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primero en dar testimonio y solicitar que se le coronara y se

le concediera la panoplia105.
P l u t a r c o , Vida de Alcibíades 7, 5, p. 194 f-1 9 5 a.

283. Tenemos noticia también de la nodriza de Alcibíades, de


nombre A m ida y origen laconio, y de su preceptor Zópiro.
Unos datos de éstos los refirió Antístenes y otros Platón.
P l u t a r c o , Vida de Alcibíades 1, 3, p. 192 a.

— Arquelao o Sobre la realeza (texto n.° 284 = 203 G.)

284. El Arquelao contiene el análisis crítico del rétor Gor-


gias106.
A t e n e o , V 2 2 0 d.

— El político (texto n.° 285 = 204 G.)

285. Su diálogo El político contiene el análisis crítico de to­


dos los dirigentes democráticos de Atenas.
A t e n e o , V 2 2 0 d.

— Epístolas socráticas 8 y 9 entre Antístenes y Aristipo


(textos n.os 286-287 = 206 y IV A 222 G.)

286. No es propio del filósofo residir en las mansiones de los


tiranos y apegarse a las mesas sicilianas, sino más bien vivir
en la propia y atenerse a lo que sea suficiente. Pero tú crees
que es propio del sabio esa ambición de poder, adquirir mu­
chas riquezas y tener como amigos a los más poderosos.
Pues bien, ni las riquezas son necesarias, ni, aunque fueran
necesarias, sería noble procurárselas así, ni cabe que puedan

105 La panoplia, tomada ahí como premio, designaba normalmente la


armadura completa del hoplita.
106 Por la expresión griega alusiva a una incursión del ámbito militar,
alude metafóricamente a un examen crítico, seguramente de índole moral,
igual que en el siguiente texto sobre el Político, en que también aparece y por
el contexto es más claro el sentido.
ser amigos (del sabio) el común de la gente, que es ignoran­
te, y menos los tiranos. Así pues, yo te aconsejaría que sa­
lieras de Siracusa y Sicilia. Pero si, como algunos dicen,
amas con admiración el placer y te aferras a esos bienes, que
no convienen a los hombres inteligentes, vete a Anticira,
donde te hará bien el tan solicitado eléboro107. Pues es muy
superior al vino de Dionisio, porque éste produce mucha lo­
cura, mientras que él le pone fin. Por consiguiente, en cuan­
to la salud y la inteligencia aventajan a la enfermedad y la
insensatez, tanto mejorarías tú también respecto a tu situa­
ción actual. Ten salud.
Epístola 8: De Antístenes a Aristipo.

287. 1. Oh, Antístenes, somos inmoderadamente desdicha­


dos. ¿Pues cómo no vamos a ser desdichados en la mansión
de un tirano, comiendo y bebiendo espléndidamente todos
los días, ungidos con alguno de los perfumes más olorosos y
arrastrando los largos vestidos de Tarento? Y no hay quien
me libere de la crueldad de Dionisio, que <me> retiene no
como a un rehén ignorante, sino como a su administrador de
los diálogos socráticos, alimentándome, perfumándome y
vistiéndome de semejante modo, como te he dicho, sin temor
a la justicia de los dioses ni respeto al ser humano, cuando me
tiene en semejante situación. Pero el mal, a su vez, ha ido a
peor, ahora que me ha regalado tres mujeres sicilianas esco­
gidas por su belleza y muchísimo dinero. 2. E ignoro cuándo
dejará este hombre de hacer semejantes cosas. Haces bien,
por consiguiente, en afligirte por la desdicha de los demás.
También yo me alegro por tu felicidad, para que te des cuen­
ta de que hago como tú y te pago con el agradecimiento de­
bido. Ten salud.
Almacena higos secos, para que tengas para el invierno,
y hazte con harina de Creta, porque estos bienes parecen
ser superiores a la riqueza. Y lávate y bebe en la fuente de

107 En la isla de Anticira se daba mucho el eléboro y por ello se solía de­
nominar este remedio «anticírico».
los nueve caños108 y usa el mismo manto mugriento en ve­
rano y en invierno, como corresponde a un hombre libre y
que vive democráticam ente [en Atenas]. 3. Pues yo ya sa­
bía desde que llegué a estas ciudad e isla tiranizadas que se­
ría desdichado con estos sufrimientos que tú me describes.
Ahora los siracusanos, los visitantes acragantinos, geloos109
y los demás sicilianos me miran con respeto y se com pade­
cen de mí. Pero por la locura que sufrí, al venir a caer irre­
flexivamente en esta absurda situación, me maldigo a mí
mismo con la maldición, de la que soy merecedor, de que
no me abandonen estos males, cuando con tantos años de
edad y creyéndome sensato, no quise pasar hambre, ni frío,
ni carecer de fama, ni dejarme crecer una gran barba. 4. Te
enviaré altram uces de los grandes y blancos, para que te los
puedas comer de aperitivo después de exhibir tus lecciones
del H eracles a los jóvenes, pues dicen que para ti no es ver­
gonzoso hablar o escribir sobre tales productos. En cambio,
a Dionisio sí le parece vergonzoso que alguien le hable de al­
tramuces, creo que debido a las leyes de los tiranos. Por lo
demás, pasea conversando con Simón el zapatero. No hay ni
podría encontrarse otro superior en sabiduría para ti110. Pues
a mí me está prohibido relacionarme con los trabajadores
manuales, porque vivo sometido al poder de otros.
Epístola 9: De Aristipo a Antístenes.

108 La fuente de los nueve caños era la famosa Calírroe («de hermoso
fluir») de Atenas, cuyo nombre era igualmente usado para seres míticos fe­
meninos relacionados con las aguas, como las Nereidas.
109 El nombre de los ciudadanos de Gela solía ser usado cómicamen­
te por su relación con gélos y geláo, «reír», como era normal en el géne­
ro cínico y en el de la parodia. Precisamente, toda esa carta está llena de
ironía.
110 La carta, como espúrea que es y posterior a esta época, parodia una
anécdota de Crates. En ella, como veremos, el filósofo cínico pondera a un
zapatero por encima de los tiranos y reyes, a los que otros intelectuales y fi­
lósofos dedicaban sus escritos.
c r ia d o s e n la s c o s tu m b r e s d e lo s g r ie g o s y h a b ié n d o s e le s
tr a n s m i t id o p o r s u s p a d r e s y a d e s d e q u e e r a n n iñ o s d e p a ­
ñ a le s q u e lo s d io s e s s e m a n if e s ta b a n a s í, n o se m o s tr a r o n
re c e p tiv o s p o r e s e la d o , s in o q u e r e f u ta r o n c o n e n e r g ía q u e
c o n tu v ie ra n a lg u n a v e r d a d ta n to lo s v o c e a d o s o r á c u lo s c o m o
la s a d iv in a c io n e s d e .to d a c la s e c o n q u e s e le s a c o s a b a , y d e ­
m o s tr a r o n q u e e r a n in ú tile s e i n c lu s o q u e m á s b ie n r e s u l ta ­
b a n p e r ju d ic ia le s .
E u s e b io d e C e s a r e a , Preparación evangélica IV 2,
1? - 3 , p. 136 a-b.

L a s 5 1 E p í s t o l a s P s e u d o d io ü é n i c a s

Introducción

Las Epístolas Pseudodiogénicas fueron escritas para la


propagación de la doctrina en época imperial romana y ni si­
quiera corresponde7rtodás~al mismo autor y época. Según el
estudio de 1968 de V. E. Emeljanow, que sigue las orienta­
ciones de K. von Fritz y es aceptado por Giannantoni, hay un
primer grupo más antiguo del mismo autor y conjunta trans­
misión, perteneciente al_s. i a.C. Son las cartas n.os 1-29. Otro
grupo de distinta autoría sería el de fas epístolas n . ^ C H -O,
correspondientes al s. H d.C. Y el tercero lo conformaríanTlas
n.os 41-51. fechables en el s. m d.C. No obstante, otros auto­
res modernos hacen agrupaciones diferentes, como ocurre
con las de W. Capelle v A. Gercke. Su contenido suele ser,
en general, el de meros desarrollos del rico anecdotario de la
vida v el pensamiento de Diógenes. Hor ello, pese a su data-
cion mucho más tardía, las ubico a continuación de los tex­
tos del propio filósofo, puesto que el lector apenas advertirá
la distancia en el tiempo por la familiaridad de los temas co­
nocidos que tratan. La presentación de las anécdotas está
suavizada por una nueva actitud socialmente conciliadora y
las” ideas hárT~sido~igualmente limadas de sus aristas más
punzantes. En las de la segunda etapa se advierten unos ma­
yores desarrollo verbal y complejidad doctrinal. Incluso ofre­
cen un método dialéctico del filósofo en consonancia con el
que le atribuye Dión de Prusa en sus diatribas. Sus remiten­
tes deben de ser en su mayoría firtirio s, como sostiene Gou-
let-Cazé en obras como L ’Ascése cyñique, París, 1986^0 en
otros trabajos. Es el caso, por ejempló, del Aníceris de la
carta 27, estudiado también por esta filóloga en DphA I 204,
o el del supuesto alumno de Diógenes de sonoro nombre Frí-
nico de Larisa, de la epístola 48, u otros de otras cartas,
como Eugnesio, Antálcides, Aminandro, Hipón, Sopólide y
Timómaco. A veces encubren nombres evocadores de cono­
cidos filósofos, caso claro del Cármides de la carta 50, aso-
ciable al conocido académico, o incluso de los famosos sa­
bios antiguos, como el Epiménides de la 51. Sin embargo,
ello no quiere decir que no hubiera quizá en ese grupo de
desconocidos algún significado filósofo cínico, del que se
guardara memoria dentro de la secta. Ahora bien, existen
también entre las cartas algunas dirigidas a personas conoci­
das, como los padres de Diógenes, su propio maestro Antís­
tenes y seguidores suyos que fueron cínicos destacados,
como Crates, su esposa Hiparquia, Metrocles y Mónimo de
Siracusa, o filósofos de otras escuelas, como Aristipo, Platón
y Zenón, e incluso personajes históricos de su tiempo, como
Dionisio II de Siracusa, Alejandro Magno, Pérdicas y Antí-
patro. No faltan tampoco alusiones a las circunstancias par­
ticulares de su vida, como se manifiesta en las dirigidas a sus
antiguos conciudadanos sinopenses y a sus familiares. Des­
tacan entre ellas las críticas acerbas e incluso patéticas de al­
gunas dirigidas contra los poderosos y más aún la n.° 28,
contra los vicios crecientes de la sociedad griega. Dentro de
otras concepciones filosóficas, guardan relación sobre todo
con el escepticismo, como era de esperar. Nuevas ediciones
mas recientes son las de Malherbe de 1977, E. Müseler de
1994, que contempla también las falsamente atribuidas a Cra­
tes, así como la tesis de F. Linqua de 2000, que agrega a am­
bas las de Sócrates y los socráticos. A la primera le antece­
de en el vol. I el estudio del stemmci o esquema de los
manuscritos y le acompaña en el vol. II la traducción al ale­
mán y a la segunda al francés.
Epístolas n.os 1-51 = 531-581 G.

EPÍSTOLA 1. A los sinopenses

1. Vosotros me condenasteis al destierro y yo a vosotros a


la permanencia. Por consiguiente, a causa de ello vosotros vi­
viréis en Sínope, mientras que yo residiré en Atenas, es decir,
vosotros con los comerciantes y yo con Solón y los que libe­
raron a Grecia de los medos. Y mientras vosotros os relacio­
náis con heníocos 292 y aqueos, hombres de odioso linaje para
los panhelenos, yo lo hago con délficos y eleos, de quienes
hasta los dioses son conciudadanos. 2. ¡Ojalá que hubierais
decidido lo mismo sobre mi padre Hicetas no ahora, sino
hace ya mucho tiempo! Ahora tengo este único temor, que
por causa de mi patria se desconfíe de que yo sea un hombre
honesto. Pero habla a mi favor el hecho de haber sido deste­
rrado por vosotros y confío más en él que en el aspecto
opuesto, porque es mucho mejor ser infamado por vosotros
que elogiado. Sin embargo, no dejo de temer, por supuesto, que
la noticia pública de mi patria me perjudique. Y no tengo más
que decir sobre ningún otro asunto, puesto que es mejor vivir
en cualquier lugar antes que con vosotros, que os comportas­
teis de ese modo conmigo/y-\

EPÍSTOLA 2. A Antístenes

Subía desde el Pireo a la ciudad, cuando me encontré con


unos muchachitos que estaban enervados por haber trasno­
chado en algún banquete y, cuando estuve cerca, les oí que se
decían unos a otros: «Alejémonos del Perro». Y cuando oí
eso, les dije: «¡Tranquilos, que este perro no muerde acel­
gas!». Y en cuanto les dije esto, dejaron de preocuparse, rom­

292 Eran un pueblo del Ponto Euxino, cuyo significado es el de «aurigas


o conductores de carros».
293 Esta carta relaciona a Diógenes con su padre con respecto al hecho
que lo condujo al exilio, pero sin mencionarlo. Por ello parece apuntar con
discreción a la supuesta común falsificación de la moneda de ambos.
pieron y tiraron las coronas que llevaban sobre la cabeza y el
cuello, se pusieron correctamente los mantillos y perfecta­
mente tranquilos me acompañaron hasta la ciudad, mientras
atendían a las palabras que me dirigía a mí mismo.

EPÍSTOLA 3. A Hiparquia

Te admiro por tu deseo, porque aspiraste a la filosofía


aunque eres mujer y porque te hiciste miembro de nuestra
doctrina, de la que hasta los hombres se espantan por su se­
veridad. .Pero aplícate al comienzo, para que alcances el ob­
jetivo final. Sé bien que lo alcanzarás si no te distancias de
Crates, tu compañero de lecho, y nos escribes con frecuencia
como a bienhechores de la filosofía, porque las cartas tienen
un gran poder, y no inferior al de las diatribas, ante un audi­
torio presente.

EPÍSTOLA 4. A Antípatro

No me reproches que no te hayamos obedecido 294 cuando


nos invitaste a ir a Macedonia, ni que hayamos preferido las
sales de Atenas a la mesa de tu casa, porque no lo hicimos por
desprecio, ni tampoco por afán de notoriedad, por la que qui­
zá otros lo hubieran hecho para parecer importantes a la gen­
te común, al poder negarse a los reyes, sino porque las ade­
cuadas a nosotros son las sales de Atenas en lugar de las
mesas deT4acedonia. Por consiguiente, nos hemos negado so-
bre todo por la vigilancia de nuestra hacienda y no por des­
precio. Así pues, excúsanos, puesto que, si fuéramos ovejas,
también hubieras comprendido que no te obedeciéramos, por­
que no es el mismo alimento el de una oveja y el de un rey.

294 Los plurales de modestia, empleados al hablar de uno mismo, y de


respeto o reverencia, al referirse a otros, son ya habituales en estas caitas y
es uno de los aspectos que revelan su composición tardía. Antípatro es, por
supuesto, el diádoco de Alejandro, gobernante de Macedonia, y en la si­
guiente epístola se alude a Pérdicas, otro famoso general ya mencionado an­
tes, menos afortunado en la lucha por la sucesión del soberano macedonio.
Deja, por lo tanto, hombre afortunado, que cada uno viva don-
de pueda hacerlo, porque eso es lo regio y no lo contrario.

EPÍSTOLA 5. A Pérdicas

Si ya combates contra las opiniones, y te hablo de enemi­


gos más vigorosos y que te perjudican más que los tracios y
los peones, mándame llamar cuando vayas a someter a las pa­
siones humanas, porque yo puedo ser hasta general en la gue­
rra contra ellas. Pero si aún estás supeditado a las acciones
contra los hombres y entiendes más o menos esa guerra, per­
mítenos permanecer en Atenas y manda llamar a los soldados
de Alejandro, de cuya ayuda también él se sirvió para some­
ter a los ilirios y escitas295.

EPÍSTOLA 6 . A Crates

1. Después de separarme de ti, hacia el mediodía subí des­


de el Pireo en la dirección de Tebas y a causa de ello sentí una
gran sed. Fui entonces a la fuente de Pánope 296 y mientras es­
taba sacando el vaso del zurrón llegó corriendo un criado de
los que trabajan la tierra y uniendo las manos ahuecadas tomó
agua de la fuente y la bebió de ese modo. Y por parecerme un
recurso más sabio que el del vaso, no me avergoncé de to­
marlo a él como maestro de virtudes. 2. Así pues, tiré el vaso
que llevaba y hallando a unos que se dirigían a Tebas, les en­
cargué que te comunicaran este sabio hallazgo, porque no
quiero saber nada virtuoso sin compartirlo contigo. Pero por
ello tú también trata de proponerlo en la plaza pública, don­
de la mayoría de los hombres pasan su tiempo. De este modo
también nos será posible descubrir otros sabios hallazgos de

295 Dentro del tema de la contraposición entre el filósofo cínico y el go­


bernante, mientras en la carta anterior contrastaba la parquedad de vida del
primero, plantea en esta otra su lucha interior para controlar la propia mente.
296 Pánope era un héroe ático. Ahora bien, su denominación como el de la
nereida Pánope, que daba nombre a una ciudad de la Fócide, vecina de Beocia,
parece indicar una posición alta desde donde «se ve todo».
los que surgen en su momento, porque la naturaleza es abun­
dante en recursos y, aunque sea rechazada por la opinión, no­
sotros la restablecemos como medio de la vida para la salva­
ción de los hombres.

EPÍSTOLA 7. A Hice tas

1. No te aflijas, padre, porque me llamen perro, me cubra


con el tosco manto doblado, lleve el zurrón sobre los hom­
bros y tenga el bastón en la mano, porque no es digno que te
aflijas por cosas semejantes, sino más bien que te alegres,
porque tu hijo se basta con poco y se ha liberado de la fama,
a la que están esclavizados todos los hombres, griegos y bár­
baros. El apelativo es acorde con el hecho de no estar some­
tido a las cosas y viene a ser, en cierto modo, un glorioso em­
blem a. Soy llamado, en efecto, Can celeste, no terrestre,
porque me asemejo a él por no vivir conforme a la opinión,
sino libre conforme a la naturaleza y bajo la protección de
Zeus, consagrado al bien mismo [y no al vecino]. 2. Respec­
to al manto, Homero escribe que también lo llevó Ulises, el
más sabio de los griegos, de acuerdo con las instrucciones de
Atenea, cuando regresaba de Ilion a su casa, y es tan hermo­
so que no se reconoce como un invento de los hombres, sino
de los dioses:

L e dio en p rim e r lugar el m anto y la túnica, deplorables


vestidos, m ugrientos, de sucio hum o m anchados.
Y en derredor le cubrió con la gran p ie l de un veloz ciervo
sin pelo. Y adem ás le dio un báculo e infam e zurrón,
5 profusam ente agujereado, m eros jiro n es con una correa291.

Anímate, pues, padre, por el nombre con que nos llaman


y por el manto, puesto que el perro guarda relación con los
dioses_y el vestido es un invento divino

297 Odisea XIII 434-438. Con anterioridad la breve frase entre corche­
tes sólo la contiene un códice, aunque sea el P.
EPÍSTOLA 8. A Eugnesio 298

1. Llegué desde Mégara a Corinto y, cuando atravesé la


plaza, entré en una escuela de niños. Y, como no recitaban
bien a Homero, decidí preguntarles quién era su maestro. Y
ellos me respondieron: «Dionisio, el tirano de Sicilia». Me
pareció que se burlaban de mí y no me habían respondido sin­
ceramente. Me acerqué entonces a un banco y me senté a es­
perarlo, como era lo correcto, porque me dijeron que se ha­
bía dirigido a la plaza. Y no transcurrió mucho tiempo,
cuando volvió Dionisio. Entonces me levanté, lo saludé y le
dije: «No enseñas bien, Dionisio». 2. El, creyendo que me
condolía de él por la caída de su tiranía y la actual situación
de su vida, me dijo lo siguiente: «Haces bien, Diógenes, en
condolerte de mí». Pero yo agregué al «no enseñas bien»:
«Te lo digo sinceramente, porque a mí, Dionisio, no me due­
le que te hayan arrebatado la tiranía, sino que vivas actual­
mente como un hombre libre en Grecia y te hayas puesto a
salvo de los males de Sicilia, en los que debías haber muerto
por haber cometido tantas vilezas por tierra y por mar».

EPÍSTOLA 9. A Crates

He sabido que convertiste toda tu hacienda en dinero, lo


llevaste a La asamblea v" lo cedtsté'á tu patria. Y que, situán­
dote en memo ae toaos, proclamaste: «Crates libera de Cra­
tes a Crates». Que, en consecuencia, todos los ciudadanos se
alegraron con el regalo y me ensalzaron como creador de
hombres semejantes y quisieron por eso invitarme a ir desde
Atenas, pero tú lo impediste por saber cuál sería mi decisión.
Elogio, por lo tanto, tu buen juicio de un lado y por otro la
donación de tu hacienda, y me siento orgulloso de ti, porque

298 E m e u a n o w lo considera un nombre corrupto por ser inusual y no


hallarse en el códice P y propone con dudas Eugenés, cuyo significado es el
mismo, «de noble linaje», y existió al menos como nombre propio. Precisa­
mente es también el nombre de un filósofo tardío de fines del s. II d.C., na­
tivo de Selga.
has vencido a las opiniones más rápidamente de lo que yo es­
peraba. Pero vuelve lo antes posible, porque aún requieres la
práctica de lo demás y es arriesgado que te demores más
tiempo en un lugar en donde no existen hombres iguales a ti.

EPÍSTOLA 10. A Metrocles 299

1. Sé resuelto, Metrocles, no sólo por lo que hace al man­


to, al apelativo y al género de vida, sino también para pedir a
los hombres los medios de manutención, porque esto nó'esTIrí
agnxrvergonzosorPfecTsaménte, los reyes y gobernantes piden
a sus súbditos riquezas, soldados, navios y alimento y los en­
fermos piden medicinas a sus médicos, no sólo contra la fie­
bre, sino también contra los escalofríos y la peste y los aman­
tes piden a sus amados besos y tocamientos. Y dicen que
Heracles recobraba el vigor tomándolo incluso de objetos in­
sensibles. Pues no hay que pedir a los hombres lo acorde con
la naturaleza gratis o para darles un trueque peor, sino para la
salvación de todos y para hacer lo mismo que HérácIesT el
hijo ckTZeus, y poder dar a cambio bienes muy superiores a
los que tú mismo recibes. 2. ¿Cuáles son éstos? QúeTcíTarido
lo hagas, no sostengas una lucha contra la verdad, sino con-
tra la opinión. A ésta combátela totalmente, aunque no" te
apremie nada, porque la J u c h a contra semejantes males es
también unnoblehábito. Sócrates decía que«losTiomFfeV sa­
bios no piden, sino qué reclaman, porque todo les pertenece,
igual que a los dioses». Y probaba que lo deducía del hecho
de que «los dioses son dueños de todo, los bienes de los ami­
gos son comunes y el hombre sabio es amigo del dios». Pe­
dirás, por consiguiente, lo que es propiamente tuyo.

EPÍSTOLA 11 .A Crates

Acércate a las estatuas de la plaza y pídeles harina de ce­


bada, porque en cierto modo es también una noble práctica.

299 Se trata de Metrocles de Maronea, discípulo y cuñado de Crates de


Tebas, joven tímido de buena familia.
Te encontrarás, en efecto, con hombres más insensibles que
las estatuas. Y no te sorprendas cuando den más a los eunu­
cos de Cibeles 300 y a los disolutos que a ti, porque cada uno
honra al que está próximo a él y no al distante. Y esos eunu­
cos agradan más al común de la gente que los filósofos?

EPÍSTOLA 12. A Crates

La mayoría anhela, igual que nosotros la filosofía, el ob­


jetivo de la felicidad cuando oyen hablar del camino abreviado
que conduce a la felicidad, pero cuando llegan hasta el camino
y contemplan su dificultad retroceden como si estuvieran en­
fermos y no censuran después su propia blandura, sino nues­
tra impasibilidad. Déjalos, pues, que se afanen en dormir con
los placeres, puesto que mientras vivan no les poseerá la fati­
ga de la que nos acusan, sino otras mayores, por cuya causa
se esclavizan vergonzosamente a toda clase de circunstan­
cias. Tú continúa con la práctica ascética tal como comen­
zaste y aplícate en resistirte por igual al placer yj^g&ejipo de
esfuerzo, puesto que lo natural para nosotros es combatir a am­
bos por igual y ponerles obstáculos desde el principio, al uno
por conducir a lo vergonzoso y al otro por desviar de las vir­
tudes a causa del miedo.

EPÍSTOLA \3. A Apoléxide301

Abandoné la mayoría de los objetos que apesantaban mi


zurrón, el plato en cuanto supe que ya lo era la cavidad de un
trozo de pan y el vaso las manos. Y no es vergonzoso decir
que el guía era aún un niño, puesto que, por tratarse de un ha­
llazgo tan útil, no debía haberlo pasado por alto a causa de su
edad, sino aceptarlo.

300 Menciona literalmente a los gallos, que eran sacerdotes eunucos y


servidores afeminados de Cibeles.
301 Apoléxide es un supuesto discípulo y amigo de Diógenes, a quien
recurriría en diversas ocasiones, según vemos por otras cartas.
EPÍSTOLA 14. A Antípatro

Me reprochas que mi género de vida sea fatigoso y que


por su dificultad no será cultivado por nadie. Pero yo lo ten­
sé intencionalmente, para que los que me imiten aprendan a
no ser voluptuosos en absoluto.

EPÍSTOLA 15. A Antípatro

He oído que dices que no hago nada extraordinario lle­


vando el tosco manto doblado y la alforja colgada. Y yo afir­
mo que no hay nada de admirable en ellos, pero que es her­
moso llevar a ambos como disposición anímica, porque es
preciso que no sólo el cuerpo practique esa parquedad, sincT
también el alma a la par que él y rio proclamar muchas cosas,
pero no practicar la autarquía, sino demostrar que la palabra
es consecuente con el género de vida. Esto es lo que me ejer­
cito en hacer y testimoniar en mi defensa. ¿Mas quizá su­
pongas que aludo al pueblo ateniense o al corintio como tes­
tigos injustos? Pero yo hablo de mi propia alma, a la que no
puedo pasar desapercibido cuando yerro.

EPÍSTOLA 16. A Apoléxide

Te pedí la búsqueda de una vivienda y te agradezco que te


hayas encargado de ello, pero resulta que, después de haber
contemplado a un caracol, encontré como una vivienda prote-
'gída del viento al tonel del Metroo. Así pues, quedas libre de
ese servicio y congratúlate conmigo por haber descubierto a la
naturaleza.

EPÍSTOLA \1 . A Antálcides™2

He oído que nos estás escribiendo sobre la virtud y procla­


mas a los amigos que por medio del escrito nos convencerás

302 Esta carta muestra el pragmatismo ético diogénico. Antálcides sería


un supuesto discípulo ya independizado y establecido en Mégara. Pero nos
para que estemos orgullosos de ti. Pero yo ni apruebo a la hija
de Tindáreo, que echó el calmante médico en el vino, porque de­
bía ser beneficioso sin el vino, ni a ti, que cuando estábamos pre­
sentes no nos mostraste nada digno de estudio y ahora supones,
en cambio, que nos convencerás mediante cartas. Mas éstas po­
drían conservar recuerdos de cosas inexistentes, pero no serían
demostrativas de la virtud de hombres vivos ausentes. Así pues,
he tenido que escribirte estas letras para que no nos hables por
medio de objetos inermes, sino presentándote personalmente.

EPÍSTOLA 18. A Apoléxide

Los jovencitos de Mégara me han pedido que te reco­


miende al filósofo Menodoro303, una recomendación bien ri­
dicula, pues que es un hombre lo sabrás por su aspecto y si es
un filósofo por_su palabra y género de vida, porque el sabio
entre nosotros se recomienda por sí mismo.

EPÍSTOLA 19. A Anaxilao

Pitágoras decía que había sido antes Euforbo, hijo de Pán-


too, en tanto que yo me he reconocido como un nuevo Aga­
menón, porque su cetro es mi bastón, su clámide mi tosco man­
to doblado y mi zurrón de piel es el equivalente de su escudo.
Y si yo no tengo la cabeza cubierta de pelo, [debe pensarse que]
Agamenón entonces era joven, pero que, si se hubiera hecho
viejo, se le habrían despoblado las sienes. Es apropiado, en
efecto, pensar y decir palabras de este tipo al que acostum­
braba a decir: «El dijo»304.

resulta tan desconocido como el reiterado Apoléxide y casi todos los que se
mencionan en otras cartas, como Aminandro, Fenilo, Fanómaco, Sopólide,
Timómaco, Melesipo, Reso, Frínico de Larisa o Arueca, que ni siquiera se
encuentran como nombres de filósofos. Muy lógicamente, M.-O. G oulet-
C azé considera ficticios a la mayoría de ellos.
303 Aunque existieron varios Menodoro, personajes recogidos por la
RE XV 1 y DNP 7, ninguno es conocido, ni fue tampoco filósofo.
304 Es la célebre frase taxativa de los pitagóricos, que no admite répli­
ca, equivalente a nuestro magister dixit. Esta epístola subraya la cualidad de
Me he enterado de que te has apesadumbrado porque unos
chicos atenienses borrachos me asestaron unos golpes y que
estás terriblemente afligido porque la sabiduría ha sido in­
sultada por la embriaguez. Pero entérate bien de que, aunque
el cuerpo de Diógenes fue golpeado por unos borrachos, la
virtud, por el contrario, no fue deshonrada, puesto que no es
natural que sea honrada ni deshonrada por gente vil. Dióge­
nes, por supuesto, no recibió agravio, sino que el ultrajado
fue el pueblo ateniense, del que unos decidieron despreciar
a la virtud. Por la insensatez, en efecto, de uno solo perecen
los hombres obrando insensatamente por pueblos enteros,
porque quieren lo que no les corresponde y emprenden una
guerra cuando deben estar en paz. Pero si hubieran conteni­
do desde el principio su falta de juicio, no llegarían a esos
extremos.

EPÍSTOLA 21. A Aminandro

No tenemos que estar agradecidos a nuestros progenitores


ni por nacer, puesto que los seres nacen de modo natural, ni
por nuestra conformación, porque la causa de ésta es una
combinación de los elementos materiales. Tampoco cabe nin­
gún agradecimiento en lo referente a la libre elección o vo­
luntad, puesto que el nacimiento es la consecuencia de actos
sexuales que no se ejecutan con miras al nacimiento, sino por
placer. Yo, el profeta de la impasibilidad, pronuncio estas pa­
labras contrarias al género de vida poseído por los humos de
la vanidad, pero si a algunos les parecen demasiado duras, las
confirman con la verdad la naturaleza y el género de vida de

la majestuosa actitud de Diógenes, que los posteriores le adjudicarán como


peculiar. W ellmann piensa que el destinatario de la carta es Anaxilao de La-
risa, que escribió Juguetes o Juegos además de Sobre Ia naturaleza, aunque,
en realidad, fue un pitagórico. Cfr. R. G oulet en DphA II 885-886, que apor­
ta otro Anaxilao, citado en D. L. I 107 y III 2, que debe ser sustituido por
Anaxilaides, autor de la obra Sobre filósofos.
los que no viven de acuerdo con la vanidad, sino de acuerdo
con la virtud.

EPÍSTOLA 22. A Agesilao

Para mí vivir así es tan arriesgado como para no estar con­


fiado en que dure hasta que te haya escrito la carta. Un zurrón
es una despensa suficiente, mientras que las despensas de los
que se consideran dioses son mayores de lo que corresponde
a los hombres. Yo soy consciente de una única cosa segura, la
corrupción que sigue al nacimiento. Por saber esto yo mismo
"disipo las vanas esperanzas que revolotean sobre el cuerpeci-
11o y te recomiendo que no te enorgullezcas más d é lo que co­
rresponde a un hombre.

EPÍSTOLA 23. A Lacides 305

Me das la buena noticia de que el rey de los macedonios


está interesado en vernos. Hiciste bien en conciliar a los
macedonios con su rey, puesto que sabías que lo nuestro
está al margen de la realeza. Que nadie pretenda verTas hüe’-
llas de mis pasos como huésped suyo. Pero si Alejandro
qu iere cambiar de género de vida v de discursos, di le que la
misma distancia hay de M acedonia a Atenas que de Atenas
a Macedonia.

EPÍSTOLA 24. A Alejandro

Si quieres convertirte en un hombre de bien, arroja el ha­


rapo que llevas sobre la cabeza y únete a nosotros. Pero no
puedes, porque estás sometido a los muslos de Hefestión306.

305 Tiene el mismo nombre que el filósofo fundador de la Academia


Nueva. También el nombre de Agesilao del destinatario de la carta anterior
coincide tanto con el nombre de un antiguo rey espartano como con el del fi­
lósofo tardío de Córico de Cilicia, padre de Opiano de Anabarzo.
306 Hefestión fue general y amigo íntimo de Alejandro. Murió poco an­
tes que él, al retomo de la expedición.
Me pides que te comunique por carta lo que sé acerca de la
muerte y la sepultura, como si no pudieras convertirte en un
completo filósofo si no hubieras aprendido de mí también lo
posterior a la vida. Pero yo considero suficiente vivir confor­
me a la virtud y a la naturaleza y eso es lo que está’en nuestras
manos. Tal como se ha concedido a la naturaleza lo anterior al
nacimiento, así también debe encomendársele lo posterior a la
vida, puesto que ella misma, igual que nos engendró, nos desha­
rá. No te^preocupes en absoluto de q ue un día te vuelvas in­
sensible. Yo, por ejemplo, he decidido, para cuando haya expi­
rado, que me dejen colocado al lado el bastón para alejar a los
animales que se propongan causarme daño.

EPÍSTOLA 26. A Hipón

Recuerda que te entregué de por vida el gobierno de la


pobreza. Así pues, procura no abandonarlo tú mismo, ni de­
jártelo arrebatar por otro, porque es verosímil que los tebanos
se te aproximen dando rodeos de nuevo por creerte un des­
graciado, pero tú piensa que tu manto es una piel de león, tu
bastón una maza y el zurrón, del que te alimentas, la tierra y
el mar. Pues así se te elevaría la mentalidad heráclica, que es
superior a todos los azares. Haz acopio de altramuces o higos
pasos y envíanos también a nosotros.

EPÍSTOLA 27. A Aníceris 308

Los lacedemonjps Hecret trn nosotros que no pi-


sáramos Esparta, pero tú no te preocupes en absoluto. Pues

307 Existió anteriormente el filósofo Hipón de Samos, seguidor de la


orientación física jonia. Es mencionado por Aristóteles, Analítica I 2, etc.
308 Hay, al menos, dos Aníceris o Anicérides conocidos en el ámbito fi­
losófico, apelados «de Cirene»: uno el filósofo cirenaico maestro de Teodo­
ro el Ateo y otro un comerciante que rescató a Platón cuando lo vendieron
como esclavo. Atendiendo al primero piensa G oulet-C azé que pudo crear­
te has beneficiado del nombre del cinismo. Precisamente,
ellos son dignos de compasión porque no advierten que úni­
camente yo he mejorado aquellas prácticas que se dedican a
ejercitar, puesto que no sé que nadie se haya ejercitado me­
jo r que yo en la simplicidad de v i d a . Y quién se hubiera jac­
hado de su resistencia a los peligros, estando presente Dió­
genes? Y sigue además a eso lo siguiente: creyendo que
habitan en una Esparta sin amurallar por su valor, han entre­
gado su alma desprovista de vigilancia a las pasiones, sin ha­
berle dado ningún auxilio contra ellas. Así pues, se muestran
temibles para sus vecinos, mientras son combatidos por sus
propias enfermedades. Que destierren, por tanto, a la virtud,
la única por la que podrían ser fortalecidos y liberados de sus
enfermedades.

EPÍSTOLA 28. A los griegos

1. Diógenes el Perro a los que os llamáis griegos: idos a


gemir. Ya os acontece esto, aunque yo no os lo diga, porque
pareciendo hombres por el aspecto, sois monos en vuestras
almas, fingís saberlo todo, pero no sabéis nada. Es evidente
"qúeTa naturaleza os castiga, porque habéis ideado leyes para
vosotros mismos y habéis obtenido de ellas la más grande y
completa vanidad, teniéndolas como testigos del vicio del
que estáis inflados. Y nunca envejecéis en paz, sino en guerra
a lo largo de toda la vida, por ser unos malvados merecedo­
res de males y envidiaros unos a otros en cuanto veis que otro
posee un vestido algo más refinado o un poco más de calde­
rilla, o tiene un lenguaje más sutil o está mejor instruido. 2. Pues
no discernís nada con sano juicio, sino que, resbalando por lo
verosímil, lo persuasivo y lo glorioso, acusáis a cualquier
cosa, pero no sabéis nada cierto ni vosotros ni vuestros ante­
pasados, sino que os desviáis de obrar bien, convirtiéndoos
en objeto de mofa por vuestra ignorancia e insensatez. Y no
os odia sólo el perro, sino hasta la propia naturaleza, porque

se este personaje cínico ficticio, de modo similar a lo que debió de ocurrir


con el Hipón de la epístola anterior.
disfrutáis poco y sufrís mucho tanto antes como después de
casaros, porque, cuando os casáis, ya sois precisamente unos
perdidos e insatisfechos. ¡A cuántos y cualificados hombres
matasteis: a unos porque sois unos codiciosos en la guerra y
a otros después de haberles imputado acusaciones en la que
llamáis paz! 3. ¿Acaso no han sido ya colgados muchos de
las cruces, no fueron muchos ajusticiados por el verdugo,
otros han bebido el veneno en la prisión y hay quienes fueron
sometidos a la rueda, evidentemente porque os parecieron de­
lincuentes? ¡Oh, malas cabezas! ¿No hubiérais debido inten-
tar educarlos en lugar de matarlos? Porque, oh, malas cabe-
zas, ñcTse obtiene,"sin duda, ninguna utilidad de los muertos,
salvo que vayamos a comer sus carnes como las de las vícti­
mas de un sacrificio, mieñfraiTque, por el contrario, hay una
absoluta necesidad de hombres buenos. Educáis a los analfa­
betos y sin formación musical en las disciplinas llamadas
Gramática <y> Música, para que os sirvan cuando tengáis ne­
cesidad de ellos. ¿Y entonces por qué no habéis educado a los
delincuentes para utilizarlos cuando tengáis necesidad de
hombres justos? Porque también tenéisjiecesidad de delin-
cuentes cuando os proponéis someter una ciudad o un ejérci-
to. 4. Y aquello no es importante cuando realizáis hazañas
con violencia y os es posible ver saqueados los bienes mejo­
res y agraviáis, malas cabezas, a los que hubierais atacado.
Sin embargo, vosotros mismos merecéis un castigo mayor,
cuando, al celebrarse las llamadas Hermias o Panateneas, co­
méis, bebéis, os embriagáis, hacéis el amor y adoptáis el pa­
pel de la mujer en los gimnasios y en medio de la plaza. Lue­
go hasta obráis impíamente y lo hacéis lo mismo en secreto
que en público. Al perro no le importa nada eso, pero a vo­
sotros sí os preocupa todo ello. 5. ¿Y cómo no habríais co­
metido faltas contra los perros, cuando reprimís su vida natu­
ral y auténtica? Y yo soy perro de nombre, pero la naturaleza
os castiga a todos por igual de hecho, puesto que la muerte, a
la que teméis, pende por igual sobre todos vosotros. Y he vis-
to muchasVéces a loÉTpobres sanos por su indigencia y a los
ricoííeñfermos por la incontinencia de su desgraciado vientre
y sexo, porque por satisfacerlos os habéis dejado excitar du-
rante un breve tiempo por un placer que produce grandes y
fuertes dolores. 6 . Y de ningún provecho os va a resultar ni la
casa ni sus capiteles, sino que tumbados en lechos de oro y
plata os desviáis de obrar bien y ni siquiera podéis robuste­
ceros para comer con las legumbres las reliquias de los bue­
nos, porque sois unos malvados merecedores de males. Pero
si tuvierais juicio, que no lo tenéis, cuando os embriaguéis,
tomando todos valientemente una común decisión, obede­
ciendo a.1 sabio Sócrates y a mí, o aprended a ser prudentes o
colgarosTForque no es posible ser de otro modo en la vida, si
es que no queréis aguardar, como ocurre en los banquetes, a
que muy bebidos y borrachos y atormentados por mareos y
cólicos seáis conducidos por otros sin poder valeros por vo­
sotros mismos. 7. Y mientras vivís disolutamente y pensáis
en la cantidad de bienes de los que decís que sois dueños, os
llegan los verdugos_públicos, que vosotros llamáis médicos,
que dicen y hacen lo que le venga bien a su vientre. PercT
ellos, obrando bien, os cortan, cauterizan, os atan y os apli­
can medicamentos para las partes internas y externas del
cuerpo. Y si os curáis, tampoco estáis agradecidos a los que
llamáis médicos, sino que decís que debéis agradecerlo a los
dioses, pero si no os curáis, acusáis a los médicos. En cam-,
bio, a mí m e^ucede que estoy más alegre_que afligido y sé
más que ignoro- 8 . En efecto, en cuanto conocí al sabio An­
tístenes, pasé todo mi tiempo con él. Y él definió sólo para
los q úélFcoñócfán yE m itió para los extraños, que no le co­
nocían, los conceptos de naturaleza, razóiTy^verdad, sin preo­
cuparse en absoluto de las necias fieras que ignoraban, como
queda dicho en la carta, lasjDalabras del perro. A los bárba 7
r o s os manda a gemir hasta que haváis aprendido la lengua
helerjaV osconvirtais e n auténticos gnegos, porque ahora son
mucho más gratos los llamados bárbaros tanto por el lugar en
el que viven como por su carácter, puesto que mientras los
llamados griegos guerrean contra los bárbaros, los bárbaros
piensan que deben velar por su propia tierra, por ser todos
ellosjmtárquicos. A vosotros, en cambio, nada os basta, por­
que sois ambiciosos, irracionales y habéis recibido una edu­
cación inútil.
1. Puesto que has decidido dedicarte a tu propio cuidado,
te enviaré un hombre no,jjx>r Zeus!, similar a Aristipo_y.P]a-
tón, sino a uno de los profesores que tengo eñ Atenas, de mi­
rada muy penetrante, de paso muy vivo y portador de un lá­
tigo muy doloroso. Él te incitará, ¡por Zeus!, a no descansar
a cada momento y a levantarte temprano, poniendo fin a los
miedos y temores cóñTos que vives y de los que crees que te
desembarazarás mejor gracias a tu guardia de lanceros 309 o a
la buena fortificación de la Acrópolis, porque son los únicos
remedios que tienes siempre presentes, pero que cuanto mejor,
más y mayores dispongas, te vendrán más y mayores incerti-
dumbres y temores del alma. 2. Así pues, todo eso desaparece­
rá de tu entorno y cobrarás ánimo para desembarazarte de tu
blandenguería. ¿Pues qué beneficio se saca de un hombre que
no es libre? Eso mismo es, evidentemente, la esclavitud, quie­
nes tienen la vida marcada por el miedo. Por lo tanto, no te
abandonarán ninguno de esos males mientras mantengas las
relaciones que tienes. Pero en cuanto adoptes la túnica sin
manga, que limpiará de impurezas tus costados 310 y pondrá
fin a'las~grañdes cenas culinarias, y élTel^iponga la clase de
re.glmerTde vida que~él mismo sigue, estarás a salvo, "desdi­
chado. 3. M ieníías que hasta^Hom~sólo has hallado a hom­
bres de la clase que más podrían dañarte y destruirte, puesto
que no están atentos a cómo disponer algún bien para ti, sino
a cómo cenarán ellos y buscan lo que les produzca beneficios
sin intención de quitarte ninguno de los males que tienes, sino
de arrebatarte tus bienes y hacer disolutas sus propias cos­
tumbres. Y tú eres tan estúpido que ni siquiera oyes lo que
tanto se dice públicamente y por todas partes en Grecia:

309 La guardia de lanceros es la denominación griega de la guardia per­


sonal o de corps de un soberano, que los romanos llamaban guardia preto-
riana.
310 La exomís es el nombre de la túnica popular ceñida, sin mangas en­
tre los romanos o con una sola entre los griegos, aludida con anterioridad.
Naturalmente, era la mejor regla para medir el límite del grosor del cuerpo.
Pues lo bueno aprenderás de los buenos, pero si te unes
a malvados, perderás incluso el juicio que tienes311.

4. Nada hay más grave que eso para ti, hombre desdi­
chado por tus hábitos heredados y tiránicos, ni ninguna otra
cosa que pueda perderte más y para siempre. Puesto que de­
bido a ello ni siquiera podrías hallar al hombre que te libra­
ra, como de la enfermedad sagrada, de la llamada tiranía.
Haces, en efecto, todo lo que hace un loco y sólo desertando
de eso te salvarías, pero ni tus acompañantes ven, ni tú mis­
mo adviertes el gran mal que te posee. ¡Tanto y tan vehe­
mentemente ha prendido en ti la enfermedad desde hace tan­
to tiempo! Así pues, tienes necesidad de un látigo y de un
dueño, no de quien te admire y te adule. ¿Pues cómo se po­
dría sacar beneficio de un hombre en tal estado, o cómo un
hombre semejante podría beneficiar a alguien? Salvo que,
como a un caballo o a un buey, te azotara y corrigiera si­
multáneamente, y te concienciara de tus deberes. 5. Pero tú
has llegado muy lejos en tu corrupción. Por ello es necesario
aplicarte incisiones^ cjmterizaciones y medicamentos. Tú re­
curriste a aquéllos, como lo s niños a ciertos abuelos y no­
drizas, y ellos te dicen: «Tómalo, hijo, bébete la copa, si me
quieres cómete aunque sólo sea este poquito». ¿Y si todos y
todas al unísono te maldijeran? Tampoco harías lo más ade­
cuado contra la enfermedad. ¿Por qué? Porque ya nunca
querrías comer las hojas de las higueras, sino que, como el
ganado, no te apartarías de los higos maduros. Así pues, que­
ridísimo, ni siquiera es posible desearte «pásalo bien» ni
«ten salud».

EPÍSTOLA 30. A Hicetas

1. Llegué a Atenas, padre, y enterado de que el discípulo


de^Sócrates enseñaba la felicidad, me fui junto a él. Se ha-
llabaTrítonces disertando sobre los dos caminos que condu­

311 Teognis I 35-36 D iehl .


cen <a ella> y decía que no eran muchos, sino sólo dos, uno
breve y otro largo. Por consiguiente, le era posible a cada
uno recorrer el que quisiera de los dos. Yo entonces me man­
tuve callado después de oírle, pero al día siguiente, cuando
volvimos de nuevo a su lado, le pedí que nos enseñara los
dos caminos. Y él, haciéndonos levantar muy resueltamente
de los asientos, nos condujo a la ciudad y a través de ella di­
rectamente a la Acrópolis. 2. Y cuando estuvimos cerca nos
señaló dos caminos que conducían a ella, mostrándonos uno
breve, escarpado y difícil y otro amplio, llano y fácil. Y si­
multáneamente nos dijo: «Éstos son los caminos que condu­
cen a la Acrópolis. Y semejantes a ellos son los que conducen
a la felicidad. Elegid cada uno el que queráis y yo os guiaré».
Entonces los demás, atemorizados ante el camino difícil y
escarpado, se retrajeron y le pidieron que los llevara por el
largo y llano, pero yo para vencer las dificultades le pedí
el escarpado y difícil, porque debe uno dirigirse a la felici­
dad, aunqué~'sea oprimido por el fuego o las espadas. 3. Una
vez que elegí ese camino, me despojó del manto y la túnica,
me cubrió con un tosco manto doblado y colgó un zurrón
de'rñi hombro. Introdujo en él un pan, una salsa para untar,
urrvaso y un plato y le colgó por fuera un lecito de aceite y un
rascador y me dio también un bastón. Y yo, ya dispuesto con
^esoTenseres, le pregunté que por qué me cubría con el tosco
manto doblado. Y él me respondió: «Para que te adaptes por
igual a ambas circunstancias, al calor del verano y al frío del
invierno». «¿Pues qué, le dije yo, no servía para eso el sim­
ple?» 4. «Desde luego que no, me contestó, porque te pro­
curaba comodidad para el verano, pero más sufrimiento del
que soporta un hombre en invierno.» «¿Por qué me has ce­
ñido el zurrón?» «Para que lleves contigo la casa completan»
«¿Y por qué introdujiste el vaso y el plato1?» «Porque, dijo,
debes beber y comer un condimento, uno distinto si no dis­
pones de berros.» «¿Por qué me colgaste el lecito y el rasca­
dor?» «Uno como auxiliar de los esfuerzos, el otro de la re­
sina.» «¿Y el bastón parajju¿?»_«Parala seguridad.» «¿Para
qué segund_ad?^~«Para la aue lo usaron los dioses, contra los
poetas .>>
EPÍSTOLA 31, A Fenilo

1. Volví a Olimpia después de los Juegos y al día siguien­


te me encontré por el camino al pancracista Cicermo, que iba
ceñido con una corona olímpica,"yicraCÓmpáñabá en direc­
ción a su casa una gran multitud de gente. Cuando estuvo cer­
ca de mí, le cogí la mano y le dije: «¡Aléjate, desdichado, de
laj^erdición _v ahandona j u vanidad, que cuando retornas a
Olimpia te vuelves irreconocTbRTpára tus progenitores! Dime
por qué vas tan orgulloso con la cabeza cubierta por esa co­
rona, mientras llevas una palma en las manos y arrastras tras
de ti a tan gran multitud». 2. Y él respondió: «Por haber ven­
cido en el pancracio a todos en la Olimpiada». «¡Vaya, le
dije, qué maravilla! ¿Y venciste también a Zeus y a su her­
mano?» Me contestó: «¡Por supuesto que no!». Y yo añadí:
«¿Pero los venciste desafiándolos uno a uno?». «No, por cier­
to», dijo. «¿Entonces luchaste con unos u otros por el cupo?»
«Así fue, en efecto.» «¿Cómo te atreviste entonces a decir
que habías vencido a los que habían sido derribados por
otros? ¡Y bien! ¿Eran hombres sólo los que lucharon en
Olimpia?» Respondió: «No. Había también muchachos». «Y
siendo un hombre, ¿también los venciste?» Lo negó: «No,
porque no entraban en mi cupo». «¿Entonces tú venciste a to­
dos los de tu propio cupo?» «Así fue, en efecto.» «Dime, le
pregunté, ¿no era tu cupo el de los hombres hechos?» «El de
los hombres hechos», afirmó. «Y Cicermo, le pregunté, ¿en
qué sorteo competía?» «¿Te refieres a mí?, dijo. Pues en el de
los hombres hechos.» «Entonces, le dije yo, ¿venciste a Ci­
cermo?» «Por supuesto que no», contestó. 3. «¿Y te atreves a
decir que has vencido a todos, sin haber vencido a los mu­
chachos ni a todos los hombres hechos? ¿Qué rivales tuvis­
te?», añadí. «Luchadores famosos de Grecia y Asia.» «¿Y
eran superiores, iguales o inferiores a ti?» «Superiores», con­
testó. «¿Y llamas superiores a quienes fueron derrotados por
ti?» «Iguales», corrigió. «¿Y cómo pudiste derrotar a iguales
si no eran inferiores a ti?» «Inferiores», dijo él. «¿No dejarás,
entonces, de sentirte tan orgulloso por haber derribado a lu­
chadores inferiores a ti? ¿O es que tú sólo puedes hacerlo por
no serle posible a cualquiera? ¿Pues qué? No hay quien no
venza a los que le son inferiores en capacidad. 4. Manda,
pues, Cicermo, a paseo a todo eso y no luches en el pancra-
cio ni contra hombres, porque serás inferior a ellos dentro de
no mucho tiempo, cuando llegues a la vejez. Dirígete a lo que
es realmente noble y aprende a resistir no los golpes de los
hombrecillos, sino los del alma, y no las correas y los puñe­
tazos, sino la pobreza, la ausencia de fama, la humildad de
cuna y el destierro, porque, si te ejercitas en menospreciar a
éstos, vivirás felizmente y morirás sin sufrimiento. Pero si
compites en aquello, vivirás desdichadamente.» En cuanto le
expuse estas razones, arrojó la palma al suelo, se quitó la co­
rona de la cabeza y fue capaz de rehacer su camino.

EPÍSTOLA 32. A Aristipo

1. He sabido que dedicas tus disertaciones a denigramos


y que le haces constantes críticas al tirano de mi pobreza,
porque una vez me encontraste lavando en una fuente las ver­
duras que eran el condimento de mi pan. Me sorprende cómo,
hombre afortunado, insultas a la pobreza de quienes elogian
lo que tiene verdadero valor y eso qj^fuisj^-discípul° de Só­
crates. Pues él también en ocasiones se cubrió con él mismo
tosco manto en invierno y en verano, defendía la misma co­
munidad de las mujeres y no tomaba el condimento de los
hüertoTñTHe los cocineros, sino de los gimnasios. Pero pare­
ce que te has olvidado de eso a causa de las mesas sicilianas.
2. Mas yo no te voy a recordar el gran vaió r^^T go bfeB C só-
bre todo en Atenas, ni haré una defensa de ella, puestoque no
te confío mi propio bien, como tú haces a otros, sino que me
basta con saberlo yo solo. Sin embargo, tejia ré m ención de
Dionisio y sus bienaventuradas celebraciones, que tanto'te re­
gocijan, cuando mientras comes y bebes en sus espléndidos
festines ves una y otra vez, ¡lo que nunca ocurra entre noso­
tros!, azotar a unos, empalar a otros, conducir a otros más a las
canteras, quitarles a unos las esposas para ultrajarlas, a otros
sus hijos y la mayoría de sus sirvientes, y no ya por obra de
uno solo ni del propio tirano, sino de muchos desechos hu­
manos, y al que es obligado a beber o a permanecer o a mar­
char y sin poder escapar por las ataduras de oro. 3. Esto te re­
cuerdo a cambio de aquellos insultos. ¡Cuánto mejor vivimos
nosotros, te digo, que vosotros, que sois consejeros de Dioni­
sio y mandáis en toda Sicilia, porque ánbémos lavar verduras
e“iglToTámos elservicIcTa las puertas de Dionisio! Pese a cuan­
to digas enardecido contra nosotros, ojalá que tengas juicio y
no se subleve la razón contra las pasiones, porque los asuntos
de la mansión de Dionisio son hermosos hasta que se los
menciona, mientras que la libertad es la de la época de Cro-
nos y la grata torta de cebada.

EPÍSTOLA 33. A Fanótnaco

1. Me hallaba sentado en el teatro pegando unos librillos'


de papiro, cuando llegó Alejandro, el hijo de Filipo, y se de­
tuvo frente a mí, quitándome la luz del sol. Y yo, por no po­
der ver ya las grietas de los librillos, levanté la vista y vi que
estaba allí y, cuando le miré, me saludó y me extendió su
mano derecha y a causa de ello correspondí, a mi vez, a su sa­
ludo y le dije lo siguiente: «Eres verdaderamente invencible,
muchacho, cuando tienes el mismo poder que los dioses. Ob­
serva que, cuando entraste aquí y te pusiste frente a mí, hicis­
te lo mismo que dicen que hace la luna, cuando se sitúa frente
al sol». 2. Y Alejandro dijo: «Bromeas, Diógenes». «¿Por qué
lo dices? , le pregunté, ¿o no te es posible ver que dejo mi tra­
bajo por no poder ver, como si fuera de noche? En cambio,
converso, sin que halle diferencia en conversar ahora conti­
go.» Y él dijo: «/.Entonces el rey Alejandro no es alguien di­
ferente para ti?». «Ni lo más mínimo, le respondí, puesto que
no guerrea contra los míos, ni me saquea, como ocurre con lasj
posesiones de los macedonios y de los lacedemonios o de al­
gunos otros, todos los cuales tienen necesidad de un rey.» «No
obstante, dijo, me diferencio de ti por la pobreza.» «¿Por qué
pobreza?», le pregunté7«Por tu pobrezaTcontestó, por la que te
has convertido en un mendigo carente de todo.» 3. Y yo le res­
pondí: «Pero ej_hecho de no tpnpr-riqnp7a rio_es pobreza, ni es
malo mendigar, sino ambicionarlo todo, como os ocurre a vo­
sotros, y actuar con violencia. Por ello las fuentes y la tierra
son auxTIíaréífdé mi pobreza y no menos, por cierto, las gru­
tas y los vellones de piel. Y ni un solo hombre guerrea por ella
ni por tierra ni por mar, sino que entérate que vivimos tal
como fuimos engendrados, mientras que en vuestra organiza-
ciS ñ n o se tienerrporliuxiliares ni a la tierra ni al mar, 4. sino
que son marginados como algo <sin valor>, mientras preten­
déis subir hasta el cielo y no obedecéis para no aspirar a ello
ni a Homero, quien dejó escrito los sufrimientos de los Alóa-
das312 con miras a la prudencia». Cuando expuse esto con gran
firmeza, prendió en Alejandro un gran sentimiento de ver­
güenza e'mclinándose sobre uno de sus camaradas,"dijo: «Si
no hubiera sido de antemano Alejandro, habría sido Dióge­
nes.» Y levantándome me llevó consigo aparte, invitándome a
acompañarle en la expedición. Y con gran pesar me dejó.

EPÍSTOLA 34. A Olimpíade

1. No sufras por mí, Olimpíade, en compañía de los seres


queridos, porque me cubra con el tosco manto y compre ha­
rina de cebadj^ m g ñ ^ g a n d o a los hombres, porque eso no es
vergonzoso ni motivo de humillación entre los hombres li­
bres, como tú dices, sino que son cosas nobles y sirven a
modo de armas contra las opiniones que combaten a la vida.
Y estos conocimientos no los aprendí por primera vez de An-
tístenes, sino de los dioses los h é ro e s y de los que educaron
a Grecia en la sabiduría, Homero y los autores trágicos. 2. Ellos
refirieron que Hera, la esposa de Zeus, transformada en sa­
cerdotisa, adoptó tal forma de vida con las ninfas Creníades,
gloriosas diosas, postulando para los hijos donadores de
vida del argivo río ¡naco313, y que Télefo. el hiio de Heracles,
cuando estuvo en Argos, se mostró bajo una figura mucho
peor que la nuestra, mendicantes harapos, que envolvían Su
cuerpo, llevando como protectores del frío 314, y que Ulises, el

312 Cfr. Odisea XI 305.


313 Eurípides, frg. 697 N auck .
314 Eurípides, Helena 1079-1080.
hijo de Laertes, retornó a su hogar con un manto deshilaclia­
do. cuhierto de tizne y hollín. ¿Aún te parece que mi vestido
y mendicidad son vergonzosos o que son nobles y admirables
para los reyes y preferibles para cualquiera que tenga juicio
por su parquedad? 3. Y Télefo se ocultó bajo este tipo de vida
para obtener la salud, mientras que Ulises lo hizo para matar
a los pretendientes, que le agraviaban desde hacía mucho
tiempo, pero yo lo hice para obtener la felicidad, de la que es
una pequeña porción el bien de Télefo, para dominar a las fal­
sas opiniones, por cuya causa no estamos sometidos a un solo
dueño, para escapar a las enfermedades y a los sicofantas del
mercado y para recorrer la tierra entera como un hombre li­
bre bajo la advocación del padre Zeus sin temer a ninguno de
los grandes soberanos. Así pues, sean dadas gracias a los dio­
ses, madre, si te reconcilio conmigo mostrándote a quienes,
siendo superiores a mí, se cubren con mantos raídos, portan
zurrón y mendigan la harina de cebada a gente inferior a ellos.
Pues, si no, sulrirás en vano.

EPÍSTOLA 35. A Sopólide

1. Llegué a Mileto de Jonia y, después de atravesar la pla­


za, escuché a unos niños que no recitaban bien las rapsodias.
Entonces me acerqué al maestro y le pregunté: «¿Por qué no
les enseñas a tocar la cítara?». Y él me respondió: «Porque
no sé». «Entonces, le dije, ¿cómo es que no se lo enseñas,
porque no aprendiste, pero les enseñas las letras, que tampo­
co aprendiste?» Luego, después de caminar un poco, entré en
el gimnasio de los jóvenes y al ver a uno al aire libre que ju ­
gaba mal a la pelota, me acerqué al vigilante de la palestra y
le dije: «¿Cuál es el precio fijado para ungirse sin jugar a la
pelota?». Él me respondió: «Un óbolo». Y yo, señalándole al
chico, le dije: «Entonces aquel joven, al no tener que pagar­
lo, juega por obligación». 2. Me despojé yo también del man­
to, saqué el raspador, salí y me ungí. Y no pasó mucho tiem­
po, cuando se aproximó en dirección al lugar un jovencito de
aspecto muy fino e imberbe y me extendió la mano para com­
probar si yo conocía la lucha de la palestra. Yo fingí durante
un tiempo no saber por pudor, pero cuando me amenazó con
vencerme comencé a luchar con él de acuerdo con las reglas.
A continuación se me levantó de algún modo la aguja de mi
reloj, porque no me atrevo a decir por la gente su otro nom­
bre, y ante ello el joven, por pudor, me dejó y se fue, mientras
que yo me quedé y me la froté. 3. Pero el vigilante de la pa­
lestra, al verme, se acercó y m e golpeó. Y yo le dije: «¿Aca­
so tú, que estás aquí presente para que se luche de acuerdo
con las reglas, vas a hacer ahora diferencias conmigo? Si
existiera la costumbre de inhalar ptármico 31-1 después de un­
girse, no te irritarías si alguno de los ungidos estornudara en
el gimnasio. ¿Y, sin embargo, te enojas ahora porque uno,
cuando se revolcaba con un chico guapo, se empalmó espon-
táneamente? ¿O es que crees que las narices están condicio­
nadas totalmente por la naturaleza, porque unas porciones
nuestras están condicionadas por la naturaleza, pero otras de­
penden de nuestra elección? ¿No dejarás, le dije, de agitarte
de semejante modo delante de los que entran? Pero si tienes
alguna razón para que no ocurra esto en el gimnasio, quita de
en medio a los jóvenes. ¿Pues crees que, si se revuelcan jun­
tos los muchachos con los adultos, tus normas podrán impo­
ner ataduras y argollas a la erección natural?». Tras decirle
esto, el vigilante de la palestra se volvió y se marchó y yo re­
cogí mi tosco manto y mi zurrón y me dirigí hacia el mar.

EPÍSTOLA 36. A Timómaco

1. Llegué a Cízico y al cruzar la calle vi grabado sobre


una puerta «Heracles, hijo de Zeus, el glorioso vencedor ha­
bita aquí, que no entre ningún mal». Deteniéndome entonces,
lo leí y le pregunté a uno que se acercaba: «¿Quién es o de
dónde procede el que habita esta casa?». Él creyó que trata­
ba de informarme sobre la tienda de harina y me respondió:
«Un hombre vil, Diógenes, pero ven en esta otra dirección».
Y yo dije para mí mismo: «Pues me parece que quienquiera

315 Planta que, como el conocido rapé, provocaba el estornudo, que era
considerado un signo de buen augurio.
que sea éste es de los que dice que se cerró la puerta a sí mis­
mo». Y tras avanzar un poco, vi otra puerta con la misma ins­
cripción grabada en versos yámbicos. 2. «¿Quién es el que
vive en ésta, le pregunté?» «Un recaudador de impuestos de
mercancías.» «¿Entonces sólo tienen esta inscripción las puer­
tas de los malvados, o también las de los sabios?» «Las de to­
dos», me contestó. «¿Por qué, entonces, le dije, si es benefi­
ciosa para vosotros, no la habéis inscrito en las puertas de la
ciudad, sino sólo en las de las casas, a las que ni Heracles
puede acceder? ¿O es que queréis que la ciudad lo pase mal,
pero las casas no? ¿O no pueden perjudicaros los males comu­
nes y sí, en cambio, los particulares?» «No sé responderte a
eso, Diógenes», me dijo. «¿Pues qué creéis vosotros, los de Cí-
zico, que es un mal ?», le pregunté. «La enfermedad, la pobre­
za, la muerte y las cosas semejantes», me contestó. 3. «¿Creéis
entonces que si entraran en vuestras casas os peijudicarían,
pero si no entraran no os perjudicarían?». «Así es, en efecto»,
respondió. «Sea, dije yo, ¿luego si ellos no alcanzan a los
hombres, los perjudicarán?» «Sólo, en efecto, si nos alcan­
zan.» «¿Entonces os alcanzan cuando entren en las casas,
pero si se lanzan sobre la plaza no os alcanzan? ¿Acaso hay
quien les impida que os alcancen en la plaza pero no en las
casas?» «Tampoco ahora sé responderte a eso», me contestó.
«Pues bien, ¿entonces qué?, le dije, ¿os perjudican cuando en­
tran en vuestras casas o cuando entran en vosotros mismos?»
«En nosotros mismos», respondió. 4. «¿Entonces grabáis la ins­
cripción yámbica en las puertas, cuando debíais grabarla en
vosotros mismos? ¿Y cómo, añadí, siendo Heracles uno solo,
puede habitar en tantas casas? Porque existe el riesgo de que
ello indique la necedad de la ciudad.» «¿Qué otra inscripción,
Diógenes, dijo él, se hubiera podido componer más piadosa
que ésa?» Y yo le dije: «¿Es, por cierto, totalmente necesa­
rio que haya grabada una inscripción en la puerta?». «Por su­
puesto que sí», me contestó. «Escucha, pues, ésta, le dije: “La
Pobreza habita aquí, que no entre ningún mal”.» «¡Habla pia­
dosamente, hombre, me respondió, porque eso mismo es pre­
cisamente un mal!» «Un mal, le dije yo, sois también voso­
tros y el hecho de que no aprendáis de mí. [... sino que los
bueyes de los lindios devoró316.»] «¿Es que la pobreza, ¡por
los dioses!, no es un mal?», me dijo. «¿Pero qué contiene ella
para que la llames un mal?», le dije. «El hambre, el frío y el
desprecio», contestó. 5. «Pero la pobreza no [contiene] nin­
guna de las cosas que dices, [ni siquiera el frío] ni el hambre,
puesto que muchos productos crecen en la tierra de modo na­
tural, mediante los que se curan el hambre y el frío, porque ni
siquiera los animales irracionales pasan frío, pese a estar des­
nudos.» «Pero la naturaleza hizo así a los animales irraciona­
les», replicó. «Y a los hombres la razón también los hace así,
le dije yo, pero muchos fingen no comprenderlo por blan-
denguería. Pero ahí están también como auxilios las pieles de
los animales, los vellones de las ovejas y los muros de las
grutas y las casas. Y tampoco la pobreza, por cierto, origina
el desprecio, porque es evidente que nadie despreciaba a
Arístides (el Justo) por ser pobre y era, precisamente, quien
fijaba los impuestos, ni a Sócrates, el hijo de Sofronisco.
Pues lo suyo no eran perjuicios, sino esfuerzo.» 6 . «¿Pues
qué?, le dije, ¿pero f acaso no era una virtud la pobreza,
<que> actuó sin estar en vuestras casas t , librándoos de otros
males más violentos?» «¿Qué males eran ésos?», preguntó.
«Las envidias, odios, delaciones, butrones en las paredes, in­
digestiones, cólicos y otras penosas enfermedades. Así pues,
grabad que la pobreza habita entre vosotros, y no Heracles,
puesto que vosotros, además, no teméis a los seres que Hera­
cles puede matar: las hidras, toros, leones y Cerberos. E in­
cluso a algunos los cazáis vosotros mismos. En cambio, los
que expulsa la pobreza son esos terribles males. Y con poco
gasto alimentaréis a la pobreza como vuestro guardián, mien­
tras que gastaríais mucho en Heracles.» «Pero la pobreza es
de mal agüero», replicó, «en tanto que Heracles es de buen

316 Ese texto está incompleto. M arcks piensa en la interpolación de una


frase escrita al margen, pero también cabe pensar en una cita literaria o pro­
verbial, que completaría la idea de la enseñanza de Diógenes. Más adelante
alude el texto a dos de los trabajos de Heracles, la limpieza de los establos
de Augías y la muerte de Diomedes el Tracio, que daba a comer a sus yeguas
seres humanos.
agüero». «La pobreza es de mal agüero para ti, le respondí,
pero para Augías, Diomedes el Tracio y otros lo fue Hera­
cles.» «No me convences, Diógenes, dijo, para que inscriba a
la pobreza. Así pues, busca alguna otra inscripción para con­
vencerme de que borre la de Heracles.» «Ya la he hallado, le
dije, escucha la frase: La Justicia habita aquí, que no entre
ningún mal.» «Ahora me has convencido, me dijo, pero no
borraré a Heracles, sino que agregaré la Justicia.» «Hazlo y
obrarás rectamente, le respondí, y, después de grabarlo, écha­
te a dormir, como Ulises, sin temer ya nada.» «Lo haré, me
dijo, y te quedaré reconocido ahora y para siempre, Dióge­
nes, por habernos protegido de los hombres viles.» Este asun­
to, querido Timómaco, arreglamos en Cízico.

EPÍSTOLA 37. A Mónimo 317

1. Al partir tú de Efeso, yo también emprendí la navega­


ción a Rodas, interesado en ver los Juegos de los halios. Tras
descender de la nave subí a la ciudad en dirección a la casa
de mi huésped Lacides. Pero quizá ocurrió que, al saber que
yo había desembarcado, se desvió hacia la plaza. Yo, después
de haber recorrido la ciudad, no lo hallé en ninguna parte,
pero supe, porque lo pregunté, que se hallaba en la ciudad.
Entonces me acogí contento a la hospitalidad de los dioses y
me instalé junto a ellos. Al tercer o cuarto día, aproximada­
mente, me lo encontré en la calle que conduce al campamen­
to militar, y me saludó y me invitó a acogerme a su hospita­
lidad. 2. Y yo, sin mostrarle ningún resentimiento por haberlo
hallado al cabo de tanto tiempo, le dije: «Me avergüenza de­
jar a los dioses que me acogieron, cuando al desembarcar ha­
llé cerrada tu hospitalidad. Pero, puesto que ellos no pueden
enfadarse por nada de este tipo, mientras que nosotros sí por
nuestra debilidad, pongámonos en camino. Mas antes, si te
parece bien, hagamos ejercicio subiendo, porque pienso que
no debo descuidar el cuerpo, si voy a alojarme hoy en tu casa

317 Es el cínico Mónimo de Siracusa, discípulo de Diógenes.


después de dejar a unos anfitriones superiores». «Dices bien,
Diógenes, me respondió, aunque yo no te obligo a abandonar
a los dioses.» 3. Entonces paseé subiendo hasta el campa­
mento y a continuación bajé hasta la casa de Lacides. Todo lo
tenía preparado, pero no en la medida que basta a la natura­
leza, que nosotros requerimos, sino en la de la opinión por la
que los demás se dejan vencer, puesto que había dispuestos
unos lechos muy suntuosos y frente a ellos colocadas algunas
mesas, unas de t . . . f 318, otras de madera de arce y todas lle­
nas de copas de plata. Los criados estaban de pie junto a ellas,
unos con aguamaniles y otros con otros utensilios. Y yo, al
ver eso, le dije: «Pero yo me acogí a tu hospitalidad, Lacides,
para resultar beneficiado, mas tú me lo has preparado todo
como lo harían mis enemigos. 4. Ordena, por consiguiente,
transportar esto a otro lugar y nosotros echémonos, como
hace Homero que se echen los héroes en la Ilíada, sobre una
rústica piel de buey o, como los lacedemonios, sobre un le­
cho de hojarasca, y deja así que el cuerpo se eche sobre lo
que conoce. Y que no haya aquí ni un solo criado que nos sir­
va, porque para eso nos bastarán las manos, que para ello, en
efecto, nos las proporcionó la naturaleza. Tomemos para be­
ber vasos de barro cocido sencillos y baratos, el agua de una
fuente como bebida y como alimentos el pan y las sales o el
berro de condimento. Esto es lo que aprendí a comer y a beber,
cuando fui educado por Antístenes, y no como cosas viles,
sino como superiores a las otras y que pueden encontrarse
mejor en el camino que conduce a la felicidad. Porque hemos
de erigir a ésta, precisamente, en la más valiosa de todas las
riquezas. [Para acceder a ella] se ha construido un único ca­
mino escarpado y duro en un lugar muy sólido y abrupto. 5. Este
camino, efectivamente, a duras penas podría cada uno subir­
lo desnudo, por su dificultad, y no saldría con vida si trans­
portara algo consigo o se viera apesantado por la fatiga y las
ataduras, pero ni siquiera se va en busca de nada de lo nece­
sario, sino que en el camino se toma la comida de yerba o be-

318 La palabra original no es comprensible. Se ha conjeturado «de ma­


dera de ciprés» (H ercher ) y «de mármol parió» (B ücheler y N aber ).
it o y como bebida agua fácil de conseguir [...] Y por donde

en especial se pueda caminar más fácilmente, se ha de esfor­


zar uno en comer berro, beber agua y vestirse con un ligero
manto tosco, después de haber exhibido la prueba atlética de
desvestirse sobre la tierra, y entretanto Hermes, erguido so­
bre la cúspide, hace sacudirse a los caminantes, para que no
caminen llevando ninguna impura provisión de su casa. 6 . Así
pues, yo, como me había entrenado primero con Antístenes
en la comida y la bebida, recorrí apresurado y sin aliento el
camino a la Felicidad y al alcanzar el lugar donde se hallaba
la Felicidad, le dije: “Soporté por ti, Felicidad, como un gran
mal, beber agua, comer berro y acostarme sobre la tierra”.
Y ella me respondió: “Pues yo haré, por cierto, que sin nin­
gún sufrimiento esas cosas te resulten más gratas que los bie­
nes de la riqueza, que los hombres honran más que a mí y no
advierten que crían así a su propio tirano”. Desde el mismo
momento en que oí a la Felicidad decirme esas cosas, ya no
los comí y bebí como duras pruebas, sino como placeres que
me someten a este régimen de vida y hábito, por cuya caren­
cia todo hombre que la sufra resulta perjudicado. 7. Dispon-
nos tú también, por consiguiente, cenas semejantes, imitando
a la Felicidad, que es lo más hermoso de la vida, y deja los
dones de la riqueza para los que yerran yendo fuera de esta
vía. Así pues, si te pareciera bien eso, le dije, sabe también
esto otro: festéjame siempre con convites similares y ofrece
en adelante a tus huéspedes los de este tipo, y nunca los re­
huirás cuando se presenten, sino que los buscarás si algunos
de ellos se retrasan, porque una sola persona vale más que
una afrenta». Esta conversación tuve con mi huésped Laci-
des, cuando estuve en Rodas.

EPÍSTOLA 38. A Mónimo

1. Cuando acabaron los Juegos, te fuiste dejando Olimpia,


pero yo, por ser extraordinariamente aficionado a la contem­
plación, me quedé para ver el resto de la fiesta. Me entretuve
en la plaza, donde estaba el resto de la muchedumbre, y, pa­
g an do arriba y abajo, unas veces presté atención a los ven­
dedores y otras a los rapsodos, a los filósofos o a los adivi­
nos. Y había uno que había hablado sobre la naturaleza y el
poder del sol y había convencido a todos. Entonces yo me
planté en medio de ellos y le dije: «¡Eh, filósofo! ¿Cuántos
días hace que bajaste del cielo?». Pero él no supo responder­
me y los que le rodeaban se fueron, abandonándolo. Y, al que­
darse solo, se dedicó a recoger las imágenes celestes en una
cajita. 2. Entonces me acerqué al adivino, que estaba sentado
en medio de un grupo con una corona mayor que la de Apo­
lo, el descubridor de la adivinación. Cuando estuve junto a él,
le pregunté: «¿Eres un adivino bueno o malo?». Como dijo
que bueno, yo, al tiempo que alzaba el bastón, le pregunté:
«¿Qué voy a hacer con seguridad? ¡Responde! ¿Voy a golpear­
te o no?». Dejó pasar un poco de tiempo y contestó: «No».
Entonces, riéndome, le golpeé y los que nos rodeaban chilla­
ron. «¿Por qué gritasteis?», les pregunté yo. «Recibió un gol­
pe porque demostró que era un mal adivino.» 3. Como los
que lo rodeaban se alejaron, dejándolo también, otros hom­
bres de la plaza, cuando se enteraron de lo ocurrido, deshi­
cieron sus círculos y desde entonces me siguieron. Y en mu­
chas ocasiones, cuando yo hablaba sobre la fortaleza, me
acompañaban y escuchaban y en otras muchas me los encon­
traba cuando practicaba la fortaleza o mi régimen de vida. Y
por ello unos me daban monedas, otros objetos que valían di­
nero y muchos también me invitaban a cenar, pero yo toma­
ba sólo de los hombres honestos lo que me bastaba de acuer­
do con la naturaleza, mientras que no quería nada de los
hombres viles y volvía a tomar lo de los que me estaban agra­
decidos por haberles aceptado lo de la primera vez, pero no
tomaba lo de los que no me lo agradecían. 4. Examinaba a
fondo igualmente a los que querían regalarme la harina de ce­
bada y la aceptaba de quienes se beneficiaban de mi ense­
ñanza, pero no la quería de los demás, porque pensaba que no
era noble aceptarla de quien no había recibido ningún bene­
ficio. Y no acudía a cenar a las casas de todos, sino sólo a las
de quienes necesitaban mis servicios. Había también de esos
que imitan a los reyes persas. Precisamente entré entonces en
casa de un joven muy rico y me recliné en una sala de hom­
bres toda adornada con pinturas y oro, hasta el punto de que
no había ningún lugar donde escupir. Me vino, así pues, la
mucosidad a la garganta y expectoré, pero cuando dirigí la mi­
rada a mi alrededor, como no hallé un lugar donde escupir, le
escupí al propio joven. Y cuando me lo reprochó, le dije, lla­
mándole por su nombre: «¿Me acusas a mí de lo ocurrido en
lugar de a ti, que has adornado las paredes y el suelo de la
sala y sólo te has dejado a ti mismo sin adorno, como el lu­
gar apropiado para escupir?». Él me respondió: «Lo que di­
ces alude a mi falta de formación, pero no te va a ser posible
decirlo una vez más, porque desde ahora no me alejaré de ti
ni a la distancia de un solo pie». A la mañana siguiente ya ha­
bía repartido su hacienda entre los suyos y, tomando el zurrón
y doblando el tosco manto, me siguió. Esto es lo que me su­
cedió en Olimpia después de separamos tú y yo.

EPÍSTOLA 39. A Mónimo

1. Cuídate también del traslado de tu morada de aquí. Y te


cuidarás de él cuando te ejercites en morir, es decir, en sepa­
rar el alma del cuerpo, mientras aún estás vivo. Porque creo
que esto es lo que los discípulos de Sócrates también llama­
ban muerte y es, en efecto, además una práctica de lo más fá­
cil. Filosofa y examina a fondo qué no es tal para ti, qué de
acuerdo con la naturaleza y qué de acuerdo con las conven­
ciones, puesto que sólo mediante ello se separa el alma del
cuerpo y de ningún modo mediante los demás actos, sino que
cuando se mira, se oye, se olfatea y se degusta, ella está uni­
da a él, como sujeta a una sola cabeza. Por eso ocurre que, si
no nos ejercitamos en morir, nos aguarde una penosa muerte.
El alma, efectivamente, deplora su suerte, como si perdiera a
j j i amado, y se separa con mucho dolor. Y cuando aquélla se

topa con almas de filósofos, también ésta sufre mucho en el


aje. 2 . porque se desprende para precipitarse sin guía por
. aalquier lugar hacia riscos, abismos o ríos, hasta que queda
retenida en el lugar postrero. Pues rehúyen a la muerte por-
_ae creen que el gobierno del mundo ha errado mucho en la
ia por haber cedido ante el peor, por cuya causa, como ha-
liándose bajo un gobierno de malvados, se vio obligado a co­
meter muchas injusticias. Pero cuando nos ejercitemos en la
buena práctica, la vida resulta grata, la muerte no es desa­
gradable y el viaje facilísimo. Cualquier muerte, en efecto,
que se tope con un alma semejante la guía por terrenos de fá­
cil acceso y, habiéndola tomado como a una hermosa presa,
la conduce manifiestamente junto a los jueces de los bienes
del más allá. Y a ella misma no le disgusta haber dejado el
cuerpo, porque se habría ejercitado en vivir sola. 3. Tales al­
mas obtienen una gran honra en el Hades por esa causa, por­
que no fueron amantes del cuerpo. Pues existe la creencia
de que las almas amantes del cuerpo son viles y esclavas,
mientras que las no semejantes a ellas son buenas y llevan la
cabeza alta, porque viven guiando a todos y mandando como
soberanas. Por ello acogen sólo lo justo y muy fácil y a nin­
guno de sus contrarios, a los que el cuerpo fuerza al alma a
gozar por causa del placer, que los ha configurado con la for­
ma de un pez o de algún otro animal irracional en que se han
convertido por el gobierno del peor. 4. Una vez ejercitado en
morir, es lo que te corresponderá cuando debas trasladarte de
aquí. Y en primer lugar la vida es dulce, porque vivirás libre,
mandando y sin ser mandado, breve el tiempo que estés ocu­
pado con el cuerpo [...] y ello, además, dentro de la armonía
del mundo, reinando y contemplando silenciosamente lo que
los dioses dispusieron para los hombres honestos alejados de
la vida salvaje. Pues en ésta ocurren los saqueos y las ma­
tanzas recíprocas y no por asuntos importantes ni divinos,
sino por pequeñeces y vulgaridades, y no sólo con respecto
a los humanos, sino también respecto a los seres irraciona­
les, porque el común de la gente es vil y semejante a los ani­
males irracionales, por ambicionar más beber, comer y gozar
del placer sexual.

EPISTOLA 40. De Diógenes el Perro a Alejandro

1. Ya se lo reproché a Dionisio y Pérdicas y ahora te lo


digo a ti, que creéis que gobernar es combatir con los hom­
bres. Pero difiere muchísimo, porque eso es una insensatez.
mientras que otra cosa es saber utilizar a los hombres y hacer
algo con miras a lo mejor. Así pues, piensa, en lugar de lo que
ahora intentas hacer sin saber nada, en encomendarte a un
hombre que, atendiéndote como un médico a un enfermo, te
libre de tu mucha y funesta fama actual, porque lo que bus­
cas es el modo de realizar algún mal, puesto que, ni aun que­
riéndolo, podrías hacer bien a nadie. 2. Además, gobernar y
tener bajo sí a algunos súbditos no es lo mismo que avanzar
acompañado de los peores hombres y tomar sucesivamente a
cualesquiera que te topes, porque eso no lo hacen no ya las
bestias mejores, sino ni siquiera los lobos, que son los ani­
males más dañinos y malignos y a los que tú me parece que
has superado en ignorancia. Porque a éstos les basta con ser
sólo ellos malignos, mientras que tú das además pagas a hom­
bres muy malvados y les concedes licencia para no hacer
nada sano y tú mismo tratas de hacer cosas iguales a las de
ellos y aún peores. 3. Conciénciate, por lo tanto, hombre ex­
celente, y recobra aún más el dominio de ti mismo. ¿En qué
lugar de la tierra te hallas ahora? ¿Y qué significan para ti
esas máquinas de guerra y la actividad que se les encomien­
da? Porque, sin duda, no crees que seas mejor que cualquier
otro hombre por hacer cosas de ese tipo y si no eres mejor
que nadie, ni te afanas en ellas, ¿qué crees que es lo que te
sobreviene, sino desgracia, temores y grandes peligros? Pues­
to que ignoro cómo hubieras podido caer aún en mayores in­
fortunios que los actuales. ¿Qué hombre, en efecto, que no
sea justo no sería infortunado? ¿Qué hombre malvado y vio­
lento no haría el mal y no obtendría ningún bien? ¿Y crees
que ese modo de vivir es importante y que por él corres el
riesgo de sufrir especialmente algún daño, mientras realizas
semejantes acciones? 4. ¿Y no piensas que lo que haces con
esos hombres es sobre todo conspirar, si errar es precisamen­
te lo propio de la mayoría de la gente? Es evidente que no po­
drías demostrar que, siendo de esa condición, estés tratando
con un hombre bueno, sino que al tratar con hombres simila­
res a ti mismo, que eres el primero, sufras los mayores males
y ni ahora te suceda nada bueno, ni tampoco te protejan los
muros en adelante, porque los males fácilmente los asaltan y
se deslizan al interior. Examina asimismo cómo actúan las
enfermedades, puesto que un muro no contiene la fiebre ni
tropas mercenarias el catarro, hasta el punto de que no se ha
preparado tanto cualquiera de los tiranos como el hombre que
se crea incapacitado. ¿Por qué razón, entonces, te has provis­
to de guardianes de tu salud salvo por ignorancia, para que
cuanto más la vigilen, estés en mayores males y temores?
5. ¿O crees, acaso, que los males vienen a los hombres de al­
guna otra parte que de quienes no saben lo que deberían ha­
cer? Acertadamente, por consiguiente, me parece que perte­
neces al grupo de los tiranos, porque ellos ni siquiera tienen
más juicio que los niños. Detente, pues, hombre excelente, y
si quieres conseguir algún bien, examina cómo harás algo de
lo debido. Pero esto jamás lo podrías hacer, si no te lo ense­
ña alguien. ¿Y si hiciera ir a tu lado a uno de los jueces de Ate­
nas? Pues éstos, que hacen diariaménte eso con los delincuen­
tes, creen también que ellos mismos son los mejores y se
ofrecen para que los demás hombres no tengan ni cometan nin­
gún mal. No me es lícito escribirte que tengas salud o que lo
pases bien, mientras seas de esa índole y vivas con los que son
de ese modo.

EPÍSTOLA 41. A Melesipo

No me parece que cualquiera esté capacitado en virtud


como nosotros, puesto que el propósito de muchos resulta ser
destructivo del valor. Pues tampoco el hijo de Meleto, lla­
mando a Zeus «padre de los hombres y los dioses», lo glori­
ficó, sino que lo rebajó, puesto que creemos que es difícil ser
hijos de Zeus, si hay a quienes sus progenitores renuncian por
su maldad. Sólo el perro, por lo tanto, podrá tener esa cuali­
dad, que se activa de acuerdo con la virtud319.

319 Se ignora de quién se trata. El Meleto conocido es el acusador de Só­


crates. La expresión, por otra p;irte, es un tópico religioso griego desde Homero.
EPÍSTOLA 42. A Melesipa la sabia

Se adelantó mi mano a cantar el himeneo antes de tu lle­


gada, porque sabía que la satisfacción de los placeres sexua­
les es más fácil de descubrir que la del vientre. Pues el cinis­
mo, como sabes, es la investigación de la naturaleza. Y si
algunos censuraran esta doctrina, yo seré más digno de cré­
dito elogiándola.

EPÍSTOLA 43. A los maronitas

Obrasteis correctamente al cambiar el nombre de la ciu­


dad y llamarla con el nombre de Hiparquia en lugar de Ma-
ronea, como ahora se llama, puesto que es mejor para voso­
tros recibir el nombre de Hiparquia, mujer, pero filósofa, que
de un hombre vendedor de vino, como Marón.

EPÍSTOLA 44. A Metrocles

No sólo el pan, el agua, la cama de hojarasca y el tosco


manto enseñan la prudencia y la fortaleza, sino, si cabe de­
cirlo así, también una mano de pastor. ¡Ojalá hubiera conoci­
do yo también a aquel boyero que vivió anteriormente !320
Practica, pues, también ésta donde te apremie, porque es
apropiada a la orientación de nuestro género de vida. En
cuanto a las conversaciones con las mujeres incontinentes,
que requieren mucho ocio, mándalas a paseo de muy buena
gana. Pues no es ocio pedir sólo algo como un mendigo, se­
gún Platón, sino que para el que va apresurado por el sende­
ro abreviado de la virtud, la conversación con las mujeres le
produce alegría, pero por muchos hombres particulares, que
han recibido asimismo un castigo por ese hecho, aprenderás

3:0 Una de las anécdotas vistas de Diógenes presentaba a un boyero en­


señándole a no necesitar una taza para beber, al usar para ello la concavidad
zs la mano. A este hecho podría tal vez referirse la carta, pero en contra de
i'.lo está, entre otras razones, que en tal caso la enseñanza del boyero de la
_~ecdota no sería directa, sino de oídas a través del tiempo.
a desenvolverte perfectamente entre quienes saben. Tú no te
vuelvas atrás, ni aunque por tal género de vida algunos te lla­
men perro u otra cosa peor.

EPÍSTOLA 45. A Pérdicas

Avergüénzate de las amenazas que me diriges por escri­


to, porque yo, desde luego, no estoy convencido de haber
sido peor que Erifile y haberme vendido indignamente por
oro321. Puesto que lo consideras meritorio, no te demoras en
atacarme de palabra, pero me lanzas la amenaza del escor­
pión de matarme e ignoras que, si lo hicieras, tú también lo
sufrirás a tu vez, porque hay alguien que cuida de nosotros,
que hace pagar a los que gobernaron una pena igual a la de
sus injustas acciones de esa índole. Y mientras viven, es
una pena simple, pero, cuando mueran, se convierte en dé-
cuple. Te escribo esto no porque tenga miedo de tus am e­
nazas, sino porque no quiero que por mi causa te suceda al­
gún mal.

EPÍSTOLA 46. A l sabio Platón

Desprecias mi tosco manto y zurrón, como si me fueran


penosos e insoportables y no beneficiaran en nada mi vida,
pero no haces bien. Pues son penosos e insoportables para
ti, porque aprendiste a saciarte inmoderadamente con vien­
tre de oveja en las mesas de los tiranos, pero no a adornar­
te con la virtud del alma. ¿Mas qué mayor prueba hubiera
podido ofrecer yo de haber practicado la virtud con ellos
que el hecho de no pasarme a la vida placentera, aunque me
era posible? Y considero, por cierto, que beneficio a la vida
más que todos los hombres no sólo por medio de lo que ten­
go, sino también por lo que me muestro como tal ante ellos.

321 Enfile es la princesa argiva, hermana de Adrasto, que fue sobornada


por Polinices con el collar de oro de Harmonía y luego por Tersandro con el
velo de la misma, en ambos casos para que indujera a su marido Anfiarao a
ir en las expediciones contra Tebas.
¿Pues qué enemigo guerrearía contra alguien tan autárquico
y frugal? ¿A qué rey o democracia hubieran declarado la
guerra quienes se contentan con semejantes bienes? Y,
como consecuencia de ellos, el alma se ha purificado de los
males, se mantiene apartada de la vanagloria, ha rechazado
los deseos desmedidos y ha aprendido a decir la verdad y a
desdeñar toda falsedad. Si no te convence esto, practica el
goce de los placeres y ríete de nosotros como de hombres
sin pretensiones.

EPÍSTOLA 47. A Zenón (de Citio)

No debemos casarnos ni criar hijos, puesto que nuestra


especie es débil y el m atrimonio y los hijos sobrecargan de
pesares la debilidad humana. Los que recurren, en efecto,
al matrimonio y a la crianza de hijos como a una ayuda, al
advertir después que son motivo de más disgustos, se arre­
pienten, cuando les habría sido posible evitarlo desde el
principio. El hom bre impasible, en cambio, por considerar
que es suficiente lo propio suyo para su capacidad de re­
sistencia, rehuye el matrimonio y el nacim iento de hijos.
•<¡Pero la vida quedará desierta de hombres! Porque, dirás,
de dónde vendrá la sucesión?» ¡Ojalá, por cierto, que la
blandura abandonara la vida por habernos convertido a to­
dos en sabios! Mas actualm ente sólo el que sea persuadido
por nosotros se retraerá, posiblemente, pero la vida en su
conjunto seguirá engendrando hijos sin dejarse persuadir.
Y si la especie humana desapareciera, ¿acaso merecería la­
mentarse tanto como si desapareciera la generación de las
moscas o de las avispas? Pues aquellas palabras son pro­
pias de los que no han exam inado la naturaleza de los se­
res vivos.

EPÍSTOLA 48. A Reso

Frínico de Larisa, después de habernos escuchado, añora


. ntemplar a Argos, la criadora de caballos. El te va a nece-
:ar. porque no es un filósofo destacado.
EPÍSTOLA 49. A Arueca

El Perro a Arueca: conócete a ti mismo, porque así obra­


rías bien y si acaso tienes alguna enfermedad del alma, como
la insensatez, toma un médico de ella, rogando a los dioses
para que no tomes a quien no parezca serlo y hagas lo con­
trario. No te demores tanto, porque el vino ya lo tienes guar­
dado, pero t si te abandonas, se estropeará t . Mas si obras
así, serás un amigo muy valioso no sólo mío, sino de todos
los demás. Te deseo que tengas salud y lo pases bien sin des­
cuidar lo que te he escrito.

EPÍSTOLA 50. A Cármides

Tu discípulo Euremón se ha extendido planteándome so­


fismas y enigmas de lo más artificioso. Pero yo no pienso que
se honre a la virtud con ellos, que se asemejan a cajas de me­
dicinas vacías y difíciles de abrir, sino con el género de vida,
que conviene mostrar al desnudo a los que uno se tope. Pre­
cisamente, el noble y sabio Euremón, después de esas peno­
sas y artificiosas investigaciones, ha luchado al pancracio y ni
siquiera desnudo contra su padre sólo por los bienes mater­
nos. Y unos hombres vulgares, que se encontraban allí, tu­
vieron que poner fin a la lucha del sabio. Era preciso, por lo
tanto, que o desde el principio no le rondara siquiera el deseo
de riquezas, que es la causa de todo vicio, si había sido edu­
cado en la virtud, o si no que no <participara> de la muy ve­
nerable filosofía, de la que es propio eliminar las pasiones en
su totalidad. Los atenienses, que han filosofado con vosotros,
se asemejan a los que proclaman que curan a otros de lo que
no han podido curarse a sí mismos.

EPÍSTOLA 51. A Epiménides

. . . | <Antes que> soportar <el esfuerzo> por la virtud f


te quedarías en casa saciando el vientre y acicalando el
cuerpecillo. Pues, aunque he oído que proclamas la virtud,
el hecho no me pareció nada sorprendente, porque, según
dijo Simónides (de Ceos), «es difícil ser bueno, pero fácil
proclamarlo»322.

L a o b r a c í n i c a (? ) a n ó n i m a E l m orral y l o s d is c íp u lo s
d e D ió g e n e s

Introducción

Antífanes, el autor de la Comedia Media (392-320 a.C.),


contemporáneo de Diógenes, según una referencia de Ateneo
mencionaría una obra cínica anónima, aparentemente acopla­
da a sus versos, El morral (o zurrón). Seguramente se trata de
un posible texto versificado al estilo de una canción, en el que
se resaltan los ingredientes característicos de la cena cínica
habitual. Aparece, sin embargo, por primera vez un dato ex­
cepcional en ella con respecto a las normas de vida impuestas
por el cinismo o, al menos, por su máximo representante de
esta primera etapa de la escuela, seguidas por las grandes in­
dividualidades posteriores, como es la mención de la bebida
de los personajes cínicos de vino del tipo corriente, o peleón, de
las tabernas en lugar de la de agua. Si bien se sugiere que lo
beben en una modesta medida, a juzgar por la salsera o vina­
grera que utilizan para ello, puesto que es una vasija poco
apropiada por su tamaño y forma para permitir un trago nor­
mal y menos grande. Este retrato de grupo, por lo tanto, so­
brentendiendo posiblemente un cierto tono crítico y paródico
subyacente por tratarse de la referencia de un comediógrafo,
correspondería a la vida del cínico corriente divulgador y ca­
llejero. Pues tal interpretación es más probable que la de que
se trate de una mera ficción con una falsa caracterización,
aunque esta segunda podría justificar muy bien la burlona alu­
sión crítica al supuesto empleo del vino en sustitución del
condimento más apropiado para la comida que debía contener
el recipiente. La obra sería un buen testimonio de la pronta

22 Los versos de esa canción de Simónides de Ceos se nos han trans-


Tiitido en Platón, Protágoras 339 a - 346 d.

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