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Las mujeres en la formación de la República peruana (pag.

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Estas mujeres no solo participaron en la independencia, sino también en las guerras


civiles que se dieron a lo largo del siglo XIX e incluso, en la Guerra del Pacífico
(1879-1884). Dentro de los estudios que abordan el papel de la mujer en esta
guerra, se encuentran los que rescatan el papel de las rabonas como componente
fundamental del esfuerzo bélico (Villavicencio, 1985, pp. 147-158). Elvira García y
García escribió la historia de una heroína anónima de la batalla de San Francisco,
Dolores, que ante la muerte de su esposo, un sargento, tomó el mando.

Del mismo modo, Villavicencio rescata el papel de la servidumbre femenina en la


resistencia y el espionaje, al cumplir tareas clandestinas ordenadas por sus
patronas. Por ejemplo, Gregoria Láinez, servidora de doña Antonia Moreno de
Cáceres, que escondía rifles en su ropa y municiones en sus legumbres y los
trasladaba disimuladamente en presencia de los chilenos. También rescata el papel
de Clara Enríquez de Pobleda, sirviente de la familia Inclán, que asistió a hombres
de esa familia en Arica y rescató la bandera del Estado Mayor.

Asimismo, las mujeres, sobre todo de clase alta, se organizaron para resistir y
hostilizar la ocupación chilena. Doña Antonia Moreno de Cáceres dirigió el Comité
de Resistencia de Lima, el cual organizó un arsenal de armas en el Teatro Politeama
y envió víveres, armas y medicinas. Asimismo, fue intermediaria diplomática entre
su esposo y otros jefes militares. Al igual que ella, destacaron otras mujeres como
Rosita Elías, Clara Lizárraga, Laura Rodríguez de Corbacho, entre otras, quienes
también pudieron obtener salvoconductos y salvar a prisioneros peruanos.

Estas mujeres de sociedad financiaron la guerra, ayudaron a las familias de


sectores populares, formaron hospitales de sangre y ambulancias donde Claudia
Rosas Lauro atendía heridos de la guerra, pero sin distinguir nacionalidades. De la
misma manera, otras acciones que realizaron fue la Gran Colecta para la Guerra,
una rifa pro fondos para los damnificados.2 Sin embargo, se puede considerar como
la más grande rabona a Antonia Moreno de Cáceres también llamada Mamay
Grande, la cual tenía un carácter recio, valiente y decidido (Leonardini, 2014b, pp.
177-195). Ella va escribiendo un relato bélico durante la guerra que vive al lado de
su esposo, el general Andrés Avelino Cáceres, líder militar de la campaña de La
Breña (Solarte, 2018, pp. 50-66).

El origen de la expresión “rabona” es particular. Algunos lo atribuyen al hecho de


que ellas iban en la retaguardia de la tropa. Sin embargo, parece que su significado
se relaciona con que, al inicio, estas mozas no eran bien consideradas, por lo que
se les castigaba cortándo el cabello o la trenza. Como al caballo sin cola se le
llamaba rabón, se dio el nombre de rabonas para identificar a estas mujeres con las
trenzas cortadas (Majluf y Burke, 2006).
En las representaciones que tenemos de estos personajes singulares, se combina la
estigmatización y la diatriba al lado de la admiración y el elogio, aunque pesó más lo
primero que lo segundo. Por ello, Barbara Photthast (2010, p. 162) las clasifica
como heroínas olvidadas, porque no eran adecuadas para ser representadas como
figuras identificadoras al pertenecer a los estratos más bajos de la sociedad.

No tenemos registro de cuántas mujeres se movilizaron, ni sus nombres. La tropa


de rabonas solía marchar a retaguardia, pero cuando el ejército iba a acampar, se
podían adelantar unas horas con el fin de ubicar el lugar adecuado para establecer
el campamento y conseguir los alimentos que aseguran la subsistencia de la tropa.

Ellas llevaban en sus espaldas, en un enorme rebozo de Mujeres en los campos de


batalla / 151 bayeta anudado sobre el pecho, comida, ropa, utensilios de cocina, la
fajina para prender el fuego y medicinas para atender a sus maridos o parientes
masculinos movilizados para la guerra. Incluso, llevaban a cuestas a sus pequeños
hijos e hijas. Los niños que nacían y se criaban en el transcurso de las campañas
militares, podían convertirse en tamborilleros o adoptar otras funciones necesarias.
Entonces, las tareas que las mujeres realizaban en el hogar, se trasladaban al
campamento militar. Por eso, generalmente, no recibían ninguna paga.

Si bien en general, las rabonas no recibían un salario, a lo largo del tiempo parece
que se estableció que recibieron algo y se les consideró en una lista en que se
señalaba su nombre y a qué soldado “pertenecía”. Según el historiador Alberto
Tauro del Pino, tanto en el bando realista como en el patriota, las necesidades
logísticas de la infantería, al emprender largos recorridos en las campañas militares
de la independencia, creó la necesidad de concederle al soldado el derecho a una
rabona o mujer de compañía, capaz de atender sus necesidades. A veces, era más
de una. De esta manera, los servicios auxiliares eran menos costosos y solo se
destinaban a los oficiales (Tauro del Pino, 2001, p. 2201).

Hay que considerar que las rabonas marchaban no solo con la infantería de un
ejército regular, sino también y sobre todo con las guerrillas o montoneras, que
desarrollaban un tipo de guerra a través de la lucha de grupos pequeños de un
ejército regular o por partidas de civiles armados. Su objetivo era agotar a un
enemigo muy superior en hombres y armas, mediante ataques sorpresivos y
evitando confrontaciones decisivas. Para ello, debían conttar con el apoyo de la
población local y el conocimiento del territorio. La participación femenina era común
en ellas. La perspectiva de los jefes militares sobre las rabonas era ambigua y hasta
contradictoria. Por un lado, pensaban que eran necesarias para la tropa, no solo
para atender las necesidades básicas del soldado en campaña, sino también para
evitar la deserción y desmoralización. Incluso, hay visiones más románticas que las
presentan como el complemento necesario del soldado, sin el cual no tendría valor y
valentía para ir al combate. En esta misma línea, las rabonas aparecen descritas en
los textos de literatura costumbrista y de los viajeros de la época. Por otra parte,
eran vistas como un problema por los dirigentes militares debido a que era un grupo
numeroso, aumentaban el consumo de los movilizados y eran como una plaga de
langostas por los pueblos donde pasaban. La metáfora de la plaga de langostas fue
empleada en diversas descripciones de la época, así como la de leonas que se
baten con furia para conseguir lo necesario para Las mujeres indígenas hacían esto
por su propia voluntad porque acompañaban a sus esposo, pareja o parientes
hombres a la guerra, pero también las había que eran instadas a hacerlo por sus
parientes masculinos. alimentar a la tropa.

Francisca Zubiaga y Bernales o Doña Pancha Zubiaga, “La Mariscala”, (Cusco,


1803–Valparaíso, 1835), figura emblemática que fue partícipe del espacio político
del Perú en lo que sería la fundación de su república, representa uno de los rostros
femeninos más importantes de nuestra historia nacional. Sin embargo, pese a su
relevancia dentro de la escena pública del país, que comenzaba a consolidar su
independencia, la historia canónica la ha mantenido marginada de las 166 / Claudia
Nuñez Flores narrativas centrales de este periodo; la mayoría de trabajos
académicos relacionados se remite a algunos escasos datos biográficos que,
generalmente, no recaen en fuentes documentales. En otros casos, la figura de
Zubiaga se presenta como un simple anexo diluido en la biografía de su esposo, el
caudillo cusqueño Agustín Gamarra1 ; pero nunca de manera articulada al primer
gobierno gamarrista, omitiendo —exprofeso— el importante peso y participación que
tuvo Zubiaga en las decisiones políticas de la época, y perdiendo la valiosa
oportunidad de entender la agencia femenina en un periodo dominado por una
aplastante virilidad académica. El trato histórico a Zubiaga no se restringe
únicamente a ella; sino, por el contrario, parece corresponder a una marca sobre las
mujeres que han sobrevivido a la vorágine masculina de la historia. Esta
supervivencia histórica femenina, en el caso específico de la independencia e inicios
de la república latinoamericana, se impone, sustancialmente, mediante la
asociación, como una suerte de anclaje, a alguna figura masculina (comúnmente el
esposo, padre, hijo o hermano). La subordinación histórica de figuras como Manuela
Sáenz, Josefa Joaquina Sánchez, Juana Azurduy, María Águeda Gallardo Guerrero,
Rosa Campusano Cornejo, entre tantas otras, cuyos roles han sido invisibilizados
frente a los de sus pares masculinos, se debe, en buena parte, a la incomodidad
académica que representan sus presencias para el estricto canon con el que se ha
narrado este periodo. Si bien las mujeres hemos resistido, a pesar de todo, al
sometimiento del patrón masculino de la sociedad (Beard, 2018, p. 58), esta
tenacidad ha sido respondida con un trato caricaturizado de nuestro rol histórico.
Así, vemos cómo Francisca Zubiaga y Bernales es presentada en las fuentes
tradicionales como un personaje liminar, una suerte de leyenda negra de la historia,
que se debate entre “la esposa abnegada y fiel” y la “marimacho hambrienta de
poder”.

Claudia Rosas (Ed.). Mujeres de armas tomar. La participación femenina en las


guerras del Perú republicano. Lima, Ministerio de Defensa, 336 p.

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