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La verdad de la vida

31 enero 2006

José Mateos: Reunión


Comares, Granada, 2006
Es la de José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) una poesía relativamente breve en su
número de entregas y de composiciones; publicada, además, con una meditada
serenidad que propende al aplazamiento, como quien no quiere decir nada más allá de lo
estrictamente necesario y en el momento preciso. Más breve es aún su obra lírica si
consideramos que sus cuatro libros aparecidos hasta la fecha (más un cuaderno de
haikus de circulación muy reducida y cuatro poemas inéditos) se recogen ahora en esta
Reunión, la cual pretende ser, después de una exigente “purga”, toda la poesía que el
autor sigue considerando propia.
Esta observación mía, que es cuestión extraliteraria y que en sí misma nada dice de la
grandeza poética de su autor, está muy relacionada con la concepción de la poesía que
profesa José Mateos desde el comienzo (aunque convenientemente “corregida” en
ocasiones posteriores): la poesía viene a ser una revelación parcial, frágil y provisional
de la verdad de la vida; la cual, si bien traiciona muchos aspectos de la realidad externa
al poeta, se hace necesaria para encontrar un sentido más o menos orientador de la
existencia propia, tan multiforme y aun contradictoria en su cotidiano transcurrir. La
poesía, además de esta función instrumental para la vida, también la concibe Mateos
como una fase preparatoria del silencio, del estado espiritual en que el hombre puede
contemplar con nitidez la realidad circundante y dejarse invadir, sin prejuicios, de todas
sus luces y sus sombras, así como de esa otra realidad que asoma vagamente tras la
niebla de nuestro mundo inmediato. De este modo lo manifiesta ya en su primer libro, y
en el primer poema, “La palabra”, de esta Reunión: “¿Acaso no comprendes que el
silencio es más claro / y que con la palabra das distancia y concluyes / lo que siempre es
comienzo, y umbral, y estar en vilo?” (pág. 11).
Esta humilde concepción de su oficio conecta en muchos puntos con la de Antonio
Machado, ese poeta fundador y vivo (conscientemente o no) en la memoria creadora de
todos los poetas españoles del siglo xx. Lo que ocurre en Mateos es que la influencia de
Machado, como señalamos con mayor detalle José Olivio Jiménez y quien esto escribe
en el libro Antonio Machado en la poesía española (2002), es una influencia patente,
asumida a conciencia y mantenida a lo largo de toda su escritura. Lo cual no significa
que Mateos no tenga su mundo poético propio, que sí lo tiene y en altísimo grado;
significa que el suyo no es un mundo pretendidamente adánico ni cerrado a las
paternidades de su grandes maestros, que nunca oculta. Para José Mateos la vida —al
menos la vida que nos refleja su obra poética— es un continuo sucederse de
experiencias diversísimas que sólo parecen tener un rasgo común: su carácter temporal,
su fugaz duración. De manera que el tiempo, como para Machado, se convierte en el eje
del conocimiento, en el único criterio válido para ordenar e investigar en la verdad de
las cosas y los hechos. Y si lo que de inmediato percibe la conciencia es un tiempo
destructor, que reduce a cenizas cualquier realidad de este mundo, no por ello el poeta
deja de ansiar una infinitud donde el yo, el otro y todas las cosas disfrutadas habiten
para siempre. En ese debate entre experiencia y deseo transcurre toda su poesía, aunque
en ella se pueden distinguir dos etapas ciertamente diversas en el modo de resolver tal
tensión: una primera, que comprende sus libros Una extraña ciudad (1990) y Días en
claro (1995), en que la destrucción del tiempo acaba imponiéndose en la conciencia del
poeta, con un sentido elegiaco y, a la vez, celebrador del fugaz instante presente; y una
segunda, la que se inicia en Canciones (2000) y culmina hasta hoy en los cantos
magistrales de La niebla (2003). Aquí el yo poético no sólo entrevé una luz más allá de
la niebla, sino que esa luz parece ahora reclamar toda su atención, toda su mirada, y
otorgar un sentido nuevo, misterioso, religioso, a todos los seres percibidos en su
entorno inmediato, los cuales le invitan a mirar lo que aún no se puede ver claramente.
Este es otro de los grandes méritos de la obra poética de Mateos: el de construir un
mundo inconfundiblemente suyo y, a la vez, dotarlo de un dinamismo vital que
evoluciona sorprendentemente en cada nueva entrega. Y es que no sólo podemos
distinguir dos etapas claramente diferenciadas por la posición de su espíritu, sino que,
ya dentro de la primera, se dan significativos progresos: de Una extraña ciudad a Días
en claro el autor ha ido reduciendo la concreción de su anécdota biográfica, la alusión
explícita a su experiencia vital, para desdibujarla e intensificar el contenido meditativo
del poema; sin caer nunca (al menos en los poemas aquí reunidos) en una reflexión
cerebral, sino en el pensamiento empapado de memoria y de sueños, que componen una
indivisible sustancia poética. Asimismo, en la segunda etapa apuntada, las Canciones,
como las machadianas, brotan de una intensa emoción concentrada en una dicción
pudorosa y escueta; mientras La niebla es un conjunto de extensos fragmentos que,
como en el romanticismo inglés y alemán, arman un poema único, de largo e intenso
aliento, que vuela por todos los ámbitos de la realidad y de la memoria. Sin perder
nunca –eso sí— la sobriedad expresiva ni la emoción visible y cordial de esta poesía,
que es siempre canto o canción: música henchida de misterio y, a la vez, de alusión
sencilla a las cosas de este mundo, pese a la complejidad de sus intuiciones y
significados últimos.
Tan variada es su poesía, dentro de su timbre propio, que hasta en las mismas
consideraciones metapoéticas se puede percibir un cambio significativo de postura: de
la provisionalidad y parcialidad engañosa que caracterizaba a la poesía según su
concepción inicial, Mateos ha pasado a creer que, pese a la humildad de sus palabras, la
poesía revela una realidad que nos desborda, como consta en un fragmento de La niebla,
que empieza diciendo: “Poesía es alumbrar con la luz tenue / de unas pocas palabras,
con la antorcha / de un idioma, a pesar de sus palabras,/ la hondura que nos deja sin
palabras” (p. 161).
Al final siempre triunfa el silencio, pero un silencio ahora lleno de significado, que
mantiene nuestra alma en vilo. Hacía falta reunir la obra poética de uno de nuestros
autores actuales más vigilantes en medio de su oficio y, por fortuna, más vigilados por
las revelaciones poéticas que exceden cualquier oficio.
Carlos Javier Morales

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