examen de los recursos disponibles, diseño de estrategias para alcanzar los objetivos, selección
de alternativas posibles, elección de indicadores de gestión y creación de mecanismos de cuantificación
como medida de consecución del objetivo. La finalidad implícita de tales técnicas es la de disponer de una
visión global e integrada no sólo de lo que se prevé que serán las necesidades a medio plazo, sino también de
la capacidad de responder a los mismos por parte de la Administración.
El problema que existe en la aplicación de este tipo de técnica presupuestaria y de gestión en la
Administración Pública es la gran resistencia de la tradición jurídica y burocrática que impregna la

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Administración Pública contemporánea y a la que ya hemos aludido. El esquema que acostumbra a utilizarse
es el de ley-competencia-acto-control, en el cual es absolutamente irrelevante el hecho de que se consiga o
no finalmente el objetivo buscado Con ello la reforma que introducía en muchos países la técnica del PPBS
como solución racionalizadora y optimizadora de la actuación administrativa ha conducido o un mero
nominalismo, que ha cambiado formalmente el presupuesto clásico o funcional con el simple añadido de la
etiqueta de «programa». En muchas administraciones ello ha llevado a la creación, paradójicamente, de unas
oficinas de programación encargadas de la preparación de tales objetivos y transformaciones, pero que
debían respetar la tipificación procedimental, los procedimientos de contratación o los controles de
legitimidad. En la práctica, ello significa separar totalmente la actividad programadora de la actividad
ordinaria, tergiversando los objetivos teóricos y la filosofía de la programación. Y lo mismo podría decirse,
en este análisis necesariamente superficial, de la actividad o la iniciativa planificadora en el conjunto de la
Administración Pública (WILDAVSKY, 1970; SCHICK, 1966; ZAPICO, 1888).
Resumiendo, podemos decir que los intentos y las iniciativas reformadoras de la Administración
Pública se han ido sucediendo en esos años, Que en muchos casos esas iniciativas han provocado
importantes transformaciones de la realidad que pretendían mejorar. Pero también cabría asegurar que esas
mismas iniciativas reformistas han generado problemas nuevos y quizá inconvenientes más graves. Ante esta
situación de cierto fracaso o poca «rentabilidad» prescriptiva caben diversas posiciones. En primer lugar, de
aquellos que consideran que la Administración Pública es irreformable y que sería necesario proceder a su
reducción, a la «privatización» de determinados servicios o a un proceso general de «deregulation», etc. La
experiencia hasta ahora generada por este tipo de posiciones no resulta especialmente satisfactoria, aunque
cabe reconocer un notable éxito de difusión en la cultura administrativa de las «preocupaciones» que
introducían.
Desde otra perspectiva, otra línea de respuesta, sería la de centrar la responsabilidad de la falta de
resultados satisfactorios de tales políticas reformadoras en la falta de adecuación de otros sectores también
precisados de tales impulsos reformistas. No parece que esa sea una vía que pueda solucionar los entuertos
generados por operaciones que no pueden calificarse de pequeñas en el campo de actuación de los poderes
públicos.
En realidad cabría afirmar con Hirschman que «dada la propensión de la imaginación moderna a
evocar cambios radicales y su incapacidad para ver las salidas y las etapas intermedias, las consecuencias de
la acción de los poderes públicos no corresponde casi nunca a las expectativas... Es la pobreza de nuestra
imaginación la que produce visiones de cambio total... Hasta que prevalezca este tipo de cosas, la
insatisfacción con respecto al resultado será una constante en la acción de los poderes públicos»
(HIRSCHMAN, 1983, p. 103).
En el fondo, el problema es continuar imaginándose un «modelo» de Administración Pública
totalmente coherente e integrado, como el objetivo de la acción reformadora.
Las grandes transformaciones del Estado y de su Administración ocurridos en los últimos decenios
han modificado radicalmente el objeto a reformar y han roto definitivamente su unitariedad. No sólo no
existe hoy una única Administración Pública, sino que las lógicas que presiden la actuación de sus diversos
componentes son a menudo diferentes e incluso incompatibles.
El problema, pues, deriva probablemente de la pretensión de «reformar globalmente» la
Administración Pública, ya que la diversa y plural cantidad de elementos que enmarcarían una reforma tal,
actúan con lógicas y con respuestas, diferentes a unos mismos estímulos.
Ello obliga a abandonar esquemas de comprensión y descripción global, como el ya mencionado
paradigma estructural-funcional, y plantearse otro tipo de aproximación a ese campo actualmente decisivo de
actuación de los poderes públicos. Conviene asumir una amanera más «laica» (DENTE, 1983, p. 365) y
probabilística de afrontar la cuestión administrativa, dándose cuenta quizá de que la «solución» no se
encontrará tanto en las posibles «buenas ideas» sino en una nueva manera de abordar o acercarse al objeto.

5. Un nuevo punto de partida

Debe encontrarse un nuevo punto de partida, un nuevo enfoque capaz de reconstruir el análisis de los
productos de la acción estatal y relacionarlos con el cada vez más complejo mundo de acciones e
interacciones entre actores sociales e instituciones públicas, al mismo tiempo que permita un control
científico de las investigaciones empíricas emprendidas.
Una vía que parece fecunda es la emprendida con las aportaciones de la escuela francesa de los
Crozier o Thoenig (con conceptos como el de actuación estratégica, el estudio de las estructuras informales,

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la aplicación de la metáfora del juego al comportamiento administrativo, etc.), con las aportaciones de
especialistas británicos como Hogwood, Gunn, Ham, Hill, Rhodes, Richardson, etc. (con sus análisis teóricos
sobre las políticas públicas, los policy styles, o sus estudios del gobierno local), alemanes como Scharpf o
Mayntz (con sus trabajos sobre relaciones intergubernamentales, policy networks, o su consideración de la
Administración como macrosistema organizativo), o los primeros trabajos en Italia de la mano de Bruno
Dente o Gloria Regonini (trabajos centrados en las esferas local y regional, o en las políticas sanitarias),
escuelas y líneas de investigación deudoras todas ellas de trabajos pioneros como los de Lasswell, del policy
approach, o en investigaciones empíricas que abren fecundos campos de investigación, como en el caso del
famoso Implementation.
En ese conjunto de aportaciones destaca una misma preocupación por la actuación (o no actuación)
de los poderes públicos. Una preocupación por los «productos», por los contenidos de esa actuación pública
pero también por el proceso, estudiado todo ello desde la óptica propia de la Ciencia Política, aunque
combinada con una visión interdisciplinar producto de la necesidad de enfrentarse a problemas reales,
difícilmente abordables desde una única perspectiva. Y una voluntad de «servir» al mejoramiento del
conjunto de factores que se enmarcan dentro del análisis de una política pública concreta y determinada
(HOGWOOD-GUNN, 1984, pp. 29-30).
Esbozando de manera muy superficial algunos de los elementos más relevantes de esa aproximación
diríamos que el punto de partida podría centrarse en la definición de policy, traducible por el aún más
equívoco término de política, de notorio carácter polisémico. Podemos referirnos a política como etiqueta de
un campo de actividad (política social, política exterior, etc.). Podemos hacerlo para describir una propuesta
general o una perspectiva deseada (la política progresista, el conjunto de propuestas de un partido, etc.).
Política como medio para alcanzar fines (la política seguida por los sindicatos en tal conflicto). Política como
sinónimo de las decisiones del gobierno (centrándose en aquellas decisiones consideradas cruciales,
recordemos los estudios sobre la crisis de Suez o la de los misiles cubanos; o examinando de manera más
completa no sólo el momento de la «opción», sino su posterior puesta en práctica). Podemos referirnos
también a la política del gobierno sobre un tema como sinónimo de la norma o conjunto de normas que
existen sobre determinada problemática (la política energética del gobierno estaría contenida en el Plan
Energético Nacional aprobado por el Parlamento). Pero también como conjunto de programas u objetivos
que tiene el gobierno en tal campo (la política energética en los próximos años estará regida por
determinadas pautas). Política también como resultado final, como output, como producto (el subsidio de
paro como política para paliar el desempleo, la política impositiva como medida redistribuidora, etc.). O
incluso política como outcome, como impacto real sobre la realidad (la construcción de 300 viviendas en tal
población como política social efectiva). Política como modelo teórico aplicable, como explicación causal de
la evolución de los hechos (teóricamente si reducimos la inflación aumentará la inversión). Política, en fin,
como proceso, como secuencia de hechos y decisiones que implican un cierto avance o modificación de la
realidad (la política seguida en materia sanitaria en los últimos cinco años ha dado buenos resultados)
(HECLO, 1972; HOGWOOD-GUNN, 1984).
Se ha dado una definición de «policy» (EULAU-PREWITT, 1973, citado por JONES, 1984, p. 26)
como una «decisión formal» caracterizada por una conducta o actuación consistente y repetida por parte de
aquellos que la llevan a cabo y por parte de aquellos que resultan afectados por la misma. Pero deberíamos
completar esa perspectiva entendiendo que toda política pública es algo más que una decisión. Normalmente
implica una serie de decisiones. Decidir que existe un problema. Decidir que se debe intentar resolver.
Decidir la mejor manera de proceder. Decidir legislar sobre el tema, etc. Y aunque en la mayoría de
ocasiones el proceso no sea tan «racional», toda política pública comportará una serie de decisiones más o
menos relacionadas.
Por otro lado, no nos encontramos ante la lógica de «una decisión-un decisor». El proceso de
elaboración de toda política pública implica decisiones e interacciones entre individuos, grupos e
instituciones, decisiones e interacciones influenciadas sin duda por las conductas, las disposiciones del
conjunto de individuos, grupos y organizaciones afectadas. Por tanto, no deberíamos estudiar sólo
intenciones sino también conductas.
No podemos tampoco encerrarnos en un concepto exclusivamente positivo de las políticas públicas.
«Una política puede consistir en no hacer nada» (HECLO, 1972). Este tipo de «no-decisión» resulta
extremadamente relevante en la formación de las «agendas» o programas de actuación públicos. Deberíamos
también incluir en nuestro análisis los impactos o resultados no esperados, pero originados por la actividad
desencadenada por la puesta en práctica de la política. Por otro lado no debemos engañarnos por el uso del
término «políticas públicas». De hecho nos interesan aquellas políticas en cuya acción desempeñan
organismos públicos papeles o roles clave, pero no obligadamente exclusivos.

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Se trataría, por tanto, de reconstruir el proceso, es decir, la serie de acciones u operaciones que
conducen a la definición de un problema y al intento de resolverlo. Un problema entendido como la
insatisfacción relativa a una demanda, una necesidad o una oportunidad de intervención pública (DUNN,
1981; DENTE, 1986). Ello implica sin duda que tal definición dependerá de la subjetividad propia del
analista, de sus «lentes conceptuales» (ALLISON, 1971). Pero, en definitiva, ello probablemente acaece en la
mayoría de supuestos y aproximaciones investigadoras de las ciencias sociales.
Por tanto, diremos que toda política pública es definida subjetivamente por el observador,
comprendiendo normalmente un conjunto de decisiones relacionadas con una variedad de circunstancias,
personas, grupos y organizaciones. El proceso de formulación y puesta en práctica de esa política se
desarrolla en un cierto período de tiempo y puede comportar la existencia de diversos sub-procesos.
Los objetivos de la política pública acostumbran a estar definidos desde sus primeros pasos, aunque
su posterior desarrollo puede ir modificando esos mismos objetivos originales. Los resultados finales
deberán ser contrapuestos a las primeras intenciones, considerando también las posibles inactividades
producidas. No pueden marginarse tampoco del análisis las disposiciones o conductas de los formuladores e
implementadores de la misma.
A partir de esos supuestos podríamos decir que el esquema de análisis contendría los siguientes
pasos: percepción y definición del problema; intereses afectados; grado de organización; acceso a los canales
representativos; consecución del estatuto propio de «tema» a incluir en el programa o agenda de actuación de
los poderes públicos; formulación de una solución o de una acción de respuesta; establecimiento de objetivos
y prioridades; soportes políticos, presupuestarios y administrativos de la solución propuesta; implementación
o puesta en práctica de esa política; evaluación y control de los efectos producidos; mantenimiento, revisión
o terminación de esa política (HOGWOOD-GUNN, 1984; THOENIG, 1985; HAM-HILL, 1984; JONES, 1984)
(véase figura 2).

Figura 2
Relaciones entre el proceso de formación e implementación de las políticas públicas y su análisis
Fuente: STARLING, G., 1988, p. 10

Partimos, pues, de la red o entramado de actores que se crean alrededor del problema y de la
funcionalidad o disfuncionalidad de las diversas acciones emprendidas por los mismos en relación con los
objetivos que persiguen. A partir de ahí podemos llegar a unas ciertas conclusiones sobre la influencia de
esas interacciones en los resultados obtenidos, relacionándolos con los previstos o prescritos por parte de los
mecanismos de decisión legitimados, vía representación política.
Es en este punto donde el giro con respecto a la tradición estructural - funcional es importante. Ya no
se parte de la hipótesis de que la Administración, en su conjunto de organismos, es la estructura encargada de
poner en práctica las leyes o normas emanadas de órganos legitimados para ello. Sino que se trata de
entender qué actores (políticos, burócratas, actores privados) han intervenido en la formulación y actuación
de la política concreta planteada, qué distintas racionalidades de acción y de intereses utilizaban, y contrastar
los resultados con los objetivos finalmente alcanzados.

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Las consecuencias y ventajas de este giro son importantes. Es posible llegar al problema planteado
desde una perspectiva interdisciplinar. Se concede una necesaria centralidad a los actores de todo tipo
implicados. Y se abre un enorme campo de aportaciones prescriptivas y empíricas.
Como afirma Blondel, en el clima más «realista» de los 80, los politólogos han comenzado a darse
cuenta de la «falta de hechos» en sus análisis. Se detecta una cierta saturación de la «modelística» imperante
años atrás. «La combinación de los análisis empíricos y normativos está en la base de la disciplina de Ciencia
Política». Yen ese sentido los estudios de policies no pretenden sólo «mejorar» los procesos de toma de
decisiones y de puesta en práctica de las políticas, sino que están también preocupados por los objetivos que
se pretenden alcanzar. Y ellos los vincula con los estudios de teoría política en el sentido normativo
convencional. «La investigación orientada en torno a las políticas públicas es una necesidad no sólo para
detectar las ineficiencias de la actuación pública y reducirlas en el futuro, sino para conseguir una mejor
inyección de principios normativos en el desarrollo diario de tales políticas» (BLONDEL, l981, pp. 195-207)
Como diría el profesor Murillo: «se da por supuesto un abismo infranqueable ende teoría práctica,
entre pensamiento y acción que, a mi modo de ver, es el error gravísimo que lastra la ciencia política»
(MURILLO, 1954). Y ello es, además, importante porque, encerrar a la Ciencia Política en un marco
meramente cognoscitivo deja al campo prescriptivo y de asesoramiento abierto a disciplinas como el derecho
o la economía, más capaces de controlar sus propias variables, pero cuyas limitaciones para dar cumplida
cuenta de la complejidad del Estado contemporáneo son claras.
Ahora bien, afirmar las ventajas del approach de políticas públicas no puede, obviamente, hacer
pensar en la resolución de todos los problemas. Pasquino recoge en su reciente manual dos posibles riesgos
de este tipo de estudios. Por un lado el de una posible interpretación reductiva de la política como un
conjunto de interacciones entre individuos, expertos, grupos y asociaciones, concediendo escasa atención a
los aspectos estructurales y a las motivaciones ideológicas. No creemos que esa crítica tenga fundamentos
serios, sobre todo si repasamos los trabajos que en este campo se han «producido» en Europa.
Más fundamentada nos parece la segunda de las acotaciones críticas sugeridas por el politólogo
italiano, al mencionar el riesgo de los policy studies de estar excesivamente dominados por lo contingente, y
no saber producir generalizaciones aplicables en otros contextos, o ambientes, con el consiguiente peligro de
falta de teorización (PASQUINO, 1986, p. 25). Como se ha reconocido por parte de los cultivadores de eso
tipo de estudios (DENTE, 1986, p. 17; THOENIG, 1985, pp. XVl - XVII), esta es una dificultad importante.
Se considera que ello puede derivar de la falta suficiente de estudios empíricos o de la misma particularidad
derivada de la «selección» por paro del investigador de la policy a estudiar. Pero ello es una consecuencia
asimismo de la atomización, heterogeneidad y complejidad crecientes del Estado contemporáneo y sus
múltiples actividades. Si como ya hemos mencionado resulta extremadamente difícil hablar de
Administración Pública de una manera unitaria en cualquier país de Europa, con sus millones de
funcionarios, mucho más complejo será referirnos a pollas públicas que implican y abran a actores e
intereses de características y racionalidades muy diversas. «Deberemos hablar de verdades parciales,
localizadas: tal autoridad pública, tal medida concreta, tal población afectada. Si la disolución del Estado
unitario y autónomo es una realidad contemporánea, ciertamente debe constituir una hipótesis de partida para
el observador» (THOENIG, 1985, p. XVII).
Ha habido ¡menas para introducir ese tipo de approach en trabajos más generales y comprensivos.
Así los trabajos de Richardson sobre los policy styles (RICHARDSON, 1982) en una perspectiva comparado,
o los trabajos de Rhodes (RHODES, 1986) para aplicar ese tipo de enfoque al análisis global del gobierno
local en el Reino Unido. Pero nos falta, en conjunto, avanzar más en esa línea para demostrar su posible
eficacia, que parece suficientemente contrastada, en cambio, en los estudios más particularizados.

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