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INDICE
EL PAÍS ECONOMÍA SOCIEDAD LA VENTANA EL MUNDO ESPECTACULOS DEPORTES PSICOLOGÍA VERANO12 CONTRATAPA PIRULO DE TAPA
Por Juan Forn
E S C RIBEN HOY
Por esas casualidades de la vida, yo leí Desayuno en Tiffany’s sin haber Adrián Melo
Alejandra Dandan
visto antes la película. Ya en aquellos años de cinco canales, previos al Alejandra Varela
Bea Suárez
Beatriz
Vignoli
Cecilia Hopkins
Claudia
cable, la pasaban seguido por la televisión, pero yo no la pesqué nunca, y la
Cesaroni
Claudia Vásquez Haro
edición en que leí el libro (que tengo hasta el día de hoy) era uno de esos Claudio Socolsky
Cristina Civale
Dani
Libro Amigo de Bruguera que salían quincenalmente en quioscos, tapa dura, Umpi
Daniel Gigena
Daniel Riera
enteramente tipográfica, sólo traían el título y el nombre del autor en toscas Darío Pignotti
Diego Brodersen
Diego
letras negras, sin ilustración ni foto de ninguna especie, así que debo de Martínez
Edgardo Pérez Castillo
Eduardo G. Fernández
Ezequiel Boetti
haber sido el único en el mundo en esa época (principios de 1981, según mis
Federico Kucher
Flor Monfort
Franco
cálculos) que no vio la hermosa cara de Audrey Hepburn cuando Truman Torchia
Gabriela Cabezón Cámara
Capote hacía entrar en escena en su novela a la irrepetible Holly Golightly. Guadalupe Treibel
Gustavo Veiga
Ilse
Fuskova
Inés Ulanovsky
Irina Hauser
Para mí, Holly era rubia. Capote lo decía bien claro en el libro: “La Javier Simone
Jorge Auat
Juan Forn
mezcolanza de colores de su pelo de muchacho, los leonados mechones Juan Pablo Cinelli
Laura Rosso
Leonel
que iban del albino al dorado captaban toda la luz del rellano. A pesar de su Lenga
Lorena Panzerini
Luciana
Peker
Lía Ghara
Mariana Winocur
exquisita flacura tenía el aire saludable de los cereales del desayuno, esa
Marina Yuszczuk
Marisa Avigliano
frescura limpia que huele a limón. Le calculé entre dieciséis y treinta años; Miguel Hein
Nicolás Lantos
Paula
resultó que estaba a dos meses de cumplir los diecinueve”. Jiménez España
Raúl Dellatorre
Vicente Battista
Washington Uranga
Yo ya era un grandulón de veintiún años cuando leí Desayuno en Tiffany’s,
pero me caía en las manos una novela con un buen personaje femenino y
me enamoraba como un preadolescente. Trabajaba de cadete en Emecé y
pateaba las calles de Buenos Aires con una pregunta constante en mi
cabeza: ¿encontraría a La Maga? Confieso que siempre me gustaron más
las morochas que las rubias, pero cuando leí Desayuno en Tiffany’s, cuando
llegué en estado de enamoramiento terminal a la última página del libro, a
esa postal que Holly le manda a Truman, garabateada en lápiz y firmada con
un beso de rouge (“Brasil salvaje pero Buenos Aires mejor: no es Tiffany’s
pero casi. Unida por la cadera a un señor divino. Buscando lugar dónde vivir.
Señor tiene esposa y siete hijos. Haré saber dirección adonde escribirme
cuando la sepa”), empecé a buscar como un poseso a Holly Golightly en
todas las rubias que me pasaban cerca por la calle, para no hablar de mis
febriles ensoñaciones nocturnas.
En esa época las agencias literarias mandaban una o dos veces al mes a las
editoriales pilas de novelas en inglés y francés, de las cuales se
seleccionaba cuáles traducir. Cada libro venía con un dossier de críticas
fotocopiado donde a veces se colaba algún reportaje al autor. Yo husmeaba
en todos los paquetes que llegaban y cuando encontraba algo tentador lo
pedía para hacer el informe de lectura (Emecé tenía un comité de lectores,
que era el primer filtro antes de que los jefazos decidieran qué libro traducir).
En uno de esos paquetes llegó un día Música para camaleones, el nuevo
libro de Capote. El ejemplar debía partir directo al traductor porque el libro ya
venía contratado, pero a mí me dio tanta bronca la urgencia que, cuando fui
a entregarlo, me hice el distraído y me guardé el abultado dossier de prensa,
que devoré en una noche y al día siguiente bien temprano dejé
convenientemente olvidado en el escritorio de una de las secretarias.
Warhol había mandado ilustrar la nota en la revista con una vieja foto de
Marilyn y Truman bailando, que al principio me pareció de una malignidad
inexplicable y después, a medida que leía la nota, se me fue haciendo más y
más elocuente: ella espléndida en curvilíneo traje de noche negro, él enano,
sudoroso, con anteojos e imperdonable traje gris, siguiendo el paso con
torpeza, sin saber siquiera cómo sostenerle la mano. Ahí están
incuestionablemente Holly y su creador, aunque para el resto del mundo sea
inseparable el nombre Holly Golightly de la cara de Audrey Hepburn, y su
melenita recogida, y el collar de perlas, el vestidito negro y la boquilla larga
de la que humea lánguido un cigarrillo.
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