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Transiciones conceptuales en torno a la motivación1

Ps. André Sassenfeld J.

Así como lo inconsciente ha sido uno de los pilares teóricos y clínicos más importantes de la
psicología psicoanalítica, otro pilar fundamental ha sido la conceptualización de la motivación –
un área que en términos generales engloba aspectos de la experiencia como deseos, necesidades,
impulsos e intenciones, que corresponden a diferentes intentos de dar cuenta de por qué el
individuo hace lo que hace. Tal como indica Emmanuel Ghent (2002), casi “toda teorización
psicoanalítica supone algunos impulsos motivacionales básicos y presumiblemente
intrínsecos” (p. 763). Peter Buirski y Pamela Haglund (2001) son aún más enfáticos: “Todas las
teorías psicoanalíticas de la personalidad comienzan con alguna concepción de los constructos
motivacionales centrales que subyacen tanto al comportamiento humano normal como al
patológico” (p. 2). Este lugar fundamental de la motivación en la psicología psicoanalítica es de
gran significación porque de cómo se conceptualicen las tendencias motivacionales básicas del
ser humano se desprenden respuestas teóricas y prácticas respecto de la interrogante planteada
por Mitchell (1993) acerca de qué necesita un paciente del tratamiento terapéutico. Por ejemplo,
si suponemos que el paciente está motivado por el intento de satisfacer deseos inconscientes, que
dependen de pulsiones que es indispensable refrenar, una respuesta práctica concordante es que
necesita a un terapeuta que frustre sus deseos para que éstos se puedan hacer conscientes y no
sean tan determinantes en su comportamiento. Así, la forma específica en la que se concibe la
motivación tiene consecuencias clínicas inmediatas, una ligazón que no siempre se explicita. En
esta sección, entonces, que revisará algunas de las transiciones más significativas que se han
producido en torno a las concepciones de la motivación, ya aparecerán los primeros elementos
para visualizar el alcance de la revolución en la teoría que Mitchell explicitó hace casi veinte
años. Cuando dedique atención a los principios clínicos en la tercera parte de este trabajo, estos
elementos adquirirán una dimensión cada vez más práctica.
El alejamiento ya discutido respecto del modelo freudiano de la psique ha traído consigo,
al mismo tiempo, una crítica creciente de las formas en las que Freud concibió la motivación
debido a que sus conceptos centrales en esta área –pulsión y principio de placer– son percibidos
en la actualidad como pertenecientes a una psicología unipersonal descontextualizada, esto es,
como pertenecientes al mito de la mente aislada (Orange, Atwood & Stolorow, 1997; Stolorow &
Atwood, 1992). En palabras de Aron (1996), en la teoría pulsional está implícita “una visión del
ser humano como sistema biológicamente cerrado que busca descargar energía con la finalidad
de mantener la homeostasis” (p. 48). Como mostraré, los teóricos relacionales han asumido que
también la motivación, al igual que otros fenómenos psicológicos, tiene que necesariamente
contextualizarse en términos intersubjetivos. Por otro lado, se han introducido concepciones de la
motivación específicamente ligadas a la búsqueda y mantención de vínculos afectivos duraderos.
Además, se han hecho esfuerzos conceptuales por ligar la concepción de la motivación con la

1Capítulo incluido en Principios clínicos de la psicoterapia relacional (2012), Ediciones


SODEPSI.
realidad de la experiencia vivida, esfuerzos congruentes con el giro fenomenológico que describí
en la primera parte de este trabajo. Este énfasis en la experiencia vivida ha ido de la mano del
intento sostenido por “pensar en términos de proceso más que en términos de estructura, sistemas
motivacionales de tipos variados en evolución más que entidades similares a estructuras
[…]” (Ghent, 2002, p. 764). Con ello, el movimiento relacional ha pasado de la noción de uno o
dos impulsos motivacionales primarios y universales, a los cuales otras motivaciones
consideradas más complejas o más superficiales pueden reducirse, a la aceptación de la
existencia de una pluralidad de motivaciones vinculadas con contextos. En palabras de Daniel
Stern (2004), “muchos sistemas motivacionales juegan papeles distintos en la supervivencia de la
especie y del individuo” (p. 148). Ahora bien, antes de detenerme en estos diversos puntos,
partiré por otra de las transiciones conceptuales más influyentes en torno a la comprensión de la
motivación.
La obra de Winnicott y Kohut fue determinante a la hora de llevar al centro del interés
teórico la posibilidad de que el ser humano no estuviera de modo primario motivado por la
búsqueda de placer, sino más bien por inclinaciones intrínsecas al desarrollo y crecimiento. Esta
transición conceptual es congruente con la conceptualización de lo inconsciente como
potencialmente colaborativo y constructivo, discutida en la sección precedente. Para Winnicott
(1960), el infante nace con un “potencial heredado” que incluye específicamente “una tendencia
hacia el crecimiento y el desarrollo” (p. 157) de sí mismo. Winnicott incluso opina que este
potencial heredado no es determinado de manera significativa por las circunstancias externas que
forman parte del entorno relacional que envuelve al infante (lo que no quiere decir que tales
circunstancias no afecten la forma particular en la que el potencial heredado logre desplegarse –
véase más adelante). Kohut (1981a), por su parte, visualizó al ser humano como “motivado en
esencia por el mantenimiento y crecimiento de su self, y por vivir el destino del self […]” (p.
254). En este sentido, tal como señala Fosshage (2002), el modelo de la motivación subyacente
al trabajo de Kohut –y, por extensión, yo agregaría el trabajo de Winnicott– puede denominarse
un modelo motivacional de la realización del self, que hace alusión a la presencia de tendencias
fundamentales a desarrollarse o crecer en el individuo. Una concepción posterior similar
influenciada sobre todo por el trabajo de Winnicott es la de Christopher Bollas (1989), el cual
hace alusión a una pulsión de destino (destiny drive) ligada a la necesidad de establecer y
desarrollar el verdadero self del individuo.
De modo concreto, Kohut (1984) tenía en mente la idea de que plantear el desarrollo del
self como motivación primordial equivalía, en el plano de la experiencia subjetiva, a suponer que
el emergente self hace en los primeros años esfuerzos significativos por consolidar su cohesión y
continuidad y que, con posterioridad, el niño, el adolescente y el adulto llevan a cabo grandes
esfuerzos por restablecer la cohesión cuando por una u otra razón ésta se ha visto amenazada por
algo que es percibido como peligro de fragmentación. Dicho de otra manera, un impulso
continuo del self una vez que existe como tal guarda relación con fortalecer su cohesión y evitar
a toda costa su desintegración –algo que Kohut llamó el principio de la primacía de la
preservación del self. Para Kohut, muchas conductas sintomáticas pueden entenderse, en el
fondo, como actividades que en algún sentido, por precario que sea, apuntan a restaurar al menos
temporalmente la cohesión del self al organizar los pedazos psíquicos fragmentados. Por lo tanto,
muchos síntomas están motivados por el intento de cohesionar la experiencia que el paciente
tiene de sí mismo. Esta idea ha sido desarrollada y expandida por Stolorow y sus colaboradores,
para los cuales la necesidad continua de organizar y mantener la organización existente de la
experiencia puede visualizarse como principio motivacional fundamental (Atwood & Stolorow,
1984; Buirski & Haglund, 2001; Orange, 1995; Stolorow & Atwood, 1994; Trop, 1994). En
consecuencia, el surgimiento de los principios organizadores de la experiencia que describí en la
sección anterior como contenidos del inconsciente pre-reflexivo constituye una manifestación
relevante de esta forma de concebir la motivación.
Tanto Winnicott como Kohut eran agudamente conscientes de que las tendencias
descritas al desarrollo no pueden actualizarse de modo autónomo –para ambos, el despliegue del
crecimiento depende respectivamente de un entorno temprano “suficientemente bueno” y una
matriz selfobjetal temprana empáticamente responsiva. En palabras de Winnicott (1960), “el
potencial heredado de un infante no puede convertirse en un infante a no ser que esté ligado a
cuidados maternos” (p. 157, cursiva del original). Kohut (1978), por su parte, hizo hincapié en
que la aparición aislada de una pulsión puede entenderse como fenómeno secundario que deriva
de una perturbación relevante de los esfuerzos del self por mantenerse unido: “Son productos de
desintegración que siguen a la disolución de las complejas configuraciones psicológicas
primarias en consecuencia de fallas (empáticas) en la matriz selfobjetal” (p. 74), esto es, son
visualizadas como el resultado de una fragmentación del self. Desde este punto de vista, las ideas
de Winnicott y Kohut contextualizan en términos relacionales la motivación más fundamental del
individuo –sin condiciones vinculares favorables, el desarrollo del self no puede llevarse a cabo
de forma óptima. Por otro lado, colocar el desarrollo del self en el lugar de la motivación basal
del ser humano abre el espacio para suponer que existen legítimamente la necesidad y la
búsqueda de diversos tipos de experiencias y no de un tipo único o de unos pocos tipos; Kohut,
por ejemplo, destacó las experiencias selfobjetales de espejeamiento, idealización y gemelaridad,
y teóricos posteriores han ido sumando otros tipos de experiencias selfobjetales. Así, el placer
puede ser parte del crecimiento y promoverlo, pero también lo son muchas otras vivencias que el
niño y después el adulto buscan.
Las ideas de Winnicott y Kohut han implicado, al mismo tiempo, un desplazamiento
radical del pensamiento clínico desde el deseo del paciente hacia la necesidad del paciente. Tal
como asevera Mitchell (1988), las “´necesidades´ de provisiones necesarias para el desarrollo
pueden distinguirse de los ´deseos´ de gratificaciones pulsionales” (p. 164) con importantes
consecuencias para la práctica psicoterapéutica en términos de la postura del terapeuta –las
necesidades del paciente pueden, quizás incluso deben, satisfacerse. Las contribuciones de
ambos teóricos pueden ser en buena medida consideradas constitutivas del llamado modelo de la
detención del desarrollo (Aron, 1996; Buirski & Haglund, 2001; Eagle, 2011; Mitchell, 1988;
Teicholz, 1999), que trae consigo una concepción de la psicopatogénesis en términos de una falta
básica (Balint, 1968) o defectos o deficiencias del self (Kohut, 1984) que son resultado de la
inadecuada o insuficiente satisfacción de determinadas necesidades emocionales tempranas.
Desde esta perspectiva, lo que tiende a emerger en la transferencia del paciente no corresponde a
deseos inconscientes sino a necesidades emocionales o selfobjetales arcaicas insatisfechas.
Siguiendo a Kohut (1984), la psicología psicoanalítica del self logró entender la realidad de “la
reactivación de necesidades frustradas del desarrollo en la transferencia a través del
descubrimiento de las transferencias selfobjetales” (p. 104). En su opinión, en la situación
psicoterapéutica se reactivan “las necesidades específicas que se mantuvieron sin respuesta en las
interacciones defectuosas específicas entre el self naciente y los selfobjetos temprano en la vida
[…]” (Kohut, 1979, p. 463). Las ideas de Winnicott (1954) en torno a la regresión terapéutica
hacia ciertas etapas del desarrollo emocional primitivo dan cuenta de hechos clínicos parecidos.
Estas concepciones son centrales en términos de una reconceptualización de la
motivación debido a que implican que los pacientes están motivados por el impulso de movilizar
y buscar experiencias selfobjetales para transformar déficits del desarrollo (Trop, 1994) –una
variante importante del ya mencionado acento en el desarrollo del self como principio
motivacional esencial. Al mismo tiempo, si una motivación central del paciente es encontrar en
la situación psicoterapéutica experiencias con el terapeuta en cuanto selfobjeto, es indispensable
revisar las ideas y recomendaciones técnicas existentes acerca de cómo enfrentar a los pacientes
en la práctica clínica. Para el psicoterapeuta estas concepciones implican adoptar la disposición a
convertirse en un selfobjeto para el paciente, lo cual involucra al menos en parte esfuerzos
activos por satisfacer las necesidades emocionales emergentes de éste –digo en parte porque
Kohut (1984) tenía plena claridad respecto de que otro aspecto fundamental del trabajo
terapéutico consiste en manejar empáticamente las inevitables fallas del terapeuta a la hora de
satisfacer las necesidades afectivas del paciente, dando lugar a experiencias reparatorias que
también estuvieron ausentes en el desarrollo temprano del paciente y que, para Kohut, son las
experiencias que en realidad mayor cambio estructural pueden generar. Cabe agregar que la
necesidad y búsqueda de selfobjetos que apuntalen la restauración del self se encuentra en una
fluctuación dialéctica continua con otra fuerza motivacional complementaria, a saber, el temor a
la retraumatización y el concomitante intento por evitar que el terapeuta se convierta en un
selfobjeto, que se visualizan como subyacentes al fenómeno clínico de la resistencia (Kohut,
1984; Stolorow & Atwood, 1992; Stolorow, Brandchaft & Atwood, 1987).
En la teoría psicoanalítica clásica la búsqueda del objeto se visualizaba como tendencia
secundaria y subordinada a una motivación pulsional más básica ligada a la necesidad de
descargar tensiones instintivas (Bretherton, 1994). Al parecer, William Fairbairn (1954) fue uno
de los primeros teóricos en contradecir esa concepción tradicional y aseverar con insistencia que
la líbido no busca primariamente placer sino objetos –es decir, la motivación basal es la
búsqueda de vínculos afectivos– y en alguna medida este constructo motivacional influenció de
modo duradero a muchos de los teóricos de las relaciones objetales, a algunos más implícita y a
otros más explícitamente. En paralelo con las teorías de las relaciones objetales, surgió la teoría
del apego formulada por John Bowlby, que puede ser visualizada entre otras cosas como una
teoría de la motivación (Marrone & Cortina, 2003). El mismo Bowlby (1969) afirmó que varias
características de su aproximación “se apartan de los postulados freudianos: en especial, la teoría
de la motivación” (p. 41). Prosigue señalando que la diferencia fundamental estriba
en que yo parto de un nuevo tipo de teoría de los instintos. […] En lugar de energía psíquica y
descarga de ésta, los conceptos fundamentales se refieren a sistemas de conducta y su control, de
información, de retroalimentación negativa y a una forma conductual de homeostasis. Se considera
que las formas más complejas de conducta instintiva provienen de la ejecución de planes que –
según la especie– pueden resultar más o menos flexibles. (pp. 46-47)
Queda, así, en evidencia que Bowlby dio inicio a la introducción de conceptos de la teoría de
sistemas para conceptualizar la motivación, un vuelco conceptual que, como describiré en lo que
sigue, ha sido muy influyente entre los teóricos relacionales contemporáneos.
Aunque Bowlby (1969) mantiene la noción de instinto como constructo motivacional,
concibe el instinto en términos de sistemas conductuales que controlan la conducta instintiva.
Entre la variedad de tales sistemas conductuales, que incluyen la sexualidad y la agresión,
Bowlby enfatizó la significación particular de los sistemas motivacionales de apego, cuidados
parentales y exploración para el desarrollo humano. Este acento en sus investigaciones se
convirtió rápidamente en la idea cardinal de que la necesidad de establecer y mantener vínculos
afectivos estables y predecibles corresponde a una motivación que no deriva de ninguna otra. En
efecto, para Bowlby esta motivación está en sí misma ligada de modo profundo a la
supervivencia biológica y es visualizada como fenómeno con raíces filogenéticas. Desde el punto
de vista de la teoría del apego, apego y exploración del entorno son sistemas motivacionales
antagonistas pero complementarios. Las implicancias de esta idea son de importancia esencial en
el marco de la práctica clínica. Cuando se activa el sistema de apego puede suponerse que el
individuo o paciente se encuentra en un estado de estrés emocional y, en consecuencia, requiere
algo muy específico: necesita a un otro percibido como más fuerte que a través de una “respuesta
sensible” (Pines & Marrone, 2003) sea capaz de apuntalar la regulación interactiva de los estados
afectivos. Sólo cuando este otro –a veces el terapeuta– puede llevar a cabo la función descrita de
manera exitosa, puede activarse el sistema de exploración apoyándose en la percepción de ese
otro como “base segura” a la cual se puede volver a recurrir en caso de necesidad. Se debe a esto
que Bowlby (1988) a veces entendiera la situación psicoterapéutica y el vínculo afectivo con el
terapeuta como una base segura desde la cual poder explorar el mundo interno.
En las últimas décadas diferentes teóricos que se han dedicado a investigar las
transacciones intersubjetivas entre el infante y sus cuidadores –la micro-dimensión implícita del
apego– han conceptualizado la intersubjetividad como sistema motivacional primario,
diferenciándolo del sistema motivacional de apego. Daniel Stern (2004) afirma:
Un sistema motivacional básico debiera ser una tendencia universal a comportarse en una forma
que sea característica de una especie. Debiera ser universal e innato, aunque puede requerir
formación ambiental importante. […] No es una presión constante, sino que puede activarse y
desactivarse. (pp. 97-98)

Stern entiende la intersubjetividad en cuanto motivación simultáneamente como ligada con la


necesidad de ser conocido por otro y con la regulación del campo intersubjetivo que se conforma
entre personas, incluyendo el campo intersubjetivo que existe entre paciente y psicoterapeuta.
Asimismo asevera que, en términos amplios, “el sistema motivacional intersubjetivo guarda
relación con regular la pertenencia psicológica versus la soledad psicológica. […] El sistema
motivacional intersubjetivo regula la zona de comodidad intersubjetiva en algún lugar entre
ambos polos” (p. 100). Colwyn Trevarthen (2003) señala, de modo similar, que existe una
motivación innata que impulsa la búsqueda de contacto afectivo y comunicativo –
intersubjetividad– que es independiente de la necesidad de recibir cuidados parentales. Para
Trevarthen, el sistema motivacional de la intersubjetividad implica una receptividad basal
respecto de los estados subjetivos de los demás. En este sentido, el sistema motivacional de la
intersubjetividad va de la mano de una tendencia humana universal a buscar y presuponer
motivaciones e intenciones subyacentes al comportamiento explícito propio y ajeno en el
esfuerzo por comprender el funcionamiento del mundo social (Allen, Fonagy & Bateman, 2008;
BCPSG, 2008).
Daniel Stern (2004) opina que desde esta perspectiva la intersubjetividad califica como
sistema motivacional debido a que promueve la formación de grupos, mejora el funcionamiento
grupal y asegura la cohesión grupal, características que contribuyen filo y ontogenéticamente a la
supervivencia de la especie. Considera que mientras el sistema de intersubjetividad está
vinculado con la búsqueda de cercanía e intimidad psicológica, el sistema de apego más bien
remite a la necesidad de cercanía física y seguridad emocional. “El apego mantiene a las
personas cerca de modo que la intersubjetividad puede desarrollarse o profundizarse y la
intersubjetividad crea las condiciones que conducen a la formación de apegos. En el desarrollo,
es difícil decir cuál surge primero” (p. 102) y, en efecto, la psicología contemporánea del
desarrollo visualiza el apego y la intersubjetividad como fenómenos relacionales inseparables.
Para algunos teóricos, el apego es un proceso emocional e interactivo más amplio, dentro del
cual pueden describirse diversos tipos de transacciones intersubjetivas significativas. Así, aunque
pueden separarse en términos conceptuales y aunque en principio existe la posibilidad de estar
apegado sin compartir intimidad intersubjetiva o compartir intimidad intersubjetiva sin estar
apegado, Stern reconoce que deben ser visualizados como dando cuenta de motivaciones
complementarias2. Sea como sea, puede suponerse que la existencia del sistema motivacional de
la intersubjetividad conlleva la idea de concebir “el deseo de ser conocido y de lograr contacto
intersubjetivo como una motivación principal a la hora de hacer avanzar la psicoterapia” (p. 148)
y, más allá, permite entender el proceso psicoterapéutico como intento continuado de regular el
campo intersubjetivo que se construye entre paciente y terapeuta.
En la psicoterapia relacional ha sido fundamental el reconocimiento de que un sistema
motivacional “tiene que contener motivos subjetivamente sentidos que organizan y dirigen las
conductas hacia una meta valorada” (Stern, 2004, p. 105). En efecto, el Boston Change Process
Study Group (2008) indica que las “secuencias de intenciones proporcionan al comportamiento
humano motivado su existencia psicológica, coherencia y, finalmente, su significado […]” (p.
129), lo cual equivale a aseverar que las intenciones encajan en los movimientos más amplios de
orientación y direccionalidad proporcionados por un sistema motivacional. Estas ideas han traído
consigo exploraciones conceptuales importantes de la motivación no como sistema motivacional
en cuanto abstracción teórica, sino en concordancia con el giro fenomenológico (véase primera
parte de este trabajo) como experiencia vivida de intenciones que surgen en toda interacción. En
este contexto, experiencia vivida no necesariamente hace referencia a una experiencia del todo
consciente, sino que apunta a la inmediatez vivencial presente en el nivel implícito de las
interacciones, que es de manera habitual y en gran medida no consciente o semi-consciente. Una

2 Stern (2004) señala: “Algunos pueden argumentar que la intersubjetividad es una condición humana y
no un sistema motivacional en sí mismo porque la intersubjetividad es inespecífica y entra en juego al
servicio de la mayoría de los sistemas motivacionales. […] Mi contra-argumento es que, aunque la
intersubjetividad puede estar al servicio de otros sistemas motivacionales, se activa de forma intensa en
situaciones interhumanas altamente específicas e importantes en las cuales es el estado al que se apunta en
sí mismo” (p. 110).
motivación se realiza, en esencia, en el complejo interjuego de intenciones propias y ajenas que
son percibidas implícita y a veces explícitamente por el individuo y traducidas en conductas más
o menos elaboradas dependiendo de la motivación dominante que esté involucrada. Un poco más
adelante detallo que, en el nivel explícito, algunos teóricos relacionales consideran que es la
experiencia de un afecto lo que en última instancia constituye la motivación desde el marco de
una comprensión fenomenológica.
Específicamente, en términos del sistema motivacional de la intersubjetividad, una
primera intención vivida fundamental que Daniel Stern (2004) deriva es la “necesidad de leer las
intenciones y los sentimientos del otro” (p. 106), que puede visualizarse como necesidad de
orientación en el espacio relacional compartido. Esta intención está presente continuamente en el
contexto de actividades que requieren coordinaciones conductuales, mentales y/o emocionales
con otros, y figura, en consecuencia, de modo prominente en la relación psicoterapéutica. Se
traduce en lo que con anterioridad denominé lectura corporal implícita recíproca, un proceso
relacional implícito que apuntala la regulación momento-a-momento del proceso terapéutico por
medio del reconocimiento y la comprensión de las expresiones no-verbales (Sassenfeld, 2008a,
2010b). Por otro lado, para Stern una segunda intención fundamental que se desprende de la
intersubjetividad en cuanto constructo motivacional es “definir, mantener o restablecer la
identidad del self y la cohesión del self –establecer contacto con nosotros mismos. Necesitamos
los ojos de otros para formarnos y mantenernos cohesivos” (p. 107). Stern subraya que, sin algún
tipo de retroalimentación implícita continua de una matriz intersubjetiva, la identidad personal se
altera o disuelve. En este punto las ideas mencionadas intersectan con los planteamientos ya
revisados de Winnicott y Kohut, dado que en su conjunto aluden a la necesidad de construir y
mantener intacto un self tanto en el plano más abstracto de la motivación como en el plano más
cercano a la experiencia de la intención vivida. A la vez, las ideas de Stern vuelven a conectar la
motivación que rodea el self con motivaciones vinculadas con los contextos relacionales en los
cuales el individuo se desenvuelve.
La idea de que “la intención conforma una unidad psíquica básica del significado
implícito” (BCPSG, 2007, p. 5) quiere decir, al mismo tiempo, que “existe un nivel básico de la
experiencia organizado en torno a la intención” (p. 5) y, quizás aún más fundamental, que
“subjetivamente las unidades básicas de la comunicación humana son intenciones vividas
[…]” (BCPSG, 2008, p. 145). Estas concepciones han dado lugar a formulaciones altamente
influyentes a través de los trabajos del Boston Change Process Study Group en torno a la
dimensión implícita de la interacción y su relevancia para los procesos de cambio. En sus
planteamientos, este grupo de teóricos ha puesto al descubierto que el intercambio afectivo y no-
verbal propio de la dimensión implícita puede entenderse como un continuo proceso de
despliegue de intenciones recíprocas (BCPSG, 2007, 2008), esto es, un proceso constante de
expresiones no-verbales mutuas que manifiestan deseos, necesidades e intenciones respecto del
otro y también respecto de lo que se está haciendo con el otro. Aquí, como puede constatarse,
motivación e interacción están entrelazadas radical y co-constitutivamente. Para el BCPSG, este
proceso de despliegue de intenciones emerge a partir de un proceso psicológico fundamental que
se dedica de manera continua a dividir el flujo del comportamiento percibido en intenciones. El
proceso psíquico de subdividir el comportamiento humano “en intenciones y motivos se
considera un fenómeno mental primordial en el sentido de que parece ser una tendencia mental
innata necesaria para la adaptación en un mundo social de otros seres motivados” (BCPSG,
2008, p. 129). En otras palabras, una motivación básica del ser humano, dado que los seres
humanos son seres con motivaciones, es entender lo que los demás hacen en términos de
intenciones subyacentes. Así, las conceptualizaciones del BCPSG proporcionan no sólo ideas
acerca de la motivación como fenómeno vivido mediante intenciones, sino también una
concepción relevante acerca de cómo se percibe, reconoce e interpreta en el nivel implícito la
motivación de otros.
Las ideas originales de Bowlby y la teoría del apego no sólo han sido significativas a la
hora de dar inicio y legitimar el uso de conceptos pertenecientes a la teoría de sistemas para
conceptualizar la motivación. Bowlby también impulsó otra transición conceptual fundamental
en torno a la motivación: la atención creciente que han recibido los afectos en el sentido amplio
del término como fenómenos vinculados con el comportamiento particular que un individuo
adopta. Bowlby (1969) reconoció que la percepción que el individuo hace de los estímulos
sensoriales externos y de los estímulos viscerales propios tiene muchas veces un papel
primordial en la activación y también en la desactivación de los sistemas motivacionales. La
teoría del apego adopta la perspectiva de que la mayoría de los afectos “son fases de la
evaluación intuitiva que el individuo hace de su propia condición orgánica y de los impulsos que
lo llevan a actuar, o de la serie de situaciones ambientales con las que se va encontrando” (p.
157) y, por ende, tienen una relación inmediata con la motivación. En cuanto partes de un
proceso de evaluación de la situación presente, incluyendo sus riesgos reales o potenciales, la
información adaptativa que portan los afectos tiene un valor único a la hora de gatillar conductas
congruentes con la situación presente. Por ejemplo, sentir miedo frente a un peligro efectivo o
potencial puede activar el sistema de apego, suscitando conductas que apuntan a promover o
restablecer la cercanía con una figura de apego. En efecto, desde el punto de vista de la teoría del
apego, puede asumirse que los afectos corresponden a manifestaciones relacionadas con sistemas
motivacionales subyacentes.
Un desarrollo conceptual subsiguiente que se apoya en gran medida en la teoría del
apego, y que coloca tanto los afectos como la anteriormente mencionada regulación afectiva en
el centro de su conceptualización, es la teoría de la regulación de Allan Schore (2003a, 2003b).
En términos de constructos motivacionales, Schore adhiere a la idea de que el intento por
“regular los afectos –por minimizar sentimientos displacenteros y por maximizar sentimientos
placenteros– es la fuerza impulsora de la motivación humana” (Westen, 1997, p. 542). En otras
palabras, lo que motiva al individuo es la necesidad de mantener los afectos en rangos de
intensidad y duración que, en especial en el caso de los afectos disruptivos, no sobrepasen los
límites psicofisiológicos que la supervivencia del organismo impone a través de la homeostasis.
Estados emocionales que llegan a sobrepasar tales límites hacen indispensable la movilización de
mecanismos regulatorios drásticos, como la disociación. De hecho, desde esta perspectiva toda
defensa puede entenderse como esfuerzo de regulación emocional (Beebe & Lachmann, 2002;
Sassenfeld, 2006, 2010e) y, en ese sentido, como impulsada por la necesidad de evitar una
experiencia emocional excesivamente intensa, para la cual el organismo percibe que no está
preparado. De modo interesante, la concepción de Schore incluye la noción de que la motivación
psicobiológica de regulación afectiva con la cual el organismo nace no incluye una
determinación fija intrínseca y completamente específica de los rangos de la intensidad y
duración de los afectos que son percibidos como excesivos. En parte, en el desarrollo óptimo el
organismo aprende a través de innumerables experiencias de regulación emocional con un otro
auto-regulador (Stern, 1985) a tolerar intensidades y duraciones crecientes de la mayor parte de
los estados emocionales, así como recursos regulatorios diversos para poder transformarlos. Por
ende, un sistema motivacional innato adopta características particulares a través de las
interacciones con el mundo.
Para Schore (2003a, 2003b), quien se apoya en evidencia multidisciplinaria compleja que
abarca la investigación neurocientífica, la regulación de los estados emocionales también es un
fenómeno que siempre está contextualizado en términos relacionales: tanto en el transcurso del
desarrollo de la personalidad como en términos del funcionamiento adulto, el individuo requiere
a menudo vínculos en los cuales regular sus afectos de modo interactivo, mientras que también
dispone de estrategias de auto-regulación que, a su vez, se construyen en el desarrollo en gran
medida sobre la base de la internalización de experiencias de regulación interactiva. En
consecuencia, tal como ya mencioné, la percepción particular de qué afectos y en qué intensidad
serán experimentados por un individuo dado como abrumadores depende en gran medida de los
recursos regulatorios internalizados en el transcurso del desarrollo de la personalidad. Tanto
auto-regulación como regulación interactiva son procesos que operan de manera continua y
simultánea en la relación psicoterapéutica (Beebe et al., 2005; Beebe & Lachmann, 2002, 2003;
Sassenfeld, 2006; Schore, 2003a, 2003b) y están movilizados por el sistema motivacional
subyacente de regulación afectiva. Desde la perspectiva de Schore y otros teóricos relacionales,
esta circunstancia pone al descubierto la plasticidad que el sistema motivacional de la regulación
afectiva conserva durante el ciclo vital: el individuo puede, mediante la internalización de nuevas
experiencias de regulación interactiva, modificar y ampliar al menos en cierta medida su
repertorio auto-regulatorio y, con ello, el espectro, intensidad y duración de afectos que puede
manejar sin verse sobrepasado.
Para Stolorow (2002), la transición conceptual iniciada por Bowlby hacia el énfasis sobre
los afectos como elemento central en la motivación es posiblemente la innovación teórica más
relevante que se ha producido en las últimas décadas en la psicología psicoanalítica. Lo que
llama la primacía motivacional del afecto, en su opinión, moviliza al psicoanálisis relacional
hacia el contextualismo fenomenológico mencionado en la primera parte de este trabajo y
contribuye a focalizarlo en la noción de sistemas intersubjetivos dinámicos:
A diferencia de las pulsiones, que se originan en la profundidad del interior de la mente cartesiana
aislada, el afecto –esto es, la experiencia emocional subjetiva– es algo que desde el nacimiento en
adelante es regulado o dis-regulado en el seno de sistemas relacionales en curso. Por lo tanto,
ubicar el afecto en su centro implica automáticamente una radical contextualización de
virtualmente todos los aspectos de la vida psicológica humana. (p. 678)

Tal como describí antes, para Stolorow y sus colaboradores un aspecto central de la motivación
guarda relación con organizar la propia experiencia estructurándola a través de la construcción de
principios organizadores pre-reflexivos y, también, con mantener la organización de la
experiencia una vez que ciertas configuraciones relativamente estables se han formado. Frente a
ese trasfondo, si los afectos ocupan un lugar central en la experiencia subjetiva, su integración a
la organización existente de la experiencia tiene que visualizarse como aspecto central de la
motivación.
Por otro lado, en la sección anterior mencioné que la forma en la que un individuo
organiza su experiencia depende, para Stolorow y sus colegas, en gran medida de cómo en el
desarrollo temprano los cuidadores responden a los distintos tipos de experiencia que el niño
atraviesa. Desde ese punto de vista, recurriendo al concepto de selfobjeto de Kohut, este grupo
de teóricos considera que una función selfobjetal fundamental es la ayuda que el individuo recibe
en la integración de los afectos a la organización de su experiencia (Stolorow, 2002; Stolorow &
Atwood, 1992; Stolorow, Brandchaft & Atwood, 1987). En base a esta idea, afirman que la
necesidad de vínculos selfobjetales “concierne en el sentido más central a la necesidad de una
responsividad [entonada] a los estados afectivos en todos los estadios del ciclo vital” (Socarides
& Stolorow, 1984/1985, cit. en Stolorow, 2002, p. 679). Así, la concepción de la motivación que
elabora el grupo de Stolorow, al igual que otras conceptualizaciones que he examinado en lo que
precede, hace un esfuerzo significativo por unir un aspecto de la motivación ligado al
establecimiento y la mantención del self y otro aspecto de la motivación que guarda relación con
la necesidad del otro. Siguiendo a Stolorow (2002), asumir la primacía motivacional de los
afectos involucra contextualizar en términos intersubjetivos un amplio rango de fenómenos
psicológicos y clínicos como el conflicto psíquico, el trauma, transferencia y resistencia, y la
acción terapéutica de la interpretación.
Por último, no puedo concluir esta sección sin hacer referencia a lo que es probablemente
la teoría de la motivación más consistente que se ha formulado en el psicoanálisis relacional, que
además ha sido calificada como la alternativa teórica más sistemática a la teoría pulsional del
psicoanálisis clásico (Ghent, 2002). Se trata de la teoría de los sistemas motivacionales
introducida en un inicio por Lichtenberg (1989) y elaborada con posterioridad en colaboraciones
con Lachmann y Fosshage (1992, 1996, 2011), que específicamente “apunta a identificar los
componentes y la organización de los estados mentales y el proceso mediante el cual se
despliegan intenciones y metas” (2011, p. xiii). Estos teóricos señalan:
¿Qué es la motivación? En su uso cotidiano, motivación es la respuesta a las preguntas “¿Qué
quiero hacer?” y “¿Por qué quiero hacerlo?”. Durante casi un siglo, los psicoanalistas consideraron
la motivación como pulsión instintiva –sexual para asegurar la preservación de la especie y
agresión para asegurar la preservación del individuo, con muchas variaciones sobre estos temas.
Desde nuestra perspectiva, la motivación involucra un proceso intersubjetivo complejo a partir del
cual se despliegan afectos, intenciones y metas. Los motivos no son simplemente algo dado;
emergen y son co-creados y construidos en el individuo en desarrollo arraigado en una red de
relaciones con otros individuos. (p. xiii, cursivas del original)

Frente a este trasfondo más general, Lichtenberg, Lachmann y Fosshage definen un sistema
motivacional como un sistema auto-organizador complejo de afectos, intenciones y metas
emergentes, es decir, su definición de un sistema motivacional deriva éste del plano
fenomenológico vinculado con la experiencia vivida. Al mismo tiempo, consideran que un
sistema motivacional se apoya en otros sistemas funcionales incluyendo percepción, memoria,
cognición, afecto y consciencia recursiva respecto del proceso motivacional que se está
desplegando.
Durante muchos años, en base a la evidencia multidisciplinaria disponible, este grupo de
teóricos planteó la existencia de cinco sistemas motivacionales: regulación fisiológica, apego,
exploración/aserción, aversión y sensualidad/sexualidad (Lichtenberg, 1989; Lichtenberg,
Lachmann & Fosshage, 1992, 1996, 2002). En su más reciente publicación conjunta, del año
2011, agregan a estos cinco sistemas motivacionales dos elementos debido a la acumulación de
evidencias convincentes para su existencia: afiliación y cuidados (caregiving). Esta flexibilidad
conceptual guarda relación con que no privilegian en principio la relevancia de algún sistema
motivacional particular en el funcionamiento del individuo por sobre la relevancia de otros, sino
que más bien visualizan constantes cambios en la predominancia de los sistemas motivacionales.
Así, a pesar de que están conceptualizados como motivaciones claramente separadas unas de
otras, insisten en que en la realidad vivida los siete sistemas interactúan de modo dinámico y
continuo, y pueden producirse fluctuaciones inmediatas del predominio relativo de un sistema
dado dependiendo de las circunstancias presentes. Este énfasis va de la mano de la significación
central que Lichtenberg y sus colaboradores atribuyen a los afectos como manifestaciones
subjetivas específicas del relativo predominio de un sistema motivacional en un momento dado,
porque la realidad vivida del afecto también es altamente cambiante y dinámica. En particular,
estos teóricos sugieren, en términos prácticos, discernir la experiencia afectiva que un paciente
está al parecer buscando para poder clarificar qué sistema motivacional está operando
(Lichtenberg, Lachmann & Fosshage, 1996).
En un inicio, Lichtenberg y sus colaboradores supusieron que cada sistema motivacional
estaba basado en una necesidad innata del organismo. Sin embargo, al menos en parte debido a
críticas como la de Ghent (2002), quien indicó que hacer depender los sistemas motivacionales
de necesidades innatas mantenía en términos conceptuales un esquema muy similar al concepto
freudiano de pulsión, con posterioridad se han movilizado hacia una concepción más
radicalmente sistémica. En ésta, los diferentes sistemas motivacionales son concebidos como
fenómenos emergentes de tal manera, que cada sistema “se auto-organiza y auto-estabiliza como
un ensamblaje suelto de experiencias categorizadas que tienen afectos y propósitos similares
pero no idénticos” (Lichtenberg, Lachmann & Fosshage, 2011, p. 30). En este sentido, en la
actualidad hacen uso de una similitud predominante de afecto, intención y meta inherentes a
distintas experiencias para formular cada sistema motivacional como entidad conceptual
legítima. En otras palabras, derivan la existencia de sistemas motivacionales distintivos en base a
una categorización amplia de experiencias vividas en términos de ciertas similitudes. Para ellos,
en base a sesgos y afectos parecidos, tales agrupaciones pueden percibirse ya en la experiencia
del infante, constituyendo el fundamento para la conceptualización de sistemas motivacionales
discretos pero interrelacionados e interactuantes. Una vez auto-organizado y auto-estabilizado,
cada sistema “se mantiene en tensión dialéctica con otras intenciones y metas dentro del mismo
sistema, con otros sistemas del individuo y con intenciones y metas convergentes y divergentes
que surgen a raíz de la inmersión en una matriz intersubjetiva” (p. 30).
Tomadas en conjunto, las diferentes formas de entender la motivación humana en la
psicoterapia relacional que he revisado en esta sección ponen en evidencia la existencia de
transiciones fundamentales en torno a cómo se concibe lo que impulsa a los individuos a actuar.
En concordancia con varias de las transiciones epistemológicas y filosóficas presentadas en la
primera parte de este trabajo, las distintas contribuciones de los teóricos relacionales dejan
traslucir importantes énfasis en la experiencia vivida, los contextos vinculares y los afectos a la
hora de reflexionar sobre la motivación. Visualizar a un ser humano movilizado esencialmente
tanto por la necesidad de mantener cohesionado su self como por la necesidad de establecer y
mantener vínculos afectivos –estando ambas necesidades arraigadas en un impulso profundo por
crecer y desarrollarse– tiene por supuesto numerosas implicaciones para la práctica
psicoterapéutica. Estas ideas posibilitan una comprensión de la experiencia del paciente (y del
terapeuta) radicalmente diferente a la concepción de la motivación en el psicoanálisis clásico.
Algunas de las implicancias clínicas de las perspectivas discutidas en esta sección serán
explicitadas en la tercera parte de este trabajo.

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