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“Me gustan los vestidos cómodos para montar a caballo, soportar las fatigas de
una campaña y visitar los campamentos, los cuarteles y las naves peruanas”, decía
Francisca Zubiaga de Gamarra al conocer a su contemporánea Flora Tristán, en
1834.1 Y acotaba, “son los únicos que me convienen”; como explicando el elegante
vestido con el que recibe a Flora Tristán, en el navío que la conduciría a su exilio
en Chile. Francisca Zubiaga, derrotada y con la salud quebrantada, había cedido a
los ruegos de su hermana y la complacía, al igual que a su madre y a su familia, al
vestir un hermoso traje de gros de seda de la India, de color naranja ave del paraíso,
con bordados en hilos de seda blanca. Complementaban el traje, medias de seda,
zapatos de raso blanco, pendientes de diamante, un fino collar de perlas, múltiples
sortijas y un chal de crespón de China color rojo punzó, con bordados en blanco,
el más hermoso que Flora Tristán hubiese visto en Lima (Tristán, 1838/2003). El
contraste entre este hermoso vestido que adorna la derrota de Francisca Zubiaga
y su predilección por la comodidad de los trajes de campaña, convertidos en
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Esta investigación ha sido posible gracias al apoyo de la Dirección de Gestión de la Investigación
de la Pontificia Universidad Católica del Perú (CAP-2019 Proy. 701). El intercambio de ideas
con Claudia Rosas y sus sugerencias fueron claves para enriquecer este texto y llevarlo a su
forma final. Mi agradecimiento a Natalia Majluf y Natalia Sobrevilla por sus recomendaciones a
versiones previas de esta investigación; también a Ada Arrieta y al personal del Archivo Histórico
del Instituto Riva-Agüero por toda su ayuda, especialmente en estos tiempos de pandemia. De
manera especial a Ilse de Ycaza por su asistencia de investigación a lo largo de este proyecto y a
Norberto Barreto por inspirar y apoyar mi trabajo, siempre.
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emblemas de su triunfo, nos hablan del poder simbólico de los uniformes mili-
tares y de su uso por algunas pocas mujeres, a inicios del siglo XIX.
Este estudio, que forma parte de una investigación más amplia sobre el uso
del uniforme militar, se concentra en las primeras décadas del periodo republi-
cano, aquellas en las que el militarismo ejerce un importante predominio en el
gobierno del país (Sobrevilla, 2019; McEvoy y Rabinovich, 2018; Ricketts, 2017;
McFarlane, 2014; entre otros). Para Basadre, los veteranos de las guerras de inde-
pendencia conformaron una clase militar que eran el fruto social más relevante
de la emancipación. Desde el ascenso de las milicias borbónicas, los militares
lograron mantener su función social durante las convulsas décadas iniciales de
la república e incluso consolidaron su poder, mientras que otros sectores sociales
como la nobleza y la burocracia virreinal, enfrentaban su disolución. La carrera
militar se convirtió en una importante vía de ascenso social para indígenas y
castas, y sobre todo, como muchos autores han señalado, en el medio más seguro
de acceso al poder político (Ricketts, 2017; Kuethe y Marchena, 2005). Durante
las primeras décadas de la república, los militares dominaron el Estado y una
buena parte de los cargos públicos importantes, como ministros y prefectos,
fueron también ocupados por “hombres de uniforme” (Sobrevilla, 2012b). Es en
este contexto que el traje militar adquiere un importante valor como símbolo de
poder. Las mujeres no son ajenas a este poder simbólico y en ocasiones hacen suyo
el traje militar como una expresión visible de su liderazgo en batalla. Desafiando
las convenciones sociales de la época, las historias de Manuela Sáenz y Francisca
Zubiaga nos permiten ilustrar la profunda disrupción social que supone a inicios
del siglo XIX el uso femenino del traje militar.
James Thorne, así como en relación a una supuesta virilidad expresada en el uso
del uniforme militar (Murray, 2008; Lynch, 2006).
Manuela deja su natal Quito en 1817 para casarse en un matrimonio acor-
dado por su padre con James Thorne, un exitoso comerciante inglés. Apasionada,
atractiva, de espíritu libre y personalidad extravagante, Manuela se convirtió
pronto en una reconocida figura de la sociedad limeña, mientras que su interés
en la política se volcaba a favor de la causa independentista. En 1822, conver-
tida en una fervorosa patriota y reconocida como “caballeriza de la Orden del
Sol” por sus contribuciones a la causa, Manuela Sáenz abandona a su esposo y
decide retornar a Quito para reclamar su herencia materna. Conoce ese mismo
año a Bolívar. De acuerdo a la leyenda recogida por múltiples historiadores, la
belleza de Sáenz cautivó por primera vez la atención de Bolívar al arrojarle ella
una corona de laureles, al pasar por su balcón en su ingreso triunfante a la ciudad
de Quito (Murray, 2007). Esta anécdota resulta importante, ya que la tradición ha
recogido una similar con Francisca Zubiaga de Gamarra, como el origen de las
diferencias entre Agustín Gamarra y Simón Bolívar, que veremos más adelante.
Manuela será presentada formalmente durante un baile privado en honor
del Libertador, en casa de la prestigiosa familia Larrea. Convertido en el evento
social más importante del año, durante esa noche, Sáenz (una mujer casada)
y Bolívar, serán inseparables, generando un sinnúmero de comentarios por la
naturaleza ilícita de la relación (Murray, 2008, p. 30). A partir de aquí, se inicia
entre ellos una profusa correspondencia que acompañará a Bolívar desde Pasto
hasta Lima. Bolívar llega a esta última ciudad el 1.º de septiembre de 1823,
mientras que Manuela Sáenz regresa a Lima muy poco después y se instala en
La Magdalena, en el cuartel general de Bolívar. Pronto Manuela se convertirá
en su archivista, una posición bastante inusual para una mujer que además se
convierte en parte de su séquito permanente (Murray, 2008, 2007). La relación
entre Bolívar y Sáenz desafía las convenciones sociales limeñas, tanto por tratarse
de una abierta relación extramarital, como por el desafío de Manuela a los roles
de género que supone su protagonismo político y su apropiación del traje militar.
Con ello, se crea una leyenda que le sobrevive hasta la actualidad y en la cual
resulta sumamente complejo distinguir a Manuela Sáenz como sujeto histórico,
del mito recreado (aún en el presente) por sucesivas representaciones literarias
de su apasionada relación con Bolívar. En ello, resaltamos la labor de Pamela S.
Murray, Claudia Rosas (2021, en prensa), Natalia Sobrevilla (2009), Sara Cham-
bers (2001) y otras historiadoras, que han logrado des-romantizar a Manuela
Sáenz a partir de una exhaustiva investigación documental, que busca revertir la
invisibilización de sus esfuerzos políticos y liberarla del mito que la convierte en
un personaje romántico sujeto al escrutinio y a la condena moral (Lynch, 2006,
pp. 180, 230, 240-248; Murray, 2008, pp. 30-49; Murray, 2007, pp. 297-301).
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Y tu monja alférez
con audaz lisura
y una vil bravura
de apariencia cruel.
Borrón de mujeres
del género atroz
del común de Dios
dechado más fiel.
Con gentil deshonra
a la plaza entraste
y te presentaste
cual sierpe infernal
perseguiste la honra
de la ley sagrada,
cobarde impiadada,
hiciste el mal
atroz fusilando
un noble extranjero
/que en la lid guerrero
defendió la ley.
[…]Pérfida ramera
de fiereza activa,
serrana lasciva
de impiedad natal.
(Basadre, 1929-1930/2002, pp. 275-276)
Vestida de libertad: mujeres en traje militar durante la República temprana / 191