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Viernes, 5 de febrero de 2016

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Descansa en paz, Holly G Descansa en paz, Holly G

Por Juan Forn

 Por Juan Forn
E S C RIBEN HOY
Por esas casualidades de la vida, yo leí Desayuno en Tiffany’s sin haber Adrián Melo 
Alejandra Dandan 
visto antes la película. Ya en aquellos años de cinco canales, previos al Alejandra Varela 
Bea Suárez 
Beatriz
Vignoli 
Cecilia Hopkins 
Claudia
cable, la pasaban seguido por la televisión, pero yo no la pesqué nunca, y la
Cesaroni 
Claudia Vásquez Haro 
edición en que leí el libro (que tengo hasta el día de hoy) era uno de esos Claudio Socolsky 
Cristina Civale 
Dani
Libro Amigo de Bruguera que salían quincenalmente en quioscos, tapa dura, Umpi 
Daniel Gigena 
Daniel Riera 
enteramente tipográfica, sólo traían el título y el nombre del autor en toscas Darío Pignotti 
Diego Brodersen 
Diego
letras negras, sin ilustración ni foto de ninguna especie, así que debo de Martínez 
Edgardo Pérez Castillo 
Eduardo G. Fernández 
Ezequiel Boetti 
haber sido el único en el mundo en esa época (principios de 1981, según mis
Federico Kucher 
Flor Monfort 
Franco
cálculos) que no vio la hermosa cara de Audrey Hepburn cuando Truman Torchia 
Gabriela Cabezón Cámara 
Capote hacía entrar en escena en su novela a la irrepetible Holly Golightly. Guadalupe Treibel 
Gustavo Veiga 
Ilse
Fuskova 
Inés Ulanovsky 
Irina Hauser 
Para mí, Holly era rubia. Capote lo decía bien claro en el libro: “La Javier Simone 
Jorge Auat 
Juan Forn 
mezcolanza de colores de su pelo de muchacho, los leonados mechones Juan Pablo Cinelli 
Laura Rosso 
Leonel
que iban del albino al dorado captaban toda la luz del rellano. A pesar de su Lenga 
Lorena Panzerini 
Luciana
Peker 
Lía Ghara 
Mariana Winocur 
exquisita flacura tenía el aire saludable de los cereales del desayuno, esa
Marina Yuszczuk 
Marisa Avigliano 
frescura limpia que huele a limón. Le calculé entre dieciséis y treinta años; Miguel Hein 
Nicolás Lantos 
Paula
resultó que estaba a dos meses de cumplir los diecinueve”. Jiménez España 
Raúl Dellatorre 
Vicente Battista 
Washington Uranga 
Yo ya era un grandulón de veintiún años cuando leí Desayuno en Tiffany’s,
pero me caía en las manos una novela con un buen personaje femenino y
me enamoraba como un preadolescente. Trabajaba de cadete en Emecé y
pateaba las calles de Buenos Aires con una pregunta constante en mi
cabeza: ¿encontraría a La Maga? Confieso que siempre me gustaron más
las morochas que las rubias, pero cuando leí Desayuno en Tiffany’s, cuando
llegué en estado de enamoramiento terminal a la última página del libro, a
esa postal que Holly le manda a Truman, garabateada en lápiz y firmada con
un beso de rouge (“Brasil salvaje pero Buenos Aires mejor: no es Tiffany’s
pero casi. Unida por la cadera a un señor divino. Buscando lugar dónde vivir.
Señor tiene esposa y siete hijos. Haré saber dirección adonde escribirme
cuando la sepa”), empecé a buscar como un poseso a Holly Golightly en
todas las rubias que me pasaban cerca por la calle, para no hablar de mis
febriles ensoñaciones nocturnas.

En esa época las agencias literarias mandaban una o dos veces al mes a las
editoriales pilas de novelas en inglés y francés, de las cuales se
seleccionaba cuáles traducir. Cada libro venía con un dossier de críticas
fotocopiado donde a veces se colaba algún reportaje al autor. Yo husmeaba
en todos los paquetes que llegaban y cuando encontraba algo tentador lo
pedía para hacer el informe de lectura (Emecé tenía un comité de lectores,
que era el primer filtro antes de que los jefazos decidieran qué libro traducir).
En uno de esos paquetes llegó un día Música para camaleones, el nuevo
libro de Capote. El ejemplar debía partir directo al traductor porque el libro ya
venía contratado, pero a mí me dio tanta bronca la urgencia que, cuando fui
a entregarlo, me hice el distraído y me guardé el abultado dossier de prensa,
que devoré en una noche y al día siguiente bien temprano dejé  
convenientemente olvidado en el escritorio de una de las secretarias.

En aquel dossier venía un reportaje donde Truman contaba que, cuando


Hollywood compró los derechos de Desayuno en Tiffany’s para hacer la
película, él puso como condición que Marilyn Monroe hiciera de Holly
Golightly (“No tengo nada contra Audrey, es una buena amiga, pero Marilyn
estaba hecha para el papel. Fue el imbécil de Lee Strasberg que la
convenció de que no era momento en su carrera de hacer de call-girl”). En
aquel dossier venía también una fotocopia de dos páginas de la revista
Interview de Andy Warhol, donde Truman contaba su último encuentro con
Marilyn, esa maravilla titulada “Una hermosa niña” (“A beautiful child”). Se
acuerdan: Truman y Marilyn van a un velorio en Manhattan, ninguno de los
dos soporta el clima fúnebre y escapan a un bar, se toman dos botellas de
champagne, Truman tiene que rescatar a Marilyn del baño, se suben a un
taxi que los deja en los muelles, hay viento, gaviotas, sirenas lejanas, hay
olor a otro país. Marilyn está de cara al río con la melena al viento y de
pronto le dice a Truman: “Si te preguntaran cómo era yo, cómo era en
realidad, ¿qué dirías?” El podría haberle contestado: Desayuno en Tiffany’s.
Pero en cambio dice: “Yo sólo quería alzar la voz por encima de las gaviotas
y preguntarle, Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es
una mierda esta vida?”

Warhol había mandado ilustrar la nota en la revista con una vieja foto de
Marilyn y Truman bailando, que al principio me pareció de una malignidad
inexplicable y después, a medida que leía la nota, se me fue haciendo más y
más elocuente: ella espléndida en curvilíneo traje de noche negro, él enano,
sudoroso, con anteojos e imperdonable traje gris, siguiendo el paso con
torpeza, sin saber siquiera cómo sostenerle la mano. Ahí están
incuestionablemente Holly y su creador, aunque para el resto del mundo sea
inseparable el nombre Holly Golightly de la cara de Audrey Hepburn, y su
melenita recogida, y el collar de perlas, el vestidito negro y la boquilla larga
de la que humea lánguido un cigarrillo.

Toda la extraordinaria tensión debajo del encanto infeccioso de Desayuno en


Ti- ffany’s está, para mí, en esa foto, como escrito en letras catástrofe: miren
esta maravilla, se va a romper, no hay manera de sostenerla, no hay cómo
impedirlo. Ya en el principio de la novela se lo advertía al joven Truman el
veterano OJ Berman, el agente que había intentado en vano hacer triunfar a
Holly en Hollywood: “Esta chica es malas noticias, de la clase que te enteras
por los diarios que terminó en el fondo de un frasco de Seconal”.

Audrey Hepburn no parecía necesitar nada, no era quebradiza, no había sido


pobre, no tenía adentro ni un miligramo de “ese estigma del huérfano
espiritual, que no confía demasiado en nadie, pero trata desesperadamente
de agradar a todos, y por eso nosotros, su público, nos sentimos halagados
y excitados ante ella, porque nada desarma más que una persona muy
famosa que pide que se le tenga compasión”. Prueben poner en boca de ella
y después de Marilyn las siguientes palabras de Holly Golightly: “A
cualquiera que te dio confianza le debes mucho”. O: “Estoy asustada de no
saber lo que es mío hasta que me haya librado de él”. O: “Prométeme que
no vas poner nunca nada vivo adentro”, cuando le regala a Truman la
absurda jaula en forma de pagoda que habían visto juntos en una vidriera.

Como bien sabemos hoy, no fueron de Seconal sino de Nembutal las


pastillas que tomó Marilyn para suicidarse. Truman eligió no describir esa
escena, demasiado parecida a la que le esperaba a él mismo unos años
después, en esa puta ciudad. El que sí la describió fue el cura-poeta
nicaragüense Ernesto Cardenal. Estaba en la librería City Lights de San
Francisco, visitando a sus amigos beatniks, cuando dieron la noticia por la
radio. Truman detestaba a los beatniks, y dudo de que frecuentara la poesía
nicaragüense, así que es improbable que haya leído lo que escribió el cura
Cardenal: “Tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes. / Para la
tristeza de no ser santa, le recomendamos psicoanálisis. / La encontraron
muerta en su cama, con la mano en el teléfono. / Los detectives no dijeron a
quién intentaba llamar. / Quienquiera haya sido, Señor, contesta Tú el
teléfono”.

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