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Una de las rebeliones que sacudió a la España de fines del medioevo fue la que
aconteció en el reino de Castilla en 1520. Después de la unificación de los reinos de
Castilla y Aragón por los reyes católicos en 1492, se acrecientan las contradicciones
entre las ciudades medievales (Ayuntamientos), las cuales -a través de las Cortes-
buscaban mantener sus privilegios y libertades en contra de los intentos de
centralización política de los reyes. Muerta la reina Isabel de Castilla en 1504 se
acrecienta la crisis económica en Castilla, malas cosechas, cobro de más impuestos,
generando malestar en los sectores populares. El trono de Castilla es incierto, hasta que
el hijo de Juana La Loca, Carlos I de Hasburgo, es proclamado rey de Castilla en medio
de la oposición de un sector de la nobleza castellana y de las ciudades, sobre todo de
Toledo, Segovia y Valladolid; quienes advertían de los intentos imperiales y absolutistas
del nuevo rey.
Los comuneros llamaron a las armas, la batalla fue cruenta, tomaron la fortaleza de
Torrelobatón, siendo su mayor victoria. Las tropas imperiales, contando con el apoyo de
la alta nobleza, así como las ciudades de Andalucía, Granada y Jaén, lograron contener
el avance de los insurrectos, hasta la batalla de Villalar (1521), en donde a sangre y
fuego y aprovechándose de las divisiones internas entre los rebeldes, pusieron fin a la
insurrección. Los líderes de los comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado fueron
decapitados como escarmiento. Toledo aún prosiguió la rebelión bajo la dirección de
María Pacheco, hasta su derrota definitiva en 1522.
Esta rebelión reflejó la lucha entre las ciudades, la baja nobleza y el sector popular
castellano contra los intentos de centralización absolutista e imperial del rey Carlos I o
V. Es pues, una lucha entre la vieja España medieval y gremialista contra el moderno
absolutismo impuesta por los Habsburgo, que hizo de España un poderoso imperio
feudal.