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El conflicto bélico por la soberanía de las Islas Malvinas generó muy diversas
reacciones. Mientras se desarrollaba, algunos medios de comunicación reflejaban una imagen
victoriosa de lo que ocurría en el Sur de nuestro país. La Literatura, en tanto, actuaba en otro
sentido. La novela Los Pichiciegos de Rodolfo Fogwill fue escrita en el mismo 1982. Cuenta la
historia de un grupo de soldados que, durante el conflicto bélico, desertan de las tropas
argentinas y pasan a vivir (a sobrevivir) clandestinamente en un refugio subterráneo. En este
pasaje se explica el porqué del nombre:
-¡Con qué ganas me comería un pichiciego! -dijo el santiagueño. Y a todos les produjo risa
porque nadie sabía qué era un pichiciego.
-El pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura -una caparazó-
y no ve. Anda de noche. Vos lo agarras, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda
pataleando panza arriba.
- Oigan, ¡se están tirando con todo! Y entonces callaron unos instantes para oír las bombas y se
ordenó la discusión.
- El sargento le puso -dijo Viterbo- porque este pelotudo también creía que íbamos a ganar...
Y haciendo cuentas, se veía raro que siendo que en el país la mayoría de la gente es porteña,
allí la mayoría era de provincias. Entre los pichis, casi todos eran de provincia, y lo mismo entre
los soldados, todos provincianos. El tucumano jodía a los forros diciendo que los del comando
habían elegido mayoría de “cabezas negras” porque el porteño no sabía pelear... Pero pelear,
pelear, en realidad, nadie sabía. El Ejército toma soldados buenos, les enseña más o menos a
tirar, a correr, a limpiar el equipo, y con suerte les enseña a clavar bien la bayoneta, y viene la
guerra y te enterás de que se pelea de noche, con radios, radar, miras infrarrojas y en el oscuro
y que lo único que vos sabés hacer bien, que es correr, no se puede llevar a la práctica porque
atrás tuyo, los de tu propio regimiento habían estado colocando minas a medida que
avanzabas. Y las minas son lo peor que hay
¡Mamá! No hubo pichi al que no se oyera alguna vez decir “mamá” o “mamita”. Despiertos, o
dormidos, todos lo dijeron alguna vez. Uno salía al frío, sentía el golpe del frío contra la cara o
en la garganta o en la espalda al respirar y le salía “mamita” o “mamá” de puro miedo al frío.
Otro volvía, pasaba al calor, y le salía “mamá” de sólo pensar que al rato se le iba a ir él dolor
de los huesos que le había colocado él frío. Alguno habrá pensado en la madre “o todos” pero
cuando decían “mamá” o “mamita”, despiertos o dormidos, no habrían estado pensando en la
propia madre de ellos. Era la palabra madre nomás. Si hubo uno “alguno habría” criado
guacho, sin madre, igual se le escapaba la palabra, o andaría soñando la palabra mamá. Mamá
de frío, de contento, mamá de calor, de sueño, o mamá de cansancio o de descanso grande,
como cuando uno se llegaba al calor, se quitaba el gabán y le convidaban un vaso grande de
Tres Plumas y medio se mamaba.
Uno de los textos escritos después de terminada la guerra es el el cuento “La soberanía
nacional” de Rodrigo Fresán. Ahí se relatan las historias de tres soldados argentinos: La
primera es la de Alejo, de familia mitad inglesa, quien se topa con un gurka (los gurkas eran
unos soldados ingleses) con quien tiene un curioso encuentro ya que ambos quieren ser
voluntariamente prisioneros del otro. Finalmente, el gurka “se inclinó para agarrar el fusil y
dármelo y entonces el fusil se disparó, claro”, y así, por accidente, muere el gurka. La segunda
de las historias también es, como mínimo, curiosa. En boca del propio protagonista:
Me vi como un dios. Con un uniforme digno de un dios. Todas mis balas encontraban su blanco
y la muerte del enemigo era algo hermoso para ellos porque no era su muerte, porque su
muerte pasaba a ser parte de mi vida y de mi gloria. Yo los miraba caer y los sentía morir,
orgulloso como un padre porque todos ellos habían nacido para que yo los matara. Habían
nacido tan lejos y habían llegado hasta el fin del mundo para que, en el último acto de sus
existencias, yo les regalara el verdadero sentido de sus vidas. Me desperté excitado y me
masturbé pensando en si ya los habrán encontrado. Hijos de puta. Ni tiempo de vestirse
tuvieron. Cerré la puerta de ese departamentito de mierda y de ahí al cuartel y del cuartel a los
aviones. Me dio lástima tirar el revólver. Era de mi abuelo. La lluvia golpea contra los costados
de las bolsas de arena. El pozo se está llenando de agua. Desperté a varios pero no me hicieron
caso. Siguen durmiendo, mojados, como esos pescados pudriéndose en el barro. Fui a avisarle
al sargento Rendido. Me dijo que no le hinchara las pelotas, que mañana lo arreglamos, que
me vaya a dormir. Estoy fuera de la cueva, cubriéndome con el capote, los ojos cerrados.
Quería volver a meterme en mi sueño de la Gran Batalla. Sueño con la Gran Batalla desde que
tengo memoria, desde los cinco años más o menos. Antes soñaba con una Gran Batalla
diferente. Con otros uniformes. Como en las series de televisión y en las películas. Mis
compañeros tenían nombres extranjeros y la verdad que eso me molestaba un poco, por más
que fueran mejores soldados que los de acá. Pero pienso que el cambio me conviene. Soy el
mejor; ayer nos pasó un coronel y me puso como ejemplo. Mi uniforme está impecable. Está
mejor que cuando me lo dieron.
Otro texto que nos sirve para seguir pensando en la figura de los veteranos y caidos en
Malvinas es la canción que se creó y se hizo popular durante el mundial: “Muchachos”.
En Argentina nací
No te lo puedo explicar
Porque no vas a entender
Porque en el Maracaná
Muchachos
Y al Diego
Alentándolo a Lionel