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Así como lo inconsciente ha sido uno de los pilares teóricos y clínicos más importantes de la
psicología psicoanalítica, otro pilar fundamental ha sido la conceptualización de la motivación –
un área que en términos generales engloba aspectos de la experiencia como deseos, necesidades,
impulsos e intenciones, que corresponden a diferentes intentos de dar cuenta de por qué el
individuo hace lo que hace. Tal como indica Emmanuel Ghent (2002), casi “toda teorización
psicoanalítica supone algunos impulsos motivacionales básicos y presumiblemente
intrínsecos” (p. 763). Peter Buirski y Pamela Haglund (2001) son aún más enfáticos: “Todas las
teorías psicoanalíticas de la personalidad comienzan con alguna concepción de los constructos
motivacionales centrales que subyacen tanto al comportamiento humano normal como al
patológico” (p. 2). Este lugar fundamental de la motivación en la psicología psicoanalítica es de
gran significación porque de cómo se conceptualicen las tendencias motivacionales básicas del
ser humano se desprenden respuestas teóricas y prácticas respecto de la interrogante planteada
por Mitchell (1993) acerca de qué necesita un paciente del tratamiento terapéutico. Por ejemplo,
si suponemos que el paciente está motivado por el intento de satisfacer deseos inconscientes, que
dependen de pulsiones que es indispensable refrenar, una respuesta práctica concordante es que
necesita a un terapeuta que frustre sus deseos para que éstos se puedan hacer conscientes y no
sean tan determinantes en su comportamiento. Así, la forma específica en la que se concibe la
motivación tiene consecuencias clínicas inmediatas, una ligazón que no siempre se explicita. En
esta sección, entonces, que revisará algunas de las transiciones más significativas que se han
producido en torno a las concepciones de la motivación, ya aparecerán los primeros elementos
para visualizar el alcance de la revolución en la teoría que Mitchell explicitó hace casi veinte
años. Cuando dedique atención a los principios clínicos en la tercera parte de este trabajo, estos
elementos adquirirán una dimensión cada vez más práctica.
El alejamiento ya discutido respecto del modelo freudiano de la psique ha traído consigo,
al mismo tiempo, una crítica creciente de las formas en las que Freud concibió la motivación
debido a que sus conceptos centrales en esta área –pulsión y principio de placer– son percibidos
en la actualidad como pertenecientes a una psicología unipersonal descontextualizada, esto es,
como pertenecientes al mito de la mente aislada (Orange, Atwood & Stolorow, 1997; Stolorow &
Atwood, 1992). En palabras de Aron (1996), en la teoría pulsional está implícita “una visión del
ser humano como sistema biológicamente cerrado que busca descargar energía con la finalidad
de mantener la homeostasis” (p. 48). Como mostraré, los teóricos relacionales han asumido que
también la motivación, al igual que otros fenómenos psicológicos, tiene que necesariamente
contextualizarse en términos intersubjetivos. Por otro lado, se han introducido concepciones de la
motivación específicamente ligadas a la búsqueda y mantención de vínculos afectivos duraderos.
Además, se han hecho esfuerzos conceptuales por ligar la concepción de la motivación con la
2 Stern (2004) señala: “Algunos pueden argumentar que la intersubjetividad es una condición humana y
no un sistema motivacional en sí mismo porque la intersubjetividad es inespecífica y entra en juego al
servicio de la mayoría de los sistemas motivacionales. […] Mi contra-argumento es que, aunque la
intersubjetividad puede estar al servicio de otros sistemas motivacionales, se activa de forma intensa en
situaciones interhumanas altamente específicas e importantes en las cuales es el estado al que se apunta en
sí mismo” (p. 110).
motivación se realiza, en esencia, en el complejo interjuego de intenciones propias y ajenas que
son percibidas implícita y a veces explícitamente por el individuo y traducidas en conductas más
o menos elaboradas dependiendo de la motivación dominante que esté involucrada. Un poco más
adelante detallo que, en el nivel explícito, algunos teóricos relacionales consideran que es la
experiencia de un afecto lo que en última instancia constituye la motivación desde el marco de
una comprensión fenomenológica.
Específicamente, en términos del sistema motivacional de la intersubjetividad, una
primera intención vivida fundamental que Daniel Stern (2004) deriva es la “necesidad de leer las
intenciones y los sentimientos del otro” (p. 106), que puede visualizarse como necesidad de
orientación en el espacio relacional compartido. Esta intención está presente continuamente en el
contexto de actividades que requieren coordinaciones conductuales, mentales y/o emocionales
con otros, y figura, en consecuencia, de modo prominente en la relación psicoterapéutica. Se
traduce en lo que con anterioridad denominé lectura corporal implícita recíproca, un proceso
relacional implícito que apuntala la regulación momento-a-momento del proceso terapéutico por
medio del reconocimiento y la comprensión de las expresiones no-verbales (Sassenfeld, 2008a,
2010b). Por otro lado, para Stern una segunda intención fundamental que se desprende de la
intersubjetividad en cuanto constructo motivacional es “definir, mantener o restablecer la
identidad del self y la cohesión del self –establecer contacto con nosotros mismos. Necesitamos
los ojos de otros para formarnos y mantenernos cohesivos” (p. 107). Stern subraya que, sin algún
tipo de retroalimentación implícita continua de una matriz intersubjetiva, la identidad personal se
altera o disuelve. En este punto las ideas mencionadas intersectan con los planteamientos ya
revisados de Winnicott y Kohut, dado que en su conjunto aluden a la necesidad de construir y
mantener intacto un self tanto en el plano más abstracto de la motivación como en el plano más
cercano a la experiencia de la intención vivida. A la vez, las ideas de Stern vuelven a conectar la
motivación que rodea el self con motivaciones vinculadas con los contextos relacionales en los
cuales el individuo se desenvuelve.
La idea de que “la intención conforma una unidad psíquica básica del significado
implícito” (BCPSG, 2007, p. 5) quiere decir, al mismo tiempo, que “existe un nivel básico de la
experiencia organizado en torno a la intención” (p. 5) y, quizás aún más fundamental, que
“subjetivamente las unidades básicas de la comunicación humana son intenciones vividas
[…]” (BCPSG, 2008, p. 145). Estas concepciones han dado lugar a formulaciones altamente
influyentes a través de los trabajos del Boston Change Process Study Group en torno a la
dimensión implícita de la interacción y su relevancia para los procesos de cambio. En sus
planteamientos, este grupo de teóricos ha puesto al descubierto que el intercambio afectivo y no-
verbal propio de la dimensión implícita puede entenderse como un continuo proceso de
despliegue de intenciones recíprocas (BCPSG, 2007, 2008), esto es, un proceso constante de
expresiones no-verbales mutuas que manifiestan deseos, necesidades e intenciones respecto del
otro y también respecto de lo que se está haciendo con el otro. Aquí, como puede constatarse,
motivación e interacción están entrelazadas radical y co-constitutivamente. Para el BCPSG, este
proceso de despliegue de intenciones emerge a partir de un proceso psicológico fundamental que
se dedica de manera continua a dividir el flujo del comportamiento percibido en intenciones. El
proceso psíquico de subdividir el comportamiento humano “en intenciones y motivos se
considera un fenómeno mental primordial en el sentido de que parece ser una tendencia mental
innata necesaria para la adaptación en un mundo social de otros seres motivados” (BCPSG,
2008, p. 129). En otras palabras, una motivación básica del ser humano, dado que los seres
humanos son seres con motivaciones, es entender lo que los demás hacen en términos de
intenciones subyacentes. Así, las conceptualizaciones del BCPSG proporcionan no sólo ideas
acerca de la motivación como fenómeno vivido mediante intenciones, sino también una
concepción relevante acerca de cómo se percibe, reconoce e interpreta en el nivel implícito la
motivación de otros.
Las ideas originales de Bowlby y la teoría del apego no sólo han sido significativas a la
hora de dar inicio y legitimar el uso de conceptos pertenecientes a la teoría de sistemas para
conceptualizar la motivación. Bowlby también impulsó otra transición conceptual fundamental
en torno a la motivación: la atención creciente que han recibido los afectos en el sentido amplio
del término como fenómenos vinculados con el comportamiento particular que un individuo
adopta. Bowlby (1969) reconoció que la percepción que el individuo hace de los estímulos
sensoriales externos y de los estímulos viscerales propios tiene muchas veces un papel
primordial en la activación y también en la desactivación de los sistemas motivacionales. La
teoría del apego adopta la perspectiva de que la mayoría de los afectos “son fases de la
evaluación intuitiva que el individuo hace de su propia condición orgánica y de los impulsos que
lo llevan a actuar, o de la serie de situaciones ambientales con las que se va encontrando” (p.
157) y, por ende, tienen una relación inmediata con la motivación. En cuanto partes de un
proceso de evaluación de la situación presente, incluyendo sus riesgos reales o potenciales, la
información adaptativa que portan los afectos tiene un valor único a la hora de gatillar conductas
congruentes con la situación presente. Por ejemplo, sentir miedo frente a un peligro efectivo o
potencial puede activar el sistema de apego, suscitando conductas que apuntan a promover o
restablecer la cercanía con una figura de apego. En efecto, desde el punto de vista de la teoría del
apego, puede asumirse que los afectos corresponden a manifestaciones relacionadas con sistemas
motivacionales subyacentes.
Un desarrollo conceptual subsiguiente que se apoya en gran medida en la teoría del
apego, y que coloca tanto los afectos como la anteriormente mencionada regulación afectiva en
el centro de su conceptualización, es la teoría de la regulación de Allan Schore (2003a, 2003b).
En términos de constructos motivacionales, Schore adhiere a la idea de que el intento por
“regular los afectos –por minimizar sentimientos displacenteros y por maximizar sentimientos
placenteros– es la fuerza impulsora de la motivación humana” (Westen, 1997, p. 542). En otras
palabras, lo que motiva al individuo es la necesidad de mantener los afectos en rangos de
intensidad y duración que, en especial en el caso de los afectos disruptivos, no sobrepasen los
límites psicofisiológicos que la supervivencia del organismo impone a través de la homeostasis.
Estados emocionales que llegan a sobrepasar tales límites hacen indispensable la movilización de
mecanismos regulatorios drásticos, como la disociación. De hecho, desde esta perspectiva toda
defensa puede entenderse como esfuerzo de regulación emocional (Beebe & Lachmann, 2002;
Sassenfeld, 2006, 2010e) y, en ese sentido, como impulsada por la necesidad de evitar una
experiencia emocional excesivamente intensa, para la cual el organismo percibe que no está
preparado. De modo interesante, la concepción de Schore incluye la noción de que la motivación
psicobiológica de regulación afectiva con la cual el organismo nace no incluye una
determinación fija intrínseca y completamente específica de los rangos de la intensidad y
duración de los afectos que son percibidos como excesivos. En parte, en el desarrollo óptimo el
organismo aprende a través de innumerables experiencias de regulación emocional con un otro
auto-regulador (Stern, 1985) a tolerar intensidades y duraciones crecientes de la mayor parte de
los estados emocionales, así como recursos regulatorios diversos para poder transformarlos. Por
ende, un sistema motivacional innato adopta características particulares a través de las
interacciones con el mundo.
Para Schore (2003a, 2003b), quien se apoya en evidencia multidisciplinaria compleja que
abarca la investigación neurocientífica, la regulación de los estados emocionales también es un
fenómeno que siempre está contextualizado en términos relacionales: tanto en el transcurso del
desarrollo de la personalidad como en términos del funcionamiento adulto, el individuo requiere
a menudo vínculos en los cuales regular sus afectos de modo interactivo, mientras que también
dispone de estrategias de auto-regulación que, a su vez, se construyen en el desarrollo en gran
medida sobre la base de la internalización de experiencias de regulación interactiva. En
consecuencia, tal como ya mencioné, la percepción particular de qué afectos y en qué intensidad
serán experimentados por un individuo dado como abrumadores depende en gran medida de los
recursos regulatorios internalizados en el transcurso del desarrollo de la personalidad. Tanto
auto-regulación como regulación interactiva son procesos que operan de manera continua y
simultánea en la relación psicoterapéutica (Beebe et al., 2005; Beebe & Lachmann, 2002, 2003;
Sassenfeld, 2006; Schore, 2003a, 2003b) y están movilizados por el sistema motivacional
subyacente de regulación afectiva. Desde la perspectiva de Schore y otros teóricos relacionales,
esta circunstancia pone al descubierto la plasticidad que el sistema motivacional de la regulación
afectiva conserva durante el ciclo vital: el individuo puede, mediante la internalización de nuevas
experiencias de regulación interactiva, modificar y ampliar al menos en cierta medida su
repertorio auto-regulatorio y, con ello, el espectro, intensidad y duración de afectos que puede
manejar sin verse sobrepasado.
Para Stolorow (2002), la transición conceptual iniciada por Bowlby hacia el énfasis sobre
los afectos como elemento central en la motivación es posiblemente la innovación teórica más
relevante que se ha producido en las últimas décadas en la psicología psicoanalítica. Lo que
llama la primacía motivacional del afecto, en su opinión, moviliza al psicoanálisis relacional
hacia el contextualismo fenomenológico mencionado en la primera parte de este trabajo y
contribuye a focalizarlo en la noción de sistemas intersubjetivos dinámicos:
A diferencia de las pulsiones, que se originan en la profundidad del interior de la mente cartesiana
aislada, el afecto –esto es, la experiencia emocional subjetiva– es algo que desde el nacimiento en
adelante es regulado o dis-regulado en el seno de sistemas relacionales en curso. Por lo tanto,
ubicar el afecto en su centro implica automáticamente una radical contextualización de
virtualmente todos los aspectos de la vida psicológica humana. (p. 678)
Tal como describí antes, para Stolorow y sus colaboradores un aspecto central de la motivación
guarda relación con organizar la propia experiencia estructurándola a través de la construcción de
principios organizadores pre-reflexivos y, también, con mantener la organización de la
experiencia una vez que ciertas configuraciones relativamente estables se han formado. Frente a
ese trasfondo, si los afectos ocupan un lugar central en la experiencia subjetiva, su integración a
la organización existente de la experiencia tiene que visualizarse como aspecto central de la
motivación.
Por otro lado, en la sección anterior mencioné que la forma en la que un individuo
organiza su experiencia depende, para Stolorow y sus colegas, en gran medida de cómo en el
desarrollo temprano los cuidadores responden a los distintos tipos de experiencia que el niño
atraviesa. Desde ese punto de vista, recurriendo al concepto de selfobjeto de Kohut, este grupo
de teóricos considera que una función selfobjetal fundamental es la ayuda que el individuo recibe
en la integración de los afectos a la organización de su experiencia (Stolorow, 2002; Stolorow &
Atwood, 1992; Stolorow, Brandchaft & Atwood, 1987). En base a esta idea, afirman que la
necesidad de vínculos selfobjetales “concierne en el sentido más central a la necesidad de una
responsividad [entonada] a los estados afectivos en todos los estadios del ciclo vital” (Socarides
& Stolorow, 1984/1985, cit. en Stolorow, 2002, p. 679). Así, la concepción de la motivación que
elabora el grupo de Stolorow, al igual que otras conceptualizaciones que he examinado en lo que
precede, hace un esfuerzo significativo por unir un aspecto de la motivación ligado al
establecimiento y la mantención del self y otro aspecto de la motivación que guarda relación con
la necesidad del otro. Siguiendo a Stolorow (2002), asumir la primacía motivacional de los
afectos involucra contextualizar en términos intersubjetivos un amplio rango de fenómenos
psicológicos y clínicos como el conflicto psíquico, el trauma, transferencia y resistencia, y la
acción terapéutica de la interpretación.
Por último, no puedo concluir esta sección sin hacer referencia a lo que es probablemente
la teoría de la motivación más consistente que se ha formulado en el psicoanálisis relacional, que
además ha sido calificada como la alternativa teórica más sistemática a la teoría pulsional del
psicoanálisis clásico (Ghent, 2002). Se trata de la teoría de los sistemas motivacionales
introducida en un inicio por Lichtenberg (1989) y elaborada con posterioridad en colaboraciones
con Lachmann y Fosshage (1992, 1996, 2011), que específicamente “apunta a identificar los
componentes y la organización de los estados mentales y el proceso mediante el cual se
despliegan intenciones y metas” (2011, p. xiii). Estos teóricos señalan:
¿Qué es la motivación? En su uso cotidiano, motivación es la respuesta a las preguntas “¿Qué
quiero hacer?” y “¿Por qué quiero hacerlo?”. Durante casi un siglo, los psicoanalistas consideraron
la motivación como pulsión instintiva –sexual para asegurar la preservación de la especie y
agresión para asegurar la preservación del individuo, con muchas variaciones sobre estos temas.
Desde nuestra perspectiva, la motivación involucra un proceso intersubjetivo complejo a partir del
cual se despliegan afectos, intenciones y metas. Los motivos no son simplemente algo dado;
emergen y son co-creados y construidos en el individuo en desarrollo arraigado en una red de
relaciones con otros individuos. (p. xiii, cursivas del original)
Frente a este trasfondo más general, Lichtenberg, Lachmann y Fosshage definen un sistema
motivacional como un sistema auto-organizador complejo de afectos, intenciones y metas
emergentes, es decir, su definición de un sistema motivacional deriva éste del plano
fenomenológico vinculado con la experiencia vivida. Al mismo tiempo, consideran que un
sistema motivacional se apoya en otros sistemas funcionales incluyendo percepción, memoria,
cognición, afecto y consciencia recursiva respecto del proceso motivacional que se está
desplegando.
Durante muchos años, en base a la evidencia multidisciplinaria disponible, este grupo de
teóricos planteó la existencia de cinco sistemas motivacionales: regulación fisiológica, apego,
exploración/aserción, aversión y sensualidad/sexualidad (Lichtenberg, 1989; Lichtenberg,
Lachmann & Fosshage, 1992, 1996, 2002). En su más reciente publicación conjunta, del año
2011, agregan a estos cinco sistemas motivacionales dos elementos debido a la acumulación de
evidencias convincentes para su existencia: afiliación y cuidados (caregiving). Esta flexibilidad
conceptual guarda relación con que no privilegian en principio la relevancia de algún sistema
motivacional particular en el funcionamiento del individuo por sobre la relevancia de otros, sino
que más bien visualizan constantes cambios en la predominancia de los sistemas motivacionales.
Así, a pesar de que están conceptualizados como motivaciones claramente separadas unas de
otras, insisten en que en la realidad vivida los siete sistemas interactúan de modo dinámico y
continuo, y pueden producirse fluctuaciones inmediatas del predominio relativo de un sistema
dado dependiendo de las circunstancias presentes. Este énfasis va de la mano de la significación
central que Lichtenberg y sus colaboradores atribuyen a los afectos como manifestaciones
subjetivas específicas del relativo predominio de un sistema motivacional en un momento dado,
porque la realidad vivida del afecto también es altamente cambiante y dinámica. En particular,
estos teóricos sugieren, en términos prácticos, discernir la experiencia afectiva que un paciente
está al parecer buscando para poder clarificar qué sistema motivacional está operando
(Lichtenberg, Lachmann & Fosshage, 1996).
En un inicio, Lichtenberg y sus colaboradores supusieron que cada sistema motivacional
estaba basado en una necesidad innata del organismo. Sin embargo, al menos en parte debido a
críticas como la de Ghent (2002), quien indicó que hacer depender los sistemas motivacionales
de necesidades innatas mantenía en términos conceptuales un esquema muy similar al concepto
freudiano de pulsión, con posterioridad se han movilizado hacia una concepción más
radicalmente sistémica. En ésta, los diferentes sistemas motivacionales son concebidos como
fenómenos emergentes de tal manera, que cada sistema “se auto-organiza y auto-estabiliza como
un ensamblaje suelto de experiencias categorizadas que tienen afectos y propósitos similares
pero no idénticos” (Lichtenberg, Lachmann & Fosshage, 2011, p. 30). En este sentido, en la
actualidad hacen uso de una similitud predominante de afecto, intención y meta inherentes a
distintas experiencias para formular cada sistema motivacional como entidad conceptual
legítima. En otras palabras, derivan la existencia de sistemas motivacionales distintivos en base a
una categorización amplia de experiencias vividas en términos de ciertas similitudes. Para ellos,
en base a sesgos y afectos parecidos, tales agrupaciones pueden percibirse ya en la experiencia
del infante, constituyendo el fundamento para la conceptualización de sistemas motivacionales
discretos pero interrelacionados e interactuantes. Una vez auto-organizado y auto-estabilizado,
cada sistema “se mantiene en tensión dialéctica con otras intenciones y metas dentro del mismo
sistema, con otros sistemas del individuo y con intenciones y metas convergentes y divergentes
que surgen a raíz de la inmersión en una matriz intersubjetiva” (p. 30).
Tomadas en conjunto, las diferentes formas de entender la motivación humana en la
psicoterapia relacional que he revisado en esta sección ponen en evidencia la existencia de
transiciones fundamentales en torno a cómo se concibe lo que impulsa a los individuos a actuar.
En concordancia con varias de las transiciones epistemológicas y filosóficas presentadas en la
primera parte de este trabajo, las distintas contribuciones de los teóricos relacionales dejan
traslucir importantes énfasis en la experiencia vivida, los contextos vinculares y los afectos a la
hora de reflexionar sobre la motivación. Visualizar a un ser humano movilizado esencialmente
tanto por la necesidad de mantener cohesionado su self como por la necesidad de establecer y
mantener vínculos afectivos –estando ambas necesidades arraigadas en un impulso profundo por
crecer y desarrollarse– tiene por supuesto numerosas implicaciones para la práctica
psicoterapéutica. Estas ideas posibilitan una comprensión de la experiencia del paciente (y del
terapeuta) radicalmente diferente a la concepción de la motivación en el psicoanálisis clásico.
Algunas de las implicancias clínicas de las perspectivas discutidas en esta sección serán
explicitadas en la tercera parte de este trabajo.